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EL FALLECIMIENTO DE ‘ABDU’L-BAHÁ [extraído de Dios Pasa, de Shoghi Effendi]

La gran empresa de ‘Abdu’l-Bahá ya había concluido. La Misión histórica con que Su


padre Le había investido veintinueve años antes, se había consumado gloriosamente.
Quedaba escrito un capítulo memorable de la historia del primer siglo bahá’í. La Edad Heroica
de la Dispensación de Bahá’u’lláh, en la que participó desde su comienzo, y en la que
desempeñó tan singular papel, había finalizado. Sufrió como no lo hiciera ningún discípulo de
la Fe que hubiese apurado el cáliz del martirio; bregó como ninguno de sus mayores héroes lo
había hecho. Presenció triunfos como ni siquiera habían atestiguado el Heraldo de la Fe o su
Autor.
Al cierre de Sus giras por Occidente, las cuales agotaron hasta el límite Sus fuerzas en
declive, había escrito: «Amigos, llega la hora en que ya no estaré con vosotros. He hecho todo
lo que podía hacerse. He servido a la Causa de Bahá’u’lláh al máximo de Mi capacidad. He
trabajado día y noche durante todos los años de Mi vida. ¡Cuánto anhelo ver a los creyentes
compartiendo las responsabilidades de la Causa! [...] Mis días están contados, y salvo esto ya
no me queda otra alegría». Varios años antes Se había referido de esta forma a Su
fallecimiento: «¡Oh vosotros, Mis fieles amados! Si en cualquier momento tuvieran lugar
acontecimientos luctuosos en Tierra Santa, no os perturbéis o agitéis. No temáis, ni os aflijáis.
Pues cualquier cosa que ocurra hará que la Palabra de Dios sea exaltada, y que Sus fragancias
divinas se difundan». Asimismo: «Recordad, hálleme o no en la tierra, que Mi presencia estará
siempre con vosotros». «No miréis a la persona de ‘Abdu’l-Bahá», así aconsejaba a Sus amigos
en una de las últimas Tablas, «pues en su momento os dejará; antes bien, fijad vuestra vista
sobre la Palabra de Dios [...] Los amados de Dios deben alzarse con tal constancia que si en un
momento determinado, cien almas como el propio ‘Abdu’l-Bahá se convirtieran en objeto de
los dardos del enemigo, nada en absoluto debería afectar o aminorar su [...] servicio a la Causa
de Dios».
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En una Tabla dirigida a los creyentes americanos, pocos días antes de fallecer,
expresaba de este modo su reprimido anhelo de partir de este mundo: «He renunciado al
mundo y a sus gentes [...] En la jaula de esta tierra revoloteo como un pájaro atemorizado, y
anhelo todos los días emprender vuelo a Tu Reino. ¡Yá Bahá’u’l-Abhá! Dame a beber de la
copa del sacrificio, y libérame». A menos de seis meses de Su ascensión reveló una oración en
honor de un pariente del Báb, en la que escribía: «“¡Oh señor! Mis huesos están débiles, y mis
cabellos encanecidos relucen en mi cabeza [...] Y ahora que he llegado a la ancianidad, cuando
Me flaquean las facultades” [...] Ya no quedan fuerzas en Mí con las que levantarme a servir a
Tus amados [...] ¡Oh Señor, Mi señor! Apresura Mi ascensión a Tu sublime Umbral [...] y Mi
llegada a la Puerta de Tu gracia bajo la sombra de Tu muy gran merced [...]».
Por los sueños que tuvo, por las conversaciones sostenidas, por las Tablas que reveló,
se hacía cada vez más evidente que Su fin estaba próximo. Dos meses antes de fallecer habló
a Sus familiares de un sueño que había tenido. «Me pareció hallarme», dijo, «en pie, dentro de
una gran mezquita, en el santuario interior, frente a la Alquibla, en el lugar del propio Imam.
Comprendí que un gran gentío acudía a la mezquita. Eran más y más las personas que se
agolpaban, ocupando sus puestos en hileras tras de Mí, hasta que se congregó una gran
multitud. En pie, elevé la llamada a la oración. De repente me vino al pensamiento la idea de
salir de la mezquita. Cuando Me vi fuera, Me dije para Mis adentros: “¿Por qué razón he salido
sin dirigir la oración?”. Pero no importa; ahora que había pronunciado la Llamada, la gran
multitud entonaba las preces por sí misma». Pocas semanas después, mientras ocupaba una
habitación solitaria en el jardín de Su casa, refirió otro sueño a los presentes. «He tenido un
sueño», dijo, «y he aquí, la Bendita Belleza (Bahá’u’lláh) vino a decirme: “Destruye esta
habitación”». Ninguno de los presentes comprendió el significado del sueño hasta que, al
fallecer poco después, se hizo claro para todos que la «habitación» referida significaba el
templo de Su cuerpo.
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Un mes antes de morir (hecho que ocurrió cuando contaba setenta y ocho años de
edad, a primeras horas del 28 de noviembre de 1921) Se había referido expresamente a ello
con algunas palabras de ánimo y consuelo dirigidas a un creyente que lamentaba la pérdida
de su hermano. Y, dos semanas antes de Su fallecimiento, había hablado con su fiel jardinero
de un modo que indicaba claramente que sabía que se acercaba Su fin. «Estoy tan fatigado»,
le comentó, «que la hora ha llegado en que debo dejarlo todo y emprender Mi vuelo. Estoy
demasiado agotado para caminar». Y añadió: «Durante los días postreros de la Bendita
Belleza, estando ocupado en reunir Sus papeles, que estaban esparcidos por el sofá de Su
escritorio de Bahjí, volviéndose hacia Mí, Me dijo: “De nada sirve reunirlos, debo dejarlos que
partan”. Yo también he terminado Mi obra. Nada más puedo hacer. Por lo tanto debo irme y
partir».
Hasta el último día de Su vida terrenal, ‘Abdu’l-Bahá continuó derramando el mismo
caudal de amor sobre grandes y humildes por igual, extendiendo el mismo socorro a los
pobres y a los oprimidos, y realizando aquellas mismas tareas al servicio de la Fe de Su Padre,
como había acostumbrado desde los días de Su niñez. El viernes anterior a Su fallecimiento,
pese a la gran fatiga que sentía, acudió a la oración del mediodía en la mezquita y distribuyó
después las limosnas, según acostumbraba, entre los pobres; dictó algunas Tablas –las últimas
que reveló–; bendijo el matrimonio de un criado de confianza, acto que por insistencia Suya
tuvo lugar aquel día; acudió a la reunión habitual de los amigos que se celebraba en Su hogar;
sintió fiebre al día siguiente y, no pudiendo salir de la casa el domingo siguiente, envió a todos
los creyentes a la Tumba del Báb a presenciar la fiesta que un peregrino parsi ofrecía con
motivo del aniversario de la Declaración de la Alianza; antes de retirarse, esa misma tarde
recibió con Su cortesía y amabilidad indefectibles, a pesar del cansancio creciente, al muftí de
Haifa, al alcalde y al jefe de la policía; esa noche –la última de Su vida– Se interesó por la salud
de todos los miembros de Su casa, así como por la de los peregrinos y los amigos de Haifa.
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4 A la una y cuarto del mediodía Se incorporó y caminó hasta la mesa de Su alcoba para
beber agua y regresar al lecho. Poco después, pidió a una de las dos hijas que había guardado
vela a Su lado que descorriese las cortinas, quejándose de que tenía dificultades para respirar.
Se le trajo agua de rosas, que bebió, tras de lo cual volvió a acostarse; y cuando se Le ofreció
alimento, observó: «¿Deseas que tome algún alimento, cuando ya me voy?». Un minuto
después Su espíritu remontaba el vuelo a la morada eterna, para reunirse, por fin, con la gloria
de Su Bienamado Padre, y probar allí la alegría de una reunión sempiterna.
La noticia de Su fallecimiento, tan repentina, tan inesperada, se difundió como la
pólvora por la ciudad, y al instante se transmitió por cable a las diferentes partes del globo,
llevando la consternación y el dolor a la comunidad de los seguidores orientales y occidentales
de Bahá’u’lláh. En respuesta arreciaron los mensajes, procedentes de lejos y de cerca, de
grandes y humildes por igual, en forma de telegramas y cartas, con los que se manifestaba a
los miembros de una familia desconsolada y sumida en la tristeza sus expresiones de elogio,
devoción, angustia y condolencias.
El Secretario Británico de Estado para las Colonias, Winston Churchill, telegrafió al
instante al Alto Comisario para Palestina, sir Herbert Samuel, con indicaciones de que
«transmitiera a la comunidad bahá’í sus condolencias, de parte del Gobierno de Su Majestad».
El vizconde Allemby, Alto Comisario para Egipto, envió un telegram al Alto Comisario para
Palestina en el que solicitaba que éste «expresara a los familiares del difunto sir ‘Abdu’l-Bahá
‘Abbás Effendi y a la comunidad bahá’í» sus «condolencias sinceras por la pérdida de su
reverenciado guía». El Consejo de Ministros de Bagdad dio órdenes al Primer Ministro, Siyyid
‘Abdu’r-Ra mán, de que hiciera extensivas sus «condolencias a la familia de Su Santidad
‘Abdu’l-Bahá en su duelo». El Comandante en Jefe de la Fuerza Expedicionaria, general
Congreve, dirigió al Alto Comisario para Palestina un mensaje en el que solicitaba que «hiciera
llegar sus más profundas condolencias a la familia del difunto sir ‘Abbás Bahá’í». El general sir
Arthur Money, antiguo Jefe Administrador de Palestina, manifestó por escrito su tristeza, su
profundo respeto y admiración por Él, así como sus condolencias ante la pérdida que había
sufrido la familia. Una de las figuras distinguidas de la vida académica de la Universidad de
Oxford, profesor y erudito famoso, escribió en nombre propio y de su esposa: «Traspasar el
velo hacia una vida más plena debe ser especialmente maravilloso y bendito para Quien
siempre ha fijado Sus pensamientos en lo alto, y se ha esforzado por llevar una vida exaltada
aquí abajo».
EL FALLECIMIENTO DE ‘ABDU’L-BAHÁ [extraído de Dios Pasa, de Shoghi Effendi]

Numerosos y diversos periódicos, tales como el Times londinense, el Morning Post, el


Daily Mail, el New York World, Le Temps, el Times of India y otros publicados en diferentes
países e idiomas, rindieron homenaje a Quien había prestado a la Causa de la hermandad y
paz humanas servicios tan destacados e imperecederos.
El Alto Comisario, sir Samuel, envió de inmediato un mensaje en el que transmitía su
deseo de acudir al funeral en persona, como él mismo escribió más tarde, a fin de «expresar
mi respeto por Su credo y mi consideración hacia Su persona». En cuanto a las exequias, que
tuvieron lugar la mañana del martes, cuyo igual nunca había presenciado Palestina, no menos
de diez mil personas participaron en representación de todas las clases, religiones y razas de
aquel país. «Una gran multitud», atestiguaría más tarde el Alto Comisario mismo, «se había
reunido para llorar Su muerte, pero también para celebrar Su vida». Sir Ronald Storrs,
Gobernador de Jerusalén a la sazón, escribió asimismo al describir el funeral: «Jamás he visto
una expresión más unida de pesar y respeto que la suscitada por la simplicidad absoluta de la
ceremonia».
El ataúd que contenía los restos de ‘Abdu’l-Bahá fue trasladado a su lugar de reposo a
hombros de Sus amados. El cortejo que lo precedía iba dirigido por las Fuerzas del Cuerpo de
Policía de la ciudad, que actuaba en funciones de Guardia de Honor, seguida por los Boy
Scouts de las comunidades musulmanas y cristianas que enarbolaban sus banderas, un coro
musulmán que cantaba versículos del Corán, los jefes de la comunidad musulmana,
encabezados por el muftí y cierto número de sacerdotes cristianos, latinos griegos y
anglicanos. Detrás del féretro seguían los miembros de la familia, el Alto Comisario Británico sir
Samuel, gobernador de Jerusalén, sir Ronald Storrs, Gobernador de Fenicia, sir Stewart Symes,
amén de funcionarios del Gobierno, cónsules de varios países residentes en Haifa, notables de
Palestina, musulmanes, judíos, cristianos y drusos, egipcios, griegos, turcos, árabes, kurdos,
europeos y americanos, hombres, mujeres y niños. La larga comitiva de condolientes, entre los
sollozos y lamentos de muchos corazones afligidos, serpenteó su camino hasta que,
alcanzadas las faldas del monte Carmelo, se detuvo ante el Mausoleo del Báb.
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Cerca de la entrada occidental del Santuario, sobre una sencilla mesa, se colocó el
féretro sagrado, y allí, en presencia de una gran concurrencia, nueve oradores, en
representación de los credos musulmán, judío y cristiano, entre los que se incluía el muftí de
Haifa, pronunciaron sendos discursos fúnebres. Concluidos éstos, el Alto Comisario se acercó
al féretro y, con la cabeza inclinada frente al Santuario, rindió el último homenaje de
despedida a ‘Abdu’l-Bahá. Los demás oficiales del Gobierno siguieron su ejemplo. A
continuación, se trasladó el ataúd a una de las cámaras del Santuario, que se hizo descender,
con tristeza y reverencia, hasta su último lugar de reposo, junto a la bóveda adyacente, que
ocupaban los restos del Báb.
Durante la semana que siguió a Su fallecimiento, diariamente se dio alimento a un
centenar de pobres de Haifa, en tanto que al séptimo día se distribuyó una ración de maíz en
Su memoria a mil de ellos, al margen de consideraciones de raza o credo. El cuadragésimo día
tuvo lugar una fiesta impresionante en recuerdo de Su alma, a la que fueron invitadas más de
seiscientas personas de Haifa, ‘Akká y alrededores de Palestina y Siria, incluyendo oficiales y
notables de varias religiones y razas. Ese día se dio alimento a más de cien pobres.
Uno de los invitados reunidos, el Gobernador de Fenicia, rindió un último homenaje a la
memoria de ‘Abdu’l-Bahá con las siguientes palabras: «La mayoría de nosotros tenemos, creo,
una imagen clara de sir ‘Abdu’l-Bahá ‘Abbás, de Su figura digna mientras caminaba pensativo
por nuestras calles, de Sus modales corteses y gráciles, de Su amabilidad, de Su amor por los
pequeños y las flores, de Su generosidad y cuidado por los pobres y sufrientes. Era tan gentil
Él y tan sencillo que en Su presencia casi uno Se olvidaba de que era un gran maestro, y de
que Sus escritos y conversaciones habían servido de solaz e inspiración a cientos, miles de
personas de Oriente y Occidente».
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De este modo se cerraba el ministerio de Alguien que fue la Encarnación, en virtud del
rango que Le confirió Su Padre, de una institución sin paralelo a lo largo de la historia religiosa,
un ministerio que constituye la etapa final de la Edad Apostólica, la Edad Heroica y más
gloriosa de la Dispensación de Bahá’u’lláh.
A través de Él, la Alianza, esa «Herencia excelente e inapreciable» legada por el Autor
de la Revelación bahá’í, había sido proclamada, abanderada y reivindicada. Mediante el poder
que ese Instrumento divino Le había conferido, la luz de la Fe infante de Dios había penetrado
en Occidente, se había difundido hasta las remotas islas del Pacífico y había iluminado las
estribaciones del continente australiano. Mediante Su intervención personal, el Mensaje, cuyo
portador había probado la amargura del cautiverio de toda una vida, había resonado allende
los mares, y su carácter y propósito se habían divulgado, por vez primera en su historia, ante
auditorios entusiastas y representativos de las principales ciudades de Europa y del continente
norteamericano. Gracias a su vigilancia incansable, los restos santos del Báb, tras superar sus
cincuenta años de ocultamiento, fueron transportados a salvo a Tierra Santa para ser
atesorados de forma permanente y digna en el mismo lugar que el propio Bahá’u’lláh había
designado para acogerlos y que había bendecido con Su presencia. Mediante Su osada
iniciativa pudo erigirse el primer Mashriqu’l-Adhkár del mundo bahá’í en el Asia Central, en el
Turquestán ruso, mientras que con Su aliento indefectible se emprendía una tarea similar, y
aun de más ingentes proporciones, en una tierra consagrada por Él mismo y situada en el
corazón del continente norteamericano. Merced a Su gracia sostenedora que Lo protegía
desde los inicios de Su ministerio, Su adversario real quedó humillado cual polvo, el
archiviolador de la Alianza de Su Padre fue derrotado por completo y el peligro que, desde
que Bahá’u’lláh fuera desterrado a suelo turco, había estado amenazando el corazón de la Fe,
fue enteramente eliminado.
EL FALLECIMIENTO DE ‘ABDU’L-BAHÁ [extraído de Dios Pasa, de Shoghi Effendi]

En cumplimiento de Sus instrucciones, y de conformidad con los principios enunciados


y las leyes dictadas por Su Padre, las instituciones rudimentarias, precursoras de la
inauguración formal del Orden Administrativo que habría de fundarse tras Su fallecimiento,
habían cobrado cuerpo y habían sido establecidas. Mediante Sus esfuerzos incansables, tal
como reflejan los tratados que compuso, los millares de Tablas que reveló, los discursos que
pronunció, las oraciones, poemas y comentarios que dejó para la posteridad, la mayoría en
persa, algunos en árabe y unos pocos en turco, las leyes y principios que constituyen la trama
y urdimbre de la Revelación de Su Padre habían sido elucidados, sus principios fundamentales
quedaron reafirmados e interpretados, su doctrina recibió aplicación detallada y la validez e
indispensabilidad de sus verdades quedaron plena y públicamente demostradas. Merced a los
avisos que proclamó, una humanidad desatenta, hundida en el materialismo y olvidada de su
Dios, fue alertada sobre los peligros que amenazaban trastocar su reglada vida, y hubo de
soportar, como consecuencia de su perversidad persistente, las primeras acometidas de ese
cataclismo mundial que continúa, hasta el día presente, sacudiendo los cimientos de la
sociedad humana. Y por último, mediante el mandato que dirigió a una comunidad valiente,
cuyos logros concertados han derramado tamaño lustre sobre los anales de Su propio
ministerio, había puesto en marcha un Plan que, poco después de su inauguración formal,
logró que se abriera el continente australiano, un Plan que, en un periodo posterior, había de
ayudar a ganar el corazón de un converso real a la Causa de Su Padre, y que hoy, gracias al
despliegue irresistible de sus potencialidades, reaviva tan maravillosamente la vida espiritual de
todas las repúblicas de Suramérica, al punto de poner digno broche a los anales de un siglo
entero.

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