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El Folklore

El folklore tiene aquel valor particular, íntimo, suyo que le viene del hecho de ser
materia de un mundo vivo, de saber inmediato, irreflexivo, del cual se han originado
todas las formas del saber culto y científico de la humanidad; ese saber propio y original
del espíritu que en su individualidad y totalidad, están los fundamentos de todo saber
autoconciente.

La Tradición Popular

La tradición popular, en la cual confluyen ciertamente las memorias del pasado de


la sociedad humana, y se unen, acaso poéticamente, los momentos reales de su progreso
en el derecho, en el arte, en las ciencias, es la consigna espiritual que las generaciones se
transmiten para mantener viva la fe en un ideal de justicia, de bondad, capaz de curar los
errores de la vida y sin los cuales la vida misma no conocería los procesos de su marcha
espiritual.
Contemplar lo bello, adorar lo divino, conservar la originaria salud del organismo,
garantizar la propiedad y el progreso, proteger el derecho, son los motivos
fundamentales y eternos que inspiran y sustancian los cantos, las leyendas, las fábulas,
los conjuros, los proverbios, los ritos, las fiestas cíclicas y ocasionales del pueblo.
Éstos son documentos de experiencia vivida, temas fundamentales de la vida humana y,
por ello, profundamente verdaderos.
Cada tradición, tanto en la unicidad de su tema como en la puntualidad del
sentimiento que exalta y del cual es portadora, es continuamente renovada y enriquecida,
y resurge viva y actual de las variantes que le impone la diversidad de condiciones
ambientales y temporales de los hombres y de los lugares en que se desplaza. Cada
tradición, por eso, está sujeta a un proceso interno de renovación. Las variantes le dan
nueva nervadura y la reverdecen porque la modifican y la actualizan, la realizan, la
reconocen en su contenido ideal. Que las generaciones reviven obstinadamente en la
esperanza y por la esperanza universalmente viva de que el género humano pueda,
finalmente, celebrarse a sí mismo y en su unidad dentro del bien, en lo justo, en lo
honesto, que deben sustanciar todas las relaciones de la vida en común. Las variantes
de la tradición constituyen la victoria de la vida y de la verdad sobre el artificio.
Constituyen la afirmación más plena de que lo que se conserva, se conserva, porque
tiene un valor real, positivo, que el tiempo no puede sofocar ni agotar oprimiéndolo
entre sus pliegues.
La tradición popular es un hecho universal, pero su universalidad, no reside en el
hecho ni tampoco en las formas que lo expresan. Ella es universal por los sentimientos
que la mueven, el espíritu que informa sus expresiones, las creencias que la sustancian y
los ritos que renuevan las fiestas del espíritu. Es universal porque universal es también
la actitud espiritual que propaga la humanidad.
Las tradiciones populares son expresiones de modos de vida local, pero también
aspiración a hacer de ésta un modelo ideal. Modelo que, no obstante, no vale tanto por
las formas de regionalismo o de extremo nacionalismo que adopta, como por su
determinación del valor social de las comunidades que, en definitiva, se reconocen todas
como posibles y tienen efectiva existencia solo en cuanto se apoyan en la fe, ingenua, sí,
pero no por ello menos válida, de la participación activa e igualitaria en la vida de la
masa y de cada uno, de la divinidad, de los antepasados, de la naturaleza, esto es, de la
justicia, de las experiencias y de los elementos con los cuales cada hombre aspira y
espera hacer del mundo un paraíso de delicias y de serenidad contrapuestas a las
miserias y fatigas cotidianas.
La tradición determina valores y los proyecta en el tiempo, en el futuro.
Tradición es toda cosa en la que se cree y aquello por lo cual se cree; esto es, toda cosa
acerca de la cual se continúa creyendo toda la vida y que, al mismo tiempo, condiciona
esta vida. La tradición es más verdaderamente ella misma, empero, en la forma
popular. Aquí la verdad esperada deviene creída y ésta, en cierto modo, es llevada a su
realización. La verdad se vive como creencia y no como exigencia racional y crítica;
por ello se conserva a través de las eras y de los siglos, durante los cuales no cede más
de lo que adquiere por las cambiantes condiciones de vida. Este constituirse en valor,
que con el tiempo se inviste de los más variados aspectos, expresa como ella es,
precisamente, un momento esencial y eterno en la vida del espíritu.
Las tradiciones populares son los reclamos que el alma simple hace al
pensamiento discursivo para que las ilumine en un significativo valor de necesidades
vividas, de ideales esperados y acaso soñados, pero que han conmovido el alma. Las
razones del ideal son las razones de la vida, porque el ideal es imprescindible a la vida.
La tradición popular es universal en cuanto al espíritu que la sostiene y no en lo
que atañe a las formas que aquel adopta. Las tradiciones populares son locales, y por
esto variadas y tal vez contradictorias en su forma. Pero estas contradicciones son,
precisamente, solo de forma, y los revestimientos son individuaciones del único
sentimiento ideal, al que expresan en conexión con las formas propias y con las
limitadas experiencias de la vida local.
En el lenguaje espiritual de la tradición popular, no existe tan solo lo fabuloso, lo
fantástico, ni él determina el contenido de la tradición. Por el contrario, lo imaginario,
lo fantástico, constituyen el medio, el órgano, mediante el cual la tradición se torna
comunicable y transmite a las generaciones las verdades morales fundamentales para la
constitución de la vida social. Lo fantástico, lo imaginario, son los bellos ropajes con
que se atavía a lo invisible para hacerlo visible, para que él sea conocido por todos.
Si bien la tradición popular exhibe sus mejores credenciales en la multiplicidad de
sus formas de arte, en sus momentos irracionales y fabulosos, en las formas ingenuas y
simples de un arte que muchas veces desciende a artificialidad y artesanía, lo fantástico
de que se ilumina vive con mucha frecuencia en la palabra evocadora de los hechos y
portadora de las exigencias espirituales que los sostienen.
El dialecto es el alma de las tradiciones, y es la palabra-expresión, la palabra-
imagen, la palabra-color, y diseño pintura originales en comparación con los cuales las
traducciones son copias borrosas, pálidas, que la mayoría de los casos no expresan la
verdad del sentimiento que vive en ellas. Esto es, lo vivo, visible y significativo de las
palabras dialectales y de los idiomas de los pueblos.
El dialecto, o sea la lengua viva, es el primer testimonio de vida y de realidad de
las tradiciones populares y no por casualidad se dice que lo valioso del cuento reside
más en el modo de contarlo que en su contenido. El dialecto, es decir, la lengua del
lugar, es la expresión total del concreto mundo de la tradición popular. Él da tonalidad,
sombra y luz a las cosas y a los hechos, a los pensamientos y a las esperanzas. Él
identifica al hombre con las cosas del mundo e inscribe la acción de cada uno con la
realidad, y a ésta la transcribe en la conciencia individual y colectiva. Sin particulares
investigaciones, el hombre del pueblo extrae de un gesto, del modo de caminar, de la
mímica, de un episodio de un individuo y también de la colectividad, una nueva palabra
que es significativa porque es ilustrativa y de inmediata adherencia. El dialecto
suministra así a la lengua culta su riqueza y su variedad. Pero el dialecto es algo más
que lengua: es el sentimiento que se hace voz, voz de los pueblos. Y, como tal, es
también representación viva de la vida, que no pierde nada de sí en la filtración del
pensamiento.
En los cantares, en las novelas, en los pregones musicales de los vendedores
ambulantes, el alma popular se nos revela con todas sus ramificaciones: sus afectos, su
devoción religiosa, la pasión por sus héroes y sus santos. En el dialecto, que sitúa de
inmediato en el plano de la vida todos estos sentimientos, los ingenios individuales
imprimen muy difícilmente su huella personal y su nombre. Por eso mismo aquéllos
expresan sentimientos comunes.
Los poetas dialectales no son virtuosos del dialecto, como en ocasiones fueron
considerados. Pero son auténticos y grandes poetas, porque viven, comunican y
transmiten el espíritu local, común, simple, en toda su llaneza y sinceridad; y porque,
además, no decoloran ni debilitan la vida espiritual colectiva, sino que la robustecen.
La palabra, el canto, la leyenda, el proverbio, transfieren la humanidad que existe
en los adultos y la experiencia que ha construido todo el pasado, y difunde “por
contagio” aquellas aspiraciones que son eternas en el espíritu humano.
Las tradiciones populares que se pueblan de relatos, cantos, leyendas, proverbios,
conjuros, fiestas, etc., educan porque la moral en ellos contenida, o los espectáculos que
representan, está ínsita en la forma misma del cuento o de la visión; queda apresada de
una manera visual y sugestiva en la palabra imagen. La moral que ellas enseñan está en
el hecho mismo a través del cual deviene heroica o despreciable; y es el fruto de la
misma imaginativa creada por al palabra y concretada en el acontecer y en las
vicisitudes que viven los héroes del relato. Estos héroes no se mueven sobre un plano
ideal y reflejo, sino en la plataforma humilde y simple de la vida diaria, de la que exaltan
los momentos culminantes y también intrascendentes. El héroe no está construido, sino
que está construyéndose - por así decir - en la humanidad y en sus tipos comunes. La
verdadera tradición popular no es tarea poética, sino vivencia espiritual, que es algo
distinto.
La civilización moderna ha destruido progresivamente las formas antiguas de la
vida hogareña; de la vida recoleta y doméstica. El fuego del hogar se ha extinguido, y
la llama del gas han sustituido a la crepitante leña del hogar. La vieja cocina de las
paredes ahumadas y con el brasero colocado en la tarima circular de madera, alrededor
del cual se reunía por las noches la familia para saber, por boca del padre, cuánto había
costado el pan de cada día, ha sido ahora sustituida por los cómodos y confortables
ambientes modernos. Y también el viejo y nostálgico hornillo, junto al cual la abuela y
la madre señalaban a la literatura el ejemplo de la experiencia educativa, ha cedido su
lugar a las elegantes estufas eléctricas. En el lugar de la anciana y querida abuela de los
bellos tiempos, que contaba y atizaba, atizaba y contaba, está ahora la televisión que
deja caer una tras otra, sin una mirada que aliente en momentos de temor, ni un gesto
que remede la mueca del lobo, palabras y palabras vacías de imágenes y acaso también
de pensamientos. La lengua que se habla no es ya el dialecto; los hechos que se relatan
son los de la crónica negra y los escándalos que publican los periódicos y las revistas
ilustradas que pasan indiscriminadamente por las manos de los adultos y de los niños.
Pero sean cuales fueren las devastaciones y las distinciones soportadas por las antiguas y
nostálgicas tradiciones, hoy nos queda todavía la esperanza del resurgimiento de la
moral por la acción simple y espontánea de los ideales vivos en el alma de un pueblo y
sus costumbres.
No se trata, empero, de auspiciar el retorno del amor romántico y románticamente
entendido por el pueblo y su folklore. Pero tampoco se trata de vilipendiar el folklore,
y sí, en cambio, de tomar en cuenta o de recopilar, lo que éste resiste aún a las formas de
la civilización técnica, y continúa desenvolviéndose como vida local, como
conocimiento y orientación de las producciones, las costumbres, las ocupaciones
laborales del lugar.

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