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Reflexiones sobre el libro: "Pa que se acabe la vaina"

Se comparte con la comunidad universitaria, reflexiones sobre el libro de William Ospina, 'Pa
que se acabe la vaina'.

Suele entenderse que la reflexión sólo es posible cuando hay serenidad y distancia frente al
tema en cuestión, pero tan pronto como leemos las primeras páginas de ‘Pa que se acabe
la vaina’ (sello editorial Planeta) nos vemos forzados a dudar de esta idea. Reconocemos
los temas de Ospina: los diálogos entre Colombia y el mundo, la identidad latinoamericana,
los desafíos que presenta un país con la diversidad geográfica y cultural que tiene Colombia;
reconocemos también el tono. Y, sin embargo, algo comienza a insinuarse entre los
planteamientos. No es sólo el afán de comprender lo que motiva la reflexión de William
Ospina: también lo hace la indignación.

¿Es acaso posible la lucidez en la reflexión sobre un tema cuando se está comprometido
sentimentalmente? ¿Es posible, digamos, hacerse una idea clara del huracán estando
dentro de él? Arriesgaré una respuesta: es tan oprobiosa la realidad colombiana, tan penosa
su historia y tan numerosas sus infamias, que no bastan la lucidez ni la reflexión detenida y
juiciosa para componer un libro de estos: es absolutamente necesario que la sensibilidad
esté comprometida.

William Ospina usa palabras fuertes en ‘Pa que se acabe la vaina’, dice nombres propios y
no cesa de señalar a una dirigencia "mezquina y sin grandeza", a un "estado delincuente", a
un "estado inhumano", al discurso egoísta e irresponsable de "la espada y de la cruz": "el
modo como se fue gestando la catástrofe". Pero, ¿acaso es posible acercarse a la historia
del último siglo en Colombia sin sentir un poco de indignación? No es mediante un
distanciamiento estoico como se logra interrogar de forma efectiva la realidad colombiana;
hay que sentir un poco sobre los hombros las cargas de la postergación y del absurdo.

Ahora bien, así como hay indignación en este libro, también hay generosidad. No es tan
inquietante que se señale a la vieja aristocracia de ser quien ha buscado que se perpetúe la
tragedia nacional, o a esa iglesia tantas veces despiadada, sino que se mire como se mira a
las guerrillas, a Manuel Marulanda y al fenómeno del narcotráfico. Muy fácil hizo carrera en
este país el discurso que los señala como causas y no como consecuencias de un orden de
cosas, eliminando así toda reflexión y toda duda, y se estableció la idea de que hay un
sector de la población que sólo merece el sometimiento o la muerte. William Ospina rechaza
esta idea, porque sabe que no hay cosa tal como un levantamiento espontáneo, y se
pregunta si acaso estos sectores que han protagonizado guerras tan terribles contra el
estado, no estarían, más bien, compuestos por gente apasionada y talentosa a la que no le
dieron espacio en el viejo país y que decidió abrir sus propios caminos.

La guerra de los Mil Días, dice Ospina, fue la última en la que estuvo la aristocracia; “la
Violencia de los años cincuenta, una de las más escalofriantes guerras nacionales, sólo tuvo

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como ejecutores a los pobres de ambos partidos que nada tenían que ganar en ella. En
adelante, la guerra fue entre fracciones del pueblo fanatizadas por la dirigencia, o entre el
Estado y unos insurgentes a los que casi nunca se reconoció la condición de interlocutores,
a los que había que exterminar porque no representaban ninguno de los valores que la élite
estaba dispuesta a respetar”.

Así, las grandes perversiones y tragedias del pueblo no son otra cosa que el resultado de las
omisiones y la irresponsabilidad del poder; dice Ospina: "(...) aprendimos hasta dónde puede
llegar una comunidad desamparada en términos de civilización, crecida en la exclusión y en
el ningún aprecio de sí misma, cuando es autorizada por los púlpitos y por los líderes a
todos los excesos".

Hay una paradoja en ‘Pa que se acabe la vaina’ que juzgo especialmente notable: que
aunque el título parezca responder a una coyuntura precisa y a un punto de quiebre en la
historia colombiana, él es esencialmente una lectura, acaso una interpretación de esa
historia, y en particular de los últimos cien años. De hecho, apenas hace alusiones a la
última década e incluso se pregunta: "¿Para qué demorarse en el examen de lo que pasó en
los últimos quince años, si todavía estamos inmersos en su turbulencia?" Es muy
estimulante esta idea: en plena coyuntura, de lo que menos habla es de la coyuntura. Uno
se preguntaría, incluso, ¿cómo arriesgar una lectura de Colombia justo en el momento en el
que se desarrolla un proceso de paz y en el que todo podría cambiar de un plumazo?

La realidad nacional pareciera cambiar cada vez más rápido, y no bien tratamos de
comprender qué pasó ayer cuando comenzamos a escuchar de nuevos acontecimientos
abrumadores. Al ser conscientes de esto, comprendemos que la reflexión es inútil si se
concentra en los nuevos incendios de cada día en lugar de preguntarse cuál es el
combustible y cual es la chispa que los enciende. Ospina apenas menciona a los últimos
quince años y al actual proceso de paz, precisamente porque comprende que en ninguno de
ellos dos están las causas y quizás tampoco esté la solución. Bien dice que las revoluciones
son del pueblo, que cuando los poderosos decretan una revolución siempre se reservan el
derecho a detenerla en el momento en que más les convenga. En el actual proceso de paz
se juegan muchas cosas, pero al leer este libro comprendemos que él es apenas un
elemento más de la compleja fotografía de la Colombia actual.

En el ejercicio de rastrear las causas de tantos incendios, Ospina encuentra algo que viene
siendo una especie de “idea fija” en nuestros doscientos años de vida republicana: la
derrota del pensamiento liberal que construyó las republicas modernas, hasta convertir sus
postulados en el mero decorado de la tragedia. Una clase dirigente con distintos nombres y
mismas ideas perpetuó en Colombia “una Edad Media más tenebrosa que en cualquier otro
lugar del continente”, y se negó a reconocer a un país, a realizar unas mínimas reformas
liberales que volvieran realidad el discurso de la república.

No hubo interés en garantizar las libertades individuales, ni la igualdad ante la ley, ni la


posibilidad de que otras ideas se manifestaran en la arena política. Tampoco hubo interés en
que se abriera camino una reforma agraria integral, y en cambio —como dice el autor

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mientras recuerda la valiosa labor de Fernando González—, se estableció como norma un
modelo racista y clasista, y se vio “la gestación de una especie de fascismo solapado e
hipócrita”. Ospina dice que, en cualquier país, despreciar a los pobres es atentar contra el
orden moral sin el cual no es posible la vida en sociedad, y por ello habla casi con devoción
de la necesidad de incorporar al pueblo a la leyenda nacional, lo que hicieron otros países
en Latinoamérica y que pareció naufragar definitivamente en Colombia el 9 de abril de 1948.

¿Por qué tantos incendios, por qué tantos procesos valiosos fueron frustrados en algún
momento? ¿Por qué se relegó a la condición de intrusos a todos los que no hicieran parte de
la “vieja casta dirigente”? Porque, dice Ospina, “la república no era el nombre de un
proyecto nacional coherente sino el nombre de un conjunto de negocios particulares”.

El problema no eran entonces unos bandoleros, o las guerrillas liberales, o el comunismo


internacional; de hecho, a medida que avanza el libro, cada vez se va volviendo más
evidente que la doctrina anticomunista que tan hondo ha calado en nuestros huesos (y en
este caso, esta expresión está cargada de un sentido más tétrico) es apenas la máscara que
encubre una lectura medieval del mundo: "La asombrosa respuesta —dice— es que la élite
colombiana no odia al comunismo ni a la subversión sino al liberalismo: lo que odia y teme
es el discurso de los derechos humanos, de las reivindicaciones ciudadanas, los
movimientos sindicales, todos esos instrumentos de la democracia liberal, porque pertenece
más bien a un sistema de castas y de repulsiones anterior a toda modernidad".

William Ospina hace referencia al actual proceso de paz, pero inscribiéndolo en algo más
grande que puede estar ya sucediendo, algo más profundo y trascendente. Algo ha estado
creciendo en los últimos años, algo que se ha ido gestando poco a poco, y no precisamente
en la forma de un partido o de una ideología. El reconocimiento que tantas veces se negó
desde el poder a los derechos fundamentales, a la legitimidad y a la dignidad de un pueblo,
ha venido siendo asumido sin pedirles permiso. Ha ido creciendo en Colombia una escuela
democrática y —si se me permite la expresión— radicalmente pacífica; una nueva ciudadanía
como resultado de distintos procesos admirables, y ahora hay, al fin, unas multitudes que se
reconocen como sujetos plenos de derechos inalienables. Lo de ahora no es tanto la
defensa de intereses grupales, sino la conciencia colectiva de que sólo es viable un proyecto
de nación que reconozca la dignidad y la importancia de cada individuo.

La coyuntura real a la que puede estar haciendo alusión este libro no es a la discusión de los
actores armados en La Habana, sino lo que se conversa hoy en los sectores populares,
juveniles, académicos y artísticos. “Algo está cambiando en Colombia”, dice. Todo indica
que a los viejos poderes les quedará muy difícil seguir sometiendo el país a sus mezquinos
intereses. Hay una nueva ciudadanía, y está indignada.

Un último comentario: la división radical de los campos del conocimiento y de las


profesiones es un mecanismo que busca perpetuar el orden imperante y entorpecer la
discusión. Acá en Colombia se dice que sólo los políticos pueden hacer política, que sólo los

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juristas pueden entender las leyes y hablar de justicia, y —en ese caso emblemático y
desafortunado— hasta el economista les dice a los estudiantes que ellos no saben hacer
cuentas. ¿Por qué William Ospina cita poemas, y habla de músicas populares, y recuerda
conquistas estéticas en un libro de historia y política? Quizás sea porque Ospina se niega a
aceptar una realidad dividida en compartimientos, y porque entiende que los esfuerzos por
comprender un país deben dejar de lado esa tara de la división radical de las materias.

Creo que esta es la gran conquista de ‘Pa que se acabe la vaina’, lo más conmovedor y
revelador: mientras las medidas económicas han sido catastróficas, y las leyes han sido letra
muerta que se apolilla en los anaqueles, y el horror no deja de volver en ciclos más o menos
regulares, Colombia ha resistido. Ahí están esos poemas, esas novelas, esa música. William
Ospina nos recuerda que no es posible interrogar efectivamente nuestra realidad material
sin interrogar a su vez el clima mental; nos dice que los colombianos no hemos dejado de
intentar canciones, obras vitales, y que, a pesar de la barbarie, no hay nada lo
suficientemente terrible como para ser capaz de frenar las búsquedas y la afirmación
estética de un pueblo. Ahí siempre han estado y ahí siempre estarán los lenguajes del arte,
como resistencia y como conjuro.

* Escritor y músico. Ha publicado ensayos y artículos en diversas revistas de artes y


humanidades. Con su ensayo “La locomotora y el silencio. Reflexiones en torno al arte y al
siglo XX” fue merecedor de una mención en el IX Concurso Internacional de Ensayo
“Pensar a ContraCorriente”, convocado por el Ministerio de Cultura de Cuba, el Instituto
Cubano del Libro y la editorial Nuevo Milenio. El libro ‘Variaciones sobre la embriaguez’
(Hombre Nuevo Editores, 2012) reúne algunos de sus ensayos sobre arte y literatura.

Por: Iván Olano Duque

Fuente:
http://comunicaciones.utp.edu.co/noticias/26322/reflexiones-sobre-el-libro-pa-que-se-acabe-l
a-vaina

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