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Paloma Benito Fernández- El drama wagneriano

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Paloma Benito Fernández- El drama wagneriano

EL DRAMA WAGNERIANO

ISBN-978-84-9822-624-9

Paloma Benito Fernández


(palomaben@hotmail.com)

THESAURUS

Richard Wagner. Romanticismo. Ópera nacional alemana. Drama musical. Leitmotif.


Melodía infinita. Obra de arte total. Judaísmo. Nietzsche. Mito.

RESUMEN DEL ARTÍCULO

Fue Richard Wagner un hombre polifacético que nace en Leipzig en 1813 y muere
en Venecia en 1883 como músico, filósofo, poeta y crítico; vinculado desde su más tierna
infancia al mundo del teatro y de orígenes humildes, llegaría a convertirse en uno de los
compositores más admirados e influyentes del panorama de la música culta de finales del
XIX y comienzos del XX. En estas páginas se analizarán los aspectos más significativos
de su vida y obra, abordando el recorrido ideológico y artístico que transita desde la
ópera romántica, partiendo de la tradición italiana y francesa, hasta la gestación de una
auténtica ópera nacional, con la formulación del “drama musical” como creación artística
por antonomasia, donde se logra la simbiosis entre las diversas artes (música, palabra y
acción). Se contextualizarán sus postulados teóricos en el seno de las corrientes estéticas
del Romanticismo, profundizando en los temas que más despertaron su interés: el
concepto de drama, música absoluta versus música como expresión de los sentimientos,
la obra de arte total, el factor religioso, la cuestión judía y la misión redentora del arte, que
despide una época y anticipa el nacimiento de un nuevo orden social, artístico y cultural.

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“Wagner fue un bello atardecer al que se confundió con un amanecer” (Claude


Debussy).

1. Hacia la búsqueda de una ópera nacional alemana. Los antecedentes del drama
musical wagneriano

Hasta llegar a conceptualizar y materializar el drama musical como tal, Wagner


tuvo que transitar su propia senda y la de sus antecedentes, asumir el repertorio italiano y
francés (Rossini, Bellini, Auber, Cherubini…) y los tímidos intentos germanos de crear una
ópera nacional específica. Algunos nombres poco conocidos se ubican en este contexto:
Die Felsenmühle zu Estalières (1831) de Carl Gottlieb Reissiger y Der Vampyr (1828) de
P. J. von Lindpaintner se representaron casi de manera exclusiva en las ciudades de
Dresde y Stuttgart respectivamente, las óperas de Spohr se divulgaron algo más pero
nunca pudieron rivalizar con las producciones francesas e italianas.
Heinrich Marschner junto con Carl Maria von Weber serán los compositores que
más claramente constituyan los cimientos sobre los cuales se elevará el gran edificio
proyectado por Wagner, cabe mencionar del primero tres títulos: una nueva versión de
Der Vampyr (estrenada en Leipzig también en 1828), Der Templar und die Jüdin (1829) y
Hans Heiling (estrenada en Berlin en 1833). Der Freischütz (1821) de Weber introduce
ciertos aspectos típicos, aunque no exclusivos, del Romanticismo alemán: un argumento
donde se intercambian los elementos naturales y sobrenaturales, los diálogos hablados
característicos de la ópera cómica, el fraseo clásico simétrico y regular, los coros, las
arias características del estilo italiano, la influencia popular en las melodías y un
tratamiento armónico esencialmente diatónico.

2. Apuntes biográficos y análisis de la obra wagneriana. De la ópera romántica al


drama musical

Richard Wagner nace en Leipzig el 22 de mayo de 1813, fue probablemente el


noveno de los hijos de Karl Friedrich Wilhelm Wagner, un funcionario de policía que
moriría poco después de su nacimiento (aún existen ciertas dudas sobre la verdadera
ascendencia del compositor). Posteriormente, Johanna Rosine Wagner se casa con el
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actor, cantante, pintor y dramaturgo Ludwig Heinrich Christian Geyer y trasladan su


residencia a Dresde, donde el joven músico, además de familiarizarse con el mundo
teatral, vivirá desde la niñez hasta 1828, año en el que regresa a su ciudad natal, Leipzig,
comenzando allí una educación musical algo más sistemática, tras componer música para
una de sus primeras creaciones literarias: la tragedia titulada Leubald, inspirada en las
lecturas de Shakespeare y Goethe; posteriormente, estudiará armonía con el compositor y
director Gottlieb Müler y contrapunto con Theodor Weinling .

2.1. Primeras composiciones

Sus primeras composiciones empiezan a tomar forma en 1829, seis años después
habría concluido dos sinfonías, cuatro oberturas de concierto, dos sonatas para piano y
algunos fragmentos musicales de la obra Fausto de Goethe; en aquel tiempo también
esboza el argumento de una pieza teatral, Die Hochzeit (La Boda) cuya música dejaría
inconclusa, pero que le servirá como plataforma de ensayo para la composición de sus
primeras óperas románticas.
En 1834 comienza su actividad como director musical de una compañía de ópera
de Magdeburg, familiarizándose específicamente con el repertorio de moda, es decir,
italiano y francés, así ve la luz su primera ópera completa Die Feen (Las hadas, basada
en La donna serpente de Gaspare Gozzi), compuesta entre 1833 y 1834 y estrenada
poco después de su muerte, en 1884, donde se aprecia la influencia de ese naciente
romanticismo alemán fecundado por Marschner y Weber .
Otro estilo bien distinto, esta vez el del bel canto italiano (cuya escritura vocal
melódica y virtuosística le cautivará momentáneamente) se contempla en su siguiente
pieza: Das Liebersverbot (La prohibición de amar, 1834-1835), inspirada en la obra de
William Shakespeare Measure for Measure. En 1836 Wagner se casa con la actriz Minna
Planer, con quien se traslada a Königsberg y poco después a Riga (1837-1839), donde
será nombrado de nuevo director música; aquejado por las continuas deudas económicas,
su matrimonio comienza entonces a naufragar y ya nunca este barco arribará a un buen
puerto, Minna le abandona definitivamente en 1861.

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2.2 Las óperas románticas

Valga esta metáfora como premonición del accidente marítimo que sufre la familia
Wagner, que ya contaba con una hija y un enorme perro, al intentar alcanzar Londres y
desde allí París, viéndose sorprendidos por una monumental tormenta que les conduce
hasta la costa noruega. Era el verano de 1839 y Wagner soñaba con triunfar en la capital
francesa creando una grand opéra de tema histórico que le catapultara a la fama, Rienzi
(1838-40), basada en la novela homónima de Edward Bulwer Lytton, estilo que
posteriormente atacará de manera visceral al preferir “la natural sencillez del mito,
aprehensible de forma inmediata por el sentimiento, y no la artificiosa complejidad de la
acción histórica, comprensible sólo por los procesos analíticos de la inteligencia” (Di
Benedetto, 1987: 131); sin embargo, la realidad fue bien distinta, ni siquiera con el apoyo
incondicional de Meyerbeer lograría el resultado esperado y la obra tuvo que esperar tres
años más para ver su estreno en Dresde. Der Fliegende Holländer (El holandés errante),
que también ve la luz en la ciudad alemana tan sólo un año después, en 1843, narra la
leyenda de un marino holandés que está condenado a vagar eternamente por el océano
hasta que el amor de una mujer, Senta, le redima de su destino convirtiéndole en un ser
mortal; esta obra, recordando a Der Freischütz de Weber, le permite explorar un amplio
colorido orquestal para recrear ese ambiente fantasmagórico y visionario, al igual que un
incipiente trabajo motívico en la identificación de personajes y situaciones que constituirá
la base de los leitmotifs de los dramas musicales posteriores. Por su parte, la armonía es
esencialmente diatónica y se entrevé un cierto continuum sintáctico y expresivo al
empezar a borrarse los límites entre los convencionales números cerrados (arias,
recitativos…). En esta ópera, Wagner abandona el tema histórico para adentrarse en el
mito, acerca del cual escribe en Música del porvenir (1861) “a cualquier época o nación a
la que pertenezca, el mito tiene el mérito de captar sólo lo que es puramente humano y de
representar este contenido en una forma que sólo pertenece a aquél, que llena al máximo
y que, por ello, se comprende inmediatamente”. En la etapa parisina, los Wagner vivirán
un cierto desahogo al obtener algún beneficio con la venta del libreto de esta ópera y la
composición y arreglos de música ‘a la moda’ para amateurs.
Entre 1843 y 1849 Wagner continúa sus trabajos como director de orquesta en
Dresde componiendo otras dos óperas románticas: Tannhäuser (1845), representada ese
mismo año en Dresde y Lohengrin (1848), estrenada bajo la dirección de Franz Liszt dos
años después en Weimar. En Tannhäuser la fuente de inspiración es un poema medieval
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cuyo protagonista es un caballero cristiano que se encuentra en la encrucijada entre tener


que elegir entre el amor carnal de la diosa Venus o el amor puro y redentor de Santa
Isabel. Wagner hace suya la idea de que el amor verdadero no era el que estaba
encerrado en los convencionalismos al uso sino el que brotaba de la pasión; así, en la
numerosa correspondencia que mantiene con Mathilde Wesendonk señala que ese amor
no es una abstracción que se dirige a la humanidad sino una profunda fuerza que emana
del deseo sexual.
Sigue siendo Tannhäuser una ópera romántica influida ligeramente por la grand
opéra francesa, con los tradicionales números cerrados: intervenciones solistas, números
de conjunto y coros, aunque con momentos estelares de declamación (a caballo entre el
arioso y el recitativo), una expansión del tratamiento armónico a favor de la expresión
dramática y el empleo de melodías que permiten reconocer situaciones y personajes. La
última ópera de la etapa de Dresde es Lohengrin, con rasgos semejantes a los ya
analizados en el trío de las tradicionalmente denominadas “óperas románticas
wagnerianas” (junto a El holandés errante y Tannhäuser); de nuevo, la leyenda que
retomará en su última producción: el hijo de Parsifal, guardián del Santo Grial, es
Lohengrin, quien desposa a Elsa y posteriormente la abandona al comprobar que el amor
de una mortal no es suficiente para él.
Desde el punto de vista musical avanza inexorablemente hacia esa “melodía
continua”, dando un mayor protagonismo a la orquesta, que, como se analizará
posteriormente, será la encargada máxima de narrar los aconteceres dramáticos,
salvando así las muchas contradicciones ideológicas en las que se verá enredado el
compositor a través de sus múltiples ensayos y reflexiones. Los personajes principales de
Lohengrin, Elsa y Ortrud, tienen una melodía que les retrata siguiendo una estructura
periódica clásica y un desarrollo armónico más conservador de lo esperado.
Estalla la revolución en Dresde en mayo de 1849 como consecuencia de ese
espíritu nacionalista que se va apoderando de los estados alemanes, anunciando una
necesaria unificación y regeneración social, influida por el socialismo de Proudhon, el
anarquismo de Bakunin y el hegelianismo de izquierdas de Feuerbach, de tal suerte que
Wagner, tras lanzarse a las barricadas se ve obligado a abandonar la ciudad para
refugiarse, con la ayuda de su buen amigo y compositor Franz Liszt, en Weimar y
posteriormente en Zurich y París, prolongándose su exilio político hasta el año 1862.
En un período de cinco años, comprendidos entre 1849 y 1853, pocas partituras se
inauguran, dedicando sus esfuerzos a la génesis de los primeros poemas para la
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tetralogía de Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo) y toda una serie de
ensayos transmisores de sus fervientes y entusiastas ideas cerca de la misión redentora
de la música y de la “obra de arte total”, cuyo estudio se abordará en epígrafes
posteriores; entre ellos cabe citar Arte y revolución, La obra de arte del futuro (ambos de
1849) y Ópera y drama (1850-1851).
Durante esta etapa de exilio, el compositor vuelve a encontrarse en una situación
muy precaria, marginado del mundo musical alemán, sin ingresos y con muy poca
esperanza de ver representadas sus creaciones; su todavía esposa, Minna, quien había
apreciado poco sus últimas óperas, se encierra poco a poco en una profunda depresión y
el mismo Wagner enferma de erisipela, lo que aumenta aún más la dificultad de su
trabajo.

2.3. El anillo del Nibelungo

Un nuevo proyecto musical se va gestando sobre la serie de poemas homónimos,


es la titánica tetralogía Der Ring des Nibelungen (El anillo del Nibelungo) en la cual
invertirá más de veinte años de su vida, con casi doce horas de duración; estructurada
en un prólogo y tres jornadas fue concebida como la verdadera “ópera del futuro”, en la
que, partiendo del antiguo mito germano (extraído de las fuentes de Edda y del
Nibelungenlied), se anuncia “el advenimiento de una humanidad purificada de la sed de
riqueza y de poder, libre de pactos y leyes, donde el rescate sólo tendrá lugar a costa de
la destrucción total del viejo orden social establecido y en el ingente holocausto son
inmolados, como primeras víctimas del sacrificio, los propios héroes que encarnan lo
puramente humano” (Di Benedetto, 1987: 132).
La creación literaria respeta el siguiente orden: durante su estancia en Dresde, en
1848, anuncia un poema titulado Siegfrieds Tod (La muerte de Sigfrido), que
posteriormente mutará su nombre por Götterdämmerung (El ocaso de los dioses), cuyo
argumento se encuadra en la parte final de la saga de los Nibelungos. En consonancia
con la propia historia, ese espíritu revolucionario que se va extendiendo por toda Europa
da, como resultado artístico, una obra que materializa la máxima que Hermann Hesse
acuñara en Demián: “para nacer un mundo debe morir otro mundo”.
De esta manera, Wagner siente la necesidad vital de elaborar los textos y la
música de los acontecimientos que precedían a la muerte de Sigfrido, en Zurich escribe el
poema Der junge Siegfried (El joven Sigfrido), después titulado Siegfried (Sigfrido) al que
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siguen los libretos de Die Walküre (La Walkyria) y Das Rheingold (El oro del Rin). En 1853
este ambicioso proyecto literario estaba ya concluido, de atrás hacia delante, es decir, en
orden inverso a la composición musical y a la secuencia definitiva de la obra, que se
inaugura con la partitura de El oro del Rin en 1854 para continuar con La Walkyria, que
completará dos años después; el proyecto queda interrumpido en 1857, mientras se
estaba gestando Sigfrido, y no se concluye hasta 1874 con la composición de El ocaso
de los dioses. Quizá por las dudas que albergaba acerca de la viabilidad de ver
representada tan ambiciosa obra o tal vez por el doble estímulo que provocaría en él tanto
las lecturas de Schopenhauer como su incipiente relación amorosa con Mathilde
Wesendonk, esposa de un adinerado hombre de negocios que habría de sacarle de más
de un apuro económico, la cuestión es que desde 1857 a 1859 se consagra por entero a
la composición de Tristan und Isolde (Tristán e Isolda).
La tetralogía narra la historia de una maldición, ambición y amor son dos “a”
incompatibles, de las cenizas de un mundo que fenece, el que aspiró a poseer
eternamente el oro, nacerá, como el ave fénix, una fuerza regeneradora capaz de
alumbrar una nueva humanidad: el amor. El anillo es custodiado por tres ondinas en el
Rin, los Nibelungos, con Alberich a la cabeza, se apoderan de él; el dios Wotan ha
prometido entregar a los gigantes Fafner y Fasolt el amor de Freia pero les traiciona y
trata de saldar su deuda ofreciéndoles el anillo de Alberich, debatiéndose entonces entre
el temor ante una muerte anunciada y el ansia de poder. Erda, la madre Tierra, trata de
disuadir a Wotan y preconiza el ocaso de los dioses; sin embargo, es ya tarde, Wotan ha
penetrado en el círculo del mal y trata de restituir la bondad con su espada vengadora. De
nuevo, otro imposible, la crueldad no sabe engendrar vida y sueña con un héroe cuya
pureza sea capaz de mutar el inexorable destino.
A la cabaña de Hunding y Sieglinde acude un forastero, es Siegmund que, pronto,
reconoce en ella a su propia hermana gemela, de la cual se enamora apasionadamente.
Wotan, padre de ambos, encarga a su hija predilecta, la walkyria Brünnhilde que interceda
a favor de su hermano Siegmund pero Frida, la esposa del dios vengativo, no acepta el
incesto y pide su muerte para restaurar la honra de Hunding. Wotan cede a los deseos
femeninos, asesina a su propio hijo y condena a Brünnhilde a la más absoluta soledad
por haber prestado ayuda a Siegmund. El conjuro está hecho, del incestuoso amor de los
gemelos, nacerá Siegfried, el héroe prometido, el único merecedor del amor de la walkyria
y el encargado de recuperar el anillo del gigante Fafner, el cual sobrevive bajo la forma de
un dragón.
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Brünnhilde, convertida en una simple mortal, será la depositaria de ese vivificante


amor y del anillo, codiciado ahora por los hermanos Gunther y Gutrune, que trazan un
malévolo plan por el cual Siegfried bebe una pócima mágica, cae en el olvido y seduce a
Gutrune, acontecimiento que aprovechan Gunther y Hagen (hijo este último de Alberich),
para apoderarse del anillo; Brünnhilde descubre la aparente traición de su amado y jura
venganza. En el último acto de la tercera jornada Siegfried recupera la memoria, se
percata del entuerto e intenta restablecer el orden primitivo, pero muere a manos del
ambicioso Hagen; la walkyria le secunda en la pila funeraria llorando desconsoladamente,
devuelve el oro a las hijas del Rin y se auto inmola para redimir a los hombres del mal.
Tanto Hagen como su morada, el Walhalla, sucumben entre las llamas de la destrucción
y el amor de una humana se revela como la única fuerza capaz de vivificar al mundo.
Desde el punto de vista musical, siguiendo el análisis que sostiene Plantinga
(1992: 295), “la acción es concebida como un todo unitario, estamos ante el auténtico
drama musical, los motivos musicales se utilizan de un modo consistente desde el
comienzo hasta el final de la obra en su conjunto, la escritura vocal está dominada por un
estilo declamatorio que evoluciona entre dos polos: una melodía rítmicamente regular y
una especie de contrapunto realizado entre la voz y la orquesta. La parte instrumental es
poderosa, flexible, expresiva y coherente en sí misma; en este lenguaje wagneriano de
madurez, la sintaxis cromática opera en el marco de una armonía que, a pesar de lo
intrincada que puede resultar, es sólidamente tonal”. Uno de los recursos armónicos más
empleados por Wagner es precisamente el de los centros tonales emparentados,
vinculando series de acordes de dominante (generadores de tensión) que no resuelven en
la tónica (el ansiado reposo) hasta el último momento.
En cuanto al empleo de los leitmotifs o motivos conductores, que tan ampliamente
ha sido estudiado, el citado musicólogo comenta (1992: 300-302) que “algunas veces se
refieren a los acontecimientos dramáticos en el sentido más obvio (cuando Wotan habla
del fuego nupcial, la orquesta interpreta una música asociada con la idea del fuego); en
otras ocasiones, por el contrario, la referencia es más sutil (en el verso “pues sólo uno
liberará a la doncella” se escucha un motivo musical que simboliza a Siegfried, el cual no
ha nacido aún). Los motivos son la parte más importante de su música y están sujetos a
todo tipo de desarrollo, transformación y combinación motívica que uno podría esperar en
una composición instrumental de grandes dimensiones”.
Respecto al tratamiento orquestal no escatima en recursos tímbricos,
específicamente en la sección del viento metal (incluyendo instrumentos poco habituales
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como un trombón contrabajo y una tuba contrabajo), con un manejo tan audaz que,
partiendo de los terrenos ya abonados por Berlioz y Meyerbeer, es capaz de recrear
desde una tierna atmósfera hasta la más vigorosa energía.

2.4. Tristán e Isolda

En junio de 1857 Wagner comenta a Liszt: “planeo escribir Tristán e Isolda como
obra de dimensiones limitadas y requerimientos técnicos modestos, para facilitar la
producción (…), pues confío en que me procurará pronto buenos dividendos y me
mantendrá en marcha por un tiempo”; un año después, confiesa a su amada Mathilde
Wesendonk desde su retiro en Venecia: “ahora estoy regresando a Tristán, para que el
profundo arte del sonoro silencio pueda hablar por mí a ti a través de él. Por el momento
me revigoriza la gran soledad y el retiro que estoy viviendo (…), hasta que obtenga
permiso para visitar Alemania por un tiempo, permaneceré solo con él en el mundo
viviente de sueños que ahora me rodea”.
En otra epístola dirigida al compositor húngaro continúa su confesión “ahora bien,
como jamás he gozado en la vida la felicidad única del amor, quiero hacer un monumento
a este sueño, el más hermoso de todos, en donde desde el principio al fin debe
satisfacerse este deseo. He diseñado en mi mente un Tristán y una Isolda, la
composición musical más sencilla pero más pletórica. Con la bandera negra que ondea al
final quiero cubrirme yo mismo para morir.”
Vuelve Wagner la mirada, una vez más, a la mitología medieval para escoger un
poema de Gottfried von Strassburg del siglo XIII, que narra la historia de un amor tan
pasional como imposible que encuentra su culminación definitiva y su propia liberación
sólo a través de la muerte. Tristán, sobrino del rey Mark de Cornwall, regresa de Irlanda
con Isolda, la princesa irlandesa que ha hecho prisionera y ha protegido a lo largo del
camino para convertirse en la esposa de su tío, Brangania la acompaña; Isolda fue, en
otro tiempo, prometida del caballero irlandés Morold, a quien Tristán ha dado muerte, por
ello, Isolda proclama venganza y trata de envenenarle con un brebaje mágico. Kurwenal,
fiel escudero, llega para anunciar la entrada en el puerto, la princesa decide perdonarle la
vida y le ofrece beber junto a ella en la copa de la reconciliación y del olvido; beben los
dos sin saber que Brangania ha introducido el filtro del amor que les conduce a una
pasión desenfrenada.

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Ya en el castillo de Mark, los amantes aguardan un nuevo encuentro, Brangania es


la encargada de velar por su seguridad, pues Melot intenta descubrirles. Tristán e Isolda,
ajenos a todo, desbordantes de amor, maldicen la luz del día, hostil a su felicidad, se
sumergen en la profunda noche y sueñan con unir indisolublemente sus almas. Kurwenal,
seguido por Melot y el rey Mark los descubre, se siente traicionado pero perdona a los
amantes invitando a su prometida a acompañarle, ella acepta resignada pero Melot, lleno
de rabia, hiere mortalmente a Tristán con su espada. En el tercer y último acto, Tristán
aguarda en el castillo de Kareol mientras espera ansioso la llegada de Isolda desde
Cornualles, se arroja en sus brazos pero en este último esfuerzo fallece, ella intenta en
vano reanimarle y cae sobre su cuerpo para fundirse, con la muerte, en una eterna unión.
En palabras de Liberman (1990: 55-60) “Wagner hace de la música un fiel
dibujante de las motivaciones psicológicas, entrando y saliendo en la vida de los
personajes como un soporte de su búsqueda eterna y de su eterna frustración (…). Sólo
con la música puede dar la múltiple respuesta que el mito convoca, sólo la música puede
decir lo indecible, su extrema sensualidad y su desenfreno melódico tiene los
prolegómenos de un acorde orgásmico, revela un mundo en el cual el deseo es sólo una
última y ardiente languidez en el alma que se alivia de vivir”.
Ronald Taylor expresa “la acción y el sentido del drama están insertos en la trama
orquestal. Y si la pasión de los amantes es inmoral -la absorción en ellos mismos
completa la angustia tan intensa que padecen y su destino trágico tan inexorable- es la
música la que descansa en armonías ambiguas, disonancias resueltas a media,
cadencias interrumpidas, arcos melódicos prolongados y amplios, densas texturas
orquestales, música que fluye constantemente y mira hacia dentro y expresa el flujo y
reflujo del deseo y su consumación en la muerte” (Liberman, 1990: 78).
En Tristán e Isolda, que no sería estrenada hasta 1865, se mantienen las
características musicales analizadas en la tetralogía pero ampliadas en cuanto al empleo
de los leitmotifs, que estarán siempre relacionados con la acción dramática y su continuo
desarrollo y transformación, manteniendo la orquesta un protagonismo inigualable y
aportando el material melódico básico que nutrirá toda la composición.
En cuanto al tratamiento armónico se produce una mayor expansión de la
tonalidad, con el empleo masivo de sonoridades inconclusas (por la presencia sucesiva
de acordes de séptima de dominante que no resuelven en la tónica salvo al final de la
progresión); el más que analizado “acorde de Tristán”, transmisor de ese sufrimiento de
un amor no colmado, admite, según Plantinga (1992: 311-314) dos posibles análisis:
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como un acorde alterado sobre el segundo grado (3 4), en el cual, “sol sostenido” y “re
sostenido” son apoyaturas de “la” y de “re natural” respectivamente o bien considerar al
“sol sostenido” como sonido principal y al “re sostenido” como una apoyatura, convirtiendo
al acorde, globalmente, en una séptima disminuida alterada, en ambos casos respecto a
la tonalidad de “la menor”.
De esta manera, el acorde (fa, si, re sostenido y sol sostenido) resuelve en el
acorde (fa, si, re natural, la), generando un momento dramático de auténtica tensión
emocional que se traduce musicalmente a través de un recurso armónico no lo
suficientemente explotado hasta el momento.
Otro elemento expresivo es el tratamiento del ritmo y del tempo, inserto el preludio
en una cadencia tranquila y lánguida con un ritmo poco preciso, contribuye a potenciar
ese clima de incertidumbre y vacilación que estará presente a lo largo de toda la obra;
otras veces, por el contrario, la orquesta intensifica el conflicto interno que sufren los
protagonistas aumentando vorazmente la dinámica e insistiendo en figuraciones rítmicas
casi obsesivas y en momentos de mayor calma, el fraseo se vuelve más regular y
simétrico. De esta manera, la música delinea los vaivenes psicológicos de los personajes
y el drama se convierte definitivamente en “acción de la música que se ha hecho visible”,
materializando la idea defendida por el compositor en Música y drama.
En 1861 tiene lugar la representación de Tannhäuser en París, acogida por el
público con desdén salvo para un élite intelectual, entre quienes se encontraba el poeta
simbolista Baudelaire, que publicitaría el nombre de Wagner como uno de los referentes
obligados en el progreso de la cultura y del arte.

2.5. Los maestros cantores de Nüremberg

Wagner aborda la creación de su penúltima obra, Die Meistersinger von Nürnberg


(Los maestros cantores de Nüremberg) concibiendo, como en toda su producción,
primeramente el libreto, en 1845, para crear la partitura entre 1861 y 1862 y concluirla en
1867. Al igual que Tristán e Isolda, había sido diseñada con modestas proporciones pero
a medida que la obra avanzaba, iría adquiriendo una dimensión no sospechada por el
autor, llegando a requerir seis solistas principales, un coro y una gran orquesta; no
obstante, parece el contrapunto a su Tristán “por su tono luminoso y por su gozosa
celebración de la fuerza ya no aniquiladora sino vivificante y creadora del amor” (Di
Benedetto, 1987: 133). Técnicamente, regresa a un argumento de tipo histórico, a
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números musicales cerrados semejantes al aria tradicional, con escenas corales y a un


tratamiento armónico esencialmente diatónico.
La ópera se ambienta en el siglo XVI y toma como escenario la ciudad alemana
de Nüremberg, presentando una visión desenfadada del arte de los maestros cantores,
entre los cuales Beckmesser representa la línea poético-musical más conservadora y
Walther von Stolzing la más progresista; aparece la figura de Hans Sachs, que viene a
simbolizar la unión entre la tradición y la inspiración, constituyendo así una especie de
alegoría de la creación artística.
En lo musical, la obra viene a constituir un homenaje a toda la herencia musical
germana: comienza la obertura con un coral de la liturgia protestante, uno de los poemas
que lleva Hans Sachs a escena rememora cantos antiguos y en boca de Beckmesser
aparece un estilo melódico tan cómicamente adornado que no puede competir con el
genio de Walther, visionario del nuevo arte que acabará por imponerse; todo ello hace
pensar en la propia biografía de Wagner, quien es consciente, en todo momento, de su
contribución al advenimiento de la modernidad.
En 1862, coincidiendo con la publicación del poema dramático El anillo del
Nibelungo, Wagner invoca la protección de un príncipe alemán que pueda sufragar los
gastos de su puesta en escena. Dos años después el recién coronado Luis II de Baviera
le invita a su propia corte, otorgándole una generosa subvención para concluir la obra, un
sueldo anual que le permite pagar todas sus deudas, una residencia en una pequeña villa
próxima al lago Starnberg y una lujosa casa en Munich; de este modo, el compositor se
libera definitivamente de su precariedad económica a la vez que concluye su etapa de
exilio político. Será en Munich donde se estrene Tristán e Isolda en 1865, acerca del cual,
varios años antes, el maestro había sentenciado: “¡Este Tristán es terrible! ¡Qué tercer
acto! Temo que lo prohíban, a no ser que venga a dar en parodia por una mala
representación. Sólo podría salvarme una representación mediocre; si es buena, la gente
se volverá loca”, mas el público aplaudió generosamente con signos de aparente cordura.
En 1869 se estrena Los maestros cantores, en 1869 El oro del Rin y en 1870 la
Walkyria. Wagner, gozando así del favor real, decide invitar a Munich a varios amigos
músicos incluyéndolos en la nómina de la corte, entre ellos estará Hans von Bülow,
antiguo alumno de Liszt y célebre director de orquesta que había llegado a estrenar
algunas de las obras mencionadas. El espíritu romántico de Wagner y su anhelo de un
amor eterno le lleva a una nueva relación, esta vez con la propia esposa de von Bülow,
Cósima, hija de Liszt, una joven e inteligente dama veinticinco años más joven que el
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compositor, con quien contraerá matrimonio en 1870. Antes de su enlace definitivo,


Cósima da a luz una niña que recibe el nombre de Isolda, a la cual seguirían Eva y
Sigfrido; ante tal escándalo, el joven rey se siente presionado por los ciudadanos más
influyentes de Munich y decide expulsar al compositor de la ciudad. En 1866 se instalan
en Triebschen, cerca del lago Lucerna, en Suiza, donde permanecerán siete años de
relativa tranquilidad, frecuentados por las innumerables visitas del filósofo Friedrich
Nietzsche.
El escritor alemán llama a su obra El nacimiento de la tragedia (1872) “música
para aquellos que han sido bautizados en la música” y Wagner denomina “obra de arte
total” a lo que, en esencia, es la íntima unión de palabra, música y acción; les une, por lo
tanto, esa visión mesiánica del arte como única fuerza capaz de generar una nueva
civilización. Es en 1861 cuando llega a manos de Nietzsche, que por entonces tenía
diecisiete años, una transcripción para piano de Tristán e Isolda, quedando embriagado al
instante por un ‘licor’ que más tarde no dudará en aborrecer.
Realmente, a pesar de esa relación de amor-odio que mantendrán a lo largo de su
vida, ambos compartían la ida de que para que esta existencia tuviera algún sentido, más
allá de la mediocridad, de lo superfluo y de lo cotidiano, el amor, lejos de los
convencionalismos sociales y de la burda promiscuidad, debía coronarse en la cabeza de
los hombres. “Wagner gestaba en los inquietos interrogantes de Nietzsche el principio del
ilusionismo, el derrumbe de todo arquetipo anterior, la exaltación de lo sensorial, la
expresión de la oscuridad, la emanación de lo turbio, la magnificencia erótica del amor
(…) y nadie supo como él aturdir, narcotizar, exaltar, seducir con la muerte, la
extenuación, la enfermedad en la medida en la que el gran mago lo consiguió”.
(Liberman, 1990: 92).
La muerte, se manifiesta así, en esta era romántica por excelencia, como un
remedio contra el hastío y la vulgaridad de la vida. En Tribschen, Nietzsche comienza a
criticar ese sentimiento anti francés y antisemita que se va apoderando de Cósima y de
algunos amigos comunes y que, poco a poco irá influyendo en el compositor, no tan
proclive ahora a las ideas socialistas y revolucionarias que antaño había albergado.
Nietzsche, siete años más joven que ella, entrará a formar parte, junto a la pareja, de un
triángulo amoroso que le resultará difícil romper.
Progresivamente, a medida que avanzan los encuentros, el filósofo se irá
distanciando de la familia Wagner, siente que tanto su intelecto como su alma se hallan
presos en una cárcel de barrotes invisibles, atados con unas sólidas cadenas que han
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sido forjadas por la música y las palabras del compositor a la luz de la fragua del filósofo
Schopenhauer. En términos epistolarios de Nietzsche: “se recompensa mal a un maestro
si siempre se permanece discípulo”.
Durante esta etapa, Wagner concluye Los maestros cantores (1867), Sigfrido
(1871) y El ocaso de los dioses (1872). La idea que se va gestando en el compositor es la
fundar un teatro dedicado exclusivamente a las representaciones de sus óperas: en 1872
abandona Tribschen y se coloca la primera piedra del Festspielhaus de Bayreuth, con la
interpretación de la Novena Sinfonía de Beethoven; el teatro no estará concluido hasta un
año después, en medio de no pocas dificultades y logrará servir de escenario para el
estreno íntegro de la tetralogía en 1876.
En Ecce Homo (1889) Nietzsche escribe: “los inicios de este libro se sitúan en las
semanas de los primeros Festivales de Bayreuth, una profunda extrañeza frente a todo lo
que allí me rodeaba (…), me desperté y no conocí nada, apenas si pude reconocer a
Wagner. En vano ojeaba mis recuerdos, Tribschen, una isla de bienaventurados, ni
sombra de semejanza”. En 1876 realiza el último viaje al festival y concluye su relación
con el compositor, expresando con tal crudeza su frustración en Richard Wagner en
Bayreuth (publicado en ese mismo año): “mi error es que llegué a Bayreuth con un ideal y
tuve que sufrir la amarga desilusión. La profusión de lo feo, deforme, sobre excitante, me
repelió violentamente”, añade Liberman (1990: 127): “No están entre los asistentes los
nuevos hombres del futuro (él esperaba una auténtica transformación artística y cultural
de la sociedad a raíz de los festivales), sino señoras de patronato, ociosos de la Europa
pudiente, aburridos decadentes, satélites ciegos, hombres de smoking y champaña, este
escenario no es más que una parodia” y concluye Nietzsche: “anhelo marcharme. Estoy
harto de todo esto”.
En su escrito Nietzsche contra Wagner (1889) afirma: “No soporto nada ambiguo
(…). Richard Wagner, aparentemente vencedor, en realidad un decadente, caduco y
desesperado, se humilló, desvalido y roto, ante la cruz cristiana”, refiriéndose a su última
producción, Parsifal. Su progresiva enfermedad y su creciente locura le conducen al
manicomio de Jena para fallecer, diecisiete años después que Wagner, en Weimar, quizá
pronunciando la frase de Zaratustra: “¡Hombres superiores, alejaos de la plaza pública!
¡Dios ha muerto!”.

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2.6. Parsifal

En 1877, Wagner inicia su último drama, Parsifal. Tardó en componerlo cuatro


años, durante los cuales escribe también una serie de ensayos sobre la religión y el arte,
incluyendo su reflexión personal sobre “lo femenino en lo humano”, su auténtico y
obsesivo leitmotif, que dejó inconcluso a su muerte.
Las fuentes literarias e históricas de Parsifal son: Introducción al budismo indio de
Bournouf (donde Chakya Munni se convierte en Buda al alcanzar la sabiduría a través de
la piedad), la epopeya de Wolfram von Eschenbach y la tradición evangélica cristiana.
Narra la historia del rey del Grial, Amfortas, hijo del anciano Titurel, que, por ceder
a las tentaciones de Kundry, mujer malévola y poliédrica enviada por Klingsor, queda
exento de poder oficiar el sacrificio del Grial, en recuerdo de la Santa Cena, donde los
caballeros reponen sus fuerzas físicas y espirituales; éste es herido con la lanza de
Klingsor sin llegar a morir, pero sólo la llegada de un noble caballero podrá curarle.
Parsifal, simple e ignorante, se adentra en las fronteras de Montsalvat y mata a uno de los
cisnes sagrados que, lejos de acarrearle algún tipo de castigo, le conduce a la celebración
del Santo Grial.
Kundry, enviada por Klingsor, trata de seducir a Parsifal; para ello, le relata la
muerte de su madre, momento emotivo que aprovecha para ofrecerle un beso, él revive
en ese instante la herida de Amfortas y el sufrimiento de los caballeros, alcanza la
sabiduría a través de la piedad y de la renuncia de un amor vil y perverso. Kundry,
rechazada, intenta herirle con la misma lanza pero Parsifal logra detenerla, trazando con
ella la señal de la cruz en el cielo.
Tras varios años de éxodo, Parsifal regresa a Montsalvat con motivo de los
funerales de Titurel, perdona a Kundry bautizándola y toca con la lanza la herida de
Amfortas, que se cierra al instante y le permite convertirse en el rey del Grial; ordena que
se descubra el cáliz sagrado y los caballeros restauran su primitiva fuerza espiritual.
El tema que está presente a lo largo de toda la producción wagneriana es el de la
“redención”, pero adquiriendo diversos matices y significaciones: no es el amor puro de
Senta e Isolda salvando al hombre de su condena eterna y purificándolo a través de la
muerte o el amor humano y valeroso de Siegfried, rompiendo la soledad de Brünnhilde
sino que es la renuncia a un amor falso lo que restaura la vida verdadera.
Por ello, no es tanto la renuncia de un Wagner “caduco y cansado de vivir” como
creyera Nietzsche que “había entrado en el ámbito de la decadencia, del histrionismo y de
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la exageración, engañando al público con su ambigua teatralidad, lejos de la claridad


formal y del argumento cotidiano y sencillo, para culminar su producción artística con
una obra donde abrazaba el Cristianismo al aceptar la redención cristiana, la renuncia a la
vida y la afirmación de la modernidad” (Fubini, 1988: 320), sino más bien su último canto
al amor verdadero, en esta ocasión místico, sin encuentro sexual, casi “sagrado” por su
pureza y autenticidad. Es significativo que durante la ceremonia del Santo Grial se eleve
una custodia en la que está ausente la sagrada forma, el pan que, en la tradición cristiana,
evoca el cuerpo del Señor, “como si ese vacío simbolizara una trascendencia sin dogmas
y quizá, sin Dios” (Liberman, 1990: 37).
Numerosos son los símbolos de esta obra, herederos de las más variadas
tradiciones esotéricas: el bosque, el castillo, la copa, la sangre, la lanza, la herida, el beso,
el cisne, la paloma, la ausencia de la hostia, el círculo formado por los caballeros…mas
Nietzsche no pudo soportar esa “castidad” y se obstina en identificar culpa, abstinencia,
castigo y redención como sentimientos perversos que dan la espalda a la vida. Más allá
de las interpretaciones, quizá fuera Wagner consciente de que el final de sus días estaba
cerca, aunque le concediera, por breve tiempo, la última oportunidad para el amor
sensual, el de la jovencísima Judith Gautier, ante la celosa mirada de Cósima.
Como despedida del rey Ludwig II, Wagner le ofrece precisamente el preludio de
un Parsifal que quizá no pretendiera ser más que el último eslabón de la cadena
productiva de un hombre que deseaba expresar a la sociedad el goce de vivir, ya fuera a
través del Grial, del amor, de la redención o de la muerte; en este caso, un deseo de
amor, inherente al corazón humano, transformado en ritual religioso y espiritual.
Para esta obra Wagner escribió un poema organizado según el modelo tradicional
de la rima al final del verso, a diferencia de sus dramas anteriores, y guarda algún tipo de
reminiscencia con la grand opéra francesa; sin embargo, no se trata de sorprender al
público con una gran escenografía y un despliegue insólito de medios musicales sino de
presentar ese último gran misterio que se está celebrando. De nuevo, el empleo de los
leitmotifs identificando acciones y personajes da coherencia formal a la obra, rescatando
recursos habituales como el uso de acordes no resueltos y de cromatismos abundantes
para expresar sentimientos de dolor y adversidad y el empleo de armonías más diatónicas
para representar la ingenuidad inicial de Parsifal o el alzamiento del Santo Grial.
Parsifal se estrenó en enero de 1882, la enfermedad de Wagner iba ganando
terreno y pasaría sus últimos días con la familia en Venecia, instalándose en el palacio de
Vendramín Calergi. El 13 de febrero de 1883 dijo a su ayudante de cámara estas
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premonitorias palabras: “hoy es necesario que esté atento” y efectivamente, al mediodía,


una crisis cardiaca acababa con su vida. Su cuerpo fue repatriado e inhumado en el jardín
de Wahnfried, en su villa en Bayreuth, donde todavía hoy se puede contemplar la boina
de terciopelo que llevaba y su máscara mortuoria.

3. Características musicales del drama wagneriano


3.1. El concepto de drama musical

Como se ha podido constatar en estas páginas, el drama musical no es una ópera


tradicional sino que más bien podría definirse como un concepto artístico que trata de
conferir unidad y expresión a la creación, amalgamando música, palabra y acción a través
de la representación escénica. El concepto de drama musical no fue acuñado por Wagner
sino por los estudiosos de su obra, él denominó a Tristán e Isolda handlung (acción), a la
tetralogía El anillo de los Nibelungos bühnenfestspiel (fiesta escénica) y a Parsifal
bühnenweihfestspiel (fiesta escénica sacra).

3.2. La melodía infinita y el leitmotif

La diferencia esencial que Wagner establece entre sus óperas románticas de los
años cuarenta (El holandés errante, Tannhäuser y Lohengrin,) y sus dramas posteriores a
1850 (El anillo del Nibelungo, Tristán e Isolda, Los maestros cantores y Parsifal) es la
continuidad sintáctica que se establece a lo largo de la acción, sin estar fragmentada por
los tradicionales números cerrados (arias, recitativos, duetos, números de conjunto,
coros…) o por las escenas, a este recurso se le denominó “melodía infinita”.
El leitmotif viene a ser un motivo conductor, de esencia poética y técnico-
compositiva, que a través de su sustrato melódico, rítmico o armónico identifica
personajes, objetos, situaciones, sentimientos e ideas dotándolos de vida propia,
permitiéndoles desenvolverse a través del drama de manera autónoma; es la orquesta la
que realmente se apodera de esos motivos para transmutarlos, a través de procesos
sinfónicos, específicamente la elaboración motívica beethoveniana y la transformación
temática inaugurada en la música programática por Berlioz y Liszt, generando la auténtica
acción que el espectador aprehende a nivel auditivo, oculto a la percepción visual. El
propio Wagner, en cierta ocasión, con motivo de una de las representaciones de Tristán e
Isolda exhortó a una señora del público diciéndole: “Quítese las gafas y escuche”.
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Este recurso o procedimiento, que otorga cohesión formal y sintáctica a la obra, no


constituye una aportación novedosa, lo encontramos ya en las óperas de Cherubini o
Spohr, entre otros. Tanto los conceptos de “melodía infinita” como el de leitmotif son
términos que se emplean habitualmente al abordar el drama musical; sin embargo, el
primero aparece sólo citado en uno de sus ensayos sin un significado muy preciso y el
segundo fue acuñado por Hans von Wolzogen, autor contemporáneo de Wagner que
analiza por primera vez el empleo de estos “motivos conductores” en la tetralogía.
Los motivos tienen una identidad fija y al mismo tiempo deben ser susceptibles de
transformación armónica, rítmica, melódica o tímbrica; por una parte, no pueden perder la
idiosincrasia que garantiza su función representativa y por otra, deben ser lo
suficientemente dúctiles para someterse a infinitas mutaciones, adoptando significados
nuevos en los diversos contextos dramático-musicales en los que se inserten; así, podrán
establecer relaciones con otros motivos diferentes e integrarse en esa extensa red que
da forma al drama.
Existe una estrecha relación entre la “melodía” y el “motivo”; por un lado, la
melodía no es concebida exclusivamente como un parámetro musical sino que se vincula
con la idea poética, en cuanto que debe ser fecundada por la acción dramática y no por
medios externos a ella; es decir, debe estar gestada por un “motivo dramático”, que es al
mismo tiempo un motivo musical y literario porque se vincula a un determinado acontecer
escénico; de esta manera, la melodía se conforma de motivos individuales. Estos motivos
conductores, con sus continuas y variadas recurrencias, forman la trama sinfónica donde
se entreteje el drama; sin embargo, no pretenden plasmar en sonido lo que se está
contemplando visualmente en la escena, ya que sería reiterativo, sino que pueden
recordar algún fenómeno ya acontecido o anticipar lo que aún está por suceder, logrando
que pasado y futuro estén presentes en la evolución psicológica de los personajes; de
esta manera, aun cuando éstos permanezcan mudos, la orquesta hablará por ellos.
En consecuencia, a nivel compositivo, la melodía evitará tanto las cadencias como
el fraseo regular y simétrico del período clásico, ya que interrumpiría la acción y con ella,
la naturalidad que pretende el drama en cuanto expresión de las pasiones humanas.

3.3. El tratamiento del libreto

Ahora bien, dado que texto, música y acción son inseparables, si hay cambios en
los procesos compositivos, obligadamente, tendrá que tener su paralelo en el tratamiento
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del poema. El verso ya no puede estar marcado por esa especie de cadencia que es la
rima estereotipada, por un número predeterminado de sílabas ni por la secuencia regular
de acentos internos fuertes y débiles a la que se estaba acostumbrado; en su lugar, la
palabra deberá brotar del momento dramático concreto.
Para ello, es necesario volver a las raíces lingüísticas de los vocablos, a su
significante primitivo para hallar que es la aliteración de las consonantes la que determina
su ritmo flexible y variable a la vez que da forma auditiva a las relaciones semánticas de
afinidad y contraste entre las palabras (rima contraria); de idéntica manera, se
entremezclarán versos de longitud variable en los poemas.
En Ópera y drama propone un ejemplo para ilustrar tal procedimiento y que analiza
minuciosamente Plantinga (1992: 293):

“Die Liebe bringt Lust und Leid/ Doch in ihr Weh auch webt sie Wonnen”
(El amor provoca alegría y dolor/ Pero en su tristeza también forja el éxtasis).

En estos versos, la música debe enfatizar el contenido emocional opuesto entre


las palabras de “rima contraria” (“Lust” y “Leid” significan “alegría” y “dolor”
respectivamente), cambiando inicialmente de tonalidad al llegar a la palabra “Leid” para
expresar inmediatamente después la idea de que el que el amor es el origen de estos
dos sentimientos regresando a la tonalidad original al final del segundo verso. De esta
manera, se vinculan los recursos literarios y musicales como medios expresivos
portadores de una única intención.

3.4. La función de la orquesta

A pesar de las veces que Wagner habría defendido, en Ópera y drama, la idea de
que la palabra es quien engendra la obra, como elemento masculino, y la música el medio
que lo permite, como elemento femenino, lo cierto es que, en escritos posteriores, bajo la
influencia de ese Schopenhauer (que defiende la música pura instrumental, por ser
inefable e indeterminada, como la única capaz de representar la voluntad, la idea y el
sentimiento en sí mismo, sin ningún tipo de concreción y sin estar subyugada a la palabra)
y de su propia experiencia compositiva de El anillo del Nibelungo y de Tristán e Isolda,
pondrá en tela de juicio las primitivas afirmaciones para defender otro nuevo concepto, en
Sobre la denominación de drama musical (1872) lo define como “acciones de la música
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que se han hecho visibles”, expresando en su escrito Beethoven (1870) “lo que acontece
en el escenario es la apariencia sensible de una acción que, en realidad, se desarrolla en
la música, la cual expresa la última esencia de aquella”. Es, por lo tanto, la orquesta la
que permite esa continuidad musical que formula a través del concepto de “melodía
infinita”, de tal suerte que las voces se convierten en un instrumento más en el complejo
entramado polifónico que caracteriza su música.

4. Aspectos de la ideología wagneriana


4.1. El compositor en el contexto de la estética romántica

Wagner, en su faceta como poeta, filósofo y crítico logra, dentro del ámbito del
pensamiento musical, no tanto innovar cuanto sintetizar las distintas corrientes de
pensamiento existentes, a través de sus escritos intenta justificar los principios artísticos
en los que se basa su reforma operística. Se nutre de las ideas que ya expusieran los
románticos desde comienzos del siglo XIX donde Hegel, Wackenroder, Schopenhauer o
E.T.A. Hoffman defienden, reiteradamente, que la música es un lenguaje privilegiado,
capaz de expresar el sentimiento, la idea de lo absoluto y de lo infinito, es precisamente
su asemanticidad lo que le permite expresar aquello que con el lenguaje común verbal es
inefable. Esta senda inicial se bifurcará, a finales de siglo, en dos caminos, el que pone el
acento en ese carácter abstracto y asemántico de la música, apostando por la expresión
de la forma pura sin contenido concreto alguno, que derivará en la teoría formalista de
Eduard Hanslick y el que sigue insistiendo en que la música debe liderar la unión e
integración de todas las artes porque sólo de esta manera es posible “la obra de arte del
futuro”, destinada a expresar los sentimientos e ideas humanas, con toda su complejidad,
naturalidad y amplitud.
Esta última línea tendrá varios adeptos, entre ellos Franz Liszt, con su defensa de
la música programática y el propio Richard Wagner, creador del “drama musical”. El
poema sinfónico, que tanto le debe a la sinfonía programática de Berlioz, se erige como
una nueva forma musical capaz de sintetizar sonido y palabra en una única creación
artística, de tal manera que “la inspiración poética se trasvase sin dejar residuo y se
transforme en el elemento revolucionario capaz de renovar la forma tradicional” ya que “la
música instrumental pura tiene límites de insuficiencia y careciendo de comunicabilidad no
podrá dirigirse a todos los hombres, pues sólo unos pocos podrán comprenderla (…). El
músico-poeta es quien puede extender los confines de su arte a través de un programa, la
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música pura instrumental no comunica más que la abstracta expresión del sentimiento
humano universal de una forma impersonal, mientras que la música programática nos
podrá comunicar la universalidad concreta de los caracteres” (Fubini, 1988: 305-306).
De esta manera, queda de relieve el tránsito conceptual que se produce respecto a
la consideración de la música a medida que avanza el Romanticismo, donde esa música
instrumental pura que era capaz de expresar lo incognoscible y lo absoluto, siendo
superior en especie a la música vocal, se vuelve del todo insuficiente para ilustrar el
sentimiento del hombre, siendo necesaria tanto la música programática como el
nacimiento del drama wagneriano, ya que ambas manifestaciones persiguen esa ansiada
y “revolucionaria” fusión de las artes en un todo completo y coherente.
Los precedentes los hallamos, una vez más, en el ámbito germano: Beethoven y
Weber. Beethoven fue, en cierto modo, uno de los compositores más admirados por
Wagner, al tiempo que sentiría la necesidad vital de trascenderle y es que la audacia de
incorporar por vez primera, en su Novena sinfonía, un fragmento vocal en una forma
clásica puramente instrumental no dejó indiferente a ningún compositor, estableciéndose
desde ese momento los cimientos de un nuevo edificio donde habitarían inquilinos en
diversos términos de amistad.
Weber, por su parte, reiteraría, a través de sus escritos y de su propia creación, la
urgencia de fusionar todas las artes, con el engranaje perfecto entre la poesía y la música,
“todas deben desaparecer y sumergirse de distintos modos para emerger de nuevo al
crearse un nuevo mundo” (Fubini, 1988: 307), a la vez que reclamaba la búsqueda de una
auténtica ópera nacional en lengua germana, capaz de competir con la de cuño francés e
italiano. Es especialmente lírico el texto donde considera “lo que el amor es para la
humanidad es la música para las artes. De hecho, la música es, en realidad, el amor
mismo, el lenguaje más puro y etéreo de que se sirven las emociones, que es
comprendido simultáneamente por millares de personas diferentes al no contener más
que una verdad fundamental” (Fubini, 1988: 308), en perfecta consonancia con el espíritu
de los estetas románticos de las primeras décadas del XIX.

4.2. La obra de arte total y el concepto de revolución

Insiste, al igual que lo hiciera Gluck en el siglo anterior, en que “el poeta y el
compositor están tan vinculados el uno al otro que resultaría ridículo imaginar que este
último pudiera añadir algo de valor a la ópera sin contar con el primero” (Fubini, 1988:
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308). Wagner, con su concepto de Gesamtkunstwerk u “obra de arte total” añade, a este
racimo de pensamientos filosóficos y artísticos el concepto de “revolución”, mas no
entendido como una ruptura violenta sino como una “regeneración de la humanidad”, una
especie de peldaño necesario para subir la escalera que conduciría a una cierta
“salvación y redención” al restaurarse un nuevo tipo de ópera denominada “drama”
completa y verdadera que pudiera servir como “obra de arte del futuro” y elevar las almas
hacia un nuevo cielo ‘estético', más que moral o político, donde el oprimido obrero de la
industria pudiera hacer realidad su deseo de convertirse en un hombre bello y vigoroso.
Llega a considerarse a sí mismo como una especie de mesías anticristiano que
escribe: “soy el dueño, el consuelo, la esperanza de quien sufre. Yo destruyo cuanto
existe y a mi paso brota una vida nueva de la roca muerta (…). Yo quiero derribar desde
sus cimientos el orden de las cosas imperante en vuestras vidas, puesto que ese orden se
deriva del pecado y sus frutos son la miseria y el crimen.” (Fubini: 1988, 312).
La auténtica creación operística debe aspirar a la verdad y alejarse de la
corrupción moral, en este sentido parece retomar la idea platónica de bondad y belleza
como dos certezas indisolubles. Sin embargo, en la concepción wagneriana, es la estética
la que condiciona y determina lo ético; el arte musical, para cumplir con esta “sagrada”
misión debe unificar la palabra, la música y la acción en un todo perfectamente articulado
y cohesionado, al igual que en la tragedia griega.
La base de su concepto de “obra de arte total” se halla en la creencia de que en el
lenguaje primitivo la música y la palabra tuvieron un origen común, creencia heredada del
Iluminismo a través de Rousseau, Kant, Herder, etc. En ese tiempo mítico el lenguaje
reunía en sí mismo a la música y a la poesía; la base vocálica y prosódica del lenguaje
representaba la parte emotiva y musical, mientras que las consonantes representaban la
parte plástico-intelectiva, capaz de determinar y concretar la expresión de ese lenguaje.
Lo que estaba ocurriendo a aquel tiempo es que el lenguaje había olvidado sus
raíces, hasta el punto de que la palabra, en manos del poeta, representaba el lenguaje de
la razón, que todo lo explica y analiza, mientras que el sonido, en manos del músico, se
dirigía a un sentimiento global e indeterminado que no concretaba la amplia gama de
emociones puramente humanas. Wagner aspira, en el drama, a integrar ese carácter
original del lenguaje dotándolo de su musicalidad primigenia. Para lograr ese noble
cometido, tendrá que tener en cuenta que los acentos de las palabras sean el punto de
partida que permita a la lengua acceder al canto, entendido como melodía y expresión de
sentimientos.
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Dicha palabra no debe entenderse como el acompañamiento tradicional de una


melodía que interpreta el cantante de moda de forma reiterada, sino que es una palabra
viva, transformadora de la realidad, que transmite la emoción oportuna en función del
momento dramático en el cual se inserta; de este modo, continúa Wagner en Ópera y
drama: “el poeta y el músico son una única y misma cosa, porque cada uno de los dos
sabe y siente lo que el otro sabe y siente. El poeta se ha convertido en músico y el músico
en el poeta: ambos forman ahora el hombre artístico completo”.

4.3. La dialéctica histórica “texto-música” en el género operístico

Al estudiar el drama wagneriano resulta inevitable recordar las viejas premisas


sobre las que se alzó la reforma operística que Gluck en el siglo XVIII, quien promulgara
en el prefacio de su ópera Alceste: “pensé restringir la música a su verdadero oficio de
servir a la poesía, para las expresiones y para las situaciones de narración, sin interrumpir
la acción y sin enfriarla con adornos superfluos e inútiles, diría que la música tenía que
hacer, sobre un plan muy correcto y preparado, viveza de colores y un contraste bien
surtido de luces y sombras, que sirven para animar las figuras sin alterar sus contornos
(…). El conjunto de los instrumentos deberá regirse según los intereses y la pasión, y no
dejar esa cortante separación en el diálogo entre el recitativo y el aria, que no detenga el
período en sentido contrario y que no interrumpa inoportunamente la fuerza y el calor de
la acción” (Pestelli, 1986: 256)
Su contrapartida, en aquel momento histórico fue Mozart, que defiende justo la
idea contraria: “la música debe guiar a la poesía, de manera que ésta se convirtiera en
devota hija de aquélla, porque mucho más gustará una ópera en la que el argumento se
trabaje bien y los versos se escriban aposta para la música” (Pestelli, 1986: 263);
Wagner, quizá amalgamando ambas posturas y a pesar de la ambivalencia y más de
una contradicción que se desprende de algunos de sus ensayos, lo cierto es que apuesta
porque ambos componentes, en igualdad de condiciones, estén al servicio de la “acción”,
siendo vigoroso en la crítica contra numerosas obras de su tiempo que habían convertido
a la música (medio de la expresión) en finalidad y al drama (el fin de la expresión) en puro
medio instrumental.

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4.4. La función de lo religioso en la obra wagneriana

Su aversión hacia el Cristianismo queda de manifiesto en Arte y revolución (1849)


según el axioma de que “el Cristianismo justifica una deshonrosa, inútil y mísera
existencia del hombre en la tierra por obra del maravilloso amor de Dios, quien, por
supuesto, no creó al hombre sino que lo recluyó dentro de una asquerosa cárcel en la
tierra con el fin de que se preparara –compensándolo del desprecio que había adquirido
de sí mismo- para el estado de magnificencia cómoda e inerte que le esperaría después
de la muerte (…). El arte es la suprema actividad del hombre que tiene bien desarrollados
sus sentidos y que vive en armonía consigo mismo y con la naturaleza, el artista honesto
se percata desde el primer momento de que el Cristianismo ni fue arte ni puede, de
ninguna manera, producir en su seno la verdadera energía viviente”. De este modo, al
igual que Nietzsche expresara en El nacimiento de la tragedia, se hacía necesario volver
a la función que cumpliera el arte en la Antigua Grecia, de elevar la virtud del hombre
hacia la bondad y la belleza, representado, específicamente por la figura de Apolo. En
aquel tiempo, además, todas las artes convivían juntas, en perfecta armonía y con el
devenir de la historia se fueron alejando unas de otras hasta que dejaron de reconocerse,
el drama era el encargado de restaurar esa primitiva unión. Todos estos testimonios y el
análisis ya acontecido de su última producción Parsifal, conducen a la tesis de que quizá
la única religión del compositor fuese la misión redentora que él mismo le había asignado
a su arte “cerrándose así el círculo arte-revolución-religión-mito, al tiempo que podía
establecerse las premisas sobre las cuales arrancaría una postura globalmente nueva con
respecto al arte y a la sociedad dentro del mundo contemporáneo” (Fubini: 1988, 314).
La nueva sociedad en la que Wagner creía debía escapar al yugo del poder
establecido por la industria, el arte comercial, el progreso, el dinero, el utilitarismo y el
judaísmo, de ahí que el arte más que estar en armonía con los valores de la humanidad,
como creía que había ocurrido en el mundo antiguo, debía contradecirla y superarla. Por
eso, no será un arte social sino antisocial, revolucionario y redentor, que hundirá su fuente
de inspiración en el mito y la leyenda del Medievo como buscando aquel ‘paraíso perdido’
que no se sabe si alguna vez existió.

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4.5. La cuestión judía

El último aspecto ideológico que se analizará en la figura de Wagner es, sin duda,
el más polémico de todos, se trata del trasfondo racista y antisemita que se revela en su
obra literaria El judaísmo en la música (1850, edición bajo seudónimo y 1869, reedición ya
firmada), donde expresa que el origen de la civilización europea se encuentra en la
montaña del Himalaya, cuna de los pueblos asiáticos que luego se extenderían hacia
Europa, y que es allí donde hay que buscar, por lo tanto, las raíces de la lengua y de la
religión; Wagner parecía convencido de que existía una raza superior llamada a suprimir
toda herencia opresora del mundo judeo-cristiano; por ello, no dudó en expresar su
antipatía hacia la obra de los hebreos Meyerbeer o Mendelssohn, quizá motivado por la
envidia que hubiera podido generarle el éxito artístico de aquéllos. Se completa así la
idea ya expuesta con anterioridad del “arte como redención del mundo” al suprimir la
influencia hebrea que convierten el campo musical en terreno estéril.
La cuestión del judaísmo en Wagner es especialmente compleja y no exenta,
como todos sus escritos, de las más variadas contradicciones. Desde de sus propios
orígenes, aún no se ponen de acuerdo los estudiosos, sobre si su padre fue el notario de
policía Karl Friedrich Wilhelm Wagner o el actor, cantante, pintor y dramaturgo Ludwig
Heinrich Christian Geyer, de ascendencia judía; continuando con su propia biografía, fue
amigo, en ocasiones circunstancial, en otras incondicional, de ilustres judíos: el director
de orquesta Herman Levi (que estrenaría Parsifal), Angelo Neumann, Joseph Rubinstein,
Eduard Hanslick (el filósofo que acuñara la frase de que la música de Wagner era “infinito
sin forma”), el editor Maurice Schlesinger (del cual reniega por considerarlo un “judío
desagradable”), el compositor Frömental Halévy, el adinerado compositor y director
Ferdinand Hiller o el poeta Heinrich Heine, entre otros. En muchas ocasiones, los
hombres que inicialmente eran aplaudidos por su capacidad artística se convertían en el
blanco de sus más exacerbadas críticas; en otras, por el contrario, sabía apreciar la
grandeza más allá de su origen hebreo.
Según sus propias confesiones, era necesario que los judíos renunciaran a sus
propias raíces culturales, lingüísticas y religiosas para poder integrarse o asimilarse en la
cultura europea y así conquistar la anunciada salvación de la humanidad; sin embargo, en
otras ocasiones, duda de que realmente tal asimilación sea posible y alega que las
inspiraciones alemana y judía son incompatibles. La aversión que muestra en reiterados
textos hacia el mundo artístico judío se basa esencialmente en considerar que dicho
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grupo étnico ha alcanzado altas cotas de poder en una sociedad capitalista y que, por lo
perentorio de su propia tradición bíblica, es incapaz de aprender la lengua germana y por
lo tanto, en absoluto hábil para crear ninguna música digna de sus oídos, afirma en El
judaísmo en la música: “extranjeros, fríos, bizarros, artificiales y deformes, sus obras
musicales producen la impresión que nos daría, por ejemplo, un poema de Goethe
recitado en jerga judía”.
Su alegato contra el mundo hebreo comienza, como se ha dicho, en la figura de
Meyerbeer, mostrando así su ingratitud hacia la inestimable ayuda que le reportara en los
duros años de París, y se extiende posteriormente a todo lo demás; su insistencia en el
surgimiento de una nueva sociedad y en el nacionalismo germano manifestado a través
del mito, de ese “súper hombre” del que hablara Nietzsche a través de su Zaratustra,
tenía que ver más con esa misión “redentora” de la música que con el advenimiento de
un nuevo régimen que, bajo el liderazgo de Adolf Hitler, prendado de Wagner tras la
escucha de Lohengrin, destruiría esa “nueva humanidad” con la que tanto habían soñado
tanto Wagner como Nietzsche.
Señala Liberman (1990: 191): “hay que juzgar al compositor en el contexto
histórico e ideológico del siglo en el cual vivió, el XIX, y no desde los deleznables
crímenes del nazismo hitleriano”, quizá estaba influido el dictador por su amistad personal
con la hermana de Nietzsche, Elizabeth y por papel que jugara en toda esta cuestión
Cósima Wagner. Como consecuencia de esta aversión semita que se va generando en
Bayreuth quedan excluidos de la escena los directores de orquesta más cotizados de su
tiempo: Gustav Mahler, Bruno Walter, Otto Klemperer y Fritz Busch, entre otros; con la
coronación del nacionalsocialismo en Alemania la música de Wagner se convierte en un
instrumento político de primer orden: el fragmento final de Los Maestros Cantores se
emplea como si fuese un himno y la llamada del cuerno de Siegfried en el drama
homónimo de El anillo del Nibelungo se interpreta como la del pueblo germano contra los
ladrones del oro, los judíos, para enaltecer a la juventudes hitlerianas.
Esta mediatización quizá no hubiera sido aceptada por un hombre que
consideraba amor y política como dos realidades irreconciliables; en el año 1942, Hitler
planea el Gran Festival de la paz en Bayreuth con Parsifal, Los Maestros Cantores y la
tetralogía completa, creyendo que saldría victorioso de la contienda bélica. Al final de sus
días, Wagner escribe: “Yo no quiero saber nada del actual movimiento antisemita y lo
anunciaré en un artículo a publicar por los Bayreuther Blätter de tal manera que

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desarmaré a la gente de espíritu que quiera hacer cualquier aproximación entre dicho
movimiento y yo mismo”.
Como dato de actualidad no se puede obviar que, a pesar de los esfuerzos del
director de orquesta Zubin Mehta, la música de Wagner está proscrita en el Estado de
Israel, ya que aún existen miles de supervivientes de los campos de exterminio que
sufrieron literalmente los sonidos wagnerianos al tiempo que eran sometidos a todo tipo
de vejaciones y torturas.

5. Influencia de Wagner: críticos y defensores

La influencia de Wagner en el entramado cultural (y no sólo musical) de finales del


siglo XIX y comienzos del XX es incuestionable para cualquier musicólogo. Ese
decadentismo que Nietzsche quiso ver en el autor de Parsifal iba minando las formas y
las instituciones europeas de aquel tiempo; un movimiento estético y literario que influyó y
se dejó a su vez influir por las ideas subyacentes en el drama musical fue el del
Simbolismo, con Baudelaire y Mallarme a la cabeza, al considerar aquella música como
algo mágico, por su fuerza de sugestión, su capacidad de penetrar en la esencia de los
fenómenos y de captar la unidad que subyace en una realidad siempre tenebrosa y llena
de misterio. También el movimiento expresionista, proclive a mostrar las auténtica
pasiones humanas dando cabida a “lo feo y deformado”, como así calificaron tanto
Nietzsche como Hanslick la producción wagneriana, encuentra aquí una fuente de
inspiración; en el ámbito musical se relaciona directamente con el tratamiento que recibe
la armonía, emancipándose progresivamente de la tonalidad, para llegar al Atonalismo y,
posteriormente, al Dodecafonismo de la Segunda Escuela de Viena, con Schoenberg
como baluarte.
La influencia wagneriana estará presente tanto en la ópera como en el ámbito
sinfónico. Respecto a la música escénica, salvando el éxito cosechado por Hänsel und
Gretel de Engelbert Humperdinck en 1893, casi toda la producción alemana pos
wagneriana es una concomitancia del mismo lenguaje, aunque sin tanta parafernalia
ideológica; en lo referente a la música sinfónica, continuando el precedente de su
admirado Beethoven, contribuirá al renacimiento de la música instrumental de final de
siglo, de tal forma que sea posible hablar de “la segunda edad de la sinfonía” como lo ha
calificado Di Benedetto (1987: 140). Este hecho descansa en dos premisas, por un lado,
la propia importancia otorgada por el compositor a la parte orquestal de sus dramas como
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auténtico sustento de la acción dramática, y por otro, los nuevos postulados formalistas e
intelectualistas del citado crítico y esteta Eduard Hanslick, quien posicionándose ante el
sentimentalismo romántico, aboga por la primacía de la música pura instrumental al
despojarse de su contenido para ceñirse sobre su propia forma, técnica y lenguaje. Así,
tras asistir al estreno de El anillo del Nibelungo en Bayreuth desaprueba la creación
wagneriana por tres procedimientos musicales concretos: “primero, la ausencia de una
melodía vocal separada e independiente, que es sustituida por una especie de recitativo
exagerado basado en una melodía sin fin; en segundo lugar, la disolución de todo
concepto de forma, no sólo de las formas tradicionales (aria, recitativo…) sino de toda
simetría y lógica musical y tercero, la exclusión, con contadas excepciones, de los
conjuntos vocales polifónicos, es decir, duetos, tríos, coros y el número de conjunto final”
(Plantinga,1992: 319).
Las Sociedades Wagnerianas, creadas por el compositor en la época con el objeto
de continuar su causa, siguen estando vigentes por todo el mundo, la publicación de
revistas como la citada Bayreuther Blätter a través de estas sociedades, contribuiría a
difundir tanto su música como su ideología; los Festivales de Bayreuth, a los que acuden
Debussy, Hugo Wolf o Gustav Mahler, entre otros, continúan a comienzos de siglo bajo la
atenta mirada de Cósima y desde su fundación, todos los años dan cita a los
incondicionales wagnerianos, de tal suerte que sólo se ha interrumpido su actividad en los
periodos de las dos guerras mundiales.
A modo de conclusión y sin ánimo de agotar el tema Liberman afirma (1990: 153):
“se podría decir que Wagner, desde un punto de vista absolutamente estético, no hizo
más que saber recoger los temas más difundidos de la cultura romántica con un alto
grado de sabiduría, pero es también necesario decir que nunca se ha llegado más lejos
en la impronta que una personalidad singular puede establecer en su obra. Con Wagner
culminan una época y el espíritu que la alimentó”. A lo cual Whittall añade (2001: 106) “la
auténtica revolución de Wagner implica el descubrimiento de nuevas clases de temas, un
nuevo estilo de texto y una nueva música cuyo rasgo principal es la síntesis poético-
musical “.
Lo cierto es que más allá de ser uno de los compositores que más tinta ha hecho
verter sobre el papel, como testimonia su extensa bibliografía, continúa cautivando a
unos y repeliendo a otros; Wagner logra vivir como un inmortal en un mundo de mortales,
consciente, en todo momento, de que aceptando la muerte física y renunciando a la

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primera y última fuente de placer, el amor, alcanzaría, a través de su arte, la codiciada


eternidad.

BIBLIOGRAFÍA

-Wagner, Richard (1948): Epistolario a Mathilde Wesendonk, Madrid, Colección Austral.


-Martin Gregor Dellin-Ángel Fernando Mayo Antoñanzas (1983): Wagner. Su vida. Su
obra. Su siglo, 2 vols., Madrid, Alianza música.
-De la Guardia, Ernesto (1984): Tristán e Isolda, Buenos Aires, Ricordi.
-Pestelli, Giorgio (1986): La época de Mozart y Beethoven, Madrid, Ediciones Turner.
-Di Benedetto, Renato (1987): La música en el siglo XIX, Madrid, Ediciones Turner.
-Fubini, Enrico (1988): La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, Madrid,
Alianza música.
-Arnoldo Liberman (1990): Wagner, el visitante del crepúsculo, Barcelona, Gedisa.
-Plantinga, León (1992): La música romántica, Madrid, Akal música.
-Arnoldo Liberman (1997): El pentagrama secreto, Barcelona, Gedisa.
-Whitthall, Arnold (2001): Música romántica, Barcelona, Editorial Destino.
-Giroud, Françoise (2002): Cósima Wagner, Barcelona, Debolsillo.
http://archivowagner.info/
http://www.wagnermania.com

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