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La Juscrim

Se puso otra vez de moda la reforma de la justicia. Mala noticia. La justicia necesita una
reforma sustancial, pero esta solo tendrá sentido en sucesión de una verdadera reforma
política, por cuanto es en la política, no en la justicia, en donde está la fuente del
problema, el origen del “cartel de los togados”. La verdadera responsabilidad no se sitúa
en las instituciones de la justicia, porque el problema no está necesariamente en la
estructura, sino en nuestro sistema político, que ha conseguido infiltrar y corromper con
éxito una gran parte de la Rama, volviéndola clientelista, abusiva e inoperante, porque
es así como le sirve, es eso lo que le conviene.

Antes de la Constitución de 1991, los jueces no eran considerados un factor importante


en nuestro sistema político. La Corte Suprema ejercía un control de constitucionalidad
limitado, que, por ejemplo, no cuestionó el ininterrumpido estado de sitio en el que
permaneció el país por décadas, y las investigaciones criminales contra congresistas o
ministros eran, sencillamente, inimaginables. En esas circunstancias, el Poder Ejecutivo
podía imponerse sin rendirle cuentas a nadie, de la mano de una justicia generalmente
mansa, que no incomodaba.

Con la Constitución de 1991, este estado de cosas cambió en forma inesperada. El


constituyente empoderó a la justicia, creando los mecanismos (pérdida de investidura,
tutela, etc.) y las instituciones (Corte Constitucional, Consejo Superior de la Judicatura,
Fiscalía General, etc.) de los que carecía para dotar a la Rama Judicial, por primera vez
en la historia, de la posibilidad de convertirse en un poder real y un contrapeso para los
otros dos.

Gracias a esto, la justicia se convirtió en una amenaza para ese delfinazgo que tenemos
por sistema político, tan acostumbrado siempre a tratar este país como su finca de
recreo. En sus inicios, los magistrados que integraban las altas cortes procedieron a
imponer límites importantes al Poder Ejecutivo (como en el caso de la Corte
Constitucional sobre los estados de excepción).

Desde ese entonces, los políticos han intentado de todas las formas posibles (situando
en cargos estratégicos a amiguitos y cómplices, o interceptando, amenazando y
persiguiendo a la Corte Suprema por haber tenido el valor de avanzar en la
‘parapolítica’) socavar, colonizar y corromper la independencia y autoridad del Poder
Judicial. Todos los conflictos que hemos visto en los últimos veinte años, desde el
proceso 8.000 hasta la guerra del presidente Uribe contra las altas cortes, tienen su
origen en esta condición del sistema.

Los escándalos recientes no son sino la última manifestación de esta ofensiva


clandestina contra la justicia que tanto beneficia a los políticos y los partidos plagados
de corrupción que pusieron ahí a los magistraditos hampones y que, por supuesto, no
tienen ningún interés en un Poder Judicial fuerte e independiente.
El desprestigio público de la justicia es la perfecta justificación para emprender una
reforma, y de esto podemos estar seguros, que los enemigos de la justicia en el
Congreso y en el Ejecutivo aprovecharán para causarle aún más daño a una institución
que ellos se han encargado de arruinar. La reforma, por lo tanto, no es el remedio para la
situación lamentable que tenemos. Es la política –la forma como se hace la política, los
controles y la rendición de cuentas que no existe hoy en ese Congreso, ni en los
partidos, y que no alcanza jamás al Ejecutivo– lo que tiene que cambiar.

Necesitamos emprender esa transición del feudalismo a la modernidad, que desmonte el


reinado de los hijos bobos y eleve a las altas dignidades a verdaderos servidores del bien
público, obligados a rendir cuentas por su gestión de nuestros recursos y bienes
colectivos.

Natalia Springer

Publicación
eltiempo.com
Sección
Editorial - opinión
Fecha de publicación
3 de noviembre de 2013
Autor
Natalia Springer

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