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SULLIVAN SLIFT, EL CORREDOR DE COMERCIO, MUESTRA A JOHANNA DARK LA MALDAD DE LOS POBRES: SEGUNDO
DESCENSO DE JOHANNA A LOS ABISMOS

En los alrededores de los mataderos.

SLIFT.—Ahora, Johanna, te mostraré


Lo malos que son
Esos que tú compadeces, y
Lo equivocada que estás.

(Caminan junto al muro de una fábrica, en el que pone «MAULER & CRIDLE, Fabricantes de Carne». El nombre de
MAULER esta borrado con un aspa. Salen dos hombres por una puertecita. SLIFT y JOHANNA escuchan lo que hablan).

CAPATAZ.—(A un MUCHACHO joven). Hace cuatro días se nos cayó un hombre llamado Luckerniddle en la caldera; como
no pudimos parar las máquinas lo suficientemente aprisa, fue a parar, horriblemente, a la zona de las lonchas de tocino;
esta es su chaqueta y esta su gorra, cógelas y hazlas desaparecer, porque sólo ocupan un gancho en el guardarropa y
hacen mala impresión. Lo mejor será quemarlas, y cuanto antes. Te confío esas cosas porque sé que eres hombre de
fiar: perdería mi puesto si encontraran esos trapos. En cuanto abran la fábrica, naturalmente, tendrás el puesto de
Luckerniddle.

EL MUCHACHO.—Puede confiar en mí, señor Smith.

(EL CAPATAZ sale por la puertecita).

EL MUCHACHO.—Lástima de hombre, que ahora andará por el mundo convertido en lonchas de tocino, pero lástima en
realidad también de su chaqueta, que está todavía en buen estado. El Tío Lonchas de Tocino andará ahora vestido de
hoja de lata y no la necesita, mientras que a mí me haría mucho servicio. Me cago en tal, me la quedo. (Se la pone y
envuelve su chaqueta y su gorra en papel de periódico).

JOHANNA.—(Vacilando). Me siento mal.

SLIFT.—Ese es el mundo, tal como es. (Detiene al MUCHACHO joven).


¿De dónde ha sacado esa chaqueta y esa gorra? Son de Luckerniddle, el del accidente.

EL MUCHACHO.—Por favor, no lo diga por ahí, señor. Me las quitaré enseguida. Estoy muy hundido. Los veinte centavos
de más que se ganaban en los sótanos de abonos químicos me animaron el año pasado a trabajar en la trituradora de
huesos. Allí enfermé de los pulmones y de una inflamación crónica de los ojos. Desde entonces tengo disminuida mi
capacidad de trabajo y, desde febrero, sólo he encontrado trabajo dos veces.

SLIFT.—Quédate con las cosas. Y ven al mediodía a la cantina siete. Allí recibirás comida y un dólar si le dices a la mujer
de Luckerniddle de dónde has sacado la gorra y la chaqueta.

EL MUCHACHO.—Pero ¿no será eso muy brutal, señor?

SLIFT.—¡Bueno, si no te hace falta...!

EL MUCHACHO.—Puede confiar en mí, señor.

(JOHANNA y SLIFT siguen su camino).


LA SEÑORA LUCKERNIDDLE.—(Sentada a la puerta de la fábrica, se lamenta).
Eh, vosotros, ¿qué habéis hecho con mi marido?
Hace cuatro días se fue a trabajar y me dijo:
¡Caliéntame la sopa esta noche! ¡Y hasta hoy
No ha vuelto! ¿Qué le habéis hecho?
¡Carniceros! Desde hace cuatro días estoy aquí
En el frío, también de noche, esperando, ¡pero no me dicen
Nada, y mi marido no sale! Yo os aseguro
Que me quedaré aquí hasta que
Lo haya visto, y ¡pobres de vosotros si le habéis hecho algo!

(SLIFT se acerca a la mujer).

SLIFT.—Su marido ha salido de viaje, señora Luckerniddle.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—¡Ahora dicen otra vez que ha salido de viaje!

SLIFT.—Le voy a decir una cosa, señora Luckerniddle, ha salido de viaje, y es muy desagradable para la fábrica que ande
usted por aquí diciendo tonterías. Por eso le hacemos una proposición a la que legalmente no estamos en absoluto
obligados. Si deja de buscar a su marido, podrá comer gratis durante tres semanas en nuestra cantina.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Quiero saber qué le ha pasado a mi marido.

SLIFT.—Ya le hemos dicho que se ha ido a Frisco.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—No se ha ido a Frisco, sino que le ha pasado algo, y queréis ocultarlo.

SLIFT.—Si cree eso, señora Luckerniddle, no podrá recibir comidas de la fábrica y tendrá que entablar un proceso contra
ella. Pero piénseselo bien.

(SLIFT vuelve a donde está JOHANNA).

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Tengo que recuperar a mi marido. No tengo a nadie que me mantenga.

JOHANNA.—No irá nunca.


Veinte comidas pueden ser mucho
Para el que tiene hambre, pero
Él vale más.

(JOHANNA y SLIFT siguen su camino. Llegan ante la cantina de una fábrica y ven a dos hombres que miran por la
ventana).

GLOOMB.—Ahí está, llenándose el estómago, el negrero que tiene la culpa de que yo metiera la mano en la cortadora
de hojalata. Vamos a hacer que ésta sea la última vez que ese cerdo se hincha de comer a nuestra costa. Será mejor que
me des tu garrote, porque el mío se rompería enseguida.

SLIFT.—(A JOHANNA). Quédate aquí. Voy a hablar con él. Y, cuando venga, di que buscas trabajo. Ahora verás qué clase
de gente es ésta. (Se dirige hacia GLOOMB). Antes de que se deje usted arrastrar, por lo que veo, quisiera hacerle una
propuesta ventajosa.

GLOOMB.—Ahora no tengo tiempo, señor.


SLIFT.—Lástima, hubiera podido salir usted beneficiado.

GLOOMB.—Abrevie. No podemos dejar que se escape ese cerdo. Tiene que recibir hoy su merecido por este sistema
inhumano del que es el negrero.

SLIFT.—Tengo una propuesta que podría interesarle. Soy inspector de la fábrica. Es muy desagradable que el puesto de
su máquina haya quedado vacante. Porque la mayoría de la gente piensa que es demasiado peligroso, precisamente
porque usted ha armado tanto jaleo por su dedo. Naturalmente, sería muy bueno que pudiéramos tener otra vez
alguien para ese puesto. Si, por ejemplo, usted trajera a alguno, estaríamos dispuestos a contratarlo a usted enseguida,
incluso dándole un puesto más fácil y mejor pagado que el de antes. Tal vez precisamente el puesto de capataz. Me da
usted la impresión de ser un tipo duro. Y ese de ahí dentro, casualmente, se ha hecho impopular en los últimos tiempos.
Ya me comprende. Naturalmente, usted tendría que ocuparse también del ritmo de trabajo y sobre todo, como queda
dicho, encontrar alguien para el puesto de la cortadora de hojalata, que, lo reconozco, no es una máquina muy segura.
Ahí, por ejemplo, hay una chica que busca trabajo.

GLOOMB.—¿Puedo fiarme de lo que me dice?

SLIFT.—Claro.

GLOOMB.—¿Esa de ahí? Tiene aspecto debilucho. Ese puesto no es para gente que se canse pronto. (Al otro). Lo he
pensado mejor, y lo haremos mañana por la noche. De noche resultan mejor esas bromas. Buenos días. (Se dirige a
JOHANNA). ¿Busca usted trabajo?

JOHANNA.—Sí.

GLOOMB.—¿Tiene buena vista?

JOHANNA.—No, el año pasado trabajé en los sótanos de abonos químicos, en una trituradora de huesos. Enfermé de los
pulmones y de una inflamación crónica de los ojos. Desde febrero estoy sin trabajo. ¿Es un buen puesto?

GLOOMB.—El puesto es bueno. Un trabajo que puede hacer también gente debilucha como usted.

JOHANNA.—¿Realmente no hay otro puesto? He oído decir que trabajar en esa máquina resulta peligroso para la gente
que se cansa pronto. Las manos se vuelven inseguras y se meten en las cuchillas.

GLOOMB.—Nada de eso es verdad. Le sorprenderá ver lo agradable que es el trabajo. Se llevará las manos a la cabeza
preguntándose cómo puede la gente contar cosas tan ridículas de esa máquina.

(SLIFT se ríe y se lleva a JOHANNA).

JOHANNA.—Ahora casi me da miedo continuar, ¡qué voy a ver aún!

(Entran en la cantina y ven a la SEÑORA LUCKERNIDDLE, que está hablando con el mozo).

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—(Echando cuentas). Veinte comidas... entonces podría... iría y tendría... (Se sienta a una
mesa).

Mozo.—Si no come, tendrá que marcharse.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Espero a alguien que tiene que venir hoy o mañana. ¿Qué hay de comer?

Mozo.—Garbanzos.

JOHANNA.—Allí está.
Pensé que se mantendría firme y temía
Que viniera mañana, pero ha corrido aquí más aprisa que nosotros
Y está ya ahí, esperándonos.

SLIFT.—Ve y llévale tú misma la comida, quizá se lo piense mejor.

(JOHANNA recoge la comida y se la lleva a la SEÑORA LUCKERNIDDLE).

JOHANNA.—¿Ya está aquí?

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—La verdad es que desde hace dos días no he comido nada.

JOHANNA.—¡Pero usted no sabía que vendríamos hoy!

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Eso es verdad.

JOHANNA.—Al venir hacia aquí he oído decir que a su marido le pasó algo de lo que tiene la culpa la fábrica.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Ah, entonces, ¿se han pensado mejor su oferta?


¿No podré tener mis veinte comidas?

JOHANNA.—Sin embargo, he oído decir que se llevaba usted bien con su marido. La gente me dice que no tenía a nadie
más que él.

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Sí, llevo ya dos días sin comer nada.

JOHANNA.—¿No quiere esperar hasta mañana? Si renuncia a su marido, nadie se interesará ya por él.

(La SEÑORA LUCKERNIDDLE guarda silencio).

JOHANNA.—No la acepte.

(La SEÑORA LUCKERNIDDLE le arrebata la comida de las manos y empieza a comer vorazmente).

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—Se ha ido a Frisco.

JOHANNA.—Y los sótanos y depósitos están llenos de carne


Que no puede venderse y se pudre ya
Porque nadie la compra.

(Entra por el fondo el joven OBRERO con la chaqueta y la gorra).

EL OBRERO.—Buenos días, ¿puedo comer aquí?

SLIFT.—Siéntese junto a aquella mujer.

(EL OBRERO se sienta).

SLIFT.—(Detrás de él). Lleva una bonita gorra. (EL OBRERO la esconde). ¿De dónde la ha sacado?

EL OBRERO.—La he comprado.

SLIFT.—¿Dónde la ha comprado?

EL OBRERO.—No la he comprado en ninguna tienda.

SLIFT.—Entonces, ¿de dónde la ha sacado?


EL OBRERO.—De un hombre que se cayó en una caldera.

(La SEÑORA LUCKERNIDDLE se siente mal. Se levanta y sale afuera).

SEÑORA LUCKERNIDDLE.—(Saliendo, al mozo). Deje ahí el plato. Volveré. Volveré todos los días. Pregúntele a ese señor.

(Sale).

SLIFT.—Vendrá y comerá durante tres semanas, sin levantar la vista, como un animal. ¿Has visto, Johanna, cómo su
maldad no tiene límites?

JOHANNA.—¡Y cómo dominas tú


Su maldad! ¡Cómo la explotas!
¿No ves que sobre esa maldad cae la lluvia?
Sin duda de buena gana
Hubiera sido ella fiel a su marido, lo mismo que otras
Y hubiera preguntado por el que la alimentaba
Durante algún tiempo aún, como es debido.
Pero el precio, veinte comidas, era demasiado alto.
Y ese muchacho, en el
Que puede confiar cualquier canalla
¿Hubiera mostrado la chaqueta a la mujer del muerto
Si de él hubiera dependido?
Pero el precio le pareció demasiado alto
Y ¿por qué no habría de advertirme el hombre
De un solo brazo, si no fuera porque el precio
De ese pequeño escrúpulo le resultaría demasiado alto?
¿En lugar de vender su cólera, que es justa, pero demasiado cara?
Si su maldad no tiene límites, tampoco
Los tiene su pobreza. No me has mostrado
La maldad de los pobres, sino
La pobreza de esos pobres.
Si vosotros me habéis mostrado la maldad de los pobres
Yo os mostraré el sufrimiento de esos pobres malos.
¡Degeneración es un juicio apresurado!
¡Lo contradicen esos rostros miserables!

Santa Juana de los Mataderos, Bertolt Brecht

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