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Construcción de una nueva sociedad

Luis Jorge Garay S.


Instituto Internacional de Gobernabilidad
http://www.iigov.org
INTRODUCCIÓN

Los hechos que se presentan son abordados bajo una perspectiva analítica radical porque
tratan de la crisis en la que se debate la sociedad colombiana de hoy.
En el ambiente de incertidumbre que genera la globalización, esta sociedad se ve obligada
a enfrentar la coincidencia de la agudización de todos sus frentes internos de crisis social y
política con un progresivo deterioro productivo en su economía, en un mundo en el cual se
dan nuevas y cada vez más difíciles condiciones de competencia. La confluencia de estos
procesos está generando una dinámica perversa que puede conducir a la profundización
del proceso de fragmentación de su tejido social, de supeditamiento de lo público, de
relegamiento de la ley, de desinstitucionalidad, y hasta de una eventual desin-
dustrialización irreversible en el país.
El proceso de globalización en curso puede seguir muchos rumbos que van desde la
profundización del modelo neoliberal que prevalece en la actualidad, hasta aquel utópico
que se vislumbra con base en el conocimiento y en el cual tendría importancia decisiva e
irremplazable la voluntad de los seres humanos. Dentro de las opciones posibles a los
colombianos les corresponde el deber de escoger un camino –en debida consulta de su
lugar en el escenario internacional–, ya que de no hacerlo la fuerza de los cambios que
están ocurriendo en el mundo se encargará de imponerlo en su lugar.
En tal contexto este ensayo pretende contribuir al debate sobre el cambio del actual (des-)
orden societal en el país con el planteamiento de una opción programática para la
transición hacia la construcción de una nueva sociedad en Colombia, en la que resulta
fundamental erradicar unos problemas estructurales y endémicos para poder crear
condiciones básicas para la instauración de un nuevo ordenamiento democrático e
incluyente en lo económico, político y social.

***

Este trabajo está dedicado especialmente a Patricia Lizarazo V. Su presencia fue decisiva
para hacerlo realidad. Agradezco además sus críticas y reflexiones siempre oportunas.
Carlos Alberto, mi hermano, a pesar de su discreción, ha tenido permanente presencia en
este quehacer profesional.
Alfredo Angulo ha sido insustituible colaborador, soporte solidario e interlocutor en la
búsqueda por avanzar en la reflexión sobre la realidad colombiana.

I. Proceso de crisis de sociedad


Para avanzar en el análisis sobre el proceso de crisis de la sociedad colombiana es
necesario proceder a la caracterización tanto de sus expresiones más determinantes en
diferentes campos de las relaciones societales, como de aquellas anomalías y problemas
endémicos que germinan y reproducen dinámicas perversas en el ordenamiento social en
las esferas económica, política y social. Por ello aquí se procede a caracterizar los frentes
de la crisis y a analizar el fenómeno del rentismo como problema social básico, en la
medida en que condiciona y distorsiona el entorno societal para la instauración de un
ordenamiento democrático incluyente y para el desarrollo económico y el fortalecimiento y
modernización del aparato productivo, bajo un régimen de mercado y en medio de una
competencia crecientemente globalizada.

1. Los frentes de la crisis

Como una aproximación analítica puede argumentarse que la crisis de la sociedad


colombiana se expresa en múltiples campos y frentes societales, entre los cuales son de
destacar los decisivos, a saber:

• Subordinación de lo público
A la luz de la búsqueda de la democracia como ordenamiento social en el mundo, y del
avance del proceso de globalización capitalista, un problema central para la sociedad
colombiana es la subordinación de lo público en favor de intereses privados privilegiados y
excluyentes que han adquirido poder político, económico, cultural y social, de maneras
tanto legítima como ilegítima. La profunda ausencia del sentido de lo público ha ido
permeando la forma de proceder, el comportamiento y la conducta de los ciudadanos,
privilegiando intereses individuales sobre el llamado “bien común”.
Esta situación se encuentra íntimamente relacionada con la profunda fragmentación del
tejido social y la avanzada deslegitimación del Estado como ente encargado de preservar
ese bien común.

• Deslegitimación del Estado


La precaria legitimidad del Estado colombiano ha favorecido el resquebrajamiento de
funciones y responsabilidades básicas e inalienables de un Estado democrático, como son:
garantizar el respeto de los derechos humanos de todos los ciudadanos, asegurar la
irrestricta prevalencia de la ley en derecho y el monopolio en la aplicación de la justicia,
propender por la preservación del orden instituido en el ordenamiento político y social, y
velar por la integridad territorial. En Colombia la desinstitucionalidad del Estado ha llevado
a su paulatina sustitución por parte de grupos o intereses privados poderosos en el arbitrio
de relaciones políticas, económicas, culturales y sociales en la sociedad, relegándose el
imperio del “bien común” en favor de propósitos individualistas o grupales que no
necesariamente reflejan el interés colectivo perdurable.

• Pérdida de convivencia ciudadana


Sin una estricta prevalencia de la ley en derecho se crean condiciones propicias para un
desarreglo societal profundo y a la vez visible e inmediato de producirse la ruptura de las
reglas básicas de “convivencia ciudadana”. Esta convivencia se ha de regir por un tipo de
normas rectoras en derecho, de índole persuasiva aunque también coactiva, acordadas por
mutuo entendimiento a través de un “contrato social” entre miembros de la sociedad.
La precariedad de la convivencia ciudadana que va penetrando crecientemente múltiples
instancias del ordenamiento social en el país abarca desde relaciones cotidianas de los
individuos con otros individuos, progresivamente de grupos de ciudadanos con otros
grupos y con el Estado, hasta aquellas como la relación interactiva entre los ciudadanos,
grupos, organizaciones, partidos y el Estado, en el espacio público-colectivo-privado del
ordenamiento político y social.
Con el avance de la erosión de la convivencia ciudadana se va asentando, enraizando y
adicionalmente germinando una “aculturación” de la violencia, con la creciente utilización
del uso de la fuerza o la coacción o el poder de influencia de unos grupos poderosos sobre
otros grupos de la población, para el logro de sus propios fines individualistas, egoístas e
incluso, en ocasiones, en contra de la estabilidad social y de los intereses propiamente de
carácter público.
Esta trilogía de problemas –profunda supeditación de lo público, arraigada deslegitimidad y
desinstitucionalización del Estado y precaria convivencia ciudadana– íntimamente
relacionados entre sí, caracteriza un proceso de “destrucción social” en el contexto de las
exigencias del mundo de hoy, que tiene como raíz central la preeminencia de lo privado
sobre lo público o el bien común, contraviniéndose el propósito de alcanzar una sociedad
moderna organizada.
La enraizada fragmentación del tejido social, la deslegitimación del Estado y la pérdida de
convivencia ciudadana se manifiestan no sólo en el deterioro de comportamientos y
conductas ciudadanos sino en las relaciones políticas, económicas, sociales y culturales, al
hacerlas proclives a la configuración de lo que se puede denominar como un proceso de
“aculturación de la ilegalidad” –y en ciertos campos, hasta de una “aculturación mafiosa”–
a cargo de grupos poderosos que van supeditando y condicionando paulatinamente
actitudes e inclusive algunos valores de otros grupos y estratos de la sociedad. Lo que,
entre otras cosas, va afectando la misma cultura cívica o la civilidad en amplios sectores de
la sociedad.
Aquí se entiende por aculturación el proceso de formación práctica de un conjunto de
valores, principios y fundamentos que rigen conductas y comportamientos de algunos
grupos ciudadanos en una sociedad. Y por aculturación de la ilegalidad, el enraizamiento
progresivo en distintos ámbitos de la sociedad de la imposición de intereses privados
individuales de grupos poderosos –de orden tanto legal como ilegal– al margen de normas
y procedimientos del ordenamiento jurídico y político, y a través de la violencia o de su
poder de imposición e intimidación sobre otros grupos de la sociedad, e incluso del Estado.
Así, entonces, un proceso de aculturación se produce mediante la progresiva adopción de
prácticas y conductas por parte de diversos estratos o grupos de ciudadanos, sin que ello
implique de manera alguna el imperio de éstas como prácticas societales generales, en
sentido estricto del término. Sólo alcanzarán este estatus en la medida en que tales
prácticas sean adoptadas y reconocidas suficientemente por el conjunto de los ciudadanos.
Un proceso de aculturación de la ilegalidad no implica que el proceder de los ciudadanos en
una sociedad tienda a ser por naturaleza e idiosincrasia proclive a la “ilegalidad”, ni que
todos y cada uno de los ciudadanos vayan adoptando al unísono conductas y prácticas
“ilegales”, ni que este fenómeno sea exclusivo de una determinada sociedad. Por el
contrario, este proceso está íntimamente relacionado con el (des-)ordenamiento político,
económico, social y cultural imperante en la propia sociedad: por ejemplo, por una
estructura concentrada del poder económico y político, con unas prácticas no democráticas
y “rentísticas” del quehacer político y económico y con una precaria legitimidad del Estado
para velar por la preeminencia del bien común sobre intereses individualistas de grupos
poderosos.
La búsqueda de la imposición de intereses individuales sobre otros intereses o sobre el
interés colectivo-público se fundamenta en la violación de normas, procedimientos y
disposiciones del ordenamiento jurídico y político instituidos. Esta violación de la legalidad
se hace o bien a través de la violencia como sustitución de la estricta prevalencia de la ley
y en suplantación de la aplicación de la justicia en derecho, cuyo monopolio debiera estar
sólo bajo responsabilidad del Estado, o bien a través de la coacción fruto del poder político
y económico de un grupo sobre otros sectores de la sociedad y aun del Estado.
Así, en la medida en que se amplía el ámbito social en el cual se relega el derecho
legalmente instituido, va avanzándose hacia el establecimiento de organizaciones ilegales –
y, según su naturaleza, hasta mafiosas– que se van arrogando la potestad de imponer por
la vía de facto una aculturación ilegal en los términos definidos arriba.
En Colombia el comportamiento ciudadano, es decir la relación ciudadano-ciudadano,
ciudadano-Estado, ciudadano-sociedad, ha sido permeado progresivamente por la
aplicación de prácticas ilegales con un creciente recurso a la fuerza en muy diversas
actividades. Este deterioro social resultó potencializado, entre otras cosas, por una
dinámica más profunda que es la “cultura mafiosa del narcotráfico”.

• Conflicto armado
Otro problema adicional a la trilogía central del proceso de crisis social colombiano es el
conflicto armado, que ha tenido una profunda transformación en el tiempo y que hoy día
también se relaciona directa, indirecta, utilitaria pero no necesariamente en términos
ideológicos, con actividades ilegales, en particular el narcotráfico.
Si bien el nacimiento de los movimientos guerrilleros tiene raíces de carácter social
relacionadas fundamentalmente con la problemática tradicional predominante en el campo
colombiano y, al menos en parte, con la confrontación ideológica entre los sistemas
capitalista y comunista en el contexto de la guerra fría, con el tiempo la lucha por ampliar
y consolidar su predominio territorial en vastas zonas del país, suplantando al Estado como
medio para adquirir mayor poder político y militar por la vía de los hechos, no sólo ha
venido financiándose de manera creciente con base en la imposición unilateral de cargas y
penalidades monetarias –a manera de tributos en favor de estos grupos y no de la
sociedad en su conjunto– sobre civiles y actividades económicas, sino que además ha
recurrido a apropiar parte de los excedentes generados en las primeras etapas de la
cadena del negocio del narcotráfico –al punto de representar más del 40% de los ingresos
anuales del grupo guerrillero más fuerte del país–. Fenómeno similar ocurre en el caso de
otros actores centrales involucrados en el conflicto armado colombiano, como los
paramilitares.
El conflicto armado ha sido permeado crecientemente por una “cultura de ilegalidad
mafiosa”, como ha ocurrido en ciertos sectores de la sociedad que usufructúan
“ilegalmente” ganancias derivadas de actividades relacionadas con el narcotráfico –por
ejemplo, el lavado de dólares o el contrabando.

• Ilegalidad y narcotráfico
Otro problema fundamental es el del narcotráfico y la ilegalidad crecientemente
reproducida en la conducción de actividades políticas, económicas y culturales en la
sociedad colombiana.
La ilegalidad, con una manifestación determinante en el narcotráfico, no es la causa
fundamental de la profunda supeditación de lo público en Colombia. Si bien es cierto que la
ilegalidad tiene raíces históricas en el país que no han sido resueltas, por lo que se ha ido
consolidando y ampliando su espectro de acción a través del tiempo –por ejemplo,
contrabando, posesión ilegal de la tierra, apropiación privada de riquezas colectivas, el
caciquismo y la compra de votos, secuestro–, el narcotráfico como la actividad ilegal quizás
de mayor rendimiento y poder depredador en el capitalismo de hoy, ha alcanzado un poder
desestabilizador, potencializador de toda la problemática colombiana de la “destrucción
social”.
El narcotráfico se desarrolla en Colombia no solamente tomando provecho para su propio
beneficio de las ventajas geográficas y estratégicas del país para la realización de las
primeras etapas de la cadena internacional del negocio, sino también –y de manera
determinante– de la fragmentación del tejido social colombiano y de graves problemas
estructurales, entre los cuales cabe mencionar los siguientes: la falta de presencia
territorial y la pérdida de legitimidad del Estado; el debilitamiento del imperio de la ley; el
rentismo relacionado con la reproducción del clientelismo, la corrupción y la impunidad; la
crisis de representación política; la instauración de una forma del quehacer político a través
de la intimidación y el uso de la fuerza para asegurar lealtades partidistas; la ausencia de
una política de tierras y otros problemas estructurales como la excesiva inequidad en la
distribución del ingreso y la pobreza.
En este punto es de aclarar que la presencia de una “aculturación mafiosa” en ciertas
actividades y comportamientos en el país no hace referencia única y exclusivamente a la
injerencia del narcotráfico en la sociedad colombiana, sino que se trata de un fenómeno
social más profundo y de amplias connotaciones en la vida política, económica y cultural.
Si bien el narcotráfico reproduce y potencializa en su máxima expresión esa aculturación
en el país, no fue ni ha sido la única causa de descomposición social. Por el contrario,
Colombia ya contaba desde los años setenta con ciertas condiciones propicias para el
enraizamiento de actividades ilícitas como el narcotráfico.
Uno de los agravantes del problema del narcotráfico en el país reside en que el patrón de
especialización adoptado dentro de la cadena internacional del negocio es el más
“pauperizador y depredador” en términos sociales, culturales, ecológicos e incluso
económicos.
En efecto, la especialización progresiva del país hacia las primeras tres etapas –como las
del cultivo de coca, el procesamiento de pasta y la elaboración de cocaína, y su
contrabando a los países consumidores– de las siete u ocho etapas de la cadena
internacional del narcotráfico no sólo genera unas ganancias económicas relativamente
ínfimas con respecto a las de las etapas finales que se reproducen en los países
consumidores –como la distribución minorista en las ciudades, el lavado de dólares y la
especulación financiera con excedentes ilegales–, sino que va imponiendo una
“aculturación del narcotráfico” consecuente con la suplantación del derecho y la ley por el
imperio de la violencia y el poder de la fuerza; la “destrucción” de tradiciones, valores y
comportamientos; la pérdida de la convivencia ciudadana; el deterioro del medio ambiente
y, al fin de cuentas, la “pauperización”, en sentido integral del término, del campesinado
cultivador de la hoja de coca y de amapola y de las poblaciones en sus zonas de influencia.
Infortunadamente, con la estrategia internacional predominante para el combate del
narcotráfico –bajo la tutela de los Estados Unidos–, países con ventajas geopolíticas para la
producción de coca y amapola como Colombia, continuarán siendo objeto de graves
consecuencias depredadoras para su ordenamiento económico, político, cultural y social, no
obstante los esfuerzos que le dedique a atacar este flagelo internacional. Ningún país
aisladamente, ni siquiera un grupo de países, va a lograr combatirlo con eficacia.
El narcotráfico impone la lógica de su ilegitimidad mafiosa en todos los eslabones del
negocio en un ámbito mundial, por lo que las acciones tendientes a combatirlo no pueden
limitarse apenas a algunos países, ni a afectar la producción únicamente, ni a depender de
las necesidades políticas de los gobiernos de turno de los países productores o de los
demandantes. Por el contrario, las acciones deben darse dentro de una estrategia integral
de corresponsabilidad y reciprocidad internacional para reducir la rentabilidad económica y
política del negocio en todos y cada uno de los eslabones de la cadena mundial, como la de
una estrategia multilateral de descriminalización y prevención del consumo de drogas
psicotrópicas, bajo un riguroso marco regulatorio y con el concurso de una organización
especializada, y con acciones represivas para desmontar otras bases del negocio ilícito
como el lavado de activos, el contrabando de precursores químicos, etc. (Garay, 1999a).
A manera de síntesis, todos los conflictos básicos en su conjunto y la íntima relación
“autoalimentadora” entre ellos configuran un proceso de crisis social –con la consecuente
pérdida del sentido de la pertenencia de la que se adolece en la sociedad colombiana– y
con profundas connotaciones en el contexto de la globalización capitalista imperante en el
mundo. La profundidad de este proceso se hace evidente a todas luces con sólo mencionar
algunas de las múltiples anomalías societales que aquejan a la sociedad colombiana. A
manera de ilustración basta con citar que Colombia se caracteriza, entre otros rasgos, por:

a. ocupar el segundo lugar en las Américas en términos del número de homicidios por
cada cien mil habitantes y el sexto lugar del mundo en violación de derechos humanos, con
el agravante de enfrentar una actividad criminal crecientemente organizada –potencia-
lizada pero no exclusivamente vinculada a actividades ilegales y el narcotráfico– como lo
muestra el hecho de que cerca de un tercio de los homicidios se ejecuta por ajuste de
cuentas, en buena medida a través de terceros utilizados para la realización del crimen;
b. estar en el tercer lugar en el Hemisferio y el séptimo en el mundo –según
Transparencia Internacional– en corrupción pública y privada, con la proliferación de
prácticas de enriquecimiento ilícito;
c. presentar una grave pérdida de credibilidad y confianza en el sistema de justicia al
punto en que se estima, según una encuesta reciente, que un 40% de los ciudadanos
considera que la justicia no opera, un 15% que hay ausencia de autoridad, un 12% que es
de difícil acceso y, además, que un 70% ha disminuido su credibilidad en la justicia,
llegándose a un nivel de confianza promedio en el sistema legal de apenas 4.7 en una
escala de 1 a 10 (Sudarsky, 1999). Todo lo cual refleja la presencia de elevados grados de
impunidad e inequidad en el sistema, y explica los reducidos niveles de denuncia de delitos
por parte de los ciudadanos afectados;
d. sufrir una crisis en la institucionalidad del Estado y, en buena medida, en su
legitimidad por el creciente escepticismo ciudadano sobre su efectividad y
representatividad, cuando, por ejemplo, el nivel de confianza en las diferentes instancias
del gobierno no supera el 4.2 en la escala 10 (gobiernos locales con 4.2 vs. gobierno
nacional y administración pública con 3.8) (Sudarsky, 1999).

2. Rentismo, clientelismo y raíces de la aculturación de la ilegalidad

• Rentismo
El rentismo consiste en la reproducción de prácticas impuestas de facto por grupos
poderosos en usufructo de su privilegiada posición en la estructura política y económica del
país, para la satisfacción egoísta y excluyente de intereses propios a costa de los intereses
del resto de la población y sin una retribución a la sociedad que guarde proporción a los
beneficios capturados para provecho propio.
En la medida en que estos tipos de prácticas son implantadas por grupos poderosos
privilegiados en ámbitos cada vez más decisivos a nivel de lo político y económico en una
sociedad, se va germinando lo que podría denominarse un proceso hacia la “aculturación
del rentismo” como lo observado en Colombia desde casi los inicios de la República.
Esta aculturación trae graves problemas al funcionamiento de la sociedad en el sentido que
propicia en actores “clave” del sistema, la reproducción de valores, comportamientos y
formas de proceder contrarios a la legitimación e institucionalización del Estado, al
perfeccionamiento de un “verdadero” régimen de mercado, a la instauración y
representatividad de partidos políticos voceros de pertenencias ideológicas de sus
miembros y actuantes como colectividad en procesos sociales bajo un sistema
democrático.
Así, dicha aculturación resulta progresivamente contraria al desarrollo de la cultura cívica –
como contenido moral de determinadas creencias acerca de la sociabilidad humana y
reconocimiento moral del individuo–, al fortalecimiento del tejido social, a la prevalencia
del “bien común” y de lo público sobre intereses individuales egoístas y excluyentes, y, en
fin, a la consolidación de un ordenamiento democrático en lo económico, político y social
bajo un régimen de mercado. Esta es una razón fundamental –aunque no única– por la
cual un país como Colombia no ha podido alcanzar la instauración de un Estado social de
derecho.
Ahora bien, el rentismo se convierte en una fuerza societalmente disruptiva cuando el
sistema económico y político se encuentra enmarcado bajo un régimen democrático formal
y capitalista neoliberal de mercado, predominante a nivel cada vez más global como ocurre
en la etapa actual del proceso de globalización. Una muestra sugestiva la constituye el tipo
de “disfuncionalidad” que caracteriza al país en la agenda multilateralizada y en la
problemática para avanzar en la búsqueda por una inserción productiva –y no
“destructora”– al escenario internacional, tanto a nivel político como económico (como se
muestra más adelante).
El avance en la aculturación del rentismo ha llevado a la configuración de un mecanismo
básico de aculturación de la ilegalidad y de la corrupción entre lo político y lo económico:
una tendencia hacia la institucionalización de un régimen cleptocrático en una sociedad
como la colombiana.
En lo económico el rentismo lleva a cuestionar, y hasta a quebrantar, las bases mismas de
un régimen de mercado para que las relaciones contractuales puedan desenvolverse
transparente y eficientemente con los menores costos de transacción posibles. Estas bases
son la reciprocidad y la confiabilidad entre agentes en el mercado.
Ante la pérdida de la confiabilidad y reciprocidad se promueve un ambiente propicio para la
reproducción de prácticas ilegales como la corrupción al margen de la libre acción de las
fuerzas en un mercado competitivo.
Contrario a los análisis tradicionales de corrupción, ésta no es debida únicamente a las
posibilidades de obtener beneficios monetarios (o de poder político) por “fallas” en el
sistema de competencia o por ausencia de regulaciones efectivas, sino, de manera crucial,
por insuficiencia en el “costo moral” con el que la sociedad penaliza y rechaza a las
acciones ilícitas-ilegales (Pizzorno, 1992).
En lo político el rentismo es propicio para la reproducción del clientelismo al punto que,
como lo señala Sapelli: “El clientelismo es la negación de la institucionalización de
sistemas, no solamente políticos sino también sociales. (…) descompone a la sociedad y a
los mercados en espacios intersticiales que fragmentan a los partidos, las clases sociales y
las pertenencias ideológicas. (...). Auncuando se realiza a través de aparatos sociales que
han surgido originariamente para mediar e identificar intereses en forma colectiva, como
los partidos …, el clientelismo descompone y fragmenta esta posibilidad propia del sistema
político” (1998, p. 28).
El clientelismo es una forma de confianza localizada, –es decir, limitada– que crea un
espíritu de facción y una jerarquía de legitimación de los comportamientos y de las
fidelidades. Genera en los miembros de la clientela una acción oportunista-excluyente
frente a la cultura cívica al instaurar dobles fidelidades y dobles moralidades, en donde
prevalecería la que corresponde a los intereses particulares de la clientela (Sapelli, 1998).
Cuando el mercado es regulado no por la eficiencia sino por métodos no-legales para
favorecer intereses de grupos poderosos, las representaciones políticas tienden a
“faccionarse” en clanes clientelares bajo la dirección de líderes, lo que impide o bloquea la
posibilidad de democracia interna en el caso de los partidos políticos de masa e incluso de
otras formas de asociación, propiciándose así la fragmentación del sistema político.
Ante el avance del rentismo con la consecuente reproducción de fenómenos como el
clientelismo en lo político y ciertos comportamientos y prácticas de índole ilegal –por
ejemplo, la corrupción–, se va atentando contra la legitimidad e institucionalidad del
Estado en su carácter de “ente responsable del ‘bien común’ y de la preservación de la ley
en derecho”. En efecto, la creciente pérdida de confianza de los agentes en el mercado
motiva una erosión de la credibilidad de la sociedad en la preeminencia de la ley –con su
impacto perverso en la cultura cívica–, afectándose ciertos comportamientos ciudadanos y
la fidelidad al Estado con el fortalecimiento del oportunismo y el instrumentalismo
individualista.
Se va produciendo así una tendencia a la parcelación y debilitamiento del Estado para el
provecho propio de aquellos grupos poderosos con mayor poder de injerencia político-
económica, para condicionar a su favor la conducción de asuntos públicos como la política
pública, el presupuesto estatal, la composición de la burocracia oficial, etc.
La mentalidad rentística se desarrolló en el país alrededor de, por ejemplo, la posesión de
la tierra, el dominio territorial y el poder político, el usufructo por parte de grupos
individuales de riquezas naturales no renovables sin una debida retribución a la sociedad
por el aprovechamiento de un recurso de carácter estrictamente público; la utilización de
prácticas gamonalistas y clientelistas en el ejercicio del quehacer partidista como medio
para la obtención de poder político y económico; la obtención de rentas fruto de la posición
privilegiada en la estructura económica y política, principalmente de grupos poderosos y no
por su contribución a la creación de riqueza.
A los problemas típicos que se atribuyen a la intervención del Estado y que cuestionan su
capacidad de formular y llevar a la práctica políticas económicas y sociales que puedan
responder tanto a las necesidades de la sociedad en general como del mercado mismo, en
el caso colombiano se agrega su exacerbación por la influencia de las prácticas
clientelistas, que han permitido la existencia en el Estado mismo de agentes buscadores de
rentas, los cuales mediante el cabildeo han obrado en la búsqueda de la prevalencia de
intereses particulares frente a los colectivos en un proceso de intercambio de favores que
se retroalimenta permanentemente.
El clientelismo busca aprovecharse de la precaria legitimidad del Estado y de su creciente
poder político-económico, interfiriendo en el ejercicio de la función estatal mediante el
aprovechamiento de su poder de influencia para, por ejemplo, el diseño y aplicación de
políticas públicas en favor de los intereses de los jefes o líderes clientelares y la utilización
de las plantas de personal y del presupuesto estatal con fines egoístas, excluyentes de los
grupos o clanes poderosos para retribuir los favores de sus clientelas.

• Clientelismo en los partidos políticos


En Colombia los partidos políticos tradicionales arrastran, incluso hoy día, el fardo de este
tipo de prácticas que han impedido su carácter democrático. El origen de este problema
puede asociarse con la aparición del sufragio en el país –a mediados del siglo XIX– en una
sociedad eminentemente rural, con un Estado débil, en esos momentos apenas en proceso
de conformación y cuya autoridad se cuestionaba permanentemente como lo atestigua la
fragmentación de la Gran Colombia –hecho que también refleja el poder de los buscadores
de renta encarnados en los señores que promovían la guerra para defender sus intereses y
en ocasiones también sus ideas–. Entre tanto su débil economía buscaba el doble propósito
de desarrollarse y de integrarse al mercado mundial.
En lo que podría considerarse la “primera fase” en la evolución de las prácticas
clientelistas, las mayorías políticas debían buscarse en el campo, en donde vivía el grueso
de la población, sumida por lo demás en la ignorancia. Allí las formas de dominación
consecuentes con el tejido social y del tipo de relaciones sociales existentes favorecían la
aparición de señores gamonales, que lograban poderes autoritarios sobre la población
mediante el engaño, la violencia o, las menos de las veces, el convencimiento.
En estas condiciones el objetivo de alcanzar el poder local contribuía significativamente en
la definición de la estructura y de la práctica política de los partidos. Así, la necesidad de
imponer mayorías en las regiones se convirtió en un aliciente para la persecución, el
amedrantamiento y la expulsión de los adversarios políticos. Además, el hecho de que los
beneficios económicos y políticos se pudieran ampliar mediante la apropiación monopólica,
u oligopólica en el mejor de los casos, del poder local, sobre todo en momentos en que se
definía en el país la titulación de la propiedad de la tierra, contribuyó a la profundización de
los fenómenos de violencia que asolaron al país en la primera mitad del siglo XX –sin que
se esté afirmando aquí que ésta haya constituido la causa única de esa violencia.
Con posterioridad, ya en una fase diferente, la combinación de los procesos de
urbanización y de industrialización del país que se aceleraron en las décadas de los
cincuenta y de los sesenta empezó a erosionar el poder del gamonalismo como fuerza
definitoria del poder en el interior de los partidos tradicionales, a favor de los clientelistas
de los centros urbanos, a la vez que contribuiría a la implantación del Frente Nacional.
Durante la década del sesenta el Estado creció, aunque no logró fortalecerse en el sentido
de cumplir su papel catalizador frente a las necesidades de los diferentes estratos de la
sociedad.
En la raíz de este último problema estuvo el cambio de las prácticas políticas de los
partidos ante las transformaciones que estaban ocurriendo en la sociedad colombiana, y
que impidieron que el Estado pudiera tener el espacio adecuado para el cabal cumplimiento
de sus funciones. Antes por el contrario, mediante el cabildeo a favor de intereses
particulares excluyentes y el fraccionamiento de las instituciones estatales en cotos
destinados a satisfacer las necesidades burocráticas de clientelas, los partidos
contribuyeron no sólo a su propia crisis, sino además a la deslegitimación del Estado ante
la opinión nacional, tal como quedaba demostrado en los altos niveles de abstención que
se daban en las elecciones y, más diciente, en el desinterés ante los procesos políticos
colombianos.
En la fase en que se produce la consolidación del proceso de urbanización y la elevación,
aunque a todas luces insuficiente e inequitativa, de los niveles de educación de la población
debía haberse producido la “quiebra” de las prácticas clientelistas en los partidos. Sin
embargo, por la década de los setenta se agudizó el fenómeno de la compra de votos y el
uso masivo de medios publicitarios mediante el ingreso de dineros de diversa procedencia,
legal e ilegal, a las campañas políticas, lo cual le dio un nuevo aire al gamonalismo y
especialmente al clientelismo.
Los partidos no pudieron controlar esta situación ni sustraerse a la obligación de tener que
defender los intereses de los donantes de dineros, por lo que prefirieron utilizar la
publicidad y además, al tenor de lo que ocurría en el resto del mundo desde la década de
los sesenta, los instrumentos masivos de comunicación como medio para influir en la
opinión pública. Así, de formuladores y orientadores de opinión, los partidos se
consolidaron en sus manipuladores, renunciando a la práctica proselitista con base en
propuestas partidistas. Este hecho influiría durante los últimos treinta años en la ausencia
de debates que, por ejemplo, hubieran planteado alternativas al manejo coyuntural y
cortoplacista que se ha hecho de importantes problemas colombianos, a la indefinición de
un modelo de desarrollo para el país con una perspectiva de mediano y largo plazo, o a la
interpretación de los cruciales cambios que ocurrieron en el mundo en ese lapso y sus
efectos sobre la sociedad colombiana.
En este ambiente, y en medio de la profunda crisis de la sociedad colombiana, las últimas
elecciones muestran que se rompió la barrera de la abstención electoral. Pero
paradójicamente, ante este resultado numérico que presupondría un amplio respaldo a las
decisiones que adopten, esta misma crisis también ha hecho evidente la incapacidad de los
partidos para formular respuestas a los formidables retos a los que se enfrentan.
Alguna responsabilidad cabe a la pérdida de interés que se percibe en el ámbito mundial
por los partidos de masas, a favor de la búsqueda de alternativas de participación
democrática directa más acordes con las necesidades individuales de los ciudadanos. A
esto se suma el derrumbe del campo socialista en el mundo y la profundización de la
globalización en la esfera económica, que condujeron a que se desdibujaran las diferencias
ideológicas que existían entre partidos tradicionales. Sin embargo, esto no es excusa para
el profundo vacío de análisis de la crisis de la sociedad colombiana por parte de los
partidos tradicionales.

• Raíces de la aculturación de la ilegalidad


A manera de ilustración se presentan algunos casos ocurridos, en los que ante la
infortunada coincidencia de un Estado débil, de agentes clientelistas estatales actuando
como buscadores de rentas y ejerciendo su influencia en el cabildeo en defensa de
intereses de particulares, de agentes económicos con comportamientos por fuera del
mercado o abiertamente mafiosos, se han logrado concesiones sin la debida retribución
social de bienes de carácter público a particulares por parte del Estado, contribuyendo no
sólo a su desinstitucionalización sino además al debilitamiento del tejido social nacional.

. Contrabando

Es una práctica que ha existido en Colombia desde la época de la Colonia y que se ha dado
al amparo de la extensión de sus dos costas y de las enormes zonas geográficas hasta
hace relativamente poco tiempo inaccesibles. El contrabando se ha movido en el país
prácticamente por toda su infraestructura de comercio internacional.
La perdurabilidad de esta actividad en la historia colombiana ha sido posible por la
magnitud de las utilidades que genera, las cuales le ha permitido consolidar un enorme
poder corruptor. Su importancia económica y poder contribuyeron a entronizar un alto
grado de permisividad por parte de la sociedad colombiana. Prácticamente todas las
ciudades del país tienen centros comerciales de venta de contrabando y es fuente
significativa de empleo informal, y la actividad siempre ha contado con la aprobación
abierta o al menos pasiva de la mayoría de los colombianos.
El poder del contrabando en el país se puede medir en la libertad con que ha operado a lo
largo de la historia. A pesar del evidente daño causado a los productores locales y a los
comerciantes legales, el cabildeo a su favor ha sido tan poderoso en las diferentes
instancias del Estado, que nunca se ha podido cumplir la legislación promulgada para
combatirlo, y ni siquiera la apertura económica pareció afectarlo significativamente. Se
debe señalar, sin embargo, que recientemente fueron dictadas fuertes normas para
combatirlo.
El contrabando es una actividad que se ha dado en las dos vías: en términos de las
exportaciones de contrabando que han sido significativas, son de recordar las de oro, café,
esmeraldas, azúcar, cemento, ganado, flora y fauna exóticas, vehículos robados,
marihuana, cocaína y últimamente heroína. Aunque las importaciones de contrabando
podrían cobijar parte considerable de los ítem del arancel, las principales son las de bienes
de consumo, como electrodomésticos, prendas de vestir y calzado, textiles, licores,
cigarrillos, bienes de capital y sus repuestos, armas para proveer los diversos frentes de
guerra colombianos y precursores químicos necesarios en la elaboración de drogas ilegales.
Las rutas del contrabando sirvieron para el tráfico ilícito de esmeraldas y abrieron las del
tráfico de drogas ilegales, y buena parte de las divisas utilizadas en las transacciones del
contrabando proviene del negocio de este tipo de drogas, habiéndose convertido en un
medio ideal para el lavado de dineros sucios.
En el caso del narcotráfico, por ejemplo, se debe señalar que sus excedentes pueden ser
“blanqueados” a través de actividades ilegales como el mismo contrabando. En la medida
en que se institucionaliza en una actividad conducida bajo una práctica mafiosa, ante la
necesidad de poder legalizar y darle mayor rapidez, retorno y utilización a sus excedentes,
se tiende a ampliar esta cultura a través de la aplicación de sus métodos y prácticas a
otras actividades ilícitas.
Este es un proceso que se puede considerar de aculturación mafiosa en determinadas
prácticas económicas y comerciales. Así, mientras que los grupos imponen esta práctica
mafiosa, adquieren poder no sólo para legitimarse sino además para imponer sus intereses
a nivel de lo político.

. Esmeraldas

En la actualidad Colombia produce alrededor del 60% de la producción mundial. En este


caso se trata de un recurso natural que debe ser administrado por el mismo Estado, y bien
sea que la explotación del recurso la haga directamente el Estado, o que la haga en asocio
con el capital privado, o mediante una concesión al capital privado para su explotación (sea
éste nacional o extranjero), el Estado tiene la responsabilidad, como ente representante
del interés colectivo, de hacer una administración no sólo eficaz y eficiente sino
obviamente rentable para el beneficio de la colectividad en su conjunto.
Después de la época de la Colonia, la zona esmeraldífera vino a ser considerada como una
reserva del Estado. Sin embargo, hacia 1828 el gobierno patriota le adjudicó la explotación
de las minas de Muzo a José Ignacio París y ya en 1832 se denunciaba ante la convención
de la Nueva Granada que se adjudicaron a nacionales y extranjeros “las minas de metales
y piedras preciosas” con rendimientos escasos para la Nación (Castillo, 1996).
En épocas recientes se dio otro proceso por la vía de facto de “privatización”, sin un
régimen efectivo de control estatal para garantizar la adecuada retribución a la sociedad
por parte de los encargados de la explotación de la mina, especialmente desde mediados
de la década del cuarenta con la conformación de un número cada vez más reducido de
grupos que a través de bandas o clanes rivalizaban entre sí por obtener el mayor poder
dentro de las minas y así lograr un mayor acceso a la participación en la explotación y por
ende en los excedentes, en un proceso que llevó a que progresivamente aumentara la
violencia entre estos grupos.
Se produjo entonces el aumento del poder corruptor de los grupos predominantes respecto
a las entidades administrativas y a sus funcionarios, tanto por el uso de la corrupción
abierta como por la imposición de la fuerza por medio de sus bandas armadas. Con la
fuerza se hizo creciente el poder, no sólo económico sino territorial, de los grupos más
aventajados que lograron tener mayor predominio. Así, progresivamente se fue
erosionando la institucionalidad y legitimidad del Estado y su presencia, ante la falta de
control sobre la retribución por la explotación y la debilidad relativa de sus fuerzas frente a
las de los grupos armados, que a su vez emplazaron a los grupos que explotaban las minas
hasta lograr un control a inicios de los noventa.
En el caso de las esmeraldas queda muy claro que desde el inicio de su explotación en el
período republicano, irrumpió una práctica rentística de manera abierta y explícita. Con el
predomino de esta forma de explotación, sin la imperancia de la ley legítima y ante el
predominio de un grupo que logró fuerte ascendencia sobre un partido tradicional, a inicios
de los noventa se procedió a reglamentar el manejo y la concesión de la explotación de las
esmeraldas. Se llegó en la práctica a su explotación casi que monopólica a través de un
solo grupo, con visos de legitimación de un poder establecido mafiosamente o al menos
ilegítimamente, que se obtuvo al otorgársele de manera oficial la concesión que había
logrado su predomino por las vías de hecho.
Además, al menos parte de estos excedentes ilegales se reinvierte en determinadas
actividades para la consolidación de poderes políticos y territoriales. Existe la tendencia a
usar prácticas de este corte para la realización de otras actividades legales e ilegales.

. Drogas ilícitas

Una de las razones que incidió en la implantación del negocio de drogas ilícitas en el país
fue su privilegiada ubicación geográfica para el comercio ilegal, que ya había sido probada
por los contrabandistas, y la existencia de amplias zonas aptas para el cultivo.
Aunque hay antecedentes de tráfico de cocaína en el país hacia los Estados Unidos en la
década del cincuenta, el negocio de drogas ilícitas realizado de una forma masiva
realmente se inició con el cultivo y tráfico de marihuana a principios de la década del
setenta.
En la exportación de la marihuana a los Estados Unidos participaban extranjeros y
colombianos vinculados con el contrabando o entroncados con poderes locales, como fue el
caso de miembros de algunas familias latifundistas, especialmente de algunos
departamentos de la Costa Atlántica. Es importante señalar que esa penetración de la
ilegalidad se fue realizando en buena medida a través de sectores prestantes de la
sociedad frecuentemente en lo económico y en lo político a nivel de las mismas regiones, y
no por el lumpen, como se ha hecho creer.
La aparición de la cocaína con las características de entrañar el mismo riesgo y tener
mayores precio y rentabilidad, aparte de un menor volumen relativo frente a la marihuana,
en momentos en que se empezaba a combatir con alguna firmeza en el mundo el tráfico de
narcóticos, fue un factor que llevó a que el comercio se desplazara hacia esa nueva
mercancía ilegal.
El narcotráfico pudo enraizarse en la sociedad al aprovechar condiciones geoestratégicas y
tomar ventaja de problemas estructurales que ya la aquejaban –y a la vez
reproduciéndolos a su máxima expresión– como la crisis de representatividad política; el
clientelismo, la corrupción y la impunidad, y la mentalidad rentística prevaleciente en
importantes ámbitos de la sociedad; la falta de presencia territorial y la pérdida de
legitimidad del Estado y el debilitamiento del imperio de la ley.
Los agentes involucrados en el negocio, como grupo de presión, han propugnado por su
legitimación tanto económica como política y social, buscando además impunidad jurídica.
Para conseguir sus propósitos han recurrido por igual al terrorismo que al logro de
influencias políticas en su búsqueda por la inserción en la sociedad colombiana. El negocio
ha tenido efectos perversos: en lo económico distorsionó valores, comportamientos y
precios claves afectando el funcionamiento de mercado, estimuló el enriquecimiento fácil y
el consumo suntuario en detrimento del ahorro y la inversión productiva, y profundizó
fenómenos como el rentismo, el clientelismo y la corrupción.
El país ha venido especializándose en los eslabones primarios e intermedios de la cadena
del negocio ilegal de la cocaína. Los primeros (cultivo de coca, producción de pasta de coca
y refinación de la cocaína), que a pesar de ser relativamente los menos rentables del
negocio internacional, se distinguen por su poder depredador al punto de afectar
profundamente las relaciones sociales en las regiones del país en las cuales se hallan
localizados. Los intermedios, ligados al contrabando de la droga a los mercados
internacionales (acopio de los alijos, ingreso a los países y venta a los distribuidores en el
mercado interno) en cambio ya pueden afectar los poderes a nivel nacional, al punto que,
como se dijo, han alcanzado una gran fuerza desestabilizadora, potencializando en su
conjunto toda la problemática colombiana de destrucción social.
A diferencia, en los eslabones finales relacionados con el mercadeo minorista (dominio de
mercados, venta a los consumidores finales) y el lavado de activos, donde se alcanzan las
más altas tasas de rentabilidad a nivel global, intervienen agentes e instituciones
poderosos a nivel internacional, principalmente de los países desarrollados, con una
presencia cada vez menos importante de colombianos involucrados en el tráfico ilegal de
drogas.

3. La desactivación productiva

Bajo un ordenamiento político en avanzado estado de resquebrajamiento progresa una


determinada aculturación de la ilegalidad, y la cultura productiva sufre severas y profundas
transformaciones. En Colombia la cultura productiva que prevalece no corresponde a la de
una verdadera cultura capitalista sino, en cierta medida, es una cultura que ha propendido
a la búsqueda del lucro y la satisfacción de objetivos egoístas excluyentes en favor de
ciertos grupos, logrados mediante el usufructo de privilegios individuales relacionados con
su posición en la estructura política, económica y social del país. Más aún, esta cultura
manifiesta rasgos típicamente rentísticos; esto es, prácticas a través de las cuales los
grupos dominantes privilegian la obtención de ganancias como fruto de su posición en la
estructura social y no como fruto del trabajo, el ahorro, la inversión, la innovación y el
riesgo.
Estos privilegios fueron adquiridos por ciertos grupos predominantes en el ordenamiento
político y económico del país al influir, con base en su poder de influencia e incluso de
coacción de los que disponen, en la aplicación de políticas públicas y colectivas aun a costa
del interés público, en beneficio exclusivo de sus propios intereses privados egoístas y/o
por medio del aprovechamiento de su capacidad de actuación respecto al mercado, donde
no han existido condiciones equiparables a las de competencia perfecta.
Puede decirse que en Colombia no se ha desarrollado una verdadera cultura empresarial
capitalista ni una verdadera cultura capitalista en el sentido que su sociedad no ha
observado estrictamente valores clave del régimen capitalista de acumulación. Lo anterior
sin pretender “idealizar” la cultura capitalista, ni pregonar su irrestricta perdurabilidad, sino
reconociendo apenas que además de ser el régimen imperante en el mundo hoy día, es en
el que se encuentra adscrita esta sociedad, al menos nominalmente.
Esta aculturación rentística tiene una clara expresión en el caso de la industria –y, en
buena medida, la agricultura, en especial la comercial, para no mencionar el caso típico de
la prestación de servicios financieros–, al haber sido reproducida por una excesiva
prolongación y falta de renovación de una estrategia de industrialización circunscrita
primordialmente a apoyar a unos determinados (sub-)sectores domésticos productores de
bienes tanto de consumo como intermedios basados en recursos naturales, sin una
contraprestación comprometida por parte de los agentes beneficiados en términos, por
ejemplo, del mejoramiento de su capacidad competitiva, de una creciente productividad en
la utilización de recursos productivos, de la capacitación del recurso humano y de la
innovación técnica. Ello resultó favoreciendo a los sectores tradicionales mono u
oligopolizados y con mayor poder de influencia política y económica por su posición
privilegiada en la estructura productiva en el país.
Si se analizan cuidadosamente los diferentes planes de desarrollo que ha habido en
Colombia desde los setenta hasta el día de hoy, se puede observar que no han satisfecho
no sólo las metas, sino que no se han podido llevar a cabo porque gran parte del esfuerzo
y de la prioridad de la política económica han estado centrados en la búsqueda de la
estabilidad, y no necesariamente en la continuidad de un programa de desarrollo.
Ello no quiere decir que hubiese convenido haber dejado de lado la estabilidad, sino que se
requería buscar, dentro de un proyecto social más comprometido, los esfuerzos necesarios
para que con estabilidad también se hubieran podido mantener metas, programas y
objetivos de desarrollo a largo plazo. Esto no ha sucedido en Colombia, y la profundización
de los problemas estructurales del aparato productivo señalan que las respuestas no se
pueden buscar exclusivamente en las prácticas y propuestas del manejo económico que
han prevalecido.
En un mundo de globalización conviene contar con un programa de desarrollo que
represente un proyecto que sea buscado e implementado a través del tiempo,
independientemente de los gobiernos de turno. ¿A través de qué mecanismos, de qué
modalidades, y con la intervención de qué sectores y qué agentes de la sociedad, se puede
definir y aplicar el proyecto de desarrollo y velar por su cumplimiento? No es el Estado, en
el mundo actual, el único y exclusivo responsable del diseño, aplicación, implantación,
verificación y control de un programa de desarrollo; se trata de una relación público-
colectivo-privada nueva que está por crearse y por institucionalizarse no sólo en Colombia
sino en países en desarrollo en el mundo globalizado, para poder ejercer una acción que
posibilite por lo menos la búsqueda de una inserción productiva del país al escenario
internacional.
Casi independientemente del modelo imperante –ahora el neoliberal–, Colombia tendrá que
desarrollar una nueva cultura productiva y política con la abolición de prácticas y lógicas de
comportamiento arraigadas, como la rentística y la ilegal, enmarcadas dentro de un
verdadero ordenamiento democrático e incluyente socialmente, bajo el contexto de
globalización en las esferas económica, política, social y cultural, si se deseara transitar
hacia la construcción de una nueva sociedad.
En los orígenes de la crisis estructural y en una perspectiva fundamentalmente económica
se observa que la sociedad colombiana ha desarrollado una cultura adversa a la inversión y
a la acumulación de capital, y más proclive al consumo.
Las tasas de ahorro y de inversión privada en Colombia nunca han despegado de un nivel
promedio moderado, en contraste con economías similares que para desarrollarse
incrementaron significativamente (triplicaron o aun cuadruplicaron temporalmente) sus
niveles de ahorro respecto al Producto Interno Bruto, durante períodos de dos o tres
décadas.
A la par con esta cultura de no acumulación y de no inversión, el país tampoco ha logrado
alterar su estructura productiva de manera creativa y funcional con el desarrollo
económico. Colombia se ha caracterizado por haber sufrido un proceso simultáneo de
desindustrialización, desagriculturización y terciarización durante los últimos treinta años.
Con estas características, aunque Colombia había logrado una capacidad de estabilidad con
crecimiento moderado, en medio del proceso de apertura a la competencia externa
surgieron serios interrogantes sobre, primero, la sostenibilidad del crecimiento y las
fuentes del crecimiento, y segundo, sobre la capacidad de la economía colombiana para
poder competir o resistir la competencia de bienes importados y para alcanzar una
productiva inserción al mercado internacional bajo el proceso de globalización.
Dentro de la dinámica actual del sistema capitalista, el proceso de desindustrialización y de
terciarización parece constituir una de sus características básicas. Sin embargo, en los
países desarrollados y en los de reciente industrialización, el proceso de terciarización ha
sido dinámico, centrado alrededor de sectores con tecnología de punta que desarrollan
eslabonamientos y relacionamientos con el resto de la economía, cada vez más modernos,
tecnificados y productivos. Infortunadamente, en el caso de Colombia el tipo de
terciarización que ocurrió fue uno absolutamente pasivo y no productivo: los sectores
terciarios están ligados básicamente a la prestación de servicios financieros y de servicios
de gobierno, algunos de ellos privatizados recientemente, y nuevos servicios en el área de
las comunicaciones, los cuales no incorporan ni desarrollan tecnología ni posibilidades de
modernización del sistema productivo e institucional.
Como resultado de la cultura de la no acumulación, de las fallas inherentes al proceso
productivo colombiano y de la apertura externa, se ha agudizado la tendencia a reproducir
déficit en las cuentas comercial y corriente de Colombia con el exterior, lo que quiere decir
que Colombia no sólo tiende a consumir más de afuera que los productos que logra colocar
en el exterior, sino que a su vez requiere, crecientemente, del ahorro externo; es decir, de
recursos del resto del mundo para poder sustentar sus patrones de consumo e inversión y
gasto (productivo e improductivo).
Eso incluso en medio de bonanzas externas de toda índole que Colombia pudo usufructuar
desde 1975. Uno de los interrogantes centrales a tener en cuenta es hasta qué punto se
puede mantener esta tendencia a consumir sin consultar debidamente el ingreso
permanente de índole legal del país. Quizás la crisis a la cual el país se enfrenta es una de
las expresiones de la no sostenibilidad de este patrón de consumo y bajo ahorro e
inversión, asociado con la orientación del mercado financiero en Colombia, y éste es un
fenómeno ligado a la crisis particular del sector financiero.
Ahora bien, ¿por qué existe la tendencia a utilizar ahorro externo en una economía como la
colombiana? En primer lugar, por la insuficiencia del ahorro interno e inversión; en segundo
lugar, por una tendencia al consumo; y en tercer lugar, por algo que es fundamental: en
Colombia uno de los factores que contribuyó (no el único ni el más determinante
necesariamente) para haber mantenido estabilidad con crecimiento, fue el hecho de haber
usufructuado permanentemente, desde los años 1975-1976, de consecutivas bonanzas
externas de diferente índole: legales, paralegales y abiertamente ilegales.
Todas estas bonanzas, ligadas a recursos naturales, que no implicaban ni eran fruto del
esfuerzo de la actividad productiva del país y de sus ciudadanos (con la excepción del
café), ni tampoco fruto del mejoramiento de la capacidad productiva del sistema
económico nacional sino, por un lado, de la “aparición” de recursos naturales estilo
petróleo o carbón, o de bonanzas esporádicas del precio de los productos de exportación
colombianos como el café y, por otro lado, de la utilización de parte del territorio para
cultivar, procesar y comerciar drogas ilícitas, llevaron a que la economía y la sociedad
colombiana se acostumbraran a tener un patrón de consumo que no responde a la
capacidad de creación de riqueza de la sociedad.
Al reducirse este tipo de bonanzas, Colombia está obligada a realizar un serio ajuste en su
patrón de consumo e inversión, para poder sostener no sólo la solvencia del país, sino
también su viabilidad, y poder crear una base que le permita crecer hacia el futuro. Más
que un ajuste cosmético, se trata de hacer uno verdaderamente estructural que vaya más
allá del diseño de la política económica: se trata de una nueva concepción de desarrollo y
un cambio de la cultura económica. En cuanto a esta cultura, ha venido siendo permeada
crecientemente por la irrupción de patrones anómalos: comportamientos “mafiosos”, de
enriquecimiento ilícito, y de aprovechamiento de los bienes colectivos-públicos a favor de
intereses individuales privilegiados.
En este sentido la situación económica colombiana no se puede desligar de la situación
social y cultural porque, en la medida en que se vive en un mundo más globalizado, estas
anomalías internas imponen restricciones crecientes y determinantes en la conducción
económica del país.

• Desindustrialización

El proceso de desindustrialización colombiano ocurrió temprano a finales de la década de


los setenta, cuando la participación de la industria en la economía todavía no había logrado
niveles como los que había obtenido el sector industrial en otros países de la región, en
tanto que esos otros países, especialmente los grandes, empezaron a sufrirlo apenas a
mediados de la década de los ochenta, fruto, entre otras razones, de la crisis estructural
económica y de la deuda externa. Hacia finales de los setenta la industria colombiana
tampoco había logrado una diversificación que le hubiera permitido generar una dinámica
autocontenida en el sector industrial.
La industria colombiana ha estado orientada al mercado doméstico –al punto que su
dinámica ha sido jalonada fundamentalmente por la demanda interna con una importante
influencia de la evolución del sector de la construcción–, lo que la ha llevado a localizarse
cerca de zonas urbanas de mayor población –por ejemplo, Santafé de Bogotá– y lejos de
las costas en donde el país posee una ventaja comparativa con el exterior por concepto de
costos de transporte. Además, se ha concentrado alrededor de tres sectores (alimentos
manufacturados, químicos y derivados, y textiles y confecciones), y, muy puntualmente, de
algunos subsectores, ramas o empresas en otros sectores, que han logrado todavía
mantenerse y expandirse, de manera que la estructura industrial colombiana resulta
bastante primaria.
Los sectores productivos que han ganado participación en los últimos diez años están
centrados alrededor de recursos naturales del país y estos recursos naturales se pueden
dividir entre los recursos naturales legales y los recursos naturales utilizados para
actividades claramente ilegales. Si se calcula en el PIB el excedente que produce la
actividad ilícita de la droga, más la actividad lícita de la explotación de recursos naturales,
evidentemente éstas han incrementado su participación en el PIB, en los últimos quince
años, en cerca de ocho puntos porcentuales. Esta alteración de la estructura productiva
colombiana, antes que apoyar un proceso de desarrollo económico, lo que ha hecho es
mantener tasas de crecimiento positivas pero insuficientes para modernizar, incorporar y
reproducir el sistema productivo del país.

• Desagriculturización

La desagriculturización que se produjo simultáneamente con la desindustrialización tuvo el


efecto perverso de reducir la capacidad de crecimiento y acumulación de la economía
colombiana, mientras expulsaba “destructivamente” población del sector rural hacia el
sector urbano sin que este último sector, por el patrón productivo que se ha mencionado,
lograra incorporar creativa y productivamente a esta mano de obra excedente del sector
rural.
El proceso de desagriculturización del país es consecuencia de un variado conjunto de
anomalías y problemas de muy diversa índole que van desde las tradicionales prácticas
sociales y económicas (por ejemplo, fiscales) en favor de la acumulación de tierras en
amplias zonas con fines más especulativos –ligados a la valorización urbana y/o la
búsqueda de poder y legitimidad por parte de agentes ilegales y paralegales– antes que
propiamente productivos, a la exagerada pobreza del campesinado, a la elevada
concentración de la tierra y de activos rurales y a la ausencia de una verdadera política de
tierras y de productividad agraria, hasta la aberrante proliferación de variadas modalidades
de violencia enraizadas y retroalimentadas por las condiciones de desigualdad, marginación
e inaccesibilidad a servicios básicos (como salud, educación, justicia, vías) ante la ausencia
del Estado, la preeminencia de intereses particulares individualistas –legales e ilegales– y
la pérdida de legitimidad del régimen político tradicional en buena parte del territorio
nacional.
Colombia no ha superado problemas endémicos –políticos, económicos y sociales–, sino
que incluso ha sufrido serios retrocesos que han deteriorado aún más las condiciones de
vida en el campo. No sólo se ha producido una mayor concentración de la tierra, con la
presencia de intereses ilegales, que buscan en el poder territorial y geoestratégico una
forma de legitimación y de poder político, sino que tampoco se ha avanzado decididamente
en una mejor explotación de la tierra con técnicas productivas más eficientes y con
adecuados patrones de especialización. Por el contrario, aparte de que amplias zonas del
país están dedicadas a la ganadería extensiva cuando algunas de ellas podrían ser
utilizadas en la siembra de cultivos comerciales, en otras regiones no se está produciendo
de manera consecuente con la aptitud de la tierra y en otras hay cultivos ilícitos que han
propiciado la transgresión de reservas forestales, extendiéndose indebidamente la
denominada frontera agrícola del país.
Esto ha llevado a que en diversas actividades del campo se haya arraigado una
aculturación rentística cuya lógica no es la producción comercial capitalista mediante el
aprovechamiento de las condiciones de la tierra, el mejoramiento de la productividad y la
competitividad, sino fundamentalmente el aprovechamiento de un poder territorial para
facilitar una cierta legitimidad y la realización de excedentes legales e ilegales, y para
asegurar el logro de sus propios intereses individuales.
Con sus particularidades, en lo rural la aculturación rentística se profundizó gracias al
predominio de poderes territoriales sustentados en la elevada concentración de la
propiedad de la tierra y el latifundio, con una influencia determinante en la configuración
de partidos tradicionales y, a través de ellos, en la conducción de asuntos del Estado y la
aplicación de políticas públicas como, por ejemplo, la impositiva que no solamente no
penaliza con mayor tributación el uso de la tierra para fines fundamentalmente rentísticos
y especulativos, sino que tampoco busca premiar relativamente la producción eficiente en
el campo.

• Terciarización financiera y de servicios

En Colombia el sector financiero continúa siendo oligopólico y de poca profundidad, no


obstante las medidas adoptadas con la apertura y la consecuente mayor competencia,
manteniéndose altas tasas de interés, de intermediación y de rentabilidad, y un mercado
altamente segmentado, incluso durante el período de liberalización económica. Con el
agravante adicional que ante la importancia e influencia económica y política de un sector
tan concentrado, se han observado casos de crisis que han buscado ser resueltos mediante
la socialización de pérdidas –tanto de bancos oficiales como privados –, pese a haber sido
resultado de la indebida asunción privada de riesgos, de inadecuada administración de la
cartera e incluso de prácticas clientelistas o hasta de operaciones corruptas, y sin que en
esos casos entidades y agentes responsables hubieran prestado una debida retribución-
compensación a la sociedad.
En este contexto, sobresale la excesiva fragilidad del sistema financiero con recurrentes
problemas de solvencia, liquidez y credibilidad, con graves vacíos y falencias en el régimen
de regulación, supervisión, previsión y divulgación de información –manifiestas claramente
en la crisis actual–. Es por ello que se requiere la implantación de severas medidas en
áreas como las de requerimientos de capital y reservas, garantías, calificación de riesgo,
para enfrentar las fuentes de inestabilidad y fragilidad y así poder avanzar en la
configuración de un sistema sólido, creíble y funcional al desarrollo económico.
Desde sus orígenes la banca en el país ha sido de dos tipos: la oficial, que se ha visto
influida en cierta medida por una lógica clientelista proclive a la prestación de créditos y
servicios sin debida consulta a su rentabilidad y el riesgo financiero, en respuesta a
presiones e intereses de grupos privilegiados de orden político-económico; y la comercial,
donde hay grupos oligopólicos fuertes con altos márgenes de rentabilidad y ganancias,
tomando provecho del poder que se desprende de su acción como grupos financieros y con
una marcada influencia en el resto del sistema.
El financiero no sólo es uno de los sectores que más ha crecido –como ha ocurrido en los
últimos años en el sector de comunicaciones con el servicio de la telefonía celular– al punto
en que ha absorbido parte de la pérdida de participación en el PIB de los sectores
productivos en el país, sino que a su vez, como respuesta y como determinante de la
cultura de consumo, ha dirigido sus esfuerzos proporcionalmente más a financiar el
consumo en sus diferentes modalidades, mientras que a la producción y a la modernización
de la economía lo ha hecho en menor proporción y a plazos y tasas de interés inade-
cuados.
Esto se manifiesta no sólo en la composición del crédito sino también en la estructura y los
términos en que se ha otorgado consuetudinariamente el financiamiento a la actividad
productiva colombiana. En los últimos treinta años la mayor proporción de los recursos que
el sector financiero otorgó al sector industrial productivo fue, en buena medida, a corto
plazo y no a largo plazo (Garay et al., 1998). Y los créditos a corto plazo no pueden ser la
fuente de financiación de la modernización del aparato productivo porque la inversión en
equipo y tecnología son, aparte de su incertidumbre, inversiones de larga maduración que
no pueden ser financiadas exclusivamente con recursos de corto plazo. Todo lo anterior
agravado por el hecho de que el sistema económico no ha contado con niveles de ahorro y
acumulación suficientes para poder generar internamente los recursos necesarios para la
inversión.

• El entorno económico

Con el desarrollo del capitalismo en plena revolución tecnológica-informática y en medio


del proceso de globalización, la competencia ya no se realiza exclusivamente entre firmas
aisladas y autocontenidas, sino que se van abarcando “nuevos mundos de la producción”
en los que factores determinantes de la competitividad actúan en instancias adicionales a
las condiciones propias de la firma individual, como las concernientes con los entornos
macro y mesoeconómicos y sectorial (Garay, 1999a).
La competitividad productiva es el resultado de la interrelación dinámica entre agentes,
organizaciones privadas y públicas y del conjunto de normas, reglas y procedimientos que
regulan acciones, legitiman derechos y estipulan obligaciones y responsabilidades en el
mercado, y depende cada vez más de la creación de ventajas competitivas sustentadas en
el conocimiento, el capital humano y la tecnología, la innovación, la diferenciación y el
desarrollo de procesos y productos, y no solamente de las ventajas comparativas estáticas
basadas en la disponibilidad de recursos naturales y mano de obra no calificada.
En Colombia, como en otros países de la región, la apertura económica ha ocurrido en un
ambiente macroeconómico perverso y poco propicio para enfrentar creativamente las
nuevas condiciones de la competencia internacional: sobresalen la permanencia de bajos
niveles de ahorro e inversión domésticos, el rápido crecimiento del gasto público y del
déficit fiscal, las elevadas tasas reales de interés y la revaluación real del peso, además de
la incertidumbre y riesgo reproducidos con la agudización de la situación de conflicto
armado y de la desestabilización política e institucional en el país. A esto se debe agregar
en los últimos años la profundidad de las crisis económicas de los países vecinos que son
decisivos socios comerciales de Colombia.
Cabe mencionar la carga adicional que para la competitividad internacional del aparato
productivo colombiano significa la difícil situación de la mesoeconomía del país.
Uno de sus componentes principales es la educación y capacitación de los recursos
humanos, que adolecen de graves fallas estructurales en Colombia. La composición del
gasto público en educación corresponde al de un sistema económico y social más bien
primario –un 80% está dirigido a la educación primaria y menos del 0,4% del PIB se dedica
a la “capacitación para el trabajo” por parte de la entidad estatal especializada–, lo que
conduce, en un mundo de creciente competencia, a una falencia estructural de capital
humano en el país que le impide aprovechar oportunidades para el crecimiento y la
modernización, aparte de todos los problemas sociales, incluida la prevalencia misma de
un régimen democrático en Colombia.
Resaltan las graves implicaciones sociales en términos del empeoramiento de la
distribución del ingreso, pobreza y desempleo de no lograr mejorar la productividad y
competitividad del aparato productivo y avanzar en la calificación de la fuerza de trabajo,
todavía más ante las mayores intensidades en el empleo de capital físico y humano
exigidas por las nuevas inversiones.
Otro elemento de la mesoeconomía es el estado de la infraestructura, de la cual los casos
más conocidos son la precariedad de las infraestructuras vial, de telecomunicaciones,
portuaria y eléctrica, y de la localización geográfica de la actividad productiva en el país,
como en el caso de la industria que ha ido concentrándose hacia el centro del país –cerca
de la mayor demanda interna– y lejos de las costas. La confluencia de las distancias, las
dificultades geográficas y el estado de las carreteras y de la localización lleva a que los
fletes para el transporte interno sean incluso superiores a los fletes externos para buen
número de bienes, perdiéndose competitividad con respecto al resto del mundo.
Aparte de los problemas de financiamiento interno para la inversión en Colombia, la otra
fuente más decisiva, por su aporte tanto de capital como de tecnología, como es la
inversión extranjera directa en el sector productivo, ha sido mucho más baja en proporción
al PIB que en la mayoría de los países de América Latina en los últimos quince años, y se
ha concentrado especialmente en el sector primario para poder aprovechar la explotación
de recursos naturales (petróleo, carbón).
Además, la tributación se destaca por la excesiva inestabilidad y complejidad del régimen
impositivo, las elevadas tasas nominales de impuestos y la alta concentración de la carga
impositiva en un número relativamente reducido de contribuyentes –con la proliferación de
exenciones, deducciones y excepciones, y de elevados niveles de corrupción, evasión y
elusión tributarias–, que han llevado no solamente a un esfuerzo tributario insuficiente de
la sociedad en su conjunto (respecto al PIB) y a una desinstitucionalización del deber
tributario del ciudadano con la colectividad, sino además al encarecimiento de costos para
las empresas con respecto a las de otros países.
Por último, debe anotarse que el ambiente de crisis institucional en lo económico, político y
social, la aculturación rentística y prácticas ilegales han llegado a tal profundidad en el
país, que atentan seriamente el clima de negocios –la garantía de los derechos de
propiedad, el cumplimiento de contratos, la estabilidad de las reglas y normas regulatorias,
la corrupción–, e imponen serias limitantes a la competitividad sistémica y a la
modernización del aparato productivo en el país.
II. Globalización, Estado y democracia

1. Caracterización de la globalización

La globalización bajo el modelo neoliberal, es la característica de la etapa actual del


capitalismo. Se reproduce en las sociedades modernas bajo la presión de diversas fuerzas
sociales, económicas, tecnológicas y geopolíticas que se profundizaron a partir del fin de la
segunda guerra mundial, y al diseminarse por el mundo está alterando la forma de relación
y el comportamiento no sólo de las sociedades sino de sus miembros como individuos.
La acción de estas fuerzas ha exigido una nueva definición del papel del Estado, diferente a
la que prevaleció durante el siglo XX, principalmente por la erosión del concepto de
soberanía nacional al iniciarse el desplazamiento, desde el Estado-nación hacia instancias
supranacionales, del centro de decisiones referidas a un conjunto cada vez más amplio de
temas (en principio problemas que atañen a la humanidad como un todo).
En la configuración de estas instancias supranacionales quizá se encuentre uno de los
mayores retos de la globalización, pues las alternativas que ofrece en la actualidad van
desde aquellas resueltas bajo el peso de los patrones de los países hegemones hasta las
que se anuncian dentro del concepto ideal de democracias “cosmopolitas”, definidas por la
participación consciente y efectiva de los seres humanos en las decisiones por encima de
cualquier tipo de consideración particular, como pueden ser las derivadas de nacionalidad,
raza, religión, etcétera.
Entre las principales fuerzas que han impulsado el proceso de globalización se pueden
señalar:

a. La revolución en la informática, las comunicaciones y las nuevas tecnologías que


propiciaron la automatización flexible y la aparición del posfordismo, la descentralización
espacial de los procesos productivos y el cambio en la organización de la producción y del
capital. Y en el campo de las relaciones entre individuos, la masificación de la televisión y
la telefonía, y la comunicación interactiva instantánea a escala mundial, por encima de la
posibilidad de censura previa y con acceso a fuentes privilegiadas de conocimiento.
b. El avance en la internacionalización de los procesos de producción y de reproducción
del capital, y en la renovación del patrón internacional de especialización.
c. La mundialización del sistema financiero internacional y la jurisprudencia surgida de
la constitución y funcionamiento de entidades multilaterales como las Naciones Unidas, el
FMI, el Banco Mundial, la OEA, el BID, la Organización Mundial del Comercio, y en el ámbito
de su acción, las Organizaciones No Gubernamentales.
d. El desarrollo de las armas atómicas.
e. El fin de la guerra fría expresado en el derrumbe del campo socialista, que desactivó
la polarización entre sistemas y permitió la reconfiguración de bloques económicos a escala
mundial.
f. La profundización de los problemas medioambientales a escala cada vez más global.
g. La progresiva toma de conciencia de que el funcionamiento del sistema capitalista
en un mercado mundial hace necesario enfrentar cierto tipo de problemas de una manera
global, incluso por encima de las nacionalidades. Entre este tipo de problemas se pueden
citar la defensa de los derechos humanos, la profundización de condiciones democráticas
en los países, reconociéndose la crisis del modelo de democracia ligado a la existencia de
los partidos de masas, el combate al crimen organizado y al narcotráfico y la manipulación
de la genética humana.
Estas fuerzas permitieron el desarrollo del “mecanismo del desanclaje” del tiempo y el
espacio –la interacción a distancia– mediante el cual se hace posible la reorganización de
las relaciones sociales sin la limitación de la distancia (Giddens, 1993), y entender que la
globalización es un proceso social en el que las restricciones de la geografía en los arreglos
social y cultural se desvanecen y mediante el cual la gente va tomando conciencia de tal
desvanecimiento (Waters, 1996).
La globalización se reproduce en tres esferas determinantes de la dinámica social en medio
de un proceso de progresivo relacionamiento entre sociedades del mundo como un todo: la
económica, la política y la cultural.
El ámbito de la esfera económica es el arreglo social para la producción, intercambio,
distribución y consumo de bienes y servicios –bajo desafíos colectivos como el desarrollo
sustentable y la preservación del medio ambiente.
El escenario de la globalización en la esfera política tiene lugar en el ordenamiento social
para la coordinación, aplicación y legitimación del uso del poder en sus diversas formas,
desde las relacionadas con los aparatos militar y policial para la conservación del orden
público y la preservación de la seguridad territorial, hasta las más mediatizadas como son
la estructura jurisdiccional para velar por el imperio de los principios rectores y las reglas
de juego sobre las conductas y convivencia ciudadanas –incluidas las regulaciones del
comportamiento de los agentes económicos en el mercado.
La esfera cultural es la conciencia social representada por los valores, creencias, principios,
preferencias y gustos de la población, recreada permanentemente por la historia de la
propia sociedad.

2. Acerca del modelo neoliberal imperante

La globalización capitalista está siendo administrada bajo el modelo neoliberal imperante


en el mundo de hoy. Éste no es el único modelo de globalización; por el contrario su
perdurabilidad está en serio cuestionamiento ante la creciente exclusión y agudización de
contradicciones que genera. Es una etapa posterior a la de la internacionalización de la
economía capitalista y es consecuente con la tendencia a la configuración de una “sociedad
global” fraccionada, desigual, excluyente y diferenciadora, constituida por grupos
relativamente amplios de las sociedades desarrolladas y de sólo determinadas elites
privilegiadas de otras sociedades no hegemónicas.
En la concepción neoliberal y de la libre competencia se supone, en la esfera económica,
que el mercado es una institución social donde los diferentes agentes intervienen, en
teoría, en condiciones de igualdad en el intercambio, y con las mismas capacidad y
oportunidad para satisfacer sus necesidades, a través de su interacción en el propio
mercado. Así, la instauración del mercado y del régimen de competencia debería tener
como contrapartida en la esfera política la necesidad de desarrollar un régimen que
responda a los mismos postulados básicos –como principios teóricos abstractos– del
régimen de competencia.
El primero de esos principios teóricos es el de la “igualdad” de los ciudadanos en el proceso
de decisión política para la definición de las prioridades sociales mediante el derecho de
elección a través del voto, lo que en términos de mercado implicaría el derecho de los
agentes a participar e interactuar a través de la relación oferta-demanda.
El segundo es el de la “soberanía” en las decisiones. Se supone teóricamente que en el
mercado, el agente económico es soberano en sus decisiones. Similarmente, en el régimen
democrático cada ciudadano, con el acervo de información y de oportunidades que
dispone, es soberano en el sentido de que no debe haber fuerzas externas que lo lleven a
definir o condicionar sus decisiones en la esfera de lo político.
En la medida en que no se cumple en la práctica (como evidentemente ocurre) con los
postulados de igualdad y soberanía –en términos de la capacidad y la disponibilidad real de
oportunidades efectivas de los actores para decidir libremente–, la consolidación de un
régimen de mercado no implica necesariamente la equiparación de un régimen
democrático. Es más, se ha llegado a argumentar que para su funcionamiento el mercado
no requiere necesariamente de la existencia de condiciones democráticas al tenor de lo
ocurrido en la Alemania nazi y en el Chile de Pinochet. En estos casos se supondría que las
dictaduras son una forma de “efectivización” del Estado que “contribuiría” a la
transparencia del mercado.
No obstante, como lo han afirmado algunos autores, la democracia representativa –
poliárquica como se la conoce en la práctica– ha sobrevivido de manera estable en países
con predominio de economías de mercado capitalista, por el hecho de que algunos
principios teóricos característicos del mercado (capitalista) son compatibles con
instituciones democráticas.
Ahora bien, la democracia y el capitalismo de mercado se relacionan en medio de graves
contradicciones y tensiones por la reproducción de desigualdades de oportunidades en lo
económico y en lo político. Es por ello que “el capitalismo de mercado en gran medida
favorece el desarrollo de la democracia hasta el nivel de la democracia poliárquica. Pero,
dadas sus adversas circunstancias para la igualdad política, es desfavorable para el
desarrollo de la democracia más allá del nivel de la poliarquía” (Dahl, 1999).
Además, una economía de mercado no es autorregulada sino que como institución social
requiere la instauración de valores, principios, normas, regulaciones y comportamientos
íntimamente compatibles con los postulados de la racionalidad de la competencia:
protección de los derechos de propiedad, cumplimiento de los contratos en el mercado
para asegurar la reciprocidad y la confianza en el mercado como institución social. Todavía
más necesaria la intervención sobre el mercado en presencia de “fallas” en la competencia
y en la medida en que se reproduzcan inequidades y perjuicios sobre unos ciudadanos y
agentes económicos que sean “injustificados” –en términos económicos y morales– a la luz
de criterios socialmente acogidos sobre la justicia distributiva.
El régimen político que debía acompañar al modelo neoliberal teórico, que pregona por
postulados como la igualdad y soberanía, en la realidad no es el modelo democrático
vigente en la etapa actual del proceso de globalización. En ese sentido el régimen político
tiene que complementarse o renovarse para que, en consulta con las condiciones
existentes tanto políticas como económicas, pudiera facilitar en mayor medida la
competencia en el mercado.
De otra parte, sobresale una seria contradicción interna al neoliberalismo por ser en el
ámbito económico hostil a la tradición, como consecuencia del impulso de las fuerzas del
mercado y de un individualismo agresivo. Pero por ser defensor de la tradición en el ámbito
político y cultural. De ahí que su legitimación y su conciliación con el conservadurismo se
deban basar en la persistencia y defensa de la tradición en las áreas de la nación, la
religión, los sexos y la familia. Dado que no posee verdaderos motivos teóricos, su defensa
de la tradición en estas áreas suele adoptar la forma de algún fundamentalismo (Giddens,
1996).
Ahí reside, precisamente, una razón de la necesidad de reflexionar, analizar y plantear
opciones alternativas de política bajo escenarios probables como la no sostenibilidad del
modelo neoliberal teórico y la implantación de otros alternativos, tomando en
consideración las implicaciones sociales, políticas y económicas entre diferentes países,
regiones y en el sistema capitalista en su conjunto.
3. El nuevo papel del Estado

La acción de los Estados tiende a estar cada vez más enmarcada, y en cierta medida
condicionada, por aquellos principios y postulados que son acogidos regional y/o
multilateralmente en función de los requerimientos de la profundización y consolidación del
modelo de globalización.
Tradicionalmente, la actividad política se ha desarrollado en territorios cuya soberanía ha
dependido de la fortaleza y organización de los Estados-nación. Éstos son resistentes por
naturaleza a un proceso como el de la globalización, que conduce al debilitamiento y/o
progresiva erosión de fronteras territoriales y de la soberanía plena de las naciones en la
conducción de sus relaciones internacionales. De ahí que la globalización no sólo se
enfrente a las dificultades de transformación del Estado-nación desarrollado con el
capitalismo durante la última centuria, sino que su perfeccionamiento requiera
necesariamente avanzar en el tránsito hacia “nuevas formas” de organización económica-
política-cultural entre sociedades (Waters, 1996).
A pesar del avance en la globalización y la internacionalización de la ley, el Estado-nación
continúa siendo una institución básica garante de las condiciones propicias para una
efectiva gobernabilidad internacional, al permanecer siendo “soberano”, aunque no en el
sentido de que sea todopoderoso en su territorio.
Los regímenes regulatorios, las agencias internacionales y las políticas conjuntas
sancionadas por medio de tratados, sólo han podido existir porque los principales Estados-
naciones acordaron crearlas y conferirles legitimidad cediendo parte de su soberanía,
aunque con mayor significancia para unos y para el interés especial de otros, según el
tema y la capacidad de influencia de cada Estado en la definición e implantación de una
agenda en proceso de multilateralización.
La soberanía es hasta cierta medida alienable y en algunos aspectos divisible, pero los
Estados permanecen, y adquieren nuevos roles. Disponen de la habilidad para velar por el
cumplimiento de compromisos, “hacia arriba” porque los Estados son representativos de
territorios, y “hacia abajo” porque son poderes constitucionalmente legítimos (Hirst y
Thompson, 1996).
En medio del proceso de globalización, la permanencia del Estado-nación como institución
representante del “imperio de la ley” –así no sea omnicompetente y absolutamente
soberano en la acepción tradicional– es requisito inapelable para la observancia de las
normas, disciplinas y leyes internacionales y para la sobrevivencia de sociedades
diferenciadas –aunque en permanente deconstrucción-renovación.
De todas formas, en medio del proceso de globalización, el papel del Estado continúa
consistiendo no solamente en la interiorización sino además en la intermediación de la
lógica de la competencia capitalista internacional, así, en el peor de los casos, sólo sea
para asegurar el cabal cumplimiento en el terreno local de los compromisos con el nuevo
orden mundial. El papel del Estado está todavía determinado, en gran medida, por los
conflictos entre las fuerzas sociales localizadas en cada formación social.
En términos “ideales”-teleológicos, el perfeccionamiento de la globalización en su máxima
expresión implicaría la ausencia de Estados soberanos y la predominancia de
superorganizaciones internacionales supervisoras del cumplimiento de normas rectoras de
comportamiento económico-político a nivel transnacional bajo el imperio de un conjunto
esencial de valores comunes entre sociedades, como miembros partícipes de una gran
sociedad global (la “aldea global”). Para alcanzar esa “situación social ideal”, el “Estado
mundial” requeriría como condición de la existencia de una verdadera sociedad mundial
creyente de la presencia de unas instancias globalizadas con la autonomía relativa –
delegada por decisión de la propia sociedad mundial– y los medios suficientes para la
gestión de una política efectiva a nivel global.
A pesar de la evolución del proceso de globalización, no sólo no se ha alcanzado esa
“situación ideal”, sino que por el contrario el Estado nacional continúa siendo la instancia
central de legitimación del poder y con ello también el destinatario más importante de las
demandas políticas por parte de la población. Como lo ha demostrado la evolución de las
décadas pasadas, el Estado nacional sigue siendo el destinatario esencial de los reclamos
originados por las más diversas formas de descontento (Hein, 1994). Esto conduce a una
situación precaria: la creciente concientización en el ámbito global sobre ciertos problemas
sociales, económicos y ecológicos exige una cada vez mayor capacidad de los Estados
nacionales a nivel individual para solucionarlos al ser rebasadas sus fronteras y su
autonomía real. La solución de esos problemas va exigiendo de hecho un “nuevo orden
mundial”; si no es posible encontrar formas adecuadas de coordinación política
internacional, incluso podría ser inevitable la configuración de catástrofes de dimensión
global.
Pero sin una activa participación de los ciudadanos tanto en instituciones igualitarias y
asociaciones civiles, como en organizaciones políticas relevantes, no podrá avanzarse en el
carácter democrático de la cultura política y de las instituciones políticas y sociales.
Precisamente porque la sociedad civil moderna está basada en principios igualitarios y en
la inclusión universal, el perfeccionamiento en la articulación de la decisión política y en la
toma de decisiones colectiva es crucial para la reproducción de la democracia. Se requiere
cambiar el núcleo de la problemática de la teoría democrática al tema de la relación y
canales de influencia entre la sociedad civil y la sociedad política y entre ambas y el
Estado, de una parte, y al arreglo institucional y la articulación interna de la propia
sociedad civil, de otra parte. Es más, la democratización de la sociedad civil –la familia, la
vida asociativa, la esfera pública– necesariamente ayuda a ampliar el esquema de los
partidos políticos e instituciones representativas. Los movimientos sociales para la
expansión de los derechos, para la defensa de la autonomía de la sociedad y para su
mayor democratización, es, en su conjunto, lo que mantiene viva la cultura política (Cohen
y Arato, 1997).
Debe aclararse que el tipo de Estado descrito no es el Estado benefactor que se desarrolló
en países industrializados, especialmente en los europeos occidentales, que a su vez se
diferencia de aquel que se implantó en países como los latinoamericanos. El Estado
benefactor se creó como un “contrato social” (pactado entre clases con una estructura “de
arriba a abajo”), con el propósito de proveer medios de seguridad ante altos niveles de
desempleo y de la reproducción de crisis económicas, y así avanzar en la reducción de la
pobreza y en la mejora de la distribución del ingreso.
Independientemente de su eficiencia para el cumplimiento de estos propósitos, las
crecientes exigencias del proceso de globalización en términos de competitividad y
flexibilidad han ido erosionando la vigencia de ese contrato benefactor. De ahí que en los
países industrializados el debate actual se mueva entre posiciones neoliberales extremas
en favor del desmonte del Estado y otras posiciones, como por ejemplo, la denominada
“política radical”, tendientes a “favorecer un Estado que promueva la construcción de una
solidaridad social por parte de ciudadanos reflexivos en un mundo universalizador”
(Giddens, 1996), lo que exigiría un Estado consecuente con la búsqueda de la ampliación y
profundización de la democracia real en una sociedad moderna.
Ahora bien, ante la progresiva socialización a nivel cada vez más global de ciertos
problemas, se producen mayores exigencias a los Estados nacionales como instancia
política todavía legítima y responsable, a las que frecuentemente no puede darles una
resolución de manera unilateral y aislada sino en estrecha coordinación con otros Estados,
por lo menos hasta que surjan nuevas identidades y se creen nuevas capacidades de
acción en otras instancias más internacionalizadas. Ello no sólo tiende a generar serios
problemas de gobernabilidad a nivel nacional-internacional, sino a reproducir presiones
para el surgimiento de formas e instancias de internacionalización de la sociedad civil: en
algunos casos organismos no gubernamentales internacionales, en otros, instituciones
gubernamentales internacionales de diversa naturaleza y ámbito de acción determinantes.
Así mismo, cuanto más avanzado se encuentre el proceso de globalización, más agudas
tenderían a ser las presiones y requerimientos para coordinar, armonizar y homogeneizar –
tanto en ámbito de dimensiones cuanto en intensidad de compromisos– la normatividad
regulatoria y los regímenes institucionales a nivel de las esferas política y económica en
espacios cada vez más amplios: de lo regional a lo multi y transnacional.
Esta tendencia estructural (de largo plazo) inmanente al proceso de globalización puede
ser denominada como “tendencia hacia una multilateralización de reglas de juego, normas,
disciplinas, pautas de comportamiento en espectros cada vez más amplios y diversos de la
actividad colectiva”. No obstante, esta tendencia –al igual que el mismo proceso de la
globalización– se caracteriza por ser desigual, heterogénea, asincrónica entre esferas y
espacios.
En este punto el tema crucial parece ser el balance entre principios funcionales y
territoriales: la interdependencia económica universal entre actores económicos
crecientemente no-territoriales en un mundo globalizado frente a la politización y
regionalización neo-mercantilista de la economía mundial (Hettne, 1995).

4. Sobre la democracia

Una dimensión determinante del proceso de globalización en la esfera política se relaciona


con la organización propiamente política y con la forma de gobernar en la sociedad –aparte
del papel del Estado–. Una de las paradojas de algunos discursos sobre globalización
consiste en que a pesar del carácter desigual, heterogéneo y contradictorio del proceso –
como la tendencia contradictoria y desigual a la recomposición de la sociedad civil, a la
fragmentación de fuerzas sociales y al alejamiento entre la base de la sociedad y el
liderazgo político–, lo conciben como conducente a una ampliación de la democratización.
Así, por ejemplo, en un extremo está el discurso que argumenta la imposibilidad de la
democracia directa en una sociedad de masas y que, por ende, pregona en favor de la
democracia política indirecta como una forma elitista de democracia y de competencia por
votos.
En la perspectiva de la democracia representativa moderna con sufragio universal –
poliarquía con mayor evolución en países desarrollados–, se aduce la necesidad de ir
ampliando este régimen a gran escala con el fortalecimiento de instituciones políticas
esenciales como: elecciones libres, libertad de expresión, autonomía de asociación, fuentes
alternativas de información, ciudadanía inclusiva y control de la función pública a cargo de
ciudadanos representativos elegidos.
Existen otras perspectivas sobre el problema de la democracia en las etapas intermedias
de la globalización que hacen hincapié en la necesidad de crear canales para democratizar
y encauzar algunas de sus tendencias desintegradoras en las sociedades y construir una
ética de responsabilidad en la política global. Es decir, para dinamizar las potencialidades
de la gente con el fin de hacer viables y prácticos conjuntos de alternativas y capacidades
para la escogencia social (Gill, 1996).
Una de tales perspectivas parte de la convicción de que el gran cambio que sufrirá la
humanidad en el próximo siglo no ocurriría en el campo económico o militar sino más bien
en la esfera de lo político: el florecimiento de la idea de la “verdadera” democracia. La
democracia directa remplazaría a la democracia representativa, mediante el recurso al
referendo como instrumento básico para la expresión de la ciudadanía en su totalidad, a
través del voto y al momento apropiado en que las circunstancias lo ameriten.
En este contexto es de mencionar que la democracia representativa surgió como práctica
en el siglo XIX ante la resignación de que “sólo una pequeña porción de la población
contaba con una adecuada educación, disponía de recursos materiales, gozaba de acceso a
información sobre asuntos públicos y tenía el tiempo para utilizar dicha información
responsablemente” (The Economist, 1996). Ahí reside la razón fundamental de los partidos
políticos elegidos como mediadores representativos de sus ciudadanos por medio del
sufragio en unos intervalos específicos de tiempo y al cabo de unos períodos fijos
preestablecidos. Este presupuesto pragmático no corresponde estrictamente al principio
básico de una democracia “ideal”: la igualdad entre individuos adultos y sanos para definir
la conducción de los asuntos públicos y de interés colectivo.
No debe olvidarse que “no fue hasta el siglo XX que, tanto en la teoría como en la práctica,
la democracia vino a exigir que el derecho a participar plenamente en la vida política debía
ser extendido, si acaso con una pocas excepciones, a toda la población adulta que residía
permanentemente en un país” (Dahl, 1999).
Aunque en la época anterior el actor primario del orden mundial fue el Estado soberano,
ahora que la soberanía del Estado ha sido erosionada en el contexto de la
internacionalización y subnacionalización, el punto primario de referencia está siendo
orientado hacia la gente (Sakamoto, 1995).
Entre otras de las razones aducidas para el desplazamiento de la democracia
representativa en favor de la democracia directa se destacan las siguientes: el insuficiente
control por parte del mismo electorado y la lenta y dispendiosa corrección de aquellas
decisiones tomadas por sus “representantes” que no respondan adecuadamente a la
voluntad de la ciudadanía; el relegamiento a un lugar secundario de la lucha ideológica con
el fin de la guerra fría y la consecuente pérdida de poder de los partidos políticos –al punto
que “la agenda de la política, la lista de decisiones que deben ser tomadas, se ha hecho
mucho más prosaica” (The Economist, 1996)–; el progreso alcanzado en ciertas sociedades
desarrolladas en términos de equidad en oportunidades económicas y educacionales entre
amplios estratos de sus poblaciones y de mayor formación educativa de sus electorados –al
fin y al cabo la “verdadera” democracia supone la igualdad sustancial entre los ciudadanos
electores–; la revolución informática y las nuevas tecnologías de comunicación posibilitan
la realización efectiva de referendos frecuentes sin mayores costos para la sociedad.
El avance hacia la democracia directa no se produce al mismo ritmo en el mundo. Este
nuevo sistema político exige no solamente que los electores sean informados y gocen de
un nivel de educación relativamente elevado, sino también de una prosperidad material
suficiente para comprender que son responsables del futuro de su país (Beedham, 1993).
Razón por la cual la democracia directa apenas podría empezar a implantarse en países del
Atlántico Norte pero muy probablemente preservando el parlamentarismo y aplicando
disciplinas estrictas para el funcionamiento del sistema de referendo –tomando provecho
de la experiencia de Suiza en el presente siglo.
Como lo aclara con suficiencia Bobbio (1985): “El proceso de ampliación de la democracia
en la sociedad moderna no se presenta solamente a través de la integración de la
democracia representativa con la democracia directa, sino también, y sobre todo, mediante
la extensión de la democratización, entendida como institución y ejercicio de
procedimientos que permiten la participación de los interesados en las deliberaciones de un
cuerpo colectivo, en cuerpos diferentes de los políticos. ... Hoy, quien quiera tener un
indicador del desarrollo democrático de un país, ya no debe considerar el número de las
personas que tienen derecho al voto, sino el número de los lugares diferentes de los
tradicionalmente políticos en los que se ejerce el derecho al voto”.
5. Colombia, el hegemón y la agenda hemisférica

El tema de la agenda hemisférica debe ser dilucidado cuidadosamente en el caso de


Colombia en su transición hacia la construcción de sociedad. Es el hecho de que si bien el
país hace parte de un régimen internacional imperante, deberán aprovecharse márgenes
de maniobra disponibles –escasos de por sí– para adecuar el modelo político y económico
de referencia a uno relativamente diferencial más propicio y favorecedor de los cambios y
transiciones societales requeridos para la construcción de un nuevo país que esté en
mejores condiciones de afrontar los retos de la globalización y de evitar en lo posible su
marginamiento destructivo del nuevo orden mundial.
A este respecto es de mencionar a manera de ilustración que el modelo imperante de
globalización consiste no sólo en la apertura a la competencia internacional, la
liberalización y desregulación de mercados en la esfera económica, sino además, en una
creciente multilaterización de la agenda política en campos como el derecho internacional
humanitario y derechos humanos, el combate contra el crimen internacional organizado y
el narcotráfico, la defensa de los regímenes democráticos formales, la lucha contra la
corrupción y la reforma del Estado, el ataque al terrorismo internacional y la preservación
del medio ambiente. Precisamente, esta agenda política ha venido implantándose en el
hemisferio americano bajo el Plan de Acción de las Américas suscrito en Miami por los 34
jefes de gobierno en diciembre de 1994.
Es en este contexto que la aplicación internacional de principios rectores podrá influir en la
construcción social de Colombia, en razón de que las principales fuentes de “destrucción
social” del país guardan una estrecha relación con la agenda política en proceso de
multilaterización, en especial en el hemisferio americano. De ahí la importancia de analizar
cuidadosamente una estrategia de internacionalización del proceso de construcción social
en Colombia.
A este respecto es de recordar que en la etapa actual de la globalización sobresale un país
como (cuasi-)hegemónico –los Estados Unidos– en el que rige un régimen de competencia
consolidado (aunque no de competencia “pura y libre”) con un modelo democrático formal
avanzado y con un sistema normativo, regulatorio y jurisprudencial desarrollado a la luz de
las condiciones específicas del modelo neoliberal. Cuando ya interactúa el sistema social,
económico y político del país (cuasi)-hegemón con los de otros países del sistema, en aras
de tomar el mayor provecho posible de la globalización bajo las condiciones de
competencia imperante, el (cuasi)-hegemón ejerce evidentemente una influencia creciente,
y determinante en algunos casos, sobre el tipo de régimen, principios, valores, normas y
jurisprudencia que deben ser implantados por el sistema en su conjunto.
En tal sentido, un elemento central por tener en cuenta es la conveniencia (o no) para
países no hegemónicos del sistema, como Colombia, de adoptar el mismo (idéntico)
régimen jurisprudencial, normativo y regulatorio en lo político y económico vigente en el
país hegemónico, para avanzar en la implantación de un modelo –que corresponde a
intereses y condiciones básicas del país hegemón–. O si, por el contrario, dada la
diversidad de las condiciones de competencia del mercado y de condiciones en la esfera
política, se deban implantar, por lo menos de manera temporal, regulaciones, normas y
regímenes relativamente diferenciados que puedan propiciar mejores condiciones para
transitar hacia un régimen regulatorio de las relaciones entre países, en términos más
creativos y menos inequitativos en lo político, económico y social.
Aquí hay un problema clave que es el del espacio efectivo en el sistema global para
economías emergentes. El proceso de globalización está generando cada vez más retos y
más condicionamientos para poder promover la inclusión de este tipo de economías en el
régimen de mercado globalizado. Así, a pesar de las adecuaciones y avances que se
puedan lograr hacia regímenes globalizantes en concordancia con los imperantes a nivel de
cada uno de los países no hegemónicos y especialmente en los marginados y periféricos, la
realidad es que crecientemente habría una menor posibilidad de que todos
simultáneamente lograran usufructuar posibilidades parciales que permitieran esa
globalización.
La alternativa no se puede buscar mirando el pasado, porque se asiste a la permanente
deconstrucción de la realidad donde existen serios problemas que no sólo afectan a los
países periféricos sino también a los países centrales, en razón a la tendencia inmanente
del sistema a la exclusión política y económica de amplios estratos de la población,
simultánea al reto de la revolución que implica el movimiento tecnológico que pareciera
ser, en cierta medida, “destructor” de puestos de trabajo.
Lo que se estaría planteando es que las sociedades, tanto las periféricas como las
hegemónicas y las centrales, habrán de explorar nuevos ordenamientos, donde no haya
necesariamente exclusión sino una nueva forma de incorporación de valores y relaciones
en la sociedad diferentes a los actuales. Y donde eventualmente pueda haber el logro de
mejores niveles de bienestar en los países bajo principios éticos y parámetros de
comportamiento, no exclusivamente los tradicionales de mercado. El hecho es que en las
condiciones actuales sí se evidencian contradicciones e inconsistencias, y casi la
conveniencia de la exclusión para que el sistema tal como se conoce pueda operar efectiva
y eficientemente.

III. Transición hacia la construcción de sociedad

Un tema objeto de amplios debates en ciencias sociales es el relacionado con la transición


entre ordenamientos político-económicos alternativos. De amplia divulgación han sido los
casos de la transición de un régimen dictatorial autoritario a uno democrático formal como
los ocurridos en los últimos años en el Cono Sur.
Sin entrar a profundizar en él, por no ser propósito de este libro, baste con mencionar que
la perspectiva aquí acogida para abordar la transición hacia la construcción de una nueva
sociedad en Colombia, consiste en la aceptación de que existe un variado conjunto de
problemas endémicos y estructurales en el ordenamiento económico, político, social y
cultural que requiere ser enfrentado directamente y resuelto en una cierta dirección y bajo
un determinado sentido que no sólo no obstaculice, sino que, antes por el contrario,
propicie y contribuya a la configuración de una situación societal adecuada para avanzar en
el proceso de instauración de un nuevo orden social en el país.
Se parte de la convicción de que resulta necesario erradicar unos problemas societales
básicos cualquiera que sea el proyecto de sociedad deseado por decisión y compromiso
colectivo, bajo una direccionalidad y un sentido de modernidad socialmente autogestionada
y autotransformadora. Además, se presume la potencialidad de fuerzas sociales
convencidas de la necesidad de construir una nueva sociedad en Colombia, algunas de
ellas dispuestas a adquirir la responsabilidad de promocionar dinámicas sociales
incluyentes para la discusión, concientización y compromiso, a nivel individual y colectivo,
de propuestas y acciones esenciales para afrontar el proceso de definición e implantación
de un nuevo ordenamiento económico, político y social en el país.
Obviamente, se reconocen las serias dificultades y los decisivos obstáculos que se han de
interponer a un propósito colectivo de esa naturaleza, a cargo de intereses poderosos
privilegiados por la actual estructura político-económica –de carácter tanto legal como
ilegal y paralegal– que usufructúan del (des-)ordenamiento social prevaleciente en
detrimento y con la exclusión de otros grupos y estratos de la población –en especial los
menos favorecidos–. Pero se acepta que el nivel de profundidad y ámbito de la crisis social
en el país, que no puede ser considerada aislada en el contexto internacional –más
precisamente el regional con la égida del (cuasi-)hegemón del sistema capitalista– dada
una creciente interdependencia y condicionalidad relativas entre naciones bajo un modelo
predominante de globalización como el actual, ha de motivar el surgimiento de fuerzas y
presiones sociales en favor del cambio societal para la realización de propósitos colectivos
“clave” de mediano y largo plazo.
Existen, por supuesto, otras perspectivas sobre la transición. Una radical consiste en la
convicción de que todo cambio societal sólo puede realizarse efectivamente con la
“quiebra” definitiva del ordenamiento político-económico vigente, como condición para la
instauración de un nuevo ordenamiento en la sociedad. Se aduce no sólo la inviabilidad e
insuficiencia de verdaderas transformaciones en el (des-)ordenamiento imperante por la
interposición de fuerzas de los intereses poderosos privilegiados, así como por el hecho de
que sin “revolucionar” las bases societales estamentarias como paso previo, no es posible
realizar cambios determinantes hacia un nuevo ordenamiento social. Antes por el contrario,
se argumenta que en el mejor de los casos toda transformación susceptible de acordar, no
sólo sería “cosmética” sino que podría contribuir a “airear” y prolongar la perdurabilidad del
(des)-ordenamiento existente.
Sin dejar de reconocer la pertinencia de una perspectiva de esta naturaleza, no deben
dejar de inquietar los sacrificios y costos sociales asociados con pérdidas importantes del
ya de por sí exiguo capital social, por ejemplo, que dicha opción implicaría para un país
como Colombia, a la luz tanto de los logros como de las exigencias y condicionamientos de
un mundo como el de hoy.
En este sentido, debe aclararse que para avanzar en transformaciones societales
inapelables se requiere abordar problemas esenciales que van desde algunos principios y
valores éticos fundacionales como el de la justicia conmutativa en derecho, a postulados y
acciones en campos político-económicos como el de la justicia distributiva. Éste es uno de
los requisitos para sustentar la eventual conveniencia de una perspectiva de la transición
como la aquí acogida.
Para comenzar, debe anotarse que Colombia se distingue por enfrentar grandes retos y
desafíos en medio del proceso de globalización observado en el mundo de hoy en razón a
graves “disfuncionalidades” de orden económico, político y social a la luz de una agenda
multilateralizada de principios y acciones en implantación, especialmente en el hemisferio
americano.
La relevancia de esta agenda para la conducción de las relaciones internacionales de un
país periférico como Colombia radica en que no solamente fue acordada bajo la égida sino
que responde a claras prioridades de la agenda política doméstica del país hegemón –los
Estados Unidos.
La problemática estructural de la desactivación productiva, la aculturación rentística, el
patrón de especialización y el ambiente económico y político perverso para la inversión,
acumulación e innovación, entre otros factores determinantes, impone serias limitantes
para la competitividad sistémica de la producción doméstica y para una inserción “creativa”
–o al menos no empobrecedora– del país en un mercado internacional crecientemente
abierto a la competencia.
La violación de los derechos humanos, la importancia de la producción y la exportación de
drogas ilícitas y de sus organizaciones, la profundidad de comportamientos ilegales y de la
corrupción pública-privada, las precarias representatividad de los partidos políticos y
legitimidad del Estado, la depredación del medio ambiente y la transgresión de la frontera
agrícola y la actividad de organizaciones alzadas en armas consideradas cada vez más en
la región como terroristas internacionales, hacen que Colombia se caracterice por ser el
país americano con mayores problemas para observar todos y cada uno de los principios
postulados en el Plan de Acción de las Américas.
De ahí que ante el avance que se ha venido dando en la implantación de la agenda
hemisférica bajo la tutela de los Estados Unidos y dada la consolidación de ese país como
el (cuasi-)hegemón en el sistema capitalista, resulta evidente cómo la problemática
colombiana ha venido internacionalizándose en el sentido de que su tratamiento tendrá
que consultar estratégicamente ciertas políticas y acciones en aplicación a nivel
multilateral, pero, eso sí, sin contar con la absoluta y plena autonomía que se pregonaría
bajo la concepción tradicional de la soberanía de los Estados-nación.
En la estrategia de internacionalización para afrontar la crisis social en Colombia –que ha
de ser elaborada por la propia sociedad colombiana–, residirá en buena medida la
posibilidad tanto de reducir los riesgos de una aplicación parcializada-unilateral de
principios acordados multilateralmente en respuesta a prioridades internas e intereses
poderosos en otros países más decisorios en el hemisferio –en especial el hegemón–, como
de mejorar el grado de autonomía relativa y el nivel de apoyo positivo susceptible de
gestionar ante la comunidad internacional para los propios propósitos colombianos en
torno a la construcción de una nueva sociedad.
De cualquier forma, requisito esencial para que la transición hacia la construcción de
sociedad permita sentar bases insustituibles para un nuevo ordenamiento societal consiste
en ir implantando principios rectores fundacionales que van desde los puramente éticos a
otros postulados de acción social como los relacionados con la justicia distributiva, e
instituyendo códigos de derechos y deberes para el relacionamiento social entre
ciudadanos, ciudadanos-Estado y Estado-ciudadanos.
En un proceso de crisis como el colombiano, en un mundo moderno la instauración de
principios fundacionales debe tomar en consideración aparte de los progresos en la
civilidad de otras sociedades, los requerimientos sociales, institucionales y programáticos
para consolidar y sustentar su progresiva aplicación y observancia. En este sentido, la
responsabilidad de la prevalencia de ciertos principios y valores societales no puede
corresponder exclusivamente al Estado, sin el aporte comprometido de la ciudadanía no
sólo con su propio comportamiento y haciendo valer sus derechos, sino además asumiendo
la obligación de contribuir a velar y hacer valer los derechos y deberes de sus
conciudadanos. Resulta indispensable revalorar el reconocimiento moral del individuo y el
deber de la civilidad –de la responsabilidad del individuo consigo mismo y con los otros en
pie de igualdad– para progresar hacia la configuración de una ciudadanía deliberante,
autorreflexiva y autotransformadora.

1. Principios y valores éticos fundacionales

Entre los principios éticos fundacionales son de destacar:

• La estricta observancia de los derechos humanos que le corresponden a cada


ciudadano, consecuente con su corresponsabilidad en el compromiso de velar por los
derechos humanos de los demás. El derecho a la vida en cualquier condición es el más
primario y básico de todos los derechos humanos.

El régimen internacional de los derechos humanos construido alrededor de la Declaración


Universal de los Derechos Humanos (1948), el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales (1976) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos (1976), es un marco mínimo de referencia para la etapa de transición en un país
con el récord de violaciones de derechos humanos como Colombia. Con la salvedad
importante de que, a diferencia del régimen internacional acordado nominalmente (aunque
no aplicado debidamente en la práctica como fuera deseable), la responsabilidad de la
aplicación y observancia de los principios y normas sobre los derechos humanos no le debe
competer única y exclusivamente al Estado-nación, sino también a la propia colectividad
ciudadana.
El avance en el respeto de los derechos humanos se sustenta esencialmente en el
desarrollo del civismo como la cultura pública de convivencia y solidaridad en una
sociedad. Esta cultura abarca determinados valores morales y creencias sobre la
sociabilidad humana, sin que se trate solamente de normas y procedimientos y modales
sin contenido para la acción ciudadana. En efecto, la construcción de una sociedad
moderna democrática sólo puede realizarse con el desarrollo de la civilidad y de una
cultura cívica con contenido moral y en un marco pluralista de tolerancia, respeto,
solidaridad y diálogo, y con la legitimación de un Estado responsable de velar por el “bien
común”.

• La plena vigencia de la ley y la aplicación de la justicia en derecho bajo condiciones


de igualdad.

En la estructura básica de una sociedad sobresale lo relacionado con las libertades y


derechos de los ciudadanos en pie de igualdad, y con la institución de procedimientos
políticos “justos” para la aplicación de la justicia (Rawls, 1996). Esta justicia denominada
“justicia conmutativa” se fundamenta en el principio de la igualdad en el ámbito de las
relaciones de castigo, rehabilitación o compensación, del intercambio de bienes, entre
otros (Garay, 1999c). La aplicación de la justicia en derecho es responsabilidad primaria
inalienable del Estado legítimamente constituido.
No obstante, el respeto y la preeminencia de la ley son construidos no sólo con la coacción
sino en gran medida con la convicción y la confianza de los ciudadanos en reglas morales,
casi que antes que en las legal-formales propiamente dichas. Esta confianza está
íntimamente vinculada –en doble vía– con el desarrollo de la cultura cívica y con la
institucionalización de comportamientos sociales (no oportunistas) e instituciones sociales
(entre ellas, el Estado como ente representativo y responsable del “bien común”) (Sapelli,
1998).
Debe resaltarse, por ejemplo, que el quebrantamiento de las relaciones contractuales en
un régimen de mercado lleva a la pérdida de principios rectores como los de reciprocidad y
confianza, que a partir de un cierto punto motiva la erosión de la credibilidad en la
preeminencia de la ley y de la fidelidad al Estado con el fortalecimiento del oportunismo y
la ilegalidad. Un ejemplo evidente en el caso de sociedades como la colombiana lo
constituye el caso del rentismo y su incidencia en una aculturación hacia la ilegalidad y la
corrupción –como una de sus manifestaciones– (como se analizó en la primera parte del
libro).
Ahora bien, ante la profundidad de la crisis del sistema de justicia en Colombia reflejado en
la pérdida de confianza y credibilidad de la ciudadanía sobre su eficacia, los elevados
grados de impunidad y delictividad y su suplantación mediante formas privadas de “justicia
a través de las vías de hecho” –incluso organizadas–, sería dable debatir la conveniencia
de asumir el compromiso por parte del mismo aparato de la administración de la justicia,
del Estado como un todo y de una colectividad cada vez más incluyente –con el concurso
decisivo de sectores de la ciudadanía más conscientes de su participación en la tarea de
ampliar este propósito a amplios estratos de la población– de rechazar “moralmente” por
parte de los civiles y de penalizar efectivamente por parte del aparato estatal de la justicia,
sin condescendencia alguna, un conjunto seleccionado de infracciones y delitos, sin dejar
de ir interponiendo esfuerzos para mejorar la eficiencia en el juicio y penalidad de los
demás delitos, de acuerdo con lo estipulado por la ley. En este contexto, como mínimo
todo delito sobre los derechos humanos básicos de los ciudadanos –como el derecho a la
vida, a la integridad personal, a la libertad de expresión, para no mencionar sino unos–
deberá ser rechazado con energía y compromiso por la sociedad, como expresión del
desarrollo de una civilidad deliberante y penalmente castigado por la justicia instituida.
Éste podría erigirse en un propósito colectivo para los inicios de la etapa de la transición
hacia la construcción de una nueva sociedad, con la convicción de que sólo podría
progresarse en la consecución de logros para la colectividad en la medida en que se vaya
avanzando en la configuración de una cultura cívica –una civilidad reflexiva y deliberante
para el mundo de hoy–. Es más, un proceso societal de esta naturaleza es de “doble vía”
en el sentido de que la creación de civilidad y el fortalecimiento de la esfera privada de la
individualidad participante y deliberante constituye un factor interactuante con el avance
en la búsqueda de la preeminencia del “bien común” y, por ende, de la legitimación y
profundización de lo público.

• La preponderancia del “bien común” y la legitimación societal de lo público. Una de


sus manifestaciones consiste en la no supeditación de lo público por parte de intereses
privados privilegiados para su propio provecho y en detrimento-exclusión de otros
intereses de la población –en especial de los grupos desprotegidos.

Elemento central del proceso de crisis societal en Colombia lo constituyen la extrema


precariedad de la esfera pública y el marcado deterioro de la esfera de la intimidad
privada. Dado que, a diferencia de lo argumentado en diversos círculos, en la modernidad
no existe una dicotomía entre lo público y lo privado, sino que, por el contrario, debido a la
construcción/deconstrucción de lo público-privado con el desarrollo de la sociedad se va
renovando su íntima interdependencia, co-supeditación y su simultánea determinación. (El
lector interesado en la temática de lo público/privado, puede consultar, entre otros: Garay,
1999c).
En la búsqueda por avanzar en la construcción de una sociedad moderna autorreflexiva y
deliberante en el contexto de un mundo como el actual y el que podría intuirse para un
futuro, la esfera de la intimidad privada deberá transformarse radicalmente superando la
mera concepción individual egoísta, excluyente y reclamante de sus derechos, a una
concepción comprensiva sobre una individualidad incluyente, reclamante de sus derechos
en cuanto a la asunción de su deber en la corresponsabilidad para la observancia de los
derechos de los demás y por el “bien común” de la colectividad en su conjunto, deliberativa
y auto-transformadora. Es decir, se requerirá transitar de una concepción individual
individualista a una individual societalista.
Así podrán constituirse unas bases indispensables para la instauración de un proceso
societal incluyente y autorreflexivo en la deconstrucción de lo público/privado y en la
legitimación y enriquecimiento de la propia esfera pública. Ello es todavía más decisivo en
la medida en que en el avance hacia una sociedad autorreflexiva y deliberante, y contrario
a posiciones erradas que han identificado simplistamente a lo público con lo estatal, lo
público abarcará cada vez más espacios sociales que no pueden ser legitimados y
administrados exclusivamente por el Estado. En múltiples y variados casos ello le ha de
corresponder, en sentido estricto, a la propia colectividad bajo diversas formas de
organización y participación. Aquí reside una de las razones por las que existen algunas
ópticas que llegan hasta concebir a la esfera pública moderna como jurídicamente privada
y legalmente separada del Estado, aun a pesar del reconocimiento de la ambigüedad de la
relación entre esferas y la sociedad civil.
Además, ante el nuevo papel del Estado que ha ido erigiéndose, entre otras razones, por
las exigencias de la globalización imperante, y dada la crisis institucional y financiera y la
precaria legitimidad del Estado en países como el caso de Colombia, crecientemente habrá
de darse una mayor participación ciudadana en la fiscalización de la actividad estatal y del
desempeño de funciones públicas, e incluso en la misma definición de prioridades y en la
programación de planes y proyectos básicos de los entes encargados de la administración
de asuntos públicos, a los diversos niveles: local, regional y nacional.
Con el desarrollo de la civilidad ciudadana –y de la cultura cívica–, la acción va
trascendiendo una instancia de veeduría fiscalizadora a una de participación deliberativa y
transformadora, y se va configurando un espacio para la autogestión de la sociedad en la
deconstrucción de lo público/privado –en consulta con el propio desarrollo societal y con
los condicionamientos y oportunidades que brinda la evolución del mundo externo–. Se
asiste, así, a la consolidación y profundización del rango de acción deliberativa para la
ciudadanía como colectividad en el manejo de asuntos societales, bajo criterios y
propósitos que van más allá de los propiamente individualistas egoístas –tanto individuales
como gremialistas, asociativistas, corporativistas– y alcanzando una instancia
colectiva/pública. Este espacio puede concebirse como una esfera colectiva/pública
interactuante con las esferas privada-societalista y pública-bien común-social.
En este sentido, en la transición resulta inaplazable progresar en la transformación y
reforzamiento de la esfera privada-societalista con el desarrollo de la civilidad, de la
observancia de los derechos, los deberes y las libertades básicas políticas y civiles de los
ciudadanos en pie de igualdad y de la construcción de la confianza en la institucionalidad
social en proceso de configuración.
El avance en la aplicación de un régimen estricto de derechos humanos y en la prevalencia
de la ley bajo un eficaz sistema de justicia conmutativa es condición necesaria, aunque
claramente insuficiente, para la formación de una ciudadanía deliberativa y participante
sobre los asuntos públicos-colectivos fundamentales. Esto es apenas un primer paso hacia
el desarrollo de una “verdadera” cultura cívica. Se requiere progresar en la formación de
un ciudadano deliberante y reflexivo, bajo una concepción societalista, en desarrollo de
una civilidad moderna, en la que se valore la “verdadera” democracia y la igualdad política,
y en la que se respeten, protegan y toleren las diferencias y desacuerdos entre
ciudadanos.
En la esfera pública se intercambian opiniones y se delibera sobre asuntos elaborados
individualmente que sean considerados como relevantes para el interés común, en un
proceso de información, comunicación e interacción entre ciudadanos a través de variadas
formas y procedimientos de vinculación-participación. En este proceso se desarrolla la
acción discursiva y política en el estricto sentido del término.
Así, la esfera pública no debe ser comprendida como “un” espacio societal único y
excluyente, sino que más bien se trata de una multiplicidad de espacios: espacio público
constituido por el Estado en la conducción de asuntos de interés colectivo, espacio público
configurado por la acción de movimientos sociales y grupos formadores de opinión como
los partidos y los medios de comunicación, espacio público gestado por la participación
informal de grupos ciudadanos alrededor de asuntos colectivos.
Ahí reside la conveniencia de analizar el proceso de construcción/deconstrucción de lo
privado-público con la identificación y especificación de aquellos espacios característicos
más determinantes –dinámicos e interactuantes– en los que se realiza dicho proceso
societal: esfera privada, esfera colectiva/pública y esfera pública.

2. Postulados y propósitos de acción social


Entre postulados y propósitos centrales de acción social son de destacar algunos:

• La legitimación e institucionalización del Estado en su calidad de “ente responsable


del “bien común”.

Existen varias responsabilidades y funciones del Estado en un ordenamiento democrático


que son inalienables e indelegables, de obligada observancia como autoridad legalmente
instituida, aun dentro del nuevo papel del Estado que ha venido siendo impulsado en el
contexto de la globalización bajo el modelo neoliberal imperante, a saber: asegurar la
preeminencia del “bien común”; garantizar, bajo cualquier circunstancia, el pleno respeto
de los derechos humanos; aplicar la justicia conmutativa en derecho bajo condiciones de
igualdad; ejercer a cabalidad el poder monopólico de su autoridad coactiva para la
preservación de la ley; velar por la seguridad y la integridad del territorio nacional;
implantar los preceptos de la justicia distributiva.
Contrario a lo pregonado por ópticas radicales voluntaristas, para poder desempeñar con
propiedad su papel social a esta altura del proceso de globalización, el Estado debe erigirse
como institución social legítima, representativa, sólida, eficaz y funcional bajo una nueva
lógica política y económica, sujeta a un activo escrutinio por parte de la sociedad –la
“rendición pública de cuentas”.
Esto implica la profundización y perfeccionamiento de un nuevo arreglo social que privilegie
la estrecha coordinación y consulta entre lo público y lo privado desde el propio nivel
individual, grupal y social en cada una de las esferas de la sociedad (económica, política y
cultural), eso sí, preservando el carácter inalienable e indelegable del Estado.
Se requieren profundas transformaciones en la institucionalidad y en la estructura
organizativa del Estado que garanticen un ambiente propicio para la implantación de
reformas sociales integrales, conducentes al desarrollo como sociedad moderna regida por
una democracia incluyente en lo económico, político y social. Estas reformas integrales sólo
pueden surgir de un acuerdo de la sociedad, con la activa participación de sus diversos
estratos en el proceso de definición, financiación, implantación, administración y
supervisión de un “contrato social”, y en la especificación del papel que le ha de competer
al Estado en dicho proceso.
Ha de cambiarse radicalmente el carácter de la función pública y la racionalidad en el
funcionamiento del Estado, imponiendo, con el compromiso de una ciudadanía cada vez
más deliberante, un sentido estrictamente público-societal a la función pública y
erradicando la lógica rentística –excluyente y concentradora del poder– por una de estricto
servicio público en la acción estatal, bajo criterios esenciales como los de eficacia,
transparencia y estricto control, supervisión y fiscalización por parte de la ciudadanía.
La programación, financiamiento y ejecución de las reformas sociales, la reestructuración y
“reingeniería” de la función pública y de las actividades propias del Estado, deben ser
articuladas y priorizadas estrictamente en lo que se debe concebir como un proyecto
nacional para la construcción de sociedad en una perspectiva de corto, mediano y largo
plazos, bajo la activa participación de una colectividad deliberante en una perspectiva
societal y contando con una responsabilidad indelegable e inalienable del Estado. Todo ello
en una permanente acción, deliberación con y entre ciudadanos, movimientos y
asociaciones ciudadanas y políticas dentro de la nueva institucionalidad para el
relacionamiento entre las esferas privada-societal, colectiva/pública y pública.
En razón de la precaria legitimidad y eficacia del Estado, ante la crisis institucional y
financiera del sector público, y dadas las presiones y condicionamientos del modelo de
globalización imperante para reducir el papel y funciones del Estado, a la vez de solventar
las finanzas estatales, se requiere una profunda reforma, tecnificación y modernización del
aparato estatal para responder no solamente a las exigencias financieras y de eficiencia
impuestas por una competencia económica cada vez más globalizada, sino también para
responder oportuna y eficientemente a las crecientes demandas sociales de los sectores
más desprotegidos y vulnerables bajo el sistema económico preponderante. Con el
agravante que la globalización también afecta nocivamente la eficacia y habilidad de los
Estados nacionales para ejercer dicho papel compensador y redistributivo.
A esta altura del proceso de globalización imperante bajo el modelo neoliberal, el sistema
exige la presencia de un Estado nacional sólido, legítimo y transparente como institución
social marco del mismo régimen de competencia de mercado.
Independientemente de la problemática sobre su tamaño, el Estado ha de funcionar bajo
una lógica social y política y con una racionalidad económica de un régimen de
competencia abierta, dentro del propósito de propender por la eficiencia y sustentabilidad
del desarrollo social, por una justicia distributiva y una oportuna atención de necesidades
primordiales de amplios espectros de la población, y por la búsqueda de una inserción
productiva al escenario internacional y el establecimiento de relaciones “creativas” con
otros países y a los más diversos niveles, del bilateral al regional-multilateral.
En este sentido, así podrían subdividirse funciones esenciales del Estado en países en
proceso de reforma de mercado como Colombia: i) la adecuación y perfeccionamiento de
un régimen de competencia abierta con la instauración y aplicación de aquel marco
genérico de normas, provisiones y penalidades de orden jurídico, económico y
procedimental tanto para la observancia de relaciones competitivas creativas como la
reproducción de condiciones propicias tanto a un crecimiento económico sostenido en
condiciones de estabilidad y de justicia distributiva –según parámetros acordados
socialmente– como a la competitividad sistémica del aparato productivo; y ii) el cabal
desempeño de su rol como “ente responsable del ‘bien común’ y servidor social de última
instancia” (Garay, 1996).
Debido a las severas exigencias financieras de un programa de esta naturaleza y la
precaria situación de las finanzas públicas en el país, y en razón del carácter de la
responsabilidad pública/colectiva/privada en el desarrollo del nuevo contrato social, no sólo
corresponde sino que se hace inevitable el compromiso fiscalizador y el aporte financiero
de todos los agentes, tanto públicos como privados, y de acuerdo con su capacidad
económica y con su “dividendo por ser ciudadano de una nueva sociedad”, para la
implantación del proyecto para la construcción de sociedad.
En este contexto debe recalcarse la necesidad de avanzar de manera decisiva y con el
compromiso creciente de amplios estratos de una ciudadanía reflexiva para deliberar y
participar en la definición de la estrategia para el ajuste y la reforma estructural de las
finanzas públicas, a la luz de las prioridades societales del nuevo contrato, en una
perspectiva de corto, mediano y largo plazo.
Para empezar se requiere aceptar la excesiva precariedad estructural de las finanzas del
sector público colombiano al punto que de no implantarse severos correctivos sobre sus
patrones de ingresos y gastos, el Estado no estaría en condiciones de honrar los
compromisos sociales contraídos y previstos para el mediano y largo plazo. En efecto,
según algunas estimaciones iniciales, el patrimonio del sector público ha venido
deteriorándose a tal grado que en 1997 ya resultaba ser negativo ( DNP, 1999), por lo que
de no corregirse la tendencia observada en los últimos años, se estaría frente a una
situación de insolvencia para cumplir con sus obligaciones previsibles.
Además, en los próximos años se vería restringida gravemente la capacidad del gobierno
central de realizar gasto social ya que hacia el bienio 2003-2004, por ejemplo, sus
erogaciones se concentrarían básicamente en la cancelación de intereses de deuda interna
y externa (4,0% del PIB) y de pagos de funcionamiento (2,4% del PIB), especialmente en
los sectores de seguridad y defensa (1.4% del PIB) y justicia (0,5% del PIB) –alcanzando
apenas al 0,4% del PIB para el conjunto de los sectores sociales)–, relegándose seriamente
los de inversión (a cerca de un 0,9% del PIB). Ello no obstante su déficit (de operaciones
efectivas) llegaría a un 3% (del PIB).
En estas circunstancias, ha de adelantarse una profunda reforma estructural de las
finanzas públicas en ambos frentes de ingresos y gastos. Por el lado de ingresos deberán
enfrentarse decisiones determinantes con el concurso de estratos conscientes de la
población para velar por la legitimación de la institucionalidad tributaria en el país y el
deber tributario del ciudadano con la colectividad, procediéndose, por ejemplo, a la
eliminación de exenciones, deducciones y excepciones con claros intereses rentísticos
excluyentes en favor de determinados grupos privilegiados, y al rechazo “moral” y la
penalización efectiva de los elevados niveles existentes de evasión, corrupción y elusión
tributarias. Así podría conseguirse un mayor esfuerzo tributario efectivo de la sociedad en
su conjunto y con una adecuada progresividad y justicia distributiva –de acuerdo con el
ingreso de los contribuyentes–, aun con una rebaja de ciertas tasas impositivas nominales
(Garay et al., 1998).
Por el lado de egresos, habrán de tomarse decisiones sociales cruciales sobre la
priorización del gasto público no sólo entre sectores y tipo de gasto –funcionamiento vs.
inversión– sino también intergeneracionalmente –obligaciones contraídas en el pasado vs.
capacidad de realizar gasto social hacia el futuro.
A manera de ilustración, en términos de la distribución sectorial existe una grave anomalía
(cuasi-)estructural como es el hecho de que el gasto público en el sector defensa y
seguridad y en el de justicia ha venido creciendo muy por encima del gasto total, por lo
que además de haber ido sustituyendo progresivamente gasto social –ante la situación
persistente de déficit fiscal–, de no corregirse la tendencia observada desde comienzos de
los noventa, se tendría la inaceptable situación de un gobierno central cada vez menos
orientado hacia los sectores sociales y más concentrado a atender el campo militar de la
defensa y el orden.
Con relación al tipo de gasto, sobresale la inoperancia funcional de instituciones del Estado
cuando al menos un 60% del presupuesto está dirigido a gastos de funcionamiento para el
pago de nómina, dejando menos de un tercio para gastos de inversión, siguiéndose una
dinámica perversa con la reducción a través del tiempo de los fondos destinados a la
modernización y eficiencia de la prestación de las funciones sociales.
Si se acepta que la presencia de un fenómeno social tan profundo en Colombia como el
rentismo –y el clientelismo como una de sus expresiones– no sólo contribuye a la
deslegitimidad del Estado, a su ineficiencia y a su aprovechamiento para fines de grupos y
líderes poderosos a través de su influencia sobre la política pública, de la utilización de la
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burocracia estatal para la retribución de favores de sus clientelas y de la intervención para
la concesión de contratos de entidades públicas buscando provecho a través de prácticas
ilícitas como la corrupción, resulta claro que con el concurso comprometido de una
ciudadanía crecientemente deliberante se habrá de imponer un claro castigo “moral”, una
estricta penalización al clientelismo utilitarista en el aparato del Estado y a toda forma de
corrupción, pudiéndose así ir avanzando en corregir el “exceso” de burocracia –no funcional
al desempeño de “verdaderas” responsabilidades sociales– y también reduciendo los costos
de operación estatal. Todo ello contribuiría no sólo a mejorar la eficiencia del gasto público,
sino a “abrirle” espacio a la realización de funciones con una mayor prioridad social y bajo
un estricto sentido societal de justicia distributiva.
En cuanto a la estructura intergeneracional del gasto público, debe progresarse hacia
acuerdos básicos de referencia sobre el patrón intertemporal del déficit fiscal para
propender por un relativo equilibrio en la realización de funciones y el cumplimiento de
responsabilidades sociales por parte del Estado, entre la generación actual y las
generaciones venideras. En esta área se destaca la conveniencia de avanzar en la
implantación de un adecuado régimen pensional y prestacional para los funcionarios
públicos, que a la vez de ser financiable de manera equitativa, resulte garantizada la
oportuna cancelación de los compromisos “madurados” en el tiempo. Se requerirá, por
tanto, evitar y corregir las inequidades que han venido reproduciéndose en las condiciones
prestacionales entre sectores y aun empresas del Estado, que aparte de no consultar
razones de funcionalidad y eficiencia relativas en el desempeño de actividades públicas,
tampoco responden a criterios de justicia distributiva, sino más bien al poder de influencia
de ciertos sindicatos para obtener beneficios excluyentes en su propio provecho.

• Avance hacia una democracia participativa y deliberante sustentada en un


ciudadano reflexivo y una cultura cívica como la base esencial de la acción política.

Un propósito privado-colectivo-público para la construcción de una “nueva” sociedad no


surge solamente de la bondad intrínseca de la razón, porque si así fuera, ninguna sociedad
enfrentaría serios problemas ya que siempre existirán “privilegiados razonadores” que
podrían concebir el proyecto societal ideal.
Un contrato social para ese propósito surge de un proceso de concientización, convicción y
compromiso y una de acción política de índole privada-colectiva-pública para la
transformación de la sociedad. La transición a la construcción de sociedad no resulta de la
negociación entre unos pocos privilegiados alrededor de temas particulares, sino que se
trata de la deliberación reflexiva, la asunción de compromisos y la realización de acciones
societales alrededor de la problemática social y de su transformación de manera integral y
comprensiva.
Éste pareciera ser, al menos en principio, un planteamiento “idealista”, pero dada la
profundidad de la crisis social del país, la construcción de una nueva sociedad habría de
requerir una verdadera utopía. Utopía entendida como la creación de la ideología para el
cambio social con el fin de superar el (des-)ordenamiento actual mediante la construcción
de un nuevo orden democrático incluyente en lo político, económico, social y cultural.
La tarea fundamental, y la más difícil, es precisamente lograr la participación de los
ciudadanos de una sociedad fragmentada, mediante procesos de deliberación, concien-
tización y reflexión sobre la problemática societal, y con la acción comprometida para su
transformación hacia una sociedad moderna incluyente. Ello se va posibilitando en la
medida en que se avance en la formación de civilidad y en la creación de un ámbito de
participación en el cual se pueda gestar y reproducir un sentido de pertenencia y afirmar
unos valores comunes y certezas compartidas entre los ciudadanos. En este ámbito se
germina y va desarrollándose una democracia deliberante-reflexiva progresivamente a
cargo directo de los mismos ciudadanos, y bajo variadas formas de organización.
A esta altura de su proceso de deslegitimación y desinstitucionalización, el Estado
colombiano adolece del suficiente poder de convocatoria ante sus ciudadanos para erigirse
como el conductor de esta tarea. En la injerencia y acción estratégica para la promoción y
estímulo de la formación, concientización y participación de una ciudadanía
progresivamente deliberativa se encuentra uno de los principales medios para la
legitimación del Estado ante sus ciudadanos.
Aquí cabe establecer la responsabilidad que les compete a formadores de opinión como
partidos políticos, asociaciones y organizaciones civiles, la Iglesia Católica, líderes
empresariales, laborales y comunitarios, académicos y medios de comunicación para
avanzar en la formación de conocimiento reflexivo en la ciudadanía sobre asuntos de
interés colectivo-público.
Los partidos y movimientos políticos en general juegan un papel crucial como impulsores
naturales del proceso de institucionalización del Estado. Pero ellos, a su vez, deben realizar
al menos tres tareas fundamentales en su propio seno, para lograr erigirse como
representantes de voluntades colectivas bajo un “verdadero” carácter democrático. La
primera es interponer esfuerzos decisivos para adquirir legitimidad y representatividad
como voceros de ciudadanos deliberativos en torno a pertenencias ideológicas y
programáticas sobre asuntos societales. En este sentido, se ha de progresar decididamente
en la erradicación de la aculturación rentística como condición para: i) romper con las
prácticas clientelistas para el usufructo del poder en favor de intereses poderosos de
líderes de grupos enquistados en su estructura; y ii) impedir que los partidos asuman el
papel de cabilderos ante el Estado y el resto de la sociedad, y que utilicen el aparato
estatal para favorecer unos grupos con influencia fundamentada en cualquier tipo de poder,
anteponiendo los intereses colectivos de sus miembros o los expresados en sus idearios y
programas políticos.
La segunda es la de desarrollar la función de formadores de opinión pública que les
corresponde, abordando el estudio e interpretación concienzuda de la problemática del
país, y elaborando propuestas sobre asuntos de interés social. Y la tercera, asociada con la
anterior, es la de promover formas más elevadas de participación deliberativa de sus
miembros en la conducción de la sociedad, reconociendo la “quiebra” relativa del modelo
de partido de masas ligado a la búsqueda de poder en democracias representativas,
explorando expresiones de democracia directa o estrechamente ligada con la cotidianidad
de los miembros, en caminos que contribuyan a remediar la fragmentación actual de la
sociedad colombiana y que le permitan asumir papel esencial en la conducción, el control y
la fiscalización sobre los asuntos públicos-colectivos.
Aparte de unos partidos y movimientos políticos debidamente legitimados y funcionales a
la luz de las exigencias de un ordenamiento democrático en el mundo actual y de los
desafíos que plantea la construcción de sociedad en un país como Colombia, se requiere
profundizar en la participación del ciudadano en el control y la fiscalización del manejo de
asuntos de interés público-colectivo, a través de diversas formas de organización, desde
asociaciones comunales hasta entidades no gubernamentales a nivel local, nacional e
incluso internacional.
En la esfera política tiene que avanzarse en un esquema participativo de identificación,
conciliación y control fiscalizador entre el ciudadano reflexivo y deliberativo –en desarrollo
de una cultura cívica y de una civilidad para el mundo moderno– como ente individual
básico del ordenamiento político; los agentes colectivos instituidos para representar lo
privado ante lo colectivo-público, como serían, por ejemplo, los partidos, las asociaciones
ciudadanas y las ONG, en el proceso de doble vía de identificación y conciliación entre
intereses particulares e intereses colectivos-públicos; el Estado como ente responsable de
preservar el “bien común”, en estrecha consulta y permanente interacción y escrutinio con
los agentes colectivos representantes de intereses privados-colectivos identificados
mediante un proceso democrático de participación ciudadana, siendo la función estatal
objeto de irrestricto control fiscalizador por parte de los agentes colectivos y la propia
ciudadanía en la conducción de asuntos públicos-colectivos.

• Implantación de una “verdadera” cultura empresarial y de un contrato societal para


la competitividad sistémica en una sociedad en proceso de modernización. Propósito
enmarcado en la búsqueda por propender por una inserción “creativa” y no “destructora” a
un escenario internacional crecientemente abierto a la competencia, y en consulta con
criterios de justicia distributiva.
El proceso de construcción de sociedad puede ser ilustrado en lo productivo mediante el
tránsito de una profunda aculturación rentística predominante hacia una “verdadera”
cultura empresarial, en el contexto de la globalización del sistema capitalista mundial, en la
que se privilegie la ganancia como fruto del trabajo, la inversión, la innovación y la
competitividad, y no a la renta excluyente, y que permita avanzar hacia la modernización y
eficiencia del aparato productivo para generar riqueza y lograr bases sostenibles de un
crecimiento económico que se fundamente en principios esenciales de justicia distributiva
en la sociedad.
De forma simultánea, avanzando en la imposición de una nueva cultura de coordinación
reflexiva y deliberante entre lo privado, lo colectivo y lo público para mejorar la
competitividad de los sistemas productivos, dado que en la etapa actual del capitalismo
globalizado la competencia no es exclusivamente entre firmas aisladas independientes de
su entorno económico, sino fundamentalmente entre sistemas productivos en los que
actúan y se desarrollan las firmas para afrontar la competencia a nivel cada vez más
internacionalizado.
Para profundizar en la competitividad sistémica resulta indispensable la transformación del
entorno metaeconómico (cultura capitalista en lugar de rentística), macroeconómico,
mesoeconómico (estabilidad y transparencia de normas y regulaciones del mercado,
prevalencia de los derechos de propiedad, reducción de los costos de transacción,
capacitación de recursos humanos, adecuación de la infraestructura vial y
telecomunicaciones) y microeconómico (Garay et al., 1998). Dicho propósito requiere una
acción coordinada entre las instancias: i) privada (individual-micro), ii) colectiva (a nivel de
firmas productoras –desde actividades primarias hasta industriales finales y de servicios–,
sindicatos y asociaciones laborales, empresas comercializadoras y entidades financieras,
agremiaciones sectoriales y capitales y proveedores de tecnología foráneos, centros
universitarios y de investigación, y consumidores, relacionadas alrededor de procesos
productivos como en el caso de cadenas productivas y clusters); y iii) pública
(institucionalidad responsable de la formulación y aplicación de políticas públicas).
Esta coordinación reflexiva implica tanto el intercambio y deliberación de información
básica para el interés común y en beneficio de firmas –productoras, proveedoras,
comercializadoras–, trabajadores, gremios y asociaciones laborales relacionados en su
conjunto (en la cadena productiva), como también la distribución de responsabilidades
privadas-colectivas-públicas para la financiación, gestión, coadministración de las acciones
y alianzas estratégicas (a nivel nacional e internacional) requeridas para la profundización
de la competitividad sistémica.
Bajo el modelo de sustitución de importaciones del pasado, la política pública era
concebida de “arriba a abajo” y respondía en buena medida a intereses de grupos
privilegiados, sin la imposición a éstos de responsabilidades de índole productiva en calidad
de contrapartida. Así, a empresas privilegiadas no se les comprometía a avanzar en el
mejoramiento de su competitividad y productividad o al aumento de sus exportaciones, por
ejemplo, como retribución al usufructo de protección a la competencia externa, de créditos
recibidos en condiciones preferenciales, o de otras políticas públicas en su propio beneficio.
A diferencia, en la etapa actual de la competencia abierta, la política pública debe surgir de
un proceso de coordinación más de tipo “horizontal que vertical”, con la asunción efectiva
de responsabilidades precisas de los agentes comprometidos bajo un estricto escrutinio
público-colectivo-privado sobre el cumplimiento de obligaciones adquiridas.
Para avanzar en esta transición se requiere que el empresariado en su conjunto, o al
menos el empresariado representativo con claro poder decisorio, adquiera conciencia
suficiente sobre el interés sistémico de adoptar este nuevo paradigma de comportamiento
–y, en su medida, las agremiaciones sectoriales y las asociaciones laborales–, ya que de
insistirse en la lógica tradicional vigente se atentaría seriamente contra sus propios
intereses sistémicos, perdurables de mediano y largo plazo.
Una vez adquirida la conciencia, se debería avanzar en el compromiso con otros actores de
la sociedad para la implantación del nuevo modelo o esquema de coordinación privada-
colectiva- pública en lo propiamente productivo.
El caso de lo productivo es el más específico, aprehensible y directo que muestra la
necesidad de que actores centrales para el proceso de transición y cambio social –como
son, por ejemplo, el empresariado y las asociaciones laborales–, adquieran la
concientización y compromiso de adoptar un nuevo modelo productivo en pleno proceso de
apertura económica y globalización. Ésta sería una de las bases prácticas para avanzar de
forma integral y simultánea en un proceso de cambio en lo político con otros sectores de la
sociedad.

• Aplicación de un acuerdo societal sobre principios rectores de la justicia distributiva


en el país.

Ante los niveles de exclusión, inequidad y pobreza en el país, uno de los postulados
rectores del contrato social para la construcción de una nueva sociedad gira alrededor de la
decisión política sobre los valores societales de la igualdad. Aparte del requisito de la
igualdad de los ciudadanos en términos de los valores de la libertad política y civil, de los
valores del bien común y, en fin, de los valores y derechos básicos –objeto de la justicia
conmutativa propiamente dicha–, toda sociedad organizada debe abordar y definir los
principios que regulan los valores de la igualdad de oportunidades, de las igualdades
económicas y sociales, de la reciprocidad económica. Éste es el campo de la justicia
distributiva en el que se fijan los principios e instituciones para la justicia social y
económica entre unos ciudadanos con el derecho a ser libres e iguales.
La justicia distributiva es especificada por decisión política sobre los criterios que la
comunidad de ciudadanos deliberantes y reflexivos –bajo una concepción societalista y no
exclusivamente egoísta– reconoce como “justos” en términos distributivos, y según la cual
a cada uno se le garantice lo que le deba corresponder. La aplicación de esta justicia es, en
última instancia, ámbito de la autoridad pública –legítimamente constituida–, que ha de
intervenir sobre la distribución de bienes, riqueza, derechos, oportunidades entre grupos
de la sociedad de acuerdo con los criterios societalmente reconocidos como “justos”.
La importancia de una justicia conmutativa y distributiva legítimamente reconocida por los
ciudadanos reside en que los motiva a consolidar un sentido de pertenencia y de
identificación con la comunidad, a cumplir con el deber de la civilidad y a privilegiar el
“bien común” y lo público. Así se van creando las bases para el desarrollo de una sociedad
moderna, organizada bajo un régimen democrático incluyente en lo económico, político,
cultural y social.
Para concluir, no debe dejar de reiterarse que, dada la profundidad de la crisis de sociedad
en Colombia, se requiere avanzar en la toma de conciencia y en la asunción del papel de
fuerza social de cambio por parte de actores clave y de sectores cada vez más amplios de
ciudadanos, para afrontar comprometidamente y de manera integral (privada-colectiva-
pública) un proceso de transición hacia la construcción de una nueva sociedad en el país.
Solamente con el desarrollo de una civilidad moderna en el marco de una cultura cívica de
convivencia y solidaridad se irán formando ciudadanos reflexivos y deliberantes para la
definición, implantación y renovación de un modelo de sociedad en el que se privilegien
principios éticos fundacionales, valores morales y postulados de acción societal como guías
rectoras para el logro de un propósito colectivo esencial: instaurar un ordenamiento
democrático e incluyente en Colombia a la luz de los logros y las exigencias de un mundo
como el de hoy, y de rumbos globales susceptibles de ser vislumbrados con sustento en el
conocimiento y la voluntad humanos.

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