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Blom Hansen Thomas y Finn Stepputat, Estados de la Imaginación

INTRODUCCION

“…como si cada hombre le dijera a cada hombre, autorizo y traslado mi Derecho de


Gobernarme a mí mismo, a éste Hombre, o a esta Asamblea de hombres, con esta
condición, que vos renunciéis a vuestro Derecho en beneficio de él, y autoricéis
todas sus Acciones de manera similar”.
Thomas Hobbes, Leviatán

Una vez más, el estado ha surgido como preocupación central de las ciencias sociales.
También ha sido redescubierto por practicantes del desarrollo y por poderosas agencias
internacionales como el Banco Mundial (1997), que ahora abogan por la “buena
gobernanza”, realizada por estructuras de gobierno esbeltas y efectivas. Sin embargo, en el
vocabulario de los economistas del Banco Mundial el estado y sus instituciones siguen
siendo entidades extrañamente ahistóricas, un juego de imperativos funcionales de
regulaciones que surgen de la sociedad pero que están desprovistos de características
distintivas y trayectorias históricas diferentes. En este influyente tren de pensamiento el
estado es siempre el mismo, una función universal de gobernanza. Durante la década de
1970, las teorías del estado capitalista también privilegiaron las funciones del estado como
reproductor de la mano de obra y de las condiciones para la acumulación de capital por
encima de sus formas e historicidad. Además, cuando Evans, Ruschemeyer y Skocpol
(1985) “trajeron de vuelta al estado” como actor de derecho propio, su conceptualización
del estado giró alrededor de ciertas funciones núcleo y de ciertas tareas históricas que, se
presumía, el estado debía efectuar.
El actual repensar el estado se da en una coyuntura en la que la noción misma del
estado como regulador de la vida social y locus de soberanía territorial y legitimidad
cultural se enfrenta a desafíos sin precedentes. La movilización étnica, los movimientos
separatistas, la globalización del capital y el comercio, y los movimientos intensificados de
la gente en calidad de migrantes y refugiados tienden todos a debilitar la soberanía del
poder del estado, especialmente en el mundo poscolonial. Las ecuaciones entre estado,
economía, sociedad y nación que constituían las ideas dominantes de la noción de estado
durante el siglo veinte han sido socavadas desde abajo por crecientes demandas de
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descentralización y autonomía, y desde arriba por los imperativos de la coordinación
supranacional de políticas monetarias, ambientales y militares hacia nuevas configuraciones
luego de la guerra fría.
Al mismo tiempo, el discurso de las derechas y las demandas que proliferan
exigiendo diversos derechos han expandido y transformado los significados de lo que es
ciudadanía. La paradoja parece ser que a la vez que la autoridad del estado es
constantemente cuestionada y funcionalmente socavada, hay crecientes presiones sobre los
estados para conferirle plenos derechos a aún más ciudadanos, para conferirle
reconocimiento y visibilidad a aún más instituciones, movimientos u organizaciones, y una
creciente demanda de los estados por parte de la llamada comunidad internacional por
abordar con efectividad los problemas del desarrollo y promover una “cultura de derechos
humanos” según la jerga en boga en la actualidad. Esta paradoja tiene que ver con la
persistencia de imaginarse al estado como la materialización de la soberanía condensada en
el pacto, tal como Hobbes lo vio; como la representación de la volonté generale que
produce ciudadanos así como sujetos; como una fuente de orden y estabilidad social; y
como un agente capaz de crear un espacio-nación definido y materializado en fronteras,
infraestructura, monumentos e instituciones de autoridad. Este mito del estado parece
persistir frente a las experiencias cotidianas de prácticas gubernamentales a menudo
profundamente violentas e ineficientes, o al colapso mismo de los estados. Persiste porque
el estado, o el gobierno soberano insitucionalizado, sigue siendo un eje central en nuestro
imaginario mismo de lo que una sociedad es. Ya sea que estemos o no de acuerdo con lo
que significa el estado, de todas maneras “ello” sigue siendo un punto central de todo lo
que no es el estado: sociedad civil, ONGs, la noción de una economía nacional, el mercado
y el sentido de una comunidad internacional.
Esta paradoja de algo no adecuado y a la vez indispensable ha despojado al estado
de su naturalidad y ha permitido a académicos de diversas disciplinas estudiar la condición
de estado como una construcción histórica y contingente. Según el importante desempaque
del estado que en términos teóricos hace Philip Abrams (1988) y del trabajo de Corrigan y
Sayer (1985) sobre el estado en Gran Bretaña, un creciente cuerpo de trabajo ha empezado
a hacer un mapa de las trayectorias históricas de la formación del estado en diversas partes
del mundo. Buena parte de este trabajo ha sido inspirado por las nociones gramscianas del

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poder de clase articulado a través de hegemonías siempre frágiles y cuestionadas, así como
nociones Foucauldianas de gobernanza mediante prácticas de conocimiento y distintas
gubernamentalidades, es decir, las formas de mentalité que difunden técnicas de
gouvernement han dado información a otros cuidadosos estudios empíricos de gobierno y
estado. Entre estos, los trabajos de Timothy Mitchell sobre Egipto (1988) y de Partha
Chatterjee sobre la India (e.g., 1993) han tenido amplia circulación en la antropología.
Las contribuciones de este volumen comparten todas un acercamiento
desnaturalizante al estado y la gobernanza en el mundo post colonial; todas estudian el
estado, la política y las nociones de autoridad de forma empírica a partir de diversos sitios
etnográficos; y todas se sitúan entre una posición Gramsciana y una Foucauldiana del
poder, el gobierno y la autoridad, en los que buena parte de la reconceptualización del
estado se ha llevado a cabo. Este es, sin embargo, un campo cargado de tensión y
contradicciones. Según la comprensión de Gramsci, el poder del estado emergió de las
capacidades, la voluntad y los recursos de las clases, o segmentos de las mismas. Esta
“voluntad hacia el poder de clase” dio origen a proyectos de hegemonía político cultural y
estrategias de transformación social que apuntaban a la consolidación de una dominación
de clase. Gramsci no se limitó a ver al estado como un ejecutivo de la burguesía, como lo
sostenían las teorías marxistas más antiguas, sino que mantenía el papel fundacional del
poder de clase que se realiza en la forma de un estado: “La unidad histórica de las clases
dominantes se ve realizada en el Estado y su historia es en esencia la historia de los
Estados...las clases subalternas, por definición, no están unificadas y no pueden unirse hasta
ser capaces de convertirse en un ‘Estado’” (Gramsci 1971: 52). En otras palabras, Gramsci
intentó desnaturalizar al estado señalando su carácter esencialmente político y por lo tanto,
inestable, parcial y siempre violento.
Esta línea también fue tomada por académicos marxistas y post marxistas
subsiguientes inspirados por Althusser y Poulantzas, mientras que el estado permaneció
constantemente “socializado” y epifenomenal, es decir, una expresión de relaciones
sociales y configuraciones ideológicas y, por lo tanto, menos interesante como fenómeno de
su propio derecho. También, diversos intentos realizados durante los ochentas por crear un
acercamiento “centrado en el estado” a las relaciones entre estado y sociedad no logró
escapar de la dicotomía simplista entre “estado” y “sociedad.” En la mayor parte de estos

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escritos el estado permaneció, de forma un tanto paradójica, como un “actor social” más
bien inexplorado pero unificado, junto con otras fuerzas sociales ubicuas y abstractas cuya
relación interna, como en la academia Marxista, determinaba la forma y funciones de las
instituciones y la dirección de las políticas (e.g., Evans et al. 1985; Migdal 1988).
Aún en el influyente repensamiento de Laclau y Mouffe (1985) sobre la hegemonía
y la política más allá del determinismo social, la cuestión del estado permaneció sumergida
en una categoría más amplia, “lo político”, liberada ahora de la camisa de fuerza del
pensamiento esencialista, pero también alejada de las categorías empíricas. En esta
perspectiva, el estado, o sólo las instituciones, permanecen por entero políticas, es decir,
alterables y flotantes, y sólo aparecen como “puntos nodales” relativamente estables en
formaciones discursivas (Laclau y Mouffe 1985: 112-13) o como formas relativamente
rutinizadas de poder que se han vuelto “sedimentadas” y estables conforme sus orígenes
políticos se han borrado (Laclau 1990:34-35).
Foucault encontró menos relevantes los temas de la legitimidad y la soberanía. En
su lugar exploró cómo la modernidad fue marcada por el surgimiento de un campo más
amplio de gobierno de la conducta –del ser, de la familia, de las instituciones, del cuerpo y
así. Una frase célebre de Foucault reza “Debemos cortar la cabeza del rey: en la teoría
política todavía no lo hemos hecho” (1980:121). Según la visión de Foucault, la regulación
intensificada de las sociedades modernas no fue el resultado de la penetración del estado
como centro de poder, sino al revés: el estado moderno fue la unión de muchas formas
institucionales, lo cual fue posible debido a la “gobernativización” de las sociedades, es
decir, la manera específica en que las prácticas humanas se convirtieron en formas de
conocimiento, regulación y disciplina. Según este punto de vista, el estado moderno no es
la fuente del poder sino el efecto de una gama más amplia de formas dispersas de poderes
disciplinarios que permiten a “el estado” aparecer como una estructura que se alza aparte y
por encima de la sociedad (Mitchell 1999:89).
Como han indicado muchos de los interpretes de Foucault, uno encuentra poco
interés en el estado o la política en sus escritos (ver, e.g., Hindes 1996: 96-158; Ransom
1997: 101-53). Aunque se le invoca con frecuencia en los estudios de resistencia, Foucault
tuvo poco que decir sobre la resistencia como tal más allá de meras reacciones a nuevas
estrategias de poder, una especie de inercia ubicua que en cierta medida él equiparaba a un

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proceso químico (1982:209). En lugar de ello, su interés era más bien consistente por las
condiciones de las posibilidades de la política: cómo ciertas formas de disciplina, ciertos
estilos de conocimiento y gobernabilidad hacían plausibles ciertas políticas específicas,
cómo hacían pensables ciertas formas específicas de racionalidad, y cómo hacían posibles e
inteligibles ciertas formas y discursos políticos.
¿Pueden estas posturas, que albergan estrategias epistemológicas tan distintas,
reconciliarse? La respuesta es que obviamente no pueden reconciliarse por completo, pero
también que quizás tal cosa no sea necesaria. Nuestro argumento es que mantener estas dos
perspectivas en una tensión productiva entre sí permite una perspectiva de alguna manera
más amplia sobre las ambigüedades del estado: como algo ilusorio al mismo tiempo que
como un juego de instituciones concretas; como ideas distantes e impersonales a la vez que
como instituciones localizadas y personificadas; como algo violento y destructivo a la vez
que benévolo y productivo. Las formas modernas del estado están en un proceso continuo
de construcción, y esta construcción se lleva a cabo a través de la invocación de un montón
de registros diseminados y globalizados de gobernanza y autoridad, o, como preferimos
llamarlo nosotros, “el lenguaje de la condición de estado.” La proposición central de este
volumen es que el estudio del estado y sus prácticas debe discernir y explorar estos
diferentes lenguajes, su significado localizado, sus genealogías y sus trayectorias que van
apareciendo envueltas en mitologías del poder, en forma de rutinas prácticas y a menudo no
políticas o como imposiciones violentas. Ello requiere que un estudio muestre cómo el
estado intenta hacerse a sí mismo real y tangible a través de símbolos, textos e iconografía,
pero también que otro se mueva más allá de la prosa, categorías y perspectivas propias del
estado y estudie cómo éste aparece en formas cotidianas y localizadas: en pocas palabras,
estudiar el estado, o los discursos del estado, en “el campo” en el sentido de los sitios
etnográficos localizado, ya sea “dentro” o “fuera” de los evanescentes límites entre la
sociedad y el estado que suelen desmoronarse al ser sujeto de escrutinio empírico.

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Lenguajes de la condición de Estado
En un reciente artículo sobre el carácter del estado moderno, Pierre Bourdieu esboza en su
estilo inimitable que el problema de estudiar el estado es el de escapar del “pensamiento de
estado”: “Para tener una oportunidad de pensar verdaderamente un estado que todavía se
piensa a sí mismo a través de quienes intentan pensarlo, es entonces imperativo someter a
un cuestionamiento radical todos los presupuestos inscritos en la realidad que ha de ser
pensada y en el pensamiento mismo del analista” (1999:55). Bourdieu comenta con ironía
que dada la facilidad con la que las “problemáticas sociales” –como se les diagnostica
desde el punto de vista de los estados que dicen representar a la sociedad y a bien común-
son tomadas bajo el control de las ciencias sociales, recibiendo así el sello de pensamiento
casi independiente, es posible que los científicos sociales estén mal equipados para
enfrentar su tarea.
Bourdieu expande la formulación clásica de Weber y caracteriza la formación del
estado moderno como un proceso de concentración por el cual “eso”, la x que es el estado,
adquiere un monopolio de violencia física y simbólica sobre un territorio y su población.
El estado condensa cuatro tipos de “capital”: la violencia, el capital económico (los
impuestos y las regulaciones), el capital informativo (los pensa de estudio, la validación del
conocimiento, etc.), y el capital simbólico (el discurso jurídico, la nominación, la
validación, etc.). Juntos, argumenta Bourdieu, constituyen el capital étatique, el capital del
estado, la (meta) autoridad que valida o invalida otras formas de autoridad, es decir, el
poder tener la última palabra en un territorio, emitir los juicios finales (1999:67). Para
mantener esta posición suprema como cúspide de la sociedad, cada campo institucional que
se ve a sí mismo como parte del estado debe ingeniar elaborados ritos institucionales,
esquemas de clasificación, jerarquías de competencia, logros y honores para retener un
orden y una distancia entre sí mismo y la “sociedad” así como entre las demás partes del
estado. La preocupación de Bourdieu no es tanto sobre si el estado gobierna o no, sino
sobre cómo la autoridad específica del estado, su condición de estado y su localización
hegemónica al centro de la sociedad es (re) producida a través de símbolos y rituales.
Aunque el bosquejo que hace Bourdieu de los registros simbólicos del estado no
reconoce la forma en que él mismo refleja el étatisme Francés, si nos recuerda de forma
más bien útil que las formas disciplinarias del poder del estado están constantemente

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embarcadas en la reproducción perpetua del estado, sus instituciones, sus jerarquías, sus
propios idiomas y formas de identidad producidas y sancionadas por sus procedimientos.
El estado no sólo lucha por ser un estado para sus ciudadanos-súbditos, también lucha por
ser un estado para sí mismo y se espera de él por parte de la población, los políticos y los
burócratas que emplee un lenguaje “adecuado” de condición de estado en sus prácticas y
gestos simbólicos.
Conforme tratamos de entender cómo son imaginados y diseñados los estados
contemporáneos de Africa y Asia, sin darnos cuenta retrocedemos en el desarrollo histórico
de formas modernas de gobernanza y soberanía en Europa Occidental. Ante los ojos de
políticos, rebeldes, planificadores y científicos sociales, la historia de la formación de los
estados europeos continúa proporcionando poderosas imágenes de lo que un estado
correcto debe ser. Como sugiere Crawford Young, “Tanto el colonialismo como la
resistencia a este produjeron la difusión de una noción de condición de estado cuyo linaje
yace en el núcleo de Europa” (1994:16) De ahí que sea importante to come to grips con las
especificidades históricas y las contingencias que dieron forma a esa experiencia histórica,
como lo señala Mitchell Dean en su discusión del trabajo de Foucault sobre soberanía y
biopolítica en este volumen.
En lugar de ver la formación del estado en el mundo poscolonial como una
imitación imperfecta de una forma occidental madura, debemos desagregar e historicizar
cómo la idea del estado moderno se universalizó, y cómo las formas modernas de
gobernanza han proliferado por todo el mundo. En vez de hablar sobre el estado como una
entidad que siempre/ya consistía de ciertas características, funciones y formas de
gobernanza, acerquémonos a cada estado actual como una configuración históricamente
específica de una gama de lenguajes de condición de estado, algunas prácticas, otras
simbólicas y de desempeño, que han sido diseminadas, traducidas, interpretadas y
combinadas de muy variadas formas y secuencias por todo el planeta.
Sin tratar de ser exhaustivos, diferenciamos aquí tres lenguajes prácticos de
gobernanza y tres lenguajes simbólicos de autoridad como particularmente relevantes para
una etnografía del estado. Los primeros son (1) la afirmación de la soberanía territorial
mediante la monopolización de la violencia a través de fuerzas militares y policiales
visibles y permanentes; (2) la recolección y control de conocimientos sobre la población –

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su tamaño, ocupaciones, producción y bienestar- de este territorio; y (3) la generación de
recursos y aseguramiento de la reproducción y bienestar de la población: en breve, el
desarrollo y administración de la “economía nacional.”
Estos lenguajes de gobernanza, siempre respaldados por técnicas generadoras de
conocimiento, han sido históricamente diseminadas, intercambiadas y trasplantadas a nivel
global, incluyendo al mundo no occidental. Como sabemos, este h sido un intercambio
altamente desigual de tecnología, que fluye principalmente de los poderes coloniales a las
colonias, y más adelante del llamado mundo desarrollado –capitalista y socialista- a los
llamados países subdesarrollados. Hoy, las ONGs y las agencias internacionales de
desarrollo han emergido como grandes transmisores de nuevas tecnologías administrativas
en el campo del desarrollo. Esta transferencia e intercambio de tecnología ha involucrado
la exportación de una gama de técnicas: cómo montar logísticas militares y de servicios
secretos, modelos presupuestarios y sistemas fiscales, paquetes enteros de gobernanza
biopolítica de “alta intensidad” tales como sistemas de alta tecnología que vigilan la
deforestación, proyectos de desarrollo local participativo que empoderan a las mujeres, y la
estructura y procedimientos adoptados por comisiones que tratan de producir la verdad
sobre regímenes o atrocidades del pasado.
Esta forma mayor y más imprecisa de imaginar el estado como una expresión de
soberanía y autoridad territorial efectiva capaz de proteger y nutrir a la población y a la
economía se convirtió a partir de la década de 1940 en la forma global dominante de
comunidad política. Expresado en los programas y retóricas de los movimientos
nacionalistas en el mundo colonial y poscolonial, autorizado por la carta de la ONU, por los
principios del Movimiento No Alineado y por incontables documentos más, el estado-
nación es (o debería ser) una representación legítima de la voluntad e intereses de los
ciudadanos. La producción de estados no sólo como lógica de gobernanza sino como
centros de poder autoritario por lo general se ha dado a través del uso de tres lenguajes
simbólicos de autoridad: (1) la institucionalización de la ley y los discursos legales como el
lenguaje autoritario del estado y el medio a través del cual el estado adquiere presencia
discursiva y autoridad para autorizar; (2) la materialización del estado en series de signos y
rituales permanentes: construcciones, monumentos, letterheads, uniformes, signos viales,
vallas; y (3) la nacionalización del territorio y las instituciones del estado a través de la

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inscripción de una historia y de una comunidad compartida sobre paisajes y prácticas
culturales.
Los primeros tres son lenguajes técnicos, los aspectos foucauldianos, podría decirse,
de la gobernanza práctica, la disciplina y la gobernanza biopolítica productiva; los últimos
tres son lenguajes simbólicos cuyo objetivo es reproducir la imaginación del estado como
ese centro específico de autoridad de una sociedad en principio capaz de emitir lo que
Bourdieu llama los “juicios finales.” Ninguno de estos lenguajes va necesariamente junto
con ninguno de los otros, ni se presuponen entre sí; cada uno tiene trayectorias, significados
y grados de sofisticación históricos diferentes según cada caso y localidad. Lo esencial, sin
embargo, es que un estado existe sólo cuando estos “lenguajes” de gobernanza y autoridad
se combinan y coexisten de una u otra manera. El paso decisivo en la invención del estado-
nación moderno se dio exactamente cuando al estado soberano se le confiaron las
crecientes tareas de administrar el bienestar social y económico de su población, proteger,
reproducir y educar a sus ciudadanos, representar a la nación, su historia y su(s) cultura(s),
y reproducir las fronteras e instituciones que permitieran a la comunidad política ser
reconocida por otros estados como un estado en regla. Entonces, explorar el estado a
través de etnografías plantea la pregunta de los límites del gobierno: ¿Dónde principia el
estado y dónde termina? ¿Cuál es la especificidad de un estado en tanto opuesto a otras
formas de autoridad y gobernanza que existen junto a él –en comunidades, dentro de
empresas, en localidades y en familias? Las prácticas estándar de gobierno en general no se
consideran como parte de la esfera política. Podrían ser acciones rutinarias de gobierno
como levantado de censos, programas primarios de salud, construcción de carreteras,
programas de alfabetización –todas ellas prácticas de rutina realizadas por empleados
gubernamentales inconspicuo. El hecho de que estas rutinas sean consideradas fuera del
dominio de la contención política y sus lenguajes variables, sin embargo, es importante.
¿De qué formas habla y actúa la gente sobre estas formas de prácticas de gobierno? ¿A
través de qué géneros circulan las narrativas y conocimientos del estado o del gobierno?
¿Cómo se relacionan estos géneros con idiomas más elaborados de contención política con
el estilo en el que se imaginan el estado y la autoridad gubernamental? Estas son algunas
de las preguntas que sugerimos, podrían ser preguntadas y exploradas de nuevo. Como lo
demuestran las diversas contribuciones de este volumen, la condición de estado no brota

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sencillamente de estrategias oficiales, o “estatales” de gobierno y representación. Las
atribuciones de la condición de estado en diversas formas de autoridad también emergen de
luchas políticas intensas y a menudo localizadas, por los recursos, el reconocimiento, la
inclusión y la influencia. Mientras que algunas formas de intervención estatal pueden ser
rechazadas y resistidas, otras formas más igualitarias de gobernanza, o formas más
benignas de autoridad, podrían al mismo tiempo ser intensamente deseadas y solicitadas.
En otras palabras, las formas cotidianas de poder estatal siempre son difundidas con y
mediadas por la política: la oposición a la autoridad, el desafío abierto y los intentos de
desviar o privatizar los recursos.
La centralidad del estado en virtualmente todas las nociones modernas de sociedad
significa entonces que la exploración de formas de estado, condición de estado y gobierno
inadvertidamente atraviesan un terreno profundamente normativo. El estado y gobernanza
modernos no son algo a lo que uno puede oponerse o apoyar como tales, por la sencilla
razón que no podemos escapar de ellos. Uno puede y debe criticar formas específicas de
gobernanza, instituciones indeseables y prácticas estatales opresivas, y muchos de quienes
han contribuido a este volumen así lo hacen. Estas críticas no llevan implícita una visión
de ausencia de gobierno o de estado como tales, sino más bien la posibilidad de otras
formas más humanas y democráticas de gobernanza. Aunque no ignoramos que el poder
del estado contiene el potencial de una brutalidad sin precedentes en nombre de una
escalofriante utopía deshumanizada y cientisista, como lo demostró Scott (1998), abogamos
por un estudio del estado más disgregado y menos esencializante poniendo en primer plano
las nociones locales, épicas y vernáculas de gobernanza, autoridad estatal y resistencia al
poder del estado. En vez de deplorar la crisis o incluso el colapso de los estados
poscoloniales en términos de las repercusiones para la estabilidad regional (ver, e.g.,
Zartman 1994) hallamos más pertinente explorar las ideas locales e históricas de
normalidad, orden, autoridad inteligible y otros lenguajes de la condición de estado. La
recurrencia constante de la noción de condición de estado como garantía de orden y vida
ordinaria, mostrada por varios de los que contribuyen a este volumen en varias partes del
mundo, no es entonces una barrera para una interacción crítica con el fenómeno del estado,
sino su condición más fundamental.

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Las contribuciones en este libro están organizadas de acuerdo a las tres dimensiones
del estado que hemos bosquejado antes: primero, como tecnologías de gobernanza que se
encuentran en forma de clasificaciones, formularios por rellenar, reglas por obedecer,
epistemologías por aprender, etc.; segundo, representaciones simbólicas del estado como
locus y árbitro de justicia y como símbolo de una sociedad mayor; tercero, las invocaciones
del estado como juego de instituciones que pueden reconocer, adjudicar y autorizar, es
decir, investir con su autoridad y dar legitimidad legal a ciertos representantes, formas de
comunidad, símbolos públicos, y también convertirse en lógicas de resistencia y oposición.
En lo que queda de esta introducción desempacamos estos aspectos del estado y la política
y elaboramos un poco sobre cada una de las contribuciones de este volumen los alimenta.

Colonialismo, Modernidad y Gobernanza


Este volumen surge de la interacción con una gama de experiencias poscoloniales de
gobierno, autoridad y nociones de derechos en Africa, Asia y Latinoamérica. La cuestión
central, por supuesto, es hasta que medida estas experiencias pueden ser entendidas e
interpretadas mediante lentes teóricos que dependen fuertemente de la trayectoria histórica
de la formación del estado en Europa Occidental. Como sugerimos más arriba, la respuesta
más productiva a esta pregunta es, según nuestro punto de vista, abandonar las nociones
totalizantes y culturalistas de ciertas formas perdurables de estado “oriental”, “africano,” u
“occidental” y en lugar de ello disgregar y rastrear la forma en la que diversos lenguajes de
la condición de estado, no necesariamente todos puramente occidentales en su origen, han
sido extendidos, combinados y vernacularizados en diversas partes del mundo.
A la vez, también es pertinente recordar que la imaginación occidental del estado,
no importa cuan atravesada esté por mitos y ficción histórica, sigue siendo la idea más
poderosa globalmente de orden político en el siglo veinte, institucionalizada en el sistema
estatal internacional luego de 1945. El presupuesto más central que subyace en este
sistema es que en principio, todos los estados son, o serán a la larga, similares, o por lo
menos mutuamente inteligibles en sus estructuras y en las racionalidades que gobiernan sus
acciones. Semejante comprensión ahistórica del estado fue abrazada con ansias por las
elites políticas nacionalistas en el mundo poscolonial, ansiosas por transformar sus estados
en estados-nación “normales”. Esta tarea entrañaba, entre otras cosas, que el estado era

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representado efectivamente por sus ciudadanos y comunidades y que se manifestaba a sí
mismo efecivamente en su territorio. Como señala Sarah Radcliffe en su trabajo sobre
Ecuador, muchos estados se acercaron a esta tarea a través de la producción sistemática de
una imaginación geográfica. Mediante elaboradas cartografías y educación, el espacio del
estado fue domesticado como el lugar adecuado de la nación. Esta fue la matriz espacial
dentro de la que las comunidades locales podían ser de esta forma inscrita, fijadas y
evaluadas.
Otras intervenciones importantes que buscaban producir estados “normales” fueron
las efectuadas por las agencias de desarrollo, los donantes internacionales y el impulso de la
teoría del desarrollo, todos los cuales apoyaban la visión del estado como un “agente de
modernización”, una isla de modernidad y racionalidad, parte del llamado sector moderno,
y así. Esta concepción obviamente no tomaba en cuenta el hecho de que la mayoría de
administraciones coloniales estaban diseñadas para ejercitar formas de gobernanza y
control de poblaciones y territorios que a menudo eran crudamente extractivas y de grano
mucho menos fino y menos intensivas que en sus patrias europeas. Como lo ha señalado
con fuerza Mahmood Mamdani (1996a) en el contexto de Africa, la administración colonial
a menudo confiaba mucho en el gobierno indirecto, en un tipo de brutalidad al azar y en
locales notables a los que se les confiaban muchos detalles de la gobernanza y la
recolección de impuestos. Conforme las administraciones coloniales se iban convirtiendo
en la columna vertebral de los nuevos estados-nación poscoloniales, su excesiva
centralización y bifurcación en segmentos rurales y urbanos, sus hábitos de gobernanza
sumaria a distancia, su falta de judicaturas independientes y las ásperas técnicas empleadas
para controlar a la mayoría de sus habitantes fueron súbitamente diagnosticados como
fallos del desarrollo, como falta de modernidad, como “estados débiles.”
Al reflexionar sobre los estados “fallidos” del mundo no occidental, Samuel
Huntington abre su controversial libro con la frase “La distinción más importante entre los
países no es la que tiene que ver con su forma de gobierno sino con el grado de su
gobierno” (1968:I). En este texto, Huntington reconoce la capacidad de los movimientos
comunistas de transformar los estados en vehículos efectivos de gobernanza, y ha
recomendado, de manera infame, que el mundo occidental debería darse cuenta que los
estados gobernados por los llamados regímenes pretorianos tienen más probabilidades de

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generar orden, instituciones estables y crecimiento económico que los regímenes
democráticos que tienen probabilidades de ser sobrepasados y desestabilizados por la
sobrecarga de expectativas que generan en una amplia gama de grupos de interés.
Huntington quedó fascinado por la habilidad de los gobiernos fuertes de “normalizar” los
aparatos de estado de las sociedades en desarrollo, es decir, de disciplinarlas, extenderlas,
hacerlas capaces de tener una penetración efectiva de relaciones sociales y económicas que
permanezca por siempre.
Sin embargo, convertir al estado en un actor autónomo capaz de efectuar rápidas
reformas sociales fue una agenda y un deseo compartidos ampliamente a todo lo largo del
espectro político, tanto dentro como fuera del mundo poscolonial. Los regímenes radicales
de Africa, Asia y Medio Oriente tomaron el poder prometiendo una rápida modernización y
una estricta disciplina social, mezclando a menudo elementos de planificación soviética,
militarización y nociones de modernidad secular tomadas de Atatürk y Nasser. En
Latinoamérica los sueños de usar el estado, y a veces el ejército, como una fuerza rápida y
penetrante para el desarrollo, la modernidad y el reconocimiento fueron nutridos por
jóvenes radicales, burócratas y oficiales. En la floreciente industria del desarrollo, tenían
prominencia ideas similares de transformación a través de una gobernanza más fuerte y
efectiva, que no buscaba tanto la grandeza y reconocimiento nacionales, sino que eran
impulsadas por el deseo de brindar desarrollo económico, estabilidad política y técnicas de
erradicación de la pobreza al mundo poscolonial. Buena parte de este deseo de desarrollo
se traducía en la despolitización de estos temas profundamente políticos de transformación
social y diseño institucional, los cuales eran puestos en manos de agencias de desarrollo y
expertos que los transformaban en diseños tecnocráticos y formas de gobernanza aún más
desarraigadas del reino de lo cotidiano, lo vernáculo y lo inteligible (Ferguson 1990).
Como sabemos ahora, muchos de estos intentos por fortalecer el estado se
convirtieron en regímenes autoritarios que promovieron los intereses de estrechas elites y,
en efecto, erosionaron la institucionalidad y autoridad del estado. La existencia de
estructuras oligárquicas de poder, la organización de intereses de clase arraigados y la
producción de nuevas elites burocráticas impulsadas por sus propios intereses fueron
obviamente puntos centrales de este desarrollo. Otro problema fue que la forma misma que
los aparatos empleaban para realizar esta gran transformación de las sociedades

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poscoloniales llevaba en sí la marca indeleble del diseño colonial, de la misma manera en
que el inventario de técnicas empleadas para estas tareas estaba empapado en nociones
coloniales de control, políticas y gobernanza sumaria de comunidades y no de ciudadanos.
Los estados coloniales, sin embargo, nunca fueron estados hechos y derechos.
Crawford Young (1994) nos lo recuerda. No tenían soberanía, ni autonomía, ni estaban
inmersos en la sociedad y permanecían como apéndices de poderosos complejos militares y
administrativos europeos. La naturaleza incompleta y anormal del estado colonial fue de
hecho una de las críticas centrales blandidas contra el dominio imperial por los
nacionalistas, desde los primeros “nacionalistas criollos” que giraban alrededor de Bolívar
hasta los fundadores del Congreso Nacional Indio y los nacionalistas de toda Africa.
Young argumenta que “el surgimiento de la política colonial como especie distintiva del
género del estado ocurre como un proceso que es paralelo al desarrollo del estado
moderno” (44). Esto significa, dice Young, que nuestras ideas de lo que un estado colonial
era, lo que hacía y lo que quería lograr deben ser historizadas y vistas en el contexto del
desarrollo más amplio de las tecnologías gubernamentales y de los imaginarios políticos en
su tiempo. Por ejemplo, habían enormes diferencias entre el imperio marítimo portugués
empeñado en el “imperativo fiscal” (52), el imperio español organizado alrededor de la
extensión del poder del rey y la autoridad de la iglesia hacia nuevos territorios, y las
austeras racionalidades mercantiles que gobernaron las primeras épocas de los imperios
británico y holandés. Fue apenas en el siglo diecinueve, nos recuerda Young, que los
poderes europeos iniciaron la construcción sistemática de instituciones específicas
orientadas a gobernar las poblaciones y territorios coloniales.
Un corolario de esta observación es que el colonialismo en Latinoamérica tuvo una
complexión completamente diferente del imperialismo floreciente que golpeó el continente
africano durante la década de los 1880s. Los estados de Latinoamérica difícilmente pueden
ser considerados estados poscoloniales en el mismo sentido de su contraparte de Africa.
Las racionalidades que gobiernan las prácticas de estado en Latinoamérica se desarrollaron
junto a las de Europa y Norteamérica, aunque en una relación mimética, como ha señalad
Michael Taussig (1997). Para Taussig, los esfuerzos por crear ilusiones de estados en regla
en el “por ahí europeo” permanecen travésticos, atravesados por utopías y por un celo (a
menudo absurdo) ante una historia colonial que se rehusa a sostener cualquier narrativa de

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autoridad autóctona (57-61). El deseo de modernizar, el ansioso abrazo al cientismo y la
gobernanza racional entre elites nacionales y locales en grandes partes de Latinoamérica
fueron impulsados por la circulación de los lenguajes de la condición de estado antes
mencionados, es decir, nuevas técnicas de control y conocimiento a través de los que las
sociedades, comunidades y seres podían ser mejorados, gobernados y apreciados. La
contribución de David Nugent a este volumen presenta una llamativa ilustración de cómo el
deseo por volverse modernos fue también una poderosa fuerza impulsora para la
movilización política en el Perú durante la primera mitad del siglo veinte. En un contexto
diferente aunque relacionado, Tim Mitchell (1988) ha mostrado cómo el Egipto del siglo
diecinueve fue (auto) colonizado sin que hubiera un colonialismo abierto a través de la
internalización de los géneros científicos del conocimiento, los métodos modernos de
administración y vigilancia y los estilos de auto objetivación cultural mediante registros
europeos hechos por intelectuales y administradores egipcios.
Pero la factibilidad de las tecnologías gubernamentales siempre se vio constreñida
por la localización de un estado dentro de la economía internacional mayor y por los
recursos y rentas a su disposición en la economía doméstica. Como nos recuerda Fernando
Coronil en su estudio sobre la formación de la economía petrolera venezolana, “en
sociedades capitalistas, el poder sobre las personas descansa en las manos del estado,
mientras que el poder sobre los recursos descansa en manos del capital” (1997:64). Con
fuerza, su estudio demuestra cómo el estado venezolano moderno fue reestructurado y re-
imaginado conforme el país emergía como uno de los principales productores de petróleo
del mundo, pero también como un cautivo de la economía global mayor, completamente
dependiente de tecnologías extranjeras y de los precios mundiales del petróleo. No sólo las
políticas extranjeras fueron reconfiguradas alrededor de este abundante recurso, sino que el
petróleo fue introducido en la imaginación política dominante conforme Venezuela era
reconstruida como una “nación petrolera” moderna: la unidad de un cuerpo natural (s-
petróleo) y el cuerpo colectivo sin tiempo del pueblo, la nación (67-117).
Son estas formas de gobernanza que en realidad existen y las trayectorias de
instituciones y representaciones del estado en diversas partes del mundo poscolonial las que
este volumen explora. En él, tratamos de evitar los prefijos negativos acostumbrados
(débil, desorganizado, incoherente, ilegítimo, desinstitucionalizado, etc.) que aún enmarcan

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las problemáticas y los acertijos que están por resolverse en la mayor parte de literatura de
ciencia política y estudios de desarrollo sobre el estado poscolonial. Una de las avenidas
más promisorias para salir de este punto muerto es disgregar el estado en la multitud de
operaciones, procedimientos y representaciones discretas en que se presenta en la vida
cotidiana de la gente ordinaria. Al tratar al estado como una unión dispersa de prácticas
institucionales y técnicas de gobernanza también podemos producir múltiples sitios
etnográficos desde los que estudiar y comprender al estado en términos de sus efectos, así
como en términos de los procesos que moldean las rutinas burocráticas y el diseño de
políticas.

Estado, Violencia y Justicia: Entre los Imaginarios y el Aparato


Por analíticamente útil que resulte desnaturalizar al estado e ir más allá de la propia prosa y
problemáticas de orden social y desarrollo de éste, no debemos olvidar que la noción de
estado probablemente sigue siendo el lente más poderoso a través del que la sociedad, la
nación y hasta la ubicua pero elusiva noción de “la economía” son imaginadas. El estado
moderno es más que un juego de racionalidades o formas institucionales. También ha
adquirido dimensiones mitológicas vitales que le brindan a su autoridad un peso y un aura
histórica. El “mito del estado” que Ernst Cassirer (1946) veía como un producto maligno
de las ideologías fascista y organicista es, argumentaríamos, absolutamente crucial para la
organización y experiencia de coherencia y orden de las sociedades modernas en la mayor
parte del mundo. Toda la idea de legitimidad política, de la diferencia entre el poder puro y
la autoridad, la idea de que “la Ley” es algo que está por encima de las contingencias de la
vida cotidiana y que encarna cierta justicia colectiva, el discurso crucial de los derechos
como algo que una vez definido y autorizado se vuelve inexpugnable e inalienable: todo
esto depende del mito perpetuado de la coherencia del estado y de su habilidad de estar
“por encima de la sociedad,” as it were.
Desde que Hobbes teorizó sobre el estado absolutista, las nociones europeas del
poder político y el estado han sido sin duda crudamente reduccionista. Parafraseando a
Hobbes: “Los pactos sin espadas no son más que palabras,” y en la base del estado, del
poder, de la legitimidad lo que hallamos, pura y simplemente, es violencia. Según esta
visión, la pompa real, los rituales estatales y la formación ideológica moderna sirven

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esencialmente para borrar y ocluir esta violencia fundacional que es el origen de un estado.
Clifford Geertz llamó a esto “la gran simplicidad que permanece más allá de toda
sofisticación...la política, al fin y al cabo, se trata de ser el amo: Mujeres y Caballos, Poder
y Guerra” (1980:134). Esto, argumenta Geertz, ha llevado a una lamentable ceguera ante la
importancia de los símbolos e ideas de derecho propio sobre el arte del estado y el poder
del estado. Geertz rescata la importancia de éstos últimos en su estudio del estado teatral
clásico de Bali, el negara, una organización política cuya base de soberanía era su
condición de “centro ejemplar –un microcosmos de orden sobrenatural.” La pompa, el
ritual y el espectáculo no eran artilugios para representar al estado ni ocultar su naturaleza
violenta: constituían el núcleo del estado que se basaba sobre la “idea controladora de que
si al brindar un modelo...una imagen intachable de existencia civilizada, la corte moldea el
mundo a su alrededor” (13). Los dramas de esa organización política no eran ni mentiras ni
ilusiones, concluye Geertz: “Eran lo que había” (136).
El negara debería recordarnos que hay lenguajes de la condición de estado aparte de
aquellos inventados en Europa en los últimos dos siglos, pero también que la racionalidad
de la intención, el propósito y la acción imputados a menudo a los estados modernos –por
los analistas al igual que por los ciudadanos-sujetos- tienden a obstruir la importante
dimensión mítica del estado moderno. Tal vez es la idea misma de las acciones del estado
como algo guiado por una inteligencia abstracta, omnisciente y racional -celebrada y
vilipendiada incesantemente en novelas y películas sobre espías y agencias de inteligencia-
lo que constituye el núcleo mismo del mito del estado moderno.
La extendida idea del estado como una cosa ciertamente está en contradicción con
las tendencias básicas sobre cómo se desarrolla un estado. Conforme las formas modernas
de gubernamentalidad penetran y moldean la vida humana de formas sin precedentes, las
prácticas y sitios de la gobernanza también se han vuelto más dispersas, diversificadas y
llenas de inconsistencias y contradicciones internas. Esto no ha debilitado necesariamente
al estado en términos de la capacidad de las políticas y diseños para crear efectos sociales.
La fuerza del estado moderno parece, por el contrario, estar en su dispersión y ubicuidad.
Los estados modernos de Europa occidental, por ejemplo, son hoy en día más diversos, más
imprecisos en sus límites frente a otras formas de organización, más privatizados o
semiprivatizados que nunca, más integrados en estructuras supranacionales y sin embargo

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aparentemente más fuertes que nunca. El nuevo papel del estado, argumenta Helmut Wilke
(1992), es supervisar la gobernanza que realizan organizaciones semiprivadas, autoridades
locales, cuerpos de auto gobierno de todo tipo, ONGs y así, más que realmente gobernar en
sí.
Los intentos neoliberales por reestructurar y podar los aparatos de los estados
poscoloniales, diseñados originalmente para “gobernanzas de baja intensidad,” a lo largo de
líneas similares, sin embargo, rara vez han producido una flexibilidad y capacidad
aumentada similares. La organización predominante de la gobernanza poscolonial como
“políticas de comando” han querido decir que la delegación de poderes prescrita por el FMI
a nivel local del estado han producido con mayor frecuencia hondas fragmentaciones, falta
de coordinación y debilitamiento de la noción del estado como garante del orden social. En
el caso de poblaciones sujeto o ciudadanos, la experiencia del estado, en muchos casos (e.g.
en el mundo poscomunista) ha cambiado de un atemorizante laberinto kafkiano de poder
impersonal a la brutalidad al azar de un estado parcelado en feudos menores gobernados
por burócratas y funcionarios policíacos locales. En los casos más extremos de colapso del
estado, como se vio en Africa central y occidental durante la década de los 1990s, la
administración del estado deja de ser un factor de la vida cotidiana, la cual es lanzada de
vuelta a un estado casi hobbesiano en el que el ejército puede llegar a emerger como la base
final de la legitimidad. Aún entonces, en medio del caos y el derramamiento de sangre,
algunos señores de la guerra intentan crear zonas de estabilidad y alzar algo parecido a un
estado: impuestos en vez de saqueos desordenados, dispensa de “justicia” a través de
rituales parecidos a tribunales en vez de ejecuciones inmediatas, control del territorio y, en
algunos caos, llamados a los sujetos en nombre de una comunidad o destino compartidos.
Hay pocas dudas sobre si una mitología de la coherencia, conocimiento y
racionalidades del estado (ideal) existe, se nutre y empodera a otras prácticas de otro modo
ampliamente discrepantes. Este mito es cuidadosamente cultivado dentro de la burocracia
y entre figuras políticas como el propio mito que el estado tiene de sí mismo, y es
constantemente interpretado a través de grandiosos espectáculos, arquitectura, jerarquías de
rango, sistemas de etiqueta y procedimientos estatales dentro del vasto espacio de la
burocracia. Pero, ¿realmente logran estos elaborados rituales de estado crear o reproducir
una metodología estatal que sea lo suficientemente coherente como para que el estado se

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imponga a la población con una autoridad efectiva? ¿O sirven estos espectáculos y rituales
del estado más para el consumo interno de burócratas, recepcionistas, contadores,
oficinistas- un recordatorio diario y rutinario de la importancia del poder del estado que en
realidad sirve para fortalecer el sentido de una condición de estado unificada compuesta por
formas dispersas de gobierno?
Partiendo de los ideas de Foucault sobre la reorganización específicamente moderna
del espacio y el tiempo en disciplinas y formas de vigilancia rutinizadas, repetitivas e
internalizadas, Mitchell (1999) argumenta que la “aparición de estructuras” en la base de
estas micro operaciones parece ser una de las características más fundamentales de la
modernidad en general y la característica preeminente del “efecto de estado” que la
guberamentalidad moderna produce. El estado es la “abstracción de las prácticas políticas”,
análogo a la manera en que el capital es la abstracción que aparece a partir del trabajo:
“Debemos analizar al estado...no como una estructura real, sino como un efecto poderoso y
aparentemente metafísico de las prácticas” (89). Las prácticas múltiples involucradas en la
elaboración de políticas y en el control de límites territoriales es eso que crea el estado
nación como efecto, de la misma manera en que la tecnicalidad del proceso legal es lo que
(re) produce la noción de la Ley.
La pregunta es cómo pueden estas ideas recibir sustancia y diferencialidad histórica
y cómo podemos crear sitios etnográficos desde los cuales poder estudiar estas
“abstracciones del estado”. Un tipo de estudio obvio, si bien poco desarrollado, es el de la
burocracia en sí misma: sus rutinas, su personal y la cultura interna, gestos y códigos de
este, su modo de producir en la realidad autoridad y efectos mediante la elaboración de
documentos, el uso de géneros lingüísticos, etc.: en breve, una antropología del proceso
político que lo observe como ritual y como producción de significado y no que productor
de políticas efectivas per se. El trabajo de Michael Herzfeld (1992) sobre los registros
simbólicos desarrollados por la burocracia occidental ha producido un valioso campo
conceptual para dichos estudios, pero no ha sido seguido por trabajos etnográficos extensos
que puedan demostrar su relevancia más amplia. El propio texto de Herzfeld logra producir
apenas breves, aunque muy interesantes, ilustraciones etnográficas de las imbricaciones de
las categorías e idiomas burocráticos y cotidianidad, principalmente……

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Faltan páginas 18 y 19

…………el modo específico de poder poscolonial que se nutre de cierta medida de


complicidad y participación de sectores más amplios de la población a través del placer. A
diferencia de la atroz tortura y ejecución de Damiens por regicidio que Foucault hizo
famosas en las primeras páginas de Discipline and Punish, la ejecución de Camerún fue
organizada más como un teatro que celebraba el esplendor del estado. Para Mbembe, el
carácter grotesco (e ineficiente) del poder en el mundo poscolonial queda revelado en su
falta de seriedad, su indulgencia, su naturaleza obscena y teatral y el éxito con el que
involucra a la población en “imitaciones baratas de poder para reproducir su epistemología”
(1992:29).
Recientemente, Taussig también ha explorado la forma en la que la idea del estado
es convertida en fetiche a través de una gama de transacciones y espectáculos mágicos,
desde posesiones de espíritus hasta libros de texto y monumentos oficiales, en un país
latinoamericano. A semejanza del trabajo de Mbembe, un sentido de lo absurdo y o
surrealista difunde las representaciones del poder que giran sin cesar alrededor de historias
e imágenes del “Libertador” (Bolívar), su corte, su general negro Páez, elevado
posteriormente a la categoría de El Negro Primero, una figura con una connotación de
primitivismo y poder viril de los llanos, a la vez despreciado y deseado por las elites
urbanas (Taussig 1997: 94-95); la muerte de Bolívar, su segundo funeral en tierras
sudamericanas como momento fundador del estado, y los rumores de que su corazón había
sido extraído “para vivir en cada sudamericano” (104). La historia sobre cómo en 1974 un
comandante de las guerrillas del M-19, Alvaro Fayad, robó la espada del Libertador, el gran
fetiche del estado, es especialmente arresting. Al principio, las guerrillas comunistas se
mostraban indiferentes a tales símbolos, pero una vez en su poder, ellos también
fetichizaron la “cosa” envuelta en múltiples capas de tela y plástico de modo que
literalmente creció y creció hasta alcanzar tal tamaño ¡que se atoró en la cajuela de un carro
y se le debió atar una pequeña bandera roja mientras circulaban entre el tráfico! Esta
“cosa” estatal desapareció, y cuentan los rumores que le fue obsequiada a Castro (190-195).

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El punto de Taussig se acerca al de Mbembe: el poder del estado es fetichizado a través de
demostraciones y espectáculos pero se vuelve efectivo como autoridad sólo porque invade,
y es apropiado por, epistemologías cotidianas del poder, de lo mágico, lo espiritual y lo
extraordinario.
En su trabajo sobre el papel que jugaron los mediums espiritistas durante la guerra
de guerrillas en Zimbabwe, David Lan (1985) también señala el papel crucial de dichos
mediums, los mhondoros, a la hora de legitimar la lucha de la Unión Nacional Africana de
Zimbabwe (ZANU-PF) en lo que llegó a conocerse como “la segunda Chimurenga,” la
segunda guerra de liberación. Lan muestra cómo los mediums espiritistas, al estar en
contacto con los espíritus ancestrales, trasladaron gradualmente su lealtad al movimiento de
liberación, lo que tuvo un efecto decisivo en el curso de la guerra. Al anunciarse la
independencia en la recién bautizada Corporación de Telecomunicaciones de Zimbabwe, el
anuncio fue seguido por una canción de ZANU que celebraba el espíritu de la abuela
Nehanda, que estuvo en la primera Chimurenga (en 1896) y también en la segunda (217-
18). En los meses y años siguientes, esta “nacionalización de los mhondoros” prosiguió, y
la imagen de Nehanda siempre fue colocada por encima de la de Mugabe en los actos
oficiales. Parece ser que más adelante algunos de los mediums espiritistas volvieron a
retirarle su lealtad al partido de gobierno, pero en un sentido la nacionalización se completó
cuando el nuevo estado autorizó que los miembros de la asociación de curanderos
tradicionales ejercieran como doctores, y cuando los mediums espiritistas recibieron una
licencia especia bajo esta asociación, así como el derecho de usar las letras “SM” (¡!) en sus
anuncios y comunicaciones oficiales (219-20).
Este y otros trabajos han abierto un campo que se acerca a la construcción del
estado en la vida cotidiana aunque permanecen dentro de las áreas de la investigación
antropológica: la magia, los espíritus, el cuerpo. Varias de las contribuciones en este
volumen tratan de acercarse a formas más rutinizadas y menos dramáticas de teorías
populares del estado y la autoridad política. El análisis de Fiona Wilson en este volumen
sobre la narrativa de un maestro de escuela rural en Perú demuestra de forma más bien
notable cómo las nociones de cómo-debe-ser la nación adecuada, de la modernidad, del
campesino peruano ideal existen de formas que están separadas de muchas maneras del
estado que en realidad existe en el área. Oskar Verkaaik también ilustra la pertinencia de

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los rumores de inteligencia, los informantes y la supuesta “captura” del estado por
conspiraciones étnicas en el Pakistán contemporáneo.
Sin embargo, en muchos casos el mito del estado en realidad está sustentado por las
prácticas más bien mundanas de la autorización y el reconocimiento realizados por el
estado: los actos de autorizar matrimonios y registrar muertes y nacimientos, el
reconocimiento de diputaciones o representantes de comunidades o intereses como algo
legítimo y razonable y por lo tanto con derecho a ser consultado en asuntos políticos, la
certificación por el estado de instituciones, profesiones, exámenes, estándares, etc. Tales
prácticas reproducen el mito del estado al implantarlo literalmente en las vidas de la gente,
en forma de reverenciados documentos cuidadosamente guardados u orgullosamente
mostrados en las paredes, como sellos, permisos, títulos de los que fluyen ciertos derechos,
estatus sociales y respeto. El mantenimiento de una cierta imagen del estado como
reverenciado objeto de respeto y autoridad a menudo es vital para el estatus, forma de vida
e identidad de millones de personas. En ninguna parte está más patéticamente representada
la importancia y dependencia de las dimensiones mitológicas del estado que en las ásperas
caras de los ancianos rusos que exhiben con desesperación sus medallas y distinciones de la
era soviética con la vana esperanza de obtener un mínimo de respeto cuando reciben sus
pensiones, hoy en día reducidas a simples migajas. Muchas de las instituciones que
gobernaron la vida cotidiana de los ciudadanos soviéticos todavía están en su lugar y
muchas de las rutinas aún no han cambiado, pero el poder del mito del estado se ha
desvanecido.
En su meditada obra, Aletta Norval trata con otra instancia de la desaparición de un
tipo de estado, el estado sudafricano de apartheid, y el imaginativo intento de proporcionar
al nuevo orden, la Nueva Sudáfrica, con un nuevo historial nacional autorizado a través de
la narrativa construida con los resultados de la Comisión de la Verdad y reconciliación.
Esta es una historia del mal y el exorcismo de éste, de perdonar y sobreponerse pero
también, de manera crucial, es un intento por reducir un sentido más fundamental de
incapacidad de decidir y de esconder la imposibilidad de una reconciliación completa.

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Estado, Comunidad, Hegemonía y el Arte de la Política

Varias de las contribuciones de este volumen tratan sobre la relación entre el estado y “su
otro”, las identidades, prácticas y alianzas sociales “contra las cuales” se forman los
estados, usando la expresión de Corrigan y Sayer (1985:7). La noción de comunidad es
usada a menudo para retratar al otro del estado, ya sean comunidades locales, políticas,
religiosas o de otro tipo, que son imaginadas como localizadas fuera, pero en relación con,
el estado. Buena parte de la reciente discusión de la naturaleza y dinámica de esta relación
se basa en la noción de la hegemonía, planteando así la pregunta de cómo se constituyen las
formas no coercitivas de dominio y cómo las comunidades son puestas dentro del ámbito
del estado.
En particular, recordando la preocupación de Gramsci con las prácticas políticas y la
construcción de liderazgos intelectuales y morales, podríamos preguntar sobre la
importancia y dinámicas de la política, entendida como un campo social diferenciado en
relación con la constitución, negociación y cambio de las hegemonías centradas en el
estado. En otras palabras, ¿cómo controlan o transforman el estado los operadores políticos
en nombre de grupos sociales y económicos específicos?
En este volumen, la relación entre los políticos y el estado es explorada de dos
maneras diferentes. Varias de las contribuciones tratan con percepciones populares de la
política como algo que tiende a “contaminar” el estado, y del estado como algo que puede
ser “conquistado” o “capturado” a través de la política. En Karachi y Hyderabad, los
rumores retratan al estado Pakistaní como prisionero de los Punjabíes y alimentan el
sentido de desplazamiento y pérdida tan central para la identidad Muhajir, como lo muestra
Verkaaik. En su ensayo sobre investigación legal y formación de políticas en el Mumbai
contemporáneo, Thomas Bolm Hansen muestra cómo los funcionarios de la policía y los
trabajadores sociales comparten la convicción de que la “politización del estado” constituye
un obstáculo para la gobernanza efectiva y racional. Este diagnóstico de que la política
competitiva es la fuente misma de la decadencia, la corrupción y el debilitamiento del
estado es ampliamente compartido por burócratas, trabajadores de desarrollo, científicos
sociales, periodistas y ciertamente por millones de personas ordinarias en la India
contemporánea.

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Una manera diferente de explorar las relaciones entre la política y el estado se
encuentra en el contexto de los cambios políticos radicales cuando nuevos gobiernos
elaboran estrategias y políticas para reformas profundas del estado, representada en este
volumen por los ensayos sobre la transición sudafricana actual. Dentro de las ciencias
políticas este tema es discutido a menudo bajo la rúbrica de régimen o forma de régimen,
una de tres dimensiones de gobernanza: estado (la noción del estado como un conjunto de
estructuras legales y militares de permanencia considerable), gobierno (las estructuras
institucionales y procedimientos administrativos más amplios), y régimen (la organización
política y voluntad en el poder). Aunque este desempaque del término estado es necesario,
está claro que no es lo suficientemente radical como para permitir una exploración
etnográfica del estado y de las relaciones estado-comunidad.
Como lo indicara David Nugent (1994), el grueso de la literatura sobre las
relaciones entre estado y sociedad argumenta sobre la base de un modelo implícito que
plantea dos abstracciones, estado y comunidad, como dos entidades esenciales y
vinculadas, que se oponen entre sí. Una es vista como algo esencialmente coercitivo, en
expansión y transformación, y la otra como algo esencialmente conservador y que resiste
activamente a transformaciones impuestas. Ello, sin embargo, es sólo una de varias
posibles “coyunturas” de relaciones estado-comunidad. En el presente volumen, Nugent
mismo muestra cómo la imaginería de este tipo de oposición, en el caso de Chachapoyas,
Perú, es resultado de un proceso específico histórico de transformación de los años 1930s a
los 1980s. Durante la década de los 1930s, en el contexto de un régimen populista
emergente, la pequeña burguesía de Chachapoya estaba involucrada activamente en
producirse a sí misma como una comunidad de ciudadanos, a la vez que producía al estado
como un efectivo aparato de gobierno en la provincia. Pero a partir de finales de los 1960s
las relaciones se han deteriorado y la comunidad a desarrollado un “tradicionalismo”
antimoderno y antiestatista que retrata al estado como un ente externo e impositivo.
Finn Steputtat muestra cómo las poblaciones de las comunidades en la Guatemala
posconflicto participan de una extensión similar, no necesariamente coercitiva, de las
instituciones del estado. Envueltos en luchas por el liderazgo comunitario y el
reconocimiento colectivo, muchos habitantes de aldeas luchan por desarrollar sus hogares
para convertirlos en sitios formales de gobernanza similares a los urbanos, con servicios

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públicos, oficinas, parques y otros elementos que simbolicen el reconocimiento de
comunidades de ciudadanos. En el proceso, se establece una “comunidad local” como
entidad territorial y administrativa, una interfase entre el estado y la población. En este
sentido, el etiquetado e institucionalización de una aldea-comunidad trabaja como un tipo
de enmarcado de segmentos de la población (Mitchell 1988). La lucha por una
urbanización centrada en el estado, pero autónoma, alimenta las apropiaciones locales del
sistema de representación política y contribuye a la creación de un espacio de políticas
locales: las “políticas de aquí” en oposición a las (menos legítimas) “políticas de allí.”
Martijn van Beek nos ofrece un ejemplo diferente de relaciones entre estado y
comunidad, en las que la introducción de categorías burocráticas de inclusión evoca
prácticas de representación y pertenencia que van más allá de la dicotomía “o resistir o
cumplir.” Al analizar el proceso que conduce a la autonomía política de Ladakh en India,
van Beek muestra de manera convincente que la etnicización y la comunalización es el
precio para ser incluidos en las democracias liberales del mundo contemporáneo de
naciones. Al mismo tiempo, sin embargo, el temor colonial británico al “comunalismo” y
la posterior negación del mismo en la India han sido premisas de la forma específica de
representación política de los Ladakhi. Han sido reconocidos y se les ha concedido
autonomía en forma de ocho tribus diferentes. Tales categorías exclusiva riñen con el
desorden de las prácticas sociales de identificación en Ladakh, pero como el tribalismo y el
comunalismo son imágenes extremadamente poderosas en este contexto, la población
participa en disimulaciones cotidianas a fin de practicar la categoría exclusivista de la
inclusión política.
Contrario a la escuela de estudios subalternos, nuestro uso de la noción de
comunidad no es a priori; no se refiere a un depósito o espacio más o menos autónomo de
resistencia a las técnicas de dominación, homogenización y disciplina. A pesar de su
análisis relacional de la formación de comunidad, Partha Chatterjee, por ejemplo, se apega
a una oposición binaria, no entre “estado y sociedad civil” sino entre “capital y comunidad”
(1993:13). Como las abstracciones de pueblo o de “lo popular” –definido comúnmente de
manera negativa, como opuesto a la elite y las formas elitistas de hacer las cosas- la
comunidad es imaginada ya sea como algo bueno, puro y auténtico o como algo peligroso,
impredecible e ingobernable, como en el antes mencionado caso de la India.

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Genealógicamente, estas imaginerías opuestas de comunidad y estado pueden rastrearse
hasta la tensión entre romanticismo y racionalismo en la tradición europea (Hansen 1997a).
En la medida en que la noción de comunidad esté atascada como opuesta a una
sociedad moderna y racional, llamará imágenes de localización, vinculación, reciprocidad,
etc., pero también de tradición, retraso, provincianismo e inmovilidad. Tales imágenes son
invocadas a menudo por intervenciones guberamentales o no gubernamentales paternalistas
a nombre de las comunidades, como aquellas promovidas por los movimientos indigenistas
en varios países de Latinoamérica. Aquí los antropólogos y otros intelectuales urbanos
desarrollaron políticas y técnicas para integrar a pueblos indígenas “atrasados” y
“humillados” a los estados-nación. Varios gobiernos progresistas han adoptado este
conjunto de imágenes, políticas y técnicas, por ejemplo en México después de la
revolución.
Un creciente número de estudios ha mostrado cómo las representaciones centradas
en el estado han trabajado para incorporar a las comunidades en estados-nación organizados
jerárquicamente aunque homogéneos mediante estrategias que relacionan a ciertas
identidades con ciertos espacios, secuencias de tiempo, sustancias, etc. (e.g., Urban y
Scherzer 1991; Coronil y Shursky 1991; Rowe y Schelling 1991; ver también Alonso
1994). ¿Quiénes quedan al centro, quiénes quedan en los márgenes? ¡Quién pertenece al
pasado de la nación, quién pertenece al futuro? De esta manera, las representaciones
tienden a naturalizar a algunos grupos que ocupan posiciones dentro del gobierno o el
sistema político y a otros grupos que ocupan posiciones inferiores. Sin embargo,
necesitamos más estudios para hacer un escrutinio de los aspectos institucionales de dichas
estrategias hegemónicas. Debemos preguntarnos cómo es que la oposición y los límites
entre el estado y las comunidades han llegado a ser, qué diferencias e identidades
englobadas son la oposición principal del estado, cómo se organizan y negocian las
relaciones a través de las fronteras, cómo y por quién son representadas las comunidades.
La comunidad bien puede ser representada de formas diferentes por distintos políticos, por
los maestros de escuela y por otros que compiten por posiciones de liderazgo.
En su estudio de una de las muchas regiones marginales de la Indonesia
contemporánea, Anna Tsing indica que la formación de liderazgos locales es de vital
importancia en la incorporación de la región dentro del lenguaje dominante de condición de

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estado que hay en Indonesia: “En la frontera entre el gobierno de estado y el salvajismo se
alzan aquellos que osan definir, desafiar y demandar administración. Estos son los
hombres a los que llamo ‘líderes’ porque son lo suficientemente ambiciosos como para
decirle al gobierno que ellos representan a la comunidad, y a sus vecinos, que ellos
representan al estado” (1993:72). Tsing muestra los múltiples roles ejecutados por estos
hombres como negociadores entre las agencias gubernamentales y la comunidad que hacen
existir de forma clara, pero también cómo estos papeles producen una autoridad que es
empleada en arreglar disputas locales dentro de los propios registros y prácticas discursivas
de los propios registros y prácticas discursivas de las comunidades, como por ejemplo los
casos de matrimonio (127-53). Lo paradójico es que conforme estas áreas marginales son
sujeto de una gobernanza cada vez más intensiva, la importancia de estos hombres tiende a
disminuir: “Los líderes locales invocan la autoridad del estado, pero a menudo se quedan
fuera cuando el estado por fin llega” (151).
Las contribuciones en este volumen comparten una comprensión de la hegemonía
como un proceso de construir “no una ideología compartida sino un marco material y
significativo común, para vivir a través de, hablar acerca de y actuar sobre la base de
órdenes sociales caracterizados por la dominación” (Roseberry 1994: 361). En este sentido
las relaciones entre estado y comunidad pueden ser interpretadas como procesos
hegemónicos que con el paso del tiempo desarrollan “un marco discursivo común”: un
lenguaje compartido y autorizado por el estado de cognición, control y oposición. Una
característica importante de estos marcos es la formación y delimitación de un campo
distintivo de políticas, incluyendo la definición de espacios específicos de políticas y un
“lenguaje de contención” común para la lucha y la negociación entre diferentes actores
políticos (363).
Esta perspectiva nos permite realizar un escrutinio del complejo proceso mediante el
cual ciertos fenómenos se convierten en objetos de debate político y eventualmente de
intervención política, mientras que otros no; cómo las formaciones ideológicas producen
distinciones entre lo políticamente permisible y no permisible, entre lo que es una conducta
pública adecuada y una inadecuada. Las transiciones, por ejemplo, del conflicto al
posconficto o de un régimen político a otro son contextos privilegiados para la

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investigación de las formas en que los regímenes buscan y negocian la inclusión y
exclusión del foco central del campo político.
En otras palabras, la delimitación del campo político define el límite entre lo que no
está en disputa, lo naturalizado y el doxa y heterodoxa que dicta el sentido común en las
alternativas disputadas políticamente –al menos en los géneros discursivos que constituyen
simbólicamente la condición de estado, como el “legalismo” burocrático distintivo. En el
corazón del doxa del campo político están los idiomas profesionales y los conceptos y
categorías a través de los cuales las ciencias sociales y políticas analizan el estado, la
economía y la política. Estas formas de conocimiento no existen fuera o
independientemente del estado pero son componentes vitales de las formaciones
ideológicas dominantes que tratan de definir el carácter y los límites de éste, cómo se
supone que debe ser conducida la política, cómo deben funcionar las instituciones, etc. En
otras palabras, son intrínsecas a la producción simbólica de la condición de estado. Como
convincentemente ha demostrado Mitchell (1999), la aparición de la ciencia política como
disciplina en los Estados Unidos de posguerra ciertamente que se nutrió de un temor mayor
a la expansión comunista y por la búsqueda de la hegemonía global estadounidense.
También se convirtió en una técnica analítica y disciplinaria altamente influyente que
buscaba crear cierto vocabulario conceptual “normalizante” dentro del que “el estado”, “el
sistema político”, “la sociedad” y “la economía” pudieran ser entendidos como entidades
discretas y concretas disponibles para el análisis y dócil a la intervención gubernamental
(77-80).
En la misma dirección pero a diferente nivel, el análisis de Akhil Gupta en este
volumen sobre un programa de extensión para anganwadis (guarderías) en el norte de la
India señala con gran utilidad la manera en la que los planes tecnocráticos ostensibles
tienen efectos profundamente políticos. Gupta muestra cómo el programa problematiza la
desigualdad de género como un problema de desarrollo, y cómo el retrato oficial de la
creciente independencia de la mujer como posible fuente de desarrollo y ganancia
económica lentamente ocupa el lugar de discursos más antiguos de género. Esta
reconceptualización práctica del género podría, con el tiempo, contribuir a la
transformación de las relaciones de género en las aldeas del norte de la India, aunque no
necesariamente en la dirección emancipante que idearon los hacedores de políticas.

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De esta manera, la hegemonía también trabaja mediante el desarrollo de programas
tecnocráticos e instituciones que gobiernan en virtud de rutinas, lógicas burocráticas
internas y recursos asignados sin ser dirigidos por fuerzas políticas en un sentido estricto.
En este sentido, la hegemonía es difusa y difícil de capturar. Si consideramos más aún la
complejidad de la gobernanza en los estados políticamente pluralistas y descentralizados
modernos en los que los cuerpos políticos y burocráticos pueden resistir decisiones, desviar
programas y enfrentarse por límites jurisdiccionales a distintos niveles administrativos, se
hace muy difícil percibir la hegemonía como algo cerrado, monolítico y coordinado. En
comparación con los aparatos más antiguos y centralizados heredados de los poderes
coloniales, es sin duda mucho más difícil dominar y controlar un sistema de gobierno
democrático intensamente competitivo de muchas capas como los que han surgido en
muchas sociedades poscoloniales.
Partha Chatterjee (1998) ha argumentado recientemente que las distinciones
convencionales entre el estado y la sociedad civil no logran capturar la riqueza y
especificidades de las formas de lucha política que existen actualmente en las sociedades
poscoloniales. El estado y la sociedad civil pertenecen, argumenta, al mismo mundo
conceptual de negociación ordenada de intereses propiamente organizados y conducidos de
acuerdo a ciertas reglas y convencionalismos: “Las instituciones de la vida asociativa
moderna [fueron] armadas por elites nacionalistas en la era de la modernidad colonial...[y]
acuerpan el deseo de esta elite de replicar en su propia sociedad las formas y la sustancia de
la modernidad occidental” (62). Comparadas con semejante criterio de debate y
organización formales y bien informados, la mayor parte de formas de políticas y
negociaciones de poder en el mundo poscolonial parecen invariablemente caóticas y
carentes de propósito y formalidad, sugiere Chatterjee. En lugar de eso, él ha acuñado el
término “sociedad política” para la zona de negociaciones y mediaciones entre el estado y
la población, donde los mediadores principales son los movimientos, los partidos políticos,
las redes informales y muchos otros canales a través de los cuales el estado desarrollista
interactúa con la gran mayoría de la población. Esta distinción entre sociedad civil y
política es pertinente y altamente relevante. Se hemos de entender como se negocian los
temas de bienestar social y las cuestiones de derechos y democracia en el mundo

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poscolonial, debemos entender las dinámicas, las reglas tácitas y la historicidad de muchas
sociedades políticas.
Sin embargo, lo rudo de la política competitiva no significa necesariamente en
muchos niveles que la hegemonía no sea efectiva. Por el contrario, un bajo nivel de
coordinación política e ideológica, una naturaleza difusa del poder, una rutinización
irreflexiva de la gobernanza y el proceso político y una aceptación con sentido común de la
dominación que ciertos grupos y familias hacen de la vida política bien podrían ser lo que
hace duradera a la hegemonía. Pero si este fuera el caso deberíamos considerar la cuestión
de cómo, o si, los operadores políticos son capaces de establecer control y alterar las
relaciones hegemónicas a través del aparato del estado.

El Arte de la Política
Para entender cómo las fuerzas políticas lidian con el estado, cómo buscan abordar y
reproducir las circunscripciones electorales e intereses sociales que consolidaron (o
crearon) en su camino a los puestos políticos, debemos analizar con más cuidado y mayor
precisión etnográfica lo que hacen los partidos gobernantes cuando gobiernan.
Asumir el poder político no significa que un nuevo gobierno pueda cambiar las
rutinas institucionales de la noche a la mañana o que las prácticas sociales dentro de la
burocracia puedan ser modificadas con facilidad. El estado es un mecanismo enorme y
amorfo que funciona junto con toda una gama de lógicas discretas y que a menudo se
autoperpetúan, despojadas de cualquier racionalidad unificadora y abarcadora. Para que un
nuevo régimen político pueda implementar parte de los objetivos que profesa con
efectividad, necesita producir un “proyecto de estado” más o menos coherente, como
argumenta Bob Jessop (1990). Jessop sugiere que las fuerzas políticas que desean
transformar una sociedad deben dejarse absorber por reformas institucionales duraderas y
por una cierta reinvención del estado. La gobernanza y los intentos por transformar las
estructuras sociales mediante reformas administrativas principalmente se llevan a cabo
dentro de los confines tecnócratas de los departamentos gubernamentales. Sólo en la
medida en que se realice una reforma institucional, como sucede a instancias de la ANC en
Sudáfrica actualmente o como pasó cuando el Partido del Congreso se fue formando

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gradualmente en la India en las décadas de 1950s y 1960s podemos hablar legítimamente
de una fuerza política que en realidad domine el estado de una forma que tenga sentido.
Pero a menudo, tales reformas estructurales no se llevan a cabo. Los regímenes
revolucionarios de ayer terminan enfocándose en cambios políticos de valor simbólico o en
un nacionalismo crudo más que en implementar reformas estructurales. El caso de
Zimbabwe, en el que la retórica revolucionaria se ha combinado con la persistencia de una
estructura colonial de economía agrícola y terratenientes viene a colación de inmediato.
Sin exagerar, podemos decir que buena parte de las sociedades contemporáneas siguen
gobernadas por los sistemas y procedimientos administrativos de ayer.
Teniendo en mente esta relativa inercia e “ingobernabilidad” del estado, el tema de
cómo los partidos gobernantes gobiernan y cómo podemos estudiar las maneras en que los
operadores políticos operan puede ser planteado de forma levemente más precisa.
Mencionaremos sólo tres de los modos de intervención política directa en los procesos de
gobernanza que son tratados por los autores de este volumen:
1. Antes de cualquier gran cambio en políticas e instituciones, la mayoría de los gobiernos
nombrarán comités para revisar un área, conceptualizar el problema y recomendar
soluciones en cartas o reportes. Tales comités a menudo son integrados por
experimentados burócratas cuyo mismo arraigo en el mundo social y en los lenguajes de la
burocracia aseguran que su diagnóstico permanecerá a tono con el discurso dominante y
que las enmiendas que propongan a las técnicas gubernamentales serán moderadas y
graduales. Dentro de sectores bien establecidos con redes complejas y estrechamente
entrelazadas de derechos, sistemas de rango y promoción, etc., es extremadamente difícil
llevar a cabo reformas. Por su origen dentro del orden colonial o su legado militar o
autoritario, ciertos sectores del aparato gubernamental, han recibido considerable
autonomía y con el tiempo han desarrollado formas de organización, reclutamiento y
funcionamiento extremadamente resistentes que pocos partidos políticos osan confrontar.
El ejército, la policía, el sistema de instituciones penitenciarias y correccionales suelen ser
algunas de estas instituciones que casi se autogobiernan dentro de la red mayor del estado.
Aunque el estado como un todo pueda ser fragmentado y “débil”, debemos resaltar los
diversos grados de “suavidad” y “dureza” en diferentes sectores del aparato estatal. Es
frente a este problema de resistencia y renuencia hacia las reformas y el escrutinio dentro

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de los aparatos de la secularidad que los nuevos y democráticos regímenes de
Latinoamérica y Sudáfrica han empleado una gama de tecnologías de “producción de la
verdad” y estrategias de reconciliación. En vez de una confrontación abierta con los
verdugos, a menudo impenitentes, de ayer, estos procesos han buscado by-pass los aparatos
de seguridad y crear en su lugar una plataforma común para una catarsis más amplia y
colectiva de los excesos de regímenes pasados.
2. Es tentador para los partidos políticos, ansiosos por mostrar resultados, crear nuevas
instituciones o programas gubernamentales en vez de reformar o clausurar aquellos que ya
existen, debido a la red de derechos, recursos y rutinas institucionales que rodean a
cualquier sector dado. Se cree que los nuevos programas y discursos son capaces de rodear
y desplazat estructuras más antiguas ya existentes en virtud de la energía y estrategias
hegemónicas que busca un nuevo régimen. Este intrincado juego entre formas más
antiguas de gobernanza y formas más recientes de racionalidad que buscan hegemonizar un
campo de intervención está en el centro del trabajo de Steffen Jenssen en este volumen,
sobre los intentos por reproblematizar los campos del crimen, las políticas y las
instituciones correccionales en Sudáfrica.
El resultado parece ser que cada nuevo régimen construye una serie de instituciones
nuevas o nutre un área en particular con mayor cuidado y celo, reflejando a menudo las
formaciones ideológicas y comunidades de las que provienen. En entornos democráticos
intensamente competitivos, el resultado parece ser que cada movimiento o partido político
busca establecer y mantener zonas de lealtad reproducidas a través de flujos de patronato en
diversas partes de la burocracia. Es un proceso que, no hace falta decirlo, a menudo saca a
luz la fragmentación intrínseca del estado al grado que a menudo pone en peligro su
dimensión mitológica central. El resultado a largo plazo de esta formación, adición y
reestructuración constante de las instituciones del estado es una morfología de gobernanza,
es decir, capas históricas de instituciones que han dejado rastros y documentos conforme
fueron reformadas o reconstruidas. Tales morfologías pueden ser textos invaluables para
nuestra comprensión de las dinámicas de conflictos más amplios entre clases sociales y
comunidades. La exploración que hace David Nugent de la formación del estado y las
luchas por el poder político y por el diseño de las instituciones en el Perú durante este siglo
es un buen ejemplo de las ideas que semejante acercamiento puede producir.

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3. El método más ampliamente usado y más inmediatamente efectivo que emplea la fuerza
política para ejercer el poder y consolidar su popularidad y su apoyo es intervenir en la
implementación y administración de políticas específicas y regulaciones a nivel local.
Cuando se elaboran listados de gente con derecho a recibir nuevos créditos agrícolas,
cuando los niños son admitidos en escuelas y luego en universidades estatales, cuando se
emplea a nuevos recepcionistas en departamentos del gobierno, cuando se emiten licencias
para vender licor, cuando se permite a los constructores edificar en ciertos terrenos –la lista
es infinita- los políticos locales a menudo se embarcan en presionar a los funcionarios
locales. Los políticos nacionales participan en esfuerzos similares, sólo que a mayor escala,
sobre el sancionamiento de grandes proyectos industriales o de construcción.
Esta parte de la vocación política tiene que ver con la habilidad de construir una red
grande de contactos, favores mutuos y recursos económicos que permite a los operadores
políticos presionar a los burócratas locales (las amenazas sobre posibles transferencias son
cosa común) o ganar influencia en juntas y comisiones locales, hacer amistad con
burócratas influyentes y ascender dentro del propio partido político. Desde el punto de
vista del consumidor de servicios gubernamentales, este arte político local también requiere
cierta maestría en las “reglas del juego” así como un registro discursivo mediante el cual el
soborno sea discutido y construido como algo razonable dentro de una economía cultural
local, como demuestra el innovador trabajo de Gupta (1995) sobre la corrupción. De
manera similar, aunque más general, de Sardán (1999) ha señalado recientemente varias
lógicas culturales y formas cotidianas de reciprocidad y obligación en el Africa
subsahariana que contribuyen a la reproducción de lo que él llama el “complejo de la
corrupción.” Una parte substancial de las formas cotidianas de gobernanza y poder político
se ejerce de esta manera. A los agentes de la policía se les instruye para que se hagan de la
vista gorda o arresten a alguien en particular. El nombre de un campesino es borrado del
plan de préstamos y en su lugar es incluido el pariente de una familia prominente. A las
autoridades municipales se les indica que ignoren la construcción de edificios sin
autorización. Los ejemplos son innumerables.
Esta forma de poder, sin embargo, no puede ser comparada con facilidad con el
poder de ciertas clases o comunidad, ni puede tomarse necesariamente como prueba del
poder de un partido en particular. La mayoría de figuras políticas participan en esta

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“compra-venta política” que tiene muy poco que ver con la dominación o reestructuración
del estado, sino más bien con influir en el transcurso de unas pocas micro-operaciónes del
mismo. Pero el resultado neto de estos millones de intervenciones cotidianas en el
funcionamiento de las instituciones locales es, por supuesto, que la gobernanza se hace más
y más “porosa” y fragmentada a nivel local y que la implementación de la mayoría de
políticas es desviada, si es que no se queda sin desarrollar.

Resistiendo a los Regímenes


La categoría de resistencia sigue siendo un término muy opaco y poco claro a pesar de la
enorme cantidad de literatura que hay sobre el tema en todas las disciplinas de las ciencias
sociales. De forma muy similar a la dicotomía estado-comunidad discutida antes, la
definición y conceptualización de resistencia, o desafío, o insurgencia depende de forma
vital del carácter y claridad del régimen, o estado que se le opone. La mayoría de
antropólogos, historiadores y sociólogos concuerdan en que la resistencia es una categoría y
un tipo de práctica social que no puede entenderse o presuponerse fuera de su contexto
histórico. Sin embargo, hay algo universal y transhistórico en la forma en que la resistencia
es conceptualizada y asumida. Esto era cierto para la academia marxista pero también se
aplica al trabajo contemporáneo de la persuasión postestructuralista, inspirada entre otras
cosas por la frase de Foucault “Donde hay poder hay resistencia, y sin embargo, o más bien
como consecuencia, esta resistencia nunca está en una posición de exterioridad en relación
con el poder” (1978:95-96). Esta frase parece afirmar la resistencia como algo
antropológicamente universal, que siempre/ya está ahí. Si no podemos “verlos”,
seguramente nuestras herramientas conceptuales son inadecuadas e insensibles a las
categorías localizadas y émicas que son el medio de resistencia. Pero la noción de Foucault
de la imbricación de la resistencia en cada operación de poder, junto con los trabajos de
James Scott, Michel de Certeau y otros, hecho de la resistencia una categoría mucho más
amplia y ambigua de lo que solía ser. Lila Abu-Lughod observa que: “Lo que uno
encuentra ahora es un interés por formas poco comunes de resistencia, por la subversión
más que por la insurrección colectiva a gran escala, una resistencia pequeña y local, no
vinculada al derrocamiento de sistemas, ni siquiera a ideologías de emancipación”
(1990:41). Abu-Lughod demuestra que el uso de ropa interior y los sueños de amor

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romántico entre las jóvenes beduinas es en realidad una forma de resistencia a formas
patriarcales de dominación, pero que estas prácticas también entrañan una sumisión a otras
ideologías dominantes, como la privatización del individuo y la familia y el consumo con
orientación de mercado (43-55).
Frente a ambigüedades tan evidentes de resistencia y poder parece que imponer una
dialéctica universal de poder y resistencia a situaciones tan diversas y complejas podría
estrechar más que abrir el rango de interpretación. En su prólogo a una nueva edición del
path-breaking Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India de Ranajit
Guha, James Scott argumenta que Guha ha evitado este estrechamiento de perspectiva así
como ha evitado leer el pasado en términos del presente: “Constantemente, Elementary
Aspects enfatiza los peligros de hacer una lectura del proceso de insurgencia a través de
una gramática política basada en formas políticas de estado nación de mediados del siglo
veinte. En lugar de la organización formal...Guha encuentra redes informales...en lugar de
mensajes formales y conflicto público, Guha encuentra el mundo del rumor” (1999:xiii).
Tanto la rica interpretación que hace Gutha de un siglo de insurgencias campesinas
en la India colonial leídas “en negativo” en los informes oficiales como el trabajo de Scott
(1985, 1990) sobre las formas cotidianas de desafío, burla y otros tipos de “resistencia de
baja intensidad” han registrado un valioso rango de actos de desafío o insubordinación
pasiva, en términos locales y émicos alejados con mucho del mundo de la política formal y
la oposición organizada. La pregunta es, ¿obtiene la categoría universal de resistencia o
insurgencia en realidad en todos estos contextos? ¿No tenemos acaso la tendencia a
inscribir una dimensión un tanto heroica en acciones que los actores locales podrían ver
como mundanas, poco excepcionales e incluso quizás hondamente ambivalentes? Guha
está consciente de esta ambigüedad presente en los actos de desafío, la forma en que los
límites entre el crimen ordinario y la resistencia colectiva contra las autoridades se vuelven
borrosos (1999:77-108). No obstante, la insurgencia y la resistencia siguen siendo el lente
general a través del cual interpreta los informes coloniales británicos sobre saqueos,
asesinatos de aristócratas –eventos que a menudo recibían la mediación de los idiomas de la
religión y la comunidad.
Nuestro argumento es que necesitamos ser más sensibles a la historicidad y la
naturaleza polivalente de las expresiones, símbolos y actos que podríamos registrar

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intuitivamente como resistencia. Las vidas y acciones de la gente ordinaria también
podrían entrelazarse con las vidas de los poderosos en la “cohabitación” ilícita de la que
escribe Mbembe, y las revueltas o la resistencia bien podrían servir a propósitos, reproducir
estructuras de dominación o crear nuevas formas de dominio que a veces son más
represivas y violentas que las que las precedieron. Los trabajos de Guha, Scott y otros han
sido cruciales para arrancar la cuestión de la resistencia y las revueltas de las garras de una
poderosa teleología que veía las revueltas “primitivas” de los campesinos o la gente
marginal como etapas prepolíticas de emancipación que podían emerger plenamente como
una consciencia política/proletaria sólo en la era moderna (y occidental). Nuestro
argumento, sin embargo, es que debemos ir un paso más allá. Conforme tratamos de hacer
del estado una entidad menos natural también debemos embarcarnos en la empresa de
revertir la tendencia de interpretar como resistencias al estado cada acto social mundano y
en lugar de ello leer y registrar los discursos, la organización y el contexto de aquello que,
en la distancia, pareciera ser resistencia. El resultado será inevitablemente más
desconcertante y menos claro, pero también más interesante, como argumenta Sherry
Ortner (1995) en su crítica de lo que llama “rechazo etnográfico” a interactuar
empíricamente con la resistencia.
Mencionemos brevemente dos de las ambigüedades involucradas en la resistencia y
las revueltas contra los estados: primero, la lógica de la emulación de los órdenes
dominantes por parte de rebeldes y revolucionarios; segundo, el colapso de los estados y la
aparición de los señoríos de guerra que han (re) surgido en la última parte del siglo veinte.
Como lo señala Eric Wolf (1969) en su trabajo clásico sobre las guerras campesinas del
siglo veinte, estas rebeliones surgieron de complejas interacciones de múltiples capas entre
un descontento localizado y el deseo de movilidad ascendente por parte de un
“campesinado medio” que recibió cierta interpretación, dirección y forma por parte de un
liderazgo educado e ideológicamente sofisticado. Los campesinos ordinarios tenían poca
idea del socialismo o de la catarsis de la revolución pero a menudo deseaban volver a un
estado idealizado de equilibrio social gobernado por la conducta moral apropiada de
patrones y funcionarios, aunque dentro de relaciones de desigualdad (1969: 276-303).
Guha señala la forma en que las revueltas inevitablemente suceden dentro de
imaginarios sociales estructurados por acuerdos prevalecientes de poder y sólo raras veces

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transgreden las nociones establecidas de autoridad sino que más bien tienden a
reproducirlas: “Los reyes campesinos fueron un producto característico de las revueltas
rurales...y en ciertas ocasiones los rebeldes añadieron una anticipación del poder al
designarse a sí mismos como un ejército formalmente constituido (fauj), y a sus
comandantes como personal capacitado para hacer cumplir la ley (e.g., daroga, subhadar,
nazir, etc.) –todo ello a modo de simular las funciones de un aparato estatal” (1999:10).
Esta lógica de emulación y reproducción negativas de estructuras de gobernanza y,
en efecto, de lenguajes del estado, parece ser una característica recurrente de rebeldes y
revolucionarios en muchas partes del mundo: desde el emperador coronado por los esclavos
rebeldes de Haití a finales del siglo dieciocho hasta el líder campesino de la revolución de
Taiping en la China del siglo diecinueve cuyos sueños milenaristas de un nuevo estado
utópico le llevaron a considerarse un nuevo emperador, un nuevo “Hijo del Cielo,” pasando
por incontables revueltas locales que produjeron efectos similares de emulación negativa.
Dichos efectos fueron, por supuesto, también altamente productivos en términos de dar
idea, coherencia y estructural a los sistemas paralelos de gobernanza, control y soberanía
levantados por los rebeldes y revolucionarios. Conforme las ideas generales de lo que un
estado era, lo que podía y lo que debía hacer se expandían y diversificaban en la Europa del
siglo diecinueve, los rebeldes y revolucionarios también diseñaron ideas aún más refinadas
sobre las “contrarrepúblicas” utópicas que deseaban montar, siendo la Comuna de París de
1871 un ejemplo paradigmático.
Las guerras de guerrillas del siglo veinte, sobre las que Mao Ze-dong elaboró
famosas teorías, sentaron nuevos estándares para la sofisticación del “estado paralelo”
organizado por revolucionarios de zonas liberadas o de “gobiernos nocturnos” en áreas en
disputa. Estas fueron estructuras estatales que usaron parte de las estructuras de
gobernanza existentes (impuestos, control territorial, consejos de aldea, etc.) pero que a
menudo también buscaban introducir discursos radicalmente modernos, por ejemplo, de
igualdad de género en comunidades campesinas marginales a través del uso del técnicas de
organización y vigilancia “último modelo”, nuevos procedimientos de justicia y más. En
muchos casos, los movimientos guerrilleros inspirados por las doctrinas maoístas se
volvieron constructores excepcionalmente efectivos de dichos estados paralelos mediante
reformas draconianas de estructuras sociales, eliminación de los centros que competían por

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la autoridad, como las instituciones religiosas, y a través de extensión de control y
vigilancia política. Durante treinta años de lucha guerrillera el Frente de Liberación
Popular de Eritrea creó uno de estos “estados sombra,” parcialmente organizado alrededor
de los kerbeles de la sociedad de linajes de las tierras altas y alrededor de los imperativos
de la guerra y la producción, pero siempre controlado por la disciplinada estructura de
cuadros del movimiento. Esta estructura se convirtió en la columna vertebral del nuevo
estado independiente en 1993 (Iyob 1995).
Aquí, tal como sucediera con los Tigres del Tamil en la península de Jaffna de Sri
Lanka y con Sendero Luminoso en las provincias andinas del Perú, la lógica penetrante de
militarización, la fuerte ideología de sacrificio personal y de la nobleza de morir en
combate y la devoción a lo que se consideraba un elevado liderazgo en el corazón del
estado en las sombras, crearon organizaciones que fueron a la vez efectivas y aterradoras en
su determinación de controlar gente, recursos y territorios (Degregori 1991). Las
poblaciones campesinas de estas áreas llegaron a darse cuenta que la gobernanza practicada
por estas organizaciones era a menudo más ruda, más efectiva y menos susceptible de
negociación que las del antiguo régimen. En Perú, por ejemplo, esta rudeza fue en
detrimento de los senderistas, así como el encarcelamiento de Guzmán, el mítico líder de
Sendero Luminoso, padre y “maestro” del nuevo estado en las sombras, en 1992.
Si bien algunos de estos movimientos militantes casi sofocaron a sus nuevas
poblaciones sujetos debido a una gobernanza excesiva y demasiado estrecha, lo contrario
parece haber sucedido en algunos estados “colapsados” de Africa. Aquí, los señores de la
guerra y los hombres fuertes rompieron la soberanía territorial del estado, poniendo grandes
territorios en un predicamento casi hobbesiano de violencia aparentemente al azar, pero
también étnica. Más que estados en la sombra, de lo que se trata aquí es de economías en la
sombra. El control de territorios, gente y recursos naturales no está burocratizado sino que
descansa en alianzas, participación en redes económicas transnacionales y coerción
(Richards 1996; Bayart et al. 1998). Escalofriantes prácticas de inscribir la soberanía del
señoría de guerra en la población de manera literal, mediante mutilaciones y
desfiguraciones –como sucedió en Sierra leona, Liberia y el Ejército de Resistencia del
Señor en el norte de Uganda- parecen ser parte integral de estas soberanías más móviles y
flotantes.

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Estos “complejos comerciales-militares,” libres del peso de demandas burocráticas
y crediticias son mucho más flexibles que sus oponentes desarrollistas, y durante los 1990s
varios de éstos últimos han imitado las prácticas de los señores de la guerra (Duffield
2001). William Reno (1998) y Mark Duffield (1998, 2001) han argumentado que este tipo
de sociedad de señorío de guerra puede apreciarse como un sistema innovador de autoridad
política correspondiente al orden mundial neoliberal, más que como una desviación
anormal y temporal del estado gubernamentalizado.
Esto no significa, sin embargo, que los idiomas e imágenes de la condición de
estado se evaporen. El peso del sistema internacional de estados y sus rituales penetrantes
de autorización refuerzan la necesidad de articulaciones y complicidad entre el sistema de
señoríos de guerra y las instituciones del estado. Más aún, los representantes del sistema no
burocrático de señoríos de guerra podrían justificar sus actuaciones tomando como
referencia violaciones anteriores a sus propios derechos y su exclusión del sistema del
estado. Como lo ilustra Monique Nuijten (1998) en su estudio sobre tierra, dominación y
políticas en el México rural, los sujetos del estado no renuncian necesariamente a reclamar
sus derechos y derechos sólo porque los representantes del estado nunca cumplan sus
promesas. En este sentido, argumenta, el estado puede entenderse mejor como una
“máquina generadora de esperanzas.”

El Gran Enmarcador
El estudio de las luchas políticas localizadas, del funcionamiento de las instituciones de
gobernanza, de formas a menudo desordenadas y ambiguas de desafío o insubordinación,
de la celebración del mito del estado y sus representaciones físicas debe alertarnos a la hora
de extraer conclusiones sobre cuán uniformemente o no se hablan, entienden y convierten
en políticas y autoridad los lenguajes actuales de la condición de estado. Si se toma una
visión estrictamente foucauldiana de la gobernanza moderna como expansión y
proliferación globales inexorables de ciertas racionalidades discursivas y ciertas tecnologías
y se somete a un análisis etnográfico, ésta tiende a desmoronarse. Estas formas de
gubernamentalidad sí existen y sus técnicas y racionalidades sí circulan, pero sólo ejercen
políticas prácticas o prácticas administrativas de formas más bien lentas y a menudo
indirectas: a veces como justificación de nuevas medidas o normas, a veces simplemente

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como forma de diagnóstico “científico” pero siempre en competencia con prácticas más
antiguas y con otras racionalidades.
Hemos señalado en esta introducción que el estado, la gobernanza y los efectos y
subjetividades formadas por los lenguajes de la condición de estado de nuestro tiempo
deben ser desnaturalizadas y estudiadas en sus ricos detalles etnográficos como parte
integrada de la economía cultural de las sociedades poscoloniales. También hemos
señalado que no podemos asumir que una institución, un documento político, una
construcción discursiva, una protesta o las prácticas de un funcionario de gobierno son
“iguales” en todo el mundo. Hemos hecho énfasis en que el estado no es una construcción
universal y que los estados tienen historias, lógicas internas y prácticas muy distintas que
deben ser entendidas y estudiadas. Sin embargo, aquí hay muchas similitudes, una
circulación real y efectiva de una amplia gama de lenguajes y condiciones de estado
alrededor del mundo, y mitologías del estado muy reales y perdurables. Si el estado como
forma social real no es universal, podríamos sugerir que el deseo de una condición de
estado se ha convertido en un fenómeno en verdad global y universal.
A la luz de estas consideraciones, quizás deberíamos ver la retórica de los
funcionarios de estado, los documentos políticos hermosamente redactados, las formas de
gobernanza ostensiblemente científicas y los grandes planes y esfuerzos organizativos de
los gobiernos con toda su parafernalia de vehículos, títulos y pequeños rituales como parte
de un continuo espectáculo del estado que declara y afirma la autoridad de éste. Solo de
vez en cuando estos espectáculos tienen éxito en producir los efectos sociales específicos
que buscan, pero siempre reproducen la imaginación del estado como el gran enmarcador
de nuestras vidas.

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