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[carlos.garcia-hh@t-online.de]
Dije casi todo lo que hace un decenio sabía acerca de la amistad entre Reyes y
Borges en mi libro de 2010, que recoge y comenta la correspondencia entre
ambos (Discreta efusión). Desde entonces, apenas puedo reinterpretar, señalar
conexiones entre algunos datos, suministrar aquí y allá un detalle, compartir el
último descubrimiento. Escojo algunos momentos especialmente llamativos o
novedosos de esta relación, privilegiando aspectos que usualmente no se con-
sideran al hablar de ella.
Yo conjeturé la existencia de esa carta en base al envío que Borges hizo a Reyes
a mediados de julio de 1923, de su libro Fervor de Buenos Aires, desde Buenos
Aires, apenas salido de la imprenta, con esta dedicatoria: “a Alfonso Reyes,
hombre de docta perspicacia” (UANL, signatura: PQ7797/.B635/ F4 FAR). Quizás
La anécdota que Reyes relatará más tarde acerca de Borges y Ramón Gómez de
la Serna procede, verosímilmente, de comienzos de 1924, aunque no resulta
claro si es de su propia cosecha o de segunda mano (Anecdotario, 1968; OCAR
XXIII, 353):
¡Atiza!
Jorge Luis Borges apareció por Madrid casi niño, grave y solemne. Lo llevaron a la
tertulia de Pombo.
—¿Y qué hace ahora el joven poeta argentino?— le preguntó el pontífice Ramón Gó-
mez de la Serna, y Borges con la mayor seriedad, entre la perplejidad muda de los con-
tertulios, dejó caer esta bomba de profundidad:
—¡Atiza!
Borges, sin embargo, negará rotundamente, decenios más tarde haber conocido
a Reyes en “Pombo” o siquiera en España. La incógnita subsiste.
En 1935, Reyes ofrece “algunas simientes del misterioso péyotl o peyote” al Jar-
dín Botánico de Riojaneiro (OCAR IX, 90), y anota: “Al hombre en delirio de
péyotl, los sones de la guitarra le producen fantásticas alucinaciones coloridas”.
En “La paradoja de la piel” (OCAR IX, 288) don Alfonso canta un himno a ese
extenso himen que nos une al mundo y al mismo tiempo nos protege de él, y
dice, entre otras cosas:
[La piel] no comunica simplemente con el mundo, sino que lo traduce, lo transforma
al tiempo de dejarlo entrar hacia nosotros. Imaginad un teléfono que oyera una cosa y
dijera otra. O mejor pensemos en la radio que metamorfosea una vibración en otra. La
radio recibe un choque de ondas que pertenecen a la familia de la luz oscura, y entrega
una onda de sonido, obrando así al revés del peyotl, la droga tarahumara, que con-
vierte los sonidos en sensaciones luminosas.
El ensayo “Interpretación del péyotl” (1944) comienza con este párrafo (OCAR
IX, 358):
en el tema. Hay aquí una frase, breve, y quizás cifrada: “Por mi parte, yo no he
sido indiferente al enigma de los desiertos mexicanos” (OCAR XXII, 688).
Insistirá con los alucinógenos en 1957, en “Breve Visita a los Infiernos” (OCAR
XXI, 69-70):
Valle Inclán os habrá contado algo sobre los maravillosos efectos de la yerba; la visión
que ella produce obedece a la voluntad, de suerte que el sujeto, en mitad de la calle,
ordena y dice: “¡Que ande la Tierra Bajo mis Plantas!” Y la tierra se echa andar, con
teoría y procesión de paisajes, como en los telones rodantes del Parsifal.
Desconociendo esas líneas de Borges, Reyes mismo narrará más tarde esa anéc-
dota en un texto propio, de 1944 (OCAR XXI, 72-73).
Solía yo decir a Jorge Luis Borges, allá en mis días de Buenos Aires:
—¿Qué efecto podría causar una obra escénica cuyos personajes, en vez de dialogar
como suelen, simplemente monologaran uno junto a otro? Cada Juan Pirulero atiende
su juego, cada uno habla de lo que le interesa o fascina, cada uno sigue su sueño y no
da oídos al interlocutor, por mucho que lo tenga delante. En el fondo, y si pudiéramos
arrancar el disfraz a muchas conversaciones, esto es lo que realmente sucede.
Y por aquí llegué a concebir una pieza teatral que podría llamarse, simbólicamente [...]
La posada del mundo. [...] La empresa no nos parece imposible, y quizás algún día la
intentemos.
Reyes tuvo ya desde temprano una clara percepción de los diferentes sistemas
de signos de comunicación, según muestra en ese divertido diálogo entre espa-
ñoles, que solo consiste en interjecciones y frases hechas (“Tópicos de café”,
OCAR II, 278), o en las reflexiones que le suscitan las gesticulaciones y “conven-
ciones mímicas” de Juan Peña (OCAR XXIII, 156).
Borges la remitió a comienzos de 1941 desde Mar del Plata, sitio de veraneo
ubicado a unos 400 kilómetros al sur de Buenos Aires, en la costa del Atlántico.
Por su tono ligero, de charla cotidiana, sugiere que hubo misivas semejantes con
alguna frecuencia, que intentaban retomar y suplir el diálogo personal.
Téngase en cuenta que Borges y Reyes no se veían desde que este abandonó
Buenos Aires. Quizás se encontraran por última vez en alguna de las dos cenas
de despedida a Reyes que organizaron la SADE (Sociedad Argentina de Escrito-
res) y la revista Sur el 29 y el 30 de diciembre de 1937 respectivamente.
Reaniman estos días marinos los mitos de cualquier pueblo costero: el agua, los árbo-
les. [...] Hemos podido ver algún barco beligerante fondeado a desgano en altamar.
[...] La observación del mar melancoliza al entrañable campo [...]. La comida es obsti-
nadamente española: paella, pescado, gallina y (criolla) un paraíso de postres.
A Borges le llama la atención que la paella valenciana sea llamada aquí, absurda-
mente, “riz à la mode de Valence”. Requiere luego noticias acerca del conficto
que por esos días asolaba Europa: “La guerra se ve distante desde aquí (cuénte-
me pronto el hecho examinado desde México).”
Yo cierro esta glosa con un saludo agradecido y cordial a ese fiel amigo que, a
través de los últimos 20 años, me ha sido don Alfonso Reyes.
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