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Amén de estas complejidades, será nuestra intención echar luz sobre aquello que el
expresionismo tiene de más particular, circunscribiendo el análisis al meollo del asunto: por
tanto, nuestro ojo se posará sobre el expresionismo alemán de comienzos del siglo XX, con la
confianza de que, una vez adquirido ese conocimiento específico, estarán dadas las bases para,
en el futuro, expandir las consideraciones tanto en el tiempo como en el espacio.
instalan desde fines del siglo XVIII, así como su presencia se vuelve identificable hasta
nuestro días, ya sea en la forma de procedimientos aislados, ya desde una presencia más
integral y orgánica de la poética (Dubatti, 2009, 128).
Hay, sin embargo, un acontecimiento cuya función es angular en el armado (tal vez no
formal, pero sí ideológico) de la poética. En efecto, los años de la Primera Guerra Mundial
colocaron a los expresionistas en el centro de una vivencia que confirmaba sus peores miedos.
No sólo se perdieron allí las vidas de muchos de sus mejores exponentes: las explosiones de
las tempestades de acero (para decirlo con Junger) dejaron sordo y mudo al sujeto, vaciándolo
de su experiencia y aniquilando su capacidad de narrar (Benjamin). A partir de allí, la
vinculación inextricable del grito expresionista con el acontecimiento bélico es evidente. Pero
aun así es importante destacar que la guerra vino sólo a confirmar (de manera taxativa,
ciertamente) una sospecha que habitaba ya mucho antes en los expresionistas: como expresó
Ernst Toller, “Es claro que la guerra destruyó muchos valores morales y sociales, espirituales
y artísticos; pero el fundamento de esos valores ya estaba podrido” (citado en Drain, 1995,
95).
Hay grito, sin duda; pero también posibilidad de la utopía, búsqueda de reintegración,
deseo constante de alumbramiento del Nuevo Hombre (veremos en seguida qué entender bajo
este mote). Las relaciones entre expresionismo y política son complejas y cambiantes
(recuérdese a este propósito el famoso –tal vez demasiado famoso- debate sobre el
expresionismo que involucró a gigantes como Lukács y Bloch), al punto que se ha podido
incorporar al expresionismo tanto como una poética de izquierda como leer en él los aspectos
que lo vincularían con el surgimiento del fascismo1.
III. En el centro del expresionismo emerge, dijimos, la búsqueda del “Nuevo Hombre”.
Pero, ¿qué significa este concepto? Kasimir Edschmid lo definió con los siguientes términos:
“El Nuevo Hombre posee sentimientos más grandes, más directos, se para allí arrancándose el
corazón. Y a partir del movimiento revuelto de su sangre adquiere un estado de impulsos
absolutos. Es como si llevara su corazón pintado en el pecho. Ahora ya no es más una imagen:
es realmente El Hombre. Completamente enredado en el Cosmos, pero con percepciones
cósmicas. Sin pensamientos falsos, sólo sus emociones lo guían y conducen. Sólo entonces
puede avanzar y aproximarse hacia el rapto absoluto, donde un tremendo éxtasis mana de su
alma…Sin embargo, estos Nuevos Hombres no son en modo alguno locos ni tontos. Sus
procesos de pensamiento trabajan de acuerdo a una naturaleza diferente. Nada los toca. No se
reflejan en nada. No viven ni en círculos ni a través de ecos. Experimentan sin mediaciones. Y
ese es el más grande secreto de su artificio: no tiene psicología.”
Evitar la psicología (es decir, esa psicología burguesa, falsa por superficial), para ir en
busca de un estrato más íntimo y auténtico, más arcaico y universal en el que se anulan las
convenciones petrificantes de la razón. Se trata, como dirá Paul Kornfeld en un ensayo que
citaremos luego extensamente (véase infra, “Apéndice documental”), de romper la cáscara del
sujeto para proponer nuevos modos de existencia que superen aquellos esquemas de los que la
guerra no dejó más que esquirlas: “Luego de cuatro años de guerra, la razón humana, que se
había mostrado inútil para prevenir la masacre de tantos, es dejada de lado…” (Drain, 1995,
231). La apertura de la subjetividad se piensa entonces como un proceso de redención, un
preludio individual de metamorfosis espiritual para la transformación última (y real) de la
sociedad, por fuera de las estructuras políticas externas.
1
Resultan de interés para la intelección política del expresionismo el artículo de Emily Braun “Expressionism as
fascists aesthetic” publicado en el Journal of contemporary history (Braun, 1996), y el de Helmut Gruber “The
political-ethical misión of german expressionism” en The German Quarterly (Gruber, 1967).
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El arte tiene, en este parto del Nuevo Hombre, un rol fundamental. Así, Dubatti
identifica cuatro funciones básicas para el arte según el expresionismo: da forma a la
experiencia histórica del hombre anulada por la objetividad, “para propiciar el reencuentro del
hombre con el hombre, y a través de este nuevo equilibrio, del hombre con el ser, la
naturaleza, el cosmos, Dios, etc.” (Dubatti, 2009, 152); recuerda lo humano en un mundo de
deshumanización, su función se torna “denunciar el horror, reclamar el cambio, gritar el
dolor” (id.); confronta la experiencia histórica con las utopías soñadas, expresa “el anhelo de
un Hombre Nuevo o Nueva Humanidad: proponer otra vida, la utopía de otra existencia, y
otra sociabilidad, donde el hombre se recupere como Hombre Total” (id.); genera conciencia,
acción social y política (id.).
Mel Gordon señala al respecto que la concepción del ideal del Nuevo Hombre atravesó
diversas y extremas transformaciones en la historia del movimiento:
a. Como pesimista nietzscheano: en el comienzo se consideró al Nuevo Hombre el
destructor de todas las tradiciones burguesas, el asesino de padres y maestros.
b. Como apóstol de la Paz: durante la guerra, el Nuevo Hombre apareció como un
activista cristiano, capaz de grandes hazañas de liderazgo y sacrificio personal en pos
de su amor a la humanidad. Particularmente en este período, los expresionistas
predicaron una filosofía basada en el valor del hombre. Sostenían que el hombre era
esencialmente bueno pero que una sociedad restrictiva y una consciencia alienada le
impedían buscar y sentir la verdadera naturaleza de la vida. Estaban convencidos de
que las instituciones sociales empujaban a la humanidad hacia el materialismo y la
miseria. Una revolución –de espíritu, no de armas- era necesaria para enseñarle al
hombre a confiar en sus emociones, y de este modo experimentar un “nuevo amor”
hacia toda la humanidad en consonancia con las leyes del universo.
c. Como Superhombre: en la última fase del expresionismo, o su “período negro”, el
Nuevo Hombre fue definido como un Gandhiano frustrado, un individuo con todos los
atributos del héroe brillante excepto por su potencia social y política.
Estos tres estados se unifican en un postulado básico: El Nuevo Hombre es el único sujeto
consciente del lugar que ocupa la humanidad –y él mismo- en el Universo y de su capacidad
de actuar al respecto. El Nuevo hombre debía buscar por sí mismo ser uno con el cosmos; él
descubriría la condición extática e inefable del “rapto absoluto, de la posesión mística que le
permitiría trascender su existencia cotidiana para contactarse con su alma.
Será precisamente este Nuevo Hombre el que ocupará el centro de la escena expresionista,
el modelo ideológico (e idealista) del actor, que requiere para existir una configuración
particular de su poética de actuación.
IV. “No describe, vive”: palabras de Edschmid que ya hemos citado, y que podrían muy
bien funcionar a modo de lema o insignia de una poética de actuación expresionista. En lo
fundamental, sus claves distintivas fueron estudiadas por Christopher Innes en su clásico libro
El teatro sagrado.
El primer rasgo de la actuación expresionista destacado por Innes es su cualidad no
mimética, artificial y, en cierto sentido, retórica. Esta artificialidad, sin embargo, debe
congeniarse con la encarnación de esa importantísima figura conceptual del movimiento, el
Nuevo Hombre, subjetividad soberana que se despliega y se presentifica en el actuar del
intérprete a través de sus gestos y movimientos. Se trata, entonces, de un requerimiento doble,
aparentemente contradictorio, del cual eran bien conscientes los primeros tratadistas de la
actuación expresionista. Innes evoca en este punto las palabras programáticas de Paul
Kornfeld (más adelante volveremos a él en detalle) quien, en su “Epílogo para el actor” de
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1916, establece que el actor del expresionismo no debe recurrir al mundo empírico, objetivo y
social como fuente de su trabajo, sino que debe crear sus personajes partiendo de la propia
experiencia. Se trata, nuevamente, de la creación a partir de la expresión pura de la
subjetividad: para Richard Drain (que evoca en este punto los conceptos de Felix Emmel
volcados en su libro Das Ekstatische Theater [1924]), se trata de entender que “a través del
movimiento, el actor busca ‘la expresión de una psyche, la ilustración de un estado interno’,
antes que la imitación de un comportamiento” (Drain, 1995, 231). Pero, al mismo tiempo,
esta expresión soberana debe aliarse con una voluntad consciente de mostrar la artificialidad
del gesto: el teatro debe exhibirse como tal.
El objetivo del actor es, entonces, alcanzar un estado de concentración y creación que
le permita acceder a una “verdad emocional absoluta” (Innes, 57). Los estados de trance y
autohipnosis, así como la explosión de la espontaneidad, son vehículos apreciados para lograr
esta emoción extática, por cuanto es a través de ellos que la subjetividad puede manifestarse
ampliamente, libre ya de las ataduras de la reflexión intelectual y de los claustros limitados de
la razón instrumental. Estos medios posibilitarían al actor (recordémoslo siempre: el actor
como exponente privilegiado o carnadura del Nuevo Hombre) renunciar, al menos
momentáneamente, a la prisión de esas estructuras cotidianas al tiempo que accede a un nivel
pre-consciente donde puede entrar en contacto con lo universalmente humano. Curiosamente
(pero se trata sólo de una aparente paradoja) el actor inicia así, al sumergirse en el núcleo más
íntimo de su subjetividad y reencontrar lo que hace esencialmente humano, un camino de
retorno al “alma colectiva”, a una dimensión arquetípica que lo despoja de su personalidad. La
tarea para el actor será, por lo tanto, desentrañar los modos de expresar, mediante gestos,
posturas y desplazamientos, dichas emociones arquetípicas. En definitiva, para Innes el actor
expresionista “siempre se encarna a sí mismo” (Innes, 58), aunque esa concentración le
permite desplazarse hacia un terreno supraindividual, esencialmente humano: el estado
emocional subjetivo intensificado hasta el punto de reencontrarse con lo arquetípico, una
emoción arcaica común a todos y experimentable también para los espectadores. Llegados a
este punto, los paralelismos entre el pathos del actor del expresionismo y los éxtasis, hipnosis
y trances típicos de figuras premodernas (chamanes, místicos), se vuelven inevitables. La
actuación contagia el evento teatral y lo dota de un a atmósfera ritualista.
Con todo, al tiempo que se verifica este descenso hacia la noche oscura de la emoción
subjetiva absoluta, Innes destaca la tendencia a recurrir a figuras tipificadas de actuación (en
suma, a constituir una retórica): valga como ejemplo la influencia que sobre la actuación
expresionista tuvo el “código performativo” diseñado por Hans Sachs para representar los
caracteres, en las Pasiones alemanas, a través de una deformación estilizada de las manos: en
definitiva, se trata de otra forma de religación con un pasado premoderno que resalta, una vez
más, “la preocupación expresionista por lo primitivo” (Innes, 58).
La composición de esta retórica incluye para Innes ciertos medios expresivos que, al
estandarizarse y codificarse en el armado de un estilo de actuación (el famoso estilo
“extático”), devinieron clichés formales: la transformación del rostro, mediante gestos y
maquillaje, en una suerte de máscara2; manos estiradas como “espolones” y miembros que se
2
Es claro que la voluntad de transformar el rostro humano en una máscara se vincula con la afinidad que el
expresionismo teatral tenía por los elementos arcaicos de la escena. Para Erika Fischer-Lichte se trata de una
tendencia verificable en otras poéticas anteriores y contemporáneas al expresionismo, que buscaban en modelos
premodernos (la tragedia griega, los misterios medievales, el teatro barroco, el teatro noh) una vía de escape a las
convenciones teatrales decimonónicas (Fischer-Lichte, 2002, 298). Sirvan de testimonio las opiniones de
O’Neill, para quien la máscara es “más sutil, imaginativa, sugestivamente dramática de lo que puede ser el rostro
de un actor. Cualquiera que dude esto debería estudiar las máscaras del Noh japonés, o las máscaras del teatro
chino, o las máscaras primitivas africanas” (citado en Fischer-Lichte, 2002, 303; nuestra traducción).
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convierten en líneas geométricas, muy adecuadas, por lo demás, a la angulosidad típica de los
decorados; el movimiento corporal que oscila entre “un dinamismo casi epiléptico y una
estasis cataléptica”, es decir, alternancias abruptas de velocidad y detención (Innes, 58). Aun
así, una extraña y productiva alquimia resultaba de la combinación entre una subjetividad
desbordante y el armado de un canon efectista de gestos:
3
Gordon, Mel, “German Expressionist Acting”, en The Drama Review: TDR, vol 19, n. 3, Expressionism Issue
(Sep. 1975), 34-50.
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Como se ve, desde los postulados teóricos se plantea una reacción contraria al modelo
hegemónico de representación naturalista, así como la creación de un riesgoso método de
expresión del sujeto y, finalmente, la confianza en la efectividad que la práctica de las obras
tendría sobre los actores -y viceversa-.
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VI. No hace falta aclarar que difícilmente la teoría bastara para definir el modo de
actuación del nuevo hombre. Los actores expresionistas se nutrieron de distintas experiencias
estéticas que detallaremos a continuación.
c) Influencias neorrománticas4
A pesar de la forma peyorativa en que los expresionistas definieron a las
escuelas hegemónicas del siglo anterior, muchos de sus actores se formaron en la
escuela de Reinhardt -en ese entonces, la más prestigiosa de Alemania-. Tal es el caso
de Fritz Kortner, aclamado actor expresionista quién participó en una puesta de
Reinhardt como líder coral en una producción de Edipo Rey (1912). Allí aprendió
monumentales gestos apropiados para proyectarse en enormes espacios de actuación.
Fueron esos mismos movimientos los que luego aplicó Kortner a salas mucho más
pequeñas provocando un efecto completamente diferente en el actor y en el
espectador.
frecuentemente debían ser contenidos los impulsos de los actores para con sus
compañeros o para con el público. Al respecto, la actriz Leontine Sagan denunció
que la actuación expresionista había comenzado a tener efectos adversos en el
comportamiento de los actores debajo del escenario.
Gustav Hartung y Richard Weichert fueron dos de los más importantes
directores de este estilo. Ambos presentaron sus obras más importantes en el
Schauspielhaus de Frankfurt entre 1917 y 1921 y luego dirigieron producciones
expresionistas en Berlín.
“Si el ser humano es el centro del drama, el artista todavía puede elegir entre ubicar en
ese centro el alma humana, o el carácter humano. Los dramaturgos de la generación previa –
cuya influencia todavía se deja sentir en la presente generación y en todas las artes- eligieron
el segundo camino, y hallaban satisfacción en vagabundear a través de los ventosos caminos
de un personaje y en aprisionar a la humanidad, víctima de sus complejidades laberínticas, en
la simplicidad de un aforismo. El ser humano se convirtió en un mecanismo cuyas reacciones
en determinadas circunstancias era divertido observar y examinar. El público estaba bastante
satisfecho, porque las personas veían confirmadas las nociones que tenían sobre sí mismas y
sobre los seres humanos – a los cuales veían como una suma de aptitudes y capacidades-,
dominados y dirigidos por una causalidad psicológica similar a la causalidad material, cuyas
leyes, una vez exploradas, permitían que se perdiera la esencia del hombre. Aquellos, de
acuerdo con el espíritu de la época, se convirtieron demasiado voluntariamente en víctimas de
este error, porque si por un lado les dispensó un profundo conocimiento de ellos mismos, por
el otro halagó su inclinación por el análisis personal; porque intentó alzar su existencia
cotidiana, su vida, su psique hacia la esfera del arte. Y así los convenció de que su vivir
cotidiano representaba la verdadera vida; su psique, el espíritu humano; sus pequeños
inconvenientes, grandes problemas. Observando este error, que roba al hombre su espíritu,
uno está tentado de hablar de un arte criminal. Dado que el hombre no es un mecanismo, el
subjetivismo consciente es un mal síntoma, y la causalidad psicológica es tan poco importante
como la causalidad material…
Debería formarse una generación de actores que estén tan lejos de la naturaleza
puramente exterior, como del rígido bathos -esa carencia de lo natural, ese substituto, esa
imitación de sentimientos que emplea un determinado número de movimientos
convencionales y miradas estereotipadas e imitaciones de llantos, que parecen sacados de un
libro contable según la necesidad-; una generación de actores que, libres de toda convención,
libres también de todo culto a la realidad, sigan las prácticas de un arte avocado a representar
su ser; - aún más, presentar aquello que la humanidad no puede revelar con un análisis
intelectual, crear una nueva realidad más cercana al verdadero ser humano, donde su
actuación sea capaz de remover emociones en virtud de las emociones que ellos mismos
hayan experimentado;- una generación de jóvenes actores que deberían juntarse antes de que
su humanidad sea desperdiciada por la rutina, y antes de que sean incapaces de hacer algo
porque han cesado de ser algo; una generación que, en todos los aspectos, cuando su propia
actuación también se haya vuelto apegada a las convenciones, debería ser renovada y otra vez
revivida por una nueva juventud, de forma que el teatro nunca cese de cumplir su rol.
Cada día y cada hora, siempre en confusión, sacudidos hasta sus raíces, los hombres
deberían romper su corteza, liberarse de su existencia cotidiana, de manera que incluso el más
razonable de ellos se revele y recuerde que en el núcleo de su ser yace esa semilla de locura
que no es el derrocamiento de la razón sino su superación; la superación de esa razón que,
guiada por la lógica y dominada por las características de su individualidad accidental, llena
sus días.”
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