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Del Dilema

Presentación

(…) pensar en la verdad, en la famosa verdad, sin golpes bajos, sin vender
barato la palabra genocidio, sin hacer amarillismo revolucionario.
Tomás Abraham, “24 de marzo de 1976”

Querría presentar algunos usos de uno de los conceptos centrales para actuar
con el pensamiento, para activar el pensamiento y pensar por pensar. Es
precisamente esta noción de “dilema”. Se trata de una operación intelectual, de
esos extraños artificios de la química mental, que elabora para direccionar y
ahondar, y hender las corrientes sobrecodificadas de la superficie.
No es una forma de ser del “problema”, figura de la contemplación, atraída por
la observación de los puntos brillantes, fijos y eternos, toto cælo. Al contrario, el
dilema pretende su lugar, le disputa su cetro configurativo. Desata las
“constelaciones” de una lógica que las explica o comprende y las relaciona con
una lógica que no las comprende, que se sorprende, pero que ve llegar, acaecer,
pasar, retirarse o estancarse, retornar las mismas siempre distintas. Otras
lógicas.
Desplaza la exigencia de la solución e impone una decisión. “Todo dilema
impone una decisión. Un problema se convierte en dilema cuando en su enunciado
se produce una interferencia. Se dice, y es probable que sea cierto, que si un
problema es correctamente planteado, la mitad de la solución está lograda. Pero si
un dilema se plantea correctamente no se necesita más que la mitad de una
solución. La otra mitad se diluye”. Entre un problema bien formulado y su
respuesta correcta, su solución, media “la razón” que aplica el esquema de
argumentación válido. Entre un dilema bien construido y su decisión, estalla un
mundo de danzantes valores.
El dilema es una operación intelectual de tipo económico, una alternativa que
distribuye costos. Resalta la vida práctica de las valoraciones, diferencia el precio
de las decisiones. Un dilema bien construido nos muestra que las decisiones

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tienen un precio (“interferencia”). Y a veces es doloroso o puede ser horrible, no
hay salida. O la salida es la decisión, más o menos cara, en la que se diluye el
problema.
Por esta distribución de costos, el dilema se opone a las “falsas alternativas”,
frente a las que hay que estar atento, porque introducen siempre un chantaje,
que es de orden político, y que conmina a pronunciarse a favor o en contra.
“¿Estás a favor o en contra?” he ahí la forma general de falsos dilemas, que debe
detectarse y cabe rechazar. No ahondaré ahora sobre este asunto, para advertir
no más: es el rechazo completo la salida predilecta y si es posible destacando la
peculiaridad del chantaje. Siempre es recomendable no entrar de lleno en la
decisión, responder, como Bartleby, suave y firme: “Preferiría no hacerlo”.
Subrayo este punto, no sé si les suena abstracto, pero es muy concreto y
cotidiano, no quiero poner ejemplos, simplemente les invito a practicar el ejercicio
reflexivo de enumerar situaciones en las que se encuentren ante semejante (falsa)
alternativa, y consideren sus repercusiones.
Por último, la operación por la que el dilema se decide, en tanto encara
valores, y porque hay decisiones, incluye también una dimensión ética. Practica,
en analogía, una suerte de balance contable, que orienta la acción.

En el ámbito de la reflexión política, incluso en los más concretos de ejercicios


de poder, muchas veces se pretende ignorar que las decisiones tienen un costo.
Aunque puede que no sea necesariamente deliberado, en fin, por un lado, la
ausencia de pensamiento es lo más difícil de pensar, y por otro, suele verse cubrir
los costos ‘bajo la alfombra’ (estos poderes habitan todos en despachos
alfombrados) para mayor relucir de los beneficios por las vías de acción tomadas.
En este terreno del pensamiento político hay una afinidad crítica con el
funcionamiento de la configuración de dilemas, que querría ser un aporte para
pensar, una herramienta a emplear, por ejemplo para reescribir series de
problemas sobre un dilema. La función crítica para el pensamiento es la
deducción de los gastos de los éxitos obtenidos, una enunciación en suspenso
entre lo conseguido y lo pagado.
Su discurso es de contrapoder y no de oposición. Es cierto que el rol de la
oposición política consiste también en denunciar esos ‘efectos colaterales
indeseados’ que acarrean las decisiones oficiales. Pero su estrategia consiste más

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bien en denunciar el daño y prometer a la vez otra realidad en la que sea todo
logros, un futuro a pura ganancia. Un discurso de contrapoder no sueña otra
realidad, pero habita otros mundos. No es improvisación, ni se trata meramente
de querer. Por el contrario, requiere concentración, dedicación y coraje.
Asimismo, el dilematizador no tiene una opinión, sino que construye una
contraopinión restituida, precisamente, por lo que cabría llamar la función
dilemática.

Políticamente, algo está trabado en Argentina. Hay una falla política; no


mueve. “Todo es presente” sería un nombre adecuado para una revista de la
historia de estos confines del mundo, que es el medio nuestro, lo describimos
como “la república Argentina”, y acá estamos, tratando de entender, pensando
para eso. El dilema, al plantarse en la decisión, se opone también a una deriva
política, a un viaje a la deriva en política, que se obstina en encontrar al culpable.
Es la política del resentimiento, cuya máxima reza: “Yo sufro, alguien debe tener
la culpa”. De más está la aclaración, pero la incluyo: no es la salida, sino al
contrario un refinamiento, o cristianismo, empezar por pensar que ése (alguien)
eres tú mismo.
Más bien hay que destacar la conexión entre esta deriva política del
resentimiento y aquel chantaje político del falso dilema que mencionaba recién.
Pues el “zorro político” no ignora la necesidad, sino que estima conveniente no
divulgar el precio que pagará por ciertas decisiones. “Es mejor pensar que el
hallazgo encontrado no cuesta nada y que el nuevo rumbo no tiene peaje, es gratis.
Si luego aparece una realidad que se quiere cobrar una deuda, el político y sus
adlátares preferirán aplicar la conocida artimaña de echarle la culpa a alguien del
inesperado trastorno.”
Es preciso analizar el mecanismo que conjuga la falsa alternativa al motor
móvil del resentimiento que, aunque “conocida artimaña”, no son irrefutables sus
funciones, sus condiciones, ni sus posibles efectos. He ahí una tarea crítica que
afronta el dilema contra una manera de ser de la política y una forma de hacer de
la historia, que no son otras que las “más familiares”, o “escolares”, con las que
acostumbramos a pensar e impulsar nuestra identidad y reflexionar sobre
nuestras prácticas, personales o colectivas. Para esa tarea, recurre al análisis de
las fuentes y al encarnizamiento con la verdad.

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La función dilemática

A finales de 2008 Tomás Abraham publica en La Caja Digital, una


reconstrucción en nueve partes, sobre el trabajo del historiador argentino, Tulio
Halperín Donghi. Halperín, en sus libros publicados, recorre la historia argentina,
desde las invasiones inglesas hasta 1994, es decir, desde los orígenes y hasta
hace poco, concertándola por el procedimiento del dilema. Señala Abraham que
en ellos ha desarrollado, desde la historiografía, los lineamientos de una
“dilemática”. “Halperín hace una historia política de la Argentina entendida como
una serie de acontecimientos en los que las decisiones tienen un costo.” (§1)
La dilemática es la ciencia de los costos de las medidas y de los regímenes
gubernamentales. No aspira a esquivar la obligación que se contrae al decidir, ni
elude el riesgo que implica, aún desconociendo sus proporciones, el peligro de
equivocarse. De ese modo, hace aparecer nuevos problemas, incómodos para
todas las partes.
Bastante más adelante, explica:

La historia que construye con sus textos Halperín Donghi es


política pero no porque privilegie los aspectos vinculados con
los ocupantes del Estado, o con los dirigentes políticos, sino
porque es la que da cuenta de la complejidad de los procesos
históricos en los momentos en que se desarrollan. (…)
Halperín es el único historiador que da cuenta del
desconcierto de los sujetos históricos ante acontecimientos
que no han programado y que deben enfrentar con decisiones
impostergables. Muestra la realidad friccional que hace que
las ideologías con frecuencia no encuentren el terreno
despejado para poder aplicar sobre la sociedad toda su
matricería. En los libros de Halperín, se lee la fase política de
las sociedades, sus mapas estratégicos, la dinámica de sus
enfrentamientos, es decir, la actualidad en la historia. (§ 4)

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El resto de este apartado es un análisis de estos párrafos. No entraremos en
este ensayo en los detalles del texto que es muy rico pero no hay espacio para
transitarlo, lo que puedo hacer es recomendarles su lectura. No obstante,
haremos explícita algunas características de la función dilemática que nos
incumbe, para identificarla y, en la próxima sección, a modo de ejemplo,
procuraremos presentar una dilematización de una serie de sucesos recientes.
Para simplificar, señalemos dos características o dos grupos de caracteres
que, insisto, pueden profundizar leyendo la obra de referencia. Por un lado, hay
un aspecto polémico, una batalla en el campo intelectual, una lucha contra un
oponente, presenta un combate. La función dilemática se caracteriza, en primer
lugar, “negativamente”, en contra del discurso de los ideólogos edificantes, es
decir, contra la operación ideologizante en la historiografía. Es uno de los
modos de configurar la historia que Halperín, en la versión de Abraham, enfrenta
sistemáticamente. Sintetiza su oposición en esta cita: “¿significa que no es
advertido el hecho de que la Argentina pertenece a un área marginal y que esto no
puede dejar de pesar duramente sobre su capacidad de fijar libremente su rumbo?”
(§ 6) No es irónico el interrogante, sino sincera perplejidad. Porque de hecho no se
lo advirtió. Hoy todavía cuesta admitir la posición relativamente dependiente
respecto a potencias mayores y el modesto margen para instituir políticas propias
que dispone quien pretenda gobernar Argentina (§ 7). Nos habituamos, en
cambio, a los relatos de máximo contraste que encajan en modelos explicativos de
total coherencia, con actores de lucidez transparente, sujetos morales e
ideológicos sin fisuras o de monstruos traidores a tiempo completo (§ 4).
“Halperín (…) batalla contra las novelas familiares de nuestra nación” (§ 5)
Halperín dice simplemente constatar que nuestro país ha perdido el rumbo
desde 1929 (§ 1). Por cierto, no es el debate ideológico quien nos coloca en esta
situación: que viajamos, políticamente, a la deriva, hace ochenta años, sin puerto
ni timonel, como miembros de tribus fanatizadas en incansable enfrentamiento.
Es sólo un síntoma de cómo está el país si ése es su sentido histórico. ¡Y ése es
su sentido histórico!
Para Halperín, “la evolución del gran relato argentino es una sucesión que va
de la argentina posible a la verdadera, de ésta a la imposible, de la imposible a la
trágica, y finalmente todas al mamarracho” (§ 9). Por lo demás, cree que “la

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Argentina se las ha arreglado para tener una visión incoherente de su pasado” (§
2).

Por otro lado, segunda característica, o el aspecto positivo de la función


dilemática, es decir, su existencia propia (si se quiere, su razón), su específico
aporte, su contribución interesante, que es, como enuncia el fragmento
comentado: el problema de la actualidad, la cuestión de la actualidad en la
historia.
El mérito de Halperín, por lo que se le reconoce – o ha conquistado – un lugar
prominente en el ámbito de la reflexión histórica, filosófica y política, es haber
introducido la actualidad a la vez como elemento y como cuestión histórica. Por
ser “el único” en habernos presentado el “desconcierto” de los actores históricos
ante acontecimientos imprevistos y sobre los que había que decidir, sin tener el
beneficio de posponer para evaluar mejor o corroborar las consecuencias para
después elegir seguro. Esto se parece bastante a la estupefacción de quien, ante
los eventos actuales se muestra incapaz de análisis y abrumado por la excesiva
complejidad del presente, apenas puede balbucear banalidades periodísticas.
La cuestión de la actualidad ligada a la historia, no sólo nos enseña que el
presente está hecho de discontinuidades que portan las huellas del pasado, sino
que además nos instruye acerca de la historia en tanto es vivida, es decir, en
donde los protagonistas no se encuentran en mejores condiciones que nosotros
para conocer e insertarse en los procesos históricos. “Los protagonistas de la
historia no diagraman acciones póstumas ni los que vivimos hoy encontramos en
ellos la clave de nuestro desconcierto” (§ 5).
Así entendida, la actualidad no es una instancia del Tiempo, su superficie
constantemente renovada, sino una relación del sujeto con su presente. Esta
definición es importante, es la apuesta del análisis en juego de los dilemas, en
tanto cartografía del poder. Dar cuenta de esta relación, impone dotar de sentido
filosófico a la chata pregunta empírica: ¿qué pasa? o ¿quiénes somos realmente?;
tarea para la que, como advierte Nietzsche, justificadamente, los “hombres de
conocimiento” necesitan confundirse con otros (GM, Prólogo, 1).
Es el filósofo Michel Foucault, sin embargo, quien ha ido más lejos respecto al
valor de esa relación, a la que caracterizó como “actitud de modernidad”,
tipificando un modo de discursividad filosófica, que hace surgir de Kant y su

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respuesta sobre la Ilustración. En efecto, Kant concibió la Aufklärung por la que
fue interrogado como un problema de actitud: es “decisión y coraje” para “servirte
de tu propia inteligencia” (Kant, QI: 25). La define como un acto de la voluntad,
dirigido a evaluar las justas relaciones entre la autoridad y los principios de razón
(“razonad pero obedeced” es su máxima, para lo que practica una serie de
distinciones muy importantes entre lo que depende o no de la razón y la
distinción entre el uso público y privado de razón). La modernidad así entendida,
dice Foucault, no es un periodo de tiempo (y eso barre con montón de problemas
más o menos consagrados, acerca de sus orígenes y sus finalizaciones), ni
representa una serie de premisas sustanciales (a las que habría que adherir o
rechazar, y entonces, pronunciarse a favor o en contra de la modernidad, de la
ilustración, de la universalidad de la razón, etc.). Implica un conjunto de
relaciones que hay que elaborar respecto a uno mismo; es también una manera
de pensar y de sentir, un modo de actuar y de conducirse; es, finalmente, una
elección voluntaria, efectuada por algunos (Foucault, QI: 94).
Esta actitud, clave de una ontología del presente y ethos de una crítica del
valor, y que en Kant es la condición para la salida del estado de minoridad,
culpable y por eso merecido, en el que se encuentra la mayor parte de los
hombres, no ha sido examinada – a juicio de Foucault – como se merece. De lo
que se trata, finalmente, ahora, – señala – es de reactivar esa actitud, hacer de
ella la cuestión central, y en lugar de legitimar lo que ya se sabe, emprender el
saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto. Este objetivo requiere el
compromiso con una práctica histórico-filosófica, actitud límite y experimental al
mismo tiempo, “que extraerá de la contingencia que nos hizo ser lo que somos, la
posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.” (QI,
105)
La racionalidad histórica que repone la función dilemática depende de esta
actitud filosófica. “La dilemática es una vía filosófica para la determinación del
campo de la historia” (THD, § 1).

Guerra y Paz

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Querría finalmente ilustrar esta función dilemática con el tratamiento de un
“acontecimiento” reciente. Voy a referirme a un hecho histórico bastante ruidoso:
las investigaciones judiciales seguidas contra algunos ex-militares acusados
penalmente responsables por actos horrendos cometidos durante la última
dictadura militar en Argentina. Por una parte, sabemos a lo que nos referimos y
porqué se coloca a la base de la defensa y de la lucha por los derechos humanos,
concretamente: secuestros, torturas, apremios, desapariciones, robos de bebés,
homicidios, violaciones, exilios, todas las persecuciones, múltiples privaciones…
“Justicia, Verdad y Memoria” resuenan juntas; por esa vía del castigo
avanzamos hacia una democracia más auténtica, una vida más digna, una
existencia más justa. La historia así nos retorna, en símbolo, un pasaje gratis.
Las pérdidas, las tuvimos. Pero la Historia nos premia. Ahora está claro: ‘es lo
que hubieran querido’: llegar a ser una inversión.
Se trata de una temática extremadamente compleja, se advierte, muy cargada
emotivamente y de la que resulta impensable que se pueda hablar en Argentina
en diferente dirección al extravagante relato inauténtico que asume el punto de
vista de la víctima, muchas veces sin serlo. Es lo que no se puede decir, al menos
sin desatar la cólera que desencadena la condena letal y, por eso, sin asumir todo
el peso de la culpabilidad, y por eso a sentirse obligado a justificarse de
antemano o a renunciar a pensar directamente. Desde esa perspectiva, reflexiona
Halperín, la sociedad argentina se las ha arreglado para interpretar el mayor
crimen de su historia como “una invasión inesperada de seres extraterrestres. El
terror es como un mal que le viene de afuera” (THD, § 8).

“Halperín acusa a la elite intelectual y a las clases medias de


frivolidad intelectual y política. De indulgencia cómplice. Dice
que el terror no hubiera podido introducirse si no hubiese
hallado elementos dispuestos a acogerlo e imponerlo.
Considera que el terror fue el castigo a la deserción de la
sociedad entera por ceder a atractivos desvaríos y a un
proceso de autointoxicación ideológica. Esto terminó en la
justificación del asesinato como un modo de acción política.”
(§ 8)

8
Es necesario un pensamiento sobre lo que pasó, es decir memorizar no lo que
pasó, porque de eso sí se habla, sino cómo pasó. Porque se pretende olvidar que
en la Argentina un espacio de desaparición fue posible.

“Un espacio que atañe a toda la sociedad y en el que


víctimas y victimarios se propician en una coincidencia trágica.
No es la ‘verdad histórica’ lo que intenta olvidarse, sino la
responsabilidad de preguntarse por qué el crimen se hizo
posible. No lo que ocurrió, sino cómo ocurrió.” (EV: 473)

Por supuesto, somos incapaces de desarrollar en la brevedad de este punto


tamaña cuestión, pero me interesaba plantear la perspectiva general que asume
la dilemática y considero que con pocas indicaciones ya es posible sugerir varias
cosas. Entonces, vamos a ir directo al punto y considerar los recientes y actuales
procesos condenatorios por delitos calificados como de “lesa humanidad”,
confirmados por la Suprema Corte de Justicia (2004; 2005; 2007) y cuyos
fundamentos plantean, en efecto, un dilema, al entrar en tensión con valores
subyacentes al ideal del Estado de Derecho.
O bien juzgamos y condenamos a los ejecutores de crímenes aberrantes, o
bien damos reconocimiento a principios vigentes del Estado de derecho según los
cuales resultan inadmisibles semejantes pronunciamientos.
El auténtico dilema es que si condenamos (como quisiéramos o como el “deber
obliga”), entonces lesionamos institutos cuya vigencia hacen a la legitimidad de
los procesos, tales como la prescriptibilidad de la acción, la ley anterior al hecho,
la cosa juzgada, la doble persecución por el mismo crimen. Ahora, si queremos
resguardar estos principios elementales, entonces no podrían hacerse los juicios
ni, en consecuencia, recaer condena judicial al respecto. Nos encontramos pues
ante esta situación paradojal en la que “hacer justicia” implica destruir las bases
mismas sobre la que esa justicia que el Estado administra pueda aceptarse e
incluso creerse.
En una investigación en curso, muy importante, que lleva a cabo Pablo Perot,
recopila y clasifica los principales argumentos en los que se fundan estas
decisiones de la Corte y las observaciones, tanto de los votos disidentes de la
minoría como las contribuciones de la doctrina especializada. No voy a divulgar

9
sus ideas, pero me voy a servir de su trabajo sobre las fuentes para apoyar una
presentación de las mías. Por lo demás, apenas un acercamiento a los
antecedentes de las cuestiones llamadas a resolver, permiten claramente
observar las penosas dificultades que, hay que decirlo: más bien mal, han debido
sortear los jueces de la Corte al momento de dictar sentencia. No era una tarea
fácil, también hay que verlo, pero optaron por restringir la aplicación de
principios, tan básicos como los del debido proceso que pretenden validez
universal, en relación a ciertos individuos identificados como “culpables de
delitos de lesa humanidad”. Por ese motivo, la Corte, al decidir efectivizar el
castigo, debió a la vez justificar que se dejaran de lado garantías esenciales del
Estado de Derecho, aquellas precisamente cuya inobservancia lo transforman en
un Estado autoritario. Ciertamente, no es una disputa meramente formal. Lo que
está en juego y se arriesga, lo que se apuesta, aquello que nos comprometen a
pagar, es lo que deberían tener por más preciado, esto es, la “seguridad jurídica”,
lo que en tanto miembros de la Corte, están llamados a resguardar por encima de
toda disputa, su aporte al Estado de Derecho.
Repasemos superficialmente los antecedentes. Nos retrotraemos a una época
que podríamos adjetivar esperanzada: 1984. La ley 23.049 anula la autoamnistía
promulgada por la dictadura, crea la Comisión Nacional de Desaparición de
Personas y habilita la competencia de la Cámara Federal Criminal que aplica el
código castrense para enjuiciar a los comandantes de la junta militar. En
septiembre de 1984 es presentado el informe denominado “Nunca Más”, que
recomienda iniciar investigaciones penales a los penalmente responsables. La
Cámara dicta la célebre sentencia condenatoria a la Junta en 1985. A fines de
1986 y a mediados de 1987, el Congreso promulga las leyes llamadas de Punto
Final (L. 23.492) y Obediencia Debida (L. 23.521), estableciendo fuertes
limitaciones a la persecución penal por tales crímenes. Limitaciones relativas al
plazo de iniciación de las actuaciones y de la responsabilidad penal de los
sujetos, respectivamente. Más adelante en 1989 y 1990 fueron decretados una
serie de Indultos que favorecieron tanto a condenados como a procesados.
Se trata sin duda de decisiones realmente polémicas, incluso la Corte
Suprema tuvo ocasión de pronunciarse acerca de planteos de constitucionalidad
tanto de los actos del legislativo como de los del ejecutivo, para terminar
considerándolos incuestionables (1987; 1992). Finalmente, en 1998, en

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conmemoración por el 24 de marzo, se dicta la ley 24.952 que deroga las leyes de
punto final y obediencia debida. Se trató de un acto más simbólico que efectivo,
en tanto que por una parte, derogó leyes cuyo contenido ya estaba agotado, sea
por el transcurso del tiempo o por las circunstancias, y principalmente porque en
la materia rige el precepto de aplicación de la ley penal más benigna, por lo que,
más allá de las previsiones que hayan construido los legisladores, los acusados
obstinadamente seguían apelando a ellas para su defensa. Así rápidamente,
repasamos las peripecias del ordenamiento jurídico argentino, su derrotero, en
los dos sentidos a la vez.
Pero este tema iba a ser retomado como estrategia política y en nombre de la
“defensa de los derechos humanos” por un gobierno que llega a la vez
políticamente débil a un país ingobernable. En el año 2003 el Congreso adhiere
dando rango constitucional a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los
Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (L. 25.778, CICGyLH)
y aprueba la ley 25.779 declarando la inconstitucionalidad e insalvable nulidad
de las leyes 23.492 y 23.521, ya derogadas. Comete un grave error, por dos
razones: no debemos confundir la vigencia y la defensa de los derechos humanos
con ajustar las cuentas con el pasado, lo primero compete al ámbito de los
poderes del Estado, pero lo segundo ya no. Porque además, institucionalmente:
¿en virtud de qué el congreso de la nación promulga una ley declarando la
nulidad de otras leyes derogadas? En este compromiso con los derechos
humanos, el poder legislativo se arroga una facultad de naturaleza sui generis, la
nulidad de una ley derogada, y que ningún poder constituido tendría la
capacidad de ejercer, en la medida en que el control de constitucionalidad es
atribución reservada al poder judicial, que lo ejerce de manera difusa y para el
caso concreto.
Ahora bien, no obstante se reabren las causas, se reinician los procesos, se
suceden las condenas, varias cuestiones reclamarán nuevamente el
pronunciamiento del más alto tribunal de justicia. La Corte en efecto habló. Se
pronunció por la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia
debida, y de los indultos, pero le faltó el coraje para pronunciarse acerca de la
inconstitucionalidad de sus propios precedentes. Sostuvo que la CICGyLH resulta
aplicable a los hechos acaecidos en la época de la dictadura y que por lo tanto
son delitos imprescriptibles, uniendo a la imprescriptibilidad del crimen la

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retroactividad de la ley. Para evitar semejante confusión entre ambos institutos,
señala que, en realidad, la convención viene a reconocer la existencia de una
norma imperativa ya vigente en el Derecho Público Internacional. Respecto a la
doble persecución penal diferida en el tiempo, así como al alcance de la cosa
juzgada – más palmaria, pues el mismo máximo tribunal había fallado al respecto
– declara que “las exigencias de la justicia, los derechos de las víctimas, la letra y
espíritu de la Convención Americana, desplazarían la protección del ne bis in idem”
(sic) (2007).

Hacemos una breve reseña, pero pretendemos una descripción de hechos más
o menos conocidos por todos, aunque sin la costra ideológica con que suelen
aparecer recubiertos. Se trata de una pequeña muestra de la diferencia en dirigir
la atención a la “realidad friccional” –rescatando nociones mencionadas – contra
el despliegue de la matricería ideológica. Esa es la situación, que ya es historia.
Revisemos, en consecuencia, para concluir, algunos rubros costosos de la
irreversible decisión: en torno a su valor institucional, en relación a la protección
de los derechos humanos, y finalmente, en conexión a la verdad.
Proyectemos qué efectos puede tener en Argentina el hecho de que la Corte
desconozca sus propios dictámenes, sobrepase principios de orden público como
son la “cosa juzgada”, el principio de ley penal más benigna, la imposibilidad de
pronunciarse dos veces sobre los mismos hechos; que arremeta contra derechos
universalmente consagrados que ningún orden ni trascendencia podría desplazar
sin a la vez dejar de considerarlo humano, nullum crimen sine lege. Significa: la
descomposición del Estado de Derecho, promovida como respuesta a una crisis
institucional. Virtualmente, su capacidad de daño es tal que no escapa de su
efecto ella misma. Su propia autoridad está viciada de nulidad, en razón de
presupuestos ineludibles de “seguridad jurídica” que afectan al orden público y
poseen jerarquía constitucional. No sería extraño (si lo que ocurre tampoco
extraña) que en una década, o en otro absoluto en que se invista el presente,
estos mismos jueces sean juzgados por sus sucesores por “delitos de lesa
humanidad”, es decir, servirse de las instituciones del Estado para infringir
castigos a particulares por fuera de la ley. Así estamos.
Una última palabra acerca de la verdad. No es fácil desenmarañar la idea de
que estos castigos sacan a luz la verdad y hacen justicia. Pero hablar de “justicia”

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ante tales calamidades no es más que frivolidad o resentimiento llano y extenso,
como la pampa que lo vio nacer. “Justicia” es que no hubiera ocurrido. El castigo
explícito no restituye ni enmienda nada. Lo único que podemos hacer como
sociedad es fundar las condiciones para que lo ocurrido no pueda repetirse. Pero
la decisión de la Corte contribuye a alejarnos de lo poco que institucionalmente
estas cosas nos podrían enseñar: que así no, que debemos cuidar no rebasar
ciertos límites con nuestras acciones en determinadas circunstancias para no
volver a desencontrarnos bajo la misma situación, que ante eso no hay respuesta
jurídica – procedimiento escolástico de la verdad –, sino que forma parte de la
vida de todos, incluso de los que van a nacer.

Bibliografía:
Abraham, Tomás La empresa de vivir, Bs. As., Sudamericana, 2000.
------------ El presente absoluto. Política y filosofía en la Argentina del
tercer milenio, Bs. As., Sudamericana, 2007.
------------ Tulio Halperín Donghi, La Caja Digital Nº 24.
Castel, Robert “Presente y genealogía del presente: Pensar el cambio de una
forma no evolucionista”, en Archipiélago, Nº 47, 2001, pp. 67-75.
Deleuze, Gilles – Claire Parnet, Abecedario.
Halperín Donghi, Tulio, La larga agonía de la argentina peronista, Bs. As.,
Ariel, 1998.
------------ El revisionismo histórico argentino como visión
decadentista de la historia nacional, Argentina, S. XXI, 2005.
Foucault, Michel ¿Qué es la ilustración?, Madrid, La Piqueta, 1996.
Kant, Immanuel, Filosofía de la historia, México, FCE, 1984.
Nietzsche, Friedrich W. La genealogía de la moral, Bs. As., Alianza, 1998.
Perot, Pablo Servir al Estado de Derecho, borrador en preparación.
Veyne, Paul Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia,
Madrid, Alianza, 1994.
CSJN-Fallos: 310:1162 (22/06/87); 315:2421 (14/10/92); 318:2148
(02/11/95); 328:2056 (14/06/05); causa 8686/2000 “Simón, Julio, Del Cerro,
Juan Antonio s/ sustracción de menores de 10 años”

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(15/06/05); A. 533. XXXVIII. “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/ homicidio
calificado y asociación ilícita y otros” –causa Nº 259 (24/08/04); causa M. 2333,
XLII, "Mazzeo, Julio Lilo y otros s/ recurso de casación e inconstitucionalidad",
(13/07/07).

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