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Pasados, presentes, futuros de la infancia 1

Julio PrematPasados,presentes,futurosdela infanciaJulio Premat


Le génie, c’est retrouver l’enfance à volonté.
Charles Baudelaire.
Buscar las raíces no es más que una forma
subterránea de andarse por las ramas.
José Bergamín
1 La infancia, espacio conceptual, terreno de creencias, lugar de determinaciones sociales y de ideales
compartidos, está recorrida por una atiborrada red de valores culturales, de presupuestos
estéticos, de estereotipos y principios ideológicos, de escenas o peripecias con resabios legendarios.
Tanto en su imagen mediática, sociológica, icónica o literaria, es un punto de observación
privilegiado para identificar modos de explicar el devenir del ser humano. En contrapunto con el
mundo adulto, el niño, como el primitivo, permite, gracias a un reflejo alejado o a una otredad
significativa, pensar el ahora de la colectividad y avanzar en cierta metafísica del sujeto. Esto es
particularmente perceptible en las narraciones de infancia en la literatura, y en una de sus
modalidades, la de las autobiografías de escritores, que puede considerarse como un modelo
paradigmático al respecto.
2 Varias perspectivas analíticas son posibles : la de evocar, por ejemplo, los postulados que determinan
el género biográfico y que han sido profusamente estudiados (postulados que le atribuyen a la vida
la forma de un todo orientado, resumido en la expresión unitaria de una intención o de un
proyecto ; o que considera a la vida como un conjunto que sigue una línea cronológica,
percibida como análoga a un orden lógico y que ese orden está organizado a partir de una
perspectiva ulterior de carácter teleológico)1. También podría verse en la infancia un epítome o
un avatar actual de los mitos de origen, a partir de la idea de que, en los relatos de cómo un niño
prefigura a un escritor futuro, se actualizaría una versión legendaria de lo genético. Al origen puede
vérselo como una proyección de la infancia o, si se quiere, postular que en el origen, ante todo,
encontramos a la infancia. La niñez como génesis en la medida en que su relato permite pasar de
un hacer (escribir literatura) a una forma diferente y socialmente reconocida del ser (una identidad
nueva : la de ser autor). Es decir, leer los relatos de infancia de escritores desde la perspectiva de una
explicación mítica del inicio -una explicación hecha de una serie de acontecimientos que se
suceden, a la vez enigmáticos y fundadores-, lo que sería una modalidad de supervivencia de
esquemas narrativos tradicionales (para dar un ejemplo : como el Génesis y el Apocalipsis, el
comienzo y el fin, que Franz Kermode estudia en El sentido de un final, 2000). O, por último, poner
de relieve todo lo que, en las concepciones culturales y los atributos imaginarios de la infancia la
asocian, en sí, con el discurso literario : espacio aparte, relación diferente con la palabra, mezcla
inextricable de subjetividad y de percepción, posibilidad de percibir la realidad de manera
alternativa, expansión del deseo y de la imaginación en tanto que supuestas verdades, etc. El
pensamiento singular de los niños, visto por dispositivos de todo tipo, es un modo de aproximarse a
las especificidades de la palabra literaria.
3 Combinando estas tres perspectivas, pero privilegiando la visión del relato de infancia como
laboratorio literario, me dispongo a desarrollar algunas ideas generales, en tanto que preámbulo
a la evocación de ejemplos que, a partir de la puesta en escena autobiográfica del inicio de la
vida de un escritor, esbocen una modesta tipología.

Infancias escritas, orígenes literarios


4 Para comenzar, vale la pena recordar que los niños no escriben, los niños no definen su mundo ; la
infancia es una creación de adultos que ven, en esa etapa diferente de la vida humana, una otredad
a la vez radical y familiar, una manera de explicar al sujeto. Como todo origen, la infancia está
vista desde el después, es una construcción y funciona como un horizonte de sentidos cifrados pero
determinantes. Mundo de utopía, esfera del inicio, promesa del futuro, la infancia es un pasado
visto en el presente que permite soñar un porvenir distinto. Y lo que a biografías se refiere,
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notemos que el niño es una ficción del adulto que pretende que su infancia está acabada, una
ficción, a menudo estereotipada, que perdura imaginariamente en cada uno de nosotros, tanto del
lado de lo pulsional y lo conflictivo como en la ensoñación y la creencia.
5 Esta escritura posterior, tan evocadora, no es arbitraria sino que retoma huellas y resabios de una
experiencia del mundo vivida en la niñez. Al respecto, Jean Piaget intenta comprender cómo los
niños se representan lo real y cómo explican lo que los rodea, modalidades que no son ajenas,
claro está, a la puesta en escena de universos y puntos de vista infantiles en la literatura. Ante todo,
cabe evocar el carácter autocentrado, egocéntrico del niño, que lo lleva a borrar la frontera
entre lo interno y lo externo o, mejor dicho, a introducir al yo en los juicios, ilusiones,
percepciones, que son por lo tanto subjetivos -la objetividad, para existir, impone tomar en
cuenta la posición del sujeto-. Por lo tanto, el niño sería realista, en el sentido en que ignora la
existencia del yo al adherir a su propia perspectiva como si fuese inmediatamente objetiva y
absoluta, pasando por alto la interioridad del pensamiento desde una posición antropocéntrica. Se
entiende entonces que los niños proyecten, a causa de la indiferenciación entre el sujeto y el mundo
exterior, las características del yo, sus estados de ánimo o sus ideas, a lo que los rodea -inclusive en
la eventualidad de objetos o seres que tendrían, gracias a esa proyección, intenciones
amenazadoras-. Este egocentrismo es a la vez lógico y ontológico : el niño fabrica su verdad y su
realidad. No conoce la resistencia de las cosas ni la dificultad de las demostraciones. Puede
afirmar sin pruebas y dar órdenes sin limitaciones. Los lazos lógicos están así marcados por
esta constatación ; se confunden causas psicológicas y físicas ; las representaciones de la realidad,
de las palabras y de los sueños tienden a superponerse y a mezclarse (Piaget, 1999 : 141-142).
6 En una orientación similar a Piaget, pero más cerca de lo artístico, Giorgio Agamben, en Infancia e
historia, postula que el niño pertenecería, a su manera, a la naturaleza y no a la cultura. Pensar como
un niño es pensar antes, antes la edad de la razón. La infancia es el lugar que precede el lenguaje y
el conocimiento, instrumentalizando una mirada diferente sobre la realidad, es decir, otro
conocimiento y, en consecuencia, otro lenguaje. Es, por lo tanto, el lugar privilegiado para la
iniciación del escritor en su versión legendaria. Agamben agrega que la infancia, como la
literatura o el juego, tiende a rechazar la escisión entre tiempo cronológico y tiempo estático
(entre tiempo del mundo y tiempo del sujeto, tiempo biológico y tiempo subjetivo), reintegrando,
en las vivencias y en la experiencia, esta doble cara del tiempo. De allí la importancia, por
ejemplo, de los relatos de infancia en lo fantástico o en lo maravilloso, relatos que intentan
recuperar representaciones del mundo y funcionamientos lógicos de la niñez. De allí, también, el
valor de la creencia y el valor interpretativo atribuido a la literatura, en tanto que universo en
alguna medida afín al pensamiento infantil (Agamben, 1989 : 128). El niño es un receptáculo de
proyecciones sociales, culturales, ideológicas, gracias a las cuales se intenta comprender y
justificar el mundo de los adultos, desde otro lugar, lo que lo pone en relación con la utilización
del arte y de la imaginación como instrumentos de conocimiento.
7 Prolongando esta idea, recordemos que Marthe Robert da como origen de todas las narraciones
una expansión de fabulaciones infantiles. Partiendo de la novela familiar definida por Freud y la
construcción de fantasías genealógicas que compensan los deseos frustrados y las ineludibles
prohibiciones, ella identifica en la producción narrativa dos tipos de visiones primitivas : la del
niño hallado, capaz de transmitir como verdaderos todos los sueños y quimeras en una visión
maravillosa del mundo (es decir el que intenta mantener vigente ese« mundo hiperbólico de la
primera infancia » que, aunque tiene tendencia a perpetuarse, se enfrenta con la evolución del
individuo), y la del bastardo realista, que negocia con los imperativos de la realidad para
lograr una proyección fantasmática a la vez velada y eficaz bajo la apariencia de lo verosímil (lo que
se resumiría en la dialéctica de « el ’sí’ al mundo y el ’no’ a la realidad » ) . Cervantes o Swift,
formarían parte de la primera categoría junto con, por ejemplo, García Márquez o Felisberto
Hernández (Robert, 1972 : 45 y 233).
8 Ante la desaparición social de las narraciones de lo experimentado que postulaba Benjamin (1991
: 263-291), la infancia sería legendariamente el tiempo de lo vivido – también en la

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expresiones espontáneas del deseo-, en contrapunto al tiempo del pensamiento. Así retorna,
desde el sesgo, una potencialidad perdida de la imaginación, que era otrora un vector de
conocimiento : la imaginación (algo soñado, una visión) fue alguna vez considerado equivalente
de la experiencia. En ese sentido Agamben considera que la infancia sería el tiempo de la
experiencia por definición, ya que la única posible hoy es la que se lleva a cabo antes de la
constitución del sujeto por el lenguaje. Esto explicaría que la infancia sea un espacio de
proyecciones míticas y legendarias alrededor de otra relación posible con el mundo y por ende de
otras posibilidades narrativas. Más allá del sujeto racional encontramos al niño, cuyas
representaciones no estarían alejadas del inconsciente freudiano o del flujo de consciencia en la
literatura (Agamben, 54 y 83-85). La infancia vista en tanto que otredad y espejo, espejo de lo otro
en donde uno se reconoce sabiendo que no es uno : un sujeto que hay que inventar para que sea
verdad, todo lo cual no es ajeno a los cimientos de la ficción.
9 La infancia, mundo conocido que permite todas las novedades, ámbito de reglas establecidas que
se puede transgredir, la infancia, en tanto que mundo específico de creencias, imaginario y
explicaciones alternativas de lo existente, la infancia, en donde no sólo se puede tematizar la
creación, sino exponer los mecanismos elementales de la ficción : la mentira, la imitación, la
fabulación deseante, el ensueño, el juego, la lectura. La infancia sería, entonces, el equivalente de la
literatura.
10 Pero si la literatura es la infancia, la equivalencia eventual no se reduce a lo que podemos calificar de
una metafísica de la niñez, sino que también ha sido leída como un laboratorio de escritura, es decir
como un espacio de definición de estilos, códigos de representación, invención de formas. Es
sabido que en las autobiografías los episodios infantiles exigen menos verosimilitud y veracidad
que los otros episodios : el relato imaginario y la improbabilidad de los recuerdos convocados
(a menudo inventados, soñados, dudosos) forma parte del género y de su pacto de lectura. Se
transcribe una percepción peculiar y un sujeto prelógico, más que una verdad histórica (y de todos
modos estos episodios están marcados por afirmaciones sobre la dificultad del recuerdo y la
incertidumbre que caracteriza lo que será narrado). Por lo tanto, y teniendo en cuenta esta
dificultad de juzgar la fidelidad de lo evocado, Philippe Lejeune constata que, con contadas
excepciones, los relatos autobiográficos de infancia no han entrado en la« era del recelo » que
caracteriza al resto de las biografías. Una de las razones es que los recuerdos de los que se trata,
aunque discontinuos e inciertos, son a menudo intensos, y la intensidad parece asegurarles una
veracidad. Así, el régimen habitual del recuerdo de infancia es el lirismo y su territorio es el de la
fe. Por definición es difícil acceder a las vivencias infantiles ; de hecho, esa búsqueda iniciática
y titubeante aumenta el valor de lo que se recupera, como lo que descubre un arqueólogo en capas
superpuestas y enterradas de una civilización desconocida (Lejeune, 2003 : 36). Ampliando la
perspectiva, es concebible establecer una analogía con el concepto freudiano de construcción de
una interpretación o la fabricación un recuerdo (por ejemplo, los recuerdos encubridores),
construcción cuya veracidad es más funcional que documental : la ficción sobre un pasado remoto
puede ser cierta cuando lo que se rememora está, para siempre, fuera de alcance, como lo está el
origen del monoteísmo (en El hombre Moisés y la religión monoteísta) o las escenas primeras de la vida
de un hombre (Green, 2000 : 43-45 y Brauer, 2010).
11 Esta posición diferente ante los imperativos de la verdad, la verosimilitud y la lógica explica que
la infancia sea un terreno experimental, idóneo para retomar la fenomenología de la sensación,
la inocencia descriptiva y una reconfiguración de la creación estética. La crisis de la capacidad
expresiva de la novela en el siglo XX lleva a refugiarse en la infancia, escapándose de la
representación naturalista de inspiración científica para continuar refiriéndose a la realidad a
través de lo irracional y de una relación distinta con el lenguaje, como lo postula Alexandre Gefen
(265-273), afirmaciones que retomo en lo que sigue. La escritura de la infancia es inseparable del
desarrollo de las restricciones de focalización (como la practicada por Henry James), la
polifonía, el solipsismo (Proust) y ante todo el monólogo interior que confunde lo externo y lo
interno, la materia y el pensamiento, el flujo de sensaciones, las construcciones abstractas de la

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afabulación y el movimiento proyectivo de la imaginación temporal (piénsese en la primera
parte de El sonido y la furia de Faulkner o en "Macario" de Rulfo). La escritura de la infancia
permite también desplazar los límites del lenguaje, instituyendo un relato poético sobre
mundos autónomos que pone lo real de lado y funciona alrededor de metáforas objetivadas y
de asociaciones totémicas. Por último, el carácter originario, explicativo y fundador de la
infancia, representa la génesis de la consciencia y al mismo tiempo la génesis del mundo,
metaforizando a la creación, a sus posibilidades y sus dificultades. Reescribir el origen es
reinventar la forma novelesca, aunque más no sea en el gesto de atribuir a ese otro inalcanzable
que es el niño la dificultad de acceder a la comprensión del mundo. Dificultad de comprensión
para el sujeto en vías de formación que metaforiza una dificultad inherente, como es sabido, a la
novela moderna.
12 Desde la perspectiva del origen mítico, en donde una creación ex nihilo del mundo y un momento
perdido explicarían, mágicamente la emergencia de la obra literaria ; desde la idea de la
construcción posterior que a la vez actualiza y simboliza la pérdida y el deseo de recuperación ;
desde la esfera de la creencia, de la permanencia de una utopía de otras posibilidades, de la
experiencia prelógica y prediscursiva ; o desde la constatación que se trata de un terreno idóneo para
definir una aprehensión específica el lenguaje, el saber, la narración, el imaginario, desde todos
estos puntos de vista la infancia ocupa entonces un papel central en las construcciones
autobiográficas de los escritores. O, mejor que un papel central, digamos que ocupa un lugar
aparte : por un lado, los orígenes y la primera infancia son un relato en sí mismo, regido por sus
reglas de verosimilitud, un tipo de relación específico con el mundo y con el aprendizaje, una
dinámica explicativa que obedece a reglas propias, todo lo cual se diferencia a menudo del pacto
referencial y la lógica narrativa que caracterizan, luego, los relatos de la juventud y de las
diferentes peripecias de una vida adulta.

Testamentos
13 Para estudiar cualquier relato autobiográfico, si constatamos que se escribe desde un presente y
en respuesta a solicitaciones de un entorno preciso, es indispensable plantearse la pregunta del
cuándo de esa escritura. En esta perspectiva, y la historia de la literatura lo muestra rápidamente,
dos posibilidades se presentan, dos posibilidades que, como toda clasificación dicotómica,
simplifican en exceso la multiplicidad de eventualidades ; simplemente, al subrayar dos casos
extremos, se vuelve más visible un funcionamiento que, con todos los matices peculiares, sería
perceptible en el conjunto de rememoraciones de este tipo. Por un lado, la narración desde el final
de una trayectoria : en la vejez, en vísperas de la muerte, en un esfuerzo postrero de escritura. Aquí
los relatos del comienzo son una última palabra, o un testamento. Un testamento entendido como
una carta del pasado al futuro que, para decirlo con Hannah Arendt, selecciona y nombra, transmite,
preserva e indica dónde están los tesoros y cuál es su valor, todo lo que constituye la función
principal de la tradición (selección, transmisión, jerarquización, orientación para la recepción)
(Arent, 1995 : 75). De una tradición en la que el escritor espera inscribirse, también y ante todo
con la escritura de sus "memorias", con la actualización de su figura gracias al retorno al mito
de origen que delimita una intención y explica de manera orientada un proyecto. Por el otro, un
regreso a la infancia y a los comienzos, puede funcionar, al contrario, como la apertura de una
obra literaria, un gesto para entrar en el campo, un ejercicio para lanzar las especificidades de una
palabra que se quiere singular. Obras de juventud u obras tempranas, se trata de relatos que no
se proyectan hacia el futuro en tanto que legado restringente, sino en tanto que fundacionesde una
obra por venir. Para completar el panorama general, algunos comentarios y ejemplos sobre
estas dos eventualidades.
14 De lado del testamento y de la escritura en el umbral de la muerte, los ejemplos de Pablo Neruda
(que dicta Confieso que he vivido a su secretario y no llega publicar el libro en vida) o Reinaldo
Arenas (que termina Antes que anochezca como punto final de la escritura de su obra, antes de

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suicidarse –el final del libro es una declaración política que intenta darle un sentido anticastrista
a su enfermedad y muerte-), son, a pesar de las abismales diferencias entre los dos libros,
paradigmáticos. Sin tener la dimensión fuerte de un libro del final de una existencia, Volver para
contarla de García Márquez obedece a una lógica similar, en el sentido de que se trata de volver
sobre lo escrito, desde la vejez y después de una grave enfermedad (Márquez, 2009) para instaurar –
en buena medida repetir- un tipo de lectura y un sistema interpretativo de una obra cuyo éxito
excepcional resulta enigmático para el escritor y exige, por lo tanto, un relato explicativo. Sin
entrar en el análisis detallado de estos tres libros muy conocidos, enumeremos algunas
características comunesque remiten,en variosaspectos,a lo dichomás arriba.
15 Por lo pronto, los tres textos determinan un espacio singular para la infancia, diferente de la vida
urbana posterior : el Temuco de un sur de Chile idealizado, hecho de presencias indígenas,
bosques antediluvianos, flora y faunas extraordinarias expandiéndose entre volcanes y océanos,
en el caso de Neruda. El campo del Oriente cubano para Arenas, en una casa primordial rodeada
por una vegetación tan exuberante como lo son las expresiones multiformes y obsesivas de una
sexualidad omnipresente, un espacio en que lo humano y lo animal se combinan y donde
proliferan los cuerpos desnudos y las erecciones descomunales : un Belén amenazante, tropical y
erotizado, podría decirse. La célebre Aracataca de García Márquez, a la que el escritor, de
veinticinco años, vuelve en el relato que abre su autobiografía, afirmando explícitamente que
ese viaje le permite descubrir que sus recuerdos del pueblo, sin relieve, eran falsos,
reemplazándolos entonces por otro pueblo y otros recuerdos, fruto de la imaginación y la
nostalgia, recuerdos de infancia llenos de misterios, excesos, relatos seductores y cataclismos2 -
Aracataca se vuelve una Arcadia literaria y una cifra del universo-. Es un espacio aparte, perdido :
Neruda viaja a Santiago al final del primer capítulo de su libro, Arenas deja el campo por
Holguín y por una vida morosa en donde el aprendizaje pasa ahora por la escuela, el cine y las
lecturas, García Márquez se focaliza para siempre en el abandono de Aracataca después de la
desaparición de la casa y de los abuelos, lo que convierte a ese pasado en un lugar imaginario al que
se retorna a la hora de narrar.
16 La otredad espacial, que no es sólo geográfica sino ontológica (la casa fabulosa y la naturaleza desmedida son los
cimientos de representación de una realidad intrínsecamente diferente a los de cualquier recuerdo verosímil), se
prolonga, claro está, en una representación de un tiempo fuera del tiempo : tiempo del Génesis en Neruda y de los
ciclos naturales, del diálogo con los árboles y con las leyendas en Arenas, de los cataclismos, las fábulas y la
transgresión de fronteras entre la verdad y el imaginario en García Márquez. Son tiempos premodernos,
radicalmente distintos, en los cuales lo primigenio no significa una anterioridad histórica sino un primitivismo
intemporal. En los tres se expanden las coincidencias maravillosas, lo sobrenatural, lo imposible, en tanto que
característica esencial y opuesta al tiempo adulto de la historia cronológica : la infancia se aleja hasta
confundirse con el tiempo de lo arcaico, de lo legendario, del comienzo fabuloso de todas las cosas. Y los tres
dramatizan la ruptura vivida como el abandono de ese espacio-tiempo, a la vez mítico e inherente a tantas
construcciones de la literatura latinoamericana. El paso de la infancia al realismo de la edad adulta se
metaforiza por el consabido paso del mundo agrario a la modernidad urbana.
17 En ese cronotopo particular las experiencias tienden a narrar, si no a volver inteligible, los
rasgos fuertes una figura de autor. Un autor que no se define entonces como el resultado de un
proceso, de un aprendizaje, de encuentros, lecturas y peripecias, sino que tiene una identidad en
alguna medida innata, absoluta, que sólo espera revelarse : no sin cierta monstruosidad, estos niños
precoces son, ya, diminutos escritores. En consonancia con el medio geográfico y también, muy
particularmente, con el entorno familiar - entramado de ecos para construir una imagen
peculiar-, asistimos a una serie de manifestaciones que prefiguran la obra posterior, definiendo
los rasgos mayores que ésta tendrá, todo lo cual actualiza el mito de un origen en tanto que
condensado anunciador del futuro y que determinante absoluto. Neruda escribe su primer poema
de amor a una mujer (la esposa del padre) después de la muerte de un cisne en sus brazos y de
un episodio de observación solitaria y fascinada de la naturaleza gigantesca del sur chileno (30-
31). Arenas, antes de saber leer y escribir, realiza representaciones teatrales solitarias de marcada

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energía, en las que mezcla música, letra y actuaciones delirantes, gesticulaciones agudas y
chillidos ininteligibles, todo lo cual parece condensar la marginalidad imaginativa y el
histrionismo deseante de su prosa (37). García Márquez, que de niño tenía "recuerdos
intrauterinos y sueños premonitorios" (81), es ya entonces un narrador que fabula, miente y
deforma las historias que le narra a los adultos, agregando siempre una dosis imaginativa
anómala, gesto rudimentario de un narrador en ciernes que busca hacer la realidad "más divertida y
comprensible" (104).
18 Los tres, con objetivos distintos pero de manera simétrica, citan e incluso reescriben en estos
episodios sus obras literarias, obras que están, en ese entonces, terminadas ; una reescritura
ambigua, ya que los episodios ficcionales o las evocaciones poéticas vuelven, se repiten, pero
teñidas de contenidos biográficos y, en contrapunto, la reminiscencia de la infancia se hace desde
los materiales narrativos o poéticos ya escritos y divulgados. Sea como fuere, el regreso imaginario
a la infancia y el regreso a la obra van de par y establecen, en los tres casos, un legado digamos
semántico : una orientación de lectura que pasa por una explicación legendaria y por la
actualización de una figura de autor.
19 ¿Con qué sentidos ? El texto de Neruda es a menudo una involuntaria autoparodia que propone
una visión reductora de su trayectoria poética. Recorre una serie de tópicos temáticos, tanto
sobre la materialidad, el arcaísmo mítico de América como sobre tomas de posición ideológicas
(masacres de indios, genealogía de trabajadores, exaltación de los obreros y de la gente "simple").
De hecho, el primer capítulo de Confieso que he vivido suena como un epitafio o un homenaje a sí
mismo : el último rasgo de la estatua de poeta hugoniano que él se construye de cara a la posteridad.
Más allá, subrayemos la insistencia con la que se retoman esquemas estereotipados de la
autobiografía de infancia ; el relato construye a un personaje acorde con la obra posterior, en una
estrategia de selección y de actualización de elementos dispares, incluso contradictorios, pero
necesarios para dar una imagen completa, enteramente determinada en estos primeros años. O
sea, preexistencia mítica de la escritura en el niño (no hay un “volverse” poeta, un devenir, sino
una afirmación ab aeterno de su identidad) ; relación peculiar con un espacio hecho de elementos
primordiales y de colectividades arcaicas, alejado en el tiempo y opuesto a los espacios de
actividad literaria ; personalidad aparte marcada por una sensibilidad extremada y por una
imaginación diferente, construcción de una filiación personal que desborda la historia familiar
(hijo de nadie, hijo de la tierra, hijo de todos) ; visión acorde con una estética rígida y una
concepción social. Y, a cada paso, se repiten las temáticas y las intenciones de la obra futura (o
sea, pasada). Hay abundantes paralelismos, por ejemplo, con la sección "Yo soy" del Canto
general y en particular con el primer poema "La frontera (1904)" (Neruda, 1983 : 449-480). Se trata
de una fábula, telúrica, lírica y mítica, de inserción en la historia de las letras a partir de una
personalidad diferente, todo lo cual antecede, supuestamente, la entrada del joven Pablo Neruda,
a los veinte años, en el mundo literario de Santiago.
20 En los episodios de infancia de Arenas encontramos, otra vez, una prefiguración legendaria del
Arenas adulto, biográficamente en lo que atañe a la sexualidad y también a la dimensión de
autoanálisis postrero que posee el texto (el origen personal, el personaje de la madre, el entorno
familiar, son una y otra vez interrogados). Pero, ante todo, una prefiguración del escritor. La
infancia es el momento literario por excelencia : en esta esfera primitiva, misteriosa y profusa
emergen los valores estéticos que podrían resumir una poética de Arenas autor : imaginación,
libertad, sensualismo, exuberancia, magia, rechazo de la censura o escritura a partir y sobre la
censura, múltiples distorsiones e invenciones sobre grupos familiares. Su filiación imaginaria
también participa en la definición de una figura y por ende en el sentido de una obra : a la vez
femenina, anti jerárquica, y sobre todo anti intelectual, natural, espontánea, con la fuerza de la
rebelión y del deseo, en donde el barroquismo desenfrenado adquiere, entonces, una justificación
gracias a ese mundo inverosímil pero coherente. Sin embargo, al volver a numerosos episodios
presentes en su obra (tanto en Celestino antes del alba, su primera novela, como en muchas otras)
insertándolos en un marco autobiográfico y al establecer una analogía entre la vida y la obra,

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Arenas retoma a su manera una tradición literaria reconocible : el texto es más transgresivo en las
representaciones de la sexualidad infantil, por ejemplo, que en sus postulados causales y
narrativos. También intenta orientar la recepción futura de su obra a partir de los valores
anticastristas y las reivindicaciones de la libertad sexual (libertad que se superpone de manera
inextricable con la escritura en sí), es decir que por un lado explica pero por el otro busca fijar
sentidos de lo ya escrito, interpretando el conjunto a partir del final inminente de su vida.
21 Vivir para contarla amplifica, en alguna medida, declaraciones recurrentes de García Márquez
sobre su obra y en particular sobre Cien años de soledad, en la medida en que allí se busca probar la
dimensión autobiográfica, o digamos referencial, de esa novela y de buena parte del resto de su
producción : una serie muy abundante de anécdotas, frases y personajes de la ficción aparecen en
este relato que, según el pacto genérico, debería ser "sincero" y "realista". También retoma la
creencia en lo narrado, la posibilidad de evocar con la fuerza de la nostalgia un tiempo perdido al
que se adhiere, la naturalidad del cruce entre verosimilitud y magia. De cara a una carrera de
escritor, y al final de su vida, García Márquez reanuda, una última vez y gracias a un nuevo
relato de infancia, el gesto de apropiación de un pasado que no fue, que pudo haber sido, que se
sueña como real. Es decir que al actualizar en su autobiografía la vivencia infantil de pérdida, de
creencia, de magia, muestra, hasta el final, que no renuncia a evocar y volver verosímil ese
mundo fantasmático, repitiendo que lo perdido tuvo cierto tipo de existencia.
22 En los tres, pero ante todo en García Márquez, la infancia aparece como un muestrario estético e
imaginario construido retrospectivamente. Porque en el relato del regreso a Aracataca y sus
derivaciones encontramos no sólo un repertorio temático, una novela familiar, una
prefiguración de una identidad de escritor, sino que el episodio, tan diferente del resto del
libro, también muestra una modalidad, una estructura, un tono,una perspectiva sobre lo narrado,
un tipo de relación con la realidad ; vale decir, lo que sería una ars narrativa ; el episodio
inaugural de la autobiografía narra el origen e ilustra, en su textualidad misma, el resultado de ese
origen, es decir una poética, un estilo, una relación con el mundo. La escritura, aquí, está dos
veces condicionada por su origen : en tanto que causa legendaria y que práctica concreta. Este
aspecto es particularmente visible porque, después de los episodios infantiles, el resto del libro
está redactado en un tono de autor cronista (y afirmaciones semejantes podrían hacerse sobre
Neruda y Arenas). En cambio, el inicio, los episodios de la infancia, son una prolongación
anacrónica de la obra de ficción : la causa viene después del efecto y el muestrario de una escritura
vale tanto como la verdad imaginaria de lo que se está narrando.
Fundaciones

23 Bien diferente es el caso de los autores que recurren a la infancia, y más específicamente a la propia
infancia, en el período en que comienzan un proyecto literario o al menos en el momento de
recomponer las coordenadas de un proyecto narrativo. La retrogradación al universo infantil, los
intentos de focalizar la mirada del mundo a partir de una percepción anómala y primaria, la
búsqueda de hallazgos discursivos, las concepciones alternativas de lo real, todo lo que
corresponde a estas escrituras de la niñez, son una especie de regresión al universo que nutre la
imaginación y el lenguaje, un interrogante a los fundamentos supuestos de la ficción, una
construcción de figura de creador a partir de la actualización –la invención- de un yo niño, capaz
de tomar la palabra y delimitar las características de un estilo. En este sentido, la infancia no
tiene la función explicativa de lo ya escrito sino, al contrario, la de retomar el origen y sus
valores simbólicos para empezar, para empezar de nuevo más precisamente, y fundar entonces una
obra literaria aparte, reconocible entre las demás como un corpus singular. O, al menos, para
retomar una voluntad de obra por escribirse a partir de la revisión de fundamentos estéticos y
lógicos. En estos casos no sólo no se "vuelve" a la infancia en tanto que pasado remoto sino que
se intenta alcanzar una niñez que, de algún modo, sigue estando y puede reactivarse.
24 Significativamente, los ejemplos que voy a comentar son los de dos vanguardistas (o
neovanguardistas, o vanguardistas periféricos), Felisberto Hernández y Norah Lange, y el de un
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escritor transgresivo, rupturista, provocador, Fernando Vallejo. El de un Felisberto que, como la
crítica lo ha repetidamente indicado, publica una serie de libros a la vez breves y radicales en los
años treinta (Fulano de tal, 1925, Cuaderno sin tapas, 1929, La cara de Ana, 1930, entre otros), y que, a
fines de los cuarenta, escribe algunos de los cuentos más originales y logrados de la lengua
castellana (los agrupados en Las hortensias y Nadie encendía las lámparas). Entre esas dos
etapas, se inscribe otra, la del "memorialista", fundamentalmente concentrado en los recuerdos
de infancia más o menos autobiográficos (ante todo en Por los tiempos de Clemente Colling, 1942 y
El caballo perdido, 1943)3. Aunque el cambio y la disociación que a menudo se establecen entre el
primer y el tercer período puedan discutirse (Laura Corona Martínez lo hace con pertinencia)4,
es evidente que en el escritor se produce una especie de introspección, de concentración en sí
mismo, de interrogante a la lengua, a la percepción y al mecanismo creativo, que pasa por la
infancia y que da como resultado sus mejores libros. No necesariamente una ruptura radical
con lo anterior, pero sí, en el universo de posibles que esos textos tempranos ofrecían, la
elección de un tipo de mirada y de sintaxis gracias a ese retorno

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Pasados, presentes, futuros de la infancia 10

imaginario a la propia infancia. Y, como la crítica lo ha señalado repetidas veces, los cuentos
principales de Felisberto se caracterizan por un tipo de percepción y una representación del
sujeto, de inspiración infantil, que cobran su forma visible, se definen como factibles y como
programa, en los libros de inspiración autobiográfica.
25 Por su lado, Norah Lange, presente de manera periférica en los grandes momentos de la vanguardia
rioplatense, escribe, un poco a la sombra del inmenso poeta que fue su marido, Oliverio
Girondo, tres libros de poemas y dos novelas que no logran definir una voz singular ni una vía
creativa fértil (a pesar del éxito del humorismo un poco escandaloso del relato de viaje novelado
45 días y 30 marineros, 1933). El cambio se produce con su texto más conocido, Cuadernos de infancia
(1937) en donde ciertos mecanismos de dislocación perceptiva y de fragmentación son asociados
a una revisión singular del mundo infantil. A partir de este libro, los siguientes, sin lograr una
visibilidad importante en el campo literario, prolongan los hallazgos y los tonos de ese primer
libro autobiográfico, a veces radicalizándolos (por ejemplo Antes que mueran, 1944 y Personas en la
sala, 1950)5. Lange encuentra su tono y su proyecto, aunque ciertas condiciones específicas
de su figura y del campo literario argentino no le hayan atribuido, hasta ahora, el lugar
preeminente que merece.
26 Fernando Vallejo, como es sabido, fue primero biólogo y luego cineasta. Tardíamente se acerca a la
producción literaria, primero con una gramática de la creación literaria (Logoi. Una gramática del
lenguaje literario, 1983 : extraordinaria anécdota de un comienzo de escritura a partir de una
determinación de las reglas que el propio escritor va a aplicar y a transgredir), y luego, cuando
tiene ya 43 años, comienza su carrera de escritor con un ciclo autobiográfico, cuyo primer libro,
Los días azules, se publica en 1985. Esta evocación de la infancia será fundadora en varios
sentidos : por lo pronto, porque establece una mirada, característica en toda la obra, de nostalgia
y rechazo por los cambios sucedidos en Medellín y en Colombia después de esa infancia. Por
otra parte, el tipo de narrador, que se sitúa entre la autobiografía y la autoficción, se prolonga en
los libros posteriores, sean éstos autobiográficos (como todo el ciclo de El río del tiempo, del cual Los
días azules es la primera parte, o El desbarrancadero) o no lo sean (como su novela más conocida,
La virgen de los sicarios y algunos volúmenes de biografías, ensayos y panfletos). Por último, como
veremos, ese libro sobre la infancia establece un tono y una serie de marcas estilísticas, que
son no sólo inherentes a toda su producción, sino que aparecen como el rasgo identificatorio del
escritor, su singularidad más visible.
27 Desde lugares muy distintos, los tres radicalizan un tono narrativo. Felisberto y Lange, en particular,
llevan hasta sus últimas consecuencias la reconstrucción de una tonalidad infantil y una
percepción consecuente de lo real, lo más alejadas posible de la distancia del adulto hacia el niño,
distancia a menudo reconocible en estos relatos. Ambos intentan transmitir una mirada alógica, en
la que domina la percepción sin preconceptos previos, es decir una percepción que intenta
adherir a la experiencia que se produce sólo en la infancia, según las afirmaciones de Agamben
citadas. Sin el halo de la excepcionalidad ni la inclusión de recursos a lo maravilloso o a lo
mágico, el mundo interior y el mundo exterior tienden a confundirse, en un leve animismo de
gran verosimilitud. Analogías sorprendentes, personificación de los objetos, acumulación de
impresiones inconexas, sensaciones transmitidas sin un entorno explicativo, son algunos de los
recursos narrativos que, en Felisberto sobre todo, definen una visión literaria de lo real. Pero a
diferencia de García Márquez, la visión autobiográfica no llega en este caso después, como
explicación de la dimensión mágica que caracterizaría sus literaturas ; aquí asistimos a la

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emergencia en sí de esa dimensión (y por eso mismo, ésta está mucho menos marcada por
presupuestos culturales como lo real maravilloso y por la intertextualidad con los mitos de
origen,o sea por esossupuestosrelatosde una "infancia" de la humanidad).
28 En ambos, la posición no es la de la determinación en la infancia sino la del interrogante sobre ella,
como si toda operación de escritura consistiera en transmitir algo inasible, extraordinario, y por
lo tanto literariamente excepcional. Estamos, sí, en la infancia como mundo aparte y como universo
de sensaciones, percepciones y deseos específicos, pero no en la determinación ni en la atribución de
sentido, sino en su opuesto : es la mirada lo que domina, una mirada que se topa con la extrañeza
o, mejor y en una clara tradición vanguardista, el extrañamiento (el ostranenie). La Mirada
excéntrica, una mirada que no es candorosa sino que integra crueldad, miedos y pasiones, la
reinvención de una realidad constantemente descubierta, la innovación de una perspectiva
radicalmente diferente, el abandono de la explicación en beneficio de la representación singular, el
privilegio dado a la imagen visual hermética o a la analogía inesperada, la fluidez de una
fragmentación estructurante, principios asociables a tantos –ismos de los veinte y los treinta, todo
esto encuentra en la niñez un terreno privilegiado de expresión. Es decir que el cronotopo de la
infancia, aunque sea tan excepcional aquí como en los ejemplos precedentes, no tiene el halo de lo
legendario y lo irremediablemente perdido, sino que es una metaforización prolongada de la
literatura, de sus posibilidades, de sus enigmas ante un universo incomprensible.
29 Por supuesto, en un contexto histórico y literario muy diferente, las operaciones que lleva a cabo
Vallejo no son comparables en sus contenidos aunque sí, quizás, en los postulados funcionales que
las caracterizan. Me detengo, para terminar, un poco más extensamente en este ejemplo.
30 En el extraordinario comienzo Los ríos azules (1985) se define primero una puesta en escena de
la enunciación (el narrador se dirige a alguien, con una oralidad tumultuosa, digresiva y
sofisticada al mismo tiempo), así como se narra una serie de recuerdos disparadores y
estructuradores de la escritura. Menciono tres, de las primeras páginas del libro. Primero, la rabieta
del niño Fernando, al que una« criadita infame » priva de chocolate cuando se ausenta la
madre. La doble ausencia no da lugar a un juego de simbolización de la privación (un fort-da
freudiano, digamos) sino a una furia que se manifiesta en la imagen del niño golpeándose la
cabeza contra el embaldosado del patio (« ¡Bum ! ¡Bum ! ¡Bum ! » son las tres primeras
palabras del texto), en una excitación dinámica que se convierte en un verdadero torrente de
escritura. Cito unas líneas del segundo párrafo :
La frente del niño rebotaba contra la baldosa del piso en un redoble in crescendo rítmico,
furibundo, y los tornillos, las tuercas, las ruedas, las roscas, los clavos, los muelles, los ejes,
las cuñas, las hélices, el cigüeñal, el torniquete, el embrague, las coordenadas, las abscisas,
los planos, las líneas, las simetrías, el sutil engranaje todo de mi cabeza se iba aflojando,
desajustando, borrando, hasta que la pobre se convertía en una calabaza hueca que
seguía dando tumbos, ciegos, sordos, por inercia de la furia, contra la terca inmensidad del
mundo (25).
31 La furia contra la dureza y la risa burlona de la criada pronto se convierten en furia contra la«
terca inmensidad del mundo », y dan lugar, como puede juzgarse, a una avalancha discursiva :
la onomatopeya, la acumulación, el desajuste sufriente, la interlocución furibunda, definen una
posición de escritura y una irresistible fuerza léxica.

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32 Poco después se evoca otro fenómeno que se desencadena con la misma regularidad con la que se
producen estas escenas de rabia. El« arroyo manso, terso, cristalino, » que pasa frente a la casa
de la infancia, la quebrada Santa Elena, todos los años se desborda tumultuosamente,
hasta transformarse en torrente y en avalancha, por lo cual la quebrada cambia de nombre
para ser llamada quebrada La Loca :« Rugiendo, despeinada, La Loca se lanzaba sobre
Medellín amenazante » recuerda el narrador. Y ante todo se lanza contra la casa familiar,
desbaratando el orden y obligando a inversiones múltiples (en particular, a sacar afuera lo que
estaba adentro, es decir los muebles y las marcas de una intimidad y, a pesar de los intentos de
arreglo, a constatar la ruina de las cosas, por ejemplo del piano, que a partir de entonces«
quedó sirviendo para lo que sirven las tetas de los hombres », es decir aparentemente para nada,
salvo para decorar) (30).
33 Por último, tercer recuerdo inmediatamente posterior, el del niño Fernando de dos o tres años,
haciendo un« show travesti » en la ventana de la casa, vestido con ropas rojas de la madre («
zapatos rojos de tacón alto en punta, medias caladas, falda rojo encendido, cinturón rojo,
cartera roja, guantes rojos, collar rojo de perlas, sombrero de velo rojo »). Ante una multitud
heterogénea (« los vendedores ambulantes que venden naranjas, los choferes que manejan
camiones, las beatas que vuelven de misa, las criadas que van a la tienda, los policías que
agarran ladrones, todos en la calle me miraban incrédulos, pasmados de estupor »),
Fernando se levanta la falda para orinar despreocupado por entre las rejas hacia el público
(31-32).
34 Estos tres recuerdos, en su paroxismo recurrente y su insolente inverosimilitud, no sólo
funcionan como posibles recuerdos encubridores, sino que son fundadores : a partir de ese
texto, la obra, la palabra, la figura de Vallejo, como lo hace la quebrada La Loca, van a lanzarse
barranca abajo sobre Medellín, sobre Colombia, en un tumulto discursivo hecho de
exabruptos, de radicalidad, de insultos, pero también de una apasionada nostalgia por una
sociedad y una lengua del pasado. Aparentemente inmune al qué dirán, el escritor, como el
niño travestido orinando en la ventana, va a poner en escena provocaciones, exhibiciones,
transgresiones. A partir de la onomatopeya, de la oralidad, de la hipérbole, de la furia, de la
denuncia y de la melancolía, un tono, un estilo, una posición se definen, elementos que
enmarcanla obraposterior de Vallejo.
35 Es decir que estas escenas, supuestamente situadas en el pasado, no corroboran ni completan
una figura de autor, sino que la inventan ; no son justificaciones legendarias de un tipo de
escritura, sino que la crean ; no explican un devenir, sino que se abalanzan, como la Loca
por la cañada y el niño Fernando por el patio, hacia el espacio público con una palabra
furiosa y profética. La escena del pasado, el recuerdo de infancia, son, en realidad, un
programa para el porvenir. La obra por escribirse (incluyendo en ella, claro está, al
personaje público Vallejo y su peculiar posición discursiva), no hará sino prolongar y
repetir estas escenas primitivas. El pasado, el origen, la infancia, no sólo interactúan con
un ahora de la escritura, sino que son el inicio dinámico de una obra por venir. En ese sentido,
no es sorprendente que al final de la serie, en el último párrafo de Entre fantasmas (1993), se
citen exactamente las primeras líneas de Los ríos azules y en particular ese« ¡Bum ! ¡Bum !
¡Bum ! » que señala los furibundos golpes dados contra la puerta cerrada del mundo y
anuncian la aguda palabra del futuro (2005 : 711). Vallejo, desde el improperio, la
polémica, la diatriba, desde una interlocución constante e inestable, desde un vitalismo
discursivo torrencial, desde un ritmo y una constante invención estilística, desde la
subjetividad sufriente y la denuncia, va a irrumpir en el un mundo literario colombiano que
reaccionará con perplejidad ante este niño iracundo, transgresivo e indomable.36 Estas
últimas afirmaciones remiten a un nivel evocado en todos los ejemplos anteriores : la
cuestión de la figura de autor (o autora). Si Vallejo se inscribe en una transgresión
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polémica, en la cual el discurso público del escritor y el discurso literario de sus obras
tiende a confundirse, en Lange y Felisberto, ese tono ligero, infantil y soñador por un lado,
infantil y femenino por el otro, esbozan también una figura tenue de escritor/
escritora, que va a instalarse tanto en lo menor como en lo marginal. En todo caso, los tres
ejemplos muestran cómo se puede volver a la infancia con otras estrategias que las de la
explicación mágica o la automitificación. En estos casos, el pasado es un terreno de
exploración narrativa, se privilegia la búsqueda de un tipo de escritura y los procesos
problemáticos de la representación a la narración ordenada y explicativa. La dinámica
temporal que caracteriza estos textos es por lo tanto radicalmente diferente a los ejemplos
canónicos : lo narrado, aunque potente, eficaz en su capacidad de evocar el universo
infantil –que en este caso resulta más verosímil que los de Neruda, Arenas o García
Márquez-, no es un retorno al origen, sino una proyección hacia el futuro. El pasado, la
infancia, sus perplejidades, sus incoherencias, su extrañeza, no son la evocación de lo
perdido sino la construcción de un mundo literario posible. Infancias futuras por lo tanto;la
autobiografía es, aquí, una fundación.37 Dime cómo recuerdas tu infancia y te diré qué
escritor eres, podría afirmarse en conclusión. O recordar que escribir la infancia es escribir la
memoria, es decir una visión de lo que fue desde la subjetividad del presente, una
escenificación que busca, de una manera u otra, darle coherencia y volver tanto inteligible
como utilizable lo caótico del pasado. La memoria no reproduce, nos dicen las neurociencias
y la psicología cognitiva, sino produce, en procesos diferentes, inestables e interpretativos,
escenas a partir de las percepciones recibidas. Por ende, la memoria no reside en convocar
en la conciencia circunstancias siempre idénticas tal cual sucedieron, sino que funciona
como una construcción a partir de los estímulos de una situación presente y en respuesta a
ellos. La memoria, situada más allá de la verdad o de la falsedad, es el cimiento de la posibilidad
de acción en el mundo actual.
38 En este sentido, más que metaforizarla con la imagen tópica de la inscripción en la roca, habría
que decir, como lo hace Gerald Edelman, que la memoria funciona como el« fundirse y
volverse a congelar de un glaciar. Es un proceso que se reitera una y otra vez, creando en
cada una de sus ocurrencias un producto distinto, aun cuando se componga con materiales
similares » : año tras año el glaciar se derrite en el olvido y se congela cuando se recuerda.
Cada episodio de rememoración se lleva a cabo con los mismos materiales, herederos de la
primera evocación, pero que, cada año, adquieren una forma levemente distinta. Por lo tanto, a
fuerza de congelarse y fundirse, de rememorar y olvidar, sólo se accede a la última capa,
resultado de un largo proceso (Feierstein, 2002 : 56-57). En este sentido, los relatos de infancia
pueden ser una ficción postrera antes de la muerte, como las de Neruda, Arenas y García
Márquez, una ficción que sea un modo de consolarse suponiendo que, desde lo alto de una
cordillera de libros, personajes, peripecias, fabulaciones, proyecciones e imaginario,
construida a lo largo de tantos inviernos y de toda una obra, suponiendo entonces que desde
ese punto panorámico y casi póstumo, se va a encontrar, por fin, un sentido definitivo en la
forma diferente que toma esta vez lo ya narrado o ya cantado. O al contrario, la infancia puede
ser vista como una cantera de materiales con los cuales construir otra cosa -es lo que hacen
Felisberto,Lange y Vallejo-, es decir transformar cada vez lo mismo en algo nuevo,
aprovechando ese momento frágil del otoño para manipular un hielo todavía dúctil y así
esbozar formas inéditas (túneles, catedrales, valles, laberintos, montañas, corrientes y
arabescos), todas inestables, todas efímeras, pero potentes y fundadores, bellísimas cuando
nosotros las leemos bajo la espléndida luz de un sol de primavera.

Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades) Por Ricardo Piglia
Pensar desde los suburbios ha sido siempre un desafío. No solo porque las periferias sean
consideradas con menoscabo respecto a una universalidad civilizatoria a conquistar, sino porque
es necesario también eludir la tentación de restringirlas a una identidad cerrada sobre sí misma,

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portadora de una verdad sustancial y autosuficiente. Lejos de esos tópicos, Ricardo Piglia
proclama el margen como condición y punto de perspectiva en cuyos pliegues se desliza la
creación de un estilo; un modo de concebir y enunciar la literatura. Y si de interrogar la
singularidad de las letras argentinas se trata, Piglia encuentra hilos conductores que recorren las
diferentes épocas históricas: en primer lugar, la persistente cuestión del intelectual y su relación
con el mundo popular, que va de la paranoia al destino sacrificial; por otro lado su vínculo con
las ficciones de los relatos oficiales y, finalmente, la relación con la lógica mercantil y mediática
del capitalismo globalizado. La figura de Rodolfo Walsh es para el autor la que reúne estos
conflictos del modo más original y problemático. Pues allí hay una experiencia ligada a la
búsqueda de la verdad, el desciframiento y la elaboración de una lengua para que el otro hable y
pueda expresar esa amplia franja de la experiencia social que se encuentra como punto ciego de
la discursividad dominante. El título de esta charla viene, por supuesto, de un libro del escritor
italiano Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, una serie de conferencias que
Calvino preparó en 1985 y que, como sabemos, no llegó a leer. Calvino se planteaba un
interrogante: ¿Qué va a pasar con la literatura en el futuro? Y partía de una certeza: mi fe en el
porvenir de la literatura, señalaba Calvino, consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura
con sus medios específicos puede brindar. Entonces, enumeraba algunos valores o algunas
cualidades propias de la literatura que sería deseable que persistieran. Para hacer posible una
mejor percepción de la realidad, una mejor experiencia con el lenguaje. Y para Calvino esos
puntos de partida eran la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad; en
realidad las seis previstas, quedaron reducidas a cinco propuestas, que son las que se encontraron
escritas. Y yo he pensado entonces (para conversar con ustedes) partir de esa cuestión que
plantea Calvino y preguntarme cómo podríamos nosotros considerar ese problema desde
Hispanoamérica, desde la Argentina, desde Buenos Aires, desde un suburbio del mundo. Cómo
veríamos nosotros este problema del futuro de la literatura y de su función. No como lo ve
alguien en un país central con una gran tradición cultural. Cómo vería ese problema un escritor
argentino, cómo podríamos imaginar los valores que pueden persistir. ¿Qué tipo de uso
podríamos hacer de esta problemática? ¿Cómo nos plantearíamos ese problema nosotros, hoy? El
país de Sarmiento, de Borges, de Sara Gallardo, de Manuel Puig. ¿Qué tradición persistirá, a
pesar de todo? Y arriesgarse a imaginar qué valores podrán preservar es ya, de hecho, un
ejercicio de imaginación literaria, una ficción especulativa, una suerte de versión utópica de
“Pierre Menard, autor del Quijote.” No tanto cómo rescribiríamos literalmente una obra maestra
del pasado, sino como rescribiríamos imaginariamente la obra maestra futura. O para decirlo a la
manera de Macedonio Fernández, cómo describiríamos las posibilidades de una literatura futura,
de una literatura potencial. Y si nos disponemos a imaginar las condiciones de la literatura en el
porvenir de esa manera, quizás también podemos imaginar la sociedad del porvenir. Porque tal
vez sea posible imaginar primero una literatura y luego inferir la realidad que le corresponde, la
realidad que esa literatura postula e imagina. Nos planteamos entonces ese problema desde el
margen, desde el borde de las tradiciones centrales, mirando al sesgo. Y este mirar al sesgo nos
da una percepción, quizás, diferente, específica. Hay cierta ventaja, a veces, en no estar en el
centro. Mirar las cosas desde un lugar levemente marginal. Qué óptica tendríamos nosotros para
plantear este problema, cuáles podrían ser esos valores propios de la literatura que van a persistir
en el futuro. Hay por otro lado en esta idea de propuestas la noción implícita de comienzo, no
sólo de final, los finales de la historia, el fin de los grandes relatos, el mundo post, como se dice,
sino de algo que empieza, que se abre paso y anuncia el porvenir. Propuestas entonces como
consignas, puntos de partida de un debate futuro o, si lo prefieren, de un debate sobre el futuro,
emprendido desde un lugar remoto. El primer efecto de estar en el margen es que las Seis
propuestas de Calvino se reducen, digamos, a tres. Microsocopía de las tradiciones, reducción.
(Borges no ha enseñado mucho sobre eso). De las seis nosotros nos quedamos solamente con
tres, sufrimos un proceso de reducción cuando hacemos el traslado. He querido imaginar
entonces tres propuestas y cinco dificultades. Y las cinco dificultades remiten a otro texto
programático, digamos, irónicamente programático y político, que yo quiero recordar aquí. Me
refiero al ensayo del escritor alemán Bertolt Brecht que se llama “Cinco dificultades para escribir
la verdad”. Entonces, lo que yo quería discutir hoy con ustedes es esta idea de las tres propuestas
y las cinco dificultades. Para empezar a plantearnos la cuestión de cuáles serían esas propuestas y
por dónde empezar, me gustaría comenzar con un relato de Rodolfo Walsh e incluso con su
figura, que para muchos de nosotros funciona como una síntesis de lo que sería la tradición de la

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Pasados, presentes, futuros de la infancia 15
política hoy en la literatura argentina: por un lado un gran escritor y al mismo tiempo alguien que
como muchos otros en nuestra historia llevó al límite la noción de responsabilidad civil del
intelectual. Comenzó escribiendo cuentos policiales a la Borges y escribió uno de los grandes
textos de literatura documental de Hispanoamérica: Operación masacre; paralelamente escribió
una extraordinaria serie de relatos cortos, y por fin, desde la resistencia clandestina a la dictadura
militar, escribió y distribuyó el 24 de marzo de 1977 ese texto único que se llama “Carta abierta
de un escritor a la Junta Militar”, que es una diatriba concisa y lúcida. Fue asesinado al día
siguiente en una emboscada que le tendió un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la
Armada. Su casa fue allanada y sus manuscritos fueron secuestrados y destruidos por la
dictadura. Y, entonces, me pareció que sería productivo analizar algunas de las prácticas y de las
experiencias de Walsh para ver si podemos inferir algunos de estos puntos de discusión sobre el
futuro de la literatura y también sobre las relaciones entre política y literatura. Quisiera, para
empezar, partir de un relato de Walsh, muy conocido, un relato sobre Eva Perón que se titula
“Esa mujer”, escrito en 1963. Tomaré ese relato por un dato circunstancial que no es importante
en sí mismo, pero es significativo, creo, de un estado del debate sobre nuestra literatura. Este
relato, en una encuesta que se ha hecho hace poco en Buenos Aires entre un grupo amplio de
escritores y de críticos, ha sido elegido el mejor relato de la historia de la literatura argentina. Por
encima de cuentos de Borges, de Cortázar, de Horacio Quiroga, de Silvina Ocampo. Nosotros no
tenemos mucha confianza en ese tipo de elección democrática respecto a los valores de la
literatura, la literatura tiene una lógica que no siempre es la lógica del consenso, no
necesariamente cuando se vota y se elige algo, quiere decir que eso pueda ser considerado mejor.
Pero, de todas maneras, me parece importante el sentido simbólico que tiene el hecho de que se
haya elegido ese cuento de Walsh. Me parece que es un dato de lo que está pasando hoy en
nuestra literatura. No importa si hay cuentos mejores o no, si es arbitrario ese sistema. Me parece
que se condensa un elemento importante, cierto registro mínimo de cómo se está leyendo la
literatura argentina en este momento. Porque quizás hubiera sido imposible imaginar hace un
tiempo que ese cuento de Walsh hubiera sido elegido como el mejor. Hay entonces un consenso,
un cierto sentido común general, sobre los valores literarios de la obra de Walsh. Quizá podamos
partir de ahí. Preguntarnos en qué consistiría ese valor que condensa, digamos, la mejor tradición
de nuestra literatura y convierte a ese relato en una sinécdoque de nuestra literatura, en una
condensación extrema. Y ver si existe ahí la posibilidad de inferir algún signo del estado de la
literatura en el porvenir o al menos inferir una de estas propuestas futuras. El cuento “Esa mujer”
narra la historia de alguien que está buscando el cadáver de Eva Perón, que está tratando de
averiguar dónde está el cadáver de Eva Perón, y habla con un militar que ha formado parte de los
servicios de inteligencia del Estado. Y la investigación de este intelectual, el narrador, un
periodista que está ahí negociando, enfrentando a esta figura que concentra el mundo del poder,
tratando de ver si puede descifrar el secreto que le permita llegar al cuerpo de Eva Perón, con
todo lo que supone encontrar ese cuerpo, encontrar a esa mujer que encarna toda una tradición
popular, porque, digamos, encontrar ese cadáver tiene un sentido que excede el acontecimiento
mismo, esa busqueda entonces, es el motor de la historia. Y el primer signo de la poética de
Walsh es que Eva Perón no está nunca nombrada explícitamente en el relato. Está aludida. Por
supuesto, todos sabemos que se habla de ella, pero aquí Walsh practica el arte de la elipsis, el
arte del iceberg a la Hemingway. Lo más importante de una historia nunca debe ser nombrado,
hay un trabajo entonces muy sutil con la alusión y con el sobrentendido que puede servirnos,
quizás, para inferir algunos de estos procedimientos literarios (y no sólo literarios) que podrían
persistir en el futuro. Esa elipsis implica, claro, un lector que restituye el contexto cifrado, la
historia implícita, lo que se dice en lo no dicho. La eficacia estilística de Walsh avanza en esa
dirección: aludir, condensar, decir lo máximo con la menor cantidad de palabras. Por otro lado, la
posición de este letrado, de este intelectual que en el relato de Walsh se enfrenta con un enigma
de la historia, la podríamos asimilar con la situación narrativa básica del que para muchos ha sido
el relato fundador de la literatura argentina, “El matadero”, el texto de Echeverría (escrito en
1838) que, como ustedes recuerdan, es también la historia de un letrado que se confronta con el
Otro puro, encuentra a los bárbaros, a las masas salvajes del rosismo. Esta confrontación, que ha
sido contada con matices y vaivenes a lo largo de la literatura argentina (Borges, por supuesto ha
contado su versión de este choque en “La fiesta del monstruo”, y Cortázar lo ha narrado en “Las
puertas del cielo”), encuentra un punto de viraje en “Esa mujer”. Hay continuidad entre “El
matadero” y “Esa mujer” pero hay también una inversión. Antes que nada la continuidad de

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Pasados, presentes, futuros de la infancia 16
cierta problemática: es el intelectual puesto en relación con el mundo popular. Podríamos decir
que “El matadero” postula una posición paranoica respecto a lo que viene de ahí, porque lo que
viene de ahí es la violación, la humillación y la muerte. Es la tensión entre civilización y
barbarie; este unitario vestido como un europeo que llega al matadero en el sur, por la zona de
Barracas, y es atrapado por los mazorqueros, narra bien lo que sería la percepción alucinada y
sombría que un intelectual como Echeverría tiene del mundo popular. Cómo ve él esa tensión
entre el intelectual y las masas. De qué manera está percibiendo esa relación entre el letrado y el
otro. Es una amenaza, un peligro, una trampa salvaje. Uno puede encontrar eso también en
Sarmiento, naturalmente. Podríamos decir que hay una gran tradición en la literatura argentina
que percibe una relación de enfrentamiento y de terror extremo. Y, sin embargo, yo creo que el
gran mérito de Echeverría es que supo captar la voz del otro, el habla popular ligada a la
amenaza y al peligro. Estaba por supuesto tratando de denunciar ese universo bajo, de pura
barbarie, enfrentado con el refinamiento y con la educación del héroe. Pero el lenguaje que
recrea al intelectual unitario es un lenguaje alto, literario, retórico, que ha envejecido muchísimo.
Mientras que el lenguaje que se usa para representar al otro, al monstruo, es un lenguaje muy
vivo, que persiste y abre una gran tradición de representación de la voz y de la oralidad. (De
hecho es la primera vez que en la literatura argentina aparece el voseo). Habría entonces una
verdad implícita en el uso y la representación del lenguaje que iría más allá de las decisiones
políticas del escritor y de los contenidos directos de la historia que se narra. Un efecto de la
representación que le abre paso a la voz popular y fija su tono y su dicción. Entonces, se podría
pensar que esta tensión entre el mundo del letrado –el mundo del intelectual– y el mundo popular
–el mundo del otro– visto en principio de un modo paranoico pero también con fidelidad a
ciertos usos de la lengua, está en el origen de nuestra literatura, y que el relato de Walsh redefine
esa relación. Podríamos decir que, para Walsh, Eva Perón, que condensaría ese universo popular,
la tradición popular del peronismo lógicamente, aparece primero como un secreto, como un
enigma que se trata de develar, pero también como un lugar de llegada. “Si yo encontrara a esa
mujer ya no me sentiría sólo”, se dice en el relato. Ir al otro lado, cruzar la frontera ya no es
encontrar un mundo de terror, sino que ir al otro lado permite encontrar en ese mundo popular,
quizás, un universo de compañeros, de aliados. Y, en un sentido, podríamos decir que este relato
de Walsh, escrito en una época muy anterior a las decisiones políticas de Walsh, podría ser leído
casi como una alegoría que anticipa la fascinación por el peronismo. El sentido múltiple cifrado
en el cuerpo perdido de Eva Perón anticipa, quiero decir, las decisiones políticas de Walsh, su
incorporación a Montoneros, su conversión al peronismo. Este relato condensa esa tensión y dice
entonces algo más que lo que dice literalmente. El intelectual, el letrado, no solamente siente el
mundo bárbaro y popular como adverso y antagónico, sino también como un destino, como un
lugar de fuga, como un punto de llegada. Y en el relato todo se condensa en la búsqueda ciega
del cadáver ausente de Eva Perón. Pero al mismo tiempo existe lo que yo llamaría un primer
desplazamiento.

De hecho, podríamos decir que el otro elemento importante del cuento de Walsh es la tensión
entre el intelectual y el Estado. Por un lado estaría la relación entre el intelectual y las masas
populares condensadas casi alegóricamente en los restos perdidos de Evita, y por otro esa tensión
–un diálogo que es casi una parábola– con el ex oficial de inteligencia que conoce el secreto y
sabe dónde está esa mujer. La posición de desciframiento y de investigación que tiene el que
narra la historia, el periodista –en el que se dibujan ciertos rasgos autobiográficos del propio
Walsh– que busca captar los secretos y las manipulaciones del poder. Podríamos decir que aquí
se define un lugar para el escritor: establecer dónde está la verdad, actuar como un detective,
descubrir el secreto que el Estado manipula, revelar esa verdad que está escamoteada. Una
verdad que en este caso está enterrada en un cuerpo escondido, un cuerpo histórico digamos,
emblemático, que ha sido mancillado y sustraído. Y quizás ese movimiento entre el escritor que
busca descubrir una verdad borrada y el Estado que esconde y entierra podría ser un primer
signo, un destello apenas, de las relaciones futuras entre política y literatura. A diferencia de lo
que se suele pensar, la relación entre la literatura –entre novela, escritura ficcional– y el Estado
es una relación de tensión entre dos tipos de narraciones. Podríamos decir que también el Estado
narra, que también el Estado construye ficciones, que también el Estado manipula ciertas
historias. Y, en un sentido, la literatura construye relatos alternativos, en tensión con ese relato
que construye el Estado, ese tipo de historias que el Estado cuenta y dice. Voy a leer una cita del
poeta francés Paul Valéry, referida a estas cuestiones: “Una sociedad asciende desde la
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brutalidad hasta el orden. Como la barbarie es la era del hecho, es necesario que la era del orden
sea el imperio de las ficciones pues no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión
de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.” El Estado no puede funcionar sólo
por la pura coerción, necesita lo que Valéry llama fuerzas ficticias. Necesita construir consenso,
necesita construir historias, hacer creer cierta versión de los hechos. Me parece que ahí hay un
campo de investigación importante en las relaciones entre política y literatura, y que quizás la
literatura nos ayude a entender el funcionamiento de esas ficciones. No se trata solamente del
contenido de esas ficciones, no se trata solamente del material que elabora, sino de la forma que
tienen esos relatos del Estado. Y para percibir la forma que tienen, quizás la literatura nos dé los
instrumentos y los modos de captar la forma en que se construyen y actúan las narraciones que
vienen del poder. La idea, entonces, es que el Estado también construye ficciones: el Estado
narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la
violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar
esa violencia sobre los cuerpos. En este sentido, en un punto a veces imagino que hay una
tensión entre la novela argentina (la novela de Roberto Arlt, de Antonio Di Benedetto, de
Libertad Demitrópulos) que construye historias antagónicas, contradictorias, en tensión, con ese
sistema de construcción de historias generado desde el Estado. En algún momento he tratado de
pensar cuáles serían algunas de esas historias. He tratado de definir algunas de esas ficciones. He
pensado, por ejemplo, que en la época de la dictadura militar una de las historias que se construía
era un relato que podemos llamar quirúrgico, un relato que trabajaba sobre los cuerpos. Los
militares manejaban una metáfora médica para definir su función. Ocultaban todo lo que estaba
sucediendo, obviamente, pero, al mismo tiempo, lo decían, enmascarado, con un relato sobre la
cura y la enfermedad. Hablaban de la Argentina como un cuerpo enfermo, que tenía un tumor,
una suerte de cáncer que proliferaba, que era la subversión, y la función de los militares era
operar, ellos funcionaban de un modo aséptico, como médicos, más allá del bien y del mal,
obedeciendo a las necesidades de la ciencia que exige desgarrar y mutilar para salvar. Definían la
represión con una metafórica narrativa, asociada con la ciencia, con el ascetismo de la ciencia,
pero a la vez aludían a la sala de operaciones, con cuerpos desnudos, cuerpos ensangrentados,
mutilados. Todo lo que estaba en secreto aparecía, en ese relato, desplazado, dicho de otra
manera. Había ahí, como en todo relato, dos historias, una intriga doble, por un lado el intento de
hacer creer que la Argentina era una sociedad enferma y que los militares venían desde afuera,
eran los técnicos que estaban allí para curar, y por otro lado la idea de que era necesaria una
operación dolorosa, sin anestesia. Era necesario operar sin anestesia, como decía el general
Videla. Es necesario operar hasta el hueso, decía. Y ese discurso era propuesto como una suerte
de versión ficcional que el Estado enunciaba, porque decía la verdad de lo que estaban haciendo,
pero de un modo a la vez encubierto y alegórico. Éste sería un pequeñísimo ejemplo de esto que
yo llamaba la ficción del Estado. Es el mecanismo formal de construcción de estas historias lo
que me importa marcar aquí. Es un mecanismo que se encarna siempre en una figura
personalizada que condensa la trama social. (En principio podríamos decir que hay un
procedimiento pronominal, un movimiento que va de ellos –”el tumor”– a nosotros –el cuerpo
social–, y a un yo –que enuncia la cura–). El relato estatal constituye una interpretación de los
hechos, es decir, un sistema de motivación y de causalidad, una forma cerrada de explicar una
red social compleja y contradictoria. Son soluciones compensatorias, historias con moraleja,
narraciones didácticas y también historias de terror. Al mismo tiempo, podríamos decir que hay
una serie de contra-relatos estatales, historia de resistencia y oposición. Hay versiones que
resisten estas versiones. Quiero decir que a estos relatos del Estado se les contraponen otros
relatos que circulan en la sociedad. Un contra-rumor, diría yo, de pequeñas historias, ficciones
anónimas, micro-relatos, testimonios que se intercambian y circulan. A menudo he pensado que
esos relatos sociales son el contexto mayor de la literatura. La novela fija esas pequeñas tramas,
las reproduce y las transforma. La literatura trabaja lo social como algo ya narrado. El escritor es
el que sabe oír, el que está atento a esa narración social, y también el que la imagina y la escribe.
Podríamos poner como ejemplo una nouvelle de Walsh, “Cartas”, publicada en su libro Un kilo
de oro. Si leen ese texto verán la trama compleja de pequeñas historias que circulan, de voces
que se alternan, de versiones, un caleidoscopio que reproduce los relatos y los dichos de un
pueblo de la provincia de Buenos Aires durante los años 30. O si releen las novelas de Manuel
Puig verán que están hechas de esa materia social y oirán esas voces y verán circular esas
historias. Para poner un solo ejemplo de estos relatos anónimos, quisiera recordar una de estas

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ficciones antiestatales, que circuló en la época de la dictadura militar, hacia 1978, 1979, la época
del conflicto con Chile, cuando la guerra iba a ser una de las salidas políticas que los militares
estaban buscando. Como después las Malvinas fueron el intento de encontrar una salida, un
intento de construir consenso político a través de la guerra, que es el único modo que tienen los
militares de imaginar un apoyo civil. En ese momento, cuando toda la experiencia de la represión
estaba presente y al mismo tiempo estaba esta idea de ir a buscar al sur un conflicto para
provocar una guerra, en la ciudad empezó a circular una historia, un relato anónimo, popular, que
se contaba y del que había versiones múltiples. Se decía que alguien conocía a alguien que en
una estación de tren del suburbio, desierta, a la madrugada, había visto pasar un tren con féretros
que iba hacia el sur. Un tren de carga que alguien había visto pasar lento, fantasmal, cargado de
ataúdes vacíos, que iba hacia el sur, en el silencio de la noche. Una imagen muy fuerte, una
historia que condensaba toda una época. Esos féretros vacíos remitían a los desaparecidos, a los
cuerpos sin sepultura. Y al mismo tiempo era un relato que anticipaba la guerra de las Malvinas.
Porque, sin duda, esos féretros, esos ataúdes en ese tren imaginario iban hacia las Malvinas, iban
hacia donde los soldados iban a morir y donde iban a tener que ser enterrados. En esa pequeña
historia perdida se sintetiza con claridad el modo en que se generan relatos alternativos,
versiones anónimas que condensan de un modo extraordinario un sentido múltiple. El relato
condensa, sugiere y fija en una imagen un sentido múltiple y abierto. En literatura hay una
diferencia muy importante entre mostrar y decir. Ese relato no dice nada directamente, pero hace
ver, da a entender, por eso persiste en la memoria como una visión y es inolvidable. Esa imagen,
de un tren interminable que pasa a la madrugada por una estación vacía, y el hecho de que
alguien esté ahí y vea y pueda contar, dice muy bien lo que fue la experiencia de vivir en la
Argentina en la época de la dictadura. Porque no sólo está el tren que cruza en esa historia, sino
que también está el testigo que le cuenta a alguien lo que ha visto. Siempre habrá un testigo que
ha visto y va a contar, alguien que sobrevive para no dejar que la historia se borre. Eso dice el
contra-relato político. La voz de Kafka. En un punto, entonces, esa tensión entre lo que sería el
relato del Estado y el relato popular, las versiones que circulan, que son antagónicas, está
también cerca de lo que Walsh ha tratado siempre de narrar. Porque, en un sentido, Walsh ha
buscado por un lado, descubrir la verdad que el Estado manipula, y, a la vez, escuchar el relato
popular, las versiones alternativas que circulan y se contraponen. Operación masacre (escrito en
1957) es un texto definitivo en este sentido. Por un lado, otra vez, el intelectual, el letrado,
enfrenta al Estado, hace ver que el Estado está construyendo un relato falso de los hechos. Y para
construir esa contra-realidad, registra las versiones antagónicas, sale a buscar la verdad en otras
versiones, en otras voces. Se trata de hacer ver cómo ese relato estatal oculta, manipula, falsifica,
y hacer aparecer entonces la verdad en la versión del testigo que ha visto y ha sobrevivido. Si
ustedes leen Operación masacre verán que va de una voz a otra, de un relato a otro, y que esa
historia es paralela a la desarticulación del relato estatal. Esos obreros peronistas de la resistencia
que han vivido esa experiencia brutal, y le dan al escritor fragmentos de la realidad, son los
testigos que en la noche han visto de frente el horror de la historia. El narrador es el que sabe
transcribir esas voces. En Quién mató a Rosendo hay momentos extraordinarios en esa
representación del decir. Esa voz que se oye tiene el tono de la voz popular. Es la oralidad que
define un uso del lenguaje, una manera de frasear. Walsh, básicamente, escucha al otro. Sabe oír
esa voz popular, ese relato que viene de ahí, y sobre ese relato trata de acercarse a la verdad. Va
de un relato al otro, podría decirse. De un testigo al otro. La verdad está en el relato y ese relato
es parcial, modifica, transforma, altera, a veces deforma los hechos. Hay que construir una red de
historias alternativas para reconstruir la trama perdida. Por un lado, oír y trasmitir el relato
popular, y al mismo tiempo desmontar y desarmar el relato encubridor, la ficción del Estado. Ese
doble movimiento es básico y Walsh es un notable artífice de ese trabajo con las dos historias: la
contra-ficción estatal y la voz del testigo, del que ha sobrevivido para narrar. Los vencedores
escriben la historia y los vencidos la cuentan. Ese sería el resumen: desmontar la historia escrita
y contraponerle el relato de un testigo. Me parece que ahí se juega para Walsh la tensión entre
ficción y realidad, la tensión entre novela y periodismo, entre novela y relato de no-ficción. La
verdad se juega ahí, en esa tensión. “La ciencia usa la expresión verdaderofalso pero no la
tematiza”, escribía Tarski. Podríamos decir, la escritura de ficción tematiza la distinción
verdadero-falso, contrapone versiones antagónicas y las enfrenta. El género policial, con el que
Walsh mantuvo una relación continua, es un ejemplo de un tipo de relato que tematiza el estatuto
y las condiciones de la verdad. Y en ese sentido “Esa mujer” es un relato policial, narra la tensión

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entre verdades que circulan y se oponen y versiones que se modifican, y tematiza esas relaciones
y trabaja con la ambigüedad y la incertidumbre. Pero a la vez en Walsh el relato de no-ficción
avanza hacia la verdad y la reconstruye desde una posición política bien definida. Esa
reconstrucción supone una posición nítida en el plano social, supone una concepción clara de las
relaciones entre verdad y lucha social. En este sentido los libros de no-ficción de Walsh se
distancian de la versión más neutra del género tal como se practica en los Estados Unidos a partir
de Capote, Mailer y lo que se ha llamado el “nuevo periodismo”. En Walsh obviamente el acceso
a la verdad está trabado por la lucha política, por la desigualdad social, por las relaciones de
poder y por la estrategia del Estado. Una noción de verdad que escapa a la evidencia inmediata,
que supone, primero, desmontar las construcciones del poder y sus fuerzas ficticias y, por otro
lado, rescatar las verdades fragmentarias, las alegorías y los relatos sociales. Esta verdad social
es algo que se tematiza y se busca, que se ha perdido, por lo cual se lucha, se construye y se
registra. La verdad es un relato que otro cuenta. Un relato parcial, fragmentario, incierto, falso
también, que debe ser ajustado con otras versiones y otras historias. Me parece que esta noción
de la verdad como horizonte político y objeto de lucha podría ser nuestra primera propuesta para
el próximo milenio. Existe una verdad de la historia y esa verdad no es directa, no es algo dado,
surge de la lucha y de la confrontación y de las relaciones de poder.

II---La segunda propuesta está ligada a la noción de límite, es decir, a la imposibilidad de


expresar directamente esa verdad que se ha entrevisto en el sonido metálico de un tren que cruza
en la noche. ¿Qué puede decir el testigo? ¿Cómo puede decir el que ha visto la verdad de los
hechos? ¿No es ésa una de las grandes preguntas de nuestro tiempo? (El desafío de Anna
Ajmátova: el poeta debe decir lo que se puede decir). Tal vez el hecho de escribir desde la
Argentina nos ha enfrentado a muchos de nosotros (y a Walsh en primer lugar) con esa pregunta
o, mejor, a los límites de la literatura, y nos ha permitido reflexionar sobre esos límites. La
experiencia del horror puro de la represión clandestina, una experiencia que a menudo parece
estar más allá de las palabras, quizás define nuestro uso del lenguaje y nuestra relación con la
memoria y, por tanto, nuestra relación con el futuro y el sentido. Hay un punto extremo, un lugar
–digamos– al que parece imposible acercarse. Como si el lenguaje tuviera un borde, como si el
lenguaje fuera un territorio con una frontera, después del cual están el desierto infinito y el
silencio. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo trasmitir la experiencia del horror y no sólo informar
sobre él? Muchos escritores del siglo XX han enfrentado esta cuestión: Primo Levi, Osip
Mandelstam, Paul Celan, sólo para nombrar a los mejores. La experiencia de los campos de
concentración, la experiencia del Gulag, la experiencia del genocidio. La literatura muestra que
hay acontecimientos que son muy difíciles, casi imposibles, de trasmitir, y suponen una relación
nueva con los límites del lenguaje. Quisiera poner otra vez el ejemplo de Walsh, analizar el modo
que tiene un gran escritor de contar una experiencia extrema y trasmitir un acontecimiento
imposible. Quisiera recordar el modo en que Walsh cuenta la muerte de su hija y escribe lo que
se conoce como la “Carta a Vicky”, es decir, la carta a María Victoria Walsh, escrita en 1976, en
plena dictadura militar. Luego de reconstruir el momento preciso en que por radio se entera de la
muerte, y el gesto que acompaña esa revelación (“Escuché tu nombre mal pronunciado, y tardé
un segundo en asimilarlo. Maquinalmente empecé a santiguarme como cuando era chico”),
escribe: “Anoche tuve una pesadilla torrencial en la que había una columna de fuego, poderosa,
pero contenida en sus límites que brotaba de alguna profundidad”. Una pesadilla casi sin
contenido, condensada en una atroz imagen abstracta. Y después escribe: “Hoy en el tren un
hombre decía: ‘Sufro mucho, quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año’”. Y
concluye Walsh: “Hablaba por él pero también por mí”. Me parece que ese movimiento, ese
desplazamiento, darle la palabra al otro que habla de su dolor, un desconocido en un tren, un
desconocido que está ahí, que dice “Sufro, quisiera despertarme dentro de un año”, ese
desplazamiento, casi una elipsis, una pequeña toma de distancia respecto a lo que está tratando
de decir, es una metáfora del modo en que se muestra y se hace ver la experiencia del límite,
alguien habla por él y expresa el dolor de un modo sobrio, directo y muy conmovedor. Walsh
realiza un pequeñísimo movimiento para lograr que alguien por él pueda decir lo que él quiere
decir. Un desplazamiento, entonces, y ahí está todo, el dolor, la compasión, una lección de estilo.
Un movimiento pronominal, casi una forma narrativa de la hipálage, un intercambio que me
parece muy importante para entender cómo se puede llegar a contar ese punto ciego de la
experiencia, mostrar lo que no se puede decir. El mismo desplazamiento utiliza Walsh en la carta
donde reconstruye las circunstancias en las que muere Vicky, “Carta a mis amigos” (escrita unos
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días después). Reconstruye la emboscada que sufre su hija en una casa del centro de la ciudad, el
cerco, la resistencia, el combate, los militares que rodean la casa. Y para narrar lo que ha
sucedido, otra vez le da la voz a otro. Dice: “Me ha llegado el testimonio de uno de esos
hombres, un conscripto.” Y transcribe el relato del que estaba ahí sitiando el lugar: “El combate
duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la
atención la muchacha, porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella
se reía”. La risa está ahí, narrada por otro, la extrema juventud, el asombro, todo se condensa. La
impersonalidad del relato y la admiración de sus propios enemigos, refuerzan el heroísmo de la
escena. Los que van a matarla son los primeros que reconocen su valor, según la mejor tradición
de la épica. Al mismo tiempo el testigo certifica la verdad y permite que el que escribe vea la
escena y pueda narrarla, como si fuera otro. Igual que en el caso del hombre en el tren, acá
también hace un desplazamiento y le da la voz a otro que condensa lo que quiere decir, y
entonces es el soldado el que cuenta. Ir hacia otro, hacer que el otro diga la verdad de lo que
siente o de lo que ha sucedido, ese desplazamiento, este cambio en la enunciación, funciona
como un condensador de la experiencia. Quizás ese soldado nunca existió, como quizás nunca
existió ese hombre en el tren, no es eso lo que importa, sino la visión que se produce. Lo que
importa es que están ahí para poder narrar la experiencia. Puede entenderse como una ficción,
tiene por supuesto la forma de una ficción destinada a decir la verdad, el relato se desplaza hacia
una situación concreta donde hay otro, inolvidable, que permite fijar y hacer visible lo que se
quiere decir. Es algo que el propio Walsh había hecho muchos años antes, cuando trataba de
contar el modo en que él mismo había sido arrastrado por la historia. Ustedes recuerdan, en el
prólogo de 1968 a la tercera edición de Operación masacre Walsh narra una escena inicial, narra
digamos la escena original, el origen, una escena que condensa la entrada de la historia y de la
política en su vida. Walsh está en un bar de La Plata, un bar al que va siempre a hablar de
literatura y a jugar al ajedrez y una noche de enero del 56 se oye un tiroteo, hay corridas, un
grupo de peronistas y de militares rebeldes asalta al comando de la segunda división, es el
comienzo de la fracasada revolución de Valle, que va a concluir en la represión clandestina y en
los fusilamientos de José León Suárez. Y esa noche Walsh sale del bar, corre por las calles
arboladas y por fin se refugia en su casa, que está cerca del lugar de los enfrentamientos. Y
entonces narra, “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y
ese hombre no dijo Viva la patria, sino que dijo: No me dejen solo, hijos de puta”. Una lección
de historia. Otra vez un desplazamiento que condensa un sentido múltiple en una sola escena y
en una voz. Este otro conscripto que está ahí aterrado, que está por morir, es el que sintetiza la
verdad de la historia. Un desplazamiento hacia el otro, un movimiento ficcional, diría yo, hacia
una escena que condensa y cristaliza una red múltiple de sentido. Así se trasmite la experiencia,
es algo que está mucho más allá de la simple información. Esa capacidad natural que tenía Walsh
para fijar una escena en la que se oye y se concentra la experiencia pura. Un movimiento que es
interno al relato, una elipsis podríamos decir, que desplaza hacia el otro la narración de la verdad.
Me parece que la segunda de las propuestas que estamos discutiendo podría ser esta idea de
desplazamiento y de distancia, el estilo es ese movimiento hacia otra enunciación, es una toma de
distancia respecto a la palabra propia. Hay otro que dice eso que, quizás, de otro modo no se
puede decir. Un lugar de cruce, una escena única que permite condensar el sentido en una
imagen. Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar lo que parece casi imposible de decir.
Podríamos hablar de extrañamiento, de ostranenie, de efecto de distanciamiento. Pero me parece
que aquí hay algo más: se trata de poner a otro en el lugar de una enunciación personal. Traer
hacia él a esos sujetos anónimos que están ahí como testigos de sí mismo. Ese conscripto que vio
morir a su hija y le cuenta cómo fue. Ese desconocido, ese hombre que ya es inolvidable, en el
tren, que dice algo que encarna su propio dolor, el otro soldado, el que muere solo, insultando. La
verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar
para que el otro pueda hablar. La literatura sería el lugar en el que siempre es otro el que habla.
Me parece entonces que podríamos imaginar que hay una segunda propuesta. La propuesta que
yo llamaría el desplazamiento, la distancia. Salir del centro, dejar que el lenguaje hable también
en el borde, en lo que se oye, en lo que llega de otro.

III---En definitiva la literatura actúa sobre un estado del lenguaje. Quiero decir que para un
escritor lo social está en el lenguaje. Por eso si en la literatura hay una política, se juega ahí. En
definitiva, la crisis actual tiene en el lenguaje uno de sus escenarios centrales. O tal vez habría
que decir que la crisis está sostenida por ciertos usos del lenguaje. En nuestra sociedad se ha
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impuesto una lengua técnica, demagógica, publicitaria (y son sinónimos) y todo lo que no está en
esa jerga queda fuera de la razón y del entendimiento. Se ha establecido una norma lingüística
que impide nombrar amplias zonas de la experiencia social y que deja fuera de la inteligibilidad
la reconstrucción de la memoria colectiva. En “The Retoric of Hitler’s Battle”, escrito en 1941, el
crítico Kenneth Burke ya hacía ver

que la gramática del habla autoritaria conjuga los verbos en un presente despersonalizado que tiende a
borrar el pasado y la historia. El Estado tiene una política con el lenguaje, busca neutralizarlo,
despolitizarlo y borrar los signos de cualquier discurso crítico. El Estado dice que quien no dice lo que
todos dicen es incomprensible y está fuera de su época. Hay un orden del día mundial que define los
temas y los modos de decir: los mas media repiten y modulan las versiones oficiales y las
construcciones monopólicas de la realidad. Los que no hablan así están excluidos y ésa es la noción
actual de consenso y de régimen democrático. Quizá el discurso dominante en este sentido sea el de la
economía. La economía de mercado define un diccionario y una sintaxis y actúa sobre las palabras;
define un nuevo lenguaje sagrado y críptico, que necesita de los sacerdotes y los técnicos para
descifrarlo, traducirlo y comentarlo. De este modo se impone una lengua mundial y un repertorio de
metáforas que invaden la vida cotidiana. Los economistas buscan controlar tanto la circulación de las
palabras como el flujo del dinero. Habría que estudiar la relación entre los trascendidos, las medias
palabras, las filtraciones, los desmentidos, las versiones, por un lado, y las fluctuaciones de los valores
en el mercado y en la bolsa, por el otro. Hay una relación muy fuerte entre lenguaje y economía. En ese
contexto escribimos, y, por tanto, la literatura lo que hace (en realidad lo que ha hecho siempre) es
descontextualizar, borrar la presencia persistente de ese presente y construir una contra realidad. Cada
vez más, los mejores libros actuales (los libros de Roberto Raschella, de Rosa Chacel, de Clarice
Lispector o de Juan Gelman) parecen escritos en una lengua privada. Paradójicamente, la lengua
privada de la literatura es el rastro más vivo del lenguaje social. Quiero decir que la literatura está
siempre fuera de contexto y siempre es inactual; dice lo que no es, lo que ha sido borrado; trabaja con
lo que está por venir. Funciona como el reverso puro de la lógica de la Realpolitik. La intervención
política de un escritor se define antes que nada en la confrontación con estos usos oficiales del
lenguaje. Los escritores han llamado siempre la atención sobre las relaciones entre las palabras y el
control social. En su explosivo ensayo “Politics and the English Language”, de 1947, George Orwell
analizaba la presencia de la política en las formas de la comunicación verbal: se había impuesto la
lengua instrumental de los funcionarios policiales y de los tecnócratas, el lenguaje se había convertido
en un territorio ocupado. Los que resisten hablan entre sí en una lengua perdida. En el trabajo de
Orwell, se ven condensadas muchas de las operaciones que definen hoy el universo del poder. Pasolini
por su lado ha percibido de un modo extraordinario este problema en sus análisis de los efectos del
neocapitalismo en la lengua italiana. Juan Goytisolo ha escrito palabras luminosas sobre las tradiciones
lingüísticas que se entreveran y persisten en medio de las ciudades perdidas. No me parece nada raro
entonces que el mayor crítico de la política actual (uno de los pocos intelectuales realmente críticos en
la política actual) sea Chomsky: un lingüista es por supuesto el que mejor percibe el escenario verbal
de la tergiversación, la inversión, el cambio de sentido, la manipulación y la construcción de la realidad
que definen el mundo moderno. Tal vez los estudios literarios, la práctica discreta y casi invisible de la
enseñanza de la lengua y de la lectura de textos pueda servir de alternativa y de espacio de
confrontación en medio de esta selva oscura. Un claro en el bosque. Hay una escisión entre la lengua
pública, la lengua de los políticos en primer lugar, y los otros usos del lenguaje que se extravían y
destellan, como voces lejanas, en la superficie social. Se tiende a imponer un estilo medio –que
funciona como un registro de legitimidad y de comprensión– que es manejado por todos los que hablan
en público. La literatura está enfrentada directamente con esos usos oficiales de la palabra, y por
supuesto su lugar y su función en la sociedad son cada vez más invisibles y restringidos. Cualquier
palabra crítica sufre las consecuencias de esa tensión, se le exige que reproduzca ese lenguaje
cristalizado, con el argumento de que eso la haría accesible. De ahí viene la idea de lo que funciona
como comprensible. O sea, es comprensible todo lo que repite aquello que todos comprenden, y
aquello que todos comprenden es lo que reproduce el lenguaje que define lo real tal cual es. En
momentos en que la lengua se ha vuelto opaca y homogénea, el trabajo detallado, mínimo,
microscópico de la literatura es una respuesta vital: la práctica de Walsh, para volver a él, ha sido
siempre una lucha contra los estereotipos y las formas cristalizadas de la lengua social. En ese marco
definió su estilo, un estilo ágil y conciso, muy eficaz, siempre directo, uno de los estilos más notables
de la literatura actual. “Ser absolutamente diáfano” es la consigna que Walsh anota en su Diario como
horizonte de su escritura. La claridad sería entonces la otra propuesta para el futuro que quizás
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podemos inferir, como las anteriores, de esa experiencia con el lenguaje que es la literatura. La claridad
como virtud. No porque las cosas sean simples, eso es la retórica del periodismo: hay que simplificar,
la gente tiene que entender, todo tiene que ser sencillo. No se trata de eso, se trata de enfrentar una
oscuridad deliberada, una jerga mundial. Una dificultad de comprensión de la verdad que podríamos
llamar social, cierta retórica establecida que hace difícil la claridad. “A un hombre riguroso le resulta
cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca”, escribía
Walsh. Consciente de esa dificultad y de sus condiciones sociales, Walsh produjo un estilo único,
flexible e inimitable que circula por todos sus textos, y por ese estilo lo recordamos. Un estilo hecho
con los matices del habla y la sintaxis oral, con gran capacidad de concentración y de concisión. Walsh
fue capaz “de decir instantáneamente lo que quería decir en su forma óptima”, para decirlo con las
palabras con las que definía la perfección del estilo. El trabajo de Walsh con el lenguaje, su conciencia
del estilo, nos acerca, y lo acerca, a las reflexiones de Brecht. En “Cinco dificultades para escribir la
verdad”, Brecht define algunos de los problemas que yo he tratado de discutir con ustedes. Y los
resume en cinco tesis referidas a las posibilidades de trasmitir la verdad. Hay que tener, decía Brecht,
el valor de escribirla, la perspicacia de descubrirla, el arte de hacerla manejable, la inteligencia de saber
elegir a los destinatarios. Y sobre todo la astucia de saber difundirla. Ésas serían, entonces, las cinco
dificultades y las tres propuestas que he postulado esta mañana como un modo de imaginar con ustedes
las posibilidades de una literatura futura o las posibilidades futuras de la literatura
1. Por ejemplo, leemos al principio del libro : « Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés
en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la
nostalgia. Lo recordaba como era : un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla
de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos » (p. 11).Felisberto Hernández, Obras completas (3 tomos), México : Siglo XXI,
1996 (en el tomo 1 figura
Por los tiempos de Clemente Colling y en el tomo 2 El caballo perdido).En una tesis doctoral próximamente defendida en la
Université Paris 8. Sobre la percepción y la función de la imagen en Felisberto Hernández, un artículo suyo es esclarecedor y
sintético :Laura Corona Martínez, "La narración digresiva : las imágenes en Felisberto Hernández. Una revisión de los
procedimientos", Cahiers de LI.RI.CO [en línea], 5 | 2010. URL : http:// lirico.revues.org/405
2. Norah Lange, Obras completas (2 tomos), Rosario : Beatriz Viterbo, 2005. En el tomo 1 figura
Cuadernos de infancia y en el tomo 2 Antes que mueran y Personas en la sala. Sobre la función fundadora
del libro, ver Sylvia Molloy, "Juego de recortes : Cuadernos de infancia de Norah Lange", en Acto de presencia.
La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México : FCE, 1996, p. 169-184.
RESÚMENESEl artículo lleva a cabo un balance de ciertas características generales de los relatos de infancia de los
escritores. En particular, se pone de relieve la función de laboratorio estético que pueden tener esos episodios autobiográficos.
En una segunda parte, se contraponen dos tipos de infancias : las que se escriben desde la vejez, bajo la tonalidad del
testamento, y las que, al contrario, funcionan como la fundación de un proyecto y una estética. Pablo Neruda, Reinaldo
Arenas, Gabriel García Márquez, Felisberto Hernández, Norah Lange y Fernando Vallejo son citados como ejemplos de estas
dos posibilidades.

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