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La complejidad que encierra la naturaleza, significado y funciones de los mitos ha quedado reflejada
en la abundante bibliografía que esta parcela del pensamiento humano ha producido en lo que va de
siglo. Es imposible, y creemos que cae fuera de los límites que nos hemos propuesto al recopilar la
presente antología de MITOS SUMERIOS Y ACADIOS, detenernos en analizar escuelas y tendencias que se
han dedicado a examinar muy detalladamente la interpretación de los mitos. Detenernos ahora en este
particular nos conduciría a un complicado laberinto de ideas y sistemas que nos abocarían a
planteamientos puramente académicos, encorsetados en la bondad o no de las cuatro grandes tendencias
a que pueden reducirse las distintas escuelas que se han ocupado del mito.
Creemos que el mito se inserta dentro de la problemática del ser humano como colectividad y que
como tal estuvo sujeto a variaciones, que podemos detener en el momento en que la industrialización
toma carta de naturaleza en el desarrollo histórico del hombre. Ello quiere decir que aceptamos la tesis
de que los mitos como conjunto lingüístico (oral o escrito) y religioso (en relación o no con los ritos) se
dieron fundamentalmente en pueblos a nivel preindustrial. De ahí que las sociedades antiguas o las de
los primitivos actuales tuvieran y desarrollaran códigos comunicativos (sobre todo en el campo de la
Religión) en base a una riquísima gama de mitos, comprendidos en profundidad tan sólo por grupos
sociales muy específicos y con lazos muy afines de geografía, lengua e historia.
Esta postura no descarta que en nuestros días también se den determinados mitos, pero sus arquetipos
y connotaciones quedan muy alejados de lo que creemos se entiende por mito tradicional.
La mitografía como tal arranca del siglo XVIII con las figuras de dos grandes precursores en este
campo: B. le Bovier de Fontenelle, triunfador en los salones parisinos y autor de meritorias obras de alta
divulgación científica y religiosa, y F. Marie Arouet, «Voltaire», escritor de notabilísima influencia,
cuyos principios contribuyeron en gran medida a la formación del espíritu racionalista de la época.
Tras ellos hay que señalar en el siglo XIX a F. W. Joseph von Schelling, filósofo alemán y autor de
unas famosísimas lecciones sobre Filosofía de la Mitología, y a una pléyade de expertos mitógrafos (A.
Kuhn, Al, Müller, O. Müller, E. B. Tylor, etc,) para continuar en nuestro siglo con estudiosos tan
destacados como B. Malinowski («teoría del funcionalismo»), S. Freud («aplicación del psicoanálisis a
la Mitología») y C, G, Jung («psicoanálisis, núcleo insconsciente»), para finalizar con la escuela
subjetivista, mágico-totémica, de J. G. Frayer, la fenómeno lógica comparativista de M, Elíade, el
estructuralismo de C, Lévi-Strauss.
Si hemos de tomar postura} creemos que el mito y que tiene evidente vigencia (sobre todo cultural) en
nuestras sociedades y se reduce a un cuadro literario que se adecúa a la expresión de muchas de las
facetas del hombre (pensamiento y medio ambiente) bajo el ropaje de la ficción o alegoría
eminentemente religiosa y en conexión o no con el culto ritual.
Problemas cronológicos
Si grande es la dificultad para establecer una cronología que nos fije los acontecimientos históricos
del Antiguo Oriente, basada últimamente en datos astronómicos conjugados con los arqueológicos, quizá
sea mayor la empresa para determinar una fecha para las composiciones literarias súmero-acadias. El
largo proceso oral, la transmisión y fijación de los textos, sus nuevas «ediciones» o copias, sus
aditamentos, recensiones y su dispersión, motivan que la empresa por establecer el cuándo, cuente con
dificultades prácticamente insalvables. Ello ha hecho imposible el poder pergeñar con método científico
una historia de la Literatura súmero-acadia, él estilo de las de otros pueblos y culturas tanto de la
Antigüedad como de nuestros días. Han sido memorables los intentos de B. Teloni, O. Weber, B.
Meissner, G. Furlani, o G. Rinaldi, por citar unos cuantos especialistas, a la hora de este apartado, pero
sus enfoques han sido casi invariablemente por «géneros», remarcados en una amplia trayectoria
diacrónica. Sin embargo, fijar también la paternidad de una idea, de un tema e incluso de una
composición todavía es una labor mucho más ardua, toda vez que las modificaciones léxicas, la pérdida
de textos, la época de difusión, la variación en los gustos literarios, etc., no permiten prejuzgar
paternidades exclusivistas.
A esto se suma la diferencia idiomática entre los textos redactados en sumerio (lengua no semita y de
origen no fijado todavía) y los registrados en acadio (lengua semita, empleada durante largo tiempo),
idiomas cuyas resultantes literarias no permiten hoy por hoy (a pesar de sus diferencias) poder aislar lo
específicamente acadio de lo sumerio, en razón de la fusión de culturas, de la temprana presencia de
semitas detectados en el país de Súmer y de la pervivencia del sumerio como lengua culta y religiosa
hasta muchos siglos después de que los sumerios hubiesen desaparecido de la Historia como pueblo.
CONCLUSIONES
A la vista de todo lo anteriormente dicho, podemos concluir esta breve introducción señalando que los
mitos sumerios y los acadiós son los más antiguos de los que tenemos constancia histórica. Es
incuestionable que tales narraciones, trasunto de creencias religiosas, cósmicas o del medio ambiente
mesopotámico, proporcionaron una guía espiritual importante y un adecuado complemento ritualista,
sabiendo ofrecer en sus contenidos mitográficos explicaciones más o menos clarividentes de los misterios
y problemas fundamentales sobre el cosmos, los dioses, la vida y la muerte.
Fueron los sumerios quienes legaron esa riqueza cultural a la humanidad, y los babilonios y asirios,
que les sucedieron en el espacio y en el tiempo, los que aceptaron, amoldaron y conservaron todo el
conglomerado de ritos, mitos y creencias para, a su vez, difundirlos junto con lo específicamente acadio
a los tiempos posteriores.
Las respuestas mesopotámicas a las cuestiones esenciales que se planteaba el ser humano fueron
lógicas y razonadas y su reflejo en la teoría de ritos que han pervivido hasta nuestros días así hacen
constatarlo.
El hombre vivía, estaba inmerso en un mundo en el que lo fundamental era el agua. Fe ahí la lógica
conclusión de que tal elemento era la fuente, el origen de todas las cosas, con lo cual sentaban
precedentes de alto alcance filosófico, conclusión retomada más tarde por otras culturas.
La atmósfera, también agua en definitiva, que separaba el cielo de la tierra contaba con determinados
elementos divinos: la luna, el sol y las estrellas, componentes necesarios para la posibilidad de una
perfecta organización cósmica y para el mejor desarrollo científico del hombre.
El universo y su organización, dada su magnitud y escala cósmica, fue creado y puesto en
funcionamiento gracias a la acción de seres » superiores, de dioses, imaginados por los humanos como
entes antropomórficos y con ribetes anímicos cercanos a los simples mortales. Aquellos seres superiores,
en número indeterminado y estructurados en tríadas y en pirámides categóricas, estaban por naturaleza
y origen distanciados del hombre y del resto de lo creado. El número ilimitado de seres divinos venía
exigido por la necesidad de hacer frente a la complejidad física y espiritual del mundo y de sus
habitantes.
La correcta armonía del mundo precisaba de unas reglas estrictas que debían ser respetadas por
dioses y hombres, reglas que bajo el nombre sumerio de me funcionarían para siempre sin deterioro de
ningún tipo. Sin embargo, el resquicio mínimo que se observa en el comportamiento del hombre j aun de
los dioses (se conocen protestas de dioses contra las grandes divinidades) alteraron las normas
cósmicas, lo que fue considerado argumento por los dioses superiores para intentar llevar a cabo la
destrucción de dioses rebeldes, hombres y aun de lo creado, cuyo reflejo más directo se plasmó en forma
de leyendas diluviales. Sería, sin embargo, la propia divinidad, Enki o Ea, el salvador en última instancia
de los hombres, de los cuales, en realidad, no se podía prescindir por ser la mano de obra barata de los
dioses.
El hombre, que no podía disfrutar de la prerrogativa de la inmortalidad, reservada en exclusiva a los
dioses, sintió a lo largo de su existencia una constante desazón, a la que supo hacer frente buscando la
eterna fama del nombre y del buen comportamiento personal, supo resignarse a su destino prosaico y
realista: sólo podía esperar la muerte y todo lo más un relativo bienestar en el Más allá, en el reino de
los misterios, región oscura adonde se accedía tras el preceptivo juicio realizado por el dios Sol ayudado
por los Anunnaki.
Si bien esta vida de ultratumba, que seguía reflejando diferencias sociales, no era lo apetecible o
«salvadora» que los mesopotámicos deseaban, no por ello dejaron de invocar a los dioses y honrarlos
durante su vida terrena con ceremonias y cultos más o menos sentidos, siendo la más espectacular e
importante la fiesta que conmemoraba las nupcias del dios y de la diosa (papeles asumidos por el rey de
turno y una sacerdotisa principal) tendente a propiciar la fertilidad de la tierra.
En una palabra, la religión, el mito y el rito, desempeñaron un papel central en la vida de la antigua
Mesopotamia. La religión y su entorno conceptual y cultual fue fuente inspiradora de extraordinarios
textos religiosos y literarios, magníficos templos y diferentes obras de arte. Todas estas manifestaciones,
grandiosas y espectaculares, encontraron eco en casi todo el mundo antiguo durante varios milenios,
sobre todo, como dice S. N. Kramer, «en aquellos primeros tiempos, cuando las poderosas fuerzas
naturales eran totalmente inexplicables para los atemorizados humanos».