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Y usted, ¿tiene precio?

En la urgencia de un trasplante, ¿cuánto pagaría por recibir un riñón? ¿Por cuánto


dinero estaría dispuesto a alquilar un vientre? ¿Cuánto cuesta recibir una celda de mayor
tamaño o, mejor aún, sin compañeros, en una de nuestras congestionadas prisiones?
¿Cuánto cuesta migrar legalmente a los Estados Unidos? ¿Cuánto paga usted en
“contribuciones voluntarias” en el colegio de su elección para que le asignen un cupo a
su hijo?

Pasa todos los días en Colombia: el servicio de salud depende de lo que podemos pagar
y hace la diferencia entre la vida y la muerte. ¿Realmente queremos que los mercados
dicten las reglas de nuestra actividad pública y nuestras relaciones privadas? ¿Es
admisible que sea la cantidad de dinero disponible el único criterio para determinar la
calidad de nuestras vidas? ¿O debe existir un bloque de bienes y servicios en donde la
lógica del “recibes lo que eres capaz de pagar” (y si no tienes con qué pagar no recibes
nada) no se aplica?

Esta discusión bioética, que ha sido enteramente reemplazada por la lógica de mercado,
es la provocativa empresa que aborda Michael Sandel en su libro What Money Can’t
Buy (2012). Sandel, filósofo, observa que la crisis económica que aún tiene a una
fracción de Europa al borde de la crisis, no fue causada solamente por los excesos o la
avaricia de agentes aislados. La razón, según el autor, yace en que los mecanismos y
valores del mercado han tomado control de aspectos sociales que, hasta hace
relativamente poco, estaban fuera de su alcance.

Sin darnos cuenta, hemos permitido que el mercado, como forma de distribución, se
apodere de servicios públicos y bienes colectivos, como la salud, la educación, el
transporte, la vivienda y la seguridad, pero también de la familia, la reproducción, la
muerte, la ciudadanía, la naturaleza, el deporte y el arte. La economía de mercado ha
dado el salto a la sociedad de mercado: un estilo de vida en donde son estos los valores
que definen cada aspecto de la actividad humana.

A pesar de los efectos globales de la crisis económica del 2008, la peor en setenta años,
la quiebra no ha motivado una reorientación de la manera como estamos organizando
nuestras relaciones económicas y sociales, ya no nos parece preocupante que casi todo
esté a la venta, a pesar de que tal vez sea esa precisamente la razón por la cual tantos
esfuerzos urgentes fracasan estruendosamente. Parece inevitable citar, entre tantos otros,
el de la lucha contra el calentamiento global: lo que se concibió como un sistema de
cuotas que limitaba los niveles de contaminación se convirtió en un próspero negocio de
compra y venta del “derecho” a intoxicar la atmósfera con emisiones de carbono.

Sandel advierte que este es un desarrollo muy dañino, por dos razones. Primero,
profundiza la desigualdad entre los que tienen suficientes recursos para comprar el
acceso instantáneo y la mejor calidad de los servicios, y las menos afortunadas
mayorías.

El segundo efecto opera más sutilmente, pero es más nocivo a largo plazo. Se trata de la
corrupción de bienes colectivos o prácticas sociales que hemos puesto a la venta, a pesar
de que ellos deberían responder a una ética superior que valora lo comunitario sobre lo
privado. En Estados Unidos se detectó, por ejemplo, que los lobistas han aprendido a
bloquear el acceso al Congreso de sectores de interés y activistas, subcontratando a
compañías que emplean a personas sin hogar o desempleados para hacer filas y hacerse
con todos los asientos disponibles en las sesiones claves, lo que deteriora sensiblemente
el ejercicio democrático. Otro ejemplo de esas prácticas nocivas ocurre hoy en el
interior de nuestros hogares: ¿le paga usted a su hijo por leer un libro?

Natalia Springer

Publicación
eltiempo.com
Sección
Editorial - opinión
Fecha de publicación
12 de agosto de 2013
Autor
Natalia Springer

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