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Colinas como elefantes blancos

[Cuento - Texto completo.]

Ernest Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había
sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto
a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de
bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El
norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra,
fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta
minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto
sobre la mesa.
-Hace calor -dijo el hombre.
-Tomemos cerveza.
-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.
-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.
-Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los
portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera
de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
-Parecen elefantes blancos -dijo.
-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.
-No, claro que no.
-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?
-Anís del Toro. Es una bebida.
-¿Podríamos probarla?
-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
-Cuatro reales.
-Queremos dos de Anís del Toro.
-¿Con agua?
-¿Lo quieres con agua?
-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?
-No sabe mal.
-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.
-Sí, con agua.
-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.
-Así pasa con todo.
-Sí-dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado
tanto tiempo, como el ajenjo.
-Oh, basta ya.
-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
-Bien, tratemos de pasar un buen rato.
-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue
ocurrente?
-Fue ocurrente.
-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar
bebidas?
-Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería
al color de su piel entre los árboles.
-¿Tomamos otro trago?
-De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.
-Es preciosa -dijo la muchacha.
-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no
es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo
es perfectamente natural.
-¿Y qué haremos después?
-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
-¿Qué te hace pensarlo?
-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.
-Bueno -dijo el hombre-, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras.
Pero sé que es perfectamente sencillo.
-¿Y tú de veras quieres?
-Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
-Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
-Te quiero. Tú sabes que te quiero.
-Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como
elefantes blancos?
-Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo
me pongo cuando me preocupo.
-Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
-No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
-Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
-¿Qué quieres decir?
-Yo no me importo.
-Bueno, pues a mí sí me importas.
-Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
-No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado,
había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá
del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha
vio el río entre los árboles.
-Y podríamos tener todo esto -dijo-. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más
imposible.
-¿Qué dijiste?
-Dije que podríamos tenerlo todo.
-Podemos tenerlo todo.
-No, no podemos.
-Podemos tener todo el mundo.
-No, no podemos.
-Podemos ir adondequiera.
-No, no podemos. Ya no es nuestro.
-Es nuestro.
-No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
-Pero no nos los han quitado.
-Ya veremos tarde o temprano.
-Vuelve a la sombra -dijo él-. No debes sentirte así.
-No me siento de ningún modo -dijo la muchacha-. Nada más sé cosas.
-No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
-Ni que no sea por mi bien -dijo ella-. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
-Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
-Me doy cuenta -dijo la muchacha.- ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre
la miró a ella y miró la mesa.
-Tienes que darte cuenta -dijo- que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy
perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
-¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
-Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se
interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
-Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
-Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
-¿Querrías hacer algo por mi?
-Yo haría cualquier cosa por ti.
-¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas
de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
-Pero no quiero que lo hagas -dijo-, no me importa en absoluto.
-Voy a gritar -dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos
portavasos de fieltro.
-El tren llega en cinco minutos -dijo.
-¿Qué dijo? -preguntó la muchacha.
-Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
-Iré llevando las maletas al otro lado de la estación -dijo el hombre. Ella le sonrió.
-De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías.
Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en
espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos
esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha
estaba sentada y le sonrió.
-¿Te sientes mejor? -preguntó él.
-Me siento muy bien -dijo ella-. No me pasa nada. Me siento muy bien.
FIN

Los asesinos
[Cuento - Texto completo.]

Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al
mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos
hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había
estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el
primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos,
tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado…
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo
negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda
de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al.
Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos
demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los
codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos,
sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la
cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían
con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
–Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está
buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a
Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos
acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este
chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también,
chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró
detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba
a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar
había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía
abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a
George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -
parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco
grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados
como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que
cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un
conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la
cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el
cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete
junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el
cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George
preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El
cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna
chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y
cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un
restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un
ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las
manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol
de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos
parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al
cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo…? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien
entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene
meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje.
Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por
una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y
tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella
llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta.
Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la
cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron
a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias
por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el
día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro
de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado
en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No
debe sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal
tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador,
¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta
principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar.
Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta
el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente
horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
FIN

“The Killers”,
Scribner’s Magazine, 1927
Raymond Carver
(1939-1988)

EL PADRE
(“The Father”)
Originalmente publicado en Toyon (1961)
Will You Please Be Quiet, Please? (1976)
Collected Stories (2009)

EL BEBÉ ESTABA en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un


pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada,
acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul
claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama
y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y
observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el
puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la
lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la
barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
—¿A quién quieres tú, pequeñín? —dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la
barbilla.
—Nos quiere a todos —dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a
papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
—¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su
madre.
—¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se
inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba
el brazo—. Nosotros también le queremos.
—¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas
ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
—Tiene los ojos bonitos —dijo Carol.
—Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis.
—Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios.
—No sé… —dijo la madre—. No sabría decir.
—¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice.
—¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre.
—En la nariz se parece a alguien —dijo la niña.
—No, no sé… —dijo la madre—. No creo.
—Esos labios… —dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… —dijo,
destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
—¿A quién se parece este niño?
—No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la
canasta.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! —dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al
bebé de muy cerca.
—¿Pero a quién se parece su papá? —preguntó Phyllis.
—¿A quién se parece papá? —repitió Alice, y entonces todas ellas
miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de
espaldas a ellas.
—¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
—Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al
bebé.
—¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice.
—Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos
con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía
sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

Raymond Carver
(1939-1988)

MECÁNICA POPULAR

AQUEL DÍA, TEMPRANO, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió


agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña
ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio.
Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también
oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella
apareció en la puerta.
—¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —
gritó—. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
—¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas!—.Empezó a
llorar—. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y
después dio la vuelta y volvió a la sala.
—Trae eso aquí —le ordenó él.
—Coge tus cosas y lárgate—contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor
antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos.
—Quiero al niño —dijo él.
—¿Estás loco?
—No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
—A este niño no lo tocas —le advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba
la cabeza.
—Oh! Oh! —exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
—¡Por el amor de Dios! —se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el
interior de la cocina.
—Quiero el niño.
—¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la
cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al
niño con fuerza.
—Suéltalo —dijo.
—¡Apártate! ¡Apártate! —gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que
colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió
agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
—Suéltalo —repitió.
—No —dijo ella—. Le estás haciendo daño al niño.
—No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él
trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra
agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las
manos.
—¡No! —gritó al darse cuenta que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró
asirlo por la muñeca y se echó atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus
fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.

I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los
hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las
mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la
casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que
hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo,
decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII;
asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había
visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a
borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa
de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones
de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también
la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de
aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las
alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla
de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un
cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris
el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle
sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió
su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el
padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía
de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo
de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo
una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora
de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron
a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta.
Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le
interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla,
o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta
una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada
caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la
contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que
fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde
que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes.
Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera
que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un
olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió
las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se
levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas,
perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un
retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa,
vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la
cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo
que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía
abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua
estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas
piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno
a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que
hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su
cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes
dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un
comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no
pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros
debemos…
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia…
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no
pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida
a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo
que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto
del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que
su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando
murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció,
casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla,
no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un
hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y
esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo
alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens,
anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay
una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna
culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó
cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita
Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo
más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle
algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de
que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de
la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones
nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento,
como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su
hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso,
detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la
señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron
a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel
olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad
recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían
que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes
casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la
señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con
un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así,
cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por
ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara
de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de
matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en
cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora
que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a
conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita
Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra
ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba
muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del
difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia
rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer
esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le
había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que
agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el
cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga
semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de
expresión a la vez trágica y serena…
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las
calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz
y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban
caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad.
Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin
temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo
empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando
en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler…
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en
unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más
viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una
verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige– y
exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia
tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había
enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido
al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a
cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”,
y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la
tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían
el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a
las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos
que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca,
reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson;
como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en
su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno
para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre
Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún
una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros
brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las
cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con
la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir
para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos
en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la
trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio
que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era
lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se
casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que
frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre
Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en
la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de
copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con
guantes amarillos….
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia
para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte
en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita
Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que
ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca
de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de
nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que
la señorita Emilia tenía en Alabama….
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que
pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a
casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado
un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos
enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo
la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos.
Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa
eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido….
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad,
algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que
iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre
de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la
señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una
semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un
vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita
Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la
puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en
la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por
espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto
era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su
mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con
él….
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a
ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo.
Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan
vigoroso como el de un hombre joven….
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis
o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas
de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente
con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento
veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de
pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas
de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas
imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo
y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia
fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números
metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y
encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo
de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin
abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente
había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose
cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este
modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible,
impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para
cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma,
pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y
áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la
cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta
de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las
dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa,
salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia
llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad
entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato
a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y
macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos
con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella,
confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas
ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la
que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión
de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en
los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para
abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció
invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por
doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas,
de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-
tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan
oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos
objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así,
abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo
que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al
pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia
misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el
largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado.
Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada
que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada
por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e
inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible
polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

“A Rose for Emily”, 1930

Un hombre sin suerte, Schweblin


El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo
segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero
sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor.
Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que
Abi.

–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos
más en ponerse en movimiento.

La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió.
Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie,
con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera,
sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y
finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de
inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez
más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.

Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya
estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra
su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar.
Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba
cerrar.

Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del
coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba
prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los
coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar,
pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de
otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una
cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo
retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:

–Sacate la bombacha.

Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en
lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé
las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:

–¡Sacate la puta bombacha!

Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y
sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la
avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una
cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos
escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.

Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá
corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y
quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en
su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.

–Vamos, vamos –dijo papá.


Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro
cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña.
Me alivió ver que volvía a hablar, daba explicaciones a las enfermeras.

–Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.

Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero
fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan
pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el
espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte
del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a
mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en
una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato
más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto
antes.

–¿Qué tal? –preguntó.

Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque
acabe de decir que la estamos volviendo loca.

–Bien –dije.

–¿Estás esperando a alguien?

Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que


quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:

–¿Y por qué estás sentada en la sala de espera?

No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran
contradicción. El abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin
apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.

–Acá está –dijo–, sabía que lo tenía en algún lado.

El papelito tenía el número 92.

–Vale por un helado, yo te invito –dijo.

Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.

–Pero es gratis –dijo él–, me lo gané.


–No.

Miré al frente y nos quedamos en silencio.

–Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.

Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a
abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque
ése es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció
escucharlos.

–Es mi cumpleaños –dije.

“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. El dejó el lápiz marcando un
casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.

–Pero... –dijo y cerró la revista–, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si
es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?

Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi que, aun así, apenas le
llegaba a los hombros. El sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:

–No tengo bombacha.

No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo
que no podía dejar de pensar. El todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u
ofendido, y me di cuenta de que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que
acababa de decir.

–Pero es tu cumpleaños –dijo él.

Asentí.

–No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.

–Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que
todo el show de Abi me había llevado.

El se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al
estacionamiento.

–Yo sé dónde conseguir una bombacha –dijo.

–¿Dónde?
–Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.

Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él
estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó. con una mano a las
asistentes.

–Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló–, es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen
María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo
supe que podía confiar en él.

Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía


junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él
nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que
caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.

–Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con
mi uniforme–, es mejor que vayamos rodeando la pared.

–No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo
lo dijo él.

–Ok, darling –dijo.

–Quiero saber a dónde vamos.

–Te estás poniendo muy quisquillosa.

Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping


bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran
tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar
él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con
el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le
respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras
había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros,
guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico y hasta algunas herramientas. Me
pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me
pregunté cómo se llamaría.

–Es acá –dijo.

Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano


podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría
haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían
hacerse tres para alguien de mi tamaño.

–Esas no –dijo él–, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más
pequeñas–. Mira todas las bombachas que hay. ¿Cuál será la elegida my lady?

Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había
sin moño.

–Esta –dije–. Pero no tengo dinero.

Se acercó un poco y me dijo al oído:

–Eso no hace falta.

–¿Sos el dueño de la tienda?

–No. Es tu cumpleaños.

Sonreí.

–Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.

–Ok Darling –dije.

–No digas “Ok Darling” –dijo él– que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la
pollera en la playa de estacionamiento.

Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados
y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.

–Todavía podés elegir el otro.

Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra.
Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la
cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.

–Hay que probarla –dijo.

Apoyé la bombacha en mi pecho. El me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores
femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. El dijo que no sabía si podría entrar.
Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien
muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al
probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
–¿Cómo te llamás? –pregunté.

–Eso no puedo decírtelo.

–¿Por qué?

El se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.

–Porque estoy ojeado.

–¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?

–Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.

Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.

–Podrías escribírmelo.

–¿Escribirlo?

–Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me


daría tanto miedo entrar sola al probador.

–Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella
se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?

–¿Y cómo se enteraría?

–La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.

–Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.

–Yo sé lo que te digo.

Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar
terminando.

–Pero es mi cumpleaños –dije.

Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de
lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis
espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho.
Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo
arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
–No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.

Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en
el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.

Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba.
Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para
revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que
mis compañeros la vieran. Mirá qué bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan
perfecta. Me di cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la
prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas,
pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no
aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.

Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más
allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me
guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me
pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un
hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la
línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró
acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa.
Pasamos los sensores de la salida, hacia el shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo
el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá
más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia
acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en
cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi
nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban
sobre nosotros. El me soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo
rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron
su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba a abajo. Tenía mi
bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio
cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo
tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no
caerme. El me miró, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo
de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo
busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en
silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.

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