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1. Datos Generales
2. Resumen
El deseo de Dios
El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido
creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios
encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:
«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la
comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues
no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no
vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a
su Creador» (GS 19,1).
De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado
su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos
(oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que
pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al
hombre un ser religioso:
Dios «creó [...], de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda
la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían
de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le
hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 26-28).
Pero esta "unión íntima y vital con Dios" (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e
incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes
muy diversos (cf. GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la
indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf. Mt 13,22), el mal
ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y
finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (cf. Gn 3,8-
10) y huye ante su llamada (cf.Jon 1,3).
"Alégrese el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o
rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y
encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su
inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de
otros que le enseñen a buscar a Dios.
«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no
tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte,
precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio
de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el
hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello,
haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y
nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San
Agustín, Confessiones, 1,1,1).
LA REVELACIÓN DE DIOS
Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros primeros padres, y les invita
a una íntima comunión con Él. Después de la caída, Dios no interrumpe su revelación, y
les promete la salvación para toda su descendencia. Después del diluvio, establece con
Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes.
CREO
Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente
en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es
la Verdad. Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA
EL CREDO
Los símbolos de la fe, también llamados «profesiones de fe» o «Credos», son fórmulas
articuladas con las que la Iglesia, desde sus orígenes, ha expresado sintéticamente la
propia fe, y la ha transmitido con un lenguaje común y normativo para todos los fieles.
Los símbolos de la fe más antiguos son los bautismales. Puesto que el Bautismo se
administra «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), las
verdades de fe allí profesadas son articuladas según su referencia a las tres Personas de
la Santísima Trinidad.
Los símbolos de la fe más importantes son: el Símbolo de los Apóstoles, que es el antiguo
símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, y el Símbolo niceno-constantinopolitano, que
es fruto de los dos primeros Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla
(381), y que sigue siendo aún hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de
Oriente y Occidente.
Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de
Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). Al mismo Moisés Dios le revela
su Nombre misterioso: «Yo soy el que soy (YHWH)» (Ex 3, 14). El nombre inefable de
Dios, ya en los tiempos del Antiguo Testamento, fue sustituido por la palabra Señor. De
este modo en el Nuevo Testamento, Jesús, llamado el Señor, aparece como verdadero
Dios.
Mientras las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer, sólo Dios es en sí mismo
la plenitud del ser y de toda perfección. Él es «el que es», sin origen y sin fin. Jesús revela
que también Él lleva el Nombre divino, «Yo soy» (Jn 8, 28).
La Buena Noticia es el anuncio de Jesucristo, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), muerto
y resucitado. En tiempos del rey Herodes y del emperador César Augusto, Dios cumplió
las promesas hechas a Abraham y a su descendencia, enviando «a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).
La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el
Hijo y el Espíritu son distintos, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el
fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a
Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios «Padre» (Rm 8,
15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción, cuando nos revela
el Verbo y cuando obra en la Iglesia.