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LA MEJORA DE LOS PROCESOS DE EVALUACIÓN 1

Antonio Bolívar (Universidad de Granada)

Introducción

No querría que mi discurso, dirigido a profesionales a pie de obra, se deslizara a una


reflexión en un plano meramente teórico sobre la evaluación, ni tampoco –por lo que voy a
defender– a técnicas o procedimientos concretos de cómo evaluar. Entre uno y otro, pretendo
recordar algunas buenas ideas, analizar algunos problemas prácticos y sugerir distintas líneas
de mejorar la evaluación y –conjuntamente– la enseñanza y la educación ofrecida en nuestros
centros. El debate y diálogo, durante la sesión, puede suplir lo que aquí falte; en cualquier
caso, reorientarlo a los intereses de los participantes.

En segundo lugar, según indicaciones del coordinador del curso, me centraré en la


evaluación de los aprendizajes, de las prácticas docentes y de los centros educativos. Estas
son –soy consciente– muchas cosas, que requerirían más tiempo y espacio; pero espero –al
menos– señalar algunos puntos relevantes, y mostrar su conexión. En una primera parte, nos
concentraremos en las funciones de la evaluación de los aprendizajes en una escuela
comprehensiva. Atender la diversidad conjugada con un carácter “inclusivo” o
comprehensivo, plantea el reto de evitar, compensar, o no incrementar las desventajas
socioculturales o individuales. La evaluación en Secundaria, en particular, concentra y
expresa todos los problemas sociales y educativos, e incluso éticos (por ejemplo, “justicia
social”), de esta Etapa. Además, en una segunda parte de la sesión, plantearemos a qué viene
la evaluación de centros, cómo tiene usos orientados a la mejora interna pero también a otros
fines, diferenciar entre evaluación externa e interna (autoevaluación) e inducir a formas de
autorrevisión para llevarla a cabo.

1. PLANTEAMIENTO GENERAL

1.1. La mejora de la evaluación conduce a la mejora de la enseñanza

No tanto que mejorar la enseñanza conlleva mejorar la evaluación, asunto obvio; sino
al revés: mejorar la evaluación supone incidir previamente en lo que se enseña y cómo se
hace. Entrar en la evaluación, como siempre se ha dicho, es tocar un punto álgido del proceso
de enseñanza, que –como tal, por retroacción– cuestiona los restantes. No deja, por tanto, de
ser un “parche” abordarlo de modo separado (por ejemplo, una nueva técnica de evaluación).
Es preciso inscribirla en el contexto total de la enseñanza. Este será parte de mi mensaje. Así,
dice Perronoud (1996), “la evaluación está en el corazón del sistema didáctico. Tocar la
evaluación es tocar otras muchas piezas del sistema”. Por eso mismo, cambiar las prácticas
docentes se suele traducir casi siempre en una transformación de las prácticas de evaluación
empleadas para valorar el aprendizaje de los alumnos. A su vez, introducir determinados
procesos nuevos de evaluación pueden ser revulsivos que contribuyan a mejorar la enseñanza
y, más ampliamente, la educación ofrecida y vivida. Esta sesión, por tanto, se verá reforzada
1
El texto procede de una Ponencia impartida en el curso “La mejora de la enseñanza”, organizado
por la Federación de Enseñanza de UGT de Murcia (20.09.2000).
por la que tratará el profesor Fernando Roda, dedicada a “La mejora de los procesos de
enseñanza”.

La evaluación, como –en una buena analogía– han dicho Hargreaves y otros (1988:
183), es la "cola que menea el perro". Si parece algo que sigue al aprendizaje, que sucede
después de la enseñanza; es sin embargo un mecanismo que –en una cierta retroacción– hace
funcionar lo que se enseña, acabando –de modo reflejo– por configurar lo que los alumnos
aprenden. Por eso mismo, cambiar la evaluación implica cambiar el currículum (lo que se
enseña y aprende). Como ha escrito, con su habitual maestría, Elliot Eisner (1998: 102):

«Las prácticas evaluativas dentro de las escuelas, incluídas las utilizadas en los
exámenes, están entre las fuerzas más poderosamente influyentes sobre las
prioridades y el ambiente en las escuelas. Las prácticas de evaluación, en concreto los
exámenes de evaluación, instrumentalizan los valores escolares. Más de lo que los
educadores dicen, más de lo que ellos escriben en las guías curriculares, las prácticas
de evaluación dicen lo que tanto cuenta para los estudiantes como para los
profesores. Cómo se emplean estas prácticas, qué dirigen y qué rechazan, y la forma
en la que se desarrollan habla forzosamente a los estudiantes sobre lo que los adultos
creen que es importante. La evaluación es un tema decisivo para el conocimiento
educativo debido a su importancia. Creo que ningún esfuerzo por cambiar las escuelas
puede tener éxito si no se diseña un acercamiento a la evaluación coherente con los
propósitos del cambio deseado»

Los estudiantes acaban trabajando aquello que intuyen que es relevante en la


evaluación, y el profesor en su enseñanza implícitamente muestra qué es lo que le importa en
la evaluación. Las prácticas de enseñanza se estructuran, pues, para el alumnado y el
profesorado, en función de la evaluación. Lo que se evalúa acaba determinando lo que se
enseña. Un ejemplo actual puede venir al caso: con motivo del discurso actual de la
relevancia de educar en valores y actitudes, algunos profesores se hacen eco no sólo en las
programaciones o proyectos (requerimiento administrativo) sino en las clases. Pero,
finalmente, los alumnos entienden que lo que cuenta son los contenidos de conceptos y
procedimientos, quedando el primero en una apelación moralista.

Sucede, entonces, que si queremos mejorar la evaluación hay que reformular otros
puntos del sistema de enseñanza, no exclusivamente en un plano individual sino estructural,
para que el primero se pueda sostener. Por eso, resultan ingenuas o –cuando menos–
simplistas las propuestas de mejorar la evaluación sustituyendo las prácticas vigentes por
otras. Lo que pasa tiene una historia, no es un asunto individual, responde a una lógica social,
etc. Un camino, por tanto, más viable es partir de lo que se hace, promover un reflexión
crítica y colegiada con los compañeros, ver en qué extremos deba ser reformulado o resituado
poco a poco.

Algo de esto se puede ver en los problemas de la evaluación en la ESO: se pretende


un cambio decidido de su función, pero se dejan intocadas otras dimensiones del sistema.
Muchas veces la obsesión de los reformadores, comentan Hargreaves y otros (1998: 247-48),
es que los profesores cambien sus estrategias de enseñanza, en el ámbito del profesor
individual, con exclusión de otros ámbitos de reforma. Es algo atractivo, en la medida que no
cuestiona cambios en el currículum o en la organización de los centros:

«Estos enfoques presuponen que los profesores persisten en mantener los


modelos tradicionales de enseñanza porque carecen de los conocimientos necesarios
sobre las alternativas, no saben cómo utilizarlas o no están dispuestos a probarlas.
Hemos visto, sin embargo, que en el mantenimiento de los modelos tradicionales de la
enseñanza no influyen tan sólo las preferencias de un profesor particular, sino también
otros aspectos "sagrados" de la escolarización secundaria, y en particular su
organización alrededor de asignaturas académicas y el uso continuado de modelos
tradicionales de evaluación. Mientras no se aborden los aspectos más "sagrados" de la
escolarización secundaria, predecimos, basándonos en las pruebas de que disponemos,
que los esfuerzos por mejorar la enseñanza serán ineficaces».

También, en estos casos, se hace una «pedagogía sin escuela», que ha dicho algún
autor (Simola, 1998: 349), hablando de unos planteamientos ideales sobre “cómo el profesor
enseñaría y cómo el alumno aprendería en la escuela, como si no hubiera escuela”. Se
produce, así, una bella propuesta que no tiene en cuenta la realidad y alumnos con que
contamos. Así, todo el enfoque constructivista dominante en la Reforma, aparte de sus
virtualidades (que las tiene), presupone un alumno interesado y motivado, que quizás no
puede llegar, y –entonces– se adecua el currículum (nivel de contenidos y metodología) a lo
que puede hacer, para hacerlo significativo. Pero, como saben bien los profesores, no es éste
todo el alumnado que tiene en clase.

El constructivismo (versión española) también ha contribuido a crear un nuevo


«régimen de verdad», que se inscribe a su vez –más ampliamente– en una nueva forma de
"gobernación" social y educativa: individualización de los problemas, al tiempo que oculta (o
silencia) la desigualdad social (y cultural). Fijémosnos cómo todo se refiere al alumno como
individuo en singular. Bajo la buena nueva de responder a la diversidad de los alumnos se
acentúa dicha individualización. Antes se hablaba de los bienes que aportaba la educación del
pueblo (discurso ilustrado), ahora que se atienda bien cada alumno.

Con la psicologización de los problemas sociales (y educativos) se individualizan


problemas que son sociales, para poder atribuir el fracaso escolar sólo a razones pedagógicas:
No haber adaptado bien la ACI, haber evaluado sin referencia a criterios individuales, haber
secuenciado mejor los contenidos, etc. El discurso de la diversidad, bajo códigos
psicopedagógicos, contribuye a desplazar el problema social al sistema educativo, y de éste al
tratamiento individualizado del profesor a cada persona, como nueva "tecnología del yo", que
diría Foucault.

No obstante, no quiero con lo anterior, servir de coartada para que se sigan


reproduciendo prácticas, que son injustificables no sólo didácticamente, sino –más
importante– socialmente. Lo que quiero, más bien, es a llamar la atención, en primer lugar a
mí mismo, para contextualizar los discursos educativos dirigidos al profesorado. Estos
discursos no se pueden plantear en el vacío. Así, inducir a formas más cualitativas de
evaluación, que implican mayor inversión de tiempo y un conocimiento prolongado de los
alumnos, debiera tener en cuenta, en paralelo, qué puede razonablemente hacer un profesor
en la ESO, que maneja un alto número de alumnos (200 como media).

En contrapartida, también es cierto que muchas veces, como ha llamado la atención


entre nosotros Miguel Ángel Santos (1993), la mejora no sucede porque en la evaluación, al
analizar lo que sucede, se emplean procesos atributivos simplificados: las causas son de los
alumnos o de la familia (son vagos, están mal preparados, desmotivados, la familia no les
ayuda, es un grupo muy malo, ven mucha televisión, etc.). Sin duda estas son causas, pero no
son todas las causas. Y en cualquier caso el tema es: con los alumnos que tenemos y de las
familias que los tenemos, qué podemos hacer para hacerlo mejor. Echar todos los balones
(mecanismo de autodefensa natural) fuera, impide entrar en analizar (cuestionar y responder)
lo que hacemos. No me gusta mucho este tipo de discurso apelativo (por sus reminiscencias
pastorales y espiritualistas), pero pienso que también es preciso reflexionar desde esta óptica,
pues al final no todo depende de las estructuras sino de las personas.

1.2. Dos formas (“culturas”) de entender la evaluación

Simplificando un tanto, podemos decir –como, por otra parte, se ha destacado por
muy diversos autores (Coll y otros, 2000; Moreno Olivos, 1999)– que hay dos grandes
formas de entender la evaluación, que suponen distintos modos (“culturas”) de conducir las
prácticas docentes en este terreno, y que –en último extremo– responden a prioridades y
lógicas de fondo diferentes a la hora de evaluar. Además, ambas coexisten (y, más grave,
tienen que coexistir), con distinto grado de prioridad, según niveles o enfoques más
renovadores o tradicionales de la enseñanza. A una función pedagógica (mejora de los
procesos de enseñanza-aprendizaje) se superpone una función social (acreditación social del
nivel de capacitación alcanzado). El problema es conjugarlas debidamente, primando la
primera sobre la segunda.

[1] La cultura de la evaluación como “examen” que acredita los conocimientos adquiridos

Es la función tradicional de la evaluación, fuertemente asentada para profesores y


alumnos, porque –además– forma parte de la gramática básica de la escuela que tiene, entre
otras funciones, acreditar conocimientos y grados. La evaluación es control del conocimiento
adquirido, de los aprendizajes de los alumnos, que deben ser “acreditados” (mostrados) en el
acto de evaluación. Como tal, es una actividad separada del proceso de enseñanza. El asunto
es cómo medir o evaluar bien (“objetivamente”), constatar el grado en que los estudiantes han
aprendido. En suma, es lo que se ha dado en llamar la evaluación como
“control”(curiosamente los alumnos suelen decir: “hoy tengo un control”) o evaluación
“sumativa”. La diversidad no suele ser tenida en cuenta, en cuanto que se exige a todos los
alumnos llegar al mismo nivel.

Las críticas recibidas son conocidas, en especial en la medida que promueve


aprendizajes como acumulación (y reproducción) de conocimientos. Además, no forma parte
del propio proceso de enseñanza, es un acto final, con escasas posibilidades de retroacción.
Suele practicarse por ello en momentos aislados, en un cierto “corte” de los procesos
normales de enseñanza. En cualquier caso, bajo la pretendida “objetividad” se ocultan otros
supuestos, normalmente no cuestionados, como es la subordinación de la función educativa a
la función social de acreditación de conocimientos, fabricando al excelencia escolar, que diría
Perronoud. Y la piedra de toque es que escasamente contribuye a mejorar el proceso de
enseñanza.

[2] La cultura de la evaluación “alternativa” con una función didáctica

La evaluación como el contexto que genera y provee información sobre los procesos
de enseñanza. En este caso se transforma la evaluación en instrumento de conocimiento y en
una base para la toma de decisiones de carácter didáctico o educativo. Se privilegia la
obtención de la información sobre la calificación. “Desde esta perspectiva, dicen unas autoras
(Camilloni y otras, 1998: 12), la evaluación sería tema periférico para informar respecto de
los aprendizajes de los estudiantes, pero central para que el docente pueda recapacitar
respecto de su propuesta de enseñanza”.

En esta función didáctica alternativa, por ejemplo, el error es tan relevante como los
aciertos, en la medida a que revela las representaciones de los alumnos o la incidencia de la
enseñanza, o las dificultades para la adquisición o comprensión. En la primera, el error refleja
que no lo aprendido, en la segunda sirve como índice sobre donde y cómo incidir para el
aprendizaje. En fin, un tanto radicalmente, jugando con los términos, se podría decir que en la
primera se enseña para evaluar, en la forma alternativa se trataría de evaluar para enseñar
mejor. “El juicio de valor resultante –comentan Coll y otros (2000: 115)– versa pues en este
caso sobre el desarrollo mismo del proceso educativo y debe ser útil, en principio, tanto para
ayudar al profesor a tomar decisiones que le permitan mejorar su actividad docente, como
para ayudar a los alumnos a mejorar su actividad de aprendizaje”. Podemos recoger, de
modo sumario, las diferencias en el Cuadro adjunto.

La evaluación como “examen” La evaluación “alternativa”


Concepto Control del conocimiento adquirido, para Obtener información sobre procesos
calificar a los alumnos para toma de decisiones
Función Función social: Acreditar socialmente los Función didáctica: Mejorar los
conocimientos. Sumativa. procesos de enseñanza. Formativa
Lugar Separada (final) del proceso de enseñanza Integrada en el proceso de enseñanza
Diversidad No logra un tratamiento diferenciado Modo de atender la diversidad
Lema “Enseñar para evaluar después” “Evaluar para enseñar mejor”

Sin embargo, como apuntaba, ambas funciones (social de acreditación y didáctica de


mejora) coexisten y tienen que coexistir en la práctica docente. De ahí la tensión permanente
que suele vivir el profesorado en sus prácticas docentes. El problema, más bien, es que la
función sumativa de control anule la formativa de mejora, privando del carácter propiamente
educativo que debía tener. Valorar lo que los alumnos han aprendido (en sentido amplio) es
relevante, la cuestión es si sólo se queda en constatar/acreditar, o –en su lugar– es uno de los
índices privilegiados sobre el valor de los procesos de enseñanza puestos en juego. La
evaluación sumativa, que constata lo que han aprendido los alumnos, puede estar al servicio
de fines formativos, en la medida que sirva de base para toma de decisiones oportunas.
Además, como dicen las autoras citadas (Camilloni y otras, 1998: 103):

«Es innegable reconocer el valor de la evaluación que centra la mirada en la


comprensión de los procesos de aprendizaje articulando desde allí su propuesta de enseñanza,
pero esto no implica un menosprecio por la acreditación, y ni siquiera pensar que una
propuesta excluye la otra, ya que el hacerlo implicaría desconocer que la enseñanza es una
práctica social y que como tal le corresponde la legitimación de conocimientos».

Además, como se ha resaltado, evaluar es valorar, por lo que cambiar prácticas


evaluadoras implica un cambio previo en los valores últimos que deciden nuestras prácticas.
Lo que sucede es que, si no queremos ser ingenuos, dicho cambio no se limita al profesorado,
debe ser también social. Y socialmente la escuela debe acreditar conocimientos en distintos
grados.

1.3. El (nuevo) discurso de la evaluación y las prácticas docentes

En verdad, el nuevo discurso y sentidos de la evaluación, que se ha extendido con la


LOGSE (evaluación formativa o continua, integrada en el proceso educativo y centrada
preferentemente en la mejora del proceso de enseñanza, encaminada a la orientación del
alumno, evaluación del propio sistema y no sólo de alumno, entre otros); ya empezó a
difundirse en España a partir de 1970. Ha cambiado alguna terminología y, en parte, la teoría
psicológica que le sirve de base, pero permanece como mensaje central: la evaluación debe
referirse a juzgar el valor tanto de los aprendizajes alcanzados, como a los procesos que los
han desarrollado, para adoptar las oportunas decisiones de mejora. La evaluación del
aprendizaje de los alumnos se convierte en autorregulación del proceso de enseñanza, y en
criterio de si es necesario reformular/readaptar el diseño y programación realizado.

Por eso, si queremos que “cale” en la práctica, podemos preguntarnos por qué –en
general– quedó a nivel discursivo, mientras la práctica continuaba reproduciéndose, o
acomodando las nuevas orientaciones a los modos habituales de hacer, por no haber logrado
alterar los hábitos y actitudes de partida, particularmente en las EE.MM. Es también lo que
explica que la Reforma de los noventa vuelva a reiterar dichos mensajes.

Por qué razones pienso que ahora este discurso puede (o debe)
“calar” más en las prácticas docentes o, al menos, hay que tomárselo más en
serio.

1. Se reconoce y se dice apoyar una autonomía en el desarrollo curricular a nivel de Centro.


Esto obligaría a que si los Departamentos/centros han de establecer sus criterios propios de
evaluación, ahora –más decididamente que en los setenta– debe afectar a reformular el
currículum planificado (Proyecto Curricular) a nivel de Centro o Departamento, si es que
ahora no es el Programa oficial sino nuestro propio “programa”. Esto obligará a un sucesivo
reajuste entre la oferta educativa del profesorado, Departamento y Centro y las necesidades y
características personales de sus alumnos.

2. A su vez, al extenderse la educación obligatoria hasta los 16 años bajo un modelo


comprehensivo, la evaluación empieza a perder su carácter selectivo/etiquetado de los
alumnos/as. Esto afecta especialmente a la ESO y a la “promoción” de alumnos. En efecto, la
evaluación en Secundaria Obligatoria está obligada a adquirir un nuevo papel (si no se quiere
caer, como algunos profesores han hecho, en “promoción por imperativo legal”), con dicha
función formativa, que incluye incorporar variables contextuales que modulen la valoración
del rendimiento. Tener en cuenta el diferente capital cultural y social del alumnado se
convierte en una obligación ética y social. Una evaluación como “control” de conocimientos
adquiridos empieza a dejar de tener sentido, para recobrarlo la cultura “alternativa” de
evaluación.

3. En tercer lugar, se plantea más decididamente que en el 70, allí sólo apuntada que no llegó
a regularse, la evaluación externa de los centros escolares por la Administración Educativa,
además de la propia autoevaluación interna que puedan/deban hacer los centros. Esta
“autoevaluación” por la institución, como veremos, se inscribe en una evaluación de los
procesos educativos puestos en juego, con una función formativa.

Sin embargo, ¿por qué pueden seguir reproduciéndose?

1. Forma una parte “sagrada” de la “cultura” escolar el control de conocimientos y


aprendizajes. En especial, la evaluación ha tenido la función, poco fácil de sustituir, del
control de la gestión de la clase. De ahí la indefensión de algunos profesores cuando no
pueden emplearla con dicho poder coactivo.

2. Por mucho que se quiera, el lugar y función de la evaluación en el planteamiento curricular


de los noventa sigue siendo el mismo (el modelo estándar tyleriano). Así la situaba el DCB
de 1989: “¿Qué, cómo y cuando evaluar?. Por último, es imprescindible realizar una
evaluación que permita juzgar si se han alcanzado los objetivos deseados”. Todas las
órdenes y resoluciones de evaluación, de un modo u otro, plantean la evaluación como algo
dependiente de los objetivos programados (capacidades de etapa, objetivos del área, etc.). La
valoración positiva, dice la Orden de evaluación en Secundaria, significa que el alumno “ha
alcanzado los objetivos programados”. E, igualmente, las medidas complementarias de
refuerzo o adaptación curricular se dirigen a que “el alumno alcance dichos objetivos”.
Finalmente, el propio Proyecto Curricular será evaluado, en primer lugar, en función de “la
adecuación de los objetivos a las necesidades y características de los alumnos”. De hecho,
los “criterios de evaluación” oficiales se convierten en objetivos terminales en la práctica. En
fin, en esto hay poco cambio a nivel de discurso.

2. LA EVALUACIÓN DE LOS APRENDIZAJES

La evaluación, en el sentido amplio que vamos a defender, es el sucesivo reajuste que


deberán ir sufriendo las tareas educativas y prácticas docentes del Centro y, dentro de él, de
cada área/materia por los Departamentos, en contraste y adecuación a la práctica, según el
juego que están dando: si responden a las expectativas, hay elementos que no funcionan
como se esperaba, etc. Por eso mismo la evaluación no es, en propiedad, una fase
independiente, menos final, del proceso de desarrollo del currículum, va inmersa en cada una
de las acciones que se ponen en marcha.

La evaluación, recordando lo que ya se ha dicho y repetido, se debe dirigir a juzgar el


valor tanto de los aprendizajes alcanzados, como a los procesos que los han desarrollado.
Referida al alumno la evaluación debía servir como instrumento para indicar en qué
dimensiones se debe incidir más prioritariamente en el proceso de enseñanza y aprendizaje,
orientar acerca del modo más adecuado para reforzar los aspectos a tener en cuenta, y
detectar los progresos alcanzados. En cualquier caso, más que un problema de medición o
técnicas, la evaluación es un compromiso por revisar una práctica educativa, en función de
unos propósitos o metas, que se convierte en referente de la acción educativa y del propio
juicio sobre el progreso de los alumnos y alumnas.

2.1. Relación entre aprendizaje y proceso de enseñanza

La evaluación del proceso de aprendizaje de los alumnos no es independiente de la


evaluación del proceso de enseñanza. De este modo, la primera se convierte en
autorregulación del proceso de enseñanza, y en criterio de si es necesario
reformular/readaptar el diseño y programación realizado. La finalidad de la evaluación, se
dice oficialmente, es “obtener información que permita adecuar el proceso de enseñanza al
progreso real den la construcción de aprendizajes de los alumnos”, de modo que permita
tomar las decisiones para, además de reconducir el proceso de aprendizaje, adecuar el diseño
y desarrollo de la programación. Por ello se plantea, con una cierta novedad (por el acento
que se pone), la relación entre evaluación del proceso de aprendizaje y la evaluación del
proceso de enseñanza.

Recoger el espíritu de la LOGSE de que la evaluación ha de ser continua e


integradora en una educación no discriminatoria o clasificatoria, es entenderla, señala la
normativa (MEC, 1992), “que está inmersa en el proceso de enseñanza-aprendizaje del
alumno con el fin de detectar las dificultades en el momento en que se producen, averiguar
sus causas y, en consecuencia, adaptar las actividades de enseñanza-aprendizaje”. La
evaluación tiene, entonces, una función reguladora del proceso de enseñanza: apreciar,
obtener y proveer información para tomar las decisiones oportunas. Se trata de generar un
conjunto de significaciones que puedan volver inteligibles los procesos educativos, para
reajustar los procesos de enseñanza-aprendizaje. Como hemos resaltado antes, este tipo de
racionalidad curricular en la que se inscribe la evaluación (incidir en su valor formativo, más
que sumativo, tomar los objetivos como criterios de evaluación, etc.), no difiere
sustancialmente de los planteamientos que ya se introdujeron, a nivel teórico no así en la
práctica, con motivo de la Ley General de Educación. Lo que si ha cambiado es que dicho
marco curricular se considera, y se impele a que sea, adaptable a contextos y personas
individuales, y el reconocimiento, y asunción por parte de la propia configuración del sistema
escolar, de la diversidad sociocultural y diferencias específicas.

La evaluación, tal como hoy la entendemos y dice la propia normativa, va más


referida al proceso de enseñanza (“la adecuación del proceso de enseñanza al progreso real
del aprendizaje de los alumnos”), que a la calificación del alumno (“lo que realmente ha
progresado, sin compararlo con supuestas normas estándar de rendimiento”), y con una
finalidad formativa (“ofreciendo al profesorado unos indicadores de la evolución de los
sucesivos niveles de aprendizaje de sus alumnos, con la consiguiente posibilidad de aplicar
mecanismos correctores de las insuficiencias advertidas”). La función principal de la
evaluación no es, entonces, una medición de estados finales o productos conseguidos por el
alumno; sin desdeñarla, más bien, debe proporcionar elementos de información sobre el
modo de llevar la práctica docente, posibilitar una reflexión sobre ella, diagnosticar el grado
de desarrollo y necesidades educativas de los alumnos y alumnas, etc. Una evaluación
adaptada a la diversidad también induce, interactivamente, a revisar los procesos de
enseñanza puestos en juego, para reajustarlos a los progresos y capacidades de los alumnos
como grupo o individualmente, permitiendo una progresiva reorientación (Bolívar, 1997). La
evaluación en la Secundaria Obligatoria —se ha repetido— no debe tener fines selectivos o
de clasificación, aunque no siempre se han puesto las condiciones organizativas y laborales
para que así sea.

De este modo, una evaluación de alumnos/as no puede limitarse al contexto mismo


del aula (trabajos realizados, participación, reelaboración personal de conocimientos,
capacidad de aplicación a otras situaciones, etc.), tiene que incorporar variables
(consideraciones de partida del alumno, de su contexto social, o de sus propias capacidades o
competencias) que modulen la valoración del rendimiento del alumno. El proceso de
valoración no puede estar centrado únicamente en el alumnado como individualidades, sino a
la totalidad de factores que están afectando al desarrollo personal. Cada alumno trae un
determinado capital cultural, en función de entorno familiar e historia escolar que arrastra. El
sentido de la llamada "evaluación inicial" consiste, entonces, en ser consciente de lo que un
alumno puede hacer, a qué nivel, o qué contenidos o estrategias serían más adecuados, etc.
En suma, adaptar aquí es relativizar, en parte, lo que (objetivos y contenidos) enseñamos en
función de las posibilidades de aprendizaje.

A su vez, sin duda, una evaluación ha de centrarse en el impacto que la puesta en


práctica ha tenido en el aprendizaje de los alumnos, actitudes, capacidad organizativa y otros
resultados. Pero, desde este enfoque, entendemos que la consecución de mejores resultados
en el aprendizaje de los alumnos no es un parámetro absoluto, sino relativo y dependiente
tanto de lo planificado, como del propio desarrollo práctico que se ha hecho, y asimismo de
los factores contextuales que han determinado los posibles resultados. Además de la calidad y
cantidad de aprendizajes de los alumnos, se valora el impacto o consecuencias que el nuevo
programa ha tenido en mejorar las habilidades profesionales y papel de los profesores
(métodos de enseñanza, nuevas habilidades, compromiso moral por incrementar la educación
de los alumnos, utilización de estrategias para adaptar la enseñanza a los alumnos, etc.), y en
el desarrollo institucional del centro (imagen del centro, organización para responder a las
necesidades de los alumnos, modo como los problemas se resuelven, relaciones de
comunicación e implicación del profesorado en el trabajo conjunto, capacidad para resolver
problemas y toma de decisiones, etc.).

Hay elementos en la propia normativa que remiten, como venimos argumentando, a


que el proyecto no es algo cerrado, sino abierto a ser sometido a revisión en función del
propio desarrollo práctico. Por eso se dice que el Claustro debe aprobar, a propuesta de la
Comisión de Coordinación Pedagógica, el Plan de evaluación de la práctica docente y del
Proyecto curricular de Centro. La propia normativa requiere que el propio de centro incluya
un “plan de evaluación del proyecto curricular”. En el Proyecto/programación se determinan
aquellos criterios que orientarán la evaluación en cada uno de los cursos, de acuerdo con el
contexto del Centro y características de los alumnos. No sólo ha de ser objeto de evaluación
el aprendizaje de los alumnos, sino también los procesos de enseñanza y la propia práctica
docente de los profesores. Los criterios de evaluación, y sobre todo de promoción entre cada
ciclo/curso, deberán ser buenos indicadores de la evolución del aprendizaje de los alumnos.

2.2. ¿Como comunicar los resultados de la evaluación?

Cambiar las formas de evaluación para, finalmente, no alterar los modos como la
evaluación es comunicada, no lleva muy lejos. El informe de evaluación debe ser
aprovechado para crear las condiciones y capacitar a la comunidad escolar para comprender y
colaborar (padres), tener conciencia de su situación, ayudar y motivar (alumnos), y reajustar
los procesos con decisiones informadas (profesorado). La validez de un informe de
evaluación vendrá dada en función de su capacidad para mejorar los procesos educativos por
alumnos, padres y profesores. Por eso, el tema de las técnicas/fichas de evaluación o de
información a los alumnos y familias se subordinan a la función educativa, además de
informativa, que se pretenden tengan.

A veces, la comodidad de rellenarlo con una sola calificación, puede alterar toda la
naturaleza del proceso de evaluación llevado a cabo. La codificación (numérica, alfabética),
que se emplea administrativamente, no es el mejor medio, pues los fines previstos pueden no
estar correspondiéndose con la función real que están teniendo. Esto suele exigir elaborar
algunas fichas que incluyan diversos aspectos, o comentarios sobre el proceso seguido o las
medidas a tomar, aparte de las posibles entrevistas. Será siempre necesario dar información
cualitativa del conjunto de dimensiones educativas. La información versará sobre la
evolución de las capacidades propias del alumno o alumna, así como los problemas de
aprendizaje detectados y las estrategias de solución que precisen de la cooperación con la
familia. No obstante, no siempre se dispone de la inversión de tiempo que suelen exigir los
informes cualitativos no estandarizados. Por eso es preciso lograr, en cada centro, un
equilibrio adecuado entre narración propia de cada profesor, y enunciados estandarizados,
que sean expresivos y significativos en cada caso.

2.3. Provocar el debate: La evaluación entre la modernidad y postmodernidad

En esta línea de que cambiar las prácticas evaluadoras, conlleva reformular los
valores de partida, voy a plantear –a efectos de suscitar polémica– en tono crítico el asunto, a
la vez que sirva para reflexionar de dónde venimos y a dónde estamos. En línea con el
discurso actual de la evaluación, un asesor –al que voy a tomar como ejemplo– declaraba en
una ponencia a los profesores:

«No se puede evaluar a todos los alumnos de una clase con el mismo tipo de
prueba o criterios, porque cada uno es distinto y diverso, lo que exige tipos de
pruebas y criterios diferenciales para cada alumno».

Τ ¿Por qué esto choca con la práctica asentada de enseñar a todos los alumnos
las mismas habilidades y contenidos y, consecuentemente, evaluarlos con los
mismos criterios y pruebas?.

Responder medianamente al asunto exige situar estas prácticas en la perspectiva


histórica en que se han generado. Simplificando, soy consciente, para entendernos podríamos
decir:

1.- En la Modernidad, cuando se configura el modelo de escuela pública (en su versión


republicana francesa), el objetivo es que todos los alumnos alcancen los mismos niveles. Se
es "ciego" a las diferencias, que deben quedar a la puerta de la escuela. En principio, tiene
una meta progresista: "liberar" o "emancipar" de las condiciones sociales.

En los años setenta se demuestra (particularmente empíricamente: Informes de la


Sociología de la Educación) que es una vana esperanza: De hecho, bajo la igualdad (al tratar
del mismo modo a los que son desiguales de partida) se favorece a los “herederos”, y se
excluye a los desfavorecidos. La escuela, y la evaluación es su mecanismo privilegiado,
reproduce las diferencias sociales. Las respuestas "compensatorias" (limitadas al ámbito
escolar: dar más de lo mismo) tampoco logran atajar el problema, si acaso mitigarlo. Además,
en los noventa, empiezan a aparecer otros tipos de diversidad (etnica, cultura, género) a las
que no se puede hacer frente con el mismo tipo de currículum y evaluación. Comienzan,
entonces, los movimientos –plurales en sus propuestas– de una pedagogía y evaluación
diferenciadas, ya sean individualizadas o adecuadas a cada comunidad o contexto.
2. Vueltas insuficientes las pretensiones de la Modernidad ilustrada, en nuestra coyuntura
postmoderna, se viene entonces a decir: Reconozcamos las diferencias (de cada comunidad
cultural y de cada individuo), adaptándonos a ellas. Desengañados del modelo y exigencia
común, serán justas aquellas respuestas educativas "ajustadas" a la situación de cada centro, o
cada alumno, lejos ya del sueño de gestionar uniformemente un currículum uniforme
legislado. Aquí se inscribe la declaración susodicha del asesor. El problema –ya apuntado– es
que, bajo la psicologización individualizada de problemas sociales, se pueda reforzar la
desigualdad (o, al menos, contribuya a ocultarla).

3. Este es el problema de los profesores. En plan irónico suelo decirles a mis colegas de
Instituto: "todavía sois muy modernos, y hay que desengañarse de esos ideales, para adoptar
una postura más acorde con las circunstancias, ser postmodernos". Pero, en fin, en un plano
más serio: si en una escuela para todos es inmoral incrementar las desigualdades/diferencias
de origen social, y la igualdad es una vana esperanza, sólo cabe adaptarse a las diferencias.
Este es el sentido último de la adaptación curricular, que choca con lo que fue la pretensión
básica de la escuela moderna.

4. El asunto es cómo se haga: sirviendo de coartada para reforzar esas diferencias (y es grave
lo que está pasando), o con un curriculum que posibilite la máxima autorealización de las
personas, sabiendo que no todos pueden alcanzar los mismos niveles. Alguien podría –con
razón– decir: tampoco esto es nuevo, es lo que todo buen maestro siempre pretendió, sacar el
máximo de potencialidades de cada alumno, sabiendo que no todas son las mismas. En
cualquier caso, en nuestro tiempo ha adquirido caracteres nuevos y problemáticos.

Los profesores temen que, en el intento de adaptar el currículo a una población


descompensada socio-culturalmente, se puede "bienintencionada" e inconscientemente estar
adaptándose a la desigualdad, y —con ello— contribuyendo a reforzarla, al ofrecer unos
niveles educativos diversos, acordes con la desigualdad cultural de base. Esto puede suponer
—en la práctica— niveles educativos de oferta y exigencia diferentes, dejando la educación
de ser un medio de emancipación. Y es una preocupación legítima y deseable. Pero también,
paralelamente, hay que mostrar la función reproductora y discriminadora que bajo los
mismos niveles desempeñó las escuela. Para los no convencidos hay múltiples trabajos
empíricos (no sólo teóricos) que lo demuestran. Estamos, pues, en un tiempo que hemos de
actuar en la frontera.

3. EVALUACIÓN DE CENTROS

La evaluación de centros, a partir de los ochenta, adquiere un creciente interés en las


políticas educativas, en una especie de "estado evaluador". A medida que se delega mayor
autonomía a los centros educativos, como contrapartida se incrementa la necesidad de una
evaluación periódica de los resultados obtenidos por los centros, teniendo en cuenta las
características de sus alumnos. Ya sea con propósitos de mejora interna, para transferir
responsabilidades, o para dar criterios a los clientes en su elección, la evaluación de centros
se ha convertido en los últimos años en un cuestión estrella. El auténtico reto actual es que lo
que comenzó siendo un medio de mejora institucional, no acabe siendo atrapado o colonizado
por la lógica mercantil, común –por lo demás– para los gobiernos conservadores y los de la
"tercera vía".
Hay –no obstante– razonables dudas si la evaluación externa de los resultados
(evaluación como producto) pueda comportar un proceso de mejora interna. Por eso, una
cuestión que plantearemos en la sesión es cómo combinar, de modo productivo, ambos tipos
de evaluación. La evaluación de centros tiene, pues, dos grandes metas que, aunque opuestas
a menudo, no tienen por qué serlo:

[a] Dar cuenta del funcionamiento del servicio público; y

[b] Proceso de aprender de la propia práctica para mejorar la acción educativa del
centro.

La primera suele regirse por una lógica de fidelidad (en qué grado reflejan lo regulado
o consiguen los resultados estipulados), normalmente en términos cuantitativos; mientras que
la segunda se dirige preferentemente a autodiagnosticar los elementos disfuncionales y
necesidades como paso previo para la mejora escolar. Como dicen Marchesi y Martín (1999:
7-8): “En el primer caso, el objetivo de la evaluación es conocer el funcionamiento de los
centros docentes para comprobar si cumplen los objetivos establecidos. De esta forma la
administración puede detectar los problemas más importantes y adoptar las decisiones que se
consideren oportunas. (...) En el otro polo se sitúa el compromiso y el progreso de la escuela,
que se basan en la participación voluntaria de los centros, en el compromiso de los profesores
y en el acuerdo de la comunidad educativa. Los sistemas habituales que se utilizan son la
autoevaluación y la evaluación interna, si bien pueden completarse con algún tipo de
evaluación externa”.

3.1. Evaluación interna, evaluación externa

Es común diferenciar entre evaluación externa (conducida por agentes externos, en


nuestro caso, inspectores) de la evaluación interna (realizada por los que están trabajando en
el centro o programa), que, de modo paralelo, se ha asimilado –respectivamente– a
heteroevaluación y autoevaluación. Si se intenta combinar con las dimensiones
formativa/sumativa y; interna/externa, lo normal es que la evaluación externa sea sumativa y
heteroevaluación, y la formativa sea realizada por los propios agentes internos implicados;
pero en la práctica caben otras mezclas, ni la evaluación externa tiene por qué oponerse a la
interna (Nevo, 1997).

Más relevante es la oposición entre la evaluación como instrumento de dirección y


control, y como estrategia para la mejora y el desarrollo escolar. La primera se ha traducido
como prestación/rendimiento de cuentas o responsabilización. Si bien cabe la evaluación de
un servicio público, también, en los últimos tiempos, a partir del laboratorio inglés, se está
poniendo al servicio de un rendimiento de cuentas a los clientes, en una lógica mercantil. Por
su parte, una evaluación orientada hacia la mejora exige o presupone el compromiso de los
propios implicados para iniciar proceso evaluativo como estrategia para incidir sobre la
calidad de los procesos y resultados.

Defenderemos la tesis de que la evaluación de los Proyectos de Centro debe servir,


conjuntamente, para (a) Dar cuenta de los logros de un centro; y (b) servir como un proceso
de mejora de la propia organización. Ello supone (Escudero, 1996) haber creado las
condiciones institucionales que la hagan posible.
La necesidad de evaluaciones externas de los centros escolares viene determinada
tanto para asegurar la igualdad (misma calidad educativa) de los ciudadanos en la educación,
acentuada cuando los centros gocen de un grado de descentralización y autonomía; como
para aportar los recursos y apoyos necesarios a aquellos centros que no estén ofreciendo un
entorno educativo parecido a otros (públicos o privados concertados), o para compensar en la
medida de lo posible las desigualdades o deficiencias sociales. Desarrollar y evaluar el
currículum de modo autónomo, al depender de cada contexto social, puede conllevar
problemas de justicia/equidad (por ejemplo, incremento de diferencias) entre los centros, o
servir a intereses parroquiales no defendibles con unas mínimas pretensiones de
generalizabilidad.

Un centro escolar que no cuenta con ningún mecanismo interno para su autorrevisión,
tendrá dificultades para sacar partido, en un diálogo constructivo, a cualquier informe de
evaluación externa. Así, en España, al no haber sabido para qué se quería la evaluación de
centros, ni cuáles eran las prioridades (generar una cultura evaluativa en los centros e iniciar
procesos internos de revisión), ha conducido a que un bienintenciado Plan de evaluación de
centros (Plan EVA en el MEC) haya tenido, finalmente, que suprimirse (1997), para dar
entrada a los planes de mejora y gestión de la calidad. Si una evaluación externa quiere, como
decía el objetivo general del Plan EVA, “impulsar la autoevaluación de los centros con el fin
de mejorar la calidad de la enseñanza que en ellos se imparte” (Lujan y Puente, 1996), y no se
preocupa por crear los procesos necesarios, está abocada a fracasar.

En estos casos cualquier evaluación externa engendrará actitudes defensivas y será


percibida como un intento de controlar el funcionamiento del centro y un atentado contra la
autonomía profesional, lo que en nada contribuye a la mejora. Por eso, señala Nevo (1997),
los que estén interesados en la evaluación sumativa externa deberían animar a los centros a
desarrollar mecanismos de evaluación interna, no para sustituirla sino para hacerla más
eficaz. Normalmente la autoevaluación institucional es una condición prioritaria para que una
evaluación externa contribuya a la mejora interna, al contar con procesos para sacar partido a
los informes de evaluación. Como señala David Nevo (1997: 167): «Si la evaluación de un
centro es interna y externa a la vez, se convierte en un diálogo para la mejora en vez de en
acusaciones externas y defensiva interna».

3.2. Tres orientaciones en la evaluación de centros

La evaluación de las organizaciones educativas se ha presentado ligada a los


movimientos u «olas» que en torno a la mejora han recorrido últimamente las políticas e
investigación sobre las escuelas (Bolívar, 1999); que –a su vez– son subsidiarios y expresan
modos de concebir las escuelas:

[a] Eficacia (“escuelas eficaces”): elementos e indicadores que, ligados a un centro,


tienen efectos añadidos en el aprendizaje de los alumnos. Una escuela eficaz aporta un
“valor añadido” en el progreso de sus alumnos.

[b] Mejora de la escuela, con un enfoque más amplio de la mejora de la educación,


pretende generar las condiciones internas de los centros que promuevan el propio
desarrollo de la organización, acentuando la labor de trabajo conjunto.

[c] Calidad (“reestructuración”, reconversión y “gestión de la calidad”). Dentro de las


nuevas políticas educativas, se propone reestructurar y rediseñar los centros escolares
, con un énfasis en la autonomía y gestión basada en la escuela, rediseñando los roles
y estructuras organizativas. En un segundo momento se unido la aplicación a los
centros escolares de la “Gestión de la calidad total” de las organizaciones
empresariales (Bolívar, 1999b).

De este modo, podemos inscribir la evaluación de la acción educativa de los centros


en tres grandes tradiciones: Una, más al servicio de la administración educativa, que busca –
mediante la eficacia– el control de la labor de los centros; otra basada en la mejora de los
procesos organizativos del profesorado; y una tercera al servicio de los clientes,
proporcionando elementos para la elección de centros (choice schools), en una orientación al
mercado.

3.3. Ámbitos de acción evaluativa de un centro

Podemos, en primer lugar, a modo de organizador práctico y en coherencia con las


prácticas evaluativas habituales de los centros, distinguir los niveles de (a) analizar el
contexto en que ocurre (política educativa y curricular, demandas sociales, etc.), que
posibilita unas oportunidades y limita otras. Un segundo nivel es el centro escolar, como
unidad básica de acción educativa. En el nivel siguiente estaría el Proyecto curricular en
acción por los distintos departamentos: selección de cultura escolar, enseñanza y experiencias
de aprendizaje, coherencia de la práctica educativa, etc. Por último, el aprendizaje del
alumnado, entendido en un sentido amplio (niveles de consecución académica, las
experiencias vividas y ofrecidas a los alumnos por el medio escolar, así como aplicación del
conocimiento, satisfacción y motivación del alumnado, capacidades y habilidades sociales y
personales, relaciones entre alumnos–profesorado).

David Nevo (1997) presenta unos indicadores de calidad de un centro docente en los
distintos ámbitos de un centro que deban ser objeto de evaluación. Un modelo integrado de
evaluación de los centros docentes debe recoger información de diversos ámbitos relevantes
de su acción educativa (Cuadro 2):

Contexto Entrada Procesos del Procesos del aula Logros


centro

• Nivel sociocultural • Nivel inicial de los • Organización • Preparación • Resultados de los


• Infraestructura: alumnos • Cultura profesional alumnos
Medios, recursos • Personal del centro • Proyectos y • Metodología de • Satisfacción padres
programas enseñanza • Satisfacción de los
profesores

Cuadro 2. Ámbitos de acción evaluativa de los centros

[a] El contexto del centro. No tiene sentido buscar unos indicadores educativos de los
rendimientos, sin tener en cuenta el contexto, especialmente nivel sociocultural de las
familias, y características propias del centro, especialmente los medios y recursos que
constituyen su infraestructura. Se trata de comprender las condiciones bajo las que tienen
lugar las experiencias educativas, pues los logros de un centro escolar van a depender (o se
van a ver condicionados) por los factores que operan en un particular contexto. La
construcción de indicadores de evaluación de centros deberán, entonces, ser adaptados a cada
situación y centro.

[b] Entrada. El nivel inicial de los alumnos y sus expectativas al incorporarse al centro, así
como la calidad, formación y compromiso del personal del centro, particularmente el
profesorado (capacidad, competencia y habilidad).

[c] Procesos del centro: Todos aquellos factores relacionados con la organización del centro,
sus proyectos y programas, y la cultura profesional dominante. Igualmente si se está
poniendo en práctica lo planificado y si los medios son necesarios, suficientes, idóneos o
eficaces; el ambiente organizativo donde se desarrolla que puede favorecer o dificultar la
marcha del programa.

[d] Procesos del aula: Aspectos relacionados con el trabajo de cada profesor en su aula. Las
experiencias educativas de los alumnos, relaciones alumnos-profesorado, metodología,
atención individualizada, etc.

[e] Logros. Analizar en qué medida se están alcanzando los resultados previstos, no
desdeñando los no previstos, viendo el impacto que está teniendo en diversas dimensiones:
resultados de los alumnos, consecución de objetivos, opinión de los usuarios, grado de
aceptación y participación, cuáles están siendo los costos, relación entre resultados y recursos
invertidos.

3.4. Evaluación del Proyecto (Educativo y Curricular) de Centro

Los proyectos de Centro son, más que los documentos, los procesos por los que se
explicitan, consensuan y determinan las líneas propias de acción que van a guiar de modo
compartido la acción educativa de un centro escolar, que -luego- pueden plasmarse en
determinados documentos. Justo por ello no conviene confundir el proceso con el producto
(Escudero, 1996).

La evaluación de los Proyectos de Centro se puede hacer, de acuerdo con un enfoque


de fidelidad y con la visión gerencialista de la planificación de los Proyectos de centro
extendida por la administración, analizando si cumple los formatos (con los correspondientes
apartados y dimensiones a contemplar o “rellenar” en cada uno) de las prescripciones
oficiales. Este tipo de evaluación, practicada habitualmente por la Inspección educativa, no
lleva lejos, ni conduce a nada. La evaluación no puede limitarse a comprobar si el documento
elaborado responde adecuadamente a los requerimientos administrativos exigidos.

Pero si de lo que se trata es de tender a hacer del centro un proyecto de acción


conjunto, los documentos deben ser expresión de procesos anteriores que están en la base de
la vertebración, continuidad y coherencia que deba tener la educación en un Centro. Desde
esta segunda perspectiva de desarrollo, por la que aquí abogamos, ya no se juzga el
desarrollo curricular a la luz de la fidelidad a los objetivos propuestos, sino en la medida que
responda mejor al contexto en que se desenvuelve la acción educativa. Se trata, entonces, de
ver cómo el centro ha planificado su desarrollo, fruto del autodiagnóstico de su situación e
identificación de problemas e0cacesidades, así como de las capacidades y condiciones
internas para iniciar un proceso de mejora.
Más relevante que evaluar el proyecto como documento, se valoran los tiempos y
espacios para autorrevisar lo que se va haciendo y consensuar las acciones a tomar, de modo
que estimule momentos para la formación/innovación de los propios agentes. La
participación de los implicados en el proceso de elaboración, al compartir percepciones,
problemas y necesidades, asegura que pueda ser asumido en su desarrollo práctico. La
evaluación, por eso, debe dirigirse tanto al proceso (participación e implicación) de cómo se
ha elaborado, así como al grado de incidencia en la práctica educativa.

El Proyecto Curricular pretende contribuir a lograr una mayor coherencia en la


acción educativa conjunta del profesorado, facilitando el trabajo en colaboración y la
reflexión sobre la práctica, así como una adaptación del currículum a los diversos contextos y
alumnos. Entre las principales decisiones que, a través de un proceso de trabajo, debía tomar
el profesorado: adaptación de los objetivos generales de Etapa y de cada Área, organización y
secuenciación de contenidos, determinación de criterios de evaluación según su realidad
educativa, estrategias metodológicas, y medidas de atención a la diversidad.

Los principales ámbitos de decisión curricular (y, por tanto, de evaluación ) son para
los Departamentos y Ciclos: (1) las intencionalidades educativas (2i) los contenidos de la
enseñanza, su estructuración y articulación; (3) Dimensión didáctica: Interacciones de clase,
medios, recursos y actividades que se proporcionan a los alumnos; y (4) Dimensión
evaluativa de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Además, forman parte de las decisiones
curriculares a determinar por los equipos docentes a nivel de centro, (5) las medidas a tomar
para atender debidamente la diversidad, (6) El plan de acción tutorial y orientación
educativa, y –más ampliamente– la oferta educativa (materias optativas, itinerarios, módulos,
y actividades culturales) del Instituto.

El Proyecto curricular de Etapa/Centro, para que pueda ser un instrumento válido para
la práctica pedagógica, exige -como mecanismo autorregulador-, su evaluación por parte del
Claustro de profesores. La evaluación de los Proyectos de Centro no debiera dirigirse
exclusivamente a revisión de lo hecho, debe ser punto de partida para “replanificar” lo que
se estima debiera suceder en el futuro inmmediato. De este modo, la evaluación es un puente
entre la valoración de lo que pasa y lo que debería pasar. En función de lo que a partir del
análisis realizado estimamos deseable de ser mejorado, se planifican nuevas líneas inmediatas
de acción. La evaluación puede -así- ser el proceso que articule el mismo proyecto escolar,
que ofrezca datos para su reorientación, que genere nuevos ámbitos de mejora, y que tienda a
construir con continuidad el funcionamiento y dinámica del centro y de sus profesores.

3.5. Autoevaluación institucional

Entendemos la autoevaluación como un proceso iniciado en el centro escolar, llevado


a cabo por el profesorado del centro, con el propósito de encontrar respuestas a problemas del
centro, y no a cuestiones planteadas por agentes o instancias externas. Una autoevaluación
institucional, como desarrollo del centro, se orienta y cifra más en el diagnóstico de la
situación del centro e identificación de necesidades que en una fase final del proceso, cuando
éste propiamente no tiene un punto final.

En lugar de que los profesores y otros agentes educativos asuman un papel pasivo y
de obediencia a las fichas, entrevistas y otros procedimientos evaluadores externos, para
después aceptar los informes que se les hacen llegar, en que se detectan deficiencias y se
proponen posibles mejoras; la autoevaluación institucional de los centros ha llegado a
constituirse en una buena alternativa para una evaluación formativa orientada a la mejora. Es
una oportunidad para reconstruir sus modos de ver lo que está ocurriendo en los centros.

La autoevaluación, como revisión interna basada en la escuela, no queda como un


momento específico o fase específica terminal (aunque no se excluye, e incluso sea necesario
–tras determinados períodos– hacer un balance de lo conseguido o por hacer), está inmersa
en todo el proceso de desarrollo, para potenciar el propio cambio, como actitud permanente
del grupo o institución por supervisar y valorar lo que se está haciendo. Una primera fase de
autorrevisión es el diagnóstico organizativo inicial (evaluación para la mejora) del centro
donde alcanza su punto álgido. Este diagnóstico previo (detectar necesidades y problemas),
una vez sea compartido por el grupo, debe inducir a establecer planes futuros para la acción
(mejora escolar). Pero sobre todo la evaluación va inmersa en "espiral" en el propio proceso
de desarrollo (evaluación como mejora), se van revisando y recogiendo información
colegiadamente sobre la puesta en marcha de los planes de acción, qué va pasando, de qué
forma y por qué, identificando problemas y necesidades, revisando y planificando
sucesivamente lo que se ha hecho o se debiera/acuerda hacer.

El núcleo de la mejora de la enseñanza no es primariamente cada profesor


considerado individualmente (competencias, conocimiento y actuaciones), un modelo
alternativo de cambio prima el centro escolar como organización. Desde estas coordenadas
la mejora de los aprendizajes de los alumnos, que es la misión última que justifica la
experiencia escolar, se hace depender de la labor conjunta de todo el Centro. Y es que
después de las evidencias acumuladas en la década del setenta sobre el fracaso a nivel local
del movimiento de reforma curricular, se ha pasado en los ochenta a tomar el Centro como la
unidad primaria del cambio.

La evaluación institucional está inscrita en un proceso más amplio de reconstrucción


cultural de la escuela y de los modos de trabajar y hacer escuela de los profesores. Para no
reducirla a una cuestión administrativa, requiere planificar conjuntamente acciones de
desarrollo de la escuela, en las que hay que legitimar, justificar, y consensuar las opciones de
mejora que se van a tomar. Como proceso de trabajo colegiado, es necesario planificar la
evaluación, es decir consensuar y entenderse sobre el plan de trabajo que se va a seguir. Esta
evaluación, entendida como autoevalución , puede seguir el proceso recogido en el Cuadro.
Proceso de autoevaluación por un centro escolar

En línea con lo que estamos diciendo, se propone desarrollar un proceso de


autoevaluación en el centro escolar donde se enseña en orden a su desarrollo organizativo y
mejora. Algunos pasos a seguir serían:

1. Establecer un proceso de trabajo (debatir y consensuar lo que estamos haciendo y lo que


desearíamos que sucediera).

2. Las acciones de mejora se dirigen a distintas parcelas de la realidad, de acuerdo con las
necesidades o prioridades sentidas, sobre las que se intenta construir modos de hacer
comunes, por lo que "el" Proyecto de Centro a largo plazo, se concreta en el tiempo (planes
anuales) en sucesivos "proyectos" focalizados de acción.

3. Se entiende el proyecto de centro como un proceso, marco o dispositivo para deliberar,


reflexionar, discutir, decidir consensuadamente qué conviene hacer, cómo van las cosas y qué
habría que ajustar o corregir, para ir construyendo inductivamente qué deba hacerse como
tarea colectiva.

El marco de autoevaluación por el equipo docente que aparece en el Cuadro comienza


con la revisión y diagnóstico -en un proceso de discusión, deliberación y decisión conjunta-
del estado actual de nuestro Centro y su funcionamiento, por parte del grupo de profesores, y
emprender acciones de mejora en aquellos aspectos que se consideren prioritarios. En este
modelo de proceso, como forma habitual de trabajo, se parte consensuando un "mapa" de
logros y necesidades, fruto del autodiagnóstico/evaluación de la situación de nuestro centro,
en un compromiso por revisar, concretar y sistematizar nuestras ideas educativas, de modo
continuo y en espiral, en un plan de acción. Se trata de un esfuerzo por sistematizar y
concretar nuestras ideas educativas en un plan de acción. Como tal requiere el compromiso
de todos o una mayoría de los miembros para analizar reflexiva y cooperativamente donde se
está, por qué y cómo se ha llegado, valorar los logros y necesidades y determinar qué cosas
podemos ir haciendo mejor dentro de lo posible: ¿Cómo van las cosas en el centro?, ¿qué va
funcionando aceptablemente?, ¿qué cosas necesitarían mejora? ¿estamos haciendo lo que
querríamos hacer?, etc.

***

La evaluación de los centros deberá conjuntar una dimensión orientada a un


diagnóstico de resultados, con el propósito de que –a su vez– pueda servir para promover
procesos de mejora interna. Por eso, las consecuencias de un proceso de evaluación, bien
situado y realizado, son -en primer lugar- la mejora; en segundo, rendir cuentas de la labor
desarrollada y rendimientos alcanzados, y -más ampliamente- proporcionar información a los
internos y sociedad. Como señala David Nevo (1998: 90) una evaluación debe ser
constructiva y útil, "si bien la idea de que la evaluación formativa es una alternativa a la
evaluación sumativa puede ser un pretexto para rehuir las exigencias de responsabilización.
(...) una evaluación también debería ayudar a la escuela a demostrar sus méritos ante las
autoridades educativas, los padres y el público en general". Otras consecuencias colaterales,
no por ello menos relevantes, son: contribuir a generar una cultura de evaluación tanto en los
modos y procesos de llevarla a cabo como en ir asumiendo la responsabilidad de los
resultados ante la sociedad, ir perfeccionando y apropiando los instrumentos de evaluación,
etc. Orientada a la mejora interna es un medio para capacitar al propio centro para hacer sus
opciones de mejora, construyendo condiciones y procesos que permitan innovar y ser
expresión de su autonomía.

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