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LA PELICULA MENTAL.

(fragmento)

En el campamento, el hambre me recordó que había olvidado


desayunar. No sé cómo, pero Peter ya había encendido el fuego, y
sólo estaba unos pocos pasos delante de mí. O acaso yo –absorto en
las cosas que Peter me había dicho- no me di cuenta de los
movimientos que él habría realizado para adelantar el desayuno.
Estaba turbado. O quizá, llegar al campamento, estar próximo a la
tienda donde dormí por la noche abrazado a ella en mis sueños, me
perturbaba. Giraban en mi mente -ya no pensamientos, sino- sólo las
palabras Valor, Ego, Muerte, Vida, Ella, daban vueltas y vueltas. Me
detuve y escuché a esa vocecita que repetía Valor, Ego, Muerte, Vida,
Ella, por distintas rutas de mi mente. Y cuanto más vueltas daban
esos móviles por estas rutas, más me daba cuenta de cuánto se
vaciaban de todo contenido, o figuración. Es más, me costó darme
cuenta de que en realidad daban vueltas de ese modo: sólo palabras,
términos, nominaciones que iban, incluso, dejando atrás a la loca
vocecita. Con escozor me dí cuenta de que Ella ya sólo era eso, una
palabra, sólo una palabra que con sólo decirla era eso, era Ella. Algo
así como una lámina que uno rasguña pero se encuentra con otra
capa de lámina, y sigue rasguñando y vuelve a encontrar lo mismo:
capas y capas del mismo soporte, el de una lámina. Tuve la
desagradable sensación de que mi vida era como una lámina.
El olor a café recién preparado me hizo olvidar todo. Fui, con alegría
súbita, en busca de galletas.
-Toma David, esta tazona de café te volverá a la vida. Te lo aseguro,
hombre, ¡que aún no has desayunado! –dijo Peter resuelto a vivir un
buen desayuno. Sospecho que en su caso, sería el segundo de la
mañana, según los restos que pude ver en el tronco que nos oficiaba
de mesa.
Fui a la tienda donde guardábamos los enseres en busca de galletas,
pero vi el tarro de miel y lo tomé; lo mismo hice con las almendras, y

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me dije: por qué no el tocino, vamos David, y un poco de salsa de
hongos. Casi permito que la vocecita me amoneste, pero mi mano fue
más lista que ella. A mi regreso, ya Peter estaba a tono con ese
ensayo de delantal que se había puesto –una vieja camiseta que le
cubría las faldas por encima del pantalón- y teniendo por el mango a
la sartén con los huevos revueltos, deliciosamente listos.
-¡A chuparse cuantos dedos nos alcancen de las manos! –dijo
mientras servía los huevos, e hizo sonar sus labios como si fueran un
pitillo. Un revuelo de cotorras salió espantado de la copa del árbol que
nos acogía, y Peter lanzó una carcajada como si fuera un niño que le
hace travesuras a sus hermanos mayores. Aún con la sartén en la
mano les hablaba a estos pájaros, diciéndoles:
-¡No os espantéis, cotorras, cotorritas. Volved que os extraño!
Juro que volvieron y se acomodaron en el árbol como pequeñas
matronas un poco indignadas que retornan en el cuchicheo a la vieja
calma. Y Peter sirvió los huevos.
-¿ Qué es el ego? –le pregunté mientras él metía en su boca el primer
bocado.
-Justamente eso que no te permite comer esto- me dijo señalándome
los huevos revueltos. Y agregó en un tono jocosamente imperativo:
-Vamos David, disfruta ahora estos manjares que no los tendremos en
otro momento- y se dispuso a comer con una alegría tal que me fue
contagiosa.
Una vez que terminamos nuestro desayuno, y hasta la última migaja,
Peter eructó con tanta naturalidad que no le dió tiempo a mi pudor
ajeno. Y no sólo eso, sino que la idea misma del pudor por tales
cuestiones, se me diluyó como se diluyen en un segundo las tontas
ideas.

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