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—
archivida.
del sintiente
y del sentido
—
Nancy, Jean Luc
Archivida
1a ed. –Buenos Aires: Quadrata, 2013.
120 p.; 20x14 cm.
isbn 978-987-631-037-6
1. Filosofía. I. Jean Luc Nancy ii. Título
cdd 190
—
Colección Contemporáneos
Dirigida por Ariel Pennisi y Adrián Cangi
Dirección comercial: Mariano Arzadún
Coordinación y prensa: Victoria Sáez
Traducción: Marie Bardet y Valentina Bulo
Revisión técnica: Adrián Cangi
Diseño: Micaela Blaustein
Traducción del texto de contratapa (del portugués):
Victoria Sáez
—
Nota a la Colección Contemporáneos
Esta colección es un emprendimiento conjunto
entre la editorial brasileña Iluminuras y la editorial
argentina Quadrata. Ambas editoriales reúnen
intereses, afectos y horizontes comunes en una
edición que valora el pensamiento, circulación y
experimentación como proyecto del Cono Sur.
—
© Editorial Quadrata de Incunable srl
Av. Corrientes 1471 (c1042aaa),
Buenos Aires, Argentina
www.quadrata.com.ar
contemporáneos
—
adrián cangi y ariel pennisi
3
nos de derecho bajo las figuras del conformismo, la obedien-
cia y la minoría de edad. ¿No nos vuelve acaso «enanos de
espíritu» apostados en cuerpos más o menos confortables,
cuyos modales disimulan para la sociabilidad un capricho
infantilmente odioso y un fatal hastío que desacredita la
creencia en el mundo?
La contemporaneidad no cesa de interpelar al adulto lige-
ramente adaptado y armado con las dosis necesarias de ci-
nismo, a veces de ironía y las más de las veces de vencidas
suspicacias paródicas. La crítica que responde a estos espí-
ritus no pasa de una razón conformista, más placentera
con el estado de cosas imperante que esforzada por cambiar
los encadenamientos de los hábitos y creencias que nos de-
terminan en la torpeza engreída. Al contemporáneo, toda
la palabrería de una época, incluyendo su buena crítica, le
provoca el reconocimiento de su potencia de imposición. Ese
reconocimiento no es otra cosa que el respeto al adversario,
ante quien el contemporáneo se volverá un francotirador
despiadado, al mismo tiempo que un estilista singular. Por
ello, crea un tiempo dentro del tiempo en el que le toca vivir
y compone gracias a su capacidad de percibir un mundo tan
abierto como fragmentado.
La contemporaneidad del que habita interpolando los
tiempos es una singular relación con el propio tiempo que,
mientras adhiere a él, simultáneamente toma distancia a
favor de un modo de vida, de un espacio de producción o de
un retiro aristocrático del espíritu. La violencia actual puede
sumirnos en las más sofisticadas y disimuladas formas de
adaptación o transformarnos en emboscados francotira-
dores. Los que así se llaman nos hablan de una comunidad
sin rasgos previos ni destino final, sin fronteras estables ni
lengua única. Contemporáneo es el llamado a un encuentro
fraterno entre iguales, siempre dispares y disimiles entre sí.
4
Aquel considerado como igual es «cualquiera» capaz de una
búsqueda de la inmadurez como estilo vital.
El contemporáneo percibe que su actualidad incluye su
propio afuera, desajuste que lo habilita a un tiempo inédito.
Aquello que define su humor, permanente o cambiante, es
el tiempo que con su potencia imprime angustias o alegrías.
Por ello sabe que cualquier representación es una detención
de la imagen del tiempo destinada a intensificar unos valo-
res por sobre otros. El pensamiento es maestro de fijezas por
la representación y la reacción del contemporáneo pivotea
en la pregunta por lo moviente. En ello radica la capacidad
de desembarazarse de los mandatos de una época y de com-
prometer las energías disponibles en creaciones más ligeras
que cualquier reclamado origen y más alegres que algunas
pretendidas certezas definitivas.
El contemporáneo hace de su problema el «ahora» como
umbral de la diferencia en la historia, vive de los contratiem-
pos y admite los saltos inesperados. Se lo reconoce como un
militante de la incomodidad cuando su tiempo se radicaliza
y como un anfitrión desinteresado cuando la chatura des-
tila indiferencia. Se trata de un cuerpo que invita a ver otras
posibilidades de vida en aquello que se presenta como im-
posibilidad. Se dirá que busca en los tropiezos la cifra de su
tiempo y que reclama una ética como un renovado nosotros.
Su tarea es la de lanzar tan lejos y tan ampliamente como le
sea posible el trabajo indefinido de la libertad. Pensamiento
y ethos filosófico son las dos caras de su movimiento.
El contemporáneo avizora modos de vida entre lo actual
de un presente espacializado y lo inactual de una potencia
inacabada del tiempo. No cree en metas cumplidas hechas
de buenas representaciones de anhelos previos sino en el
fondo irrepresentable de encuentros potentes para la vida.
Desconoce las tareas consumadas y se aboca a las fisuras en
la inactualidad de los movimientos de una vida para proyec-
5
tarse en un dentro-fuera más allá de la conformidad y oficia-
lidad social y política. Diremos que el carácter intempestivo
de su potencia radica en que su espíritu no progresa sino que
se transforma, no conoce sino que investiga y no acumula
sino que experimenta.
jean luc nancy
—
archivida.
del sintiente
y del sentido
traductoras
marie bardet
valentina bulo
Editorial Quadrata
& Iluminuras
—
Agradecemos especialmente a Valentina Bulo
por facilitar el acceso a los materiales que componen este libro
y su labor como traductora y agradecemos a Marie Bardet
por su predisposición y su trabajo
en la compleja traducción de estos textos.
prefacio
archivida
—
valentina bulo
9
Las diferencias ahora se comparten y reparten simé-
tricamente, dejan de ordenarse en torno al privilegio de
unas sobre otras, no se ordenan desde lo dado como Dios o
Naturaleza, son las diferencias todas juntas en un montón,
abriendo paso, empujando a la consideración omnicéntrica
de nuestros cuerpos, pluralidad irreductible de un nosotros
que invita a su liberación. Los cuerpos se sitúan entre na-
turaleza y técnica, ellos consisten en el hacerse mundo del
mundo.
Los textos presentados aquí confluyen en lo que podría-
mos llamar arquitectónica del tocar, sin diseño previo, y
siempre por fuera. Los tres primeros corresponden a los que
me entregó Jean-Luc Nancy luego de una entrevista reali-
zada en Estrasburgo en 2011, ya publicados en otros libros
pero que daban la respuesta y el tono preciso a mis dos pre-
guntas principales:
¿Cómo puede afirmar que no hay naturaleza? Pensar en
ello instalada, como lo estaba, en la selva patagónica me
parecía extrañísimo. «Si no hay Dios no hay Naturaleza», me
responde, comenzando a explicar muy despacio cada uno de
los razonamientos allí implicados. Por ello el envío de «De la
strucción» y «Dios mío».
Mi segunda cuestión fue por la posibilidad de encontrar
una especie de fondo erótico en todo tocar, algo así como una
«ontoerótica», a lo que me responde afirmativamente, y de
allí el envío del «Ruhren».
Una vez que le propuse traducir junto a Marie Bardet los
textos enviados, me propone la traducción del poema hasta
ahora inédito «Archivida», que le da el nombre a este libro.
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del tacto
(tocar / mover, afectar,
remover / excitar)
*
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verbo movere de donde también hemos guardado «mover» y
«conmover».
El «tocar» aparece, en francés, más bien extranjero a la
semántica del movimiento, mientras en alemán le perte-
nece muy manifiestamente. «Tocar», «tacto» o «contacto»,
parecen señalar un orden más estático que dinámico. Sin
duda es bien sabido que hay que mover para tocar, que hay
que «llegar al contacto» 2 , como se dice, pero el tocar mismo
nos parece señalar más bien un estado que un movimiento
y el contacto evoca más una adhesión firme que un proceso
móvil.
Sin embargo, el francés conoce muy bien el valor móvil,
motriz y dinámico del tocar: él está presente cuando habla-
mos de una persona o de una obra que «nos toca», cuando
evocamos el «tocar» de una pianista, el toque de un pintor y
también el de la gracia divina.
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12
el pecho de su madre o su dedo. Chupar es el primer tocar. La
succión aspira, por cierto, la leche nutritiva. Pero hace algo
más, hace otra cosa: ella cierra la boca sobre el cuerpo del
otro. Establece o reestablece un contacto por el cual invierte
los roles: el niño que fue contenido contiene ahora al cuerpo
que lo contenía. Pero él no lo encierra en sí, al contrario, él
lo tiene al mismo tiempo delante suyo. El movimiento de
los labios que chupan no cesa de retomar la alternancia de
proximidad y distancia, de penetración y de salida de quien
ha presidido el descenso desde el vientre hasta la salida fuera
del cuerpo, de ese cuerpo nuevo al fin listo para separarse.
Al separarse, él conquista aquella nueva posibilidad de
la que no conocía más que un bosquejo: la posibilidad de la
relación y del contacto. El bosquejo era esencialmente au-
ditivo, y la audición misma era difractada según el prisma
completo del pequeño cuerpo sumergido en el resonador lí-
quido con el cual el otro cuerpo lo envuelve. El sonido de este
cuerpo, de su corazón, de sus entrañas y el sonido del mundo
afuera tocaban al mismo tiempo sus oídos, sus ojos cerrados,
sus narices, sus labios y toda su piel infusa. «Tocar» sin em-
bargo sería decir demasiado. Cada sensación posible estaba
todavía diluida en un sentido indistinto, en un intercambio
permanente, casi permeable entre el exterior y el interior así
como entre los diferentes accesos del cuerpo. Tocar sería de-
masiado decir y sin embargo ya está ahí: es el primer rühren,
el primer borboteo y flote con el que se balancea eso que toda-
vía no ha llegado a nacer.
Cuando él nazca, se separará. Pero seguirá siendo eso, «el
que» o «la que flota» en el seno de un elemento, de un mundo
en el cual todo se relaciona con todo, todo tiende hacia todo
y se distancia de todo –pero esta vez según los ritmos múlti-
ples de todos los dentro/fuera de los cuerpos separados.
Sólo un cuerpo separado puede tocar. Solo él puede tam-
bién separar enteramente su tacto de sus otros sentidos, es
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decir, constituir como sentido autónomo aquello que, sin
embargo, atraviesa todos los sentidos en tanto se diferen-
cia en ellos, distinguiéndose a la vez él mismo como una
suerte de razón común. De razón o de pasión, de pulsión, de
moción.
Allá donde él era inmersión, flote y envoltura de todas
las partes en la relativa indistinción de su fuera y su dentro,
tendencialmente confundidos en el balanceo común de los
dos cuerpos y donde él chupaba su propio dedo, aquí él se
suelta y, salido fuera, se encuentra él mismo delante de ese
afuera. Es decir que él no está más por dentro del adentro
y en la inmanencia. En el sentido más propio de la palabra,
trasciende: ultra pasa el ser en sí.
Su movilidad deja la suspensión, el peso casi nulo y la in-
diferencia viscosa de las direcciones. La movilidad se vuelve
movimiento verdadero según el alejamiento de los otros
cuerpos. Bien lejos de buscar un retorno a la inmanencia y la
inmersión, sus gestos afirman, al contrario, su distinción,
una separación que no es una privación ni una amputación
de lo que sea. Es abertura de la relación. La relación no busca
restaurar una indistinción: celebra la distinción, anuncia el
reencuentro, es decir, precisamente el contacto.
En verdad, el contacto comienza cuando el niño comienza
a ocupar casi todo el espacio en el cual flotaba. Él viene a
tocar las paredes y su movimiento se convierte en aquella
lenta inversión que lo pone en condiciones de salir, de de-
jarse empujar desde adentro y aspirar por el afuera –es decir
decididamente esta vez abrazar el orden de un dentro/fuera.
Tocando los límites de la copa y del vientre, se vuelve él
mismo a la vez parecido a otra pared y a una onda presta a
insinuarse y escurrirse entre los labios que van a separarse
para él. Este deslizamiento da su forma última al pasaje del
flotar al frotar, de la inmanencia a la trascendencia y al abrir
la vulva él abre también todas las distancias que su separa-
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ción va a suscitar y a través de las cuales el contacto llegará
a ser propiamente posible, él mismo distancia y adherencia,
«extimiedad» íntima.
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en francés, «sujeto al afuera» 3 : sujeto al otro, sujeto al toque
del otro. Eso que se inicia como un flotar que se vuelve frotar
en esa copa que es el amnios donde se baña el homúnculo, es
este toque del afuera.
Cuando esa copa deja derramarse su contenido, el agua se
esparce y el pequeño emerge de allí, empapado. Su cuerpo
entero –por primera vez entero y suelto– lleva la impronta
húmeda que se vuelve piel, que se funde en el trazo de su piel
pero que vuelve a esta piel para siempre capaz de recibir el
afuera, de ser bañada y balanceada, mecida por los vaivenes
del afuera.
Así el tocar, en primer lugar y para siempre, es esta me-
cedura, este flotar y este frotar que el chupar repite, que
vuelve a lanzar y a poner en juego el deseo de sentirse tocado
y tocante, el deseo de experimentarse por el contacto con el
afuera. Mucho más que experimentarse «por el contacto» se
trata de experimentarse como contacto en sí mismo. Todo
mi ser es contacto. Todo mi ser es tocado/tocante 4 . Esto
quiere decir también abierto al afuera, abierto por todos sus
orificios, mis oídos, mis ojos, mi boca, mis narices –y por
supuesto todos esos canales de la ingestión y digestión como
aquellos de mis humores, de mis sudores y de mis líqui-
dos sexuales. La piel se esfuerza por extender alrededor de
estas aberturas, de estas entradas-y-salidas, una envoltura
que al mismo tiempo que las sitúa y especifica desenvuelve
para ella misma esta capacidad de ser afectado y de desearlo.
Cada sentido especializa la afección según un régimen dis-
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tinto –ver, oír, olfatear, degustar– pero la piel no cesa de
relacionar estos regímenes entre sí sin por ello volverlos con-
fusos. La piel que envuelve no es ella misma más que el des-
envolvimiento y la puesta en juego, la exposición general de
toda la circunscripción del cuerpo (de toda su soltura). «Ex-
piel-sición», Ex-peau-sition, es posible de decir en el juego del
francés. En alemán se podría aventurar Aus-sein/Haut-sein.
Pero en toda lengua lo que debe importar es que la expo-
sición, la Ausstellen que es el cuerpo y su Ausdehnen (Psyche ist
ausgedehnt 5 , escribe Freud) no consiste en un elemento fijado
como en el cimacio de una galería de pintura. Al contrario,
esta exposición no se comprende más que como un movi-
miento permanente, como una ondulación, un despliegue
y repliegue, un ademán siempre cambiante por el contacto
con todos los otros cuerpos –esto quiere decir por el con-
tacto con todo aquello que se aproxima y con todo lo que nos
aproximamos.
Como sabemos desde Aristóteles, la identidad de lo sen-
sible y de lo sintiente en el sentir (que es también un ser-
sentido), semejante a la identidad de lo pensable y de lo
pensante en el acto de pensar, se ve implicada en el punto
donde se da la sensación: en la visión, la audición, el olfato,
el gusto y el contacto –una manera de compenetración de
los dos en el acto y como tal acto. El acto sensitivo, según el
concepto aristotélico de acto –la energeia– forma la efectividad
actual, el acontecimiento de la sensación produciéndose. El
alma que siente es ella misma sensible y por eso mismo se
siente sentir. Y en ninguna parte eso es más claro –en nin-
guna parte eso es más sensible– que en el tocar: ni el ojo, ni
el oído, ni la nariz, ni la boca se sienten ellos mismos sen-
tir con la intensidad y la precisión de la piel. La imagen, el
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sonido, el olor, el sabor, quedan en cierto modo distintos
del órgano sentiente, aunque lo ocupan integralmente. Sin
duda pasa lo mismo con el tocar cuando yo me represento la
sustancia tocada (si pienso «ese tejido es áspero», «esta piel
está fresca»). Pero se puede decir, aunque sea, a decir verdad,
imposible de determinar estas cosas, que la representación
es menos inmediata en el tocar. En los otros sentidos, ella
se anuncia más rápido, aunque de modo diferente según el
caso (la imagen es contemporánea de la visión, la melodía o
el timbre lo es también, pero un poco menos, de la audición,
el sabor todavía menos del gusto y el olor es más distante
aún del olfato, al punto de ser del orden del tocar) 6 .
Esta identidad del tocante y el tocado no puede compren-
derse más que como la identidad de un movimiento, de
una moción y de una emoción. Precisamente porque no es
la identidad de una representación y de su representado.
La piel fresca de la que hablo no es primero eso –«una piel
fresca»– en el acto de mi mano que la toca. Sino que ella «es»
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mi gesto, es mi mano y mi mano pasa en ella porque mi
mano es su contacto o su caricia (en realidad, ningún con-
tacto con una piel –salvo un contacto médico– está exento de
una caricia en potencia). La moción y la emoción –que son
ellas mismas una sola cosa– envuelven el acto, la energeia
sensitiva. Y esta energeia no es nada más que la efectividad
del contacto, la que es efectividad de una «venida hacia» y
de una «acogida de», doble cualidad que se intercambia: yo
vengo hacia la piel que me acoge, mi piel acoge la venida que
es para sí la acogida del otro. El «venir-a» de uno y otro los
cruza en un punto de cuasi confusión. Este punto mismo no
es inmóvil: no es «punto más que por imagen», su realidad
es moción y emoción, movimiento, tracción y atracción, al
mismo tiempo que variación ininterrumpida, fluctuación.
Es al mismo tiempo vibración, palpitación de uno contra
otro, balanceo de uno al otro y por esta razón «identidad»
que no se identifica aunque ella reúna uno y otro, y com-
parta sus presencias en una venida común.
Tal es el ruhren del tocar. Movimiento líquido de un ritmo,
oleaje, resaca de la ex-istencia que es «estar fuera» porque
el «afuera» es la inflexión, la curva y el ritmo de este flotar y
frotar según el cual mi cuerpo se baña entre todos los cuer-
pos y mi piel lo hace a lo largo de las otras pieles.
El movimiento del tocar no es entonces aquello que nom-
bramos con otro término –tasten en alemán, tâter [tantear]
en francés (donde podemos encontrar también palper [pal-
par])– que pudiera parecer más exacto. Tantear, en efecto, es
un comportamiento cognitivo, no afectivo. Se tantea para
reconocer o para apreciar una superficie, una consistencia,
para estimar una densidad, una flexibilidad. Pero así no se
acaricia. El tocar acaricia, es esencialmente caricia, es decir
que es deseo y placer de aproximar lo más cerca posible una
piel –humana, animal, textil, mineral, etc.– y de emplear
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esta proximidad (es decir, esta aproximación superlativa,
extrema) para poner en juego las pieles una contra la otra.
Este juego retoma el ritmo que esencial y originariamente
es el juego del dentro/fuera –el único juego, tal vez, si todos
los juegos consisten en tomar y en dejar espacios, en abrir
distancias, en ocupar y en vaciar lugares, compartimen-
tos, plazos. El tocar es movimiento en tanto es rítmico y no
porque sería procedimiento o conducta de exploración. La
«aproximación» aquí no vale como acercamiento en las cer-
canías, y el «contacto» no vale como establecimiento de un
intercambio (de signos, de señales, de informaciones, de ob-
jetos, de servicios). La aproximación vale como movimiento
superlativo de la proximidad que nunca se anulará en una
identidad ya que «lo más próximo» debe quedar distante, in-
finitesimalmente distante para ser lo que es. El contacto vale
como estremecimiento –él también superlativo, extremo–
de la sensibilidad, es decir, de aquello que hace a la capaci-
dad de recibir, de ser tocado. (Rühren puede tener el sentido
de tocar un instrumento, como en francés antiguamente se
hablaba de «tocar el piano 7 »: es siempre despertar, sacudir,
animar.)
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que la relación no es más que la puesta en juego de un com-
partir 8 de un adentro y de un afuera.
El primer y antiguamente más conocido sentido de ruhr ha
sido aquel del goce amoroso y sexual. El movimiento rítmico
y el desbordamiento, las emanaciones que no son sólo de lí-
quidos sino de los cuerpos enteros que se derraman el uno
contra el otro, el uno en el otro y apartándose uno del otro
para retomarse y volver una vez más juntos en la sucesión
de olas en que ellos se convierten el uno por el otro, ese mo-
vimiento no pertenece a algún proceso de acción ni de cogni-
ción (no hablemos aquí de esa finalidad que es la generación
–que abre a otro cuerpo; porque extasiarse es sin finalidad
o bien no tiene otro fin que aquel que lo suspende sobre sí
mismo en el desbordamiento que lo agota y lo abre más allá
de sí mismo–).
Comprendemos que el tocar responde al más extendido de
los tabúes. Freud lo hace notar así como toda la etnología y
la antropología pueden hacerlo. Nosotros conocemos muy
bien la importancia de ese tabú en nuestra propia cultura:
si bien ya no tiene casi nada ostensiblemente sagrado, no
deja por ello de vigilar con celoso cuidado todas las condi-
ciones, permisos y modalidades del contacto de los cuerpos.
Sabemos muy exactamente hasta dónde hay permiso para
tocar, aunque sea sólo la mano de otro, por no decir el resto
del cuerpo, y hasta dónde y cómo es lícito abrazar, apretar,
acariciar.
Sabemos de una ciencia muy segura en cu������������
a�����������
nto compro-
mete el tocar al ser –y cómo el ser, por consecuencia, es es-
trictamente indisociable de la relación. No hay, en absoluto,
«el ser» y después la relación. Hay «ser», el verbo donde el
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acto y la transitividad se forman en relación(es) y no se for-
man más que de esta manera. El «yo soy» de Descartes no
contraviene esta necesidad, no más que el «yo» de Kant, de
Fichte, de Husserl o el «Jemein» de Heidegger. Cada «yo» es y
no es más que el acto de su relación tendida hacia el mundo
–hacia eso que nombramos «lo otro» y cuya alteridad se revela
en el toque o bien como toque.
El toque –que no por azar ha dado su nombre a un modo
de intervención divina en el alma– en tanto que moción y
emoción del otro consiste a la vez en el punto de contacto y
en la recepción o aceptación de su presión y de su alcance. Él
roza y pincha, agujerea o agarra, indiscerniblemente y en
una vibración por la cual se retira enseguida. El toque ya es
su propia traza, es decir que se borra en tanto marca, huella
puntual, propagando al mismo tiempo sus efectos de mo-
ción y emoción.
San Juan de la Cruz habla de los «toques de unión que sir-
ven para unir pasivamente el alma a Dios» y él aclara que
«nada es más pronto para disipar esos delicados conocimien-
tos que la intervención del espíritu natural. Como se trata
de una sabrosa inteligencia sobrenatural, es inútil buscar
entenderla activamente; es imposible. El entendimiento
no tiene más que aceptarla.» No «entender activamente»
es entender pasivamente, es gustar un sabor, es sentir un
toque. La mística no tiene el monopolio de esta actividad
metafórica– de llegar a ser una. El «toque» de un pintor, el
«tocar» de un pianista (y las «teclas» del piano, y por qué las
del teclado de un computador), el «toque» que se puede agre-
gar («de fantasía», «de melancolía», etc.) a un decorado o a
un texto, así como el «toque» erótico 9 , comparten la misma
cualidad a la vez puntual y vibratoria.
22
Ahora bien, no se trata nunca de una metáfora. Se trata
siempre de una realidad sensible, por lo tanto material, vi-
bratoria. Cuando el alma entra en hervor, ella hierve en sen-
tido estricto, tanto como se puede decir del agua en el punto
de ebullición. Eso que llamamos «alma» de modo corriente
no es nada más que el despertar y el acoger –los dos mez-
clados– de la moción/emoción. El alma es el cuerpo tocado,
vibrante, receptivo y respondiente. Su respuesta es el com-
partir del toque, su levantamiento hacia ella. Él se subleva,
como dice el vocablo alemán Aufruhr que designa, ya lo he se-
ñalado, una sublevación sociopolítica. Hay algo de insurrec-
ción, en efecto –y a veces algo de erección– en la moción del
tocar. Un cuerpo se yergue contra su propia clausura, contra
su encierro en sí mismo, contra su entropía. Se yergue con-
tra su muerte. Tal vez no sea imposible que el toque mismo
de la muerte provoque una última surrección, desgarradora
y abandonada al mismo tiempo.
Que se trate de la venida de otro, de otra, o bien de la al-
teración absoluta de la muerte, es el cuerpo que se abre y
que se extiende fuera. Es su acto puro: del mismo modo que
el Primer Motor de Aristóteles es pura energeia en la cual no
queda «potencia» (dunamis) alguna, es decir, nada que espe-
rar, nada que pueda venir de fuera, igual que cuando estoy
«tocado» no tengo nada que esperar: el toque es totalmente
en acto, en su acto móvil, vibratorio y repentino. Y como
para el dios de Aristóteles, ese acto se acompaña con su pro-
pio exceso que es su goce, el placer que es la flor o destello del
acto –sol o tiniebla, siempre un abismo hacia el cual yace o
se derrama la ruhr del berühren 10 .
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de la técnica o de la strucción
*
—i—
25
simbólico de la juntura donde opera la suplencia: se puede
encender en una tormenta, la erupción de un volcán, una
combustión espontánea de gas, y constituye, como se dice,
el mayor «invento» de los primeros hombres aunque no es
la combustión la que ellos inventan, sino la conservación y
la producción «técnica» de la combustión. Eso que vale para
el fuego vale para la electricidad, los semi-conductores, las
fibras ópticas, la energía disponible en la fisión o fusión
atómicas. Siempre la naturaleza porta y propone la materia
prima de la técnica, tanto como la técnica altera, transforma
y convierte los recursos naturales para sus propios fines.
Esta consideración tan simple tiene una consecuencia im-
portante: la técnica no le viene a la naturaleza desde fuera.
Esa tiene su lugar en esta, y mejor aún, si la naturaleza se
define como aquello que cumple sus fines por sí misma, en-
tonces la técnica también debe ser admitida como un fin de
la naturaleza ya que nace de ella el animal capaz de –o con
necesidad de– técnica.
La técnica a su vez conoce su propio desarrollo: ya no res-
ponde solamente a las insuficiencias naturales, produce sus
propias expectativas y busca responder a las demandas que
vienen de ella misma. Esto es lo que se produce apenas se
inventa la selección de plantas y de rebaños. Llega a cons-
truirse un orden propio, relativamente autónomo, que
despliega expectativas y demandas nuevas a partir de sus
posibilidades particulares. Ya no se trata solamente de un
arreglo de materiales y de fuerzas (aquello que llamamos las
«máquinas simples», palanca, molino), sino de una elabo-
ración de lógicas estructuradas a partir de un dato propia-
mente producido en vistas de un nuevo fin: ejemplarmente,
la potencia del vapor, que es seguida por la del gas y del pe-
tróleo, de la electricidad, del átomo, luego de la cibernética
y de la computación numérica (datos inmateriales que al
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mismo tiempo suponen y desencadenan nuevos tratamien-
tos y arreglos de materiales, como el silicio, el deuterio).
Este desarrollo no lo rige en profundidad «la máquina»
como suele pensarse con demasiada frecuencia. La máquina
no surge de no se sabe qué nada. Ella es en sí misma maqui-
nada, es decir que es concebida, elaborada, estructurada a
partir de fines que nos proponemos. Y no son algunas anéc-
dotas sobre inventos debidos a un azar (la observación del
vapor que empuja la tapa de una olla) que pueden oscurecer
el hecho de que el proceso del invento técnico es un proceso
propio de un despliegue de metas y de búsquedas orientadas
por esta meta. Se busca ir más rápido, más lejos, atravesar
los océanos, producir en mayor cantidad, alcanzar al ene-
migo desde lejos, etc. Se busca también y conjuntamente
transportar más mercancías, invertir dinero para esto, ase-
gurar los riesgos que esto conlleva: las técnicas financieras
están empatadas con las técnicas marítimas en un desplie-
gue que supone por otro lado los empresarios independien-
tes y competidores, es decir, toda una técnica sociopolítica
y jurídica que estructura el espacio entero de la vida común.
Así «la» técnica no es algo que se limite al orden de las
técnicas en el sentido en el cual se habla más bien de «tec-
nologías». La técnica es una estructuración de los fines –un
pensamiento, una cultura, una civilización, como quera-
mos que se llame– de la construcción indefinida de com-
plejos de fines siempre más ramificados, entrelazados y
combinados, pero sobretodo, de fines que se caracterizan
por el constante redespliegue de sus propias construcciones.
La transmisión sin el soporte tangible del sonido, de la ima-
gen, o de la información crea nuevos arreglos tanto de apa-
ratos como de modos de vida. La posibilidad de actuar sobre
ciertas enfermedades o bien sobre la fecundidad o sobre la
duración de la vida por intervenciones y por sustancias in-
ventadas para esos fines.
27
En este nivel los fines y los medios no cesan de intercam-
biar roles. La técnica muestra un régimen general de la in-
vención de fines que se piensan a su vez en la perspectiva de
los medios (¿cómo vencer la esterilidad? ¿cómo transmitir
una imagen animada?) y por consecuencia de medios que
valen ellos mismos como fines (es bueno vivir más tiempo,
es bueno que el dinero genere más dinero). También por eso
las técnicas de las artes –������������������������������������
es decir, las técnicas en tanto «ar-
tes» o disfrutes de los fines en sí, de formas que valen por sí
mismas – pueden llegar a ser a la vez una referencia obliga-
da de toda relación con los fines (todo tiene que ser puesto
en imagen, en sonido, en ritmo, hipostasiarlo todo en una
mostración: los cuerpos, los productos, los lugares) y el do-
minio privilegiado de una interrogación sobre la finalidad
(¿por qué el arte? ¿para qué?) que se convierte en recelo de
identidad (¿qué es el arte? ¿al servicio de qué opera éste?).
Construcción y deconstrucción se pertenecen mutua-
mente entonces de manera estrecha. Aquello que se cons-
truye según una lógica de fines y de medios se deconstruye
al contacto con la orilla extrema donde los fines resultan no
tener fin y los medios ser, a su vez, fines temporales que en-
gendran nuevas posibilidades de construcción. El automó-
vil ha engendrado la autopista que ha engendrado nuevos
modos y nuevas normas de desplazamiento. El automóvil
está también poniendo a la ciudad frente a la necesidad de
reinventar a la vez sus medios de transporte (tranvía, etc.)
y, con ello, sus finalidades mismas de «ciudad». La cámara
y el montaje digital están deconstruyendo y reconstruyendo
no solamente el paisaje formal del cine, sino la significación
y las metas de su arte (del mismo modo que el tratamiento
electrónico del sonido).
28
— ii—
29
tanto producción infinita del valor producible, intercam-
biable y susceptible de incremento exponencial. El valor en
tanto que valor monetario representa de algún modo la na-
turaleza invertida: aquello que crece por sí mismo pero cuyo
florecimiento se confunde con el crecimiento indefinido sin
floración ni frutos. La «fructificación» no es por azar un tér-
mino empleado para hablar de la rentabilidad de la inver-
sión, incluso de la inversión puramente financiera (forma
pura, en suma, de la valorización en sí y del intercambio sin
referencia fuera de sí mismo).
El capitalismo constituye la exposición en valor de la infi-
nidad proliferante de los fines y del sentido al que nos intro-
dujo la técnica. Esta exposición da el fin, el sentido y el valor
precisamente como el proceso mismo de un incremento sin
fin (hablamos de «crecimiento»). De ese proceso, se podía es-
perar, con Marx, un pasaje al límite y un retorno por el cual
el crecimiento alcanzaría un nivel donde sus frutos llegarían
a ser disponibles para todos sin exigir distorsión ninguna
entre las condiciones de su producción y su valor efectivo
(su sabor, valor, su sentido no intercambiable). Una expec-
tativa semejante suponía algo como una naturaleza que pu-
diera venir a recobrar sus derechos. Una phusis se realizaría
a través de la técnica como crecimiento –revelando que toda
técnica es crecimiento– la floración y la fructificación de un
valor o de un sentido independientes de toda medida, de
toda equivalencia y de toda posibilidad de sustracción como
de acumulación.
Ahora bien, lo que se despliega bajo nuestros ojos no es
una phusis. Diríamos que es lo contrario, y estamos dispues-
tos a nombrar «técnica» a ese contrario. Pero, como lo he
dicho, si la técnica es el despliegue de la naturaleza, no se
puede ver en ella su contrario –o bien, es preciso que poda-
mos pensar una inversión de la naturaleza, por sí misma,
en ese contrario: ¿pero no sería reconducir una dialéctica
30
de la que esperaríamos, inevitablemente, una segunda
naturaleza?
Es entonces necesario pensar de otro modo. Si la «téc-
nica» da el sentido de la «naturaleza» a partir de la cual
ella se construye y que ella destruye al mismo tiempo, esto
quiere decir que no es más del todo posible hablar de «natu-
raleza», ni tampoco por lo tanto, finalmente, de «técnica».
La oposición de phusis y de tekhné, con la consagración por
parte de Aristóteles de varios siglos de maduración, aunque
complicada de manera decisiva por la torsión que introduce
aquello que Derrida llamará más tarde «suplemento» y que
Heidegger había designado como «el último envío del ser».
En todo caso, el hecho de que «la técnica», que se añade a la
«naturaleza», y que abre fines que ella ignora, construye en
realidad la idea misma de «naturaleza»: su inmanencia, su
autofinalidad, su ley de florecimiento. Pero es ella también
la que destruye y que deconstruye esta idea, y con ella una
estructura entera de representación que organizaba el pen-
samiento occidental.
Es destacable que el motivo de la destrucción venga a refor-
zar el giro de la modernidad: primeramente en Baudelaire,
para quien la «Destrucción» concentra, en el poema
homónimo, todo el deseo «infame» y «demoníaco» que lo
agobia tanto como agobia (en el «Recogimiento») «la
multitud vil», y como bien sabemos, en Mallarmé, la
destrucción «fue su Beatrice» 12 . También, podemos acordar-
12 «[…] yo no he creado mi obra más que por eliminación y toda verdad ad-
quirida no nacía más que de la pérdida de una impresión que, habiendo
brillado, se había consumido, y me permitía, gracias a sus despejadas
tinieblas, avanzar más profundamente en la sensación de Tinieblas
Absolutas. La Destrucción fue mi Beatriz […], la vía pecadora y precipi-
tada, satánica y fácil de la Destrucción de mí, produciendo no la fuerza
sino una sensibilidad […]». (Carta a Eugène Lefébure del 27 de mayo de
1867).
31
nos de Rimbaud cuando dice: «¡Que podamos extasiarnos en
la destrucción, rejuvenecernos por la crueldad!» 13 .
(Antes del giro de la modernidad, en sus precursores, el
motivo de la «ruina» ya ocupó un lugar ambivalente que ex-
hibe el encanto melancólico de construcciones desmorona-
das, monumentos de su propia pérdida).
— iii —
–
13 En Conte –pensemos también en Dostoïevski «El hombre por cons-
truir, es cierto: pero ¿por qué él ama también destruir? ¿No será acaso
que hay un horror instintivo para alcanzar el objetivo, que insiste
en acabar sus construcciones?» (L’Esprit souterrain, trad. E.Halpérine &
Ch.Morice, París, Plon, 1886, p. 172).
32
y construidas según metas definidas (potencia de produc-
ción, rapidez, resistencia, reproductibilidad, etc.).
El paradigma constructivo que se difunde con la urbaniza-
ción, los medios de transporte, exploración y movilización
de energías no manifiestas (carbón, gas, petróleo, electrici-
dad, magnetismo, cómputo digital, etc.) –paradigma que
vuelve cada vez más consubstanciales los fines y los medios–
desencadena una reacción de destrucción. Se trata menos
de arruinar y de demoler que desapegarse de aquello que se
podría nombrar el «constructivismo» (desviando el sentido
de un término cuya invención a principios del siglo XX no es
para nada insignificante). La Destruktion heideggeriana de la
ontología, que se distingue expresamente de la demolición
(Zerstörung) es «destrucción» (en este sentido es que Granel y
Derrida la han traducido por «deconstrucción»). Ella da en
cierto modo un equivalente filosófico a las Destrucciones
existencial y estética de Baudelaire y de Mallarmé. Es la
puesta en juego como tal [tanto como «la instrucción» es la
puesta en orden del saber: se podría mostrar en el carácter
reciente de valores escolares del término «instrucción» (la
«instrucción pública» data de la Revolución francesa y la
«instrucción religiosa» no es mucho más antigua).
¿Sobre qué obra la destrucción? Es decir, tal vez, valdría
preguntarse si no es: ¿sobre el movimiento mismo de la
construcción moderna? No se trata de «re-construir» (con-
trariamente a la pregunta que se les hace sin cesar a los que
practican la «decontrucción»: ¿van a terminar por recons-
truir?). No se trata más de volver a gestos fundadores, cons-
tructores, constituyentes o instituyentes, aunque se trate
efectivamente de abrir y de inaugurar, de dejar nacer el sen-
tido. Lo que está en juego más allá de la construcción y de la
destrucción, es la strucción como tal 15 .
33
Struo significa «arrumar», «amontonar». No se trata ver-
daderamente de una cuestión de ordenamiento ni de orga-
nización que implican la con y la in-struccción. Es el montón,
el conjunto no ensamblado. Es contigüidad y copresencia,
ciertamente, pero sin principio de coordinación.
Al hablar de «naturaleza», suponíamos, o mejor dicho,
superponíamos una coordinación propia e inmanente a la
abundancia de seres (una construcción espontánea o bien
divina). Con la «técnica» suponíamos una coordinación re-
glada o regulada por los fines localizables a partir del «hom-
bre» (sus necesidades, sus capacidades, sus expectativas).
Retroactuando, si se puede decir, sobre la «naturaleza» no
sabemos de donde ella viene o surge (no podemos decidir
entre estos dos conceptos…) mientras la «técnica» confunde
las dos posibilidades de coordinaciones. Invita a considerar
una strucción. La simultaneidad no coordinada de las cosas o
de los seres, la contingencia de sus copertenencias, la dis-
persión de las abundancias de aspectos, especies, fuerzas,
formas, tensiones y distensiones (instintos, pulsiones, pro-
yectos, impulsos). En esta abundancia ningún orden se hace
valer por encima de los otros: ellos parecen todos –instintos,
reacciones, irritabilidades, conectividades, equilibrios, ca-
tálisis, metabolismos– condenados a meterse unos en los
otros, a disolverse o a confundirse los unos por los otros.
Aunque el paradigma había sido «arquitectural», y por
lo tanto también, de modo más metafísico, arquitectónico,
se volvió primero paradigma estructural –composición, sin
duda, ensamblaje, pero sin finalidad constructiva– y luego
struccional, es decir relativo a un ensamblaje lábil, inorde-
nado, agregado o amalgamado más que conjuntado, reu-
nido, combinado o asociado.
De hecho, es la cuestión de una «sociación» en general
lo que la strucción plantea. ¿Puede haber asociación, socie-
dad –si el socius es aquel que «va con», que «acompaña» y si
34
en consecuencia, pone en juego un valor activo y positivo
del «con», del cum en torno al cual o por el cual se juega algo
de un com-partir? Eso que nombro aquí como «strucción»
sería el estado del «con» privado del valor del com-partir,
no poniendo en juego más que la simple contigüidad con
su contingencia. Esto sería, para retomar los términos que
Heidegger quiere distinguir en la aprehensión del «con» (del
mit en el Mitdasein como constitución ontológica del exis-
tente), un «con» únicamente categorial y no existencial: la
pura y simple yuxtaposición que no hace sentido.
— iv —
35
múltiples como un (o varios) otro(s) mundo(s). «Ellos no son
más otro sino los modos de relación a lo ‘fuera de sí’» 16 .
La idea del universo contiene un esquema de construcción,
de arquitectura: una base, una fundación y una «sustruc-
ción» (¡una palabra que también se encuentra en Mallarmé!)
sobre la base de la cual se eleva y se dispone la unitotalidad.
Ésta se apoya sobre su propia suposición, se relaciona
esencialmente consigo misma, o sea, ella es en sí (y «ser»
es ser «en sí» por el pensamiento que se sostiene de ese
esquema). Pero la copresencia y la comparecencia desvían
conjuntamente el en-sí y la construcción: «ser» no es más
en sí, sino contigüidad, contacto, tensión, torsión, cruce,
arreglo. Éste, desde luego, no está sin presentar rasgos de
«construcción» entendidos como disposición y distribución
mutua de «multiversos» que se «entre-pertenecen», pero no
como (su)posición de un ser o real fundamental 17 . Lo real no
se difumina para nada en una irrealidad, sino que abre la
realidad de su insuposición. Es esto lo que significa la diso-
lución de la oposición tekné/phusis o lo que se llama «el reino
de la técnica».
Es lo que se produce en nuestra historia. Nosotros hemos
llegado a ese punto donde la arquitectónica y la arquitectura
–entendidas como las determinaciones de una construcción
esencial, o de la esencia en tanto que construcción– no valen
más. Se han gastado por sí mismas. Hubo algo como una
hipertrofia de la construcción: a decir verdad menos la edi-
ficación de la elevación de edificios de los cuales el templo,
el palacio y la tumba formaban el triple paradigma, sino
más bien del montaje, disposición y composición de fuerzas
16 Cf. Aurélien Barrau, Quelques éléments de physique et de philosophie des multi-
vers, http://lpsc.in2p3.fr/ams/aurelien/aurelien/multivers_lpsc.pdf
36
donde «la obra de arte» dona casi el concepto (puente, espi-
gón, fuerte, mercado, etc.), la obra de arte requiere más del
ingeniero que del constructor, más del constructor que del
fundador y otros (se construyen también las rutas, las naves,
los silos, los carros, las máquinas). La construcción se hace
dominante una vez que la edificación, por un lado, y la co-
nexión, por el otro, se industrializan y se «ingenerizan». Es
decir que ponen en juego la construcción de esquemas ope-
ratorios: dinámicas y energéticas que responden a los fines
en cuanto tales, inventados según intenciones definidas
(potencia de producción, rapidez, resistencia, reproductibi-
lidad, etc.).
La acumulación, subrayada más arriba, de motivos de
destrucción en ese momento –alrededor de 1900– que es tra-
dicional considerar como «el cambio de siglo» por excelen-
cia, aquel donde de hecho cualquier cosa se ha invertido y
ha basculado, un edificio se ha sacudido al punto que podría
decirse, en todos los sentidos posibles, que el edificante y lo
edificado se han puesto a vacilar –esta acumulación mues-
tra una suerte de saturación y de ruptura del modelo de la
«construcción». Ello significa que la construcción ha por-
tado en ella misma el germen de la deconstrucción. Eso que
primero se presentó como la extensión del ensamblaje y del
montaje de los útiles –prolongaciones del cuerpo, máquinas
simples– y luego como ampliación de un gesto de dominio
–administración y gobierno de energías (vapor, electricidad,
reacciones químicas) en lugar del sólo empleo de fuerzas
(corrientes de agua, vientos, peso) –ha revelado otra natura-
leza: la de la combinación, la interacción y, luego, el feed back.
En realidad, es toda una «organicidad» o una cuasi-orga-
nicidad que así se ha desplegado. En resumen, el paradigma
constructivo se supera a sí mismo, se sobreconstruye ten-
diendo hacia la autonomía orgánica.
37
—v—
38
De hecho, tal vez no estemos más en un mundo ni venidos
«al mundo». Es el sentido más avanzado de la disolución o
desaparición del cosmos o de la bella unidad compuesta según
un orden superior que la rige y que ella refleja. Nuestro
«mundo» –o nuestro «elemento»– está más bien compuesto
de piezas y de trozos que conjuntamente proliferan a par-
tir de un mismo tronco (el hombre, el animal técnico de la
naturaleza, el apéndice constructor de una gran todo que
resulta ser poco construido pero increíblemente rico en vir-
tualidades «con-des-in-structivas»). Las piezas y trozos, los
«elementos» nunca suficientemente elementales de ese
gran «elemento», en el sentido de medio, ese ecosistema que
es una «ecotecnia», no dejan de escapar a su captura por una
construcción cualquiera. Su disposición no remite a una
construcción primera o final sino más bien a una especie de
creación continua donde se renueva y se relanza incesante-
mente la posibilidad misma del mundo –o bien de la multi-
plicidad de mundos.
En este sentido la strucción se abre menos sobre el pasado y
el futuro que sobre un presente jamás realizado en presen-
cia. Ella compromete una temporalidad que decididamente
no puede responder más a la diacrónica lineal. Hay en ella
algo de sincrónico, que quiere decir menos un corte atrave-
sado por la diacronía que un modo de unidad de las partes
del tiempo tradicional, que es la unidad misma del presente
en tanto que se presenta, que llega, ocurre, sobreviene. La «so-
brevenida» es el tiempo de la strucción: acontecimiento cuyo
valor no es solamente aquel de lo imprevisto o de lo inaugu-
ral –no porta solamente el valor de ruptura o de regeneración
de la línea del tiempo– sino también aquel del pasaje, de lo
fugitivo mezclado con lo eterno.
Un afuera del tiempo en el corazón del tiempo: nada más
sin duda que aquello que presentía todo nuestro pensa-
miento crónico con la fuga perpetua del instante presente.
39
Pero la «fuga» no vale aquí más que como desaparición, no
vale más que el acontecimiento como aparición. Como para
la (de)(con)strucción es requerido desacoplar la (des)(a)pari-
ción. La «parición», la parecencia es el aparecer –pero ni
en la manifestación del fenómeno ni en el semblante de la
apariencia. Tal como lo proponía el antiguo uso de la pala-
bra, «aparecer» es venir a la presencia, presentarse. Es decir,
venir cerca, al lado. Es siempre comparecer.
En la comparecencia se revela un desplazamiento, una
curvatura del dispositivo fenomenológico. Se trata menos
de la relación entre una meta y su cumplimiento que de una
correlación de los pareceres entre sí. Menos de un sujeto y de
un mundo que de remisiones del mundo en sí mismo y a sí
mismo, de la profusión de esas remisiones y de su modo de
crear así lo que podemos llamar un sentido, un sentido del
mundo que no es otra cosa que su comparecencia: que haya
mundo y no nada, y más aún que haya todo aquello que hay
en el mundo.
— vi —
40
más allá del proceso de construcción, de instrucción y de
destrucción. La strucción libera de la obsesión que quiere pen-
sar lo real o el ser bajo un esquema de construcción y que se
agota en la vana búsqueda de un arquitecto o de un mecá-
nico del mundo.
La strucción ofrece un des-orden que no es ni lo contrario, ni
la ruina de un orden: él se sitúa en otra parte, en aquello que
nombramos como contingencia, fortuitidad, dispersión,
errancia y que amerita tanto los nombres de «sorpresa», «in-
vento», «chance», «reencuentro», «pasaje». No se trata de
nada más que de la copresencia o mejor de la com-parecencia
de todo aquello que parece, es decir, de aquello que es.
En efecto, lo que es no aparece procediendo de un ser en sí.
El ser mismo es parecer, lo es integralmente. Nada precede
ni sigue al «fenómeno» que es el ser mismo. Este último no
es nada de lo ente pues es el aparecer del ente que no «es»
más que en tanto pareciente y compareciente. No le parece a
una conciencia o a un sujeto: com-parece, todo parece junto
y todo parece a todo. Así debemos decir además que todo
trans-parece: todo remite a todo y todo se muestra entonces
a través de todo. Sin fin y, más precisamente, sin comienzo
ni fin.
¿Podemos aprender la lógica –la ontología, la mitología,
la ateología, si hay que buscarle nombres– de esta simple e
inextricable comparecencia? Es decir, ¿de esta ecotecnia en
que ya se convirtieron nuestras ecologías y nuestras econo-
mías, o sea nuestros equilibrios de medios [milieux] y nues-
tras gestiones de subsistencias?
Por un lado, la técnica nos presenta por todas partes la dis-
persión, con frecuencia la contrariedad, siempre la multipli-
cación indefinida de sus fines que no son ni fines ni medios
[moyens]. Nosotros prolongamos la vida por prolongarla, ad-
ministramos servicios para vidas alargadas, acrecentamos
nuestros «saber-hacer» bioquímicos, biomecánicos, y saca-
41
mos de ellos nuevas posibilidades en pro de otros modos de
asistencia para otras vidas amenazadas –y estamos cada vez
más alejados de saber pensar «la vida», no solamente la exis-
tencia de cada uno sino la vida del conjunto de lo viviente
y a través de ella nada menos que el impulso de mundo, si
la «vida» propiamente dicha– aquello que nosotros nombra-
mos de este modo sale ella misma, del movimiento, de los
arreglos, combinaciones, acciones y reacciones de lo que
nombramos como la «materia». Esta última se revela cada
vez más –gracias a las técnicas exploratorias siempre más
finas y sobretodo siempre más intrincadas ellas mismas en
sus «objetos» 18 .
A fin de cuentas, todo aquello que hemos llamado «ma-
teria», «vida», así como «naturaleza», «dios», «historia»,
«hombre» cae por efecto de la misma caída. La «muerte de
Dios» es muy precisamente la muerte de todas las «sustan-
cias-sujetos». Como la primera, estas muertes son muy lar-
gas, interminables para nuestra percepción y también para
nuestra imaginación. Y además, ellas llevan consigo las
potencialidades antaño insospechadas de muerte práctica,
concreta de vivientes, hombres ¿y por qué no del mundo? A
cada paso de la técnica, no solamente el fin, medio o diva-
gación se vuelven indiscernibles, sino que el perjuicio y el
–
18 Sabemos –para dejarlo del modo más simple cómo un acelerador
de partículas o una sonda espacial no son independientes de sus
«objetos» de examen, y recíprocamente. Pero en verdad recién estamos
al principio: la intrincación o implicación del observador en la realidad
–
observada tal como no cesa de amplificarse y de complejizarse tanto
para las llamadas ciencias duras como para aquellas que se han llamado
–
humanas significa en realidad una transformación progresiva del
estatuto de la «ciencia». Inclusive hablar de esta «implicación» remite
todavía a una adhesión implícita, a un modelo de no-implicación y de
«objetividad». Aquí también, allí donde estábamos acostumbrados a
pensar las técnicas como aplicaciones de ciertos resultados científicos
es, en realidad, la técnica la que lleva a la ciencia hacia un estatuto y
hacia unos contenidos inéditos.
42
beneficio se entremezclan, y aún más porque con frecuencia
no sabemos aquello que verdaderamente hay que conside-
rar como beneficio o como perjuicio (por ejemplo: la veloci-
dad de desplazamiento, de transmisión, ¿es ella «buena» o
«mala»? ¿según qué criterios?).
Cuando pensamos tener todavía algunos principios y al-
gunas reglas de conducta –y de hecho, las tenemos, son ele-
mentales, como « mínimos vitales»– no podemos dejar de
ser llevados hacia las preguntas por sus fundamentos o sus
fines últimos. Una vida decente, sí, pero ¿con qué fin? y ¿qué
«decencia»? ¿qué nivel más allá de la estricta supervivencia?
Una igualdad, sí, pero ¿igualdad de qué si se va más allá del
estricto mínimo de derecho? ¿Considerar todo hombre como
un fin y no exclusivamente como un medio? Sí, pero ¿en
qué? ¿cómo él es «fin»?, y ¿cómo y por dónde se introducen
todos los resortes y los agentes de su reducción al estado de
medio? (los hay tantos, económicos, políticos, religiosos,
ideológicos).
Ahora bien, no podemos suponer que toda la disposición
y el devenir del mundo respondan, tras apariencias tan pro-
blemáticas, incluso aporéticas, a un intelligent design. Esta
idea es la producción típica de una ausencia de pensamiento
sobre la técnica: pues remite a un antes de la naturaleza
donde la tekhné ha terminado por producir esta supuesta
naturaleza.
Por lo demás se puede preguntar si la mutación occiden-
tal, que fue mutación técnica (hierro, moneda, alfabeto,
derecho) al mismo tiempo que religiosa (fin del sacrificio
humano, fin de los imperios teocráticos) no ha abierto al
mismo tiempo la doble posibilidad de un dios concebido
como diseñador y arquitecto del mundo, y de un dios dado
en el alejamiento y la no-presencia. Las otras cosmogonías
poseen mucho menos, o en absoluto, el carácter del plan y
de la construcción, mientras que sus dioses son presentes y
43
activos en un mundo del cual son, de alguna manera, pro-
piamente «la naturaleza».
En todo caso, esta imagen de un dios arquitecto o relo-
jero, constructor y técnico, emergió y se impuso en nuestra
cultura, demiurgo platónico combinado con una omnipo-
tencia que se hacía cargo de la totalidad de un mundo cuyo
comienzo y fin pasaban claramente fuera de él, en la poten-
cia y la gloria del Constructor supremo. Este Constructor ha
precipitado en su caída al divino lejano, personal y viviente
del que él era el doble. Así mientras se volvía cada vez menos
posible comprender el plan técnico de la construcción de un
mundo (esa fue la pregunta de la teodicea, de la justificación
de la obra divina), se volvió poco posible recurrir a una «sal-
vación» y a una «gracia» o a un «amor» que en última instan-
cia vendría a suplir la legitimación imposible.
Ni providencia ni promesa: se podría decir que es la situa-
ción en su conjunto que la técnica despliega. Está claro que
toda representación de un intelligent design está condenada al
fracaso, ya que la «inteligencia» no representa más que a
ella misma –es decir esencialmente la inteligencia técnica,
o tecnicista 19 . Ella no puede más que presuponerse a su pro-
pia producción. Pero está condenada entonces a presuponer
también sus límites: porque si es un designer que ha conce-
bido y construido la materia y la vida que desembocan en
la inteligencia humana, ¿por qué esta última no entiende
nada de lo que ella hace allí desde que su propio intelecto la
obliga a renunciar a las proyecciones de «fin», de «segunda
naturaleza», de «naturaleza» misma y de «hombre racional»
y de «hombre total»?
44
Allí donde una técnica (cerámica, arquitectura, reloje-
ría…) habría podido hacer algún modelo para el designio
inteligente de un primer Técnico, el modelo implicaba el
afán de un fin. Hoy en día el propio modelo –la «técnica» pro-
bada como dimensión antropológica, cosmológica, ontoló-
gica (y ya no más como el orden subordinado de aquello que
llamábamos las «artes mecánicas»)– manifiesta un pulular,
incluso una pulverización de «fines», cuyo esquema no se
podrá imponer más a un supuesto designer.
Tenemos que prescindir de cualquier «designio inteli-
gente», eso ya no se discute. Aun si se quiere sostener que la
Inteligencia primordial es mucho más amplia que la nuestra
y que su designio es precisamente para hacernos buscar, tan-
tear, tropezar en los límites y en la proliferación errática de
sus finalidades infinalizables –algo así como lo que Derrida
llama «destinerrancia»– será preciso encarar la cuestión del
designio y del design operando en esta errancia que nosotros
somos. Se puede decir entonces que la hipótesis del inteligent
design se anula de otra manera: después de haber sido una hi-
pótesis incapaz de comprenderse a sí misma, se vuelve una
hipótesis que pide a su vez otra hipótesis, sobre el sentido de
la errancia, y más precisamente sobre el sentido de la erran-
cia del sentido.
A lo que falta agregar todavía esto: no solamente somos
los vivientes técnicos perplejos ante el despliegue de su arte
o de su saber-hacer, no solamente estamos desbordados
y desconcertados por esta puesta en juego y en cuestión de
todas las formas y los aspectos del sentido, sino que estamos
ya agarrados nosotros mismos en esta transformación. Nos
insertamos en una tecnosfera que es nuestro desarrollo;
aquello que se llama «la técnica» excede completamente el
orden de los útiles, de los instrumentos y de las máquinas.
No se trata más de aquello que está a la disposición un do-
minio (medios por fines) sino que se trata más bien de una
45
expansión del cerebro (si se le quiere decir así) en la red de
una «inteligencia» que extrapola un dominio que vale para
ella misma, por ella misma fin y medio, indefinidamente.
Resulta en vano lanzar sobre esta errancia en la strucción
algún velo de «sentido» preconcebido y sacado de un modelo
de «inteligencia» supuestamente «buena», nos incumbe
reinventarlo por completo –empezando por el «sentido». El
sentido no corresponde más a un esquema de construcción
ni de destrucción y reconstrucción: él debe responder a una
«destinerrancia» que significa que si nosotros no vamos
hacia algún término –ni por providencia, ni por destino trá-
gico, ni por historia producida– no estamos sin embargo sin
«ir». No estamos sin avanzar, recorrer, atravesar, hacer la
experiencia –porque esa palabra que quiere decir «ir hasta el
fondo, hasta el límite extremo».
Por todas partes la prudencia grita: «¡pero hay que dete-
nerse! ¿A dónde iremos a parar?» ya que en todas partes brota
lo ilimitado. Ilimitación de las manipulaciones genéticas
tanto como de los mercados financieros, de las conexiones
y de las pobrezas, de las patologías sociales y tecnicistas. No
puede ser cuestión de fijar los límites a aquello que, por sí,
ignora el límite. O bien esta ilimitación será autodestruc-
tiva –la construcción llegando hasta el fondo para desfon-
darse– o bien encontraremos cómo reconocer el «sentido» a
través de la strucción, allí donde no hay ni fin, ni medios, ni
ensamblaje, ni desamblaje, ni alto, ni bajo, ni este, ni oeste.
Sino todo junto.
46
del sentido
o de la exclamación ¡dios mío!
*
—i—
47
hecho que de cualquier manera que se considere la significa-
ción de esta palabra –y particularmente, que nos relacione-
mos con él por lo que solemos llamar la fe, o bien, como en
mi caso, por el interés que se debe a un hecho mayor de la
cultura, de la lengua y del pensamiento– queda constatado
que se trata de un nombre propio y que por consecuencia
no puede bajo ningún punto de vista, ser reducido al signi-
ficante de un concepto. Lo propio de «Dios» viene precisa-
mente del hecho de que promueva un nombre común en un
nombre propio y que «el dios», como categoría del ente, de-
saparece en la singularidad de una persona (si nos quedamos
con esta aproximación en un primer momento). Con Dios
son todos los nombres de los dioses que desaparecen –Osiris,
Zeus o Júpiter– y esta desaparición de los personajes y de sus
roles se añade a la desaparición del concepto de «dios», de
ese theos en singular del que Platón se sirve una vez 21 como
para designar «lo divino», tal como se lo traduce por otra
parte a veces. Sin embargo, por más que Platón haya prepa-
rado con esto la vía al cristianismo, queda claro que «Dios»,
en tanto que nombre propio, escapa a la circunscripción del
pensamiento de lo «divino» hacia el cual, además, se trata
para Platón de «huir» para escapar de las apariencias.
Todo esto es bien conocido pero una ambigüedad tenaz
sugiere que Dios sigue pegado al nombre de «Dios» –y tal
vez no puede dejar de hacerlo, precisamente porque el tenor
del concepto no puede estar enteramente disipado bajo el
nombre propio que resulta ser un testaferro. Pero testaferro
o suplente de un nombre innombrable, tal como lo repiten
todas las variantes de la tradición llamada «monoteísta» que
sería mejor llamar «ateofanica», el nombre sigue siendo el
indicio, o al menos el índice, de un llamado a una dirección,
mucho más que el índice de la instrucción de una significa-
21 En el Theetetos.
48
ción. Conviene decir: sea lo que sea o quien sea que se llame
por este nombre, y sea él bien o mal nombrado así, al menos
él llama al llamado. Se trata de llamarlo.
He aquí por qué propongo «¡Dios mío!» como una enun-
ciación más justa del nombre de «Dios», el «mío» haciéndose
cargo, simplemente, en primer lugar, de hacer notar la ex-
clamación y la dirección, en tanto valores que tenderíamos
a ver como los más propiamente denotativos de eso que
habríamos considerado en un primer momento, como un
concepto.
— ii —
49
de Dios –y por ende en tanto que Dios– sin ser el Creador. El
es el Dios de las criaturas, de sus criaturas. Ahora bien, la
propiedad que marca el posesivo «sus» –y al cual responde,
para mí, el «mío» de «Dios mío»– no es propiedad extrínseca
sino intrínseca. Las criaturas son suyas porque su creación
es acto suyo y porque este acto es su ser, si es que conviene
usar ese término.
Las criaturas en efecto no son seres (o entes) con los cuales
otro ser (o ente), Dios, tuviera una relación (llamada «crea-
ción» como un género de producción o de gestación). Al
contrario, las criaturas son la actualidad del acto divino y
Dios no es nada más que ese acto 24 , su creación siendo el cre-
cimiento de todos los seres o entes sin ser ella-misma nin-
gún ser ni ente, ni proceder de alguno.
Dios en tanto que Dios, en sí mismo y considerado fuera
de su creación, no es pues Dios. He aquí lo que va a conducir
a Eckhart a decir, prosiguiendo hasta la última consecuen-
cia, que Dios adviene en y por las criaturas, y que de esta ma-
nera «yo soy el origen del hecho que Dios es Dios». Si Dios es
Dios, en efecto, no es en tanto que él sea «Dios en sí mismo»
(«Gott in sich selbst») sino en tanto que «Gott in den Geschöpfen».
Es en las criaturas que él es la acción (el wirken, la eficiencia)
que actúa y que efectúa a las criaturas a partir de su propio
abismo –«ewige Abgrund des göttlichen Wesens». Él no es más que
en esta efectuación, en este crecimiento fuera del abismo
y es también por eso que su ser en sí –su Wesen– no tiene ni
substancia ni consistencia distinta. No más que él se distin-
gue de su creación como si él fuera el fin esencial de ella («vo-
llkommene Wesensziel der Geschöpfe»).
En tanto que tal, en tanto que Dios en sí y dotado de todo
por lo que es Dios («mit all dem worin er Gott ist»), Dios es aquel
50
que importa ser desprendido, librado, absuelto. Las palabras
abgelöst y losgelöst ritman el sermón como si hicieran resonar
el eco más claro de la Erlösung que nombra la redención.
Es librándose, absolviéndose de Dios, que el hombre
puede alcanzar la «pobreza de espíritu» que hace al tema de
la predicación. Y esta absolución debe disolver nada menos
que toda propiedad de Dios (en tanto estaría ubicado fuera
de mí, delante o debajo de mí), así como de mí mismo en
tanto que yo podría poseer conocimiento y amor de Dios,
pues de aquello también mi pobreza debe ser despojada. Un
paso más y para terminar debo aprender que ni siquiera
puedo guardar en mí algún lugar (Stätte) ofrecido a la ac-
ción de Dios. Porque sólo Dios puede formar, en mí como en
todas partes, el lugar de su propia acción puesto que actúa
en sí mismo (in sich selbst wirkt) y que su creación ocurre, si se
puede decir, toda en él.
Sin embargo, con este detalle: eso que ocurre de este modo
en él no es otra cosa que su salida fuera de sí –la salida fuera
del abismo, que es su ser, y que es también la irrupción y el
rompimiento (Durchbrechen) de la criatura. Esta es entonces
el Ursprung, el salto originario fuera del abismo por el cual, o
más bien como el cual, Dios «es»; es decir actúa, efectúa, se
actúa y se efectúa en todo ser creado– no siendo el mismo
nada aparte de sí.
— iii —
¿Cómo entender que algo, algo real, no sea eso que es? O
¿cómo entender que su ser o su esencia no se deje captar ni
presentar en tanto que tal mientras que él es la acción mis-
ma por la cual todas las cosas son? No se puede entender y,
por lo demás, no es necesario entenderlo, Eckhart mismo lo
dice. No es necesario por dos razones: por una parte quienes
51
sin entender se disponen, en una pobreza de renuncia a
toda voluntad propia para no cumplir más que la de Dios,
ellos merecen la alabanza aun cuando mantienen de este
modo a «Dios» como algo distinto, en lugar de considerarse
a ellos mismos como origen de Dios en el nacimiento de el-
los mismos y de todas las cosas –de hallarse o de perderse en
la eternidad donde yo soy mí mismo como Dios más allá del
ser y la diferencia («oberhalb von Sein und Unterschied »). Por otra
parte, esta verdad de mi eternidad, es decir, esta verdad de
lo que me sustrae al tiempo y a la corrupción, siendo a su
vez el lugar de la acción divina de creación de todas las cosas
según el tiempo, no se trata de entenderla sino de volverse
igual o parecido a ella («dieser Wahrheit gleich werden»). Ella es
la «verdad al descubierto tal como sale sin mediación del
corazón de Dios».
Volverse parecido a la verdad del corazón de Dios no se
aprende y no constituye un grado superior de perfección o
dignidad. Tal, más allá del querer, del saber y del tener es
donde se halla la verdadera pobreza –es decir, en definitiva,
la verdad en su pobreza– no está más lejos ni más alto, no
está fuera de mí ni del mundo. La eternidad no está ni antes
ni después («weder Davor noch Danach») sino ahora aquí.
¿Cuál es este presente de la presencia verdadera en la
igualdad de la verdad y en su goce («Genuss der Wahrheit» –goce
en pobreza)? No es otro que el de esta frase que dice «yo soy el
origen de mí mismo según mí ser eterno ». Ese presente es
aquel de mi rotura [percée] («Durchbrechen»), del surgimiento
en el cual «yo soy aquel que era y que permanecerá, ahora y
para siempre». En esta rotura Durchbrechen estoy desligado de
mi querer y del querer de Dios («losgelöst von meinem Willen und
vom Willen Gottes» ). La rotura de mi ser –de ese ser que no es
otra cosa que la ruptura, la abertura que desgarra el abismo,
y nada sustancial o esencial– es idéntica a mi identidad con
52
Dios en la eternidad que reina más allá de Dios mismo y
todas las criaturas.
No hay allí, cabe subrayarlo, ninguna exaltación del gé-
nero que fácilmente llamamos «místico». De hecho nosotros
tocamos aquí de modo notable la extraordinaria ambivalen-
cia que se adjunta siempre a esa palabra «mística», se trate
del Pseudo-Denys, de Eckhart o de Bataille. Siempre se em-
pieza de vuelta a juzgar con desconfianza una exaltación en
donde se sospecha la pretensión de penetrar un misterio,
mientras se trata por el contrario del despojo más sobrio
ante el misterio que no está para ser penetrado, por la sim-
ple razón que está allí, delante, enteramente manifiesto y
accesible, pero accesible sólo como despojo.
En la rotura de mi absolución, en esta rotura que es el
punto donde la eternidad se hace mía, yo recibo un Gepräge;
la traducción de ese término ofrece una dificultad porque
hay que escuchar en él a la vez la impronta y el golpe que
acuña la impronta. El valor del «golpe» no puede ser desaten-
dido pues el texto dice que ese Gepräge «me transporta más
alto que todos los ángeles». Es una acuñación, una sacu-
dida, luego también –como traducen algunos– que al mismo
tiempo se imprime sobre mí –imprime, si se puede decir–el
texto dice «me da»– «una riqueza tal que Dios con todo lo que
es en tanto que Dios ya no puede bastarme». Es un don y un
empuje, un impulso, la percusión de una acuñación (¿será
acaso que hace falta pensar que la riqueza evoca la moneda
acuñada, gran paradigma de la Prägung?). Pero al mismo
tiempo, es desde luego la sacudida que mueve la indiferen-
cia y «me» desata «a mí mismo» de eso mismo con el cual soy
igual más allá del ser y la diferencia.
53
— iv —
54
esta distancia que mi palabra por sí misma indica, que in-
cluso efectúa desde que ella se dirige a Dios.
Ella supone luego que yo me pueda dirigir a Dios y que por
tanto haya una cierta proximidad entre él y yo.
Ella supone, finalmente, que yo pueda dirigir a Dios la
petición de absolverme de él, y que por tanto Dios sea quien
puede disolverse al absolver a la criatura de su distinción con
su creador. Si él puede deshacer esta distinción, es porque
él mismo es, en mí, en su unión conmigo, el acto de esta
pobreza «la más interior» («die innerste Armut») según la cual
no está en mí ni querer, ni saber, ni tener –es decir, nada,
estrictamente nada con que relacionarse del modo que sea
–sino solamente la abertura y el empuje, la impulsión o la
impresión de mi existencia, es decir, de la existencia de un
«mío» (más que de un «yo») que no es un bien poseso sino
ese «mío» que puede esencialmente decir «Dios mío» –decir
«mío» sin que se refiera a ninguna posesión del posesivo.
La petición o el ruego de Eckhart supone silenciosamente
el «¡Dios mío!», quien debe necesariamente enunciarlo (y yo
bien digo «quien debe» más que «que debe» que sería más
esperado, pues «¡Dios mío!» no es aquí el enunciado sin ser
también la enunciación, incluso aquello que llamamos su
«sujeto»).
«¡Dios mío líbrame de ti!»: líbrame de toda posibilidad (y
de toda tentación…) de apropiarte bajo algún régimen de ser,
de persona, de creador o de legislador. Por cierto, cuando
decimos «¡Dios mío!» no estamos pensando en toda esta se-
cuencia teórica o especulativa. Pero sin embargo…
Sin embargo decimos «¡Dios mío!» sin pensarlo, sin pen-
sar en Dios. Desde luego, es un residuo cultural, es un resto
ínfimo de cristiandad que corre en la lengua. Sin duda es
cada vez menos frecuente y se sabe que a menudo, entre la
gente instruida, esta exclamación surge como un reflejo y es
seguida de un «si lo puedo decir así» más o menos sarcástico.
55
Yo no busco para nada cargar esta fórmula de un peso que
ha perdido desde hace tanto tiempo. Pero ella lo ha perdido
con razón: no solamente porque «Dios murió» (Eckhart dice
en otro lugar que «Dios murió para que yo muera al mundo
y a todas las cosas creadas») sino porque la verdad del «¡Dios
mío!» no está en el llamado a una potencia tutelar o consola-
dora ni a un ser en posesión de esta potencia.
«¡Dios mío!» es una exclamación que puede tomar la to-
nalidad de la sorpresa, del pavor, de la admiración, del ago-
bio, y que puede también reducir la exclamación hasta no
ser más que una suspensión pensativa («¿Quién es Dios?
¡Dios mío!, no sabría decirle…»). Exclamación o suspensión,
«Dios mío» remite a un indecible: no a un lenguaje del más
allá, sino a un más allá del lenguaje que el lenguaje indica
todavía y que indica por una nominación apropiada –quiero
decir por una nominación que me apropio como mía pre-
cisamente en la medida en que no nombra a nadie (en que
nombra, diría Celan, a Persona/Nadie 25 ) y en que dirijo mi
«miidad» 26 [mienneté] hacia esta «innominación».
Lo innombrable no es algo real que sobrepasa toda nomi-
nación, es aquello que todos los nombres nombran sin jamás
significarlo: es la razón misma del lenguaje, la que siempre
lo remite de nuevo al llamado que lo abre y que lo forma.
«¡Dios mío absuélveme de Dios!»– es un llamado a aquello
que no se deja ni nombrar ni llamar sino que, en tanto diri-
gido de esta manera, ya se presenta y responde: no, no hay
Dios y tu existencia surge en un impulso que la arroja de en-
56
trada tanto en tu distinción absoluta (sí, separada de todo y
más radicalmente «tuya» aunque podrías concebirlo o expe-
rimentarlo) como más allá del ser y la diferencia.
Un día, tal vez, no diremos más «¡Dios mío!». Pero jamás
dejaremos de exclamarnos en el suspenso de nuestro pen-
samiento y de nuestro discurso, recibiendo la exclamación
misma como nuestra más propia e íntima verdad. Más
pobre también, desprovista de todo sentido y así expuesta
en toda la extensión de su rotura.
57
del empuje
de la vida que brota
o «archivida»
*
59
—
Ur señala la elevación, el levantamiento,/
el movimiento de abajo hacia arriba,
subida, empuje,
mientras que arché dice el primer gesto, el primer paso,
el paso de quien sale adelante, quien toma la iniciativa
y la vida ¿no es acaso la iniciativa y el comienzo,
no es ella el empuje de lo que brota 28 ?
—
Es necesario pues una vida anterior
una vida que no comienza en este mundo,/
sino de la cual el mundo viene y vive,
una vida que haría tanto big bang como yin yang
sin ser sin embargo posterior a ellos,
siendo para ellos primordial, esencial, elemental,
un pujar que brota de todas partes de ninguna parte,/
de lo más profundo de la profundidad
28 N.de T.: En francés «la poussée de ce qui pousse». Nancy en este texto va
a jugar con el doble sentido de pousser en francés: empujar y brotar, y de
«poussée» la acción de empujar, el empuje y el brote, imposible de tradu-
cir con un sólo término en castellano. Para mantener la doble dirección
de sentido traduciremos por «el empuje de lo que brota».
60
o de lo más superficial de la superficie
cuando ni la profundidad hunde ni la superficie emerge
y sin embargo cada una empuja a la otra –o más bien
un empuje las estira, las distiende,/
las difiere en el espacio y en el tiempo.
61
—
El empuje brota: se empuja a sí mismo y sin embargo
al no ser nada que se pueda asir
él está también empujado, estirado,/
acción pura que al no actuar sobre nada
se recibe, se padece, se apasiona,
acción que su hacer apasiona: he aquí.
62
en esa extrañeza presente como ella misma
si hay que decirlo con Valéry:
¿Por qué la vida ligada al oxígeno? Ella se encuentra pues dentro de cierta/
condición químico-geológica… 30
63
zón de los dos, y también con el todo de nuestro mundo, por la reciprocidad
de sus necesidades 31 .
64
—
Para pensar la vida del mundo –que no es exactamente el
mundo como viviente, al modo de un «gran animal» estoi-
co– hay que pensar esta «reciprocidad de necesidades» a la
que Kant remite la necesidad de pensar la vida del todo del
mundo.
32 �������������������������
Cf. Juan-Manuel Garrido, Chances de la pensée, Paris, Galilée, 2011, p.34.
Sigo aquí los pasos de todo el pensamiento garridiano de la vida.
65
Solemos pensar la separación como distención privativa
con respecto a una unidad previa. Pero la separación cons-
tituye asimismo la condición de producción de una unidad
distinta.
La separación permite
que no haya una sola cosa indistinta
no, ni una cosa en lugar de nada
porque en ese caso
la cosa cae en la nada
de su sola unicidad
66
—
Ser no es
Ser es nacer
ser quiere nacer
ser está en el nacimiento más originalmente
ya que el nacimiento está en el origen y recíprocamente
el *gen de la generación en el *gna de la venida al mundo
y recíprocamente
67
—
Todas esas aperturas abren las unas a las otras
o bien cada una en sí monada las refleja todas
por donde vemos que hay un mundo de criaturas vivientes,/
de animales, de entelequias,/
de almas en la menor parte de la materia 33
tal como escribe Leibniz
y no hay nada inculto, estéril, muerto en el universo
68
por la que sobreviene también el pensamiento
sobreviene como pensamiento
esto que el origen es siempre sobreviniente
supernumerario y sorprendente
—
No hay siquiera reposo
porque la vida consiste en vivir y vivir/
excluye la interrupción
pero en el reposo vivir continúa de vivir y se rehace la vida
69
vivir es decir durar, proseguir, continuar, prolongar
es pasarse la vida,/
y por ende también pasarla de tal o tal manera
ya que no dura o prosigue más que una vida
y no «la vida» en general
que no vive en ninguna parte, ni existe
70
—
La vida quiere vivirse, ella quiere ser vivida/
pues es siendo vivida que se experimenta
es experimentándose que ella se afecta
Y es afectándose que ella es, que toda cosa es
«afectarse» en efecto no es primero alegrarse o quejarse
o bien es eso mismo pero bajo formas/
a las cuales nosotros no prestamos atención
tal como estar afuera, al lado, delante, detrás,/
al descubierto, en contacto, bajo presión,
es estar fuera de sí y que «ser» se muestre en tanto que afuera
alejado, fuera de toma,
arrojado en la indiferencia por su diferencia misma
tanto como acercado hasta el choque de su exterioridad,/
de su dureza impenetrable
71
como dos cuerpos que se aprietan no hacen otra cosa que
com-partirse sentirse el uno al otro en el solo sentir lejos de
todo agarrar y de todo manejar
o agarrándose y manejándose por ninguna otra operación
que desearse y sentirse desear
–de su sentirse deseado/ tanto como desear–
72
—
Dividiéndose hasta experimentarse tan frágil/
y tan deseante de vivir
que se da otras formas de vida, de nutrición,/
de sueño, de calor, de protección, de encuentro,
de signos que se ponen a vivir su propia vida,/
lenguajes, cálculos y máquinas,
donde la vida se experimenta más vi-
viente y llevada más lejos
en su espacio-tiempo que ella experimenta/
como su propia expansión su propia diseminación/
su propia profusión y su propia extenuación
siempre dividiéndose de ella misma
que no es en sí más que la división misma
no de ella misma
no de alguna célula
sino de aquello
que no sería si la división no se deseara ahí.
73
posfacio
del sintiente y del sentido
—
adrián cangi
singularidad
La singularidad de la vida actual de Nancy proviene de un
límite orgánico y de un suplemento técnico. En El intruso
[L’intrus, 2000] dice que ante la noticia de un trasplante de
corazón, el órgano al que se había habituado como propio
se volvía ajeno por deyección. El filósofo se preparaba para
elaborar el impacto de la intrusión y del dispositivo técnico
que lo haría posible. La relación phusis/tekhné que había atra-
vesado toda la filosofía occidental era revisitada bajo el esta-
do de una sobrevida técnica. Si bien Nancy admite que “un
cerebro no sobrevive sin el resto del cuerpo”, también sabe
que la naturaleza obra por defección mientras la técnica
más que oponerse a ésta la despliega y desarrolla por suple-
mento. Afirma, entonces: “así como mi corazón, mi cuerpo,
me llegaron de otra parte, son otra parte de mí”. El intruso
que llega de otra parte y desde afuera indica para Nancy una
“carencia” de la naturaleza que le es constituyente. El nuevo
organismo de la “sobrevida” ya no distingue la oposición en-
tre naturaleza y técnica. A su juicio, la abertura producida
por el suplemento no conoce cierre y vuelve indiscernible la
valoración moral acerca de la técnica.
Escribe con estupor: “Estoy, junto con mis semejantes (…)
en los comienzos de una mutación (…) el hombre comienza
75
a sobrepasar infinitamente al hombre (…) Se convierte en lo
que es: el más terrorífico y perturbador técnico (…) el que des-
naturaliza y rehace la naturaleza, el que recrea la creación
(…) El que es capaz del origen y del fin”. Si bien Nancy reco-
noce su obra como parte de una “analítica de la finitud” no
deja de señalar el carácter ambiguo del hombre, desdoblado
como objeto del saber y sujeto del conocer. Antes que nada,
se trata de un “espectador contemplado” y de un “soberano
sumiso”. Aquello que en el lenguaje de la ciencia médica, al
que Nancy se ha habituado, se enuncia como un “paciente
activo” o un “colaborador dispuesto”. Los dispositivos que el
hombre fabrica han transformado el organismo natural y el
lenguaje que lo nombraba. El saber positivo indica la finitud
del hombre tal como lo conocimos y nos implica en la muta-
ción que rehace la naturaleza recreando el acto de creación.
El suplemento técnico abre a su vez la posibilidad de so-
brepasar infinitamente al hombre. Si el modo de ser de la
vida es dado de forma fundamental por “mi” cuerpo en re-
lación con el lenguaje, el organismo y el trabajo, Nancy in-
dica que el intruso es el hombre mismo porque no culmina
de alterarse, desnudando al hombre y sobre-equipándolo.
Desde el corazón mismo del trasplante nace una “inteligen-
cia sensible del corazón” que indica, escapando a cualquier
metáfora, que el hombre de la finitud enfrenta su aber-
tura tanto como su paradoja: en su positividad el hombre
podrá fundar las formas que le indican que él no es infinito
al mismo tiempo que su suplemento técnico le prueba que
donde la muerte roe anónimamente la existencia de lo vivo
él rehace la naturaleza. Aquello que Nancy describe y piensa
es la nueva escansión del suplemento y la abertura en el mo-
mento de su mutación. Su interrogación parte de la perpleji-
dad al estar “agarrado” a la tecnoesfera o a la sobrevida –de la
que por otra parte ninguno parece poder escapar ya–, condi-
ción que lo lleva a una retrovisión en relación con los concep-
76
tos de la tradición filosófica bajo el efecto del acontecimiento
que lo ha transformado. No es un optimista de la sobrevida,
sin embargo enfrenta al “más terrorífico y perturbador téc-
nico” experimentándolo en su propio cuerpo rítmico. Donde
la finitud natural se hizo inútil, la infinitud técnica realizó
la sobrevida.
Para Nancy el suplemento técnico es la evidencia en
bruto de un mundo que remite a sí mismo y funciona para
sí mismo. Es el dominio del obrar virtual del animal técnico
–donde la propia técnica habría hurtado al hombre todo fin
último o fin supremo– para devolvernos una autosuficien-
cia exorbitante. Esta autosuficiencia podría llamarse “de-
lirante” porque la técnica se ha convertido en el obrar de lo
que construye y destruye simultáneamente, para amonto-
nar por contigüidad y contingencia restos que no responden
a gestos programados. La técnica no obra por alguna coor-
dinación regulada con vista a fines –gestos constructores,
constituyentes o instituyentes– sino por el amontonamiento
del mundo en el mundo cuyo resultado es un arbitrario y
complejo ensamblado. Ese poner todo junto hasta configu-
rar la inmanencia histórica de la multiplicidad de mundos
en el mundo, es donde la evidencia y la lógica descubren que
siempre hay algo en lugar de nada. Ese “hay” algo técnico en
lugar de nada abre el “infinito” del sentido por sobre la fini-
tud del hombre.
Por ello, Nancy afirma en El sentido del mundo [Le sens du
monde, 1993] que “la finitud es la verdad, cuyo infinito es el
sentido”. Esto no implica reponer un orden y un léxico onto-
teológico, sino que supone comprender en una “analítica de
la finitud” que el ser sólo transita la esencia sin interioridad
como singularidad existida que carga con su propio fin. El
hombre concreto de la finitud natural descubre lo que siem-
pre ha estado allí: el monstruo técnico del suplemento del
sentido. Y con éste, se expone a la presencia, tanto a su con-
77
dena como a su abertura. Si la cultura moderna puede pen-
sar al hombre acercándose a lo finito a partir de él mismo y
sus saberes, la cultura sobremoderna introdujo el infinito
intruso de la mutación técnica en la vida. Esta mutación su-
pone no sólo reconocer un intruso como testimonio encar-
nado en sí mismo –sobreorganismo en el organismo–, sino
un intruso como ethos –sobredeterminación en la determi-
nación– de una tecnoesfera habitada como el entre-lugar del
amontonamiento de restos técnicos. Vale la pena abrir la es-
cucha a Nancy: a la voz de su ritmo y a la poética de su suple-
mento que son una singularidad corporal fuera de lugar que
se siente sentir.
concreción
78
en él se tomará conocimiento de aquello que hace posible
todo conocimiento.
La fenomenología del tacto de Nancy parte del recurso
material-trascendental (existencial) de alguna cosa en tanto
diferencia material. Por ello puede decirse que la idealidad
del sentido es indisociable de su materialidad como exhibi-
ción de la cosa singular. Se trata de la búsqueda del sentido
en la que el sentido no se añade a la existencia sino que se
consuma en ella. Decir que el sentido es indisociable de su
materialidad equivale a decir que es indiscernible de esta.
La singularidad es material: se la entienda como aconte-
cimiento o como unicidad de la existencia, o como las dos
cosas a la vez en el reino del sentido. Se dirá que para Nancy
“hay mundo” cuando hay materia singular exhibiéndose
como realidad individual. Realidad constitutiva de un ser
que es sujeto y por ello formado de materia sensible que hace
cuerpo en tanto extensión que se expone.
El problema de Nancy consiste en pensar el fuera de lugar
del fenómeno material para el sentido, donde el hombre en-
frenta aquello que se le escapa en el modo de un habitar, una
ocupación o un lenguaje que se han vuelto mudos. Esta ana-
lítica es estética y política mientras aborda el estado de mu-
tación del sujeto que se enraíza en la experiencia del cuerpo
y de la cultura. Filosofía que se interesa por el “acceso a” la
extensión material como la modalidad necesaria de un hacer
mundo y de un ser en el mundo. Para ello parte de las su-
perficies y de su exploración transitiva como la abertura del
sentido para hacer una filosofía cuántica y fractal, concreta
y discreta de la naturaleza-técnica. Tal vez pueda decirse que
la fórmula de Nancy afirma que todos los cuerpos hacen el
cuerpo inorgánico del sentido. Es entonces que el “ser-aquí”
sólo puede decirse por el tacto como lugar del sentido.
Para abordar el tacto en una clasificación de los sentidos
y sus relaciones, Nancy reconoce partir de un empirismo
79
mediante el cual intenta una conversión de la experiencia
en una condición a priori. Un sujeto “se siente sentir” un “sí
mismo” que se acerca y se aleja de “sí mismo”, entre la expe-
riencia empírica y la experiencia de la experiencia del pen-
samiento. Por ello, para el cuerpo, vibrar es intensificarse y
extenderse, porque esta experiencia rítmica lo pone en re-
lación consigo mismo y fuera de sí mismo. El problema del
sentir (aisthesis) es siempre un “sentirse sentir” que dispone
el sentir en el sujeto como experiencia empírica y el sentir en
el pensamiento como experiencia de la experiencia a priori.
Esta analítica puede leerse en la pluralidad del sentido abor-
dada en El sentido del mundo, y en la pluralidad de las artes plan-
teada en Las musas [Les muses, 2001]. En esta dirección, cada
arte es un tacto claro en el umbral oscuro del sentido, donde
–tocar, rozar, frotar–, indican la génesis y división sintiente
del sentido.
Entre una multiplicidad de distribuciones y combinacio-
nes posibles de los “sentidos”, Nancy propone la siguiente:
una serie determinada por lo visual y lo gustativo que esta-
ría en relación con la presencia y una serie constituida por lo
auditivo y lo olfativo que estaría en relación con la señal. Lo
táctil se ubicaría como antecedente de ambas series. Según
la serie de lo visual/gustativo, el sujeto remite a sí mismo
como objeto. Según la serie de lo auditivo/olfativo, el sujeto
remite a sí mismo como un indiscernible sensible/inteligi-
ble. Pero lo táctil da al sujeto la estructura general del sen-
tirse: cada sentido “toca” al sentir mientras “toca” a los otros
sentidos. Cada modo o registro del tacto sensible expone la
singularidad de un aspecto del “tocar-se” como diferencia
o conjunción entre los sentidos. Vale señalar que no habría
un tocarse de los sentidos sin distinción: cada sentido es un
caso y una desviación de una vibración. Puede decirse que
“hay” una sensación cuando hay conjunción/distinción de
80
un vibrarse semejante entre todos los sentidos. Aunque cada
modelo de vibración erige un régimen sensible de signos.
La serie de lo visual/gustativo está al acecho mimético, en
el sentido de una vigilancia de la presencia. La serie de lo au-
ditivo/olfativo es del orden de la participación, en el sentido
de un reparto de lo sensible en sí mismo. El tacto es el claro-
oscuro o el umbral de todos los sentidos y del sentido. Es el
umbral de la división sintiente del sentido. La verdad última
del fenómeno no está sólo en la aparición o la manifestación
–como en la tradición de Kant a Heidegger– que evoca una
forma para la visión, sino en la resonancia o la vibración
–como en la tradición de Husserl a Derrida– que evoca la pro-
piedad singular de la emoción sonora. Puede decirse que en
la tradición filosófica occidental no hay reciprocidad entre
la vista y el oído, aunque el tacto indica que no hay sentido
más que a “flor de sentido” –a flor de piel– o en la superficie
donde aflora por rozamiento el sintiente/sentido, como lo
indica Nancy en su libro A la escucha [Â l’écoute, 2002]. El sen-
tido –siempre abierto– indica una materia formándose como
proceso de formación o incluso de mutación que supone
el desvío del tacto singular en la superficie del sintiente/
sentido.
En El sentido del mundo Nancy trata el tacto (toucher) para
oponerse a un conjunto de proposiciones de Los conceptos fun-
damentales de la metafísica (Cursos de 1929-1930) de Heidegger.
Rechaza el decir de Heidegger porque cree que no hace jus-
ticia a la totalidad del espacio de sentido de la existencia. Le
parecen frágiles los enunciados: “la piedra es sin mundo”,
“el animal es pobre de mundo” y “el hombre es configura-
dor de mundo”. El mundo fuera del hombre es la exteriori-
dad efectiva y afectiva sin la cual la disposición misma del
sentido carecería de sentido. El mundo fuera del hombre es
la exterioridad efectiva si el hombre no pone a disposición
para sí lo viviente –bestias, plantas, piedras– en una relación
81
de sujeto a objeto. Atravesar espacios terrestres, océanos,
atmósferas, cuerpos siderales en busca del sentido disperso
supone por parte del hombre un entrar en relación con el
mundo más allá del campo propio de acción del hombre.
Donde Wittgenstein afirma que el sentido sólo puede en-
contrarse fuera del mundo (Tractatus, 6.41), Nancy anota que
el mundo sólo tiene su fuera-dentro. El fuera-dentro no es
más que lo impensado de las representaciones como imá-
genes del pensamiento de la naturaleza que aún restan por
ser pensadas. Donde Heidegger dice que “la piedra es sin
mundo”, Nancy responde que “la piedra ejerce una presión
sobre el suelo. Y con ello ‘toca’ la tierra”. Heidegger deter-
mina negativamente el tacto de la piedra sobre la tierra por-
que según su parecer la tierra no está dada para la piedra.
Nancy afirma su peso –el peso del contacto que abre la su-
perficie de una relación– la de su transitividad pasiva que es
para el sentido lo singular-plural concreto. Por ello, Nancy
no duda: “la piedra es mundo”, antes o después del objeto y
del sujeto. En el aquí o allá del estar de la piedra en su com-
pacta concretud, el sentido toca la piedra porque se choca
con ella como si se chocara con el mundo. Por ello el sentido
es el tacto concreto de las configuraciones y constelaciones
singulares que se abren en lo expuesto a lo plural de sus de-
signaciones. La presión de la piedra sobre el suelo es la exis-
tencia que se hace sentir por su peso como cuerpo diferente y
singular aunque éste ya sea mundo.
Tal vez podamos considerar que el filósofo no tiene nada
para decirnos, nada que no sepamos, aunque la precisión de
sus descripciones lo digan de un modo neto, agudo y exacto:
hay que impedir que el sentido se cierre sobre sí mismo, sólo
se siente la existencia como diferente confiriéndole una uni-
dad al sintiente/sentido que al tocar estremece y engendra
movimiento. Nancy sabe como Flaubert en La tentación de San
Antonio que la escritura filosófica culmina en la autoafección
82
como autoengendramiento del sentido que permitiría ex-
clamar ¡he visto nacer la vida! ¡y comenzar el movimiento!
La autoafección para el filósofo y el escritor constituyen un
nuevo idioma –que inventa medios de expresión para diver-
sificar su propio sentido– hasta alcanzar la fosforescencia
del mundo, como articulación diferencial de singularidades
que hacen sentido, en su mismísima sensación en el idioma
creado. Este idioma puede experimentarse sólo cuando un
cuerpo separado de otro es alcanzado por el tacto y se dispone
a afectar y a estar afectado en la identidad del sintiente y del
sentido, de la moción y de la emoción, de la tracción y de la
atracción. El movimiento de la existencia es el ritmo, la in-
flexión y la incorporación por vibración. Esto lo dice aquel
que al explorar el tacto experimenta el contacto como una
inteligencia sensible del corazón. En el toque en acto, móvil,
vibratorio y repentino se abre el sentido y tal vez, un nuevo
idioma.
discreción
83
fuerza y la diferencia que cada cuerpo es. Cada cuerpo se di-
ferencia del resto de los cuerpos y es una diferencia porque
tiende a la relación del contacto. Nada parece más cercano
al tacto que el “cuerpo propio” que aspira –como dice Nancy
en Corpus [Corpus, 2000] y en 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión
del alma [58 indices sur le corps. Extension de l’âme, 2006]– a un “to-
que justo”: a un toque que se ofrece apartándose. Toque que
antes que nada dice “hay” lo concreto y discreto al mismo
tiempo que enuncia “hay el hay” como hacerse sensación y
sentido de lo concreto y discreto.
La filosofía de Nancy trata del abandono sin retorno de
cualquier hipóstasis del sentido. Comienza y termina en
un cuerpo que toca como prueba de que el mundo es pasible
de sentido en su concreción y discreción. En el “ser-aquí”
de una materia formándose abierta al tacto hay, para el fi-
lósofo, “dato” del mundo. Por ello es posible decir que sólo
un cuerpo es dato del mundo en su concreción, discreción
y relación con otros cuerpos si queremos que el sentido no
quede “fuera del mundo” ocupado por una onto-teología.
De este modo, toda cosa concreta y discreta en el mundo
tiene su fuera-dentro del mundo. Nancy propone el aban-
dono del sentido cristiano del mundo o su precisa decons-
trucción como lo indica en La deconstrucción del cristianismo [La
deconstruction du christianisme, 1998]. Cree que sólo enfrentando
al judeo-platonismo y a la latinidad-cristiana resulta posible
llevar la onto-teología a su fin en la “muerte de Dios” para
dar nacimiento al sentido del mundo sin cierres litúrgicos.
La singularidad, concreción y discreción del “ser-aquí” del
tacto como “dato” del mundo, supone para Nancy la posibili-
dad de un sentir que excede a la mirada o que constituye una
mirada que ya no es sobre la representación o una mirada
representativa. Una filosofía de la mirada por el tacto pone
en dudas el paradigma de la semejanza como lo señala en La
mirada del retrato [Le regard du portrait, 2000].
84
Nancy dirá en Au fond des images (2003) que el pensamiento
monoteísta se preocupa por la idolatría –por la adoración de
Dios más que por el aspecto de la representación–, aunque
aclara que el pensamiento cristiano considera la visibilidad
de lo invisible que anuda la cuestión del ícono a la de la repre-
sentación. En la historia occidental el precepto monoteísta
del pensamiento cristiano se encuentra con el tema griego
de la simulación en ausencia de original. La desconfianza
de la representación es la misma que pesa sobre las imáge-
nes y sobre la civilización de las imágenes, de la que pro-
viene la defensa de los lenguajes de las artes como de todas
las fenomenologías sostenidas en la visión. Aquello que está
bajo observancia en la interpretación de las imágenes es el
estatuto religioso del cruce judío y griego, que es el de la au-
sencia en la constitución de la presencia, y el del aconteci-
miento monstruoso acaecido en la historia y a la historia con
la Shoah, que radicalizó el ahuecamiento de la presencia, y
todos sus efectos estético-políticos.
El sentido de “representar” para la historia occidental,
no es otro que el de volver a presentar de modo recalcado
indicando una intensidad destinada a una mirada deter-
minada. En el mundo teatral y jurídico se juega el sentido
del término como repetición e insistencia en el cruce entre
la idea y la imagen. Se dice tanto en las prácticas jurídicas
como en las teatrales: presentación insistente de un objeto
para un sujeto o presencia presentada, expuesta o exhibida.
No es la pura y simple presencia de la inmediatez del “ser-
puesto-ahí” sino el valor otorgado a tal o cual presencia. La
representación no presenta algo de hecho o de derecho sin
exponer su valor o su sentido para una mirada determinada.
Al insistir, la representación busca presentar lo ausente de
la presencia simple, su verdad y sentido. Pero no lo logra ni
en el interior de la historia del monoteísmo ni en el de la his-
toria laica de los acontecimientos. Para Nancy el sentido no
85
es sólo una cosa sino la singularidad múltiple de su apertura
como régimen de signos o presencias vivientes en los que se
juega la búsqueda de las potencias significantes. La historia
de la semejanza fue desestructurada en su sentido religioso
y laico por el acontecimiento de la Shoah, a partir del cual
ni la representación de los lenguajes de las artes ni de las
prácticas políticas volvieron a rearmar su sentido totalizador
y orgánico. Nancy cree que nuestra contemporaneidad está
dividida entre dos lógicas o analíticas que no nos abandonan
desde Kant: la de la subjetividad para la cual existe el “fenó-
meno” y la de la “subjetividad” para la cual sólo insiste la
“cosa en sí” o presencia real.
De los lenguajes de las artes Nancy dirá en Las musas que ha
finalizado el tiempo de las artes teológico-políticas, porque
las artes han quedado abiertas a la fragmentación del sen-
tido. Por ello, las artes no son el dominio de lo religioso, fi-
losófico y político, sino que se presentan como la existencia
de la técnica (tekhné) que no responde a ningún fin o sentido
orgánico. En esta dirección, la técnica como lenguaje de las
artes es fragmentaria o fractal y expone el dominio de aque-
llo que se presenta sin esencia alguna. De los lenguajes de
las prácticas políticas Nancy dirá en El sentido del mundo que se
ha abierto el tiempo del “ser-conjunto” como transitividad,
que desplaza el sentido a la multiplicidad por una pérdida de
cualquier verdad sustantiva o formal. Por ello, las políticas
no son el dominio de un régimen del sentido común dado
u orgánicamente anudado. En esta dirección, las políticas
después del “mito nazi” se desplazan entre el sentido saciado
y el sentido vaciado, buscando el encadenamiento inacaba-
ble de las palabras y de los gestos abiertos, de la escucha y de
la mirada siempre alertas.
La discreción del sentido parte de la pluralidad de los len-
guajes de las artes que se dicen como técnicas sin esencia y
de los lenguajes políticos que se dicen como palabras y gestos
86
abiertos a la escucha y la mirada sin organicidad. En la sin-
gularidad, concreción y discreción, el que se siente sentir en
el mundo, abre el sentido sin cierres litúrgicos o laicos a un
“nuevo” idioma que revisa la tradición para una ontología
de la diferencia táctil.
coda
87
veces enfrentados. Sin embargo, parecen arribar al impulso
vital desde una “abertura que desgarra el abismo” para el
sentido o desde un “precursor sombrío” que problematiza la
razón y su sentido. Para Nancy ese impulso lleva el nombre
de “acuñación” o “sacudida” que me desata a “mi mismo”
–de eso mismo con el cual soy igual más allá del ser y la dife-
rencia– para nombrar lo real por el lenguaje sin significarlo
jamás en su completitud. Para Deleuze, no sin cierta ironía,
lleva el nombre de “inmaculada concepción” –como génesis
pasiva que produce la diferencia vital en la vida– para nom-
brar lo real por el paso de la esterilidad a la génesis entendido
como “despotenciada potencia” que requiere y excede el len-
guaje. Para ambos se trata sin más de nombrar el entre-lu-
gar donde la vida engendra una vida, haciendo vida de toda
vida.
88
índice
—
prefacio: «archivida»
valentina bulo
—9—
del tacto
(tocar/mover, afectar, remover/excitar)
— 11 —
de la técnica
o de la strucción
— 25 —
del sentido
o de la exclamación ¡dios mío!
— 47 —
Próximos títulos
Biocapitalismo
seguido de:
Spinoza, otra potencia de actuar
Toni Negri
colección autonomía
—
La vida es una herida absurda
Miguel Benasayag / Luis Mattini
Subvertir la política
Raúl Cerdeiras
Próximos títulos
Querellas políticas y estéticas
Adrián Cangi
Economía y dictadura
Bruno Napoli
Próximos títulos
Marx Horacio González
Stirner Adrián Cangi y Ariel Pennisi
Maquiavelo Sebastián Torres
Locke Eduardo Rinesi
Adorno Eduardo Grüner
Blanchot Marcelo Percia
colección posiciones colección cono sur
— —
Dilemas políticos Che Guevara
Toni Negri, Christian Ferrer, Miguel Benasayag
Claudio Lozano, Raúl Cerdeiras,
Colectivo Situaciones, Horacio Próximos títulos
González, William Burroughs Mariátegui
María Pía López
Pasiones políticas
Paolo Virno, Michael Hardt, John William Cooke
Toni Negri, Oscar del Barco, Miguel Mazzeo
Eduardo Grüner, Víctor De
Gennaro, Adrián Cangi, Rodolo Walsh
Ariel Pennisi, Bruno Napoli, Osvaldo Bayer
Pablo Hupert, Emmanuel
Bisset, Federico Levín, San Martín
Fernando Aita, Italo Calvino Bruno Napoli
Próximos títulos Macedonio Fernández
Diccionario político Ana María Camblong
Varios autores
Néstor Perlongher
Adrián Cangi
colección intempestivos
— Scalabrini Ortiz
Acerca de la derrota Luis Mattini
y los vencidos
León Rozitchner
Próximos títulos
¿Qué debemos hacer los
anarquistas? y otros textos
Osvaldo Bayer
El estupor de la filosofía
Oscar del Barco