Está en la página 1de 46

M,3.

Introducción al Cándido
Las Cartas inglesas fueron una toma de conciencia para Voltaire, que implicaba
una apertura a una escritura que no es ficcional, que no pertenece a las belles lettres
pero que sí alcanzaba a un gran público. Hay una distancia enorme entre el escritor de
las Cartas... (1726-33) y el que, en la década de los 40, comienza a escribir cuentos
extensos (nouvelles), como una distracción en medio de sus grandes objetivos
ensayísticos (El siglo de Luis XIV y sus Ensayos sobre la historia general y sobre las
costumbres y el espíritu de las naciones, en el caso del Cándido). Para distraerse de esos
grandes esfuerzos intelectuales, se dedica a escribir cuentos. Pero los cuentos no son
novelas de caballería, sino cuentos no menos críticos que sus ensayos. Algunos de estos
cuentos son notables, como Micromegas (1738-39), un maravilloso ejemplar de proto-
ciencia-ficción. En él utiliza el desplazamiento del punto de vista, como Montesquieu,
pero no ya con un persa sino con un extraterrestre. En la narrativa de este época (que
probablemente Voltaire concibe como un género menor, secundario, ante el ensayo)
muestra una marcada influencia del irlandés Jonathan Swift, que había publicado en
1723 sus Viajes alrededor del mundo, por el capitán Lemuel Gulliver, delirante sátira
antiutópica con una intención netamente crítica. Voltaire lo había leído y lo llegó a
conocer durante su estancia en la isla.
Micromegas no es menos crítico que las Cartas inglesas; tampoco lo es
Cándido, texto complejo, tan crítico como divertido y tan eficaz como filosófico. Y,
aspecto que merece destacarse, tan crítico como auto-crítico. Voltaire llega a confrontar
no solo sus ideas ajenas, sino también las propias. ¿Hasta qué punto -parece
preguntarse- el providencialismo (tanto revelado como deísta) es sostenible en un grado
de optimismo genésico cuando todos los datos del mundo son negativos?
Muerta la Marquesa de Châtelet, en 1749 (no sin antes meterle los cuernos a
Voltaire, con quien había sido infiel a su esposo, el pobre Marqués de Châtelet),
Voltaire acepta la invitación de Federico de Prusia para ir a su corte. Federico había
entrado en contacto con Voltaire desde joven, pidiéndole ayuda para escribir un nuevo
Príncipe, actualizando a Maquiavelo a las concepciones ilustradas. En la corte prusiana,
Voltaire nunca llegó a sentirse bien; no soportó la lengua alemana ni a Federico que era,
básicamente, un nuevo rey despótico e imperialista. Se desilusiona, por tanto, no solo de
Federico II, sino también de lo que él creía que el pensamiento ilustrado podía generar
en el estatuto del poder.
Allí se enfrenta, además, con la corte, especialmente con un discípulo de Leibniz
(mero epígono y simplificador): Christian Wolff1. Leibniz es providencialista, y explica,
por lo tanto, todos los males del mundo en función de un bien superior. Con esto
Voltaire va discrepando cada vez más con los años, abriéndose así una mirada más
crítica dentro del propio pensamiento ilustrado. Si Pangloss encarna a alguien, pues, es
a Wolff, y no a Leibniz; es cierto, por otra parte, que la expresión “este es el mejor de
los mundos posibles” 2 no es de Wolff, sino de su maestro; pero Voltaire la usa
descontextualizada, intencionalmente. También recoge, junto con esto, el everything is

1
Se ha dicho que Pangloss es la personificación de Leibniz; no es así; ni siquiera es una personificación
de la filosofía misma de Leibniz (con quien coincidía en su teoría de la monadología) sino acaso la
encarnación de una simplificación de la filosofía leibniciana. Si Pangloss personifica a alguien, es a
Wolff.
2
Borges ha escrito que Voltaire inventó la palabra “optimismo” para burlarse de Leibniz y que este
podría haberle respondido que un mundo que nos dio a Voltaire bien puede arrogarse el derecho a ser el
mejor.
alright de Pope, para burlarse del conformismo: estando todo bien, ¿para qué enfrentar
los males del mundo?
El Cándido se publica en 1759, previo enfrentamiento con Rousseau. El título es
doble: Cándido, o el optimismo. El primero hace referencia al simbólico nombre del
protagonista; el segundo es fabulesco, y delata el blanco a que apuntará la mordaz
pluma de Voltaire. Ese optimismo representa no solo a los más tradicionales pensadores
providencialistas (religiosos, por lo general), sino también a un sector ilustrado; el
mismo Voltaire había sido, en cierta medida, optimista. (Las huellas de la auto-crítica
cervantina están en el Cándido.)
Un episodio decisivo para la creación del Cándido fue su enfrentamiento con
Rousseau, en los años en que participó en la Enciclopedia (un proyecto que a Voltaire le
parecía magnífico por momentos, y por momentos no tanto). Voltaire, que había
recibido con agrado una obra de Rousseau (Discurso sobre el origen y los fundamentos
de la desigualdad entre los hombres, 1754), acaba por disputar con él a raíz del
terremoto de Lisboa. Voltaire, totalmente desengañado del providencialismo a raíz de
este espantoso suceso, escribe el Poema sobre el desastre de Lisboa (1756), donde
sostiene que ese enorme mal físico es incomprensible desde el optimismo (ni
providencialista ni deísta). Voltaire encuentra, pues, el cauce de salida de su optimismo
deísta y cuestiona cualquier clase de optimismo; a lo que Rousseau responderá, en la
Carta sobre la providencia (1756), que de ninguna manera es extensible a la figura de
Dios creador la responsabilidad sobre estos hechos, que la Naturaleza es pródiga en
bienaventuranzas, que Voltaire es injusto porque está herido, que la culpa reside en los
hombres, que han tenido la terrible idea de reunirse todos en la ciudad.
Además de una esquela a Rousseau, el suizo obtiene como respuesta la
publicación del Cándido. Los biógrafos dicen que 1758 (año en que escribe el texto,
publicado al año siguiente) es un año de crisis personal de Voltaire; el Cándido sería,
pues, un producto de la múltiple crisis personal, ideológica, religiosa, etc..
El conflicto no acaba allí; Voltaire residía, desde 1755, en Ginebra, en una
enorme casa donde solía realizar representaciones teatrales que escandalizaban a los
calvinistas. D’Alembert visita a Voltaire en su residencia de Ginebra, y publica, en el
artículo “Ginebra” de la Enciclopedia la mirada crítica de Voltaire sobre la intolerancia
religiosa y moral en la ciudad suiza. Rousseau, ginebrino de nacimiento, protestante y
providencialista, está en el otro extremo del pensamiento. D’Alembert los opone
virtualmente, y obtiene, a cambio, una Carta sobre los espectáculos (1758) de parte de
Rousseau. Poco después, Rousseau publica Julia o la Nueva Eloísa (1760); al año
siguiente, Voltaire responde con Cartas sobre “La Nueva Eloísa”. Acaso sigan
discutiendo.

(a) Cándido: un conte de tipologías mixtas (escrito)


Los ingleses llaman tall story a este tipo de cuentos de mediana extensión, que
no llega a ser una novela pero que es más que un cuento; Voltaire ya había escrito, de
este tipo, Zadig (1747), Micromegas (1749) y otros inéditos, antes del Cándido. Los
franceses lo llaman conte. Lo primero que llama la atención del texto es la versatilidad
con que Voltaire conjuga, en un solo relato coherente, fluido y atrapante, una serie de
tipologías narrativas bastante heterogéneas, como un zurcido que no se nota.
En este sentido, podría equipararse el trabajo de Voltaire con el de Cervantes (el
modelo cervantino está, de hecho, presente en algunas bases del texto): el Quijote es una
mixtura de tipologías de género dentro de su propio contexto, igual que el Cándido. Así,
Cervantes integra en su gran obra la novela de caballerías, la parodia de esta novela, la
novela sentimental, la picaresca, la pastoril, además de las ocasionales mixturas de
verso en la narrativa. Cervantes exacerba las distintas tipologías de su tiempo (y
anteriores), las lleva a un extremo a través de un registro lingüístico bien diferenciado
(de ahí que Spitzer hable del “perspectivismo lingüístico” que hace a la concepción
barroca). Voltaire también explota esa multiplicidad de tipologías, con la diferencia de
que estandariza el registro, quedando esas tipologías a nivel estructural, pero no
lingüístico y, además, concentrado en un texto mucho más breve de lo que es el Quijote.
Otra semejanza, ya mucho más difusa, es que Voltaire también toma la
oposición de caracteres para crear un discurso dialógico que implica una dialéctica de
cosmovisiones, una oposición de estructuras binarias a partir de dos personajes. En este
sentido, se ha dicho que Cándido es un cuento de tesis, un conte philosophique, una
narración cuyas proyecciones de carácter filosófico son medulares. Este es un tipo de
discurso característico de la Ilustración. En cuanto tal, está inserto en él algún elemento
de valor argumentativo; por ejemplo: la puesta en jaque del teocentrismo
providencialista, crítica aterrizada en un tópico muy siglo XVIII, la búsqueda de la
felicidad. La voluntad de Dios y la felicidad humana entran en conflicto, porque una vez
que Cándido es expulsado del “Paraíso” (el castillo en Westfalia), es objeto de todas las
desgracias que en la práctica entran en conflicto con el optimismo de Voltaire. A este
respecto, cabe destacarse el peso del empirismo, que otorga a toda reflexión filosófica
un carácter práctico. De paso, aprovecha para insertar en la mitad la crítica a la
persecución religiosa, a la ambición por el dinero, a la omnipresencia de la guerra, a los
males físicos y morales (vejación, estupro, traición) que, por el efecto de acumulación y
velocidad pierde toda gravedad y se convierte en un recurso humorístico (así lo afirma
Ítalo Calvino, que lo reconoce como un recurso muy moderno, casi cinematográfico, en
“Cándido o la velocidad”).
La pareja Pangloss-Martín está dentro del mismo plano (es decir, uno es
personificación del optimismo y el otro del pesimismo, pero para ambos el universo está
regido por una misma fuerza, sea el bien o el mal); recién surge otra diferencia en el
Capítulo XXX. A diferencia de Don Quijote (quien, en su locura producida por las
lecturas intenta regresar a los ideales caballerescos en un mundo regido por paradigmas
post-feudales y proto-capitalistas), Cándido parece hacer el camino inverso: va dejando
los valores predeterministas del teocentrismo para acercarse a otros, de una práctica de
vida más ligada a valores pragmáticos, como el trabajo, la productividad, etc., en los
que el valor de los males del mundo es dejado de lado. Si en Don Quijote el regreso a
un mundo sin ideales supone una pérdida (y la inmediata muerte del protagonista)-, en
el Cándido pasa lo contrario: lo perdido está perdido y queda, entonces, planteada la
posibilidad de salida del problema.
En cuanto a las formas tipológicas, para un cuento filosófico, la conjugación
entre la seriedad que esto supone y la comicidad (con sus herramientas varias) hace que
lo que pudiera tener el cuento de discurso filosófico se vuelva más hábil, menos serio,
más atractivo, menos tradicional. Es un cuento filosófico que, al ser atravesado por
elementos cómicos, deja la solemnidad de la tesis para adoptar un discurso mucho más
mixto, que relativiza el valor total de la tesis (tal vez en un intento de separar la filosofía
de la solemnidad de la religión).
El humor del libro es muy adelantado para los parámetros de su tiempo, por
cuanto eleva las situaciones ordinarias a situaciones de valor fantástico. Así, por
ejemplo, los personajes, luego de sufrir las terribles calamidades, pestes, castigos, etc.,
vuelven a aparecer recuperados en un recurso que proviene más bien del valor fabuloso
de la antigüedad, que Ítalo Calvino asemejará a un recurso propio del cine mudo cómico
y de los dibujos animados (el coyote recibe una permanente golpiza sin morir nunca).
Es una forma de comicidad muy contemporánea; llega a decir que el Cándido es un
cinematógrafo que muestra simultáneamente lo que pasa en todas partes del mundo:
situaciones de contexto político social de todo el globo están allí insertas.
Voltaire es un individuo extraordinariamente informado para su tiempo; pero
esta información no está arrojada como un testimonio de denuncia, sino para servir a los
efectos de un cuento. Esto hace que juegue permanentemente con el plano de la
verosimilitud. Así, la síntesis didascálica que se inserta a modo de resumen en cada
capítulo (De cómo Cándido se crió en un hermoso castillo, y de cómo fue expulsado de
él, etc.) es un juego con la verosimilitud: si los consideramos en conjunto (o algunos
aisladamente, como De lo que ocurrió a los dos viajeros con dos muchachas, dos
monos y los salvajes llamados orejones), la velocidad con que aparecen los hechos linda
con lo inverosímil.
También resultan inverosímiles los personajes filiformes, que carecen de
dimensión psicológica3 pero que, si quisiéramos encontrarles una arquetipia, también
esos arquetipos están dinamitados4. Son personajes que, a pesar de su chatura
psicológica, quedan en nuestra memoria como individuos. Así, Cándido -arquetipo de la
ingenuidad, según el nombre lo indica- asesina, en un dos minutos, a un judío y a un
prelado. El cuento filosófico está tan atravesado por el humor, que en su época fue leído
como un texto satírico.
Retomando: estamos, pues, ante dos tipologías mezcladas (la de “cuento
filosófico” y la de “cuento satírico”) en que el desacomodo permanente de los estatutos
de la verosimilitud del cuento de tesis y los personajes que no son ni arquetipos ni
tienen dimensión psicológica (y resultan, por lo tanto, una parodia del uso de
arquetipos), la acumulación de desastres produce un humor a través del cual la
solemnidad de lo filosófico se mezcla con la irreverencia de un texto satírico.
Hay, incluso, una tercera tipología: la crónica, el relato de viajes y aventuras y,
si se quiere, una cuarta: el texto utópico. Nos encontramos ante una multitud de
tipologías zurcidas, muchas de ellas contrarias entre sí: la crónica de hechos es una
tipología que tiene su radicación en un estatuto que no pertenece a lo ficticio sino a lo
fáctico; hay, por lo tanto, un juego de oposición complementaria, parecida a la de
Gulliver’s travels.
La alteración de circunstancias históricas concretas, de referencias a personajes
reales, son numerosísimas, y componen uno de los niveles más señalados (y discutidos)
del texto. Así, este texto ficticio intercala noticias de la época que sirven de apoyatura a
la discusión filosófica de fondo. Eso hace que ese discurso se vuelva actual en el
contemporáneo de Voltaire, e implica un desafío para el lector actual. Voltaire logra
insertar los hechos mostrando el absurdo mismo de los hechos históricos.
El hecho de fondo es, en principio, la Guerra de los Siete Años (1756-1763) que
comienza con una fase europea, proyecta una fase americana, y culmina con una fase
asiática; podría decirse que es la primera guerra “mundial”, y tiene que ver con las
disputas entre los imperios de turno: Prusia lucha por Silesia, y luego por Norteamérica;
Prusia y Hannover luchan por un lado; Francia y sus aliados por otro. María Teresa I de
Austria consigue el apoyo de Rusia, Suecia y España para reconquistar Silesia, pero
Federico de Prusia se adelanta en las hostilidades al tomar Sajonia. Los prusianos se
trasladan a Norteamérica con la rivalidad entre Francia e Inglaterra, con el
establecimiento de un territorio de la legalidad para la matanza que toda guerra implica.
Toda la crítica a la guerra de parte de algunos ilustrados (Swift, Voltaire, Diderot, etc.)

3
De hecho, lo que es tradicionalmente una debilidad de las obras de tesis (la ausencia o chatura
psicológica de los personajes) Voltaire lo convierte en una fortaleza, porque le confiere un sentido
humorístico, que pocas veces tienen las obras de tesis.
4
De ahí que no se pueda decir que Pangloss es la personificación de Leibniz o del optimismo.
acerca de la depredación de los derechos humanos que toda guerra implica5 es el fondo
de todo el texto, desde que Cándido es expulsado de Westfalia. Este es uno de los
puntos más importantes de la mirada crítica y no optimista de la guerra: la guerra no es
solo un tópico abstracto para la discusión ilustrada, sino un hecho permanente en
Europa, y que explica cómo Voltaire se las arregla para fundir el valor de la tipología
“crónica de guerra” dentro de un estatuto ficcional, satírico y filosófico.
La guerra colonial lo lleva a situar una parte del Cándido en Sudamérica. Pero
hay también pasajes de referencia a América del Norte, como el ajusticiamiento de un
almirante inglés: cuando Cándido y Martín llegan a Portsmouth (XXIII), presencian una
ejecución que se corresponde, históricamente, a la ejecución de John Beam, en 1857;
Voltaire había conocido al almirante, y fue uno de los primeros en protestar
públicamente contra su ejecución, considerada injusta por deberse en realidad a móviles
políticos. Tenemos, pues, en este episodio, tres elementos: uno de crónica histórica de
un hecho en el que Voltaire participó dos años antes, el formato ficcional del Cándido, y
su estilo satírico.
Tenemos, como dijimos recién, una parte del desarrollo ficcional en Sudamérica
(XIII-XIX); en un buen segmento de esta parte se trata de los conflictos de las misiones.
Voltaire, que nunca estuvo en América, inserta en el tratamiento de estos conflictos
todos los elementos informativos de la época; aquí aparecen con un estatuto ficcional,
pero son, mayormente, hechos históricos. Así, por ejemplo, en el Capítulo XXII hace
referencia a las “cédulas de confesión”, sin las cuales ningún moribundo podía recibir
los sacramentos. En los Capítulos V y VI, por otra parte (los del terremoto), trata la
figura del Inquisidor, los autos de fe, etc.; todos estos elementos son de crónica de
hechos, no ficcionales.
También están presentes las crónicas de Indias, donde Voltaire parece haber
visto que allí lo fantástico aparece naturalmente ligado a lo real por la proyección
mitológica que los conquistadores fraguan sobre el nuevo mundo. Voltaire maneja
ciertamente la lectura de los Comentarios reales del Inca Garcilaso. En el Capítulo XIX
(la huida a Surinam) se vincula con la Crónica del descubrimiento de la Guyana (1596)
de Sir Walter Raleigh. Cuando se encuentra con el negro que le dice “a este precio
coméis azúcar en Europa” demuestra una clara conciencia de la explotación.
Otros acontecimientos puntuales (la mención del intento de asesinato a Luis XV,
a los enfrentamientos políticos en Marruecos, etc.) son también elementos tomados de
la crónica histórica. También la expansión de la sífilis es un tema importante. Siempre
se insertan estos elementos en un discurso rápido, ágil, como el representativo episodio
de los reyes destronados en el carnaval de Venecia. Dentro de este estilo de crónica se
puede encontrar el flash informativo, el aviso publicitario, la entrevista rápida, etc.; una
serie, en fin, de textos que por su modernidad tienen función de crónica periodística.
Todo esto se ve atravesado, además, por otras dos tipologías: los relatos de
viajes y de aventuras. Desde la conquista, la tradición griega de las historias de viajes
(v.gr.: Jasón y los Argonautas) volvió a la escena literaria con renovado interés. Suelen
ser meros divertimentos o narraciones de aventuras, o bien tener planteos
antropológicos. Cándido, como La princesa de Babilonia (también de Voltaire) puede
ser leído como un cuento de viajeros: en la diversidad de itinerarios hay cuatro
continentes y decenas de ciudades; los protagonistas deben sortear los más variados
obstáculos, y está todo dispuesto para retener la atención del lector, a ver si los héroes
llegan por fin a un lugar acogedor.
Dijimos recién que el Cándido recoge también elementos de la tipología “relato
de aventuras”; esto es parcialmente cierto, ya que no es posible separar enteramente esa
5
La expresión “derechos humanos” es muy posterior, pero retroactivamente aplicable.
tipología de la del relato de viajes. Es decir: un relato de aventuras no tiene por qué
incluir viajes, pero un relato de viajes casi siempre es de aventuras (excepto que tenga
un valor exclusivamente antropológico, como en el Viaje de Bougainville -el original,
no el Suplemento de Diderot-). Según Estébanez Calderón, la novela de aventuras es
“un tipo de relato en cuya trama predomina la acción y el sucederse de acontecimientos
inesperados y, en ocasiones, extraordinarios, en los que el héroe, tras superar una serie
de obstáculos y situaciones peligrosas, logra conseguir su objetivo. Esta concepción de
la aventura, en la que el viaje constituye un elemento fundamental, está presente en los
diferentes modelos de relato del género que se han ido sucediendo en la historia de la
literatura...”. Como se ve, no es enteramente deslindable del relato de viajes, pero sí
tiene rasgos propios; uno fundamental, que se aprecia fácilmente en el Cándido, es la
sucesión de obstáculos y situaciones peligrosas. Esto resulta, como dijimos, esencial
para mantener el ritmo y la intensidad narrativa del texto y es un rasgo moderno.
El modelo de “relato de aventuras” se corresponde con el modelo heroico-
fantástico de V. Propp (v. más adelante), en que una carencia inicial lleva al héroe a
emprender un recorrido por distintas funciones que operan como obstáculos para la
reparación de ese daño; la carencia inicial, de este modo, opera como peripecia del
cuento. Al final, el héroe llega a encontrar una recompensa virtual del daño inicial.
Ahora bien: Voltaire se burla del paradigma heroico de recuperación y final feliz del
asunto amoroso. La recompensa no es, en realidad, tal como se hubiera previsto; difiere
de la de los cuentos folclóricos.
En la antigua Grecia, quien cantaba canciones de otros se llamaba rapsoda,
término que etimológicamente significa “zurcidor”, de modo que el rapsoda vendría a
ser “el que zurce cantos ajenos”. Ahora bien, Voltaire no solo zurce historias ajenas
(hechos, anécdotas), gesto bastante común en los narradores, que compartiría con
Homero y Flaubert. Su habilidad no radica solamente en tomar de otras historias
(ficticias, fácticas) los hechos que le conviene; no solo roba datos de la realidad (por
usar una metáfora cara a Vargas Llosa), sino que además roba formas narrativas ajenas,
para construir una nueva forma que las fusionar, de un modo increíblemente singular,
numerosas tipologías narrativas, acaso las más importantes de su época. Bien podríamos
decir, pues -por más extraño que suene-, que Voltaire es un magnífico zurcidor de
tipologías narrativas.

(b) La narración estereoscópica (escrito)


Según Boris Tomashevski, llamamos trama al conjunto de acontecimientos
vinculados entre sí que nos son comunicados a lo largo de la obra. La trama podría
exponerse de una manera pragmática, siguiendo el orden natural, o sea, cronológico y
causal, independientemente del modo en que han sido dispuestos en la obra. La trama se
opone al argumento, el cual, aunque está constituido por los mismos acontecimientos,
respeta en cambio su orden de aparición en la obra y la secuencia de las informaciones
que nos lo representan. En suma: la trama es lo que ha ocurrido efectivamente; el
argumento es el modo en que el lector se ha enterado de lo sucedido6.
La noción de tema es, por otra parte, una categoría sumaria que une el material
verbal de la obra. Esta posee un tema, y al mismo tiempo, cada una de sus partes tiene el
suyo. La descomposición de la obra consiste en aislar las partes caracterizadas por una
unidad temática específica.
Ahora bien: la narración del Cándido logra problematizar la trama, moviendo
varias veces a contar el mismo acontecimiento desde diversas ópticas y narradores, con

6
Téngase en cuenta que tanto trama como argumento son modos de paráfrasis de la obra
distintos finales. Según el narrador, serán contradictorias entre sí. Se dan, de este modo,
en forma circular o de espiral.
Al principio, el narrador da una visión “por detrás” (omnisciente) de los
acontecimientos; es decir: dominan las situaciones y los personajes. Luego el narrador
va teniendo, al igual que el protagonista, una visión equisciente: ambos saben lo mismo.
El narrador no puede ofrecerle al lector la garantía de que lo que está narrando sea en
verdad lo que sucede. Hay, pues, un juego con esa relación entre el narrador, el
personaje y el lector. El relato, por otra parte, se mantiene siempre en tercera persona,
aunque muchas veces creemos estar ante el relato en primera persona por estar
empleado el estilo directo.
Tenemos, por otra parte, narradores intradiegéticos, personajes que narran sus
historias con desenlaces sorprendentes para los propios personajes y también para el
lector, de modo que por momentos, el lector y Cándido ocupan un mismo lugar de
receptores en la narración.
La combinación de este conjunto de elementos da una visión estereoscópica,
compleja y contradictoria de la trama: todo empieza a ser posible, y se rompen los
niveles de verosimilitud de los sucesivos relatos, cayendo el lector en un juego de
apariencia y realidad.
Este perspectivismo de focalización narrativa es muy moderno, que supone a un
autor lúdico, fantástico, que logra jugar con la tríada narrador-personaje-lector.
El desplazamiento de narradores hace que el lector se centre en el personaje-
narrador; la trama, de este modo, obtiene variantes que agregan funciones a aquellas
funciones arquetípicas de los personajes, a medida que el relato avanza. Si bien los
personajes no adquieren matices psicológicos, pasan de una función a otra, sujetos al
ritmo y la velocidad de la obra. Los personajes, además, varían de función según lo que
narran.
La alternancia de focalizaciones narrativas problematiza la trama, pero no es ese
el resultado: Cándido no es un texto complejo, manierista; no es un desafío intelectual
para el lector, y ese resultado también implica un virtuosismo técnico. El resultado es
muy semejante al que causaría una comedia de enredos, donde hay un enfrentamiento
que da cierta comicidad a lo dramático: todas las desdichas, que son terribles, se
transforman por una operación del discurso cómico en algo simple y cómico, lúdico
pero no dramático. Es un juego que no deja de ser crítico, ya que expone tópicos y
situaciones que son, en sí mismas, serias. Lo que llama la atención es que Voltaire
llegue a este virtuosismo de magnífico equilibrio en el orden de los objetos, en el
semántico y en el de la focalización, con tan pocos precedentes narrativos7.
La agilidad del relato, además, está dada de modo tal que hacia el fin de cada
capítulo hay menos un cierre que una proyección de la acción que proseguirá en el
siguiente capítulo, lo que produce un encadenamiento de acciones en el cual no
terminamos nunca de cerrar un acontecimiento y ya estamos en la puerta de otro.

(c) Cándido como “meso-héroe” (aplicación del modelo de V. Propp)


Propp sostiene que el cuento fantástico tiene un desarrollo narrativo que parte de
un daño o carencia y atraviesa funciones intermedias, para concluir en un desenlace que
cumpla la función de recompensa o apoderamiento del objeto de la búsqueda, de
reparación del daño inicial. En el Cándido, además del cúmulo delirante de obstáculos a

7
Además de la relación ya señalada con el Quijote, el Cándido le debe mucho al Gulliver’s travels de
Jonathan Swift (relación que trataremos más adelante), a la primera traducción de Las mil y una noches,
hecha por Galland. La agilidad y precisión expresivas las podría haber también tomado de los Canterbury
tales de Chaucer que, a su vez, tienen como referente marcado El Decamerón de Bocaccio.
lo largo del texto, hay un gran daño (el destierro de Westfalia). Esta estructura cumple,
en muchos aspectos, con el planteo de Propp. Más que parodiarlo, Voltaire juega con el
modelo.
En la busca de la doncella -cuya figura queda muy manoseada- se visualiza hacia
el final, por parte del protagonista, que el objeto de deseo ya no es tal. No hay un
cambio en la medida en que Voltaire quiere burlarse de este esquema: Cunegunda es
monstruosa, pero Cándido es un hombre de palabra y se casará; ahí está la heroicidad de
Cándido.
Es difícil saber hasta dónde Voltaire parodia al héroe o al modelo heroico
fantástico: en esto anterior sí; pero ¿en el otro aspecto? ¿en la reparación del daño
inicial? Recordemos que el Cándido puede concebirse como un cuento de tesis; la
estructura de esta tipología narrativa desplaza la estructura del cuento heroico-
fantástico: se sustituye una tesis por otra. No solo se pierde Cunegunda, sino también un
mundo ideal -representado por el discurso providencialista de Pangloss-; eso es lo que
busca Cándido en todas partes del mundo, y se va dando cuenta de que no existe, como
no existe la axiología caballeresca en el mundo del Quijote.
Las ideologías de Cándido y Don Quijote son opuestas: Voltaire intenta
desplazar una filosofía providencialista, teocrática, que aún existía; cuando Cándido
llega al final del recorrido, no vuelve al mismo lugar de donde partió su carencia, sino
que llega a otro. Ya no es teocrático, sino pragmático, productivo, societario, y no
providencialista (“cultivemos nuestro jardín”). En cuanto a las estructuras de apertura y
la de cierre, pues, el modelo heroico-fantástico está presente para ser trastocado,
parodiado, pero con cierta evolución.
Podría decirse, por otra parte, que Cándido es un meso-héroe, un héroe de la
mesura y de la mesocracia burguesa: el Edén del que fue expulsado es un Edén de una
nobleza decadente: de esplendor solo tiene la apariencia; lo único que queda es la
absurda obsesión por la nobleza de sangre. Cándido es bastardo, hijo de la hermana del
Barón y un desconocido. Este es un juicio importante: Cándido siempre fue bien
recibido hasta que lo expulsan. En este paraíso hay un discurso, el de Pangloss, que
sostiene ese orden, justificando todos los males del mundo en función de mirarlos desde
esta cima tambaleante de la pirámide social. Cándido es expulsado menos por el
episodio amoroso con Cunegunda que por su afán de igualarse a la nobleza. Este punto
de partida es mostrado con eficacia pero también con deconstrucción de la eficacia
como modelo. Al palacio no le queda nada salvo el discurso teocrático que lo sostiene.
El hermano de Cunegunda es el ícono representativo de esta sociedad, cada vez que
aparece.
Cándido, lejos de ser un héroe aristocrático (como han sido los de las
narraciones medievales y posteriores) es un héroe inferior en clase social. ¿Llega, por
eso, a ser un anti-héroe? No; no es un pícaro, sino lo opuesto: un cándido, un ingenuo.
Por momentos parece que conserva algo de caballero o héroe trovadoresco, que
mantiene en alto la dama, a quien debe ser fiel su amada, etc.. Voltaire, además de
burlarse de la aristocracia, se burla del lugar del caballero: Cunegunda sufre una
transformación que la degrada desde Dulcinea hasta Aldonza Lorenzo. Cuando llega al
final, Cunegunda -ya degradada a o largo de la trama- no es rechazada por Cándido,
quien dice: “Yo soy un hombre de bien, y mi deber es amarla así”.
En el esquema más ideológico, el problema será cómo debe interpretarse el
contraste entre tres mundos: la micro-sociedad aristocrática y anacrónica de Thunder-
ten-tronckh, el mundo desastroso por el que viajan y ese otro lugar fuera del tiempo, el
espacio, la historia, y fuera de todo lo que se ha visto: Eldorado.
Fuentes
Clases de Bravo

4. Análisis de los Capítulos I, II y III del Cándido


Consideraciones paratextuales
La portada del libro ya contiene un paratexto interesante:

CÁNDIDO O EL OPTIMISMO
Traducido del alemán
por el señor doctor Ralph
con las adiciones que se han encontrado
en el bolsillo del doctor, a la muerte de éste,
en Minden, en el año de gracia de 1759

Comencemos por el título mismo, disyuntivo: Cándido es, naturalmente,


epónimo y representativo, en este sentido, de un texto narrativo que tiene un
protagonista. El optimismo ya adelanta un tópico de la agenda ilustrada, que tiene doble
lectura: en primer lugar, se trata de una representación del optimismo en tanto filosofía
providencialista; en segundo lugar, se trata de un optimismo ilustrado, que comparte el
tema del progreso como concepción histórica. El título apunta, por tanto, a una especie
de identificación entre el personaje y el optimismo, que se cuestionará a lo largo de todo
el texto, para ser progresivamente desplazado.
A su vez, hay una estrategia de juego con el pliegue autoral, en la breve
información que sigue al título; esta parte del paratexto es, según Pujol, parodia de las
convenciones de la novela de aventuras, de su lenguaje “rebuscado y arcaizante”. Pero
es, más bien, otra cosa. Otra nota de Pujol agrega que un tal James Ralph, escritor
norteamericano, es el referente real de este comentario, y que Pope ya lo había
satirizado en The Dunciad: se trata, pues, de un juego con dos planos de ficción: si
Ralph ya ha sido parodiado por Pope, se está parodiando el estatuto de la apariencia de
verosimilitud de un texto que se introduce como parodia de la parodia, como burla al
cuadrado.
Al establecerse este plano de ficción dentro de otro primer plano, se genera una
metaparodia que no solo anuncia una parodia, sino que, además, hace más compleja la
obra, problematizando el estatuto autoral. Borra (o juega con borrar) las fronteras de lo
referencial histórico con lo ficticio: el manuscrito habría sido encontrado en un lugar
cercano a Westfalia, donde empieza la historia. El juego sarcástico de Voltaire es la
pretensión e que haya sido escrito en Alemania, por lo cual el alemán mismo se ve
parodiado.
Dos comentarios más. Análogos juegos encontramos en el Quijote y, más
cercana y explícitamente, en Los viajes de Gulliver de Swift. Pero ese juego, que
siempre se ha tomado por eso mismo, un juego, ha surtido algún efecto en algún editor
incauto de Voltaire; una edición decía, en la contratapa: “Traducido del alemán al
francés por el Dr. Ralph, y del francés al español por...”.
Análisis del Capítulo I (escrito)
El Capítulo I, como todos los capítulos, comienza con un pequeño paratexto que
comenta el tema del capítulo; en este caso, reza así: De cómo Cándido se crió en un
hermoso castillo, y de cómo fue expulsado de él. Lo primero que llama la atención (en
una segunda lectura, claro) es lo irónico del adjetivo “hermoso”: comienza como un
cuento de hadas tradicional, pero a medida que avanzamos en la lectura nos damos
cuenta de que el cuento de hadas está parodiado.
En la primera parte del Capítulo predomina la descripción en estilo indirecto, la
presentación descriptiva de la situación (el marco, podríamos decir) espacial y temporal
(más espacial que temporal, porque lo temporal tiende a mostrarse como universal) y de
los personajes. La presentación de los personajes está ordenada: primero Cándido, luego
el Barón, la Baronesa, Cunegunda y Pangloss. La presentación de los personajes alterna
grafopeya y etopeya, y entre sus presentaciones se va introduciendo el marco espacial
de Thunder-ten-tronckh. La presentación es, por demás, bastante estática: el demiurgo
hace pasar de a uno a los personajes en el escenario del discurso, presenta
individualmente a cada personaje del drama. Mostrando el lugar y las características de
cada personaje, la presentación resulta paródica de la de los cuentos populares: los
personajes no son presentados en acción sino a través de sus características, con muchas
ironías. A partir de estos personajes, comienza la acción.
Luego, prosigue con la narración (“Cierto día...”): lo que ha narrado antes no
está en una situación concreta, sino en la repetición de la costumbre en el palacio. La
narración es breve en relación a la descripción, pero es muy veloz: en media página
tenemos todos los elementos para comprender la expulsión de Cándido y reírnos de ella,
y para ver satirizados con asombrosa agilidad todos los principios en que se basa este
microsistema social.
Comencemos, pues, con el análisis de la presentación:
Vivía en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la
naturaleza había dotado del más amable de los temperamentos. Su fisonomía anunciaba su alma. Era de
conciencia muy exigente, y de ingenio muy simple; y creo que por esta razón se le llamaba Cándido. Los
criados antiguos de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado y
buen gentilhombre de aquellos contornos, con quien esta dama nunca había querido casarse, porque el
joven sólo había podido probar setenta y un cuarteles de nobleza, ya que el resto de su árbol genealógico
se había perdido por obra de la acción destructora del tiempo.
El barón era uno de los señores más poderosos de la Westfalia, pues su castillo tenía puerta y
ventanas. Su salón estaba incluso adornado con una tapicería. Con todos los perros de sus corrales, en
caso de necesidad podía llegar a formar una jauría; sus palafreneros podían convertirse en monteros; el
vicario de la aldea era su gran capellán. Todo el mundo le llamaba Monseñor, y le reían todas las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, gozaba por lo tanto de
una gran consideración, y hacía los honores de la casa con una gran dignidad que la hacía aún más
respetable. Su hija Cunegunda, que contaba diecisiete años de edad, tenía el rostro encendido, el aspecto
saludable, era entrada en carnes y apetecible. El hijo del barón en todo parecía digno retoño de su padre.
El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con toda la
buena fe de su edad y de su carácter.

Luego sigue desarrollando la presentación de Pangloss, que después veremos


con mayor profundidad. En primer lugar, cabe destacar que la Westfalia es una región
real en Alemania, el lugar donde se firmó la última paz de Europa en el momento en que
Voltaire escribe; de hecho, el libro está escrito desde el desengaño, puesto que la paz ya
se había roto para ese entonces. Así como se ha roto la paz de Westfalia (por el
enfrentamiento con Federico de Prusia), se llega a romper el orden del castillo. Sí es
invento y parodia el nombre del castillo, “Thunder-ten-tronckh” que establece, por
tanto, un juego entre lo referencial y lo nominal ficticio. La burla está, en este caso, en
el plano fonético, gesto que resulta bastante moderno: parodia lo impronunciable del
alemán, según Voltaire.
Veamos la etopeya de Cándido. Dice que era un joven de “conciencia muy
exigente y de ingenio muy simple” (otras versiones dicen “de juicio/entendimiento
recto” en lugar de “de conciencia exigente”). Cándido es lo opuesto a un receptor
crítico, a un receptor de lo irónico, a Voltaire y al lector; carece del valor complejo del
discurso, de las significaciones posibles del lenguaje. Es, justamente por eso, un
“espíritu simple”: no comprenderá el doblez del discurso, el doble juego de significados
que lo describe. La grafopeya de Cándido está en función de su etopeya: “Su fisonomía
anunciaba su alma”.
Hay una descripción del personaje que tiende a mostrar su absurdo, su ridiculez
frente a determinadas situaciones; el narrador sabe lo mismo que los otros personajes,
pero no más: es, por lo tanto, equisciente.
Cándido (nombre que apunta a esta actitud de no comprensión y que
desambigua, por lo tanto, las referencias irónicas) es inocente hasta que logra un cierto
tipo de conciencia. Es adoctrinado por su espíritu acrítico, y tiene por única misión en
su vida lo que le enseñan los mayores.
Luego habla del castillo, que es un microcosmos ordenado, con estrictas normas
y reglas sociales (la burla de los cuarteles de nobleza ejemplifica bien esto8). El no
acatar estas normas excluyen de la sociedad al pobre ingenuo que no las acató. Ya está
excluido, desde un primer momento, porque su padre solamente tenía setenta y un
cuarteles de nobleza (setenta y una generaciones de ascendencia noble; es una burla a
las pretensiones de la nobleza alemana), pero se le permitía vivir en el castillo; pero al
violar esas normas, se lo excluye automáticamente. Las normas son, por demás,
paródicas de las normas reales, de modo que Voltaire está parodiando a la falsa moral, a
los estatutos sociales, a la concepción obsesiva del linaje de sangre. Toda la parodia,
pues, está en el plano de la connotación, hasta este punto, en que se hace bastante
explícita.
El resto de las presentaciones siguen un orden patriarcal: la pareja de padres y la
pareja de hijos; los hijos son reflejo de los padres, y esto los hace dignos: seguir siendo
igual que los padres; la concepción de educación subyacente es la de reproducción del
modus vivendi de los padres.
Presenta primero al Barón, a través de sus posesiones, y se burla de este modo de
la austeridad de los alemanes. En un artículo del Diccionario filosófico (“lujo”) Voltaire
habla, como buen francés, a favor del lujo, en contra de la austeridad excesiva. De eso
se burla en los alemanes; primero, introduciendo una causa de enunciación ridícula
(“era uno de los señores más poderosos de la Westfalia, pues su castillo tenía puerta y
ventanas”); luego, de la polifuncionalidad de sus perros, de sus empleados y del hecho
de que el sacerdote no pertenezca al castillo sino a la aldea. El procedimiento es
bastante parecido al del primer Capítulo del Quijote: enumerando de las posesiones del
Barón, resultan estas tan escasas que tienen un efecto irónico (enumerando sus
posesiones revela su ridícula pobreza). Es muy cervantino: no hay grandes lujos en el
castillo, pero el estilo discursivo del narrador lo presenta como lujoso. Al minimizar,
pues, las posesiones del Barón, se minimiza su status.
Pero el poder del Barón está sostenido también por la hipocresía ajena (“Todo el
mundo le llamaba Monseñor, y le reían las gracias”) que engrandece lo pequeño, y por
otro discurso: el de Pangloss. De modo que esto resulta una doble parodia, ya que
Voltaire (como Cervantes) se burla no solo de la pobreza en que se ve sumida la clase
noble, sino -y más aún- de sus pretensiones9.
Tenemos luego la presentación de la Baronesa (en función de su peso, por lo
cual el adjetivo repetido gran se torna irónico) y de sus hijos: el hijo del Barón se
describe en función de su padre, que es indigno; así se mostrará después. Cunegunda,

8 Por otra parte, hay un juego interesante entre la situación de Cándido como héroe y su origen bastardo y
poco noble.
9
Otra interpretación posible, de Barnouw: para los príncipes alemanes debe resultar monstruoso que el
hijo de un par inglés no sea sino un burgués rico e influyente: critica, de este modo, la inutilidad de la
nobleza.
por otra parte, es el ideal femenino desvirtuado, ya que su presentación es básicamente
grafopéyica.
Y vamos ya a la aparición de un personaje esencial, Pangloss, parodia del
discurso providencialista. Su nombre es de raíz alemana, y significaría “todo lengua”.
Pujol ha interpretado que significa que “todo puede explicarse”; más coherente sería
decir que es un charlatán o, mejor aún, aceptar la disemia (intencional o no, eso no
interesa) como un recurso humorístico: todo puede explicarse, y todo puede explicarse
con charlatanería. Pangloss tiene un lugar en la casa: el de “oráculo”; es el centro del
saber, a quien se le consulta por todo, porque su discurso es el pilar fundamental de ese
micro-cosmos social, y porque su verdad es revelada e incuestionable; de este modo se
liga connotativamente a Pangloss con el concepto de verdad divina: lo que él dice es
palabra sagrada, en la medida en que proviene de una dimensión superior y se
transforma, entendida o no, en algo incuestionable. Él dice, por supuesto, lo que los
nobles quieren escuchar, y eso implica una cantidad de críticas al formato de verdad no
cuestionada, más allá de las estructuras nobles. Y se nos muestra ya la reacción de
Cándido ante su discurso: el joven es absolutamente engrupido, si se me permite el
verbo, pero el narrador lo justifica: cree todo por la buena fe de su edad y de su carácter.
Pasemos al resto de la presentación de Pangloss:
Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmolo-bobería. Demostraba admirablemente que no
existe efecto sin causa, que este mundo era el mejor de los mundos posibles, y que en él, el castillo de
monseñor el barón era el más hermoso de los castillos, y la señora la mejor de las baronesas posibles.
“Está demostrado -decía- que las cosas no pueden ser de otro modo: pues si todo ha sido hecho
para un fin, necesariamente todo es para el mejor fin. Obsérvese bien que las narices se hicieron para
llevar anteojos; y así es que llevamos anteojos. Evidentemente, las piernas están destinadas a llevar
calzas, y llevamos calzas. Las piedras se crearon para ser talladas y para hacer con ellas castillos; y así es
cómo monseñor tiene un hermosísimo castillo: el primer barón de la provincia debe ser el que habita en la
mejor mansión; y como los cerdos se hicieron para ser comidos, comemos carne de tocino todo el año.
Por consiguiente, los que han dicho que todo va bien, han dicho una necedad: hubieran debido decir que
todo va del mejor modo posible.”
Cándido escuchaba atentamente, y creía inocentemente, pues encontraba a la señorita Cunegunda
extremadamente bella, aunque nunca se atrevió a decírselo. Sus conclusiones eran que, después de la
dicha de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita
Cunegunda; el tercero, verla todos los días; y el cuarto, oír al doctor Pangloss, el mayor filósofo de la
provincia, y, por consiguiente, de toda la tierra.

Dado el objetivo de Voltaire de parodiar cierto discurso filosófico, es


comprensible que la presentación de Pangloss sea la más extensa, al punto que le cede
por primera vez la palabra. La parodia del discurso filosófico optimista comienza con el
título ridículo de las enseñanzas de Pangloss (“metafísico-teólogo-cosmo-nigología”,
dicen otras versiones), manifiesta burla de las pretensiones totalizadoras del sistema
filosófico de Christian Wolff. Por otra parte, este título expone los elementos y da un
remate en que todo lo dicho queda reducido a la nada (nigología, tontería); las ramas de
reflexión filosófica que elige Voltaire para componer el título son todas especulativas:
Voltaire desestima completamente a estas disciplinas, todas tonterías.
Me permitiré aquí una pequeña digresión, sobre un tema que se aleja de lo
estrictamente literario (si es que tal cosa puede deslindarse de lo filosófico): la burla de
las pretensiones totalizadoras de Wolff, el inconformismo ante un discurso que explica,
con un puñado de categorías, todos los fenómenos del universo, es una de las actitudes
más magníficas de Voltaire. Es un inconformista declarado, pero no solo contra las
injusticias del mundo; reformulo: no es solamente un intelectual comprometido, hecho
de por sí bastante meritorio. Es, además (y ante todo) un intransigente discursivo: se
niega a reducir la riqueza de la realidad a un solo discurso. De este modo, encontramos
que Voltaire es afín al empirismo de Locke y Newton, pero no insiste en explicar el
mundo desde el discurso asumido del empirismo inglés ni desde ningún otro discurso
ajeno; también se resiste a la tentación de elaborar él mismo un sistema filosófico
totalizador. De ahí que las enciclopedias lo etiqueten (como a Vaz Ferreira) de
“pensador poco sistemático” (porque las clasificaciones siempre tienen una categoría
“otros”, o “misceláneos” para homogeneizar a todos los que no entran en una de las
corrientes). Esta rebeldía ante los discursos (religiosos, políticos, filosóficos) es, creo,
una de las virtudes más apreciables.
Y es esta misma virtud, pues, la que lo lleva a caricaturizar al optimismo pero
también al pesimismo. Así es que en el Cándido, todos los personajes que tienen,
representan o asumen un discurso son absolutamente ridículos. El primero, Pangloss,
que comienza, en sus palabras, por excluir cualquier otro discurso: “Está demostrado -
decía- que las cosas no pueden ser de otro modo”. Y aprovecha en esta sola oración para
introducir más de una idea: en primer lugar, “está demostrado”. Él no demuestra nada,
pero está demostrado; es, en cierta medida, un uso de la falacia de apelación a la
autoridad; pero no de la autoridad de un otro, no de otro sujeto, sino la autoridad del
mismo discurso. Mi discurso, dice Pangloss, es, ante todo, irrefutable; y esta
irrefutabilidad tiene un efecto humorístico cuando enuncia la ridícula demostración. En
segundo lugar, las cosas no pueden ser de otro modo: el discurso no se vale de la
realidad “real” (cosa, por demás, imposible), sino que instaura una realidad. El punto de
partida del discurso caricaturizado es el principio de razón suficiente: no puede haber
efecto sin causa. Bien, podemos llegar a coincidir, como decía Borges, en que todo tiene
una causa; pero, siendo el conocimiento humano limitadísimo, es imposible atribuir
correctamente una causa a cada efecto.
Voltaire, en suma, sintetiza en el discurso de Pangloss dos concepciones básicas
del racionalismo tipo Leibniz y Wolff: el determinismo de las causas y los efectos; el
“principio de lo mejor” (si el mundo creado por Dios, que es perfecto, nuestro mundo
no puede sino ser el mejor). Este complejo causal lo aplicará Pangloss (y luego
Cándido) a todas las cosas del mundo: este es, pues, el principio de una reiteración
constante que termina, por la propia repetitividad, saturando al lector. En el discurso
mental de Cándido, la repetición de estas fórmulas es parte de un saber (o, más bien, del
único saber que tiene); pero el efecto que esta reiteración genera en el lector es de
saturación y, por lo tanto, de distanciamiento respecto del héroe. Implica, también, un
rechazo de la tradición y la superstición, que se impone a fuerza de repetirse.
Luego, el narrador le cede, por primera vez, la palabra a un personaje: en esta
primera ocasión del discurso directo, se pone en funcionamiento todo lo que se dijo
antes; por otra parte, al no estar en ningún tiempo definido, se muestra como una acción
repetida. Su formato retórico es perfecto, pero su contenido desarrollado es de lo más
absurdo. El absurdo está dado por la inversión de la subordinación causa-efecto, hecho
que implica un trastocamiento desde el que se genera el valor absurdo. El absurdo,
además, es acumulativo. La organización del discurso es argumentativa: comienza por
la tesis, luego los ejemplos, y por último una conclusión, que descarta tesis opuestas o
disidentes. El discurso de Pangloss atribuye, pues, causas a efectos de un modo ridículo.
Analicemos las atribuciones.
La primera de todas resulta un razonamiento general: “si todo ha sido hecho para
un fin, necesariamente todo es para el mejor fin”. Sintácticamente, está enunciado como
una relación de causa y consecuencia, pero esa causalidad no es, ciertamente, semántica.
La condicionante es de por sí cuestionable, y la condicionada no tiene una relación
semántica con la aquella. Es decir: Pangloss no demuestra (aún) que todo ha sido hecho
para un fin; si asumiéramos esta premisa, podríamos discrepar que todo ha sido hecho
para el mejor de los fines. Y así es cómo Voltaire se las ingenia para comenzar a
arruinar el discurso teleológico providencialista, de un modo que, por otra parte, resulta
bastante afín al empirismo: el discurso sostiene una cosa, pero todas las experiencias del
castillo (la pobreza de la que hablamos) y toda la experiencia ulterior de Cándido
contradice sistemáticamente al discurso providencialista. De modo que, además de
criticar el discurso en sí, Voltaire critica el uso que de ese discurso se hace, un uso que
años después se identificará con lo ideológico: sostener un orden social determinado.
Nótese, además, el modo sutil de la crítica al método racionalista: parte de una
convicción general, y luego la impone a la realidad de un modo absurdo (puede ser
también una crítica al método didáctico de exponer el discurso). Así, Pangloss comienza
por enunciar la reflexión general (“todo es para el mejor fin”) y prosigue con la
aplicación empírica del primer juicio: las narices las piernas, las piedras y los cerdos
demuestran fehacientemente el discurso de Pangloss. Y aquí Voltaire juega con otra
deformación de la lógica: la falacia de la causa falsa; y lleva esta falacia a tal extremo
que las demostraciones de Pangloss adquieren un efecto humorístico. La misma
elección de los ejemplos (narices, piernas, piedras, calzas) es risible, por lo poco
importante del asunto; pero no solo eso: la relación de causalidad semántica está
invertida respecto de la causalidad sintáctica o lógica, de modo que, para Pangloss, la
causa del efecto “usar lentes” es la forma de la nariz (y no a la inversa: los lentes tienen
esa forma para encajar en la nariz). Y así con todo, y de ahí que sus demostraciones
resulten admirables, en una bisemia irónica: son admirables porque lo hace muy bien,
y/o porque lo hace de modo asombroso, ya que no parece posible conectar tales causas a
tales efectos.
En otro plano de análisis (que apunta a la pluralidad de discursos), podríamos
decir que la figura de Pangloss puede tener sus lejanas raíces en la figura-tipo del
dottore de la Commedia dell’arte (acaso a través de Molière): el pedante que enuncia
obviedades o absurdos con aire doctoral. Lo que nos habla, también de la riqueza de
géneros del Cándido, aunque no se trata ya de una tipología narrativa, sino de figuras
dramáticas. Cierto es, también, que la arquetipia está destruida en el devenir de la
acción narrativa (v. 3.a), pero en principio podría guardar alguna relación. De ahí,
también, el recurso de la caricaturización, que es típicamente cómico.
Volviendo a las afirmaciones de Pangloss, estas van, como vimos, de la
afirmación general hacia la experiencia de las cosas más banales pero naturales (las
narices, piernas, piedras) hacia el orden social: como las piedras están para ser talladas,
monseñor tiene un magnífico castillo. Así se muestra de manera bastante gráfica y
explícita (y ciertamente humorística) una de las cosas que Voltaire quiere demostrar: el
discurso de Pangloss es el cimiento sobre el que se sitúa la piedra que se talla en castillo
y en orden social.
Tenemos, por último, una afirmación que trastoca, por un mínimo momento, el
concepto que de Pangloss tiene (hasta aquí) el lector: “los que han dicho que todo va
bien, han dicho una necedad: hubieran debido decir que todo va del mejor modo
posible”. Me interesa, primero señalar el recurso que desacomoda al lector: por lo que
veníamos leyendo, Pangloss es marcadamente optimista; al negar la afirmación “todo va
bien”, entrevemos una brecha por donde puede escaparse ese optimismo, pero
inmediatamente después de los dos puntos nos queda claro que no era un gesto de
disidencia sino de hipérbole: todo va del mejor modo posible.
Por otra parte, tenemos allí dos versiones entrecruzadas del optimismo: el “todo
bien” es una afirmación del inglés Alexander Pope, en su Essay on man (1733); el
principe du mellieur (algo así como “principio de lo mejor”) corresponde a Leibniz.
Voltaire -según Barnouw- no critica la predestinación en Pope y Leibniz, porque
comprende que lo criticable es el uso que de esas máximas se ha hecho para conservar
el orden social. En rigor (y la observación es de Ferrater Mora), el optimismo no
excluye al perfeccionamiento humano. Y Ferrater observa también, con tino, que el
Cándido no es, en realidad, una crítica al optimismo, sino una reducción.
Sigamos, pues, adelante. La recepción del discurso por parte de Cándido pone
todos los elementos que presentó Pangloss baho la mirada del joven, en relación
dinámica. Él reproduce el discurso, con connotaciones jerárquicas. La construcción del
paradigma, pues, está representada en Cándido, como si este fuera la sociedad receptora
de los valores, y tal como esta sociedad inocente o ingenua asimila el discurso y lo
reproduce irreflexivamente, así lo hace el protagonista. A tanto llega esta construcción,
que si miramos el resultado en el sentido de preguntarnos quién es Cándido, no
podríamos responder: tan grande es su alienación en función de valores ajenos de
identidad.
Voltaire insiste, por otra parte, en parodiar el discurso optimista en las palabras
de Cándido, ahora directamente de fuentes leibnicianas: Leibniz (Teodicea) distingue
entre “grados de perfección” de los mundos posibles. Cándido distingue absurdos
grados de perfección que incluyen potencialidades absurdas (tales como ser la señorita
Cunegunda, ya que no poseerla), y cree, cándido, que todo está bien. Los grados de
felicidad, además, se corresponden con la escala social.
Comienza, luego, la secuencia narrativa del Capítulo I, que oficia como
peripecia en los hechos (ya que no en el discurso, pues Cándido no pierde el
optimismo):
Cierto día, Cunegunda, mientras paseaba cerca del castillo, por el bosquecillo que llamaban
parque, vio por entre la maleza cómo el doctor Pangloss daba una lección de física experimental a la
doncella de su madre, una morenita muy linda y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía una gran
disposición para las ciencias, observó, conteniendo el aliento, las reiteradas experiencias de que fue
testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y volvió sobre sus
pasos muy turbada, muy pensativa, ardiendo en deseos de saber, pensando que ella podía muy bien ser la
razón suficiente del joven Cándido, quien a su vez podía ser también la suya.
Al regresar al castillo encontró a Cándido, y se ruborizó; Cándido se ruborizó también; ella le dio
los buenos días con voz entrecortada, y Cándido le habló sin saber lo que decía. Al día siguiente, después
de la comida, cuando se levantaron de la mesa, Cunegunda y Cándido se encontraron detrás de un
biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió; ella apretó inocentemente su mano; el
joven besó inocentemente la mano de la muchacha con una vivacidad, un sentimiento, una gracia
singulares; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas temblaron, sus manos se
extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-tronckh pasó junto al biombo, y al ver esta causa y este
efecto, expulsó a Cándido del castillo con grandes puntapiés en el trasero; Cunegunda se desvaneció:
cuando volvió en sí, fue abofeteada por la señora baronesa; y todo fue consternación en el más hermoso y
el más agradable de los castillos posibles.

Primer recurso básico de aceleración del movimiento: abundancia de verbos en


pretérito perfecto. Podemos, además, atribuirle un sentido al recurso: el mundo perfecto,
que describe al principio, se desploma rápidamente, por la fragilidad del discurso que lo
sostiene. Más aún si tenemos en cuenta que el mismo Pangloss es la causa última de
este mal. De este modo aparece el valor satírico, que expone la debilidad que la
apariencia quiere ocultar; la sátira apunta a Pangloss (asociado a la clase eclesiástica por
las connotaciones del oráculo), que abusa de su poder.
El narrador asume por un momento la perspectiva (visual pero sobretodo
valorativa10) de Cunegunda, y describe desde el discurso asumido del optimismo de la
princesa lo que ella ve. Pero se las ingenia, con increíble virtuosismo, para que el lector

10
El narrador, en su actitud parodiante, asume el discurso filosófico que quiere caricaturizar para luego
devolvérselo al lector en el doble discurso de la ironía.
se dé cuenta de que lo que Cunegunda ve no son causas, efectos y razones, sino a
Pangloss y la doncella de su madre en plena transgresión sexual. De modo que logra
varios efectos simultáneos: conserva el decoro, muy clásico, de no describir el sexo
explícitamente; deja la imagen en la indefinición, sin que sepamos nosotros exactamente
qué vio Cunegunda (aunque sí sabemos que las experiencias fueron reiteradas); parodia
el discurso optimista. Se vale, para ello, de una multiplicidad de metáforas:
- “daba una lección de física experimental a la doncella de su madre”: es una
metáfora cuyo significante (la lección de física experimental) se asocia al sexo, que es
una experiencia física. Es una sustitución que develamos por el juego de palabras con
sentido disémico, y que instaura la norma interpretativa para el resto del párrafo: cada
vez que haga uso de un término asociado a una situación pedagógica, lo interpretaremos
con sentido sexual.
- “Cunegunda tenía una gran disposición para las ciencias”: sustituye la
curiosidad sexual de la joven, de proyecciones vouyeuristas, con la curiosidad científica.
- “vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas”:
sustituye nuevamente la imagen sexual con una categoría del discurso racionalista.
- “ardiendo en deseos de saber”: aquí el humor está en el sintagma resaltado, que
adjetiva a los deseos, que -según la pauta interpretativa que nos dio, y según el uso
común de la metáfora fogosa- interpretamos como sexuales.
Etc..
De este modo, por otra parte, Voltaire nos muestra que lo ridículo de las
aplicaciones que puede tener el discurso, destruyéndolo completamente.
El siguiente párrafo es paródico de gestos del amor cortés, típicos en las novelas
de caballería o de aventuras: el pañuelo, el secreto, la prohibición. Todo esto está
enunciado de un modo rapidísimo, como si los jóvenes quisieran acelerar las etapas de
seducción para pasar directamente a saciar su deseo; se trata, pues, de un discurso
gestual parodiado.
El secreto no se mantiene por la torpeza de los jóvenes, y el padre ve esa causa y
ese efecto (expresión que resulta, más que nunca, irónica). Entonces le da un puntapié
en el trasero, primer acto de violencia de la obra, que viene a marcar el límite del
discurso; en el momento en que el padre los ve, no se lo explica a sí mismo con un
discurso optimista, sino que ve lo que efectivamente es: Cándido manoséandose a la
hija. La respuesta del Barón tampoco es discursiva.
El episodio también resulta de una intertextualidad con el Génesis (III, la
expulsión del Edén); en este marco, Cunegunda sería Eva, Cándido Adán, el Barón Dios
y el sexo prohibido es la prohibición del árbol de la ciencia (lo que explica, también la
denotación pedagógica o científica de las metáforas). Pangloss, por supuesto, opera
como la serpiente: funciona como agente, puesto que ofrece el conocimiento diciendo
solo lo bueno de él, pero no lo malo. Esto habla del poder del conocimiento y de la
pesuasión a través del lenguaje. Indirectamente, es una aproximación paródica a uno de
los textos más canónicos de la tradición occidental.
La frase final es ya absolutamente sarcástica: “y todo fue consternación en el
más hermoso y el más agradable de los castillos posibles”. Primero: el atributo y el
circunstancial se excluyen semánticamente (si es el mejor de los castillos, no puede ser
todo consternación). Segundo: se aplica, nuevamente, el principio de lo mejor (que, en
Leibniz, se usa para describir al mundo, justamente porque no se puede comparar con
otro mundo posible) a la descripción del castillo. Tercero: el valor que tiene el discurso
ahora es, si cabe, más manifiestamente irónico que antes, ya que la patada en el trasero
propinada a Cándido por el Barón acaba de derribar por completo el discurso.
Así termina Voltaire de arruinar completamente, en un solo capítulo, todo el
discurso, que ahora siempre tendrá, por el resto del libro, un valor irónico.

Análisis del Capítulo II (escrito)


El primer párrafo del Capítulo II está dedicado por entero a describir las
consecuencias de la expulsión del castillo (que, por si quedaba alguna duda sobre la
inertextualidad con el Génesis, se designa como “paraíso terrenal”):
Cándido, expulsado del paraíso terrenal, anduvo largo tiempo sin saber adónde se dirigía,
llorando, elevando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los castillos, que
albergaba a la más bella de las baronesitas, y se tendió a dormir sin cenar en medio del campo, entre dos
surcos; caían gruesos copos de nieve. Cándido, completamente empapado, a la mañana siguiente se
arrastró hasta la ciudad vecina, que se llamaba Valdberghoff-trarbkdikdorff, sin un céntimo en el bolsillo,
medio muerto de hambre y de cansancio. Se detuvo tristemente a la puerta de una posada.

Las consecuencias son, por supuesto, nefastas; acaso pensando en la frase


“podría ser peor: podría estar lloviendo”, el autor hace que caiga nieve; cambia de
situación y de estación. El discurso, pues, parodia lo trágico de la situación, en la
exageración de los elementos de la desgracia: los gestos trágicos (elevar los ojos al
cielo, darse vuelta y mirar el castillo perdido) adquieren un matiz ridículo.
Por otra parte, se mantiene la intertextualidad con el Génesis: Cándido se acostó
“sin cenar”11, porque ahora ha de ganarse el pan con el sudor de su frente. También dice
que “se arrastró”, como la serpiente. La parodia de la fuente consiste en la
descontextualización de los elementos.
La puerta de la posada es la entrada al mundo: a partir de ella, del otro lado del
umbral, está este mundo real, no aislado, que Cándido, como el Buda, desconoce.

Luego sigue un maravilloso diálogo:


Dos hombres vestidos de azul advirtieron su presencia.
- Camaradas -dijo uno de ellos-, he aquí un joven de buen aspecto y que tiene la talla necesaria.
Se dirigieron a Cándido y le rogaron con gran cortesía que les acompañara en la comida.
- Caballeros -les dijo Cándido con una modestia encantadora-, me honráis mucho con vuestra
petición, pero no tengo con qué pagar mi parte.
- ¡Ah, caballero! -le dijo uno de los azules-, las personas de vuestro porte y de vuestro mérito
nunca pagan nada: ¿acaso no medís cinco pies y cinco pulgadas?
- Sí, esa es mi talla -dijo, haciendo la reverencia.
- ¡Ah!, entonces sentaos a la mesa: no solo pagaremos vuestro gasto, sino que nunca toleraremos
que un hmobre como vos carezca de dinero; los hombres están para socorrerse unos a otros.
- Tenéis razón -dijo Cándido-; esto es lo que el señor Pangloss siempre me decía, y ahora bien
veo que todo va del mejor modo posible.
Le ruegan que acepte unos escudos, él los coge y quiere extender un recibo; no se lo admiten, se
sientan a la mesa.
- ¿No es cierto que amáis intensamente...?
- Oh, sí -responde-, amo intensamente a la señorita Cunegunda.
- No -dice uno de aquellos caballeros-, os preguntamos si no amáis intensamente al rey de los
búlgaros.
- En absoluto -dice-, en mi vida le he visto.
- ¡Pero, cómo es eso! Es el mejor de los reyes, y hay que beber a su salud.
- ¡Oh! Con mucho gusto, caballeros.
Y bebe.

11
El hecho, poco importante, de que se halla acostado sin cenar, contrasta con la magnitud épica del
episodio.
- Ya basta por ahora -le dicen-; sois el apoyo, el sostén, el defensor, el héroe de los búlgaros;
habéis hecho vuestra fortuna, y podéis contar con la gloria.
Acto seguido, le ponen grilletes en los pies y le llevan al regimiento. Allí le hacen dar vueltas a
derecha, a izquierda, sacar la baqueta, volverla a su sitio, apuntar, disparar, doblar el paso, y le dan treinta
bastonazos; al día siguiente, hace el ejercicio un poco menos mal, y solo recibe veinte bastonazos; al
tercer día solo le dan diez, y es considerado por sus camaradas como un prodigio.

Con un dato cromático, contextualiza al lector de la época: de azul se vestían los


reclutadores prusianos. El primer parlamento del guardia dice que tiene “buen aspecto”
y “la talla necesaria”; lo del buen aspecto es relativo, si consideramos que está mojado y
cansado; pero por su ropa se puede deducir su clase social.
Tenemos luego la invitación de los guardias. Nosotros reconocemos una
difracción entre la amabilidad y las intenciones, pero Cándido, ingenuo por naturaleza y
educación, es incapaz de comprenderlo.
Como en el Quijote, los soldados adoptan el discurso del recluta, roban sus
palabras: entre ellos, se refieren como “camaradas”, pero una vez que Cándido los llama
“caballeros” ellos también utilizarán la expresión. Se suceden así las ironías: le hacen
creer a Cándido que hablan su mismo lenguaje, que están en las mismas coordenadas y,
finalmente, que le deben ayuda mutua por filantropía. Esta es la última y máxima ironía
del guardia; desde el punto de vista satírico, a este personaje que usa el lenguaje de
modo conscientemente hipócrita, se le llama cínico. El diálogo tiene, además, algo de
diálogo de sordos, o al menos Cándido está sordo respecto de la situación (si se me
permite la metáfora).
El joven, predeciblemente (y prosiguiendo con la estrategia de saturación)
explica todo lo que le sucede con el discurso de Pangloss.
Tenemos luego las preguntas de los guardias; la primera parte de la pregunta
coincide con lo que Cándido está pensando. La segunda ya no, y tampoco coincide con
lo que imaginamos nosotros (“amar intensamente” difícilmente pueda decirse de un
rey); puede leerse, pues, como una apropiación fantástica del discurso: los prusianos
saben o suponen que es la clase de palabras que usaría Cándido; el humor radica,
justamente, en que no las usaría aplicadas al rey de los búlgaros (humor típicamente
quijotesco, pues).
La respuesta final de Cándido tiene dos niveles de significado: podría decirse
que no lo ama porque no lo ve (noción bastante pragmática: cree en lo que ve), pero
también que es portavoz de las ideas de Voltaire, que no quería mucho al rey de los
búlgaros. (Llegado es el momento de aclarar: el episodio tiene lugar en la Guerra de los
siete años; los búlgaros representan a los prusianos, y los ávaros a los franceses.
Voltaire, recordemos, no había sido tratado apropiadamente por Federico II, Emperador
de Prusia.)
Tenemos, después, la tercera reapropiación del discurso: el comparativo máximo
(“Es el mejor de los reyes...”). A diferencia del pastor del Capítulo III, al reclutador no
le preocupa verdaderamente que Cándido ame o no al rey de los búlgaros; no tiene,
pues, fundamentos para la guerra.
Por último, se le otorga a Cándido una investidura en torno al valor heroico. La
investidura se abre con un “Ya basta...”, que implica una contaposición o término con el
juego del discurso amable y solidario, para dar lugar a este, que es el discurso con el
objetivo pragmático de su propio oficio: el comienzo de una puesta en práctica concreta.
El discurso no tiene valor en sí mismo, sino en cuanto excusa discursiva para la acción
(que resulta menos reclutamiento que imposición) que vendrá inmediatamente después.
La propuesta se cierra con un valor trascendente: la gloria.
Siguen las acciones, con superabundancia de verbos que desmienten todo el
discurso. Es, en su conjunto, una parodia del reclutamiento, la disciplina, etc., bajo el
paradigma castrense del ejército prusiano, el más disciplinado de Europa. La acción se
acelera increíblemente: la abundancia de verbos en infinitivo, el asíndeton, los períodos
cortos, etc., expresan el automatismo, la alienación del cuerpo. Los soldados son, en
realidad, marionetas dentro del regimiento.
Hay también un manejo irónico del juego de las cantidades: de treinta
bastonazos pasa a veinte y luego a diez, y por esto es un prodigio. Por más que le
golpeen diez veces, este es el grado máximo de felicidad, porque solo son diez veces. El
narrador se introduce, de este modo, en el discurso interior del personaje.
Luego sigue:
Cándido, completamente estupefacto, aún no comprendía muy bien cómo había llegado a ser un
héroe. Un hermoso día de primavera decidió salir a pasear, y echó a andar, convencido de que servirse de
las piernas a su antojo era un privilegio tanto de la especie humana como de la especie animal. Aún no
había andado dos leguas, cuando otros cuatro héroes de seis pies le alcanzan, le atan y le llevan a un
calabozo. Le preguntaron, de acuerdo con las fórmulas jurídicas, si prefería ser azotado treinta y seis
veces por todo el regimiento, o recibir a la vez doce balas de plomo en los sesos. Por más que dijo que la
voluntad es libre, y que no quería ni una cosa ni otra, se vio obligado a elegir: se decidió, en virtud de ese
don divino que se llama libertad, a que le pasaran a baqueta treinta y seis veces. Efectuó dos pasadas. El
regimiento estaba compuesto por dos mil hombres. Lo cual significa cuatro mil baquetazos, que, desde la
nuca hasta el culo, le dejaron al descubierto los músculos y los nervios. Cuando se iba a proceder a la
tercera carrera, Cándido, no pudiendo resistir más, pidió como gracia que tuvieran la bondad de saltarle la
tapa de los sesos: obtuvo esta merced; le vendan los ojos, le hacen arrodillarse. El rey de los búlgaros pasa
en aquel momento, se informa del crimen del condenado; y como este rey era un hombre de mucho
talento, por todo lo que le contaron de Cándido, comprendió que era un joven metafísico, completamente
ignorante de las cosas de este mundo, y le otorgó su gracia con una clemencia que será alabada en todos
los periódicos y en todos los siglos. Un buen hombre, que era cirujano, curó a Cándido en tres semanas
con los emolientes prescritos por Dioscórides.
Cuando tenía ya un poco de piel y podía andar, el rey de los búlgaros presentó batalla al rey de
los ávaros.

Cándido no entiende cómo ha llegado a ser un héroe; hay una difracción entre el
discurso y los hechos. Hay un atisbo de comprensión o no comprensión de cómo van los
hechos y el discurso. El autor hace coincidir la estación con una situación interna: ahora
Cándido se halla al menos en una situación estable; lo mismo había hecho con la
situación anterior y el invierno, al principio de este capítulo.
Se establece además una relación entre la libertad y el uso de las piernas; nos
muestra hasta qué punto había llegado Cándido a su no ser: ahora está siendo. Por su
alienación llega a la cosificación, pero ahora está en su voluntad hacerlo, salir a
caminar.
Entonces lo agarran otros soldados, a los que el narrador llama héroes; la
reiteración del término destruye su connotación tradicional. Ahora pasa a ser un
eufemismo por soldados, y lo heroico es lo represivo. Es un término ironizado.
También hay por allí una burla a la justicia castrense, que permite un margen
ridículo de libertad al ajusticiado. Voltaire pone un ejemplo de situación en la cual se ve
claramente que el libre albedrío depende de las circunstancias. Se puede entender que en
el personaje hay una evolución, o que por medio de él Voltaire quiere decir algo,
dejando así de lado la convención de verosimilitud, sirviendo a los fines pragmáticos de
su interés crítico.
Por supuesto que hay un juego hiperbólico con los números, nuevamente, de
modo que el personaje, después de cuatro mil golpes, adquiere absolutamente valor de
fantoche, de muñeco de goma. Igualmente, aún se nos muestra su dolor: Cándido pide,
finalmente, que lo maten, que le salten la tapa de los sesos. Es una situación totalmente
absurda, a la que se impone un retardo que conduce a un gran final, al estilo de las obras
de Lope, donde aparece finalmente el rey (en un deux ex machina moderno): justamente
pasaba por allí el rey de los búlgaros y se informan del “crimen” (que no es tal, pero sí
para la justicia12).
Se parodia, pues, la justicia militar: ¿cómo puede haber justicia en una guerra?
Voltaire, Swift, y buena parte de los ilustrados, resultan grandes cuestionadores del
concepto de heroicidad guerrera: plantean cómo, en la guerra, todos los crímenes pasan
a ser legales, y la justicia no condena a los criminales, sino a quienes no quieren serlo, a
los desertores. Es necesario que aparezcan los ironistas y satíricos para invertir la
situación y muestren lo absurdo de ese delirio institucionalizado. (Harían falta un par de
esos hoy en día.)
Quien está al frente de la guerra (referencial, históricamente, y que asume
proporciones mundiales) es el rey, responsable último de estos reclutamientos. Y el rey
comprende que Cándido es un “joven metafísico”. El rey piensa como si tuviera
mentalidad ilustrada; además, es empirista. ¡Sorpresa! Es Federico II de Prusia, déspota
ilustrado en cuya corte residió Voltaire, hasta que descubrió que su ilustración lo hacía
más despótico. Voltaire constata un error propio: no es tan fácil ilustrar a un delfín en el
pensamiento innovador del derecho, las ciencias, y hacer de él, tan solo por eso, un rey
distinto al que el sistema postulaba. Cándido fue Voltaire al creer que se podía de algún
modo cambiar la situación desde arriba; en el Cándido, pues, muestra su propia crisis y
su desengaño.
En un gesto de clemencia mediática (ya existían cosas así en ese entonces) del
rey, Voltaire nos devela que es consciente de la importancia que Federico II le da a la
imagen, tanto para el presente (periódicos) y para la posteridad (historia). Además de
ilustrado, pragmático y empirista, pues, el rey es un extraordinario dramaturgo, que
inaugura la era del periódico con un manejo interesado de la clemencia, un manejo
manipulador de la propia imagen. Voltaire se da cuenta de este error, y lo resarce con
esta magnífica ironía en el retrato del rey de los búlgaros. Se cierra el episodio con un
elemento de carácter fantástico medieval, pero no adjudicado a un mago sino a un
cirujano; es la cura milagrosa de un hombre totalmente desollado.

Análisis del Capítulo III (escrito)


En el Capítulo III, el narrador expone la batalla:
Nada tan bello, tan ágil de movimientos, tan brillante, tan bien ordenado como los dos ejércitos.
Las trompetas, los pífanos, los oboes, los tambores, los cañones, formaban una armonía tal como nunca la
ha conocido el infierno. Los cañones empezaron por abatir aproximadamente a seis mil hombres de cada
bando; luego, la mosquetería arrebató del mejor de los mundos de nueve a diez mil bribones que
infestaban su superficie. La bayoneta fue también la razón suficiente de la muerte de unos cuantos
millares de hombres. El conjunto podía dar una cifra aproximada de unas treinta mil almas. Cándido, que
temblaba como un filósofo, se ocultó lo mejor que pudo mientras duró esa heroica carnicería.

Este primer párrafo es rico en concentración expresiva: tiene muchas formas


posibles de análisis, por la elaboración tan cuidada. Voltaire reproduce el esmero
estético de una época que ya se inscribe dentro de la constelación del Barroco, pero con
una concepción de la guerra tal que guarda un cuidado representacional de la misma,
que no es nuevo pero sí vigente. Hacer de la preparación de la guerra, del paisaje del
enfrentamiento de ejércitos, es un motivo estético para quienes llevan a cabo la guerra, y
para quienes la representan, pero ciertamente no para quienes la viven. Y en este sentido

12
Convengamos en que el significado final del “crimen” es: para los militares, el uso de la libertad es
criminal.
podría decirse que se adelanta, en alguna medida, al valor que pueden tener los
fusilamientos de Goya o el Guernica. En el artículo “Guerra” del Diccionaro filosófico
portátil, Voltaire dice:
El hambre, la peste y la guerra son los más terribles azotes de la humanidad. Los dos primeros
nos vienen de la Providencia, pero la guerra nos viene de la imaginación de trescientas o cuatrocientas
personas esparcidas por toda la faz de la tierra bajo el nombre de príncipes o ministros...
(“Guerra”, en el Diccionario filosófico)

La guerra puede ser un cuadro, una escenografía, un recital sagrado: domina el


campo estético-religioso en las artes, aún con la secularización. Hay, de este modo, una
mentalidad sagrada de la guerra, gracias a la cual esta funciona hasta el siglo XIX
(después de la Revolución Norteamericana y la Francesa, las guerras serán contra los
imperios).
Esta primera parte está elaborada a partir de contrastes, donde el elemento
estético se disuelve en un testimonio de horror. La primera oración describe las virtudes
estéticas de la guerra: el narrador empieza describiendo los ejércitos y acumulando
sobre ellos adjetivos (ágil, brillante, ordenado), aumentados por el adverbio tan. Luego,
sigue una enumeración de los instrumentos musicales asociados a la guerra, que
culmina con los cañones, como si fueran instrumentos musicales.
La presencia de los cañones (que fue también utilizada por algunas vanguardias
para parodiar la guerra), sumada a la comparación final (“formaban una armonía tal
como nunca la ha conocido el infierno”), niega completamente, destruye esta
“armonía”. El indicio básico de esta ironía es la sustitución de “cielo” (que se suele usar
en estas comparaciones hiperbólicas) por “infierno”.
Luego nos da el resultado que surge del uso de los instrumentos o, más bien, las
armas (asociando el cañón a los instrumentos musicales y luego poniéndolo al principio
de las armas de guerra logra una asociación entre las armas y los instrumentos) sobre los
hombres. Cada instrumento mata a un número determinado de gente (Voltaire, en esta
época, estudia fenómenos sociales en funciones estadísticas): hay un promedio de
treinta mil muertes en una batalla mediana de la Guerra de los Siete Años. El número no
es hiperbólico.
Por otra parte, se burla nuevamente del providencialismo, pero ahora la burla
tiene otro sentido, ya que se burla del discurso providencialista que sostiene la guerra:
“arrebató del mejor de los mundos de nueve a diez mil bribones...”, “La bayoneta fue
también la razón suficiente de la muerte de unos cuantos millares de hombres...”.
Los números muestran la maravillosa efectividad de las armas (que se nombran
sinecdóticamente -los cañones, la mosquetería, la bayoneta-, mostrando así lo
inhumano de la guerra). Es como un juego, como un ajedrez que lo juegan los reyes;
todo se describe como una máquina, inhumana y efectiva.
El punto de vista del narrador es, parcial e irónicamente, el de un bando; de ahí
que hable de los “nueve a diez mil bribones que infestaban su superficie [la del
mundo]”. Hay, pues, un fondo tanto o más terrible que la guerra en sí, que es la
transformación del Otro en un ser despreciable, y del Yo en un redentor o héroe. De ahí
el valor siempre sagrado de la guerra. Las “treinta mil almas”, de hecho, operan como
una metonimia religiosa.
Luego, se refiere a la heroica carnicería; es una nueva definición concreta del
tipo de texto ante el que nos encontramos. La guerra se concibe, irónicamente, como
una proyección heroico-lúdica sobre una realidad en que se matan miles de personas.
Estos oxímoros en relación al coraje serán utilizados hasta hoy.
Esta modernidad con que se burla del valor axiológico de la heroicidad atávica
tradicional proviene de Swift13 y de Montaigne, quien, en el famoso párrafo del
comienzo del Capítulo XXXI de los Ensayos dice:
Cuando el rey Pirro pasó a Italia luego que hubo reconocido la organización del ejército romano
que iba a batallar contra el suyo: “No sé -dijo- qué clase de bárbaros sean estos (sabido es que los griegos
llamaban así a todos los pueblos extranjeros), pero la disposición de los soldados que veo no es bárbara en
modo alguno.” (M. de Montaigne, Ensayos, Cap. XXXI)

Lo que resalta Montaigne es la capacidad (humana, pero también bélica) de Pirro


para mirar al Otro como un ser valioso, y no denigrarlo simplemente porque es el
enemigo. Análogos argumentos contra la guerra se encuentran en el Capítulo VII de
Micromegas.
Luego, entramos en otra escenografía, que adquiere otro tipo de discurso
totalmente distinto:
Por fin, en tanto que los dos reyes hacían entonar Te Deums, cada cual en su campo, tomó la
decisión de buscar otro lugar en el que meditar sobre causas y efectos. Pisando montones de muertos y
agonizantes, llegó a una aldea vecina; de ella no quedaban más que cenizas: era una aldea ávara que los
búlgaros habían incendiado, siguiendo las leyes del derecho público. Aquí, ancianos acribillados veían
morir a sus mujeres degolladas, que aún sostenían a sus hijos aferrados a sus ensangrentados pechos; más
lejos, muchachas despanzurradas después de haber saciado las necesidades naturales de unos cuantos
héroes, emitían los últimos suspiros; otras, con terribles quemaduras, gritaban que terminasen de darles la
muerte. Por el suelo había cerebros esparcidos, al lado de piernas y de brazos cortados.
Cándido huyó todo lo aprisa que pudo a otra aldea: pertenecía a búlgaros, y los héroes ávaros le
habían dispensado el mismo trato. Cándido, siempre pisando miembros palpitantes o a través de las
ruinas, salió por fin del teatro de la guerra, llevando unas pocas provisiones en sus alforjas, y sin olvidar
nunca a la señorita Cunegunda. (...)

Está claro que con la entonación de los Te Deums se plantea la insalvable


contradicción entre lo sagrado, religioso, y lo bélico. Lo expone irónicamente, para
mostrar esa contradicción. Es incoherente que la religión sostenga y promueva el ideal
de la guerra. En este sentido, Voltaire es profundamente cristiano. La otra vertiente que
sustenta la guerra es la gloria del poder, la gloria de lo heroico.
Tenemos, por otra parte, un gesto gracioso de Cándido: “tomó la decisión de
buscar otro lugar en el que meditar sobre causas y efectos”. Humor que no deja de ser
crítico, desde la posición activista de Voltaire: el razonamiento filosófico puede llevar a
la despreocupación y la cobardía.
La mención del “derecho público” es irónica: usa una expresión que hace
referencia al derecho establecido (ya que no natural) de masacrar al enemigo hasta las
cenizas. Además, hay una conciencia de que las víctimas de la guerra no son solo
militares, sino también (y peor aún) civiles. Voltaire tiene clara conciencia de la
diferencia entre el valor de la guerra entre soldados y el del “botín” civil. Además, unos
y otros, sin distinción de bandos, son parte de la misma máquina de destrucción. Las
imágenes que siguen, pues, serán un correlato de todo lo anterior: cuerpos, miembros
desperdigados por toda la aldea.
El primer discurso es esencialmente pictórico, y va de lo neoclásico a lo barroco.
No es menor el cambio producido en la descripción de un párrafo a otro. Tiene la
estética cruda de un documental realista de guerra. La referencia, inserta aquí, a
Cunegunda, es un retorno del eje obsesivo del relato.
Entonces Cándido llega a Holanda:

13
En el Gulliver, el protagonista intenta enseñarle a los reyes de Brobdingnag el uso de la pólvora,
quedando como un desubicado cuando se da cuenta de que el rey no desea matar a sus súbditos.
(...) Sus provisiones se agotaron cuando llegó a Holanda; pero, como había oído decir que en este
país todo el mundo era rico, y que eran cristianos, no dudó ni un momento de ser tan bien tratado como lo
había sido en el castillo del señor barón, antes de que le expulsaran por los bellos ojos de la señorita
Cunegunda.
Pidió limosna a varios personajes muy graves, y todos le respondieron que si continuaba
dedicándose a este oficio, le encerrarían en un correccional para enseñarle a vivir.
Acto seguido, se dirigió a un hombre que acababa de hablar él solo una hora seguida sobre la
caridad en una gran asamblea. Este orador, mirándole con desconfianza, le dijo:
- ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Habéis venido por la buena causa?
- No hay efecto sin causa -respondió modestamente Cándido -; todo va necesariamente
encadenado y está dispuesto para que sea del mejor modo posible. Ha sido preciso que me expulsaran del
castillo de la señorita Cunegunda, que me pasaran a baqueta, y es preciso que mendigue mi pan hasta que
pueda ganármelo; todo eso no podía ser de otro modo.
- Amigo mío -le dijo el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
- Nunca lo había oído decir - respondió Cándido -, pero tanto si lo es como si no lo es, yo no
tengo pan.
- No mereces comerlo -dijo el otro-; anda, granuja; anda, miserable, en toda tu vida no vuelvas a
acercarte a mí.
Como la mujer del orador había asomado la cabeza a la ventana, al advertir que aquel hombre
dudaba de que el papa fuese el Anticristo, vació sobre su cabeza un lebrillo lleno... ¡Oh cielos! ¡A qué
excesos llega el celo de la religión en las damas!

Holanda representa un lugar positivo para Voltaire; en su epistolario, plantea que


Holanda es el paraíso terrenal, ámbito de horizontalidad, de libertad, de intercambio
cultural tolerante. Cándido se encuentra en situación de mendicidad y cree, ingenuo, que
los cristianos serán caritativos.
Entonces ejemplifica lo que dice: se acerca a un pastor protestante que había
hablado sobre la caridad (nótese cómo Voltaire subraya el hecho de que es orador, para
luego confrontarlo con la realidad de sus mismas palabras-acciones). El diálogo vuelve
a ser de sordos: el orador protestante no piensa en causas y efectos, y Cándido no sabe
si el Papa es el Anticristo. Lo cómico (cruel pero caricaturesco) del pastor es que
supedita la caridad a la ideología. Y Voltaire, por un momento, utiliza al personaje para
exponer una respuesta contundente que pone en evidencia el fanatismo religioso del
otro, que hace olvidar la caridad: sea el Papa el Anticristo, o no, yo no tengo qué comer.
El gesto de la mujer del pastor (cerrado por un aforismo que se parece a aquel
del Cap. XXIII: “en este país conviene matar de vez en cuando a un almirante para
estimular a los demás”14) enfatiza lo dicho por su marido, a la vez que materializa sus
palabras.
Lo que se denuncia, pues, es la sustitución de la religiosidad por una política
religiosa: la ley de la religiosidad sería la caridad, pero la política religiosa lleva a
supeditar la caridad a una afirmación ideológica.
Y el Capítulo se cierra con un individuo que representa lo más pacífico, por
oposición a la apertura del Capítulo:
Un hombre que no había sido bautizado, un anabaptista llamado Jacques, vio la manera cruel e
ignominiosa con que se trataba a uno de sus hermanos, a un ser de dos pies, sin plumas, que tenía un
alma; le llevó a su casa, le limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, e incluso quiso enseñarle a
trabajar en sus manufacturas de telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi prosternándose
ante él, exclamó:
- El doctor Pangloss ya me había dicho que en este mundo todo iba del mejor modo posible, pues
me siento infinitamente más impresionado por vuestra extremada generosidad, que por la dureza de este
caballero de la capa negra y de su señora esposa.

14
La comparación es de Bravo, pero no me imagino cuál es el terreno de comparación entre los dos
aforismos.
Al día siguiente, mientras paseaba, tropezó con un mendigo harapiento lleno de pústulas, con los
ojos cubiertos por un velo, la punta de la nariz corroída, la boca torcida, los dientes negros, y hablando
con unos sonidos guturales, víctima de violentos accesos de tos, y escupiendo un diente a cada esfuerzo
que hacía.

Es un anabaptista. Según Pujol, los anabaptistas son una secta que consideraba
ineficaz el bautismo de los niños y hacía rebautizar a sus miembros en su madurez. Se
extendieron por Alemania Occidental y los Países Bajos. Voltaire habla muy bien de
ellos en su Ensayo sobre las costumbres. La mención del anabaptista como “no-
bautizado” es, pues, irónica.
El anabaptista Jacques es caritativo, a tal punto que no solo le da dinero, sino
que además intenta enseñarle algún medio de subsistencia (y le enseña también la
caridad: véase el comienzo del Capítulo siguiente). Por otra parte, en una definición que
parece parodiar aquellas de la lógica clásica (“un ser de dos pies, sin plumas, que tenía
un alma”); su función es resaltar la bondad del anabaptista, que mira a Cándido como un
hermano basándose en las diferencias más obvias, y no en su ideología.
Ahí, entonces, Cándido vuelve al discurso providencialista, que en este contexto
puede tener validez: las pocas cosas buenas que le sucedan vienen a fortalecer su
discurso, mientras que la enorme cantidad de cosas malas no lo hacen cuestionarse.
El mendigo que aparece al final es Pangloss, que reaparece en escena en el Cap.
IV.

Fuentes: Básicamente, clases de Bravo


4bis. Análisis del Capítulo XVI del Cándido
El Capítulo XVI es, entre otras cosas, una puesta en escena del tema del
canibalismo, muy tratado en la Ilustración y antes: Montaigne lo aborda en el Cap.
XXXI de sus Ensayos; Diderot en su Suplemento al viaje de Bougainville; el propio
Voltaire lo trata en el Diccionario Filosófico (en un artículo que tiene un plagio de
Montaigne) y en el Ensayo sobre las costumbres.
La estructura del capítulo es de dos episodios, articulados en forma de causa y
efecto. Todo el texto, además, juega con el problema de la causalidad.
Los personajes habían ingresado a Sudamérica por el lado menos metropolitano
(el Virreinato del Río de la Plata, como no podía ser de otro modo): Nueva España y
Nueva Granada eran mucho más urbanos. Pero Buenos Aires quería ser lo que no era
(Voltaire, como se ve, era extraordinariamente informado), y de ahí el nombre del
gobernador: Don Fernando de Ibarra y Figueroa y Mascareñas y Lampourdos y Souza.
Tenemos, luego, la presentación de las misiones jesuíticas, contexto totalmente
distinto al de Buenos Aires: pasamos de la soberanía oficial a la oposición. Los
personajes se internan cada vez más en la profundidad topológica de América, se
acercan cada vez más a lo que aún permanece oculto, pero se alejan del factor
civilizatorio.
En este trance tenemos el Capítulo XVI, capítulo previo a la entrada a Eldorado.
Tenemos también aquí a un personaje que no habíamos visto, y que vino desde Cádiz:
Cacambo. La relación amo-criado entre Cándido y él se va disolviendo a medida que
ingresan en América, terreno ciertamente más conocido por Cacambo. Nacido en
Tucumán, Cacambo tiene, pues, la ventaja de conocer la lengua, que Voltaire no quiere
definir (aun con toda la información de que dispone), y lo define inexplicablemente en
función de un país: los personajes hablan “peruano”. A diferencia de Swift, que tiene un
particular interés por las lenguas de los países que Gulliver va conociendo (y expone, en
consecuencia, el proceso que sufre Gulliver de adaptación lingüística), el tema del
lenguaje no parece preocupar mucho a Voltaire. Los temas que expone en América,
como los del resto del libro, pertenecen a la agenda ilustrada: el canibalismo, el tópico
del buen salvaje, la utopía.
Si bien estos personajes no entran a Eldorado como conquistadores sino
azarosamente (acaso es por eso que pueden entrar), sí vemos en ellos la mirada de su
paradigma eurocéntrico en relación a otro mundo. Ahora bien, ¿cómo se transforma esta
mirada frente a lo desconocido? No se transforma: aunque los personajes no estén aquí
para mostrar la conquista (es decir: no está presente la ambición conquistadora), sí está
presente una premisa de esa ambición: no ver al otro, no reconocerlo.
Vayamos, hechas las aclaraciones del caso, al texto:
Cándido y su criado habían ya cruzado las fronteras, cuando aún nadie había descubierto la
muerte del jesuita alemán. El precavido Cacambo había cuidado de llenar su maleta con pan, chocolate,
jamón, frutas y varias medidas de vino. Se adentraron con sus caballos andaluces en una región
desconocida, en la que no descubrieron ningún camino. Por fin, una hermosa pradera, surcada por
arroyos, se ofreció ante su vista. Nuestros dos viajeros dieron descanso a sus monturas. Cacambo propone
a su amo que coma, y le da ejemplo.
- ¿Cómo quieres que coma jamón -decía Cándido- después de haber matado al hijo del señor
barón, ahora que me veo condenado a no volver a ver a la bella Cunegunda en toda mi vida? ¿De qué me
servirá prolongar mis desventurados días, puesto que debo sufrir en medio de los remordimientos y de la
desesperación, lejos de ella? ¿Y qué dirá el Journal de Trévoux?
Mientras hablaba así, no dejaba de comer...

Cabe aclarar que Cándido se había encontrado nuevamente con el hermano de


Cunegunda, con quien se peleó por su oposición al amor entre ambos (digno hijo de su
padre); como resultado del altercado, el hijo del barón (que ahora se había transformado
en un jesuita alemán de las misiones) es asesinado. A este asesinato se refiere el
narrador.
Las primeras líneas del Capítulo narran una salida sintomática del diseño
civilizatorio, cuyo último destino es El dorado. En este sentido, podría decirse que el
episodio resulta un correlato del de Don Quijote en Sierra Morena: el amo, preocupado
por su amor ideal y sus problemas; el otro, preocupado por su comida. Cervantes
parodia toda la axiología trovadoresca, pastoril y sentimental; lo de Voltaire, por lo
tanto es una burla al cuadrado: se burla de su propio personaje, como ya hizo Cervantes,
y celebra al español que se burla de sus personajes, parodiando la parodia de la
axiología caballeresca.
Cándido, por otra parte, resulta ya totalmente hipócrita. El extremo manierista
del texto lo alcanza en la fundición del plano ficcional histórico con el plano real, a
partir de la referencia al Journal de Trévoux, periódico jesuita que criticaba a Voltaire.
Los jesuitas, que fueron co-protagonistas de la aventura anterior, son parodiados
sistemáticamente a partir de aquí, para que se vea que no se los está ensalzando.
Pasamos, pues, a la segunda parte, que comienza así:
Mientras hablaba así, no dejaba de comer. El sol se ponía. Los dos viajeros extraviados oyeron
unos gemidos que parecían haber sido emitidos por mujeres. No sabían si los gemidos eran de dolor o de
alegría; pero se levantaron precipitadamente, con esa inquietud y esa alarma que todo inspira en un país
desconocido. Los gemidos procedían de dos muchachas completamente desnudas que corrían ágilmente
por el borde de la pradera, perseguidas por dos monos que les mordían las nalgas. Cándido se sintió
movido a compasión; había aprendido a disparar con los búlgaros, y era capaz de derribar una avellana
entre la maleza, sin tocar las hojas. Se encara su fusil español de dos tiros, dispara y mata a los dos
monos.
- ¡Dios sea loado, mi querido Cacambo! ¡He librado de un gran peligro a estas dos pobres
criaturas! Si pequé al matar a un inquisidor y a un jesuita, he reparado mi falta al salvar la vida de dos
jóvenes. Quizá sean dos doncellas de calidad, y esta aventura nos pueda procurar grandes beneficios en el
país.
Iba a seguir hablando, pero su lengua quedó paralizada cuando vio a las dos muchachas abrazar
tiernamente a los dos monos, romper a llorar sobre sus cuerpos y hacer resonar el aire con los gritos más
dolorosos.
- No esperaba tanta bondad de corazón -dijo por fin a Cacambo; quien le replicó:
- Acabáis de hacer una obra maestra, amo mío; habéis matado a los dos amantes de estas
señoritas.
- ¿Sus amantes? ¿Es posible? Os burláis de mí, Cacambo; ¿cómo creeros?
- Mi querido amo -siguió Cacambo-, vos siempre os sorprendéis de todo; ¿por qué encontráis tan
extraño que en algunos países haya monos que obtengan los últimos favores de las damas? Ellos tienen
una cuarta parte de hombre, como yo tengo una cuarta parte de español.
- ¡Ay! - prosiguió Cándido -, recuerdo haber oído decir al doctor Pangloss que antaño estas cosas
habían ocurrido, y que estas uniones habían tenido como fruto egipanes, faunos y sátiros; que diversos
grandes personajes de la antigüedad los habían visto; pero yo creía que todo eso eran fábulas.
- Pues ahora os habréis convencido de que es verdad -dijo Cacambo-, y ya veis cómo obran las
personas que no han recibido una cierta educación; lo que más temo es que estas damas nos gasten alguna
mala pasada.

El episodio se basa en aquel de Andrés y Haldudo, en el Quijote (I:IV). Cándido


mira, en su arrogancia de mirar y conocer, en actitud mesiánica (y con discurso
mesiánico), con un espíritu claramente errado. Es el espíritu que la herencia teocrática
de Occidente mantiene intacto. Pero no solo aparece esto: eso nos remite, a su vez, al
interés que se gesta al haber hecho un buen acto; si la actitud fue originalmente
mesiánica, ahora es, básicamente, interesada, por dos razones: la expiación de la culpa
religiosa por haber matado al jesuita, y la ambición de beneficios económicos. Cándido,
como se ve, actúa proyectando sobre estas circunstancias elementos que hacen a su
cosmovisión y paradigma de comportamiento: aparece el discurso mesiánico pero
también el discurso normalista. Véase además cómo en el momento en que Cándido
precisa actuar con rapidez, actúa como un soldado búlgaro, con rapidez y extraordinaria
eficacia.
Por otra parte, cabe detenerse en la escena que Cándido ve y no sabe interpretar:
dos monos persiguiendo a dos mujeres desnudas, y mordiéndoles las nalgas. Amén de
ser una imagen totalmente delirante, tiene la función de preludiar el canibalismo de los
orejones, y el valor de asociar, como hace el propio Voltaire en el Diccionario (en el
artículo “Antropófagos”) el canibalismo con el sexo: “Del amor ya hemos hablado15.
Por lo mismo, es más desagradable pasar de las gentes que se besan a las gentes que se
comen.”. Lestringant añade que “del beso a la mordida, la diferencia no es más que de
grado. El canibalismo constituyó, de modo general, una manera particularmente eficaz y
directa de unirse con otro.”. (Curiosa metáfora, que podría dar un significado novedoso
a expresiones como “me gusta esa chica”, “¡qué rica la muchacha!”, y tantas otras.)
La reacción de las muchachas no sorprende menos a Cándido que al lector,
aunque este debería estar prevenido por un comentario previo (“No sabían si los
gemidos eran de dolo o de alegría”).
Voltaire opone, en el diálogo entre Cacambo y Cándido, dos formas de ver el
mundo. Es posible que el autor se halle más cercano a la forma burlesca de ver el
mundo (la de Cacambo) que a la ingenua, de Cándido. Cacambo le muestra que puede
haber más de una forma de concebir el mundo (en este caso, la sexualidad): Cándido no
comprendió la gestualidad, ni el sonido ni la bondad de las damas y, ante la duda,
disparó.
Cacambo enuncia dos oraciones: “¿por qué encontráis tan extraño que en
algunos países haya monos que obtengan los últimos favores de las damas?”; “ellos
tienen una cuarta parte de hombre, como yo tengo una cuarta parte de español.”. La

15
El artículo “Antropófagos” está, en la versión francesa, inmediatamente después de “Amor”.
primera proposición de Cacambo ante lo Otro demuestra que es lo opuesto al barón; la
segunda es una comparación que resulta una reivindicación del mestizaje. Estas dos
concepciones marcan las grandes diferencias entre América y Europa, y sus respectivas
historias. Así, por ejemplo, todo el trauma de la pureza de sangre (trauma que
comparten los europeos con los caballos del Gulliver) tiene que ver con la historia de
Europa, con la pluriracialidad y la forma en que los europeos enfrentaron ese problema.
No tiene que ver, ciertamente, con la historia de América. El mestizo, por serlo, ya
gestará una cosmovisión distinta; sus condiciones sanguíneas le dan otra apertura racial.
Pangloss ha educado a su discípulo al respecto de cómo estos cuentos en que lo
humano y lo animal se relacionan sexualmente y traen aparejados la progenie de un
monstruo, como castigo implícito para evitar el tabú de la zoofilia. Para Cándido, esto
solo puede existir en el pasado más remoto e involucionado de las sociedades.
Luego sigue:
Estas sensatas reflexiones movieron a Cándido a alejarse de la pradera y a adentrarse en un
bosque. Allí cenó con Cacambo; y ambos, después de haber maldecido al inquisidor de Portugal, al
gobernador de Buenos Aires y al barón, se durmieron sobre el musgo. Cuando despertaron, se dieron
cuenta de que no podían moverse; la razón de ello era que, durante la noche, los orejones que habitaban la
comarca, y a quienes las dos damas les habían denunciado, les habían atado con sogas hechas de cortezas
de árbol. Se hallaban rodeados por unos cincuenta orejones completamente desnudos, armados de flechas,
mazas y hachas de piedra: unos hacían hervir una gran caldera, otros preparaban espetones, y todos
gritaban: “¡Es un jesuita, es un jesuita! ¡Nos vengaremos, y además haremos un buen festín! ¡Comamos
jesuita, comamos jesuita!”.
- Ya os dije, mi querido amo -comentó tristemente Cacambo -, que aquellas dos mozas nos iban
a jugar una mala pasada.
Cándido, al ver la caldera y los espetones, exclamó:
- Evidentemente, vamos a ser asados o hervidos. ¡Ay, qué diría el doctor Pangloss si viese cómo
es la naturaleza en estado puro! Todo va bien; de acuerdo, pero reconozco que es muy duro haber perdido
a la señorita Cunegunda, y ser ensartado en un espetón por unos orejones.
Cacambo nunca perdía la cabeza.
- No desesperéis -dijo al desconsolado Cándido-; entiendo un poco la jerga de estos pueblos, voy
a hablarles.
- Sobre todo -dijo Cándido-, no dejes de hacerles ver lo espantosamente inhumano que es hacer
cocer hombres, y lo poco cristiano que es eso.

La fuente de este episodio es el Inca Garcilaso de la Vega; la descripción de los


indios es la primera referencia explícita a los caníbales, tal y como los describe
Montaigne. De hecho, parte de las palabras de Cacambo son tomadas de Montaigne. La
concentración de la burla se desplaza de Cándido hacia los indios y, a través de ellos
(aunque en otro plano de significados) a Rousseau, que creía en el buen salvaje. Es
decir: a través de la ridiculización de los indios (dada, fundamentalmente, por el hecho
de que hablen en coro), Voltaire parodia a todos los que, como Moro, proyectaban la
idealización de las poblaciones de América. De este modo, Voltaire se las ingenia para
parodiar hacia un lado y hacia otro del amplio espectro ideológico de su tiempo.
El último comentario de Cándido es -felizmente para nuestros héroes-
absolutamente desestimado por Cacambo; delata, además, su eurocentrismo: quiere que
Cacambo persuada a los indios de que abandonen la costumbre de la antropofagia.
Cacambo, mucho más avisado, les dice:
- Señores -dijo Cacambo -, por lo que veo hoy contáis con comeros a un jesuita; me parece muy
bien; nada más justo que tratar así a los enemigos. En efecto, el derecho natural nos enseña a matar a
nuestro prójimo, y así es cómo se obra en toda la extensión de la tierra. Si no usamos de nuestro derecho
de comérnoslo, es porque disponemos por otra parte de todo lo necesario para un buen festín; pero
vosotros no contáis con los mismos recursos que nosotros; ciertamente es mejor comerse a los enemigos
que abandonar a los cuervos y a las cornejas el fruto de la victoria. Pero, señores, lo que no querréis será
comer a vuestros amigos. Creéis estar a punto de ensartar a un jesuita, y es vuestro defensor, el enemigo
de vuestros enemigos, a quien vais a asar. En cuanto a mí, he nacido en vuestro país; este caballero que
veis aquí es mi amo, y no sólo no es jesuita, sino que acaba de matar a un jesuita, cuyos despojos aún
lleva encima; éste es el motivo de vuestro error. Para comprobar lo que os digo, tomad su ropa, llevadla al
primer puesto fronterizo del reino de los padres; informaos si mi amo no ha matado a un oficial jesuita.
Para eso necesitaréis poco tiempo; siempre podréis comernos, si resulta que os he mentido. Pero si os he
dicho la verdad, conocéis demasiado bien los principios del derecho público, las costumbres y las leyes,
para no hacernos gracia.

En el discurso, Cacambo sigue la línea de Montaigne, ya que pretende demostrar


que la tortura y la guerra son peores que la antropofagia. La primera parte del discurso
intenta una persuasión con base en Cardans (que explica la antropofagia a través de la
necesidad) y en Montaigne (quien sostiene que es peor matar a alguien que comerse a
un muerto). Y resulta, a su vez, una burla de la guerra y su legitimación jurídica: “el
derecho natural nos enseña a matar a nuestro prójimo, y así es cómo se obra en toda la
extensión de la tierra”. En las palabras de Cacambo no hay ideología: es absolutamente
pragmático, y eficaz en su pragmatismo (ya que logra convencer a los orejones). El
discurso no podría haber sido de Cándido, porque él no sabe leer al otro.

La resolución del conflicto es absolutamente delirante:


Los orejones encontraron muy razonable este discurso; delegaron a dos notables para que fueran
a informarse de la verdad; los dos enviados cumplieron su misión como personas inteligentes, y no
tardaron en volver con buenas noticias. Los orejones desataron a sus dos prisioneros, les hicieron toda
clase de cortesías, les ofrecieron doncellas, les dieron de comer y les condujeron hasta los confines de sus
estados, gritando con júbilo: “¡No es jesuita, no es jesuita!”.
Cándido no se cansaba de admirar la causa de su liberación.
- ¡Qué pueblo! -decía-, ¡qué hombres!, ¡qué costumbres! Si no hubiera tenido la suerte de
atravesar con mi espada de parte a parte el cuerpo del hermano de la señorita Cunegunda, hubiese sido
devorado sin remisión. Pero, al fin y al cabo, la naturaleza en estado puro es buena, puesto que estas
gentes, en vez de comerme, me han hecho mil cumplidos, una vez han comprobado que no era jesuita.

Esta resolución rompe con cualquier posibilidad de verosimilitud del relato:


Cándido ha matado a un jesuita, y por eso es aprobado por los orejones.
Hay, por otra parte, un nuevo sarcasmo de Voltaire, que hace cambiar de opinión
a Cándido: todo lo que hasta ahora le ha parecido horrendo, le parece fantástico, porque
logra salvarse. Nos muestra, de este modo, el interés de Cándido, que cambia sus
convicciones según la situación (sus buenas convicciones, como la culpa por haber
matado a alguien, ya que no las malas, como el discurso panglossiano): todo lo que hace
esta cultura resulta ahora simpático, porque no se lo comieron a él. Los hechos, de este
modo, son buenos en función de los intereses de Cándido, y no en sí mismos. Este es el
sarcasmo final del Capítulo, de parte de Voltaire, que resulta en este sentido proto-
kantiano16.

Apéndice: Nociones básicas de antropofagia


Doy a continuación algunos datos interesantes que pueden resultar útiles para
complementar el análisis anterior. Paso primero a los datos relevantes al respecto y
luego a la interpretación de Lestringant.
Montaigne dedica un Capítulo entero de sus Ensayos (XXXI) al tema del
canibalismo. Dice que tuvo la ocasión de conocer a un hombre que había vivido un
tiempo en Brasil, y reflexiona:

16
De hecho, en una de sus refutaciones a Pascal (Cartas inglesas, XXV) enuncia una formulación del
imperativo categórico.
Creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido; lo
que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. (...) Así son salvajes esos
pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en
verdad creo yo que más bien deberíamos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos
modificado y apartado del orden a que pertenecían...
Platón dice que todas las cosas son obra de la naturaleza, del acaso o del arte. Las más grandes y
magníficas proceden de una de las dos primeras; las más insignificntes e imperfectas, de la última.
Esas naciones me parecen, pues, solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado
escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen todavía en los confines de su ingenuidad
primitiva. (Montaigne, Ensayos: XXXI)

Y luego describe las costumbres de los pueblos mencionados, que incluyen la


antropofagia:
A los prisioneros, después de haberles dado buen trato durante algún tiempo y de haberlos
favorecido con todas las comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una asamblea,
sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por el extremo de ella le mantiene a algunos pasos,
a fin de no ser herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el amigo mejor del jefe; en esta disposición,
los dos que le sujetan le destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían
algunos trozos a los amigos ausentes. (Montaigne, Ensayos: XXXI)

(Muy tierno este último gesto de recordar a los amigos ausentes en una comida.)
Luego sostiene que lo comen por venganza, no por necesidad (como sostenía
Cardans), y agrega que, desde que vieron la forma de venganza de los portugueses (una
tortura que consistía en enterrar al cautivo y dispararle flechas, para luego ahorcarlo),
los nativos abandonaron el canibalismo para sustituirlo por la tortura a la portuguesa. Y
reflexiona, al final:
No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone comerse al enemigo, mas sí me
sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que
es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y
tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente y echarlo luego a los perros o a los cerdos;
esto, no solo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos
enemigos [como en el caso de los indios], sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante
circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es
más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo después de muerto. (Montaigne, Ensayos:
XXXI)

Y luego prosigue sus reflexiones, pero ya sobre otros temas.


Ahora bien, Voltaire, en su artículo “Antropófagos” del Diccionario filosófico,
plagia la anécdota de Montaigne (atribuyéndosela a él mismo), pero con algunas
variantes:
En 1737 trajeron cuatro salvajes del Missisipí a Fontainebleau. Yo conversé con ellos. Entre los
salvajes había una mujer de aquel país a la que pregunté si había comido carne humana alguna vez, y
francamente me contestó que sí, que la había comido. Comprendiendo que me asombró su contestación,
defendió su proceder diciéndome que era preferible comerse al enemigo muerto que dejar a las fieras que
lo devoraran, y que los vencedores debían tener esa preferencia. Nosotros matamos en las batallas a
nuestros enemigos y por la más insignificante recompensa proporcionamos alimentos a los cuervos y a los
gusanos; este es el verdadero crimen. Porque al muerto ¿qué le importa que se lo coma un soldado, un
cuervo o un animal carnívoro?
Respetamos más a los muertos que a los vivos, debiendo respetar lo mismo a unos que a otros.
Los pueblos que llamamos civilizados han tenido toda la razón para no poner en el asador a los enemigos
vencidos porque si se permitiera comerse a los habitantes de otras naciones pronto acabaríamos
comiéndonos a nuestros compatriotas. (Voltaire, Diccionario filosófico: “Antropófagos”)

Y luego dice:
¿Qué crimen es mayor, congregarse devotamente para degollar a una doncella adornada con
cintas, para honrar así a la divinidad, o comerse a un hombre que mataron cuando se defendía como un
valiente?
Podemos presentar muchos más casos de doncellas y muchachos sacrificados a los dioses, que de
muchachos y doncellas comidos... (Voltaire, Diccionario filosófico: “Antropófagos”)

Esas reflexiones históricas son muy voltaireanas.


Paso ahora a la interpretación que de estos datos hace Lestringant:
La fascinante paradoja del caníbal, menos bárbaro que el presunto civilizado, con todas las
virtualidades que esa figura polémica encubre, continúa en el Diccionario filosófico, en el artículo
“Antropófagos”, donde Voltaire hace, jocosamente, un pequeño plagio de Montaigne. (...) La viril
entrevista de Montaigne es sustituida por un estilo marivaudage [¿?], en el cual el canibalismo se torna en
un lenguaje transparente de erotismo. (Frank Lestringant, “O canibal do Iluminismo”)

Y luego sigue con reflexiones que ya expusimos sobre el erotismo


antropofágico. Pero lo interesante es que “la alegoría caníbal sirve a Voltaire para
denunciar las guerras, esas masacres perpetradas entre vecinos bajo la forma de la más
perfecta legalidad”.
En el discurso de Cacambo -dice Lestringant- la distinción establecida entre los
interlocutores y el Nosotros no tiene nada que ver con la moral, sino con la intensidad
variable de las exigencias naturales.
Luego sigue:
Todo el mérito de los occidentales es el de haber nacido en una tierra más fecunda. Su única
superioridad se debe al azar geográfico de su nacimiento. No hay más lugar para la providencia divina.
Detrás de la ironía de Cacambo, portavoz de Voltaire, adivinamos una constatación tan lúcida como
desesperada. No hay privilegio ni elección en esa desigual reparcicion de los bienes y de los recursos
sobre la superficie de la tierra. Los dos hemisferios son equivalentes, como nos enseña la continuidad del
cuento. Allá, como aquí, el hombre es el lobo del hombre. (...)
La universalidad del mal es un problema más grave, a los ojos de Voltaire, que el incidente
caníbal, simple ilustración particular de un problema más general. (...)
En la geografía deliberadamente convencional y esquemática del Cándido, las calderas y los
espetones tomados de viejos mapamundis acrecientan el ridículo al horror.
Ese horror, del cual se ríe cuando debería llorar, es universal. Los orejones, por más estúpidos
que sean, pertenecen a la especie humana. El canibalismo no tiene más disculpa, por eso él no admite
explicación, pues el constreñimiento del medio remite a una primera causa ciega, indescifrable. Pero, ¿por
qué es preciso que los hombres sean inducido a comerse unos a otros? ¿y por qué ellos forjan, a modo de
justificación, las razones más altas y sagradas? La cuestión, en última instancia, es metafísica y, como tal,
destinada a permanecer sin respuesta. (Frank Lestringant, “O canibal do Iluminismo”)

Fuentes
Clases de Bravo
Diccionario filosófico de Voltaire.
Ensayos (XXXI) de Montaigne.
O canibal de Lestringant (Cap. 11, “O canibal do Iluminismo, de Bougainville a
Voltaire”).

5. Análisis de los Capítulos XVII y XVIII del Cándido


Análisis del Capítulo XVII (escrito)
El Capítulo XVII comienza con la salida de la tierra de los orejones:
Una vez que estuvieron en las fronteras de los orejones, Cacambo dijo a Cándido:
- Ya veis que este hemisferio no es mejor que el otro; creedme, volvamos a Europa por el camino
más corto.
- Pero, ¿cómo volver? -dijo Cándido-; y ¿adónde ir? Si voy a mi país, los búlgaros y los ávaros
degüellan a todo el mundo; si vuelvo a Portugal, seré quemado; si nos quedamos en este país, en todo
momento corremos el peligro de ser ensartados en un espetón. Pero ¿cómo decidirse a abandonar la parte
del mundo que habita la señorita Cunegunda?
- Dirijámonos hacia la Cayena -dijo Cacambo-; allí encontraremos franceses, que son gente que
va por todo el mundo; ellos podrán ayudarnos. Quizá Dios se apiade de nosotros.
Ir a la Cayena no era fácil; aproximadamente sabían hacia dónde tenían que enderezar sus pasos;
pero montañas, ríos, precipicios, bandoleros, salvajes, eran por todas partes terribles obstáculos. Los
caballos murieron de fatiga; las provisiones se agotaron; durante todo un mes se alimentaron de frutas
silvestres, y por fin fueron a parar a orillas de un pequeño río, rodeado de cocoteros, que repararon sus
fuerzas y les hicieron alimentar esperanzas.
Cacambo, que siempre daba consejos tan buenos como los de la vieja, dijo a Cándido:
- No podemos más; hemos andado mucho; veo una canoa vacía en la orilla, llenémosla de cocos,
metámonos en esta pequeña embarcación, y abandonémonos a la corriente; un río siempre lleva a algún
lugar habitado. Si no encontramos cosas agradables, al menos encontraremos cosas nuevas.
- Vamos -dijo Cándido-, encomendémonos a la Providencia.

Voltaire pone en boca de Cacambo sus parámetros ideológicos; a Cándido, en


realidad, solo le interesa estar cerca de Cunegunda, y no todo lo que sucede a su
alrededor. Sin embargo, Cándido reflexiona sobre la inconveniencia de volver a Europa:
las guerras entre Prusia y Francia, la Inquisición en Portugal, etc.; pero tampoco es
conveniente quedarse en América, por el riesgo que supone morir asado. Y Cacambo
sugiere ir a La Cayena (isla de dominio francés).
Comienza entonces el itinerario previo a la entrada a Eldorado, a través del cual
los protagonistas son llevados a una situación en la cual se ven despojados de sus
caballos y alimentos, de modo que el entorno incide en su dieta, preparándolos para la
entrada a ese lugar. Las razones que alientan a ambos son, sin embargo, distintas: A
Cacambo le alienta el afán de ver cosas nuevas; a Cándido, encomendarse a la
providencia. Pero comparten una cosa: no los guía la ambición de algo, su espíritu no es
el de los conquistadores. De este modo, se libran a la Naturaleza (representada en el
río).
Acto seguido, se narra la entrada a Eldorado:
Navegaron durante unas leguas entre orillas tan pronto floridas como áridas, tan pronto llanas
como escarpadas. El río se iba ensanchando cada vez más; por fin se perdió bajo una bóveda de
espantables rocas que se elevaban hasta el cielo. Los dos viajeros tuvieron el valor de abandonarse a las
aguas bajo aquella bóveda. El río, que en aquel paraje había vuelto a estrecharse, les impulsaba con una
gran rapidez y un estruendo horrísono. Al cabo de veinticuatro horas, volvieron a ver la luz del día; pero
su canoa se estrelló contra unos escollos; tuvieron que ir saltando de roca en roca, durante toda una legua;
por fin descubrieron un horizonte inmenso, limitado por montañas inaccesibles. La tierra estaba cultivada,
tanto por placer como por necesidad; en todas partes, lo útil era agradable. Los caminos estaban cubiertos
o, mejor dicho, adornados por carruajes de una forma y de una materia brillantes, que llevaban hombres y
mujeres de una belleza singular, rápidamente arrastrados por robustos corderos de color rojo, que
aventajaban en rapidez a los más hermosos caballos de Andalucía, de Tetuán y de Mequinez.
- Y sin embargo -dijo Cándido-, he aquí un país que es mejor que la Westfalia.
La Naturaleza es imponente: los ríos caudalosos, las piedras, las montañas
inaccesibles son todos elementos tópicos de las descripciones utópicas del paisaje
americano. La única posesión de los viajeros, la canoa, se pierde, como en un gesto de
despojarse de todo. El recorrido por el curso del río opera como viaje de iniciación, y
los viajeros “tuvieron el valor de abandonarse a las aguas”; suponiendo que esta acción
no sea un gesto irónico de Voltaire, se muestra un acto de voluntad de abandono. En esa
descripción, que va de lo oscuro hacia lo luminoso, los viajeros transportados, no
operan voluntariamente; es el río que los conduce a ellos. Se da, en este sentido de
iniciación en otros mundos, una relación intertextual (casi architextual) con la Odisea y
la Divina Comedia.
Si hiciéramos una lectura psicoanalítica, es un episodio de nacimiento, donde la
bóveda de piedra opera como un gran útero desde el cual los personajes son arrojados.
La sensación principal es sonora; la canoa rota impide el retorno. Es, pues, el acceso
irreversible a una nueva existencia, a otro mundo. El río, en este sentido, representa un
discurrir irreversible e incesante, como el pasaje del tiemop.
El espacio al que acceden, pues, está fuera de otros espacios y fuera del tiempo
histórico; hay, pues, una ucronía además de la utopía: en Eldorado hay una permanencia
absoluta, incorrupta por el paso del tiempo, de dos valores esenciales: la inocencia y la
felicidad. El río es metáfora del tiempo pero, paradójicamente, lleva a una anulación del
tiempo: esa inamovilidad a la que se arriba resulta, a la vez garantía y condición
necesaria de la situación paradisíaca
Y Eldorado es también una utopía: es un espacio que no tiene lugar en ningún
sitio concebible (u-topía, “no lugar”) y en el cual reina la felicidad (eu-topía, “lugar
feliz”).
Ernst Bloch plantea que, durante el extenso período de la conquista -que
coincide con el momento de mayor intensidad del período renacentista-, la avanzada del
humanismo cientificista, por un lado, y la avanzada del colonialismo imperial (y su
secuela de ortodoxia católica, en manifiesta contradicción con la secularización del
conocimiento, ya irrevesible), por otro, provocan una situación de crisis: el cisma
religioso que supuso la Reforma protestante es casi una división de las aguas del
sistema político-religioso, ya que la vanguardia de las concepciones coopernicanas,
galileicas y keplerianas han llevado a una nueva concepción del universo y la
Naturaleza no como algo predeterminado por la Biblia, sino como algo re-interpretable
que hay que leer con este nuevo lente. Los nuevos territorios se apropian en nombre de
un sistema que involucra un poder; es inevitable que en esta situación de crisis (en que
los burgos desplazan a los feudos, el mercantilismo a la riqueza de la tierra, el
conocimiento secular al escolástico) se proyecten las utopías ancestrales (y la angustia
de la pérdida) sobre este nuevo espacio. En este contexto, el oro tendrá un valor
jánico17: representará a la vez el prodigio y el botín.
La conquista comienza en el Caribe, y de allí se mueve al Norte. Al no encontrar
nada allí, se reproyecta la búsqueda hacia el Sur. Los españoles se entregan a la tarea de
buscar en Sudamérica todo aquello que buscaron en el Norte: las amazonas, la fuente de
la eterna juventud, etc.. La ausencia de hallazgos en este sentido, lejos de mitigar la
aventura, la enardeció. Pedro de Alvarado, Diego de Orgaz y Álvar Núñez participaron
en la búsqueda de elementos míticos; los mitos se basaban en hipótesis, como lo que
supone que encontrarían en la franja equinoccial del hemisferio sur (vinculado a ciertas
teorías acerca de la distribución de los metales preciosos en el mundo. La teoría es que
en al zona ecuatorial, habiendo encontrado algunas piedras preciosas y metales, se
plantea que los minerales crecen como crecen los árboles, con abundancia: la
vegetación es abundante y, por tanto, los minerales, que se producen en la tierra,
también deberían ser abundantes, dadas las condiciones climáticas.
La otra fuente importante de estas proyecciones no es pseudo-científica, sino
mitológica: la Edad de Oro grecolatina, el Edén hebreo, algunas concepciones
maravillosas del mundo árabe; en suma: todo lo que hay de maravilloso, mítico,
mágico, monstruoso y extraordinario en todas las tradiciones occidentales (incluida la
mitología popular, como el país de Cucaña), sumado a los textos de Marco Polo, viene a
17
De Jano, dios romano que estableció las leyes y las bases culturales de Roma; se representaba con dos
caras; supongo que en este contexto significa “doble”, o algo así.
proyectarse, en el imaginario de los conquistadores, sobre el continente. Este encuentro
entre el imaginario mítico y la topografía exuberante de América profundizó los
impulsos conquistadores y aventureros.
Por otra pare, los nativos (el Inca Garcilaso, por ejemplo) dan pie a estas
ilusiones. El Inca escribe leyendas en sus Comentarios reales acerca del oro y de la
plata de la cosmogonía incaica.
Una de estas proyecciones es la leyenda de Eldorado, que se refiere, en
principio, a una ceremonia en de una laguna cerca de una aldea de los chibchas. La
ceremonia ya existía cuando llegaron los españoles. La leyenda tiene varias
formulaciones; la más tradicional es la siguiente: la cacica (¿o caciquesa?; en cualquier
caso, la esposa del cacique) le es infiel, y el cacique (ya que no el caciqueso) la castiga
feroz y públicamente; ella se arroja a las aguas de la laguna, y el cacique consulta a los
sacerdotes, quienes le dicen que ella vive en un palacio de oro, o bien en un palacio al
que se debe ofrendar oro. Para tal ofrenda -cuentan-, el cacique iba desnudo, pero lleno
de trementina y cubierto con polvo de oro, y arrojaba al agua piezas de oro y
esmeraldas. Esa es la figura de indio dorado de donde viene la designación epónima “El
Dorado” (o “Eldorado”, como quieren Voltaire y Poe). Muchas expediciones míticas,
que iban en principio a buscar los tesoros del Inca, se dedicaban incansablemente a
buscar Eldorado; pero no es la única búsqueda que hicieron los españoles por oro. Así,
en 1541, Felipe Gutea (¿?) parte en busca de Eldorado, pero descubre, en cambio, el
reino de los omanas. Al año siguiente, Gonzalo Pizarro emprende la misma búsqueda; la
expedición se divide en el Amazonas, y Orellana lo atraviesa hasta su desembocadura.
En 1559 aparecen ligados entre sí los mitos omanas y el de Eldorado, también
relacionados con el Amazonas.
Todas estas búsquedas e ilusiones tienen un efecto en el pensamiento y en la
literatura: la creencia en el valor prodigioso de América; la creencia -nefasta, por cierto-
en el valor de América como botín.
Voltaire maneja las proyecciones utópicas serias, filosóficas, como las de Moro
(Utopía) y Campanella (Ciudad del Sol), que ya llegan atravesadas por el tratamiento
satírico de un Swift, y filtradas por Hobbes y Rousseau. Todo esto recoge Voltaire y
elabora dos Capítulos memorables por su tratamiento literario. Es una utopía lírica,
mítica, filosófica, pero también paródica y funcional al texto.
Retomemos, pues, a la descripción de Eldorado:
... por fin descubrieron un horizonte inmenso, limitado por montañas inaccesibles. La tierra
estaba cultivada, tanto por placer como por necesidad; en todas partes, lo útil era agradable. Los caminos
estaban cubiertos o, mejor dicho, adornados por carruajes de una forma y de una materia brillantes, que
llevaban hombres y mujeres de una belleza singular, rápidamente arrastrados por robustos corderos de
color rojo, que aventajaban en rapidez a los más hermosos caballos de Andalucía, de Tetuán y de
Mequinez.
- Y sin embargo -dijo Cándido-, he aquí un país que es mejor que la Westfalia.
La descripción incluye la paradoja de la misma utopía: las concepciones del
paraíso como inmovilidad no se sostienen en la historia; hay, por lo tanto, una
saturación: lo que era utópico pasa a ser tópico.
La descripción de los cultivos conjuga elementos materiales y conceptuales: el
dato objetivo es que la tierra está cultivada (hecho que ya implica un cambio respecto de
las guerras que venían viendo nuestros personajes). Ese dato apunta al valor intrínseco
del trabajo, del uso benéfico de la mano del hombre, que ya no es más visto como un
castigo (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dijo Dios). De la descripción de la
tierra concluye una sentencia filosófica: en todas partes, lo útil era agradable. Esa
concepción típicamente horaciana (docere et delectare, “enseñar deleitando”) de
asociación entre lo útil y lo bello se halla, en el contexto de enunciación, totalmente
olvidada (la Ilustración la va rescatando poco a poco, y sobretodo el mercantilismo
inglés).
El quiasmo (placer - agradable / necesidad - útil) apunta a la relación armónica
del hombre y la Naturaleza. Adelanta, de este modo, el tema de la felicidad humana, que
está sobre la mesa de discusión. Es la primera aproximación y la más importante que
relaciona con la que cierra el Cándido (“cultivemos nuestro huerto”). Si bien, en lo
inmediato y aparente, los viajeros solo se llevarán el botín, es también cierto que se
llevan parte del prodigio visto: el primer instante, cuando la inocencia aún no está
pervertida, tiene un valor impactante sobre los personajes.
Todo este fragmento muestra lo impactante del lugar en los recién
nacidos/llegados Cándido y Cacambo. El trabajo no es un castigo, y las necesidades
alimenticias están cubiertas; hay un resultado que, además, es agradable a la vista.
En estas pocas palabras, pues, está cifrado todo el impacto; lo que viene después
es el plus de los elementos que hacen ingresar el botín, el prodigio, pero también el
futuro (los automóviles-carruajes). Parece una ciudad del siglo XX (no sé de quién es la
observación, pero yo nunca vi corderos rojos en una ciudad arrastrando carruajes
brillantes).
Los corderos rojos (o carneros, según la traducción) son los que saldrán después
cargados de oro; son los representantes del valor botín del oro. Crisómalo, según la
leyenda, era el carnero alado de los argonautas, muy veloz. Su objetivo era conducir a
Jano y a los argonautas hacia el vellocino de oro, que es también prodigio y botín. Lo
que plantea Bloch, entonces, ya está barajado por Voltaire; todo lo que hay en Eldorado
es el prodigio, aunque cada vez más Cacambo y Cándido vean en él al botín, como no
podía ser de otra manera (no por entrar allí estarán más cerca de ser prodigiosos). Los
corderos, además, son comparados ventajosamente con los mejores caballos de Europa
(que, dicho sea de paso, son árabes).
La primera conclusión de Cándido -sorprendente- es que Eldorado es mejor que
la Westfalia. No tienen punto de comparación, ya que Eldorado tiene las cualidades
edénicas de las que carece la Westfalia. Eldorado, pues, se transforma en el nuevo
paradigma que reemplaza al anterior.
Luego vemos la acción:
[Cándido] Saltó a tierra, con Cacambo, junto al primer pueblo que encontró. Unos niños de la
aldea, cubiertos por brocados de oro completamente desgarrados, jugaban al tejo en la entrada de la
población; nuestros dos hombres del otro mundo se entretuvieron mirándolos: sus tejos eran una piezas
bastante grandes, redondas, amarillas, rojas, verdes, que brillaban de un modo extraordinario. Los viajeros
sintieron deseos de recoger algunos; eran de oro, de esmeraldas, de rubíes, y el menor de ellos hubiera
sido el mayor de los ornatos del trono del Gran Mogol.
- Sin duda -dijo Cacambo-, estos niños son los hijos del rey del país, que están jugando al tejo.
El maestro del pueblo apareció en aquel instante para hacerlos entrar en la escuela.
- Éste -dijo Cándido- será el preceptor de la familia real.
Los pequeños desharrapados abandonaron inmediatamente el juego, dejando en el suelo sus tejos
y todo lo que les había servido de diversión. Cándido los recoge, corre hacia el preceptor y se los presenta
humildemente, dándole a entender por señas que sus altezas reales habían olvidado su oro y sus piedras
preciosas. El maestro del pueblo, sonriendo, las arrojó al suelo, miró un momento el rostro de Cándido
con mucha sorpresa y siguió su camino.
Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y las esmeraldas.
- ¿Dónde nos hallamos? -exclamó Cándido-. Es necesario que los hijos de los reyes de este país
estén muy bien educados, puesto que se les enseña a despreciar el oro y las piedras preciosas.

En principio, el narrador presenta a los niños con inocencia, jugando, y a los


observadores también inocentes, asombrados por el valor prodigioso de las piedras. Ese
valor atractivo en sí mismo incide sobre los personajes como motivación para
recogerlos, pero no para quedárselos (en principio). Recién cuando se dice que eran de
oro los personajes perciben el valor de cambio y no solo el prodigio de la cosa en sí. La
introducción de los nombres que designan piedras preciosas implica, para Cacambo y
Cándido, una transformación de esos elementos (de solo valor lúdico para los niños) en
otra cosa; entonces Cacambo y Cándido pierden esa inocencia que habían adquirido
hace algunas línea, y proyectan sobre los objetos una comparación que trae a colación
los ornamentos del trono del Gran Mogol (está connotado, en la comparación el viaje de
Marco Polo, igual que este aparece implícito en el de Colón).
La interpretación, la lectura de quiénes son estos personajes, está dada desde
otro paradigma: el eurocéntrico modelo de los observadores. La lectura es, nuevamente,
un error, una incomprensión en la que Cacambo ahora incurre, suponiendo “sin duda”
(es decir, excluyendo toda otra interpretación) que son los hijos del rey del lugar. Dan
por supuesto que estos elementos tienen un valor, y que por lo tanto esos niños
pertenecen a cierta condición.
Y entonces el narrador se distancia de los personajes, dando dos datos: aparece
el maestro del pueblo y con él se van los pequeños desharrapados. Esto implica que
hay una educación popular, y que el maestro no es el preceptor real, sino el maestro para
todo el pueblo, delineándose así una utopía en lo social y político: una sociedad donde
todo el pueblo es educado (la educación de los hombres es un tópico ilustrado).
La narración atiende mucho al lenguaje gestual, porque estamos ante una barrera
lingüística, como en Gulliver. El gesto de Cándido es traducido en un correlato por
parte del narrador: es incomprensible que ese valor quede aislado, fuera de su
propiedad. Es la primera acción en el encuentro entre dos mundos, como una sorpresa.
El gesto llama la atención, además, sobre la enajenación de lo natural: se le
asigna al elemento natural (piedras) un valor que no tiene en sí mismo: hay una
traslación del valor hacia el objeto. Esta asignación es el origen de la pérdida del valor
prodigio. Hay también una relación intertextual con Séneca, que plantea cómo veían los
hombres a la Naturaleza en la Edad de Oro, sin corrupción alguna. Nuestros personajes
son extranjeros de la Edad de Hierro en la Edad de Oro de Eldorado. Hay una pérdida
de la armonía entre lo humano y lo natural y la enajenación civilizatoria que atribuye el
valor a un vil metal.
Entre Cándido y el maestro no hay lenguaje común, pero tampoco hay gestos
violentos u ofensivos. Y la situación es de sorpresa doble: el maestro se sorprende
porque los visitantes le den valor a las piedras, a la vez que Cándido se sorprende de que
el maestro arroje los prodigiosos pedruscos al piso. Son dos miradas distintas que
provienen de dos cosmovisiones radicalmente opuestas.
Luego viene la pregunta de Cándido, que no puede concebir que un lugar sea así,
un lugar feliz y que no tiene lugar (una utopía), un Estado donde prevalece la inocencia
y es, por lo tanto, místico y mítico.
Por otra parte, la pregunta de Cándido devela otra cosa: si Cándido considera
una buena educación aquella que enseña a despreciar el oro y las piedras preciosas, está
implícito que él sabe mala su actitud mercantilista.
Luego sigue:
Cacambo estaba tan sorprendido como Cándido. Se acercaron por fin a la primera casa del
pueblo; estaba construida como un palacio de Europa. En la puerta se apretujaba una multitud, que era
aún mayor dentro de la vivienda; se oía una música muy agradable, y de la cocina llegaba un olor
delicioso. Cacambo se acercó a la puerta y oyó que se hablaba peruano; ésta era su lengua materna; pues
todo el mundo sabe que Cacambo había nacido en Tucumán, en una aldea en la que sólo se hablaba esta
lengua.
- Os serviré de intérprete -dijo a Cándido-; entremos, esto es una hostería.
Acto seguido, dos mozos y dos mozas de la hostería, vestidos con tisú de oro, los cabellos
recogidos con unas cintas, les invitaron a sentarse a la mesa redonda. Sirvieron cuatro sopas, cada una de
ellas con dos loros, un cóndor hervido que pesaba doscientas libras, dos monos asados, de un sabor
excelente; trescientos colibríes en un plato, y seiscientos pájaros-mosca en otro; guisados exquisitos,
dulces deliciosos; todo ello en platos de una especie de cristal de roca. Los mozos y mozas de la hostería
escanciaban varios licores hechos de caña de azúcar.
La mayoría de los comensales eran mercaderes y cocheros, todos de una cortesía extremada, que
hicieron diversas preguntas a Cacambo con la discreción más circunspecta, y que respondieron a las suyas
de un modo que le satisfizo por completo.
Una vez terminada la comida, Cacambo, al igual que Cándido, creyó pagar debidamente
arrojando sobre la mesa redonda dos de aquellas grandes piezas de oro que había recogido; el hostelero y
la hostelera se echaron a reír, y estuvieron largo rato apretándose las costillas. Por fin, se repusieron.
- Señores -dijo el hostelero-, bien vemos que sois extranjeros; no estamos acostumbrados a
verlos. Perdonadnos si nos hemos echado a reír cuando nos habéis ofrecido como pago los guijarros de
nuestros caminos. Sin duda no tenéis la moneda del país, pero no es necesario tenerla para comer aquí.
Todas las hosterías establecidas para la comodidad del comercio son costeadas por el gobierno. Hoy
habéis comido mal, porque ésta es una aldea pobre; pero en cualquier otro lugar seréis recibidos como
merecéis.
Cacambo explicaba a Cándido todo lo que decía el hostelero, y Cándido lo oía con la misma
admiración y el mismo pasmo que manifestaba Cacambo.
- ¿Qué país es éste -decían uno y otro-, desconocido a todo el resto de la tierra, y donde toda la
naturaleza es de una especie tan distinta a la nuestra? Este es probablemente el país en el que todo va
bien: pues forzosamente tiene que haber uno de esta clase. Y, por más que dijera el doctor Pangloss,
muchas veces me daba cuenta de que todo iba mal en la Westfalia.

Al comienzo, se mezcla la cualidad con la cantidad: la cantidad de gente, la casa


magnífica, todo eso le da un valor a Eldorado. Las percepciones sensoriales son las que
priman. El final del párrafo termina de presentar el mestizaje de Cacambo: su lengua es
el peruano (lengua inexistente), que hablan todos; de modo que Cacambo pasa a ser más
protagónico que Cándido, en virtud de su conocimiento. Se produce así un quiebre en la
jerarquía: ambos son tratados como extranjeros, porque la jerarquía no se guía aquí por
el origen familiar, como en Europa.
Nuestros dos viajeros entran por fin en una hostería. Toda la descripción es de
un extraordinario cuidado estético, que aparece hasta en la higiene (las mozas llevan el
cabello recogido). La descripción de la comida está vinculada a su calidad. Es una
descriptiva vinculada a un valor de comida lujosa, cuando en realidad la comida es
pobre: sopa de loros, cóndor hervido, monos asados, colibríes y pájaros-mosca. Hay una
suerte de juego paródico respecto de los elementos de las utopías oculares que asimilan
el bienestar a las condiciones de vida de las clases altas, a quienes admiran sus autores
(porque ellos no lo tienen), y esto genera una especie de gran equívoco. Por otra parte,
resulta una parodia a las utopías populares (que siempre enfatizan la abundancia),
conformada por las hipérboles numéricas (trescientos colibríes, seiscientos pájaros-
mosca) que contrastan manifiestamente con la realidad europea. El tema de la
abundancia aparece para mostrar que solo es privilegio de un sector, y denunciar, así, la
carencia del otro sector. La comida, además, es provista por el Estado.
El gesto de Cándido y Cacambo de intentar pagar con las piedras es un
desencuentro, el mismo que al inicio. No es un choque de culturas, sino un desencuentro
de carácter exclusivamente mercantil: los nativos usan dinero, pero el oro y las piedras
preciosas no tienen allí valor de cambio. Ese valor de cambio es el pilar de una
estructura socio-económica alrededor de la cual gira el resto de los valores occidentales;
no sucede así en Eldorado. Ahora, a diferencia del principio (cuando se aludía al valor
lúdico y estético de las piedras), los viajeros ya no tienen ninguna inocencia: el oro es
botín.
Los hosteleros se ríen; Voltaire trabaja con distintas fuentes y las amalgama,
básicamente fuentes utópicas. Tenemos allí las utopías de origen -Edad de Oro y el
Edén- que ahora, desde el siglo XVI, se proyectaban en el imaginario del Nuevo
Mundo, alimentadas por la búsqueda, en este nuevo lugar, de lo que ya se ha perdido:
este es el camino que toma Rousseau. Son, pues, dos etapas de mito de origen: una de
fondo mitológico y otra de proyección actual. Se trata de la utopía de origen porque las
cosas tienen valor en sí mismas, y no valor de cambio (no están atravesadas por el
fetichismo de la mercancía del que hablaba Marx).
Hasta que los hosteleros se ríen, solo tenemos en el episodio palabras de
Cacambo y Cándido; ahora los habitantes de Eldorado hablan, y se disculpan por su
risa: no solo permanece incorrupto el valor natural del oro (es decir: el valor que tiene
en sí mismo, el valor relativo que le da Europa), sino que tampoco está corrompida la
palabra: el lenguaje está en relación directa con los hechos, de modo que no hay un uso
difractario entre el decir y el hacer (a diferencia, por ejemplo, del Capítulo II, en que el
discurso de los reclutadores búlgaros es netamente hipócrita). También en el lenguaje
Eldorado es utópico, como el País de los Caballos de Gulliver.
No solo la comida es gratis, sino que, aunque quisieran, no podrían pagar. Y los
personajes hablan para desambiguar el sentido de su risa: no se puede interpretar que la
risa tiene un valor corrompido, no se están burlando sino tan solo riéndose de lo absurdo
que es para ellos el gesto de los viajeros. Todo es, en Eldorado, transparente e igual a sí
mismo; la risa es risa, el oro es metal, la palabra es palabra. Esta transparencia de la
ciudad utópica está también en Moro, que ataca el valor del capital -aun antes de que
cobre la importancia que tendría después-: el ideal es el Estado benefactor, que provee
comida y educación.
Pero no solo eso: además hay comercio. Es igual que en Inglaterra (lo más
parecido a una utopía como Voltaire); de ahí la elección de las libras como moneda del
país.
Eldorado resulta, pues, una mezcla de la Edad de Oro, del estatismo de la utopía
de Moro y del comercio liberal a la inglesa. Es un pastiche de elementos utópicos; si no
es satírico respecto de la utopía (como sí lo es Swift), al menos es lúdico con ella. Es
más un gesto estilístico del autor que la intención de plantear una utopía propia. La
ironía, pues, se da a nivel del narrador y no de los personajes: la hipérbole excesiva
resulta, para el lector, paródica de Jauja o Cucaña.
La pregunta del final resulta un nuevo extrañamiento hacia el orden. La pregunta
puede estar formulando una definición de utopía (un país “desconocido a todo el resto
de la tierra”, donde “la naturaleza es de una especie tan distinta a la nuestra”, el país “en
el que todo va bien”). El discurso providencialista de Cándido solo tendría sentido si se
enunciara aquí, y no en la Westfalia. Hay una equivalencia entre el providencialismo
optimista y la utopía: ahora la esperanza -que antes venía de Dios- se pone en la utopía,
en el futuro.
Y va más lejos: es forzoso que exista un lugar así. Esta exposición implica una
meta-reflexión sobre el propio discurso utópico. Otra cosa distinta es la función que
cumplen estas palabras en boca de Cándido, que empieza a reflexionar por sí mismo, y a
alejarse de Pangloss. Hace, además, una anagnórisis intelectual: se da cuenta de que el
discurso que sostenía era equivocado. Hay, por tanto, una burla al que repite el discurso
a pesar del desmentido de los datos reales. Ahora hay anagnórisis porque Cándido tiene
un punto de comparación con la Westfalia.
Voltaire liquida de este modo el providencialismo, y no lo sustituye por las
utopías, ya que no comparte la posibilidad de encontrar un paraíso prefabricado, sino de
hacerlo. Si existiera un lugar así, además, uno no podría apropiarse de él.
Capítulo XVIII (sí: también para escrito, desgraciado)
La separación en dos capítulos no obedece sino a la extensión, ya que el tema es
el mismo, de modo que, en el discurso interno, la unidad es total. Encontramos, sin
embargo, un cambio en el plano de la enunciación, entre narrador y personajes. El
narrador parece focalizar a través de las perspectivas de los nativos, aunque no hay que
descartar la posibilidad de que esté siendo paródico.
El capítulo comienza así:
Cacambo explicó al hostelero cuál era su curiosidad; el hostelero le dijo:
- Yo soy muy ignorante, y me encuentro admirablemente bien en este estado; pero tenemos aquí
a un anciano retirado de la corte, que es el hombre más sabio del reino, y el más comunicativo.
Acto seguido, lleva a Cacambo a casa del anciano. Cándido ya no era más que el personaje
secundario, y acompañaba a su criado. Entraron en una casa muy modesta, pues la puerta sólo era de
plata, y el revestimiento de las paredes de las habitaciones sólo era de oro, pero trabajado con tanto arte
que los revestimientos más ricos palidecían a su lado. En rigor, la antecámara sólo estaba incrustada de
rubíes y de esmeraldas; pero el orden en que todo se hallaba dispuesto compensaba sobradamente esta
extremada sencillez.
El anciano recibió a los dos extranjeros en un sofá acolchado de plumas de colibrí, y les hizo
ofrecer licores en jarras de diamante; después de lo cual, satisfizo su curiosidad en estos términos:
- Yo tengo ciento setenta y dos años, y gracias a lo que me contó mi difunto padre, que era
escudero del rey, conozco las asombrosas revoluciones del Perú, de las que él había sido testigo. El reino
en el que nos hallamos, la antigua patria de los incas, quienes, cometiendo una gran imprudencia, salieron
de él para ir a subyugar una parte del mundo, y terminaron siendo aniquilados por los españoles. Los
príncipes de su familia que permanecieron en su tierra natal obraron más cuerdamente; dieron la orden,
con el consentimiento de la nación, de que ningún habitante saliera nunca de nuestro pequeño reino; y
esto el lo que nos ha hecho conservar nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los españoles tuvieron un
conocimiento confuso de este país, y le llamaron El Dorado; y un inglés, llamado el caballero Raleigh,
llegó incluso a aproximarse a él, hace unos cien años; pero como estamos rodeados de peñascos
inabordables y de precipicios, hasta ahora siempre hemos estado al abrigo de la rapacidad de las naciones
de Europa, que tienen un delirio inconcebible por los guijarros y por el fango de nuestra tierra, y que para
entrar en su posesión nos darían muerte a todos, hasta el último hombre.

La afirmación del hostelero es hiperbólica y esta a mitad de camino entre la


afirmación socrática y la autodefinición del buen salvaje. El hombre no se cuestiona el
orden en que está inscrito; está bien en su lugar, es conformista. Sus palabras son
síntoma de la insularidad: es ignorante porque no quiere contaminarse, axiológicamente,
de otras civilizaciones; se encuentra en un estado edénico. Pero, por otra parte, su
felicidad es la de los idiotas: los ilustrados eligen a diario comer el fruto del árbol
prohibido: prefieren perder el Edén a ser ignorantes. Lo utópico, pues, radica (en parte)
en sentirse bien en la situación en que se está.
Tenemos, luego, una exposición meta-narrativa (“Cándido ya no era más que el
personaje secundario”) y otra que le quita valor al orden jerárquico (“acompañaba a su
criado”). La descripción de la casa del anciano es irónica (ironía dada por el adverbio
sólo). Esa ironía apunta a señalar lo fútil del valor lujo; es la casa del anciano más sabio
y es pobre.
El conocimiento de este anciano parte de su larga experiencia: tiene ciento
setenta y dos hiperbólicos años, edad inverosímil, mítica. Pero esta edad (propia de los
patriarcas bíblicos) le permite haber apreciado la realidad histórica. Es, en cierta
medida, una contestación a los hombres eternos que postula Swift: el anciano es el más
sabio porque ha tenido mucha experiencia. Por otra parte, la edad del anciano implica
una generosidad de la Naturaleza, tanto en el paisaje como en lo humano: lo que para
ellos resulta natural, a nosotros se nos hace maravilloso.
El conocimiento del anciano, por otra parte, no está mediatizado por los libros
(de hecho no se menciona la escritura), sino dado por la experiencia propia. Hay un
proceso y una historia, aunque no parece estar escrita. Se le adjudica, también, un
extraordinario valor a la tradición oral; se trata, pues, de una cultura experiencial que se
recuesta (pero no se duerme) en la tradición oral. La sabiduría y el status del anciano no
se deben a su casta: así, el padre del anciano no era cortesano, sino un simple escudero.
Hay, en las palabras del anciano, una referencia geográfica concreta: el
virreinato (las “asombrosas revoluciones del Perú”). Pero se refiere a Perú en el sentido
más amplio, como lo refiere el Inca.
Luego narra el origen de Eldorado, que es una lección histórico-ideológica: el
afán imperialista de los Incas (eso no lo dice Garcilaso) terminó bajo la misma ley que
pretende imponer. Se muestra, así, el pasaje degradatorio de la Edad de Oro a la Edad
del Hierro: el que a hierro mata, a hierro muere. Este estado de gracia se sostiene en la
inocencia de sus miembros. De modo que Eldorado es una Edad de Oro originaria, pero
también refundada, de modo que Voltarire logra construir un lugar con comienzo
histórico pero que está fuera de la historia.
El anciano, por otra parte, comienza el discurso con autocrítica nacional, y no
con la crítica de los españoles, lo que debería resultar muy virtuoso para Voltaire, que
siempre busca la viga en el propio ojo. La insularidad del lugar es decidida por los
príncipes pero con el consentimiento popular, y es consecuencia directa de la anterior
degradación y del gran sentido de autocrítica. Es un reino místico, inexistente como
forma de gobierno. No se dice tampoco que los gobernantes lo sean por sangre, ni se
habla de castas económicas o religiosas.
De hecho, la autoridad del rey no implica una distancia con sus súbditos, aunque
Voltaire no se preocupa de desarrollar mucho este tema: sí sabemos que es una
representación digna de lo monárquico, que funciona con liberalidad y tolerancia, una
organización deísta y horizontal, sin intermediarios. No hay conflictos y por eso no hay
división de poderes. En realidad, Voltaire está rehusando, en un gesto que puede
interpretarse como de humildad intelectual, a plantear su propia utopía política.
Luego habla de las aproximaciones a Eldorado; hecha la autocrítica, el anciano
se da el lujo de criticar a los demás. Y la crítica del anciano no alude solamente al oro y
a las riquezas, sino que deja establecida, en una hipótesis que resulta irrefutable, la
crueldad europea: si hubieran llegado, nos darían muerte a todos para obtener el oro. Es,
pues, evidente que Voltaire tiene una conciencia autocrítica del genocidio americano,
algo que no todos los europeos están dispuestos a reconocer.
A esto sigue una conversación con el anciano sobre la religión, en la que hay una
inversión de los papeles: el sorprendido es el anciano, porque no puede creer lo que
dicen los extranjeros. De este modo, se opera un extrañamiento sobre los valores de
Cándido y Cacambo (que son los de la sociedad del autor y del lector). El viejo se
sorprende pero no enjuicia.
En el diálogo se exponen todas las concepciones religiosas de Voltaire: hay un
solo dios (a pesar de que las religiones precolombinas eran politeístas, Voltaire elige
desatender este dato para postular el deísmo); la religión es para agradecer y no para
pedir; la religión es tomada, por el anciano y los nativos, como un hecho natural y
universal; no se concibe como un dogma; y, sobretodo, no hay clérigos: cada individuo
se comunica o agradece en forma directa a Dios. Es una propuesta deísta en su
universalismo, liberal en su amplia tolerancia, oriental en su diario agradecimiento, a
diferencia del pensamiento judeocristiano, monoteísta y patriarcal.
La conclusión de Cándido tras el encuentro con el anciano es cruel: “es
indudable que es preciso viajar”, para tener más experiencia, más vivencias de otras
realidades. Se da, entonces, una paradoja: Cándido aprende gracias a la experiencia de
conocer otros mundos a través del viaje, y esa es la imposibilidad de los habitantes de
Eldorado.
El viaje sigue: Cándido y Cacambo siguen paseando por el país, conocen al Rey,
ven sus costumbres. Pero regresan porque Cándido extraña a Cunegunda y, sobretodo,
porque ninguno de los dos puede despojarse del paradigma eurocéntrico que los lleva a
irse con el oro.

Fuentes
Clases de Bravo, increíblemente extensas

5.bis. Cándido y la utopía


(a) El discurso utópico (escrito)
1. Utopía y antiutopía
Las categorías en que se suele dividir la realidad son caprichosas, y no se
desprenden de la misma realidad, como podría suponerse de la lectura de cualquier
diccionario. No hace falta recordar la famosa clasificación que Borges atribuye a una
enciclopedia china (“El idioma analítico de John Wilkins”) para comprenderlo. La
realidad parece operar independientemente de teorizaciones. Así, el primer problema
que nos encontramos, en la lectura de Los viajes de Gulliver y de algunos capítulos del
Cándido como utopías, es la definición misma de la categoría utopía. Paso, pues, a
discutir algunas de las cuestiones que creo más interesantes al respecto, sin intención de
proponer una definición propia.
Es casi un lugar común en la literatura crítica sobre el tema comenzar con una
definición etimológica. El término utopía, como se sabe, es un neologismo acuñado por
Tomás Moro, en su De optimo reipublicae statu decque nova insula Utopia (“Sobre la
mejor condición del Estado y sobre la nueva isla Utopía”, 1516); el término resulta
homófono a la vez de dos términos griegos: ou-topia (lugar inexistente) y eu-topia
(lugar de felicidad), de modo que el contenido semántico del término supone tres
cualidades: es un lugar; es un lugar feliz; es un lugar que no existe.
Si tomáramos como única definición esta perspectiva etimológica, podríamos
rastrear la presencia de utopías en los textos antiguos y medievales, como hace Sosa18;
pero ese enfoque peca de anacronismo: la categoría se define, históricamente, a partir de
Utopía de Moro, y no de allí hacia atrás. De tomar tal perspectiva, el término corre el
riesgo de ensancharse indefinidamente, abarcando obras como La Odisea, Las leyes de
Platón, así como parte de la Divina Comedia, etc.. Podríamos, eso sí, considerar tales
obras como precedentes de la utopía; pero, en lugar de buscar todos los antepasados de
la isla de Moro y sus sucesoras, me limitaré a reiterar aquella idea borgeana: cada libro
presupone, en cierto modo, toda la literatura anterior.
Para zanjar este problema, Trousson19 distingue entre “utopía” y “utopismo”;
“utopía” sería la categoría stricto sensu, en tanto que género literario, y “utopismo”
sería, lato sensu, la categoría en tanto que anhelo metafísico del hombre, que se
manifiesta no solo en la literatura, sino en la filosofía, la economía, el urbanismo, etc..
Tal distinción es absolutamente funcional para el crítico, pero encarna un riesgo visible:

18
Sosa, Gabriel. “La búsqueda de la perfección a través del papel”, en Insomnia #5 (Separata cultural de
la revista Posdata, nº5; 9/1/1998) y “Utopías. Avatares y accidentes del género”, en Insomnia #6
(Separata cultural de la revista Posdata, nº6; 16/1/1998)
19
Trousson, Raymond. “Utopía y utopismo”. En Fortunati, Vita; Steimberg, Oscar y Volta, Luigi
(compiladores). Utopías. Bs.As.: Corregidor, 1994; passim.
a la hora de distinguir la utopía como género literario de sus géneros afines (géneros
cuya existencia en cuanto tales, dicho sea de paso, es dudosa, como “la robinsonada”),
Trousson, en su afán de diferenciar la utopía del “mundo al revés”, del mito de la edad
de oro, del paraíso, etc., pierde de vista el contacto entre la utopía y tales géneros. En sí,
la utopía se constituye en contacto con todos estos géneros, y con algunos más, tales
como la sátira, la novela de viajes, o incluso las obras que, como las Cartas persas,
logran un extrañamiento sobre el propio país a través de la mirada ajena. Así, por
ejemplo, Aínsa20 ha estudiado las relaciones entre la utopía americana y los mitos de la
edad de oro, del paraíso, etc..
Pero Trousson va más allá: sostiene que la utopía se distingue de estos géneros
por su “intencionalidad”: “si la utopía (...) supone la voluntad de construir, en fase con
la realidad existente, un mundo otro y una historia alternativa, ella se revela
esencialmente humanista o antropocéntrica, en la medida en que, pura creación humana,
hace del hombre el dueño de su destino”21. Pero la existencia de una intencionalidad
reduce la utopía a lo que tiene de didáctico, que es acaso lo menos interesante. Por otra
parte, la definición de un género a partir de las intenciones de sus autores no parece muy
convincente; máxime si consideramos las obras que nos ocupan ahora, cuya
“intencionalidad” es, cuando menos, oscura: así, hay quien sostiene que Los viajes de
Gulliver tiene, a pesar de su pesimismo, un objetivo constructivo22; desde esta búsqueda
de la intencionalidad, los Viajes (arquetipo de antiutopía, como veremos más adelante)
serían utópicos.
Otro tema interesante se debate en torno a las utopías, y es el de la relación entre
la utopía y el contexto histórico de su enunciación. Suvin propone la siguiente
definición de utopía: “Utopía es la construcción verbal de una comunidad casi humana
particular, en la cual las instituciones socio-políticas, las normas y las relaciones
individuales están organizadas de acuerdo con un principio más perfecto que el de la
comunidad del autor, teniendo como base dicha estructura un extrañamiento surgido de
una hipótesis histórica alterna.”23. La definición, bastante acertada, hace especial énfasis
en el contexto histórico en que surge la utopía; tal énfasis lleva a la obvia conclusión de
que una obra guarda relación con su contexto, pero puede también llevar a comentarios
inoportunos, como este, de Sosa: “Esa interdependencia del género con el presente es lo
que le dota también de otra característica casi intrínseca: su poca perdurabilidad. Una
utopía envejece tan rápido como aquel estado de cosas que la critica, y una vez que pasó
su época solo la salva su calidad literaria o su valor como curiosidad.”24. La afirmación
tiene algo de acertado: es cierto, por ejemplo, que Los viajes de Gulliver tienen un
componente interesante de referencia histórica; pero no es necesario, como afirma
Foot25, conocer todos los pormenores de la política inglesa del primer cuarto del siglo
XVIII para disfrutar su lectura. Habría que ver qué entiende Sosa por “calidad literaria”.

20
Aínsa, F. De la edad de oro a El Dorado: génesis del discurso utópico americano. México: FCE, 1992.
21
Trousson, R., op. cit., pág. 24.
22
La opinión es de Hazard (Hazard, Paul. El pensamiento europeo en el siglo XVIII. Trad: Julián Marías.
Madrid: Alianza, 1985, pág. 20); más adecuada, acaso, es la observación de Foot (Foot, Michael.
“Introduction” a Swift, J.. Gulliver’s travels. Londres: Penguin Group, 1985, pág. 8), cuando afirma que
los Viajes implican una discusión perpetua, y que se trata de una obra de la cual moralejas distintas e
incluso contradictorias pueden extraerse.
23
Suvin, Darko. Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia de un género literario.
México: FCE, 1984; pág. 78.
24
Sosa, Gabriel. “La búsqueda de la perfección a través del papel”, en Insomnia #5 (Separata cultural de
la revista Posdata, nº5; 9/1/1998); pág. 3.
25
Foot, M., op.cit., pág. 27.
Pasamos, para terminar, a la discusión de otro problema: Sosa afirma que en el
siglo XVIII comienzan las miradas de reojo al género utópico; nace así lo que se ha
dado en llamar antiutopía, que Fortunati26 ha tratado, con algunos aciertos, de definir. Si
Trousson, como vimos, distingue radicalmente la utopía y la antiutopía según su
“intencionalidad”, Fortunati sostiene que no se trata de dos géneros distintos, sino que
comparten un mismo paradigma.
Creo que para solucionar el problema de las relaciones entre utopía y antiutopía
podríamos recurrir al acertadísimo comentario de Tynianov: “Intentemos definir, por
ejemplo, el concepto de ‘epopeya’, es decir, concepto de un género literario. Todo
intento de definición estática fracasará. Basta echar una ojeada a la literatura rusa para
convencerse de ello: toda la esencia revolucionaria de la “epopeya” Ruslan y Liudmila,
consistía en que era una “no epopeya”. La crítica sintió que esto era una suerte de desliz
hacia fuera del sistema; pero en realidad, se trataba de un desplazamiento del sistema.
[...] No se da, de este modo, una evolución planificada, sino un salto; no un desarrollo,
sino un desplazamiento. El género cambió hasta el punto de que dejó de ser reconocido
y, pese a todo, se conservó en él lo suficiente para que esta no epopeya fuera una
epopeya. Este algo no consiste en los rasgos diferenciales “fundamentales”,
“importantes”, del género, sino en los secundarios, que se dan como sobreentendidos, y
no parecen caracterizar al género en absoluto.”27. Algo así sucede con la utopía y la
antiutopía: Los viajes de Gulliver (arquetipo de antiutopía) amplía el paradigma de la
utopía y logra ser todo su contrario, pero mantiene algunos rasgos: es un relato de
viajes, con un narrador-personaje que viaja a tierras inexistentes, etc.. La antiutopía de
Swift conserva, de las cualidades etimológicas que señalamos, la inexistencia del lugar,
pero se despoja, en principio, del eu-topos.
Para finalizar con los problemas que plantea la definición de la categoría utopía,
me gustaría recordar un texto, acaso el primer ensayo crítico acerca del tema escrito en
español, que contiene, de algún modo, la mayoría de las afirmaciones que hemos hecho
acerca de la utopía; se trata del Prólogo de Francisco de Quevedo a una traducción de la
Utopía de Moro: “Llamóla [a la isla] Utopía, voz griega, cuyo significado es no hay tal
lugar. Vivió en tiempo y reino que le fué forzoso para reprender el gobierno que
padecía, fingir el conveniente. Yo me persuado que fabricó aquella política contra la
tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla su idea, y juntamente reprehendió los
desórdenes de los más príncipes de su edad. Fuérame fácil verificar esta opinión;
empero no es difícil que quien leyere este libro la verifique con esta advertencia mía:
quien dice que se ha de hacer lo que nadie hace, a todos los reprende; esto hizo por
satisfacer su celo nuestro autor. [...] El libro es corto; mas para atenderle como merece,
ninguna vida será larga. Escribió poco y dijo mucho. Si los que gobiernan le obedecen,
y los que obedecen se gobiernan por él, ni a aquellos será carga, ni a éstos cuidado.”28.

2. Ilustración y utopía
Hazard sostiene que el siglo XVIII es la época de la “crítica universal”, en todos
los dominios: literatura, moral, política, filosofía. Distingue, luego, tres formas
privilegiadas de crítica: una, que podríamos llamar burlesca o paródica, está
ejemplificada por el Homère Travesti de Marivaux; otra, de viajeros imaginarios que
26
Fortunati, Vita. “Las formas literarias de la antiutopía”, en Fortunati, Vita; Steimberg, Oscar y Volta,
Luigi (compiladores). Utopías. Bs.As.: Corregidor, 1994.
27
Tynianov, Iuri. “El hecho literario” (1924). En Volek, Emil (ed.). Antologúia del Formalismo ruso y el
Grupo de Bajtín: polémica, historia y teoría literaria. Madrid: Fundamentos, 1992; pág. 206.
28
Se trata del Prólogo a la traducción de Jerónimo Medina y Porres (1637): Quevedo, Francisco. “Nota,
juicio y recomendación de la "Utopía" de Tomás Moro”. En Obras completas (prosa), Madrid: Aguilar,
1961.
llegan a Europa y causan, con su mirada ajena, un extrañamiento ridiculizante sobre las
costumbres, encuentra su máximo representante en las Cartas persas de Montesquieu;
y, por último, la de “otros viajeros, viajeros imaginarios que no habían salido nunca de
su casa, descubrieron países maravillosos que avergonzaban a Europa [...] no se
cansaban de celebrar las virtudes de estos pueblos inexistentes, todos lógicos, todos
felices. [...] Delirios de imaginación, que no hacían olvidar el propósito principal:
mostrar qué absurda era la vida (...) en todos los países que pretenden ser civilizados:
qué hermosa podría resultar si se decidiera al fin a obedecer las leyes de la razón.”29.
Esta última es la vertiente utópica, y Hazard señala como “maestro del género” a
Jonathan Swift.
Los viajes de Gulliver han sido interpretados, como conjunto, de una variedad de
modos distintos e incluso opuestos entre sí. Así, por citar algunas interpretaciones,
Hazard sostiene que, detrás de la amargura, Swift “no deja de hacernos entrever un poco
de azul entre las nubes de nuestro cielo”30; Hauser interpreta los Viajes como
“propaganda política, y casi nada más que propaganda”31; Sampson sostiene que Swift
“no tiene idiosincrasia”32; y podríamos continuar la larga lista. Un hecho de recepción
de la obra es de ineludible mención: Borges33 sostiene que Swift se propuso enjuiciar al
género humano, y acabó escribiendo un libro para niños; yo prefiero pensar que Swift
enjuició al género humano, y este se vengó convirtiendo su amarga sátira en literatura
infantil. En cualquier caso, parte del equívoco se debe a que Swift se haya propuesto
deliberadamente lograr un estilo llano, inteligible para todos (se dice que Swift leía
extensos fragmentos a sus sirvientes para asegurarse de que así lo fuera).
No menos llano y mordaz es el estilo de otra ilustre figura, un gran admirador de
Swift: el francés Voltaire, de quien podría afirmarse que, en sus Cartas inglesas, escribe
una suerte de utopía, en tanto que es la descripción de un país maravilloso, que viene a
ridiculizar, por oposición, las costumbres francesas. La influencia de Swift en Voltaire
es innegable, por ejemplo, en una obra como Micromegas, por la evidente cuestión de
las proporciones; pero no es tan obvia en el Cándido, que hoy nos ocupa.

6. Análisis del Capítulo XXX del Cándido


El Cándido en tanto tesis
Tesis: Significaba en griego acción de poner. La tesis era también la acción de
instruir y establecer leyes, impuestos, premios. En sentido más especial, tesis era acción
de poner una doctrina, un principio, una proposición. Las tesis pueden ser de dos clases:
definiciones como proposiciones de la existencia de una realidad o definiciones como
aclaración temática de un término.
El Cándido persigue un designio firme y se propone su demostración o la
refutación de una idea. Por esto, todo el cuento es como una bala disparada contra la
idea que Voltaire ha elegido como blanco y la invención no pone en acción sino las
figuras, los sucesos y las peripecias que puedan servir a la tesis.
El objeto de Cándido es destruir el optimismo que se presenta en su forma más
ridícula, en la exageración y en la jerga de la metafísica alemana.

29
Hazard, P., op.cit., págs. 15-18.
30
Ibidem, pág. 20.
31
Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte (Tomo II). Madrid, Guadarrama, 1958; pág.
212.
32
Sampson, George. The Concise Cambridge History of English Literature. Cambridge: Cambridge
University Press, 1970; pág. 392.
33
Borges, J.L.. Biblioteca personal. Madrid: Alianza, 2000; pág. 134.
En cuanto a las formas tipológicas para un cuento de tesis, la conjunción de la
seriedad que esto supone, mixturada con la comicidad, hace que lo que tiene el cuento
de filosófico sea menos serio. El autor tiene la actitud de quitarle a la filosofía la
solemnidad religiosa recurriendo al humor. Italo Calvino, lo ha relacionado con el
recurso del cine cómico o los dibujos animados: la acumulación de desdichas y su
rápida, casi inexistente, recuperación.

El optimismo
Voltaire escribió el Cándido para demostrar lo ridículo del optimismo de
Leibniz. El autor había vivido la guerra de los siete años, el terremoto de Lisboa, todo lo
cual le había hecho concluir que ese mundo de guerras y enfermedades no era el mejor
de los mundos. El título de la obra Cándido o el optimismo, es a la vez epónimo y
fabulesco. Este optimismo no sólo representa a los más tradicionales pensadores
providencialistas y a algunos ilustrados, sino que él mismo se considera un optimista del
cual ahora se encuentra alejado.
En contra de la tesis del “buen salvaje” mantenida por Rousseau, Voltaire no
cree en ninguna inocencia y bondad natural del hombre. No es la sociedad, el Estado o
la cultura la que pervierte y denigra esa inocencia original del hombre, antes bien, es el
propio hombre el que genera las propias condiciones de su miseria.
Luego del terremoto de Lisboa, Voltaire escribe “Poema sobre el desastre de
Lisboa” (1755), exponiendo como ese desastre natural no es comprensible desde una
concepción optimista. Recibe por parte de Rousseau, la Carta llamada “Carta de la
Providencia”. Básicamente plantea que de ninguna manera es extensible la figura de
Dios como creador en estos hechos de la naturaleza. Al final la culpa recae en los
hombres que se agolpan en los “tugurios”. La verdadera respuesta a Rousseau y a su
carta, es pues, la escritura de Cándido.
Pero las diferencias entre Voltaire y Rousseau no borran el hecho de una
fundamental coincidencia: mientras gran parte de los iluministas bogan en una nave
optimista y dentro de un materialismo disimulado, Voltaire y Rousseau rechazan todo
superficial materialismo y quieren creencias que sean ideas claras. Ahora bien, en tanto
Rousseau suponía que el hombre siendo natural era naturalmente bueno, Voltaire
advertía que la estupidez humana solamente podía curarse con la Ilustración y el saber.

Es preciso cultivar nuestro huerto


Como se ha mencionado anteriormente, este cuento filosófico está
explícitamente dirigida contra la concepción Leibniziana del “mejor de los mundos
posibles”. El teórico y matemático alemán había llegado a la conclusión de que el mal
es una parte necesaria en el conjunto armónico del mundo, el mejor que Dios ha podido
crear. Este pensamiento divulgado por Cristian Wolf (1679-1754), discípulo de Leibniz,
será representado por Pangloss, el preceptor de Cándido.
Cándido sufre infinitas desgracias: lo echan de su castillo, lo enrolen
forzosamente en un ejército, tiene una experiencia de naufragio y de un terremoto, cae
en manos de la Inquisición y padece un auto de fe, finalmente pierde todas las riquezas
conquistadas en el país Eldorado. A sus tremendas desventuras hacen de contrapeso el
optimismo a ultranza del filósofo Pangloss. Su inconclusa fe filosófica no viene, por lo
menos en apariencia, resquebrajada, ni aún de las grandes desgracias que también
llueven sobre su cabeza. En la conclusión del cuento Pangloss insiste en decir:
“Todos los acontecimientos se encadenan en el mejor de los mundos posibles; pues si no te
hubieran arrojado a puntapiés de un hermoso castillo, por el amor de Cunegunda; si no te atrapara la
inquisición; sino recorres la América a pie; si no das una soberbia estocada al barón; si no llegas a perder
todos tus carneros del buen país de Eldorado, no comerías ahora toronjas y alfóncigos.”

Pero Cándido-Voltaire, que de ahora en más aprendió la lección, se contenta con


obrar útilmente en el pequeño espacio que le está reservado.
Nos ubicamos en el Capitulo XXX, convenimos en que el modelo narrativo de la
obra es fantástico, pues se parte de un daño o carencia inicial que termina con la
recompensa o reparación de ese daño. Al comienzo a Cándido se lo expulsa del castillo,
esta recompensa es re-encontrar el paraíso perdido y a una de sus figuras, Cunegunda.
Hacia el final se realiza una reparación virtual con el casamiento de Cándido y
Cunegunda. Sin embargo, Cándido se casa porque ya había dado su palabra. Vemos
como Voltaire se ríe del paradigma heroico. La filosofía de vida de Cándido al final no
es restituida, sino sustituida. Cándido no llega al mismo lugar de donde ha partido, llega
a otro lugar, es el inicio de otro paradigma, que posee otros valores y deja de lado el
sustento ideológico elaborado por la providencia, de allí: “cultivemos nuestro huerto”.
En el Capitulo XXX nos encontramos con que Cándido ya no desea casarse con
Cunegunda, ilusión de belleza que guía toda su peripecia; sin embargo consiente a ello
por la insistencia de barón de impedir el casamiento. Se halla viviendo con su querido
preceptor Pangloss, con el filósofo Martín (antítesis de Pangloss), Cacambo y la vieja.
A pesar de todo no es feliz, las riquezas que ha podido sustraer de América las perdió,
producto de haber sido estafado por usureros. Su mujer es cada vez más fea y
malhumorada, Cacambo se queja de su destino, Pangloss se desespera porque no esta
brillando en ninguna universidad de Alemania y Martín mira el tiempo con paciencia
porque considera que se está tan mal en un lado como en otro.
El hastío es representado magníficamente por las palabras de la vieja:
“...Quisiera saber qué es peor: si que le violen a uno cien veces los piratas negros, que se lleve el
verdugo una nalga; que los búlgaros le den un paso de baqueta; que le azoten; que le cuelguen en un auto
de fe; que pretendan disecarlo; que le condenen a galeras; azotes todos, o continuar en este sitio
totalmente ociosos” (2)

A esto Martín contempla dos opciones: el hombre nació para vivir en un


constante ajetreo o para la completa inacción. Cándido no comparte, pero tampoco
niega. Y Pangloss sigue afirmando que éste es el mejor de los mundos, aunque no crea
ya en sus propias palabras.
La aparición de Paquita y Alelí afirman lo que Martín en el capitulo XXIV
adelantó, ambos se encuentran miserables nuevamente. Esta situación desata nuevas
reflexiones de los personajes.
Por último, el encuentro con aquel anciano que se refrescaba bajo los naranjos
termina por cambiar la visión de Cándido. El trabajo aleja al anciano de tres males: el
fastidio, los vicios, la miseria. Es en éste momento donde Voltaire pone en boca de
Cándido las siguientes palabras: “es preciso cultivar nuestro huerto”(3)
La vida no es buena, es mediocre y tolerable. La vida no es buena pero puede ser
mejorada por el trabajo, pero el trabajo social; por el esfuerzo común en el que cada uno
tiene su parte. Razonar sobre la metafísica no sirve de nada, la vana especulación debe
ser sustituida por la acción práctica: cultivar el huerto.
Esta es la conclusión moderada y animosa que va perfilándose a lo largo de todo
el cuento y que los últimos capítulos ponen de manifiesto. En Cándido no hay capitulo,
ni episodio que no descubran la ilusión o la mentira del optimismo, y a medida que se
aproxima el fin, descubre la utilidad de la acción social.
Voltaire concibe que la vida pasa entre las convulsiones de la inquietud y el
tedio; y busca en el trabajo la supresión de los males que asolan a la humanidad.
Conclusión
Tomás de Matos plantea que
“El Cándido de Voltaire es un río en el que me he bañado varias veces y en esas esparcidas
lecturas volví a comprobar que la afirmación de Heráclito es irrebatible: todo es devenir, nunca nos
bañamos en la misma agua, nunca leemos un mismo libro. Pero ese tornasol fue variando su gama
siguiendo un cada vez más nítido sentido. Lo sombrío se ha atenuado; lo luminoso casi resplandece. El río
avanza; el devenir es progresión.
En mis primeras lecturas, la decisión de Cándido, ante la constatación que vivimos en un mundo
que dista de ser el mejor de los posibles, me parecía una decisión burguesa, claudicante e individualista.
“Cultivar el propio jardín” equivalía a la actitud elitista de las deliciosas muchachas y los privilegiados
jóvenes del “Decamerón”, quienes ante la peste que cundía en Florencia se retiraron de la ciudad y se
refugiaron en otro edénico jardín, para competir bajo su fronda en un certamen de ingeniosas ficciones
que los alejaban del destino de su pueblo hasta el extremo de no percibirlo.
Hoy, en cambio, el segundo título de Cándido (El optimismo), no me parece irónico; ya creo -
supongo que definitivamente- que no hay otra forma de encarar con optimismo el futuro sino a través de
la autoproposición de tareas accesibles y viables tareas, como cultivar el propio jardín. He reparado que el
jardín de Cándido puede no estar enrejado ni confinado y, sobre todo, que está en nosotros confundirlo
más y más allá con otros múltiples jardines hasta que todos conformen un inmenso espacio verde que,
aunque siga distando mucho de ser el mejor de los mundos posibles, mejore algo, quizá bastante, la
calidad de vida de los comarcanos...”(4)

Este es un cuento de aprendizaje, que implica la formación de ideas de un joven


mediante un cruel contacto con la realidad. El mundo es cruel, los reyes luchan entre sí,
las iglesias se destrozan mutuamente; lo que Voltaire plantea es limitarnos a nuestra
actividad y tratar de realizar la tarea que al parecer está a nuestro alcance. Pero esto,
como muy bien afirma Tomás de Mattos, no nos debe parecer una actitud elitista e
individualista. Si todos cultivamos nuestro huerto formaremos, como bien dice el
escritor uruguayo, un gran espacio verde que mejore en algo la vida de los que lo
habitamos.
El único remedio que acepta Voltaire para hacer la vida tolerable es el trabajo.
De nada sirve buscar fines, ni mucho menos presuponer que existe cierto orden racional
en el mundo para crear las condiciones necesarias en las que pueda desarrollarse una
vida virtuosa y justa. Voltaire no acepta que este sea el mejor de los mundos posibles,
sin embargo considera posible que este mundo sea mejor , esa es su gran enseñanza, su
auténtico legado, su definitiva propuesta la optimismo.

También podría gustarte