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Los jóvenes Paz, Huerta, y Revueltas vistos por Ermilo Abreu Gómez

José Carlos Blázquez Espinosa

La deuda que se adquiere con los autores que iluminan con su obra el camino de la vida
por el que transitamos es impagable; la de quien nos los evoca, también. Son los casos de
Octavio Paz (1914 –1998), Efraín Huerta (1914 –1982), y José Revueltas (1914 – 1976). En
1942 Ermilo Abreu Gómez, el autor de Canek, entre otras obras, empezó a publicar en El
Nacional una serie de retratos literarios de intelectuales y artistas. Para 1946, Abreu
Gómez había reunido 111 trazos reunidos en 300 páginas que, como primera serie, serían
publicados en su Sala de retratos, libro publicado en 1946 en la colección Arco Iris de la
editorial Leyenda.

El libro, conseguible si se tiene suerte en las librerías de ocasión de la calle


Donceles de la Ciudad de México (o acaso a través de la internet en el mercado libre),
tiene una introducción del propio Abreu de apenas 26 líneas. Una carta que Octavio G.
Barreda dirige a su hijo hace las veces de nota introductoria. Barreda fecha la carta a
futuro, en Cajeme, el 6 de agosto de 1954, como quien cuenta la historia de un amigo ya
perdido, muerto, en un tono nostálgico y no exento de humor negro (“Enorme corazón [el
de Abreu], tan grande, que no lo creerás, al hacérsele la autopsia al día siguiente en que le
disparó los cuatro tiros Magaña, le encontraron debajo de la gabardina y de la camisola
azul que a la manera rusa usó durante sus últimos diecisiete años, ya no una cajita de
música, sino un corazón de sesenta y tantos kilos llenando casi toda la caja torácica…”).

La Secretaría de Educación Pública imprimiría en 1947, en su serie Biblioteca


Enciclopédica Popular, una versión de apenas 93 páginas, acaso un extracto que sería
interesante contrastar. Luego de esas dos ediciones, no ha habido otra más.

Ermilo Abreu Gómez continuó con su Sala de retratos una tradición que Ciro B.
Ceballos inauguró en Turania, libro publicado en 1902 y en el que daba cuenta de sus
contemporáneos. Lo mismo hicieron los modernistas cuando escribían sus “viñetas” a
propósito de los autores (ellos mismos) que publicaban en la Revista Moderna, viñetas
que, en 1968, el Fondo de Cultura Económica convirtió en el libro Máscaras de la Revista
Moderna en esa entrañable colección que es Tezontle. Eduardo Colín lo haría con su libro
Verbo Selecto (crítica Hispano–Americana), de 1922; Enrique Fernández Ledesma con su
Galería de Fantasmas. Años y sombras del siglo XIX, de 1933. Octavio Paz con
Generaciones y Semblanzas, de 1991.

La escritura periodística suele ser vibrante y nerviosa, a contra reloj; no obstante,


los textos de Ermilo Abreu Gómez parecen ignorar la premura. Les caracteriza, a decir de

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Barreda, “precisión de lenguaje, […] sencillez de exposición, [una] dulce manera de vaciar
su contenido social…”

El autor de Canek había nacido el 18 de septiembre en 1894 en Mérida, Yucatán.


Hizo sus primeros estudios en el Colegio de San Ildefonso de su tierra natal. Vendría a la
Puebla de los Ángeles a estudiar en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús y concluiría
sus estudios preparatorios en el Colegio del Estado. Es posible que hubiese presenciado la
recepción que los estudiantes carolinos hicieran a Francisco I. Madero en 1910. Después,
ya exiliado Porfirio Díaz, en el año de 1913, volvería a Mérida. Justo cuando la capital vive
la Decena Trágica; cuando el país tuerce su destino. Volverá a la Ciudad de México para
escribir en El Nacional dirigido por Raúl Noriega. Ermilo Abreu Gómez morirá en 1971, a
los 77 años.

Para 1942 Abreu Gómez tiene 48 años. Paz, Huerta y Revueltas están cumpliendo
28. Son unos jóvenes a quienes ha tocado en suerte vivir y hacerse eco de las
transformaciones del mundo, de sus utopías, de su modernidad incesante; de la pesadilla
que revivirá con la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Fría, del renacer de la utopía en
la década de los sesenta. En los Retratos que Abreu hizo de ellos, destacó algunas de sus
obras: de Octavio Paz Raíz del Hombre (1936) y A la Orilla del Mundo (1942); de Efraín
Huerta Absoluto amor (1935) y Línea del Alba (1936); y de José Revueltas Los Muros de
Agua (1941), Dios en la Tierra (1944), y El Luto Humano (1943). La vida de los tres apenas
se estaba escribiendo, pero sus trazos ya era definitivos. Ermilo Abreu Gómez da
constancia de ello en los siguientes retratos que hoy rescatamos del olvido:

Octavio Paz

Rilke dijo que la poesía supone experiencias. Rimbaud, que no podía tener ninguna, fue,
sin embargo, un grandísimo poeta. Pero no hay que alarmarse; en esto no existe sino una
aparente contradicción. La poesía para Rilke no es sino la condensación, el sedimento, el
humus de la vida que acaba por mostrarse, lúcida, transfigurada, en la voz, en la palabra
del poeta. Este puede tener o no tener experiencia personal; pero su capacidad mágica, su
poder de adivinación, le permitirá aprisionar lo vivido, lo experimentado en la carne ajena,
haciendo que en la propia rinda su valor poético. Tal es el caso de Rimbaud. Tal es el caso
de Octavio Paz.

Octavio Paz es el poeta por excelencia de este tipo. En su poesía se sienten las constancias
inasibles –para el vulgo, para la razón; pero aprensibles para el sentimiento– de los
valores más íntimos y más perennes que su vida solicita para prolongarse a través del
tiempo y del espacio. Muy pocos, poquísimos, poetas modernos de México han sabido
guardar con más limpieza esta capacidad creadora de la esencia poética. Octavio Paz es

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uno de ellos. De ahí que su obra pueda reducirse a un solo estado poético. Iba a decir a un
solo poema. No importa que Octavio Paz cambie de ángulo para mirar, para evocar, las
imágenes que, como mariposas, se desprenden de los seres; siempre ha de vivir la ceñida
poesía que le pertenece y que es capaz de expresar. Cada poeta tiene su perfume; éste, el
del jazmín, aquél, el de la rosa. Si quieren ser sinceros consigo mismos, no habrán de
evocar sino el perfume para el cual están dispuestos, para el cual han sido creados. Si
intentan otra cosa sufrirán la negación de su intenta o la negación de la comunión que
necesitan. De todas maneras habrán fracasado. Octavio Paz es el poeta de un perfume: el
de la intimidad. Su voz, está siempre acorde con la especie que le es dable percibir. Su
propia desvinculación temporal de ciertos estadios de la vida, de la razón, de la tremenda
razón que agita y conmueve al mundo, no tiene sino una simplísima explicación: Está
Octavio tan inmerso, tan íntegramente inmerso en el agua de su poesía, que ésta le cubre
todo, impidiéndole respirar el aire extraño –con sus propias impurezas vitales– que le
rodea. Pero este estado de absorción no ha de ser absoluto ni eterno; día vendrá, y vendrá
más pronto de lo que el mismo poeta sospecha, día vendrá, repito, en que al lado de la
respiración poética que le domina y le unifica, aparezca la garra que le vincule a la vida, le
hinque más y más en la tierra en que su planta se asienta y en que sus propias alas, sin
advertirlo, se apoyan para lanzar la flecha de sus vuelos. Un día Octavio sentirá en su
propia voz la presencia de la sangre de los mártires y verá cómo esta sangre hace más
lúcida la poesía que es su orgullo. Su intimidad tendrá conciencia; se hará más humana.
Entonces sabrá que la poesía –"la más pura poesía (como dijo con precisión crítica
González Lanuza) la poesía, individualísima en su origen, es esencialmente social en sus
fines; porque una poesía incomunicable se mata a sí misma, puesto que la
comunicabilidad forma parte inseparable de su ser"–. Dicho con más brevedad, aunque no
sea con más exactitud; una poesía sin comunión es poesía, sí, pero muda. Esta comunión
ha de estar nutrida –maná y apetito– por el hombre mismo. Entonces no habrá pureza
estéril. Hay que saber ser puro conduciendo la voz terrible del Verbo humano. Si no se
hace esto, se cae en el precipicio del caos; se derrumba el ser en la falacia de la pureza
infecunda.

Hoy Octavio es el poeta; pero sólo el poeta. Esto no basta. Un poeta que sólo es poeta es
como una mujer que sólo es mujer. Grave error. Una mujer es completa cuando es capaz
de amar y es capaz de crear al hijo que la vincula al hombre. Octavio está en la prisión
transitoria que él mismo se ha fabricado: la de su poesía. Mas por los intersticios del
infinito se abren las brechas de los luceros. Por ahí baja la mano de Dios para subirnos a su
poder. La mano de Dios se posa en el corazón de Octavio porque conoce la honradez
poética de que es capaz.

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Efraín Huerta

Larguirucho; de cara angulosa; de tez pálida; de cabello lacio; de ademanes sencillos, casi
lánguidos, Efraín Huerta pasa inadvertido en medio de una reunión de escritores. Nada en
él le separa del tipo normal de la gente que anda y discurre por esos mundos de Dios. Se
diría que él mismo quiere pasar ignorado para el bullicioso ejército de poetas, cuentistas,
novelistas y dramaturgos que frecuenta. Su hablar es además mesurado, leve; como
hecho para decir con decoro las cosas de la verdad y del sueño.

Pero si nos acercamos a él, si poco a poco vamos entrando en su confianza y en su


intimidad; si en fuerza de lealtad logramos que las puertas de su alma se abran, entonces
con sorpresa, primero, con regocijo, después, nos damos cuenta de que estamos delante
de uno de los hombres más recios, más definidos, más hondos y más bien dotados para el
ejercicio de la poesía moderna de México.

Cuando se dice poesía moderna se quiere decir, evidentemente, no sólo una nueva
técnica –en la cual muchos han quedado prisioneros– sino, de manera más esencial, una
nueva conciencia humana, un nuevo sentido de responsabilidad, un nuevo ángulo desde
el cual es posible ver y mirar el contenido todo de la vida. Esta poesía participa así,
consciente y firmemente, de un criterio político; –tan político como el que se desenvuelve
en Dante en el prerrenacimiento italiano, en San Juan de la Cruz en el XVI español, en
Heine en el romanticismo alemán.

En Efraín Huerta, como en Juan de la Cabada y en José Revueltas, –para no recordar sino
los más definidos escritores de la actual generación– la nueva conciencia social ha
madurado con todos sus recursos. El arte que éstos producen no es un arte individualista,
ni tampoco un arte de partido, sujeto a consignas, a recursos esotéricos, a señales y signos
convencionales. (Los que caen en este laberinto, que también es cueva insondable,
perecen bajo los escombros de su propia falsedad estética). El arte que estos escritores
producen está impregnado de la doble e inseparable realidad que crean la gracia y la
verdad; el arte y la moral; la voz individual y la savia que la anima desde el nido de lo
social o colectivo. Esto no lo entienden sólo los que no quieren entenderlo. Pero no lo
pueden entender tampoco aquellos que, ofuscados, prostituidos por cualquier fuerza
fanática, yacen, inertes, dentro del hermetismo de un arte logrado con fuerza digital.

Puesto en el trance de ejercer este arte adquirido con sangre espiritual, Efraín Huerta ha
logrado expresar sin velos retóricos, la voz de su conciencia acorde con la voz de las
conciencias populares. Ninguna voz poética –entre la juventud de su tiempo– puede
parangonársele con ventaja. Es tal la lealtad de su capacidad de expresión y de relación; es
tan fina la voz de su emoción; es tan recta la inquebrantable fe de su criterio para revelar,

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para sacar a luz, los valores nuevos de la humanidad que nace, que los versos que
compone adquieren un tono de dignidad, de limpia categoría, que conmueve y exalta.

Efraín Huerta es el poeta de la desesperación. No nace en su poesía un mundo plácido de


amor satisfecho, ni de pasión crecida, ni de justicia alcanzada, ni de olvidos queridos, ni de
esperanzas enterradas; en su poesía nace y crece una poesía que es la terrible, la trágica
insatisfacción de un alma que por abrirse al dolor humano, sabe que en todo perfume,
hasta en el más sutil, hasta en el más místico, existe la huella de la sangre. La voz de Efraín
Huerta ha de resonar en todas las conciencias despiertas. En muchas resonará como
acusación; en otras como alarido; en otros como profecía; en todas como himno.

Yo no sólo quiero la obra de Efraín; la admiro y la comprendo con todas las veras de mi
alma, sino que me entrego a ella con la seguridad de ir ganando en lo más íntimo de mi
persona, de mí ser, la enseñanza que se desprende de aquel conjunto armonioso de
palabras y de emociones. Efraín es para mí uno de los amigos más cercanos a mi
intimidad. Hasta cuando no estoy cerca de él le tengo cerca. Recuerdo siempre la lealtad
de sus palabras, de sus ideas, de sus afectos, de sus desesperanzas, de sus odios, de sus
prédicas. Los versos de Efraín Huerta son acaso los únicos que mi incapacidad lírica
quisiera haber hecho. Orgulloso estoy de los que hace porque los sueño como si fueran
míos. Por todo esto este joven larguirucho, de cara angulosa, de tez pálida, de cabello
lacio, de ademanes sencillos, casi lánguidos, este Efraín Huerta es, entre todos mis amigos
inteligentes, el que siento más mío, más dentro de la responsabilidad moral de mi espíritu.
Efraín Huerta me ayuda a conservar la fe en los hombres de mañana.

José Revueltas

No es fácil decir cómo es José Revueltas. Parece que es un niño con cara de hombre. Lo
contrario que parecía su hermano Silvestre: un hombre con cara de niño. Esta diferencia
es posible que tenga una explicación profunda. Acaso esto se pueda entender de esta
manera. José ha querido crecer, ha querido dejar de ser niño para cumplir con sus
obligaciones; en tanto que Silvestre quiso siempre empequeñecerse para poder sentir, en
su más diáfana transparencia las cosas buenas que la vida produce.

José habla con los ángeles; Silvestre los oía. Ambos han tenido licencia personal de Dios
para tocar con las manos el fleco de las nubes, el cristal del viento y la lágrima encendida
de los luceros.

Un día Silvestre se cansó de caminar por los caminos de la tierra y se fue por los caminos
del cielo. Por allí anda. Alguna vez lo hemos visto, recostado sobre un manojo de cielo,
haciendo sonar, como si fueran campanitas, las plumas de un cometa dormido. José está
con nosotros. Por muchos años lo tendremos amarrado a nuestro lado.

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Hay en José una inquietud rebelde. Esta inquietud no se desborda si se pierde por la
contención que le ofrecen sus ojos. Los ojos de José tienen la dureza metálica de la razón.
Podría decirse así: el ser de José Revueltas se encarga de agitar la vida; sus ojos tienen el
encargo de maniatarla. Su ser sacude los árboles; sus ojos detienen los frutos que caen.
Los ojos de José están llenos de una negrura asombrada.

Su perfil añade a su rostro un sello de firmeza, de energía, de gravedad. Ningún escritor


mexicano contemporáneo, puede dar la sensación de más sentido moral y de más firmeza
en defensa de sus principios. Un ensayo sobre su persona tendría que llevar un título
platónico: José Revueltas o de la gravedad. José Revueltas desprecia todo lo que puede
ser frívolo. Su arte infunde respeto. No lo ha aprendido leyendo, en cuclillas, como
muchos señoritos que gatean por allí, libros extraños; sino arrancando pedazos, con raíces
y venas, de la vida misma. En los libros descubrió una cosa: no copiarlos nunca. Su arte
infunde también miedo. Sus palabras están colocadas más con sentido ético que con
propósito bello. Lo bello de sus escritos radica en el conjunto, en el equilibrio de sus
elementos. José Revueltas ignora el oficio del adorno. Por huir del adorno es capaz de huir
del vestido. Lección que aprendió en Afrodita y que es posible le hayan recordado otras
mujeres antiguas. José Revueltas no parlotea, pero tampoco sufre ninguna mudez
empedernida. En la conversación tiene el secreto del diálogo. Sabe oír y contestar. Es
discreto en lo literario; rajante en lo moral; satánico en la política.

José Revueltas viste con desaliño limpio. Siempre le falta un botón a su camisa; uno sólo,
el preciso para tener razón frente a su mujer, cuando, por descuido, el novelista se
presenta en la cueva hogareña, un poco después de la media noche. Viste con esa
elegancia que no se nota. Cuando se nota desaparece y asoma su espíritu.

De niño viajó acompañado de verdugos. No flaqueó nunca, antes, con el tormento, afinó
su carácter. La golondrina se hizo águila. Dicen que cuando iba sobre el mar, en una noche
ennegrecida por el miedo y la injusticia, se le apareció, caminando sobre una escala de
espumas, Virginia Field. Dicen también que esta fue una de las primeras apariciones de la
Santa.

Sus relatos son la resonancia de su vida. Su vida está guardada, en sus escritos. Su arte es
él mismo; pero él mismo es suma y compendio de la vida. Cuando se le lee se oye, en el
silencio discreto de su estilo, el suspiro y el grito que su conciencia elaboran.

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Referencias:

Abreu Gómez, Ermilo, Sala de retratos, colección Arco Iris, editorial Leyenda, México,
1946.

Ceballos, Ciro B., En Turania, Tipografía económica, México, 1902.

Ceballos Ciro B., En Turania. Retratos literarios (1902), edición crítica de Luz América
Viveros Anaya, UNAM, México, 2010.

Colín, Eduardo, Verbo selecto (Crítica Hispano - Americana), ediciones México Moderno,
México, 1922.

Fernández Ledezma, Enrique, Galería de fantasmas, Biblioteca Joven, Fondo de Cultura


Económica, México, 1985.

Máscaras de la Revista Moderna, colección Tezontle, Fondo de Cultura Económica,


México, 1968.

Paz, Octavio, Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras completas, edición del
autor, Fondo de Cultura Económica, colección Letras mexicanas, México, 1996.

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