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revista electrónica de teoría de la ficción breve

La minificción argentina en su contexto:


de Leopoldo Lugones a Ana María Shua

david lagmanovich
Universidad Nacional de Tucumán

En los últimos años se ha producido un auge claramente perceptible de los estudios sobre un género que
podemos considerar nuevo en las letras hispánicas: el del microrrelato o minificción. La percepción crítica de tal
fenómeno tiene relación con la creciente abundancia de estas breves construcciones narrativas, o casi siempre
narrativas, que también solían ser llamadas “minicuentos”, “cuentos en miniatura” o “microcuentos” y que,
después de haber hecho su aparición en las primeras décadas del siglo XX, aumentan en forma abundante su
presencia en la segunda mitad de la pasada centuria.
Aunque extendido por literaturas diversas, es sobre todo en el mundo hispánico donde este fenómeno parece
haber fructificado con mayor lozanía. No cabe duda de que en nuestra lengua su punto de arranque está en las
letras de Hispanoamérica antes que en las de España, pero a partir de mediados del siglo pasado se suman a
esta tendencia muchos escritores peninsulares, y hoy la producción es abundante a ambos lados del Atlántico.
En América, por su parte, los microrrelatos aparecen de un extremo al otro de nuestro ámbito lingüístico, con
puntos de concentración mayores en México, Venezuela, Colombia, Chile y la Argentina.
¿Qué sabemos, concretamente, de esta especie literaria? Hasta ahora se ha venido realizando una importante
tarea en cuanto a la elaboración de antologías, ya sea nacionales o más amplias; y en ellas pueden seguirse la
extensión y, hasta cierto punto, las relaciones mutuas entre escritores de los distintos países involucrados. El
criterio fundamental para seleccionar los textos incluidos, y aun para analizarlos, ha sido el de la brevedad de
tales construcciones: un rasgo indudable de la minificción, pero de ninguna manera el único que ésta posee.
Otras características del microrrelato contemporáneo tienen que ver con la velocidad (dicho esto en el sentido
en que usa el término Italo Calvino), la experimentación lingüística, la intertextualidad y las aproximaciones a
otros géneros literarios, entre ellos la lírica.
En esta presentación vamos a prescindir de dos tópicos que consideramos transitados en exceso por
profesionales y aficionados: la cuestión terminológica, y la discusión sobre si el microrrelato es o no una forma
primordialmente narrativa. En la crítica reciente, ambas cuestiones han llegado a constituirse en una suerte
de artículos de fe, no aptos para una consideración desapasionada. En cambio, nos proponemos realizar una
exploración preliminar de la historia de la minificción en la Argentina, proponiendo para ello determinadas
etapas, que son las que se desarrollarán a continuación.

Precursores e iniciadores
 Me refiero a Seis propuestas para el nuevo milenio, traducción de Aurora Bernárdez (Madrid: Siruela,
1994), donde el tercero de los cinco ensayos incluidos, pp. 43-67, se titula precisamente “Rapidez”.

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Construcciones narrativas brevísimas las ha habido siempre, pero es relativamente reciente la aparición
de una cierta conciencia del género, capaz de llevar a su cultivo asiduo o por lo menos frecuente. En el
Modernismo comienzan a aparecer estas formas. Rubén Darío establece un puente entre los “pequeños
poemas en prosa” de Charles Baudelaire y la nueva escritura que busca afirmarse en América Latina. Los
poemas en prosa modernistas —como los que pueden encontrarse en Azul... de Rubén Darío— no son
todavía microrrelatos, pero a veces se les aproximan bastante, y es por ello que, en el caso de nuestro país,
consideramos a Leopoldo Lugones (1874-1938), nuestro gran escritor modernista, como un auténtico precursor.
Los textos de Lugones así considerados no se encuentran en sus libros de cuentos sino en un volumen de
difícil categorización: Filosofícula, de 1924. Es un libro misceláneo, compuesto por textos que por lo general
giran alrededor de cuestiones filosóficas y religiosas. Se destaca en el mismo la proximidad entre formas
ensayísticas y narrativas: un rasgo que se prolongará, intensificado, en la obra de Jorge Luis Borges. Se advierte
también una fuerte tendencia a crear o imitar la forma de la parábola, y ello se corresponde con el tratamiento de
temas religiosos, dentro de lineamientos no siempre ortodoxos, como es característico de este momento cultural.
Varias composiciones del libro pueden aducirse como ejemplos; seleccionamos “El espíritu nuevo”, que dice
así:

En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús, disputaba con las cortesanas.
—La Magdalena se ha enamorado del rabí —dijo una.
—Su amor es divino —replicó el hombre.
—Divino?... ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su sangre real, su saber
misterioso, su dominio sobre las gentes — su belleza, en fin?
—No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.

Textos de este tipo se encuentran también en la obra de otros escritores de raíz modernista, como Ángel
de Estrada (h) o bien, en otros dominios hispánicos, como en el caso de El minutero, del mexicano Ramón
López Velarde. Como ocurre en la composición de Lugones que acabamos de leer, si por un lado la brevedad
de la escritura, su condición de camafeo, sugieren el microrrelato, por el otro es posible percibir en ellos cierta
tendencia a la inmovilidad, a lo estático, al perfil de la “estampa” o de la imagen congelada en el tiempo. Esta
condición marca su relación con el poema en prosa y su alejamiento de la minificción moderna: en definitiva, no
encontramos en estos textos, precisamente, ese rasgo de la rapidez narrativa que preconiza Calvino.
Pero además ocurre que, en estas construcciones modernistas, si bien hay un gran cuidado de la prosa, no
hay atisbos de experimentación lingüística. Y aquí aparece una diferencia más con los verdaderos iniciadores
del género, que son los escritores de nuestras vanguardias. El impulso lúdico de ese momento cultural, su gusto
por las formas breves, la desfachatez de la mirada que echan a su alrededor, así como su rebelión contra el
lenguaje, no podían menos que encontrar un espacio adecuado en estas minificciones que todavía no se llaman
así. En un panorama superador de la escena literaria nacional, en los inicios de las vanguardias encontraremos
 Leopoldo Lugones, Filosofícula. Buenos Aires: Babel, 1924. El texto citado está en la p. 114.

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composiciones dignas de nota en los mexicanos Alfonso Reyes y Julio Torri, en los españoles Ramón Gómez de
la Serna —gran cultor de brevedades— y Juan Ramón Jiménez, en unos pocos textos de condición minificcional
del chileno Vicente Huidobro, y por lo menos en un escritor argentino, coetáneo de Lugones pero estéticamente
en las antípodas de éste: el inimitable Macedonio Fernández (1874-1952).
De este último quiero leer con ustedes un texto característico, recogido póstumamente —como gran parte de
su obra—, carente de título, y que dice así:

—Mujer, ¿cuánto te ha costado esta espumadera?


—1,90.
—¿Cómo, tanto? ¡Pero es una barbaridad!
—Sí; es que los agujeros están carísimos. Con esto de la guerra se aprovechan de todo.
—¡Pues la hubieras comprado sin ellos!
—Pero entonces sería un cucharón y ya no serviría para espumar.
—No importa; no hay que pagar de más. Son artificios del mercado de agujeros.

El humor de Macedonio gira aquí alrededor de una predicación absurda, es decir, la posibilidad de asignar
un valor monetario al agujero, a lo que por definición carece de consistencia y casi de entidad. Además,
nótense el comienzo y el final abruptos: el gesto deliberadamente fragmentario, no relacionado con ninguna
estructura mayor. Fragmentarismo y humor irracional son ciertamente características vanguardistas que, bajo la
denominación de “literatura del absurdo” o con otra cualquiera, se irán imponiendo a lo largo del siglo XX.

Los clásicos del microrrelato


En otro trabajo identifiqué a cinco escritores del siglo XX que considero “clásicos” de la minificción en
lengua española. Dos de ellos pertenecen, el uno por nacimiento y el otro por adopción, al ámbito geográfico
y sobre todo cultural mexicano: me refiero a Juan José Arreola y Augusto Monterroso. Los otros tres son
argentinos: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Marco Denevi. Tres gigantes de las letras nacionales, abiertos
a una permanente inquisición de la literatura, y en consecuencia permeables a la invasiva presencia de las
construcciones literarias brevísimas.
Las contribuciones de Jorge Luis Borges (1899-1986) a este género se encuentran sobre todo —aunque
no exclusivamente— en su libro El hacedor, de 1960. Allí, entre varios otros de similares características,

 El texto se encuentra en la compilación Cuadernos de todo y nada (Buenos Aires: Corregidor, 1972), p.
119.
 David Lagmanovich, La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico (Palencia: Menoscuarto,
2005), en prensa.
 Por otra parte, se ha señalado como importante la contribución de Borges a este género en su condición
de antólogo. El ejemplo más representativo es su compilación, realizada junto con Adolfo Bioy Casares, Cuen-
tos breves y extraordinarios, de 1953. En la nota preliminar, los compiladores indican: “La anécdota, la parábo-
la y el relato hallan aquí hospitalidad, a condición de ser breves”.

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aparece un texto alucinante, “Borges y yo”. Podemos discutir hasta el infinito si este texto breve (318 palabras,
contando el título) pertenece o no a lo que podríamos llamar el tipo canónico del microrrelato, pero ¿existe
acaso un tipo canónico, o es que vamos reconociendo como minificción ciertos textos a medida que los leemos
o releemos? En todo caso, es éste uno de los textos borgesianos más memorables, en un corpus personal en el
que no escasean los que merecen este adjetivo.
Pero la escritura de Borges no puede describirse sólo con ayuda de un texto, por valioso que éste sea. Por
ello, en la pequeña antología oral que voy tejiendo junto con estas palabras, quisiera aducir otra composición
del viejo maestro. Figura en La cifra (1981) y en ella reconocemos no al Borges atormentado por insolubles
problemas de personalidad, sino al Borges gran lector, al intelectual, al cultor de una prosa diáfana, al que no
consigna una sola palabra de más, y que al mismo tiempo puede transmitirnos algo de sus vivencias sobre el
tiempo y su relación con los actos humanos. Se titula sugestivamente “Nota para un cuento fantástico” y dice
así:

En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el
Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también
sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de
destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.
Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el
ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano
de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano
conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes
derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era
Euforbo.

La belleza clásica de las construcciones narrativas de Borges encuentra su continuación inesperada en los
relatos de Julio Cortázar (1914-1984), tan ingeniosos como aquellos pero, muchas veces, marcados por una
actitud distinta ante el lenguaje: la actitud del torero que juega con la bestia para averiguar hasta dónde se puede
llegar. En este caso, lo que importa no es sólo el aspecto humorístico o de sorpresa, sino sobre todo la búsqueda
de una inteligibilidad que no dependa de los mecanismos tradicionales de la prosa, como la coherencia
sintagmática o el racionalismo de la puntuación. En otros casos, que no son el que voy a presentar en seguida,
la renovación de la prosa se apoya en dialectos o idiolectos particulares, a considerable distancia del que se
presupone en el lector habitual. Nos limitaremos al primero de estos casos: el lenguaje tensado hasta límites
insólitos. El texto que quiero leer está en Último round (1969) y se titula, sugestivamente, “Cortísimo metraje”:

 En Obras completas 1923-1972 (Buenos Aires: Emecé, 1974), p. 808.


 Jorge Luis Borges, La cifra (Buenos Aires: Emecé, 1981), p. 33.
 Julio Cortázar, Último round [1969], 8ª edición (México: Siglo XXI, 1983), vol. II, pp. 56-57.

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Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad
y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto-stop, tímidamente pregunta si dirección
Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro,
lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término
de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las
manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde
se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no,
se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla
entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que
abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay
que descuidarse.

La variedad de temas y actitudes en Cortázar nos hace advertir nuevamente que ni él ni ningún otro gran
escritor puede estar representado tan sólo por un texto minificcional. Dejamos aquí el tema, sin embargo, porque
la composición leída incorpora dos nuevas vistas a nuestra excursión por el territorio del microrrelato argentino.
Una es la sorpresa de un lenguaje que, sin ser gramaticalmente “correcto” —es, de hecho, un estudio en elisión,
que lleva este fenómeno hasta extremos desacostumbrados— resulta plenamente comprensible; la otra, el final
en el cual se produce un intercambio de roles —el agresor y la agredida los invierten— y que permite una
relectura del texto desde un ángulo distinto al de una primera lectura. Si Borges es el poeta de los viajes en el
tiempo, Cortázar es el especialista en la construcción de estos pasajes (una palabra muy suya) que van de un
costado al otro de la realidad.
Por su parte, Marco Denevi (1922-1998) ocupa también un lugar especial entre los clásicos argentinos del
microrrelato. Su cultivo de esta forma literaria es frecuente, casi podría decirse constante. Hay de él libros
íntegros dedicados a la escritura fragmentaria: el más importante, Falsificaciones, de 1966, que no sólo es una
colección de textos breves sino que, puede decirse, contiene toda una teoría moderna de la literatura como
reescritura permanente. También deben mencionarse El jardín de las delicias. Mitos eróticos, y porciones de
otros libros, como Parque de diversiones y El emperador de la China y otros cuentos.
Lo que nos interesa destacar en Denevi es, precisamente, su devoción a las formas de la reescritura. Desde
los comienzos del microrrelato hispanoamericano (y aquí es inevitable citar el libro pionero de Julio Torri,
Ensayos y poemas, de 1917), aparece esta tendencia a reescribir, muchas veces paródicamente, textos clásicos
o de general conocimiento. Tanto en Falsificaciones como en El jardín de las delicias es evidente la deliberada
dedicación a este tipo de redacción minificcional: reproducción deformada y al mismo tiempo miniaturizada.
Nuestro ejemplo es “El precursor de Cervantes” (de Falsificaciones), un relato enmarcado, en donde la
aparente trivialidad del marco casi no hace sospechar la inteligencia de aquello que se está enmarcando.
Escuchemos:

El descubrimiento que Hernán Gómez Gálvez acaba de hacer, en la biblioteca de la Universidad de


 Marco Denevi, Falsificaciones, 2ª ed. (Buenos Aires: Calatayud-Dea, 1969), pp. 28-29. [1966]

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Alcalá de Henares, de la Relación de proverbios de Pablo de Medina (se ignora quién fue, pero no debe de
tener nada que ver con el otro Pablo de Medina Medinilla, toledano, discípulo de Lope de Vega y autor de
la hermosa “Elegía a la muerte de Isabel de Urbina”) encerraría apenas un interés histórico o bibliográfico
si ese libro, fastidioso hasta la exasperación, no contuviese el siguiente fragmento, que por la fecha de
impresión de la obra ( . . . Acabóse de imprimir . . . en casa de Francisco del Canto . . . año MDLXIII )
precede en cuarenta y dos años al Quijote de Cervantes:
“Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y Francisca
Nogales. Como hubiese leído numerosas novelas de esas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se
hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de
Su Grandeza y le besaran la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las
señales de viruela en la cara. Finalmente se inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la
Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances, aventuras y peligros,
al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa,
aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que a pesar de las viruelas estaba
prendado de ella, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió
a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al
Toboso, Dulcinea había muerto de tercianas.”

Creemos que estos tres autores —Borges, Cortázar, Denevi— otorgan definitiva carta de ciudadanía al
microrrelato en la literatura argentina, e introducen en su práctica aspectos importantes de la personalidad
intelectual de cada uno: la exploración de los abismos del alma individual y el vértigo del tiempo; la
experimentación en busca de los límites del lenguaje; los finales sorprendentes que nos hacen advertir la
posibilidad de otras miradas sobre la realidad; la reescritura que puede ser tanto parodia como evocación
melancólica. Todo un ramillete de posibilidades que justifica, a nuestro modo de ver, que los consideremos
clásicos de nuestras letras. Esta posición, creemos, cuenta con consenso en lo que se refiere a la totalidad de sus
obras, pero ahora queremos referirla específicamente al campo de la minificción. Borges, Cortázar y Denevi son
auténticos clásicos de la modernidad, y como tales, nos muestran las dimensiones de un orbe literario al cual, en
nuestras primeras exploraciones textuales, sólo nos asomábamos con maravilla y pavor.

Hacia el microrrelato contemporáneo


Después de nuestros clásicos del microrrelato, tenemos otros escritores del mismo género que, si bien no
alcanzan quizá la estatura de los recién nombrados, crean una suerte de puente entre lo que hemos visto hasta
ahora y la minificción contemporánea. Son buenos escritores que aprovechan, sobre todo, las enseñanzas de la
vanguardia y el ejemplo de los grandes maestros; muchas veces no hay una distancia generacional demasiado
acentuada entre los miembros de los grupos segundo y tercero, es decir, entre los que hemos definido como
clásicos y ciertas personalidades de transición. No sentimos, en definitiva, que todos ellos pertenezcan a la
misma promoción, ni en sentido cronológico ni como definición de sus respectivas actitudes literarias.
El fenómeno no es exclusivamente argentino. En España se produce la reaparición del microrrelato, en

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la década de 1950, a través de sendos libros de Ana María Matute y Max Aub (este último, miembro de la
generación que sufre el exilio producido por la Guerra Civil, que en su caso transcurre en México); en las
Antillas, no hay que olvidar al cubano Virgilio Piñera y al dominicano Manuel del Cabral; en México, entre
varios escritores, es indispensable la figura y la actividad de Edmundo Valadés. En nuestro caso, señalamos
dos nombres muy estimables dentro de nuestra narrativa: Adolfo Bioy Casares y Enrique Anderson Imbert; la
lista podría alargarse con otros nombres, como el de una de las amigas de Borges, Luisa Mercedes Levinson.
Ninguno de ellos es el equivalente de un Arreola, un Borges o un Monterroso; pero entre todos van creando el
tapiz en el que se dibujan las formas del microrrelato contemporáneo. Las suyas son, en definitiva, formas en
transición.
Un caso así es el de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), la mayoría de cuyos textos breves se encuentra
en su libro Guirnalda con amores (1959). La obra contiene numerosas piezas de muy reducida extensión,
pero muchas veces ellas dejan en el lector una sensación de perplejidad, como si se tratara de un texto aún no
terminado de escribir. La elegancia que siempre se atribuye a la escritura de Bioy Casares es innegable; pero los
microrrelatos verdaderamente de antología no son distinguidos gestos de salón, sino veloces puñaladas (“relatos
vertiginosos”, los llama el especialista mexicano Lauro Zavala). He aquí un texto suyo,10 quizá uno de los más
cercanos a la idea contemporánea del microrrelato; se titula “Retrato del héroe”:

Algunos al héroe lo llaman holgazán. Él se reserva, en efecto, para altas y temerarias empresas. Llegará
a las islas felices y cortará las manzanas de oro, encontrará el Santo Graal y del brazo que emerge de las
tranquilas aguas del lago arrebatará la espada del rey Arturo. A estos sueños los interrumpe el vuelo de
una reina. El héroe sabe que tal aparición no le ofrece una gloriosa aventura, ni siquiera una mera aventura
—desdeña la acepción francesa del término— pero tampoco ignora que los héroes no eluden entreveros que
acaban en la victoria y en la muerte. Porque no se parece a nuestros héroes criollos, no sobrevive para contar
la anécdota. ¿Quiénes la cuentan? Los sobrevivientes, los rivales que él venció. Naturalmente, le guardan
inquina y se vengan llamándolo zángano.

Un caso distinto es el de Enrique Anderson Imbert (1910-2000). Es mucho más certero en cuanto a la
arquitectura de sus textos; bien es verdad, además, que el cultivo de las formas brevísimas le acompañó
siempre, a partir del libro de su período tucumano Las pruebas del caos, de 1946. Luego vienen El grimorio, El
gato de Cheshire —constituido íntegramente por textos brevísimos—, La sandía y otros cuentos, La botella de
Klein, La locura juega al ajedrez... Anderson Imbert escribió incansablemente, tanto microrrelatos como formas
narrativas intermedias y extensas: cuentos y novelas. Era un profesor y crítico literario que no se resignaba a
no ser considerado primordialmente como autor de ficciones. A veces dio la impresión de sostener una doble
batalla: con el inaccesible Borges, algunos de cuyos argumentos repite e intenta superar; y con la forma misma
del microcuento, no siempre dócil en sus manos. Dejó, sin embargo, un buen número de textos valiosos. Por

10 Adolfo Bioy Casares, Guirnalda con amores; cuentos. (Buenos Aires: Emecé, 1959), p. 171.

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razones sentimentales si se quiere,11 yo sólo quiero citar un texto suyo muy temprano, titulado “Tabú”, que
como otros figura en Las pruebas del caos y pasa luego a El grimorio.12 Dice así:

El ángel de la guarda le susurró a Fabián, por detrás del hombro:


—¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
—¿Zangolotino? —pregunta Fabián, azorado.
Y muere.13

No es función de la crítica literaria repartir condecoraciones ni establecer escalafones entre los escritores.
Cada uno de ellos elabora el producto más acabado que puede, y a través del mismo intenta transmitir su visión
del mundo o su lucha con determinado problema, existencial, político o cultural. Los escritores a que acabamos
de referirnos tienen bien ganados sus puestos en las filas de los creadores argentinos: merecen ser leídos, y si
abordamos esa tarea nos aproximaremos un paso más a la contemporaneidad.

El microrrelato hoy
Una exploración del microrrelato contemporáneo en la Argentina puede alcanzar una nómina bastante
nutrida.
Por un lado, sería necesario considerar la obra de algunos creadores desaparecidos en fechas recientes, y
que generacionalmente siguen a los que hemos mencionado con anterioridad. Tal es el caso de Isidoro Blaisten,
desaparecido a finales de 2004; de Bonifacio Lastra y Juan Carlos García Reig,14 muy distintos entre sí, muertos
hace no muchos años; de Antonio Di Benedetto y Pedro Orgambide, cuyas respectivas obras ya han sido
también clausuradas por la muerte.
Por otra parte, están los creadores de minificción que se encuentran en pleno trabajo y periódicamente nos
dan testimonio de ello en nuevos libros. Son muchos, pero me permitiré mencionar aquí solamente a cinco de
ellos, para no crear enumeraciones fatigosas. La nómina incluye ante todo dos mujeres, Luisa Valenzuela y Ana
María Shua (esta última, nacida en 1951); y luego tres nombres masculinos, a saber, Pablo Urbanyi (1939), Raúl
Brasca (1948) y Eduardo Berti (1964).
Conviene que lo que voy diciendo cuente con la presencia de algún ejemplo, como lo he hecho hasta ahora;
por ello, seré prudente y seleccionaré textos de sólo unos cuantos escritores y escritoras. Primero, de entre
los desaparecidos recientemente, evoco el nombre de Isidoro Blaisten. Hay mucho que explorar en su libro
11 Me refiero a que el texto fue escrito en Tucumán, mi ciudad. [D.L.]
12 Enrique Anderson Imbert, Las pruebas del caos (La Plata-Buenos Aires-Tucumán: Yerba Buena, 1946),
p. 174; El grimorio (Buenos Aires: Losada, 1961), p. 86.
13 Más de medio siglo más tarde, los aficionados a la lectura de microrrelatos podríamos sostener que en
este texto de Anderson Imbert sobra la última línea: su microcuento no perdería eficacia, y en cambio ganaría en
creadora ambigüedad, si terminara en el punto que sigue a la palabra “azorado”.
14 De Lastra y García Reig (así como de Orlando Enrique van Bredam) me he ocupado en el artículo pub-
licado en El cuento en red al que me refiero en una nota posterior..

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El mago (1977), como por ejemplo los textos que constituyen un muestrario de la vida en la ciudad, con su
enorme carga de soledad. Leamos “Tal vez mañana”, un relato que nos deja en suspenso ante una situación que,
paradójicamente, compartimos pero no podemos explicar:15

En El bandido de Oklahoma, tampoco; en El río de la muerte, menos.


Quizás en Dos cadáveres para Bongo, pero no, no era.
En Al este de Arizona pensó que tal vez algo. No.
Un dólar muerto la vio como si nada. Tampoco en Al este de Veracruz. Texanos a caballo, nada.
Luis paró los dos proyectores y dijo:
―Mire, don: son las seis de la mañana. Si llega a aparecer el trompa, a mí me rajan. Ya le pasé nueve.
Quedan dos. ¿Qué hacemos?
El hombre dijo:
―Está bien.
Pagó y salió junto con Luis.
Afuera, la calle parecía una cara mojada. Luis sintió la necesidad de decir:
―No lo tome a mal, don...
―Está bien ―dijo el hombre―. ¿Un café?
―No. La patrona me espera.
Luis se fue. Corrió el colectivo y lo alcanzó justo, antes de llegar a la esquina, antes de que acelerase.
Agachado, con las manos en los bolsillos, el hombre se alejó caminando. Como hablándole a los zapatos,
bajito.

Para cambiar de atmósfera, pensemos en el joven narrador marplatense Juan Carlos García Reig (1960-
1999), desaparecido en plena juventud, y que en la reducida serie de microrrelatos que dejó escritos mostró
una poco común comprensión de las leyes del género. He aquí una de sus composiciones, la titulada “Último
cuento”, que es a la vez el texto final de su libro Los días de miércoles (1986):16

–En sus cuentos breves el tema de la muerte suele aparecer con cierta frecuencia, ¿a qué se debe?
–No es un tema privativo de mis cuentos, habrá notado que en la vida también suele aparecer con cierta
frecuencia.
–¿No teme jugar con la muerte?
–Soy un escritor temerario.
–¿Qué está escribiendo ahora?
–Un cuento trivial: el escritor que dialoga con la Muerte y la muy pícara lo sorprende en la mitad de una
palabra.
–¿Cuál palabra?
–No sé, pero seguramente le va a faltar la última sílaba y el cuento quedará inconclu
Para volver ahora a los autores vivos, fijémonos ante todo en la producción minificcional de las dos

15 Isidoro Blaisten, El mago [1977], recogido en Cuentos anteriores (Buenos Aires: Editorial de Belgrano,
1982), p. 317.
16 Juan Carlos García Reig, Los días de miércoles (Buenos Aires: Del Castillo Editores, 1986), p. 87.

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importantes escritoras que ya he mencionado: Luisa Valenzuela y Ana María Shua. Las dos pueden ser
calificadas de multifacéticas (para usar un término predilecto de la escritura periodística). No sólo porque en
ellas la práctica del microrrelato se produce simultáneamente con el cultivo de otras formas literarias; también
por la versatilidad con que elaboran construcciones minificcionales. Aquí pasan cosas raras (1975) y Libro
que no muerde (1980) de Valenzuela, así como Casa de geishas (1992) o Botánica del caos (2000) de Shua,
incluyen ejemplos de todas las categorías de microrrelatos que hemos visto hasta ahora: si por una parte la
imaginación de estas autoras es privilegiada, por la otra lo son también el conocimiento que demuestran de todo
lo escrito hasta ahora y su comodidad en el manejo de literaturas antiguas y modernas.
Los textos que leeré de estas escritoras quizá impresionen a mis oyentes como construcciones, por así
decirlo, post-Cortázar: es decir, como textos cuyo camino ha sido iluminado por el manejo que este gran escritor
hace del lenguaje. En efecto, ambos pueden aducirse como ejemplos de lo que en otro trabajo he llamado
el “discurso sustituido”. Son distintos, sin embargo, porque el de Luisa Valenzuela, “Zoología fantástica”
(lo mismo que “Visión de reojo”, ambos incluidos en Aquí pasan cosas raras), sin mengua de la inteligente
sustitución léxica que en seguida se observará, mantiene todavía algún vínculo con el discurso mimético;
mientras que el de Ana María Shua, sin título, procedente de su libro La sueñera, se mueve con soltura en el
plano de una broma lingüística que no reconoce ataduras, salvo su ajustada parodia del lenguaje de ciertas
traducciones al español de novelas de aventuras. He aquí el primero de ellos, es decir, el de Luisa Valenzuela,
“Zoología fantástica”: 17

Un peludo, un sapo, una boca de lobo. Lejos, muy lejos, aullaba el pampero para anunciar la salamanca.
Aquí, en la ciudad, él pidió otro sapo de cerveza y se lo negaron:
—No te servimos más, con el peludo que traés te basta y sobra...
Él se ofendió porque lo llamaron borracho y dejó la cervecería.
Afuera, noche oscura como boca de lobo. Sus ojos de lince le hicieron una mala jugada y no vio el
coche que lo atropelló de anca. ¡Caracoles!, el conductor se hizo el oso. En el hospital, cama como jaula,
papagayo. Desde remotas zonas tropicales llegaban a sus oídos los rugidos de las fieras. Estaba solo como
un perro y se hizo la del mono para consolarse. ¡Pobre gato! manso como un cordero pero torpe como
un topo. Había sido un pez en el agua, un lirón durmiendo, fumando era un murciélago. De costumbres
gregarias, se llamaba León pero los muchachos de la barra le decían Carpincho. El exceso de alpiste fue su
ruina. Murió como un pajarito.

El mecanismo lingüístico está claro. Una serie de acciones humanas se presenta a través de un léxico que
procede invariablemente de un contexto zoológico, ya sea en sentido lato o en relación con el habla popular.
Cualquiera de esas expresiones es aceptable en el discurso cotidiano (por ejemplo, “noche oscura como boca de
lobo”), pero la acumulación atenta contra las posibilidades estadísticas de ocurrencia y le da al texto su aspecto
hiperartístico o, si se quiere, rebuscado (sin que este rebuscamiento resulte antagónico con los gustos del lector).
17 Luisa Valenzuela, Aquí pasan cosas raras, 2ª ed. (Buenos Aires: Literal-Ediciones de la Flor, 1991), p.
85. [1975]

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Es similar el procedimiento que usa Ana María Shua en uno de los textos sin título (el número 117) de La
sueñera, frecuentemente antologado, que leo a continuación:18

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el
capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite
el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto,
la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no
encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

Lo que es “sin remedio”, en realidad, es la creación de un contexto humorístico merced al uso de vocablos
y expresiones que en su utilización original están perfectamente justificados (constituyen el léxico específico
de una profesión, oficio o situación), pero que acumulados en un contexto distinto producen una sensación de
extrañeza. Cortázar también suele usar el mismo procedimiento en textos que no mostraremos aquí, a fin de no
multiplicar los ejemplos.
Entre los demás autores contemporáneos de microrrelatos en la Argentina, hemos mencionado ya a Eduardo
Berti, Pablo Urbanyi y Raúl Brasca. Sólo nos detendremos ahora en el último citado, quien goza de justificado
renombre por su labor de antólogo de la minificción argentina y de otros países hispanoamericanos, y que
además ha compilado hace poco sus propios microrrelatos bajo el sugestivo título Todo tiempo futuro fue peor
(2004), publicado en Barcelona (al paso que el último libro de Ana María Shua, Temporada de fantasmas,
aparece en Madrid, también en 2004, lo cual muestra el interés que despiertan en España nuestros creadores
de narraciones mínimas). Al explorar el volumen de Brasca encontramos una escritura límpida y ciertos temas
que nos evocan otras figuras de nuestra nómina, tan conocidas y antologadas por él. Por ejemplo, la posible
reversibilidad del tiempo, que ya vimos en un texto de Borges, reaparece en el microrrelato de Raúl Brasca que
da título al volumen:19

Anoche se sobrepuso a las balas que lo acribillaron y huyó de la policía entre la multitud.
Se escondió en la copa de un árbol, se le rompió la rama y terminó ensartado en una verja de hierro.
Se desprendió del hierro, se durmió en un basural y lo aprisionó una pala mecánica. La pala lo liberó, cayó
sobre una cinta transportadora y lo aplastaron toneladas de basura. La cinta lo enfrentó a un horno, él no
quiso entrar y empezó a retroceder.
Dejó la cinta y pasó a la pala, dejó la pala y fue al basural, dejó el basural y se ensartó en la verja, dejó la
verja y se escondió en el árbol, dejó el árbol y buscó a la policía.
Anoche puso el pecho a las balas que lo acribillaron y se derrumbó como cualquiera cuando lo llenan de
plomo: completamente muerto.

Al ir terminando este recorrido, resulta sugestivo advertir cómo, en las contribuciones a la historia del
18 Ana María Shua, La sueñera, 2ª ed. (Buenos Aires, Alfaguara, 1999), p. 50. [1984]
19 Raúl Brasca, Todo tiempo futuro fue peor (Barcelona: Thule, 2004), p. 5.

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microrrelato hispánico que se dan en la Argentina, se produce un efecto hasta cierto punto espejístico: Borges
reaparece en un texto de Brasca, Cortázar parece estar por detrás de otros de Valenzuela y Shua, Denevi anticipa
actitudes narrativas que cultivarán los autores de una promoción posterior. Es decir: se ha ido formando una
tradición del microrrelato argentino, mediante una serie de rasgos distintivos que les dan una entonación
particular. La madurez de una literatura nacional se nota en todos los géneros que la constituyen; y el género
del microrrelato, en cierta forma tan reciente, ha ido recogiendo lo valioso de otros géneros o, para usar una
expresión de Juan Carlos Ghiano, ha ido incorporando los “temas y aptitudes” de escritores precedentes.
Con esto terminamos lo básico de nuestra exploración de las etapas del microrrelato argentino, pero no nos
despediremos sin antes consignar un par de observaciones complementarias.

Tareas pendientes
Volvamos atrás y preguntémonos: ¿cuáles son las dimensiones reales del microrrelato en la Argentina, y
cuáles son los contextos que debemos considerar?
En un trabajo reciente20 hemos argumentado que, en general, el campo de estudio del microrrelato ha
alcanzado solamente a aquellos grandes escritores que consideramos clásicos del género, es decir, Borges,
Cortázar y Denevi. Pero hay muchos más, desde Lugones hasta Shua, sin contar los novísimos que están
comenzando a aparecer.
La falta de atención crítica a algunos autores tiene orígenes explicables, que se pueden resumir en
dos cuestiones. Una tiene que ver con el desconcierto que produce un género nuevo, y ese factor sin duda
disminuirá por sí solo a medida que el género en cuestión se extienda más o, podría decirse, ocupe un mayor
espacio literario. La otra cuestión se refiere al divorcio que aún existe entre la literatura llamada “argentina”,
denominación que con gran frecuencia debe interpretarse como “de Buenos Aires” y la literatura argentina de
las provincias. Los autores de esta última suelen permanecer en la invisibilidad para los grandes medios de
comunicación capitalinos, para las editoriales que pueden promover la lectura de determinados libros, y también
para el acceso a las aulas en los distintos niveles de la enseñanza.
Ni siquiera tenemos un censo completo de los escritores del interior del país que cultivan el microrrelato.
Podemos ir adelantando algunos nombres: el ya nombrado Juan Carlos García Reig, de Mar del Plata; Orlando
Enrique van Bredam, de Formosa; Alba Omil, Ana María Mopty de Kiorcheff y Rogelio Ramos Signes, de
Tucumán; Ildiko Valeria Nassr, de Jujuy; Antonio Jesús Cruz, de Santiago del Estero, y algunos más que
—como Nassr y Cruz— recoge Ana María Mopty en una reciente antología de estos textos en el Noroeste de la
Argentina21 Se trata sólo de unos cuantos nombres, a título de muestra, y seguramente faltan muchos más entre
los escritores de la Patagonia, del Litoral, de Cuyo y de otras regiones argentinas.
20 David Lagmanovich, “Otros microrrelatos argentinos: Lastra, Van Bredam, García Reig”, El cuento en red (México) 9 (primavera
2004), pp. 1-12 (http://cuentoenred.org).

21 Ana María Mopty de Kiorcheff, Panorama del microrrelato en el Noroeste argentino. Tucumán: Uni-
versidad Nacional de Tucumán, 2004. (Col. Extensión a la Comunidad.)

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Todos hemos aprendido, en algún momento de nuestros estudios, que una de las tareas primeras de todo
investigador de la literatura tiene que ver con el establecimiento de un corpus. Eso es, precisamente, lo que nos
falta en el caso del microrrelato, para que nuestras observaciones y conclusiones sean valederas y coherentes.

6. Despedida
En el libro que he citado antes, Italo Calvino22 expresa: “Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de
Cuentos breves y extraordinarios. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola
línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor guatemalteco Augusto
Monterroso: ‘Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí’.”
Siguiendo esta línea de pensamiento, y para terminar, he preparado una breve selección de microrrelatos
de una línea o dos, escritos por autores argentinos, que transcribiré sin comentario alguno. Estas líneas de texto
llevan a su extremo la preocupación muchas veces obsesiva por la brevedad que cultivan los escritores de
minificción.
De Enrique Anderson Imbert, de la serie La muerte: “—Te odio —le dijo la Muerte, con un gesto de
impotencia.// —Ya lo sé —contestó el Judío Errante”.
Otro de Enrique Anderson Imbert, de la serie La granada: “—Alégrate. Tu deseo ha sido otorgado.
Escribirás los mejores cuentos del mundo. Eso sí: nadie los leerá”.
De Eduardo Berti, Otro dinosaurio: “Cuando el dinosaurio despertó, los dioses todavía estaban allí,
inventando a la carrera el resto del mundo”.
De Adolfo Bioy Casares, Escribir: “Cada frase es un problema que la próxima frase plantea nuevamente”.
De Isidoro Blaisten, Magnitudes y distancias: “El mundo es ancho y ajeno. La cama es angosta y nuestra.
La cama está aquí nomás”.
De Marco Denevi, Justificación de la mujer de Putifar: “¡Qué destino: Putifar, eunuco, y José, casto!”
De Antonio Di Benedetto, Oscurecimiento: “El suicida se cuelga del cuello con el cable telefónico. La
ciudad queda a obscuras”.
De Macedonio Fernández, sin título: “Al español o se le mata o no queda ningún modo de impedir ser
salvados por él”.23
De Ana María Shua, de la serie La sueñera: “Tanta gente que parece conmigo y es sólo desde mí en la
terrible soledad de un sueño”.
De Luisa Valenzuela, Confesión esdrújula: “Penélope nictálope, de noche tejo redes para atrapar un
cíclope”.
Y uno de David Lagmanovich, Monólogo de la ostra: “Los hombres han hecho de mí un símbolo de la
soledad. Después se han encerrado en sus casas para no tener que comunicarse con nadie”. ■
22 Op. cit., p. 64.
23 En realidad no es un microrrelato sino más bien un aforismo, o si se quiere una greguería, pero lo in-
cluimos en este desfile por su gracia y su elocuente brevedad.

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