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El anónimo amenazador

Donald Trump es un presidente popular –aunque quizás algunos prefieran decir populista. Popular, no
en el sentido de ser preferido por la gran mayoría: en las democracias modernas los triunfos suelen ser
por un estrecho margen y en Estados Unidos se puede llegar a ganar una elección por debajo de ese
margen. Trump es popular, pero también tremendamente impopular. No sólo lo rechaza una inmensa
minoría, sino que incluso algunos de quienes votaron por él lo hicieron sólo para evitar una alternativa
peor. Pero es popular en el sentido de que sus opiniones son las de lo que habitualmente se ha llamado
el pueblo (o también el vulgo), contrapuesto a la élite, que se precia de tener opiniones ilustradas y
sofisticadas. Entre este tipo de opiniones se encuentran algunas como que la patria y soberanía están
por sobre los organismos internacionales, que una familia grande y unida –compuesta de padre, madre
e hijos– es algo bueno, que las fuerzas armadas son elemento positivo, que la pena de muerte es un
castigo adecuado para ciertos crímenes y otras que es mejor no poner para no irritar a los políticamente
correctos.

La narrativa que llevó a Trump a la presidencia de los EE.UU. se basa en esto: la élite constituida por los
gerentes de las empresas transnacionales, las burocracias administrativas y políticos de carrera (el
“Estado Profundo”), los organismos internacionales y, por supuesto, los grandes medios de
comunicación, promueve una agenda política y económica ajena a los intereses de la nación (la nación
es un concepto pasado de moda para la elite cosmopolita) y se encuentra totalmente desvinculada del
sentir popular que él representa.

La élite progresista, sobra decirlo, piensa que esta sensibilidad es de palurdos retrógrados que quedaron
al margen de la historia. Pero la historia da muchas vueltas y lo que estaba al margen pasó a al centro: la
progresía no podía creer que había perdido una elección que daba por ganada (después de la iluminada
presidencia de Obama era imposible volver atrás). La campaña contra Trump ha sido constante y él
mismo –con sus palabras y comportamiento presente y pasado– no deja de suministrar abundante
material a sus detractores. Pero ellos, viniendo de posiciones élite en la prensa, la política (incluido su
propio partido), el mundo del espectáculo, etc. entran en el escenario de juego que el mismo Trump ha
marcado.

Uno de los últimos hechos de esta oposición es una columna anónima publicada en el New York Times
no pasó desapercibida en los medios chilenos. En ella, un alto funcionario de la administración contrario
a la gestión de Trump cuenta cómo él y otros trabajan secretamente, desde dentro, para impedir que se
realicen los proyectos del presidente, por bien del país. Aquí en Chile, algunos se cuadraron con la
decisión del Times indicando que la amenaza que Trump representa para la democracia amerita tomar
medidas inusuales como publicar textos anónimos. (Es notable la facilidad con que algunos reconocen
amenazas para la democracia en gobernantes elegidos democráticamente, siempre que no sea en
Chile.) Lo que el Times y sus pares chilenos no llegaron a considerar es que el hecho encaja
perfectamente con la narrativa del presidente: paradójicamente, al darle voz a una oposición interna
encubierta, el Times le dio la razón a Trump.

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