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(fragmento)
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me dije: por qué no el tocino, vamos David, y un poco de salsa de
hongos. Casi permito que la vocecita me amoneste, pero mi mano fue
más lista que ella. A mi regreso, ya Peter estaba a tono con ese
ensayo de delantal que se había puesto –una vieja camiseta que le
cubría las faldas por encima del pantalón- y teniendo por el mango a
la sartén con los huevos revueltos, deliciosamente listos.
-¡A chuparse cuantos dedos nos alcancen de las manos! –dijo
mientras servía los huevos, e hizo sonar sus labios como si fueran un
pitillo. Un revuelo de cotorras salió espantado de la copa del árbol que
nos acogía, y Peter lanzó una carcajada como si fuera un niño que le
hace travesuras a sus hermanos mayores. Aún con la sartén en la
mano les hablaba a estos pájaros, diciéndoles:
-¡No os espantéis, cotorras, cotorritas. Volved que os extraño!
Juro que volvieron y se acomodaron en el árbol como pequeñas
matronas un poco indignadas que retornan en el cuchicheo a la vieja
calma. Y Peter sirvió los huevos.
-¿ Qué es el ego? –le pregunté mientras él metía en su boca el primer
bocado.
-Justamente eso que no te permite comer esto- me dijo señalándome
los huevos revueltos. Y agregó en un tono jocosamente imperativo:
-Vamos David, disfruta ahora estos manjares que no los tendremos en
otro momento- y se dispuso a comer con una alegría tal que me fue
contagiosa.
Una vez que terminamos nuestro desayuno, y hasta la última migaja,
Peter eructó con tanta naturalidad que no le dió tiempo a mi pudor
ajeno. Y no sólo eso, sino que la idea misma del pudor por tales
cuestiones, se me diluyó como se diluyen en un segundo las tontas
ideas.