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Anexo 53. Construcción de Una Nueva Sociedad. Garay 1999
Anexo 53. Construcción de Una Nueva Sociedad. Garay 1999
Los hechos que se presentan son abordados bajo una perspectiva analítica radical porque
tratan de la crisis en la que se debate la sociedad colombiana de hoy.
En el ambiente de incertidumbre que genera la globalización, esta sociedad se ve obligada
a enfrentar la coincidencia de la agudización de todos sus frentes internos de crisis social y
política con un progresivo deterioro productivo en su economía, en un mundo en el cual se
dan nuevas y cada vez más difíciles condiciones de competencia. La confluencia de estos
procesos está generando una dinámica perversa que puede conducir a la profundización
del proceso de fragmentación de su tejido social, de supeditamiento de lo público, de
relegamiento de la ley, de desinstitucionalidad, y hasta de una eventual desin-
dustrialización irreversible en el país.
El proceso de globalización en curso puede seguir muchos rumbos que van desde la
profundización del modelo neoliberal que prevalece en la actualidad, hasta aquel utópico
que se vislumbra con base en el conocimiento y en el cual tendría importancia decisiva e
irremplazable la voluntad de los seres humanos. Dentro de las opciones posibles a los
colombianos les corresponde el deber de escoger un camino –en debida consulta de su
lugar en el escenario internacional–, ya que de no hacerlo la fuerza de los cambios que
están ocurriendo en el mundo se encargará de imponerlo en su lugar.
En tal contexto este ensayo pretende contribuir al debate sobre el cambio del actual (des-)
orden societal en el país con el planteamiento de una opción programática para la
transición hacia la construcción de una nueva sociedad en Colombia, en la que resulta
fundamental erradicar unos problemas estructurales y endémicos para poder crear
condiciones básicas para la instauración de un nuevo ordenamiento democrático e
incluyente en lo económico, político y social.
***
Este trabajo está dedicado especialmente a Patricia Lizarazo V. Su presencia fue decisiva
para hacerlo realidad. Agradezco además sus críticas y reflexiones siempre oportunas.
Carlos Alberto, mi hermano, a pesar de su discreción, ha tenido permanente presencia en
este quehacer profesional.
Alfredo Angulo ha sido insustituible colaborador, soporte solidario e interlocutor en la
búsqueda por avanzar en la reflexión sobre la realidad colombiana.
• Subordinación de lo público
A la luz de la búsqueda de la democracia como ordenamiento social en el mundo, y del
avance del proceso de globalización capitalista, un problema central para la sociedad
colombiana es la subordinación de lo público en favor de intereses privados privilegiados y
excluyentes que han adquirido poder político, económico, cultural y social, de maneras
tanto legítima como ilegítima. La profunda ausencia del sentido de lo público ha ido
permeando la forma de proceder, el comportamiento y la conducta de los ciudadanos,
privilegiando intereses individuales sobre el llamado “bien común”.
Esta situación se encuentra íntimamente relacionada con la profunda fragmentación del
tejido social y la avanzada deslegitimación del Estado como ente encargado de preservar
ese bien común.
• Conflicto armado
Otro problema adicional a la trilogía central del proceso de crisis social colombiano es el
conflicto armado, que ha tenido una profunda transformación en el tiempo y que hoy día
también se relaciona directa, indirecta, utilitaria pero no necesariamente en términos
ideológicos, con actividades ilegales, en particular el narcotráfico.
Si bien el nacimiento de los movimientos guerrilleros tiene raíces de carácter social
relacionadas fundamentalmente con la problemática tradicional predominante en el campo
colombiano y, al menos en parte, con la confrontación ideológica entre los sistemas
capitalista y comunista en el contexto de la guerra fría, con el tiempo la lucha por ampliar
y consolidar su predominio territorial en vastas zonas del país, suplantando al Estado como
medio para adquirir mayor poder político y militar por la vía de los hechos, no sólo ha
venido financiándose de manera creciente con base en la imposición unilateral de cargas y
penalidades monetarias –a manera de tributos en favor de estos grupos y no de la
sociedad en su conjunto– sobre civiles y actividades económicas, sino que además ha
recurrido a apropiar parte de los excedentes generados en las primeras etapas de la
cadena del negocio del narcotráfico –al punto de representar más del 40% de los ingresos
anuales del grupo guerrillero más fuerte del país–. Fenómeno similar ocurre en el caso de
otros actores centrales involucrados en el conflicto armado colombiano, como los
paramilitares.
El conflicto armado ha sido permeado crecientemente por una “cultura de ilegalidad
mafiosa”, como ha ocurrido en ciertos sectores de la sociedad que usufructúan
“ilegalmente” ganancias derivadas de actividades relacionadas con el narcotráfico –por
ejemplo, el lavado de dólares o el contrabando.
• Ilegalidad y narcotráfico
Otro problema fundamental es el del narcotráfico y la ilegalidad crecientemente
reproducida en la conducción de actividades políticas, económicas y culturales en la
sociedad colombiana.
La ilegalidad, con una manifestación determinante en el narcotráfico, no es la causa
fundamental de la profunda supeditación de lo público en Colombia. Si bien es cierto que la
ilegalidad tiene raíces históricas en el país que no han sido resueltas, por lo que se ha ido
consolidando y ampliando su espectro de acción a través del tiempo –por ejemplo,
contrabando, posesión ilegal de la tierra, apropiación privada de riquezas colectivas, el
caciquismo y la compra de votos, secuestro–, el narcotráfico como la actividad ilegal quizás
de mayor rendimiento y poder depredador en el capitalismo de hoy, ha alcanzado un poder
desestabilizador, potencializador de toda la problemática colombiana de la “destrucción
social”.
El narcotráfico se desarrolla en Colombia no solamente tomando provecho para su propio
beneficio de las ventajas geográficas y estratégicas del país para la realización de las
primeras etapas de la cadena internacional del negocio, sino también –y de manera
determinante– de la fragmentación del tejido social colombiano y de graves problemas
estructurales, entre los cuales cabe mencionar los siguientes: la falta de presencia
territorial y la pérdida de legitimidad del Estado; el debilitamiento del imperio de la ley; el
rentismo relacionado con la reproducción del clientelismo, la corrupción y la impunidad; la
crisis de representación política; la instauración de una forma del quehacer político a través
de la intimidación y el uso de la fuerza para asegurar lealtades partidistas; la ausencia de
una política de tierras y otros problemas estructurales como la excesiva inequidad en la
distribución del ingreso y la pobreza.
En este punto es de aclarar que la presencia de una “aculturación mafiosa” en ciertas
actividades y comportamientos en el país no hace referencia única y exclusivamente a la
injerencia del narcotráfico en la sociedad colombiana, sino que se trata de un fenómeno
social más profundo y de amplias connotaciones en la vida política, económica y cultural.
Si bien el narcotráfico reproduce y potencializa en su máxima expresión esa aculturación
en el país, no fue ni ha sido la única causa de descomposición social. Por el contrario,
Colombia ya contaba desde los años setenta con ciertas condiciones propicias para el
enraizamiento de actividades ilícitas como el narcotráfico.
Uno de los agravantes del problema del narcotráfico en el país reside en que el patrón de
especialización adoptado dentro de la cadena internacional del negocio es el más
“pauperizador y depredador” en términos sociales, culturales, ecológicos e incluso
económicos.
En efecto, la especialización progresiva del país hacia las primeras tres etapas –como las
del cultivo de coca, el procesamiento de pasta y la elaboración de cocaína, y su
contrabando a los países consumidores– de las siete u ocho etapas de la cadena
internacional del narcotráfico no sólo genera unas ganancias económicas relativamente
ínfimas con respecto a las de las etapas finales que se reproducen en los países
consumidores –como la distribución minorista en las ciudades, el lavado de dólares y la
especulación financiera con excedentes ilegales–, sino que va imponiendo una
“aculturación del narcotráfico” consecuente con la suplantación del derecho y la ley por el
imperio de la violencia y el poder de la fuerza; la “destrucción” de tradiciones, valores y
comportamientos; la pérdida de la convivencia ciudadana; el deterioro del medio ambiente
y, al fin de cuentas, la “pauperización”, en sentido integral del término, del campesinado
cultivador de la hoja de coca y de amapola y de las poblaciones en sus zonas de influencia.
Infortunadamente, con la estrategia internacional predominante para el combate del
narcotráfico –bajo la tutela de los Estados Unidos–, países con ventajas geopolíticas para la
producción de coca y amapola como Colombia, continuarán siendo objeto de graves
consecuencias depredadoras para su ordenamiento económico, político, cultural y social, no
obstante los esfuerzos que le dedique a atacar este flagelo internacional. Ningún país
aisladamente, ni siquiera un grupo de países, va a lograr combatirlo con eficacia.
El narcotráfico impone la lógica de su ilegitimidad mafiosa en todos los eslabones del
negocio en un ámbito mundial, por lo que las acciones tendientes a combatirlo no pueden
limitarse apenas a algunos países, ni a afectar la producción únicamente, ni a depender de
las necesidades políticas de los gobiernos de turno de los países productores o de los
demandantes. Por el contrario, las acciones deben darse dentro de una estrategia integral
de corresponsabilidad y reciprocidad internacional para reducir la rentabilidad económica y
política del negocio en todos y cada uno de los eslabones de la cadena mundial, como la de
una estrategia multilateral de descriminalización y prevención del consumo de drogas
psicotrópicas, bajo un riguroso marco regulatorio y con el concurso de una organización
especializada, y con acciones represivas para desmontar otras bases del negocio ilícito
como el lavado de activos, el contrabando de precursores químicos, etc. (Garay, 1999a).
A manera de síntesis, todos los conflictos básicos en su conjunto y la íntima relación
“autoalimentadora” entre ellos configuran un proceso de crisis social –con la consecuente
pérdida del sentido de la pertenencia de la que se adolece en la sociedad colombiana– y
con profundas connotaciones en el contexto de la globalización capitalista imperante en el
mundo. La profundidad de este proceso se hace evidente a todas luces con sólo mencionar
algunas de las múltiples anomalías societales que aquejan a la sociedad colombiana. A
manera de ilustración basta con citar que Colombia se caracteriza, entre otros rasgos, por:
a. ocupar el segundo lugar en las Américas en términos del número de homicidios por
cada cien mil habitantes y el sexto lugar del mundo en violación de derechos humanos, con
el agravante de enfrentar una actividad criminal crecientemente organizada –potencia-
lizada pero no exclusivamente vinculada a actividades ilegales y el narcotráfico– como lo
muestra el hecho de que cerca de un tercio de los homicidios se ejecuta por ajuste de
cuentas, en buena medida a través de terceros utilizados para la realización del crimen;
b. estar en el tercer lugar en el Hemisferio y el séptimo en el mundo –según
Transparencia Internacional– en corrupción pública y privada, con la proliferación de
prácticas de enriquecimiento ilícito;
c. presentar una grave pérdida de credibilidad y confianza en el sistema de justicia al
punto en que se estima, según una encuesta reciente, que un 40% de los ciudadanos
considera que la justicia no opera, un 15% que hay ausencia de autoridad, un 12% que es
de difícil acceso y, además, que un 70% ha disminuido su credibilidad en la justicia,
llegándose a un nivel de confianza promedio en el sistema legal de apenas 4.7 en una
escala de 1 a 10 (Sudarsky, 1999). Todo lo cual refleja la presencia de elevados grados de
impunidad e inequidad en el sistema, y explica los reducidos niveles de denuncia de delitos
por parte de los ciudadanos afectados;
d. sufrir una crisis en la institucionalidad del Estado y, en buena medida, en su
legitimidad por el creciente escepticismo ciudadano sobre su efectividad y
representatividad, cuando, por ejemplo, el nivel de confianza en las diferentes instancias
del gobierno no supera el 4.2 en la escala 10 (gobiernos locales con 4.2 vs. gobierno
nacional y administración pública con 3.8) (Sudarsky, 1999).
• Rentismo
El rentismo consiste en la reproducción de prácticas impuestas de facto por grupos
poderosos en usufructo de su privilegiada posición en la estructura política y económica del
país, para la satisfacción egoísta y excluyente de intereses propios a costa de los intereses
del resto de la población y sin una retribución a la sociedad que guarde proporción a los
beneficios capturados para provecho propio.
En la medida en que estos tipos de prácticas son implantadas por grupos poderosos
privilegiados en ámbitos cada vez más decisivos a nivel de lo político y económico en una
sociedad, se va germinando lo que podría denominarse un proceso hacia la “aculturación
del rentismo” como lo observado en Colombia desde casi los inicios de la República.
Esta aculturación trae graves problemas al funcionamiento de la sociedad en el sentido que
propicia en actores “clave” del sistema, la reproducción de valores, comportamientos y
formas de proceder contrarios a la legitimación e institucionalización del Estado, al
perfeccionamiento de un “verdadero” régimen de mercado, a la instauración y
representatividad de partidos políticos voceros de pertenencias ideológicas de sus
miembros y actuantes como colectividad en procesos sociales bajo un sistema
democrático.
Así, dicha aculturación resulta progresivamente contraria al desarrollo de la cultura cívica –
como contenido moral de determinadas creencias acerca de la sociabilidad humana y
reconocimiento moral del individuo–, al fortalecimiento del tejido social, a la prevalencia
del “bien común” y de lo público sobre intereses individuales egoístas y excluyentes, y, en
fin, a la consolidación de un ordenamiento democrático en lo económico, político y social
bajo un régimen de mercado. Esta es una razón fundamental –aunque no única– por la
cual un país como Colombia no ha podido alcanzar la instauración de un Estado social de
derecho.
Ahora bien, el rentismo se convierte en una fuerza societalmente disruptiva cuando el
sistema económico y político se encuentra enmarcado bajo un régimen democrático formal
y capitalista neoliberal de mercado, predominante a nivel cada vez más global como ocurre
en la etapa actual del proceso de globalización. Una muestra sugestiva la constituye el tipo
de “disfuncionalidad” que caracteriza al país en la agenda multilateralizada y en la
problemática para avanzar en la búsqueda por una inserción productiva –y no
“destructora”– al escenario internacional, tanto a nivel político como económico (como se
muestra más adelante).
El avance en la aculturación del rentismo ha llevado a la configuración de un mecanismo
básico de aculturación de la ilegalidad y de la corrupción entre lo político y lo económico:
una tendencia hacia la institucionalización de un régimen cleptocrático en una sociedad
como la colombiana.
En lo económico el rentismo lleva a cuestionar, y hasta a quebrantar, las bases mismas de
un régimen de mercado para que las relaciones contractuales puedan desenvolverse
transparente y eficientemente con los menores costos de transacción posibles. Estas bases
son la reciprocidad y la confiabilidad entre agentes en el mercado.
Ante la pérdida de la confiabilidad y reciprocidad se promueve un ambiente propicio para la
reproducción de prácticas ilegales como la corrupción al margen de la libre acción de las
fuerzas en un mercado competitivo.
Contrario a los análisis tradicionales de corrupción, ésta no es debida únicamente a las
posibilidades de obtener beneficios monetarios (o de poder político) por “fallas” en el
sistema de competencia o por ausencia de regulaciones efectivas, sino, de manera crucial,
por insuficiencia en el “costo moral” con el que la sociedad penaliza y rechaza a las
acciones ilícitas-ilegales (Pizzorno, 1992).
En lo político el rentismo es propicio para la reproducción del clientelismo al punto que,
como lo señala Sapelli: “El clientelismo es la negación de la institucionalización de
sistemas, no solamente políticos sino también sociales. (…) descompone a la sociedad y a
los mercados en espacios intersticiales que fragmentan a los partidos, las clases sociales y
las pertenencias ideológicas. (...). Auncuando se realiza a través de aparatos sociales que
han surgido originariamente para mediar e identificar intereses en forma colectiva, como
los partidos …, el clientelismo descompone y fragmenta esta posibilidad propia del sistema
político” (1998, p. 28).
El clientelismo es una forma de confianza localizada, –es decir, limitada– que crea un
espíritu de facción y una jerarquía de legitimación de los comportamientos y de las
fidelidades. Genera en los miembros de la clientela una acción oportunista-excluyente
frente a la cultura cívica al instaurar dobles fidelidades y dobles moralidades, en donde
prevalecería la que corresponde a los intereses particulares de la clientela (Sapelli, 1998).
Cuando el mercado es regulado no por la eficiencia sino por métodos no-legales para
favorecer intereses de grupos poderosos, las representaciones políticas tienden a
“faccionarse” en clanes clientelares bajo la dirección de líderes, lo que impide o bloquea la
posibilidad de democracia interna en el caso de los partidos políticos de masa e incluso de
otras formas de asociación, propiciándose así la fragmentación del sistema político.
Ante el avance del rentismo con la consecuente reproducción de fenómenos como el
clientelismo en lo político y ciertos comportamientos y prácticas de índole ilegal –por
ejemplo, la corrupción–, se va atentando contra la legitimidad e institucionalidad del
Estado en su carácter de “ente responsable del ‘bien común’ y de la preservación de la ley
en derecho”. En efecto, la creciente pérdida de confianza de los agentes en el mercado
motiva una erosión de la credibilidad de la sociedad en la preeminencia de la ley –con su
impacto perverso en la cultura cívica–, afectándose ciertos comportamientos ciudadanos y
la fidelidad al Estado con el fortalecimiento del oportunismo y el instrumentalismo
individualista.
Se va produciendo así una tendencia a la parcelación y debilitamiento del Estado para el
provecho propio de aquellos grupos poderosos con mayor poder de injerencia político-
económica, para condicionar a su favor la conducción de asuntos públicos como la política
pública, el presupuesto estatal, la composición de la burocracia oficial, etc.
La mentalidad rentística se desarrolló en el país alrededor de, por ejemplo, la posesión de
la tierra, el dominio territorial y el poder político, el usufructo por parte de grupos
individuales de riquezas naturales no renovables sin una debida retribución a la sociedad
por el aprovechamiento de un recurso de carácter estrictamente público; la utilización de
prácticas gamonalistas y clientelistas en el ejercicio del quehacer partidista como medio
para la obtención de poder político y económico; la obtención de rentas fruto de la posición
privilegiada en la estructura económica y política, principalmente de grupos poderosos y no
por su contribución a la creación de riqueza.
A los problemas típicos que se atribuyen a la intervención del Estado y que cuestionan su
capacidad de formular y llevar a la práctica políticas económicas y sociales que puedan
responder tanto a las necesidades de la sociedad en general como del mercado mismo, en
el caso colombiano se agrega su exacerbación por la influencia de las prácticas
clientelistas, que han permitido la existencia en el Estado mismo de agentes buscadores de
rentas, los cuales mediante el cabildeo han obrado en la búsqueda de la prevalencia de
intereses particulares frente a los colectivos en un proceso de intercambio de favores que
se retroalimenta permanentemente.
El clientelismo busca aprovecharse de la precaria legitimidad del Estado y de su creciente
poder político-económico, interfiriendo en el ejercicio de la función estatal mediante el
aprovechamiento de su poder de influencia para, por ejemplo, el diseño y aplicación de
políticas públicas en favor de los intereses de los jefes o líderes clientelares y la utilización
de las plantas de personal y del presupuesto estatal con fines egoístas, excluyentes de los
grupos o clanes poderosos para retribuir los favores de sus clientelas.
. Contrabando
Es una práctica que ha existido en Colombia desde la época de la Colonia y que se ha dado
al amparo de la extensión de sus dos costas y de las enormes zonas geográficas hasta
hace relativamente poco tiempo inaccesibles. El contrabando se ha movido en el país
prácticamente por toda su infraestructura de comercio internacional.
La perdurabilidad de esta actividad en la historia colombiana ha sido posible por la
magnitud de las utilidades que genera, las cuales le ha permitido consolidar un enorme
poder corruptor. Su importancia económica y poder contribuyeron a entronizar un alto
grado de permisividad por parte de la sociedad colombiana. Prácticamente todas las
ciudades del país tienen centros comerciales de venta de contrabando y es fuente
significativa de empleo informal, y la actividad siempre ha contado con la aprobación
abierta o al menos pasiva de la mayoría de los colombianos.
El poder del contrabando en el país se puede medir en la libertad con que ha operado a lo
largo de la historia. A pesar del evidente daño causado a los productores locales y a los
comerciantes legales, el cabildeo a su favor ha sido tan poderoso en las diferentes
instancias del Estado, que nunca se ha podido cumplir la legislación promulgada para
combatirlo, y ni siquiera la apertura económica pareció afectarlo significativamente. Se
debe señalar, sin embargo, que recientemente fueron dictadas fuertes normas para
combatirlo.
El contrabando es una actividad que se ha dado en las dos vías: en términos de las
exportaciones de contrabando que han sido significativas, son de recordar las de oro, café,
esmeraldas, azúcar, cemento, ganado, flora y fauna exóticas, vehículos robados,
marihuana, cocaína y últimamente heroína. Aunque las importaciones de contrabando
podrían cobijar parte considerable de los ítem del arancel, las principales son las de bienes
de consumo, como electrodomésticos, prendas de vestir y calzado, textiles, licores,
cigarrillos, bienes de capital y sus repuestos, armas para proveer los diversos frentes de
guerra colombianos y precursores químicos necesarios en la elaboración de drogas ilegales.
Las rutas del contrabando sirvieron para el tráfico ilícito de esmeraldas y abrieron las del
tráfico de drogas ilegales, y buena parte de las divisas utilizadas en las transacciones del
contrabando proviene del negocio de este tipo de drogas, habiéndose convertido en un
medio ideal para el lavado de dineros sucios.
En el caso del narcotráfico, por ejemplo, se debe señalar que sus excedentes pueden ser
“blanqueados” a través de actividades ilegales como el mismo contrabando. En la medida
en que se institucionaliza en una actividad conducida bajo una práctica mafiosa, ante la
necesidad de poder legalizar y darle mayor rapidez, retorno y utilización a sus excedentes,
se tiende a ampliar esta cultura a través de la aplicación de sus métodos y prácticas a
otras actividades ilícitas.
Este es un proceso que se puede considerar de aculturación mafiosa en determinadas
prácticas económicas y comerciales. Así, mientras que los grupos imponen esta práctica
mafiosa, adquieren poder no sólo para legitimarse sino además para imponer sus intereses
a nivel de lo político.
. Esmeraldas
. Drogas ilícitas
Una de las razones que incidió en la implantación del negocio de drogas ilícitas en el país
fue su privilegiada ubicación geográfica para el comercio ilegal, que ya había sido probada
por los contrabandistas, y la existencia de amplias zonas aptas para el cultivo.
Aunque hay antecedentes de tráfico de cocaína en el país hacia los Estados Unidos en la
década del cincuenta, el negocio de drogas ilícitas realizado de una forma masiva
realmente se inició con el cultivo y tráfico de marihuana a principios de la década del
setenta.
En la exportación de la marihuana a los Estados Unidos participaban extranjeros y
colombianos vinculados con el contrabando o entroncados con poderes locales, como fue el
caso de miembros de algunas familias latifundistas, especialmente de algunos
departamentos de la Costa Atlántica. Es importante señalar que esa penetración de la
ilegalidad se fue realizando en buena medida a través de sectores prestantes de la
sociedad frecuentemente en lo económico y en lo político a nivel de las mismas regiones, y
no por el lumpen, como se ha hecho creer.
La aparición de la cocaína con las características de entrañar el mismo riesgo y tener
mayores precio y rentabilidad, aparte de un menor volumen relativo frente a la marihuana,
en momentos en que se empezaba a combatir con alguna firmeza en el mundo el tráfico de
narcóticos, fue un factor que llevó a que el comercio se desplazara hacia esa nueva
mercancía ilegal.
El narcotráfico pudo enraizarse en la sociedad al aprovechar condiciones geoestratégicas y
tomar ventaja de problemas estructurales que ya la aquejaban –y a la vez
reproduciéndolos a su máxima expresión– como la crisis de representatividad política; el
clientelismo, la corrupción y la impunidad, y la mentalidad rentística prevaleciente en
importantes ámbitos de la sociedad; la falta de presencia territorial y la pérdida de
legitimidad del Estado y el debilitamiento del imperio de la ley.
Los agentes involucrados en el negocio, como grupo de presión, han propugnado por su
legitimación tanto económica como política y social, buscando además impunidad jurídica.
Para conseguir sus propósitos han recurrido por igual al terrorismo que al logro de
influencias políticas en su búsqueda por la inserción en la sociedad colombiana. El negocio
ha tenido efectos perversos: en lo económico distorsionó valores, comportamientos y
precios claves afectando el funcionamiento de mercado, estimuló el enriquecimiento fácil y
el consumo suntuario en detrimento del ahorro y la inversión productiva, y profundizó
fenómenos como el rentismo, el clientelismo y la corrupción.
El país ha venido especializándose en los eslabones primarios e intermedios de la cadena
del negocio ilegal de la cocaína. Los primeros (cultivo de coca, producción de pasta de coca
y refinación de la cocaína), que a pesar de ser relativamente los menos rentables del
negocio internacional, se distinguen por su poder depredador al punto de afectar
profundamente las relaciones sociales en las regiones del país en las cuales se hallan
localizados. Los intermedios, ligados al contrabando de la droga a los mercados
internacionales (acopio de los alijos, ingreso a los países y venta a los distribuidores en el
mercado interno) en cambio ya pueden afectar los poderes a nivel nacional, al punto que,
como se dijo, han alcanzado una gran fuerza desestabilizadora, potencializando en su
conjunto toda la problemática colombiana de destrucción social.
A diferencia, en los eslabones finales relacionados con el mercadeo minorista (dominio de
mercados, venta a los consumidores finales) y el lavado de activos, donde se alcanzan las
más altas tasas de rentabilidad a nivel global, intervienen agentes e instituciones
poderosos a nivel internacional, principalmente de los países desarrollados, con una
presencia cada vez menos importante de colombianos involucrados en el tráfico ilegal de
drogas.
3. La desactivación productiva
• Desindustrialización
• Desagriculturización
• El entorno económico
1. Caracterización de la globalización
La acción de los Estados tiende a estar cada vez más enmarcada, y en cierta medida
condicionada, por aquellos principios y postulados que son acogidos regional y/o
multilateralmente en función de los requerimientos de la profundización y consolidación del
modelo de globalización.
Tradicionalmente, la actividad política se ha desarrollado en territorios cuya soberanía ha
dependido de la fortaleza y organización de los Estados-nación. Éstos son resistentes por
naturaleza a un proceso como el de la globalización, que conduce al debilitamiento y/o
progresiva erosión de fronteras territoriales y de la soberanía plena de las naciones en la
conducción de sus relaciones internacionales. De ahí que la globalización no sólo se
enfrente a las dificultades de transformación del Estado-nación desarrollado con el
capitalismo durante la última centuria, sino que su perfeccionamiento requiera
necesariamente avanzar en el tránsito hacia “nuevas formas” de organización económica-
política-cultural entre sociedades (Waters, 1996).
A pesar del avance en la globalización y la internacionalización de la ley, el Estado-nación
continúa siendo una institución básica garante de las condiciones propicias para una
efectiva gobernabilidad internacional, al permanecer siendo “soberano”, aunque no en el
sentido de que sea todopoderoso en su territorio.
Los regímenes regulatorios, las agencias internacionales y las políticas conjuntas
sancionadas por medio de tratados, sólo han podido existir porque los principales Estados-
naciones acordaron crearlas y conferirles legitimidad cediendo parte de su soberanía,
aunque con mayor significancia para unos y para el interés especial de otros, según el
tema y la capacidad de influencia de cada Estado en la definición e implantación de una
agenda en proceso de multilateralización.
La soberanía es hasta cierta medida alienable y en algunos aspectos divisible, pero los
Estados permanecen, y adquieren nuevos roles. Disponen de la habilidad para velar por el
cumplimiento de compromisos, “hacia arriba” porque los Estados son representativos de
territorios, y “hacia abajo” porque son poderes constitucionalmente legítimos (Hirst y
Thompson, 1996).
En medio del proceso de globalización, la permanencia del Estado-nación como institución
representante del “imperio de la ley” –así no sea omnicompetente y absolutamente
soberano en la acepción tradicional– es requisito inapelable para la observancia de las
normas, disciplinas y leyes internacionales y para la sobrevivencia de sociedades
diferenciadas –aunque en permanente deconstrucción-renovación.
De todas formas, en medio del proceso de globalización, el papel del Estado continúa
consistiendo no solamente en la interiorización sino además en la intermediación de la
lógica de la competencia capitalista internacional, así, en el peor de los casos, sólo sea
para asegurar el cabal cumplimiento en el terreno local de los compromisos con el nuevo
orden mundial. El papel del Estado está todavía determinado, en gran medida, por los
conflictos entre las fuerzas sociales localizadas en cada formación social.
En términos “ideales”-teleológicos, el perfeccionamiento de la globalización en su máxima
expresión implicaría la ausencia de Estados soberanos y la predominancia de
superorganizaciones internacionales supervisoras del cumplimiento de normas rectoras de
comportamiento económico-político a nivel transnacional bajo el imperio de un conjunto
esencial de valores comunes entre sociedades, como miembros partícipes de una gran
sociedad global (la “aldea global”). Para alcanzar esa “situación social ideal”, el “Estado
mundial” requeriría como condición de la existencia de una verdadera sociedad mundial
creyente de la presencia de unas instancias globalizadas con la autonomía relativa –
delegada por decisión de la propia sociedad mundial– y los medios suficientes para la
gestión de una política efectiva a nivel global.
A pesar de la evolución del proceso de globalización, no sólo no se ha alcanzado esa
“situación ideal”, sino que por el contrario el Estado nacional continúa siendo la instancia
central de legitimación del poder y con ello también el destinatario más importante de las
demandas políticas por parte de la población. Como lo ha demostrado la evolución de las
décadas pasadas, el Estado nacional sigue siendo el destinatario esencial de los reclamos
originados por las más diversas formas de descontento (Hein, 1994). Esto conduce a una
situación precaria: la creciente concientización en el ámbito global sobre ciertos problemas
sociales, económicos y ecológicos exige una cada vez mayor capacidad de los Estados
nacionales a nivel individual para solucionarlos al ser rebasadas sus fronteras y su
autonomía real. La solución de esos problemas va exigiendo de hecho un “nuevo orden
mundial”; si no es posible encontrar formas adecuadas de coordinación política
internacional, incluso podría ser inevitable la configuración de catástrofes de dimensión
global.
Pero sin una activa participación de los ciudadanos tanto en instituciones igualitarias y
asociaciones civiles, como en organizaciones políticas relevantes, no podrá avanzarse en el
carácter democrático de la cultura política y de las instituciones políticas y sociales.
Precisamente porque la sociedad civil moderna está basada en principios igualitarios y en
la inclusión universal, el perfeccionamiento en la articulación de la decisión política y en la
toma de decisiones colectiva es crucial para la reproducción de la democracia. Se requiere
cambiar el núcleo de la problemática de la teoría democrática al tema de la relación y
canales de influencia entre la sociedad civil y la sociedad política y entre ambas y el
Estado, de una parte, y al arreglo institucional y la articulación interna de la propia
sociedad civil, de otra parte. Es más, la democratización de la sociedad civil –la familia, la
vida asociativa, la esfera pública– necesariamente ayuda a ampliar el esquema de los
partidos políticos e instituciones representativas. Los movimientos sociales para la
expansión de los derechos, para la defensa de la autonomía de la sociedad y para su
mayor democratización, es, en su conjunto, lo que mantiene viva la cultura política (Cohen
y Arato, 1997).
Debe aclararse que el tipo de Estado descrito no es el Estado benefactor que se desarrolló
en países industrializados, especialmente en los europeos occidentales, que a su vez se
diferencia de aquel que se implantó en países como los latinoamericanos. El Estado
benefactor se creó como un “contrato social” (pactado entre clases con una estructura “de
arriba a abajo”), con el propósito de proveer medios de seguridad ante altos niveles de
desempleo y de la reproducción de crisis económicas, y así avanzar en la reducción de la
pobreza y en la mejora de la distribución del ingreso.
Independientemente de su eficiencia para el cumplimiento de estos propósitos, las
crecientes exigencias del proceso de globalización en términos de competitividad y
flexibilidad han ido erosionando la vigencia de ese contrato benefactor. De ahí que en los
países industrializados el debate actual se mueva entre posiciones neoliberales extremas
en favor del desmonte del Estado y otras posiciones, como por ejemplo, la denominada
“política radical”, tendientes a “favorecer un Estado que promueva la construcción de una
solidaridad social por parte de ciudadanos reflexivos en un mundo universalizador”
(Giddens, 1996), lo que exigiría un Estado consecuente con la búsqueda de la ampliación y
profundización de la democracia real en una sociedad moderna.
Ahora bien, ante la progresiva socialización a nivel cada vez más global de ciertos
problemas, se producen mayores exigencias a los Estados nacionales como instancia
política todavía legítima y responsable, a las que frecuentemente no puede darles una
resolución de manera unilateral y aislada sino en estrecha coordinación con otros Estados,
por lo menos hasta que surjan nuevas identidades y se creen nuevas capacidades de
acción en otras instancias más internacionalizadas. Ello no sólo tiende a generar serios
problemas de gobernabilidad a nivel nacional-internacional, sino a reproducir presiones
para el surgimiento de formas e instancias de internacionalización de la sociedad civil: en
algunos casos organismos no gubernamentales internacionales, en otros, instituciones
gubernamentales internacionales de diversa naturaleza y ámbito de acción determinantes.
Así mismo, cuanto más avanzado se encuentre el proceso de globalización, más agudas
tenderían a ser las presiones y requerimientos para coordinar, armonizar y homogeneizar –
tanto en ámbito de dimensiones cuanto en intensidad de compromisos– la normatividad
regulatoria y los regímenes institucionales a nivel de las esferas política y económica en
espacios cada vez más amplios: de lo regional a lo multi y transnacional.
Esta tendencia estructural (de largo plazo) inmanente al proceso de globalización puede
ser denominada como “tendencia hacia una multilateralización de reglas de juego, normas,
disciplinas, pautas de comportamiento en espectros cada vez más amplios y diversos de la
actividad colectiva”. No obstante, esta tendencia –al igual que el mismo proceso de la
globalización– se caracteriza por ser desigual, heterogénea, asincrónica entre esferas y
espacios.
En este punto el tema crucial parece ser el balance entre principios funcionales y
territoriales: la interdependencia económica universal entre actores económicos
crecientemente no-territoriales en un mundo globalizado frente a la politización y
regionalización neo-mercantilista de la economía mundial (Hettne, 1995).
4. Sobre la democracia
Ante los niveles de exclusión, inequidad y pobreza en el país, uno de los postulados
rectores del contrato social para la construcción de una nueva sociedad gira alrededor de la
decisión política sobre los valores societales de la igualdad. Aparte del requisito de la
igualdad de los ciudadanos en términos de los valores de la libertad política y civil, de los
valores del bien común y, en fin, de los valores y derechos básicos –objeto de la justicia
conmutativa propiamente dicha–, toda sociedad organizada debe abordar y definir los
principios que regulan los valores de la igualdad de oportunidades, de las igualdades
económicas y sociales, de la reciprocidad económica. Éste es el campo de la justicia
distributiva en el que se fijan los principios e instituciones para la justicia social y
económica entre unos ciudadanos con el derecho a ser libres e iguales.
La justicia distributiva es especificada por decisión política sobre los criterios que la
comunidad de ciudadanos deliberantes y reflexivos –bajo una concepción societalista y no
exclusivamente egoísta– reconoce como “justos” en términos distributivos, y según la cual
a cada uno se le garantice lo que le deba corresponder. La aplicación de esta justicia es, en
última instancia, ámbito de la autoridad pública –legítimamente constituida–, que ha de
intervenir sobre la distribución de bienes, riqueza, derechos, oportunidades entre grupos
de la sociedad de acuerdo con los criterios societalmente reconocidos como “justos”.
La importancia de una justicia conmutativa y distributiva legítimamente reconocida por los
ciudadanos reside en que los motiva a consolidar un sentido de pertenencia y de
identificación con la comunidad, a cumplir con el deber de la civilidad y a privilegiar el
“bien común” y lo público. Así se van creando las bases para el desarrollo de una sociedad
moderna, organizada bajo un régimen democrático incluyente en lo económico, político,
cultural y social.
Para concluir, no debe dejar de reiterarse que, dada la profundidad de la crisis de sociedad
en Colombia, se requiere avanzar en la toma de conciencia y en la asunción del papel de
fuerza social de cambio por parte de actores clave y de sectores cada vez más amplios de
ciudadanos, para afrontar comprometidamente y de manera integral (privada-colectiva-
pública) un proceso de transición hacia la construcción de una nueva sociedad en el país.
Solamente con el desarrollo de una civilidad moderna en el marco de una cultura cívica de
convivencia y solidaridad se irán formando ciudadanos reflexivos y deliberantes para la
definición, implantación y renovación de un modelo de sociedad en el que se privilegien
principios éticos fundacionales, valores morales y postulados de acción societal como guías
rectoras para el logro de un propósito colectivo esencial: instaurar un ordenamiento
democrático e incluyente en Colombia a la luz de los logros y las exigencias de un mundo
como el de hoy, y de rumbos globales susceptibles de ser vislumbrados con sustento en el
conocimiento y la voluntad humanos.
Bibliografía