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LA ESCUELA COMO CENTRO DE APRENDIZAJE DE LA CULTURA

DEMOCRÁTICA.

Estudiantes:

Estudiantes:

Marina Fontalvo De La Hoz (ID. 000649163)

Yuscelys Núñez Mojica (ID. 000642922)

Marilucy Jiménez Jiménez (ID. 000648610)

Alexandra Monterroza Escobar (ID. 000650073)

Tanys Escorcia Amaris (ID. 000640005)

Tercer Semestre de Licenciatura en Educación Infantil

Maestra: Sara Dagand Bedoya

NRC: 15079

Barranquilla, 2018
INTRODUCCIÓN

Teniendo en cuenta que la democracia en la escuela es un valor social que hay que
promover decididamente con todas sus consecuencias. Los centros deben desarrollar una
cultura democrática global que implique a todos sus miembros (estudiantes, docentes,
madres, padres y personal no docente) y abarque todos sus ámbitos (pedagógico,
organizativo, de gestión, etc.).

La democracia se aprende. Por ello la escuela debe promover actividades que estimulen
la participación de los diferentes colectivos en la toma de decisiones, el debate constructivo,
el ejercicio de libertades, el cumplimiento de normas, etc. El papel de los equipos directivos
es determinante; por lo tanto, es indispensable hablar sobre una educación para la democracia
y la paz, donde se pueda construir una experiencia escolar formativa, para desarrollar valores,
actitudes, y habilidades socio-emocionales y éticas, las cuales ayuden a formar una
convivencia social, donde todos participen, compartan y se desarrollen plenamente,
permitiendo empoderarse de los procesos de transformación.

Al mismo tiempo, hacer parte de una educación con inclusión, donde se atiendan
estudiantes tradicionalmente excluidos, y que además, comiencen a ser tenidos en cuenta en
la escuela, brindándoles responsabilidades para su desarrollo, es decir entregarles una
educación que promueva la equidad, una convivencia social positiva en la que todos puedan
sentirse parte de ella y estén dispuesto a ofrecer su colaboración a otros.

A mi mente llega la frase escrita por (Hurtado, 1994) que dice: “La educación es el
laboratorio en el cual las distinciones filosóficas se concretan y son sometidas a prueba”, es
decir, que lo aprendido debe ponerse en práctica, asimilarlo, corregirlo si hay que hacerlo,
pero sobre todo consciente que el reconocer nuestros errores nos hace ser más humanos.
LA ESCUELA COMO CENTRO DE APRENDIZAJE DE LA CULTURA
DEMOCRÁTICA.

Una práctica educativa apoyada en la reflexión, el diálogo, la colaboración y la


participación democrática en la vida escolar permitirá la construcción de significados
compartidos que ayuden a comprender no sólo la propia experiencia sino también la de los
demás. Pero la construcción de una cultura democrática de enseñanza se debe de apoyar en
la reflexión cooperativa de la práctica docente para permitir superar las trabas que impone la
inercia y la estructura institucional del sistema.

Todo proceso educativo es un proceso de incorporación a formas de comprensión y


de actuación que se consideran adecuadas para la vida en una sociedad o en una
cultura. Stenhouse (1967), por ejemplo, ha señalado que la educación consiste en «inducir a
los individuos en una cultura». Durkheim la definía como « la influencia que ejercen las
generaciones de adultos sobre aquéllos que todavía no están preparados para la vida social».
Y Longford(1993, p. 32) entiende que educarse es «aprender a ser una persona integrante de
la sociedad a la que se pertenece» Cuando los procesos educativos se constituyen como
formas sociales planificadas (y la enseñanza escolar es, qué duda cabe, la más representativa
de estas formas), los procesos de inducción, o las influencias ejercidas sobre las nuevas
generaciones son ya procesos políticos por medio de los cuales se instituyen no sólo las
formas de inducción o de influencia, sino también la definición de la cultura a la que se
induce, la selección de lo que se considera objeto de influencia. Es a esto último a lo que
solemos llamar currículum.
Como ha señalado Inglis (1985), el currículum de un sistema escolar es algo más que
una mera selección de contenidos entre otros posibles; por el contrario, representa una
posición sobre lo que se considera lo verdadero y lo legítimo en una sociedad:
«Un currículum no es sino el sistema de conocimiento de una sociedad, y por tanto
no es sólo una ontología, sino también la metafísica y la ideología que esa sociedad ha
acordado reconocer como legítimas y verdaderas... Es el punto de referencia y la definición
reconocida de lo que en realidad son el conocimiento, la cultura, las creencias y la moralidad»
(p. 23).
Pero, como continúa este autor, esta definición no refleja un simple acuerdo social;
es más bien el producto provisional y cambiante de un conflicto abierto acerca de lo que
deben ser las formas de comprensión y de vida de una sociedad. ¿Significa esto que debemos
entender por educación la plasmación en las aulas de decisiones que sabemos que son
socialmente conflictivas y por tanto discutibles y que definen lo que debe aceptarse por
verdadero y legítimo, tanto en el conocimiento como en las formas de vida? ¿Debe reducirse
la educación a la reproducción de los consensos provisionales o del statu quo de las
ideologías dominantes?
Por esta razón, esto es, dada la naturaleza conflictiva de lo que pueda ser lo verdadero
y legítimo en la selección cultural que supone un currículum, la educación, si quiere ser algo
más que mera socialización, tiene que aspirar a ser un proceso de reflexión y crítica sobre lo
que la propia escuela selecciona como cultura en la que ser inducido o como influencias que
ejercer sobre las generaciones más jóvenes. Lo que debiera distinguir a la educación de un
simple proceso de socialización (entendida como asimilación acrítica de determinados
valores, ideas y prácticas o hábitos) es la capacidad de distanciamiento, esto es, la capacidad
de convertir el proceso de incorporación social en un proceso de reflexión y crítica (Pérez
Gómez, 1993). Lo que supone una perspectiva educativa no es pues la mera organización de
contenidos y aprendizajes desde una selección cultural. La cuestión no es sólo la adquisición
de una serie de conocimientos, estrategias y actitudes, sino que los procesos de aprendizaje
de nuestro capital cultural sean procesos reflexivos. No es sólo aprender la cultura, sino
reflexionar sobre nuestra cultura mientras la aprendemos. Es la oportunidad de reflexionar
sobre quiénes somos, en qué mundo vivimos y qué queremos para nuestras vidas, mientras
adquirimos aquellas tradiciones públicas que no sólo suponen una respuesta a estas
cuestiones, sino también una manera de mantener vivas las preguntas. Como
plantea Stenhouse (1967; 1984), la escuela debe poner a disposición del alumnado el capital
cultural de la sociedad, pero para que sirva como un recurso, no como un determinante; y
como tal recurso, debe proporcionar estructuras para el juicio y para el pensamiento creativo.
«La función educativa de la escuela desborda la función reproductora del proceso de
socialización por cuanto se apoya en el conocimiento público (la ciencia, la filosofía, la cultu-
ra, el arte...) para provocar el desarrollo del conocimiento privado en cada uno de los alumnos
y alumnas... Los inevitables y legítimos influjos que la comunidad, en virtud de sus exi-
gencias y sus necesidades económicas, políticas y sociales, ejerce sobre la escuela y sobre el
proceso de socialización sistemática de las nuevas generaciones deben sufrir la mediación
crítica de la utilización del conocimiento. La escuela debe utilizar a éste para comprender los
orígenes de aquellos influjos, sus mecanismos, intenciones y consecuencias, y ofrecer a
debate público y abierto las características y efectos para el individuo y la sociedad de ese
tipo de procesos de reproducción» (Pérez Gómez, 1992a, p. 27)
Podríamos resumir, por consiguiente, esta posición diciendo que la función clave de
la práctica educativa es desarrollar en la infancia y la juventud la reflexión y la crítica sobre
el mundo natural y social en el que vivimos, mientras se adquieren los recursos básicos que
les permiten incorporarse con más posibilidades a la vida pública y privada en nuestra
sociedad.
Pero la cuestión sigue siendo qué significa incorporarse a la vida pública y privada.
O si, como decía Langford, educarse es integrarse en la sociedad, ¿qué sociedad estamos
intentando perpetuar? Si la educación es un proceso social, esto es, una forma de vida social
que prepara para la incorporación a la vida social, ¿qué sociedad tenemos en mente? (Parker,
en prensa).
Necesitamos, por tanto, ideales sociales desde los que interpretar lo que pueda
significar el propósito educativo de aprender a ser personas integrantes de la sociedad, ideales
que nos iluminen tanto el significado de ser miembros de una sociedad como la forma
reflexiva y crítica de realizar este aprendizaje. Pero sólo el ideal de vida democrática puede
dar cuenta de lo que supone la educación como incorporación reflexiva a la sociedad.
De una parte, lo que debe considerarse como formas de comprensión y de vida en
nuestra sociedad es un asunto socialmente conflictivo y siempre discutible. De otra, la educa-
ción debería favorecer la vida reflexiva de las personas, para que puedan, autónomamente,
pensar y decidir sobre lo que quieren que sean sus vidas. Dadas estas dos premisas, no hay
más modo de entender la combinación de ambas -esto es, la pluralidad de significados acerca
de lo que se considera lo relevante socialmente y el reconocimiento del derecho de las
personas a decidir reflexivamente sobre sus vidas públicas y privadas que la democracia
como forma de vida (Dewey, 1967; Carr, 1991; Peñalver y González, 1993/94). Sólo la
democracia permite entender lo social de modo reflexivo y colaborativo, y la incorporación
personal a lo social de modo constructivo y no sólo reproductivo.

LA DEMOCRACIA EN LA ESCUELA:

Según lo ha resumido Carr (1991), la democracia supone aquella forma de vida que
pasa por la posibilidad de tomar parte en la definición y construcción del tipo de vida que
queremos para nosotros, una participación que no se limita a intervenciones puntuales o a la
elección de quienes tomarán las decisiones por nosotros. No es un estado de cosas o un
reglamento político, sino un modo de vivir con los otros, y el modo en que las personas
pueden realizar sus capacidades humanas participando activamente en la vida de su sociedad
y en las deliberaciones sobre el bien común. En cuanto que ideal, supone la continua
expansión de las oportunidades para la participación directa de toda la ciudadanía en la toma
pública de decisiones en todos los órdenes de la vida política, social y económica. Esto
significa que las personas debieran disponer de los recursos y de la información necesaria
para poder participar en el debate público y en las decisiones de la comunidad en iguales
condiciones.
Una educación democrática sólo es posible en la medida en que la escuela se
convierte en una cultura democrática, esto es, en una experiencia permanente de debate y
diálogo abierto donde el aprendizaje de nuestra cultura y de nuestras tradiciones públicas
pasa a ser una experiencia reflexiva sobre nuestra construcción como personas autónomas en
nuestra sociedad. Una escuela que se vale del conocimiento no como el ritual de aprendizaje
de lo que ya viene sancionado como verdadero y legítimo, sino como un recurso para la
reflexión crítica que conduce tanto a la elaboración de perspectivas individuales como a la
construcción de experiencias compartidas de aprendizaje y de colaboración al bien común?
Una educación que se pretenda democrática significa plantearse tanto una educación
en democracia como una educación para la democracia. Debe plantearse la forma en que
constituye en sí misma una experiencia de vida democrática. Pero también, la forma en que
proporciona oportunidades para una vida democrática, esto es, elementos de análisis y
reflexión sobre las experiencias y oportunidades democráticas que ofrece nuestra sociedad,
y recursos para una mayor implicación y participación en la vida pública a la luz de los
valores democráticos (Beyer y Wood, 1986; Wood, 1984).
La construcción de una cultura democrática en la escuela implica la posibilidad del
alumnado de participar en la construcción de la vida escolar. Esto significa, por lo menos, la
oportunidad de intervenir en la deliberación de cómo se organiza la experiencia de
aprendizaje, qué se convierte en materia de trabajo, cómo y por qué. Es evidente que sólo
desde esta participación se puede construir una experiencia democrática en las aulas. Pero es
que, además, sólo desde el compromiso del alumnado con lo que debe ser su propia
educación, contando con sus experiencias y sus intereses, puede desencadenarse un auténtico
proceso de reflexión que ponga en relación las tradiciones públicas de conocimiento, el
mundo social y natural y la construcción de un sentido personal para sus vidas. No es, pues,
sólo una experiencia de relaciones democráticas, sino la construcción de un conocimiento
que permite poner en relación y contraste el saber público con la comprensión subjetiva, la
vida social con la historia personal y los intereses, deseos y necesidades individuales con los
colectivos.
Es evidente que en este contexto de una cultura democrática para la escuela, es
fundamental la forma en que se entiende el conocimiento y su construcción cooperativa.
Desde esta perspectiva, como señala Barnes (1994), lo que se busca no es la asimilación de
ideas y conclusiones ya establecidas respecto al conocimiento público, sino su valor para
pensar sobre nuestro conocimiento cotidiano y para problematizar nuestra experiencia. El
conocimiento público tiene pues un valor de mediación entre, por un lado, la experiencia y
las representaciones que tenemos de las cosas y, por otro, las nuevas formas en que podemos
captar el mundo y su significado cuando nos preocupa entendernos mejor y definir las formas
de vida que desearíamos. Así, la importancia del conocimiento no es que pueda ser
reproducido o reconstruido, aunque sea significativamente, sino que pueda ayudarnos a lo
que es la aspiración educativa: reformular nuestras comprensiones subjetivas de nuestra vida
y nuestras pretensiones para ella. Este propósito va más allá del actual tópico de partir de las
ideas previas, porque de lo que se trata es de contar con las preocupaciones, intereses y
necesidades de los alumnos, contar con sus puntos de vista y construir propósitos de
aprendizaje y nuevas comprensiones desde la colaboración conjunta entre enseñantes y
alumnos (Pérez Gómez, 1992b)
ANEXOS

DECIDO LIBREMENTE POR QUIEN VOTAR

VALOR DE LA AMISTAD
CONCLUSION
Al terminar este trabajo, llegamos a la conclusión que la participación de la sociedad en
la educación consiste en compartir responsabilidades educativas mediante una organización
que responda a las necesidades y características propias de cada comunidad. Si bien este es
uno de los retos más titánicos para la escuela, pues es aquí donde esta cumple su papel
orientador ante la sociedad y los educandos, guiándolos hacia una conciencia social y
fundamentada para la participación en la solución de problemas para el beneficio propio y
colectivo.
La educación se ha convertido en una gran responsabilidad que más que un ente dirigente
necesita una sociedad comprometida y encaminada hacia la participación y el intercambio de
ideas que promuevan el desarrollo sostenible de la misma, pues es solo con la presencia de
la comunidad que se logra ver más eficacia y productividad en las diferentes acciones,
proyectos y propuestas educativas implementadas.
Tomando como base lo establecido en la ley general de educación la escuela creo diversos
mecanismos de participación en los que la comunidad podía integrarse, siendo estos:
gobiernos escolares, juntas departamentales y municipales de educación, así como los foros
educativos, nacionales, departamentales y municipales, de esta manera la escuela fundamenta
una cultura democrática en la que todos los entes de la sociedad están capacitados para crear,
regular y dirigir espacios de participación en la toma de decisiones, es así que se hace
indispensable que desde la escuela y la comunidad se cree una cultura democrática que
oriente acertadamente hacia la búsqueda del bien común y los fines colectivos.
En términos generales la sociedad tiene gran responsabilidad en la práctica de
participación democrática pero aún más grande es la responsabilidad que lleva el maestro,
puesto que el educador juega “un rol muy claro e importante a la hora de cultivar y moldear
la experiencia educativa de los estudiantes en relación con sus actitudes, conductas,
ideologías y compromisos presentes y futuros en torno a la democracia”(Carr, 2008), es así
que el docente será el encargado de orientar las prácticas de cultura democrática mediante el
camino de la participación la cual requiere de un constante cambio en el aprendizaje y la
práctica de soluciones para las necesidades del bien común.
BIBLIOGRAFIA.

 Flores G., O. (2013). Escuela y Comunidad. Editorial Trillas, México.


 Ortiz, M. y Borjas, B. (2008). La investigación acción participativa, aporte de Fals
Borda a la educación popular. Recuperado
de: http://www.redalyc.org/pdf/122/12217404.pdf

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