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Introducción
1. PLANTEAMIENTO GENERAL
No tanto que mejorar la enseñanza conlleva mejorar la evaluación, asunto obvio; sino
al revés: mejorar la evaluación supone incidir previamente en lo que se enseña y cómo se
hace. Entrar en la evaluación, como siempre se ha dicho, es tocar un punto álgido del proceso
de enseñanza, que –como tal, por retroacción– cuestiona los restantes. No deja, por tanto, de
ser un “parche” abordarlo de modo separado (por ejemplo, una nueva técnica de evaluación).
Es preciso inscribirla en el contexto total de la enseñanza. Este será parte de mi mensaje. Así,
dice Perronoud (1996), “la evaluación está en el corazón del sistema didáctico. Tocar la
evaluación es tocar otras muchas piezas del sistema”. Por eso mismo, cambiar las prácticas
docentes se suele traducir casi siempre en una transformación de las prácticas de evaluación
empleadas para valorar el aprendizaje de los alumnos. A su vez, introducir determinados
procesos nuevos de evaluación pueden ser revulsivos que contribuyan a mejorar la enseñanza
y, más ampliamente, la educación ofrecida y vivida. Esta sesión, por tanto, se verá reforzada
1
El texto procede de una Ponencia impartida en el curso “La mejora de la enseñanza”, organizado
por la Federación de Enseñanza de UGT de Murcia (20.09.2000).
por la que tratará el profesor Fernando Roda, dedicada a “La mejora de los procesos de
enseñanza”.
La evaluación, como –en una buena analogía– han dicho Hargreaves y otros (1988:
183), es la "cola que menea el perro". Si parece algo que sigue al aprendizaje, que sucede
después de la enseñanza; es sin embargo un mecanismo que –en una cierta retroacción– hace
funcionar lo que se enseña, acabando –de modo reflejo– por configurar lo que los alumnos
aprenden. Por eso mismo, cambiar la evaluación implica cambiar el currículum (lo que se
enseña y aprende). Como ha escrito, con su habitual maestría, Elliot Eisner (1998: 102):
«Las prácticas evaluativas dentro de las escuelas, incluídas las utilizadas en los
exámenes, están entre las fuerzas más poderosamente influyentes sobre las
prioridades y el ambiente en las escuelas. Las prácticas de evaluación, en concreto los
exámenes de evaluación, instrumentalizan los valores escolares. Más de lo que los
educadores dicen, más de lo que ellos escriben en las guías curriculares, las prácticas
de evaluación dicen lo que tanto cuenta para los estudiantes como para los
profesores. Cómo se emplean estas prácticas, qué dirigen y qué rechazan, y la forma
en la que se desarrollan habla forzosamente a los estudiantes sobre lo que los adultos
creen que es importante. La evaluación es un tema decisivo para el conocimiento
educativo debido a su importancia. Creo que ningún esfuerzo por cambiar las escuelas
puede tener éxito si no se diseña un acercamiento a la evaluación coherente con los
propósitos del cambio deseado»
Sucede, entonces, que si queremos mejorar la evaluación hay que reformular otros
puntos del sistema de enseñanza, no exclusivamente en un plano individual sino estructural,
para que el primero se pueda sostener. Por eso, resultan ingenuas o –cuando menos–
simplistas las propuestas de mejorar la evaluación sustituyendo las prácticas vigentes por
otras. Lo que pasa tiene una historia, no es un asunto individual, responde a una lógica social,
etc. Un camino, por tanto, más viable es partir de lo que se hace, promover un reflexión
crítica y colegiada con los compañeros, ver en qué extremos deba ser reformulado o resituado
poco a poco.
También, en estos casos, se hace una «pedagogía sin escuela», que ha dicho algún
autor (Simola, 1998: 349), hablando de unos planteamientos ideales sobre “cómo el profesor
enseñaría y cómo el alumno aprendería en la escuela, como si no hubiera escuela”. Se
produce, así, una bella propuesta que no tiene en cuenta la realidad y alumnos con que
contamos. Así, todo el enfoque constructivista dominante en la Reforma, aparte de sus
virtualidades (que las tiene), presupone un alumno interesado y motivado, que quizás no
puede llegar, y –entonces– se adecua el currículum (nivel de contenidos y metodología) a lo
que puede hacer, para hacerlo significativo. Pero, como saben bien los profesores, no es éste
todo el alumnado que tiene en clase.
Simplificando un tanto, podemos decir –como, por otra parte, se ha destacado por
muy diversos autores (Coll y otros, 2000; Moreno Olivos, 1999)– que hay dos grandes
formas de entender la evaluación, que suponen distintos modos (“culturas”) de conducir las
prácticas docentes en este terreno, y que –en último extremo– responden a prioridades y
lógicas de fondo diferentes a la hora de evaluar. Además, ambas coexisten (y, más grave,
tienen que coexistir), con distinto grado de prioridad, según niveles o enfoques más
renovadores o tradicionales de la enseñanza. A una función pedagógica (mejora de los
procesos de enseñanza-aprendizaje) se superpone una función social (acreditación social del
nivel de capacitación alcanzado). El problema es conjugarlas debidamente, primando la
primera sobre la segunda.
[1] La cultura de la evaluación como “examen” que acredita los conocimientos adquiridos
La evaluación como el contexto que genera y provee información sobre los procesos
de enseñanza. En este caso se transforma la evaluación en instrumento de conocimiento y en
una base para la toma de decisiones de carácter didáctico o educativo. Se privilegia la
obtención de la información sobre la calificación. “Desde esta perspectiva, dicen unas autoras
(Camilloni y otras, 1998: 12), la evaluación sería tema periférico para informar respecto de
los aprendizajes de los estudiantes, pero central para que el docente pueda recapacitar
respecto de su propuesta de enseñanza”.
En esta función didáctica alternativa, por ejemplo, el error es tan relevante como los
aciertos, en la medida a que revela las representaciones de los alumnos o la incidencia de la
enseñanza, o las dificultades para la adquisición o comprensión. En la primera, el error refleja
que no lo aprendido, en la segunda sirve como índice sobre donde y cómo incidir para el
aprendizaje. En fin, un tanto radicalmente, jugando con los términos, se podría decir que en la
primera se enseña para evaluar, en la forma alternativa se trataría de evaluar para enseñar
mejor. “El juicio de valor resultante –comentan Coll y otros (2000: 115)– versa pues en este
caso sobre el desarrollo mismo del proceso educativo y debe ser útil, en principio, tanto para
ayudar al profesor a tomar decisiones que le permitan mejorar su actividad docente, como
para ayudar a los alumnos a mejorar su actividad de aprendizaje”. Podemos recoger, de
modo sumario, las diferencias en el Cuadro adjunto.
Por eso, si queremos que “cale” en la práctica, podemos preguntarnos por qué –en
general– quedó a nivel discursivo, mientras la práctica continuaba reproduciéndose, o
acomodando las nuevas orientaciones a los modos habituales de hacer, por no haber logrado
alterar los hábitos y actitudes de partida, particularmente en las EE.MM. Es también lo que
explica que la Reforma de los noventa vuelva a reiterar dichos mensajes.
Por qué razones pienso que ahora este discurso puede (o debe)
“calar” más en las prácticas docentes o, al menos, hay que tomárselo más en
serio.
3. En tercer lugar, se plantea más decididamente que en el 70, allí sólo apuntada que no llegó
a regularse, la evaluación externa de los centros escolares por la Administración Educativa,
además de la propia autoevaluación interna que puedan/deban hacer los centros. Esta
“autoevaluación” por la institución, como veremos, se inscribe en una evaluación de los
procesos educativos puestos en juego, con una función formativa.
Cambiar las formas de evaluación para, finalmente, no alterar los modos como la
evaluación es comunicada, no lleva muy lejos. El informe de evaluación debe ser
aprovechado para crear las condiciones y capacitar a la comunidad escolar para comprender y
colaborar (padres), tener conciencia de su situación, ayudar y motivar (alumnos), y reajustar
los procesos con decisiones informadas (profesorado). La validez de un informe de
evaluación vendrá dada en función de su capacidad para mejorar los procesos educativos por
alumnos, padres y profesores. Por eso, el tema de las técnicas/fichas de evaluación o de
información a los alumnos y familias se subordinan a la función educativa, además de
informativa, que se pretenden tengan.
A veces, la comodidad de rellenarlo con una sola calificación, puede alterar toda la
naturaleza del proceso de evaluación llevado a cabo. La codificación (numérica, alfabética),
que se emplea administrativamente, no es el mejor medio, pues los fines previstos pueden no
estar correspondiéndose con la función real que están teniendo. Esto suele exigir elaborar
algunas fichas que incluyan diversos aspectos, o comentarios sobre el proceso seguido o las
medidas a tomar, aparte de las posibles entrevistas. Será siempre necesario dar información
cualitativa del conjunto de dimensiones educativas. La información versará sobre la
evolución de las capacidades propias del alumno o alumna, así como los problemas de
aprendizaje detectados y las estrategias de solución que precisen de la cooperación con la
familia. No obstante, no siempre se dispone de la inversión de tiempo que suelen exigir los
informes cualitativos no estandarizados. Por eso es preciso lograr, en cada centro, un
equilibrio adecuado entre narración propia de cada profesor, y enunciados estandarizados,
que sean expresivos y significativos en cada caso.
En esta línea de que cambiar las prácticas evaluadoras, conlleva reformular los
valores de partida, voy a plantear –a efectos de suscitar polémica– en tono crítico el asunto, a
la vez que sirva para reflexionar de dónde venimos y a dónde estamos. En línea con el
discurso actual de la evaluación, un asesor –al que voy a tomar como ejemplo– declaraba en
una ponencia a los profesores:
«No se puede evaluar a todos los alumnos de una clase con el mismo tipo de
prueba o criterios, porque cada uno es distinto y diverso, lo que exige tipos de
pruebas y criterios diferenciales para cada alumno».
Τ ¿Por qué esto choca con la práctica asentada de enseñar a todos los alumnos
las mismas habilidades y contenidos y, consecuentemente, evaluarlos con los
mismos criterios y pruebas?.
3. Este es el problema de los profesores. En plan irónico suelo decirles a mis colegas de
Instituto: "todavía sois muy modernos, y hay que desengañarse de esos ideales, para adoptar
una postura más acorde con las circunstancias, ser postmodernos". Pero, en fin, en un plano
más serio: si en una escuela para todos es inmoral incrementar las desigualdades/diferencias
de origen social, y la igualdad es una vana esperanza, sólo cabe adaptarse a las diferencias.
Este es el sentido último de la adaptación curricular, que choca con lo que fue la pretensión
básica de la escuela moderna.
4. El asunto es cómo se haga: sirviendo de coartada para reforzar esas diferencias (y es grave
lo que está pasando), o con un curriculum que posibilite la máxima autorealización de las
personas, sabiendo que no todos pueden alcanzar los mismos niveles. Alguien podría –con
razón– decir: tampoco esto es nuevo, es lo que todo buen maestro siempre pretendió, sacar el
máximo de potencialidades de cada alumno, sabiendo que no todas son las mismas. En
cualquier caso, en nuestro tiempo ha adquirido caracteres nuevos y problemáticos.
3. EVALUACIÓN DE CENTROS
[b] Proceso de aprender de la propia práctica para mejorar la acción educativa del
centro.
La primera suele regirse por una lógica de fidelidad (en qué grado reflejan lo regulado
o consiguen los resultados estipulados), normalmente en términos cuantitativos; mientras que
la segunda se dirige preferentemente a autodiagnosticar los elementos disfuncionales y
necesidades como paso previo para la mejora escolar. Como dicen Marchesi y Martín (1999:
7-8): “En el primer caso, el objetivo de la evaluación es conocer el funcionamiento de los
centros docentes para comprobar si cumplen los objetivos establecidos. De esta forma la
administración puede detectar los problemas más importantes y adoptar las decisiones que se
consideren oportunas. (...) En el otro polo se sitúa el compromiso y el progreso de la escuela,
que se basan en la participación voluntaria de los centros, en el compromiso de los profesores
y en el acuerdo de la comunidad educativa. Los sistemas habituales que se utilizan son la
autoevaluación y la evaluación interna, si bien pueden completarse con algún tipo de
evaluación externa”.
Un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión,
tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de
evaluación externa. Así, en España, al no haber sabido para qué se quería la evaluación de
centros, ni cuáles eran las prioridades (generar una cultura evaluativa en los centros e iniciar
procesos internos de revisión), ha conducido a que un bienintenciado Plan de evaluación de
centros (Plan EVA en el MEC) haya tenido, finalmente, que suprimirse (1997), para dar
entrada a los planes de mejora y gestión de la calidad. Si una evaluación externa quiere, como
decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin
de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se
preocupa por crear los procesos necesarios, está abocada a fracasar.
David Nevo (1997) presenta unos indicadores de calidad de un centro docente en los
distintos ámbitos de un centro que deban ser objeto de evaluación. Un modelo integrado de
evaluación de los centros docentes debe recoger información de diversos ámbitos relevantes
de su acción educativa (Cuadro 2):
[a] El contexto del centro. No tiene sentido buscar unos indicadores educativos de los
rendimientos, sin tener en cuenta el contexto, especialmente nivel sociocultural de las
familias, y características propias del centro, especialmente los medios y recursos que
constituyen su infraestructura. Se trata de comprender las condiciones bajo las que tienen
lugar las experiencias educativas, pues los logros de un centro escolar van a depender (o se
van a ver condicionados) por los factores que operan en un particular contexto. La
construcción de indicadores de evaluación de centros deberán, entonces, ser adaptados a cada
situación y centro.
[b] Entrada. El nivel inicial de los alumnos y sus expectativas al incorporarse al centro, así
como la calidad, formación y compromiso del personal del centro, particularmente el
profesorado (capacidad, competencia y habilidad).
[c] Procesos del centro: Todos aquellos factores relacionados con la organización del centro,
sus proyectos y programas, y la cultura profesional dominante. Igualmente si se está
poniendo en práctica lo planificado y si los medios son necesarios, suficientes, idóneos o
eficaces; el ambiente organizativo donde se desarrolla que puede favorecer o dificultar la
marcha del programa.
[d] Procesos del aula: Aspectos relacionados con el trabajo de cada profesor en su aula. Las
experiencias educativas de los alumnos, relaciones alumnos-profesorado, metodología,
atención individualizada, etc.
[e] Logros. Analizar en qué medida se están alcanzando los resultados previstos, no
desdeñando los no previstos, viendo el impacto que está teniendo en diversas dimensiones:
resultados de los alumnos, consecución de objetivos, opinión de los usuarios, grado de
aceptación y participación, cuáles están siendo los costos, relación entre resultados y recursos
invertidos.
Los proyectos de Centro son, más que los documentos, los procesos por los que se
explicitan, consensuan y determinan las líneas propias de acción que van a guiar de modo
compartido la acción educativa de un centro escolar, que -luego- pueden plasmarse en
determinados documentos. Justo por ello no conviene confundir el proceso con el producto
(Escudero, 1996).
Los principales ámbitos de decisión curricular (y, por tanto, de evaluación ) son para
los Departamentos y Ciclos: (1) las intencionalidades educativas (2i) los contenidos de la
enseñanza, su estructuración y articulación; (3) Dimensión didáctica: Interacciones de clase,
medios, recursos y actividades que se proporcionan a los alumnos; y (4) Dimensión
evaluativa de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Además, forman parte de las decisiones
curriculares a determinar por los equipos docentes a nivel de centro, (5) las medidas a tomar
para atender debidamente la diversidad, (6) El plan de acción tutorial y orientación
educativa, y –más ampliamente– la oferta educativa (materias optativas, itinerarios, módulos,
y actividades culturales) del Instituto.
El Proyecto curricular de Etapa/Centro, para que pueda ser un instrumento válido para
la práctica pedagógica, exige -como mecanismo autorregulador-, su evaluación por parte del
Claustro de profesores. La evaluación de los Proyectos de Centro no debiera dirigirse
exclusivamente a revisión de lo hecho, debe ser punto de partida para “replanificar” lo que
se estima debiera suceder en el futuro inmmediato. De este modo, la evaluación es un puente
entre la valoración de lo que pasa y lo que debería pasar. En función de lo que a partir del
análisis realizado estimamos deseable de ser mejorado, se planifican nuevas líneas inmediatas
de acción. La evaluación puede -así- ser el proceso que articule el mismo proyecto escolar,
que ofrezca datos para su reorientación, que genere nuevos ámbitos de mejora, y que tienda a
construir con continuidad el funcionamiento y dinámica del centro y de sus profesores.
En lugar de que los profesores y otros agentes educativos asuman un papel pasivo y
de obediencia a las fichas, entrevistas y otros procedimientos evaluadores externos, para
después aceptar los informes que se les hacen llegar, en que se detectan deficiencias y se
proponen posibles mejoras; la autoevaluación institucional de los centros ha llegado a
constituirse en una buena alternativa para una evaluación formativa orientada a la mejora. Es
una oportunidad para reconstruir sus modos de ver lo que está ocurriendo en los centros.
2. Las acciones de mejora se dirigen a distintas parcelas de la realidad, de acuerdo con las
necesidades o prioridades sentidas, sobre las que se intenta construir modos de hacer
comunes, por lo que "el" Proyecto de Centro a largo plazo, se concreta en el tiempo (planes
anuales) en sucesivos "proyectos" focalizados de acción.
***
Referencias bibliográficas
BOLÍVAR, A. (1999): “La evaluación del currículum: enfoques, ámbitos, procesos y estrategias”, en
J.M. Escudero: Diseño, desarrollo e innovación del curriculum. Madrid: Ed. Síntesis.
COLL, C., BARBERÁ, E. y ONRUBIA, J. (2000): “La atención a la diversidad en las prácticas de
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Barcelona: Paidós.
ESCUDERO, J.M. (1996): “La evaluación del proyecto de centro”, en N. Illán (coord.): Didáctica y
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HARGREAVES, A., EARL, L. y RYAN, J. (1998): Una educación para el cambio. Reinventar la
educación de los adolescentes. Barcelona: Octaedro (Colección Repensar la educación, 1).
LUJÁN, J. y PUENTE, J. (1996): Evaluación de centros docentes. El Plan EVA. Madrid: Secretaría
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MORENO OLIVOS, T. (1999): “La evaluación alternativa como una herramienta para el
aprendizaje”, Anales de Pedagogía (Murcia), 17, 131-146.
NEVO, D. (1997): Evaluación basada en el centro. Un diálogo para la mejora educativa. Bilbao:
Mensajero.
PERRENOUD, Ph. (1996): La construcción del éxito y del fracaso escolar. Madrid: Morata, 2ª ed.