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“Te deseo un agosto feliz”. Así se despedía Italo Calvino de Primo Levi en una
carta de 1985 en la que le consultaba cosas del tipo de si poliuretano y polietileno
valdrían como sinónimos en una traducción. Puntilloso y previsor, no podía prever
que su amigo —químico antes que escritor— se suicidaría dos años más tarde o
que él mismo moriría apenas un mes después de aquella consulta epistolar.
Sucedió el 19 de septiembre de hace 30 años mientras ultimaba las conferencias
que debía dictar en Harvard el curso siguiente. Era la primera vez que invitaban a
un autor italiano a ocupar la Cátedra Norton, un foro de campanillas por el que ya
habían pasado Igor Stravinsky o su adorado Borges (este año lo hará Toni
Morrison). Calvino dejó sin redactar una de sus sesiones y ni siquiera llegó a viajar
a Massachusetts, pero la publicación póstuma de aquellas charlas en 1989 (existe
traducción española en Siruela a cargo de Aurora Bernárdez y César Palma) fue
un hito al que contribuyó
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un título contundente. Lo que en italiano
fueron sencillamente Lezioni
Libros, Cursos Onlineen
americane,
Videos, castellano en
y Presenciales, tuvo una versión
Uruguay. Todo paradel
Aprender Oratoria.
epígrafe inglés que manejaba su autor: Six Memos for the Next Millennium (Seis
propuestas para el próximo milenio).
La caída del muro de Berlín en 1989 sorprendió a los filósofos discutiendo las
ideas lanzadas 10 años antes por el francés Jean-François Lyotard. Lo que había
empezado siendo un “informe sobre el saber” para el Consejo de Universidades
de Québec terminó convertido en uno de los libros más influyentes de las últimas
décadas: La condición posmoderna. Si resulta enternecedor el modo en que Italo
Calvino —calificado a veces de narrador posmoderno— habla del triunfo del
software sobre el hardware, sobrecoge la clarividencia de Lyotard: mientras las
notas a pie de página se detienen en el auge de la videoconferencia o la
posibilidad de que en todas las escuelas hubiera un ordenador (estamos en 1979),
el cuerpo del ensayo vaticina que los expertos serán sustituidos por una
amalgama de “inventores”, empresarios y líderes religiosos. La “clase política
tradicional”, apuntaba el pensador francés, empezaba a ser parte de un pasado
que cada vez mandaba (e interesaba) menos. La revolución conservadora de
Margaret Thatcher estaba recién instalada en Downing Street y la de Ronald
Reagan a punto de hacerlo en la Casa Blanca cuando Lyotard publicó su
enmienda contra los conceptos de legitimidad y autoridad, basadas desde
antiguo en los “grandes relatos” del conocimiento, la libertad y el progreso.
Las dos décadas transcurridas entre la caída del muro de Berlín y la de Lehman
Brothers fueron las del triunfo de la levedad. Cultura siempre fue crisis (para
Delacroix todo era decadencia desde 1500), pero siempre quedó un margen
asociado a las condiciones materiales de la sociedad. Durante siglos se mantuvo
la esperanza de que todos seríamos cultos y benéficos al alcanzar un mayor
bienestar: igual que las condiciones de vida de la minoría habían ido llegando a la
mayoría, sus condiciones “espirituales” seguirían el mismo camino hasta que la
alta cultura fuera, sencillamente, la cultura. No ha sido así. Por un lado, la
democracia por su naturaleza (y por suerte) juega siempre contra la jerarquía. Por
otro, la lógica del mercado aplicada a la educación puede producir rentabilidad
pero no necesariamente criterio. Cuando al cliente se le da la razón, la quiere para
siempre. Y toda: la pura, la práctica y la del juicio. Al contrario que los grandes
almacenes, Kant no acostumbra a devolver el dinero.
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