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Una profesión que ya “aparecía”

en La Biblia…
16/10/1999 - 0:00 - Clarín.com

El muñeco era de Boca, y cada vez que jugaba el club de sus amores, se
ponía más que nervioso. El Profesor Dilmer, ventrílocuo argentino de
actuación destacada en décadas pasadas, intentaba calmarlo.
¡Tranquilo, Venancio!, le decía, y el muñeco repetía burlón la frase,
que a partir de entonces quedó incorporada al habla popular, sin que
se identifique al emisor original de la voz. Este rasgo típico de los
ventrílocuos relegó a algunos al olvido y el anonimato, a otros a la
fama y a unos cuantos a la hoguera. El arte de hablar con el vientre es
antiguo. Ya Isaías mencionaba a un ventrílocuo en la Biblia. (Is.8:19) Y
los griegos, que los llamaban engastrimantes o endoparloventres, los
consideraban vinculados con lo paranormal o demoníaco.
Particularmente célebre fue Euricles de Atenas, pero según algunos
también manejaban la ventriloquia las pitonisas para hacer
pronunciar los designios del oráculo a una cabra. En la Edad Media
era equiparada a la brujería y se buscó apagar entre llamas a esas
voces inexplicables. Desde siempre la ventriloquia fue parte de las
sesiones de espiritismo. El ventrílocuo podía ser la ayudante del brujo
de la tribu frente a un paisaje de montañas que sirviera para hacer
rebotar la voz, o bien el mayordomo parado discretamente detrás de la
médium en un ambiente alfombrado que permitía disimular el origen
real del mensaje del más allá.
A partir del siglo XIX, los ventrílocuos se integraron al mundo del
espectáculo, primero en ferias y circos, como cabezas parlantes en una
caja, luego en locales nocturnos y teatros con muñecos de cuerpo
entero. En 1872 se presentó en Buenos Aires, en el Teatro de la
Zarzuela, el ventrílocuo estadounidense OKill, cuya habilidad
realmente sorprendente para manejar a toda una familia de fantoches
parlantes fue elogiada profusamente por La Nación y otros diarios de
la época. Fue en los Estados Unidos donde los ventrílocuos alcanzaron
mayor notoriedad en este siglo, gracias a los exclusivos shows de Las
Vegas y la cercanía de Hollywood, que le valió a uno de ellos, Edgar
Bergen, un Oscar especial en 1937, que compartió con Charlie
McCarthy, el muñeco de galera y monóculo que siempre lo acompañó.

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