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LA CONSTRUCCIÓN DEL PERSONAJE LITERARIO

UN CAMINO DE IDA Y VUELTA


Isabel Cañelles

PRÓLOGO DE ELOY TIZÓN


A Antonio, mi ángel de la guarda;
a Paco, por su paciencia;
A Bea, por su arte.

Índice
Prólogo

Parte I. DESDE LA PERSONA...

1. El camino de la creación
Cuestión de intereses
Búsquedas
La lectura
La observación
La creación de mundos
De la misma levadura
Una dificultad añadida

2. La persona
Indeterminación de la persona
Multiplicidad de seres
Multiplicidad de vidas
Identificación
Singularidad

3. A modo de ejemplo
Pessoa y los heterónimos
Drama en gente
El año de la muerte de Ricardo Reis
Otras realidades
El gato de Schrodinger
Conclusiones y herramientas

Parte II. A TRAVÉS DEL PERSONAJE

1. Inmersión
De muchas maneras
La obsesión
Falsas imitaciones
Tirarse de cabeza
La inmersión
Primera distinción
Desde fuera
Desde dentro
Segunda distinción
Personajes de cuento
Personajes de novela
Matices y aclaraciones

2. Acción
Tres mujeres
Ponerse en movimiento
Lo abstracto y lo concreto
Ejemplo de concreción
Ejemplo de abstracción
Acción y personaje: una misma cosa
La doble historia: trama y acción
Abuso de la trama
Abuso de la acción
Selección de los hechos
Colocación de los hechos: la intriga

3. Función
Con el corazón en la mano
El anzuelo
Los mejores guías
La empatía
Una visión del mundo
Tercera distinción
Personajes principales
Personajes secundarios
Figurantes o extras

4. Narración
El discurso narrativo
La voz del narrador
Tono
Volumen 176
Expresividad
La mirada del narrador: focalización
La enunciación
Elección
Composición
El diálogo
La naturalidad

5. Esencia
Personajeidad
Personajes autobiográficos
Coherencia
Humanidad
Universalidad
Imprevisibilidad
Mortalidad

Parte IIl. ...HASTA LA PERSONA

1. Del escritor
Llegada a Ítaca
El hallazgo
Una forma de vida
La última lectura
Últimas correcciones
La separación

2. Del lector
Entre la luna y los jazmines
La interpretación
La confianza
Estadísticas
La integración
Despedidas

Bibliografía
Prólogo

Yo, el personaje

Desde Pirandello hasta hoy, resulta poco menos que obligatorio referirse a la
abrumadora autoridad del personaje en detrimento de su autor. Don Quijote está más vivo
que Cervantes. Hamlet, en su castillo de naipes, nos atormenta mejor que ese hipotético
Shakespeare, hijo del sombrerero de Stratford. Flaubert murió, mientras que su creación
aún corretea a su antojo por las calles solitarias de una ciudad de provincias.
Sorprendidos a traición, asistimos fascinados a la insumisión del personaje, esa
especie de androide, moderno monstruo de Frankenstein liberado de ataduras que, en un
descuido del carcelero, apuñala a su creador en el suelo de la cocina clavándole un
bolígrafo por la espalda para a continuación salir huyendo por la ventana, sembrar el
pánico en la ciudad y entrar a formar parte de la leyenda y de infinidad de tesis doctorales.
El asesino anda suelto. El personaje anda suelto. Mi duda es si serán engendros
independientes unos de otros, los personajes, o si a lo largo de la historia de la literatura
ha existido un solo personaje, el Personaje, modulado en mil matices, y es Ulises quien
vuelve a desembarcar en Ítaca disfrazado de turista tras un viaje de unos treinta siglos,
después de haber dado caza a la ballena blanca en los alrededores de la isla del tesoro
bajo el nombre de John Silver y haber pilotado entre bancos de sirenas el submarino
Nautilus lanzado a la búsqueda desesperada de un tal Kurtz, el horror, el horror, asociado
ya para siempre a la calvicie del actor Marlon Brando, con la ayuda inestimable de un loro,
una pata de palo y un esclavo llamado a veces Viernes y a veces Verne.
Pudo haber sido peor. Pudo haber vivido en Argel, denominarse Mersault, asesinar a
otro hombre de un disparo por culpa del sol demasiado fuerte en la playa —lo cual nos
lleva a pensar que, de haber tenido a mano unos anteojos ahumados, tal vez la suelte del
existencialismo habría sido distinta. O pudo, nuestro Personaje enmascarado,
transgrediendo las leyes del espacio y el tiempo, aterrizar por arte de magia un buen día
en el astillero Petrus, decrépito a más no poder, y seducir a la hija del dueño; o bien
colocarse de escribiente en una polvorienta oficina de Manhattan y no salir nunca de ella,
alimentarse de pasteles de jengibre y pasarse el día entero sin dar golpe entre los
muebles respondiendo a las órdenes del jefe con el lema: «Preferiría no hacerlo».
Quién sabe. En realidad, la capacidad alucinatoria del Personaje es tan grande que
diríamos que son los propios lectores quienes resultan contagiados de su irrealidad y se
vuelven, también ellos, un poco más espectrales, carne del mito. Ya está. Han bastado
unos cuantos siglos dedicados al ejercicio poco sensato de leer novelas y cuentos para
que literatura y vida se mezclen, se superpongan, y ya no seamos capaces de distinguir
dónde termina una y dónde comienza la otra. Vemos lo que los personajes ven, oímos lo
que oyen, olemos a través de su olfato, tocamos con sus dedos, sentimos lo que sienten,
soñamos lo que sueñan, sufrimos lo que sufren, nos suicidamos con ellos y morimos de
sus mismas enfermedades románticas.
No estoy exagerando. Aquí cabe recordar que el suicidio en la ficción del
protagonista Werther, en 1774, a los veintipocos años, conmocionó a toda Europa con
una oleada de muertes voluntarias de muchachos, igual que ocurre hoy con los ídolos del
rock, que abandonaban esta existencia a imitación de su héroe ataviados con el
«uniforme de morir» que lucía Werther en el momento culminante de la novela de Goethe:
frac azul, chaleco amarillo, equipaje de amargura... y pistoletazo en la sien. Como tantos
otros rebeldes sin causa de ahora mismo, el joven Werther se viste para morir.
Que esa pandilla de locos, ebrios de vida y de literatura, pululen solos por las calles,
resulta espeluznante. Se llaman como nosotros, visten con nuestras mismas ropas o casi,
viven en casas parecidas a las nuestras, pero más planas, nos copian cuanto pueden con
un cinismo y una desenvoltura que nosotros nunca tendremos y que, la verdad, nos afecta
y, para colmo, nos han robado los traumas. ¿Qué más quieren de nosotros? Imposible
sustraerse al laberinto de personajes que, como un espejo vacío, nos interroga. Me temo
que de Calixto a Bart Simpson y de Melibea a Morticia Addam, no nos queda otro remedio
que soportar sus desplantes, pues compartimos con ellos su mismo barro vertiginoso y su
polvo enamorado.
Con estos hilos Isabel Cañelles ha tejido un libro lleno de sensatez y de verdad
literaria. De toda la historia de la literatura ha seleccionado un puñado significativo de
ejemplos prácticos referidos a personajes bien y mal construidos, de buenas y malas
palabras. No da fórmulas mágicas, porque eso en literatura no existe, pero su texto sí
ayuda a agudizar los sentidos y a combatir esos vicios que acechan a todo aquel que se
acerque a la escritura.
Con este libro Isabel Cañelles enseña cómo hacer que un personaje que está
clínicamente muerto resucite, haciéndole el boca a boca, mediante una transfusión de
palabras, y ofrece, quizá sin proponérselo, ayuda y consuelo a todos aquellos aprendices
de escritores que en este preciso instante venderían su alma al diablo por crear a un
personaje inmortal de carne y hueso y que en cambio se encuentran en las manos con un
huevo pintado de madera.
Este ensayo, que se lee como un relato (de misterio, pues trata nada menos que del
misterio más pavoroso que concierne al ser humano: el de nuestra propia identidad), nos
enseña que un lector, un buen lector, es poco más que un contenedor de personajes, un
recipiente humano creado para albergar almas ajenas. La operación de leer consiste
sobre todo en un trasvase de líquidos, de humores, de ensoñaciones, y de ese
intercambio de ida y vuelta entre el cerebro y la página nace ese algo, algo artístico,
permanente, que Isabel Cañelles tan bien rastrea en su estudio.
Ignoramos si existe vida en Marte, pero de lo que no cabe duda es de que existe
vida ahí, en nuestra biblioteca, al alcance de la mano. La atracción que sobre nosotros
ejerce el personaje es la atracción del abismo. En los jardines de la ficción deberían clavar
un letrero bien visible que advirtiese: «Cuidado con el personaje», ya que nada hay tan
peligroso como una metáfora suelta. Los mordiscos de la poesía son peores que los otros.
Comparado con esto, la clonación de ovejas en un laboratorio es casi un chiste aburrido.
Por lo que se ve, uno ha estado media vida distraído y la otra media soñando, y ahora
resulta que los mejores años del siglo XX nos los hemos pasado sin movemos de la silla,
esperando a Godot.
Pero el misterio persiste. Ya nada será lo mismo. Gracias a libros como éste los
lectores de ficción entenderemos mejor cómo opera el milagro de que unos cuantos
signos tipográficos, arbitrariamente dispuestos sobre la página en blanco, ordenados en
racimos de palotes, tengan la fabulosa capacidad de crear constelaciones de sentido tras
las cuales late una vida más hermosa, la tinta se convierte en sangre y Odette de Crécy
nos ama.

Eloy Tizón
Parte I

DESDE LA PERSONA...
Todo cuanto hacemos o decimos, todo cuanto pensamos o sentimos, porta la
misma máscara y el mismo dominó. Por más que nos despojemos de nuestros
vestidos, no llegaremos nunca a la desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del
alma y no el hecho de arrancarse un traje. Así, vestidos de cuerpo y alma, con
nuestros múltiples trajes tan plegados a nosotros como las plumas de las aves,
vivimos felices o infelices, o incluso sin saber lo que somos, el breve espacio que los
dioses nos conceden para divertimos, como niños que juegan a juegos serios.

Bernardo Soares

1. EL CAMINO DE LA CREACIÓN

CUESTIÓN DE INTERESES

Hay que ver lo ocupadísima que anda la gente. Algunos invierten como locos en la
Bolsa. Otros juegan al mus en el bar que hace esquina. Estos no paran de trabajar en una
maldita oficina que ni siquiera da a la calle. Esa mujer se arregla el pelo mirándose en el
escaparate de una zapatería. Aquel muchacho, tras la ventana del segundo, no se
desengancha de Internet. Yo misma, aquí sentada, escribiendo un libro...
Y sin embargo, a todos sin excepción, lo que más nos importa no es precisamente la
Bolsa ni el mus, ni siquiera el trabajo o escribir un libro; tampoco se desvive la gente por
un mechón de pelo descolocado ni por Internet. Qué va. Lo que más nos importa en
realidad son las demás personas: la opinión que podamos merecer a nuestra pareja y
amigos, a nuestros padres o a nuestros hijos; el cariño que nos tengan o el que nos falte...
Y esa mujer, a la que habíamos dejado arreglándose el pelo frente al escaparate, lo que
hace es espiar con disimulo al hombre alto de traje a rayas que espera el autobús; y éste,
a su vez, mira el reloj aparentando una impaciencia que en realidad es nerviosismo, pues
ha notado que la mujer morena de mirar suave estudia su reflejo en el escaparate de la
zapatería mientras finge arreglarse el pelo.
También nos importa, y quizá más, nuestro propio «yo».
Pero a él no tenemos acceso, qué le vamos a hacer, sino a través de nuestro reflejo
en el escaparate, es decir, de los demás. Será por ello que ese reflejo nos resulta
imprescindible para vivir...
¿Quién no ha tenido la impresión alguna vez, al leer el periódico, de que lo que
ocurre en el mundo es producto de un inmenso juego de estrategia en el que los hombres
se divierten y sufren durante su corta existencia? Y es que cuando nos fue dada la
conciencia, se nos otorgó al mismo tiempo la capacidad de engaño, la necesidad de jugar
a que las cosas no sean lo que son. De esta forma, hemos conseguido aparentar —y sólo
hay que echar un vistazo a la calle o asomarse al descansillo de la escalera para
comprobarlo— que no nos importan en absoluto nuestros congéneres («yo, a lo mío»),
cuando realmente todas esas tareas tan importantes en que se nos van los días (la Bolsa,
Internet...) son meros pretextos que nos permiten rozarnos unos con otros. Son, en
definitiva, una gran farsa.

BÚSQUEDAS
Y una de las farsas que representa el ser humano para hacerse el desentendido —el
solitario, el interesante— mientras intenta abrir una vía de acceso a sí mismo y a los
demás (como la mujer de los ojos almendrados frente al escaparate), es el Arte.
Hacer arte supone, pues, una búsqueda de la persona. Y donde hay búsqueda no
hay consuelo ni contento. El artista busca en su obra lo que no ha encontrado en el
mundo.
Porque la primera búsqueda que hace el ser humano es en el mundo. Por alguna
razón, a algunas personas ese mundo no les acaba de convencer. De entre ellas, unas
cuantas se dedican a la política, otro grupo se mete en una ONG, y otras se deciden por
el arte como medio de comunicarse consigo mismas y con los demás. Así pues, el primer
cruce de caminos que se encuentra el futuro artista es el de la insatisfacción.
Si hablamos del grupo más reducido que se dedicará a la literatura, se puede
observar que cuando el que será escritor no encuentra en el mundo que lo rodea la tan
cacareada felicidad ni la respuesta a sus preguntas, recurre a una segunda búsqueda: la
lectura. Y mientras recorre el largo camino de los libros encuentra mundos
extraordinarios, cada uno de los cuales le revela un secreto al oído. Bebe una historia tras
otra, acude a las librerías o a las bibliotecas, pregunta por un autor y por otro, quiere
referencias, busca respuestas. Pero, aunque son muchas las cosas que descubre en esos
mundos, tampoco ahí halla la Respuesta, la medicina para su ansiedad.
En este segundo cruce de caminos es donde el escritor en ciernes siente la
necesidad de crear sus propios mundos, para buscar en ellos, con toda libertad y sin
limitaciones —ya que él mismo pondrá las reglas—, aquella solución tan perseguida, la
clave del ser humano.
Pero para crear esos mundos personales donde buscar su felicidad, el escritor tiene
que encontrar primero la materia prima, y ésa sólo se halla en el mundo exterior. Así que
vuelve a él y se convierte de nuevo en observador atento de las almas, pues en ellas se
ha de fijar para modelar sus mundos donde buscar, a su vez, el secreto de las almas, de
su alma. Esto es lo que podríamos llamar, en efecto, un círculo vicioso. El círculo de cielo
y fuego en el que dan vueltas y vueltas los escritores.

LA LECTURA

Es difícil sortear, en el camino hacia la creación literaria, el paso previo de la lectura.


Todos los escritores, es decir, aquellas personas que escriben por ser incapaces de no
hacerlo, han pasado primero por la búsqueda en la lectura. Es extraño que alguien que no
haya saboreado cien, doscientos, mil mundos, necesite —no pueda dejar de— crear el
suyo, y menos que desee transferirlo a los demás; el mundo del lector y el mundo del
escritor se parecen demasiado, son uno mismo, y el hilo de la comunicación se rompe —
se ha de romper— si el escritor no tiene alma de lector.
Saltarse, pues, este paso, por impaciencia o desdén, supone sumergirse en una
búsqueda a ciegas. Empezar a escribir sin haber aprendido a disfrutar de la lectura,
aunque ésta acabe por no ser plenamente satisfactoria, es salirse del camino —algo
embarrado, eso sí— de la exploración artística y perderse en la selva engañosa de la
sinrazón.
Quizá en esos maravillosos mundos creados por otros encontremos las respuestas,
y no necesitemos más. A lo mejor muchas de las cosas que pensábamos escribir ya están
escritas (y entonces, vaya ahorro de tiempo). Cuando uno se siente mal, va al médico. Si
el médico no lo cura, busca la ayuda de un psicólogo o de un sacerdote. Apresurarse a ir
al psicólogo o hacerse católico por un simple dolor de estómago es, diría yo, precipitado.
Escribir puede resultar más o menos placentero, pero no deja de ser una necesidad, el
remedio para un padecimiento. Y en esta vida acelerada y corta (vive dios) no hay tiempo
que perder inventándonos falsas vocaciones.
Decía E. M. Forster en un delicioso librito titulado Aspectos de la novela:

Y los libros hay que leerlos —mal asunto, porque requiere mucho tiempo—; es
la única manera de averiguar lo que contienen. Hay algunas tribus salvajes que se
los comen, pero la lectura es el único método de asimilación conocido en Occidente.

LA OBSERVACIÓN

Entonces nos habíamos quedado en que hay que escribir. Las lecturas no acaban
de damos la tranquilidad de espíritu a la que aspiramos ni la Respuesta a esa pregunta
que no sabemos formular. Necesitamos cerrar el ciclo de la .comunicación, no ser meros
espectadores, construir nuestro propio espacio, la «habitación de juegos» de que hablaba
Ángel Zapata en su libro La práctica del relato.
Ya estamos en esa habitación, el sol entra con sesgo alegre por la ventana
animándonos a escribir y nos hemos puesto la música adecuada a nuestros propósitos.
La pantalla del ordenador, la hoja de papel, están en blanco, reclamando nuestras
palabras. Y me pregunto yo: ¿Dónde busco esas palabras? ¿Por dónde empiezo?
¿Cómo reflejo todas estas inquietudes, mi desazón, en forma de historias?
Nuestro espíritu insatisfecho ya nos había llevado antes, desde la infancia, a ser
buscadores. Estamos acostumbrados, pues, a la observación del mundo, esa observación
en aquel tiempo tímida y esperanzada que nos había defraudado. Y ahora tenemos que
volver a mirar en el viejo baúl del mundo, que quizá ya teníamos arrumbado en la azotea
o escondido tras las persianas, quitar el polvo a los recuerdos, ponemos a re-buscar.
He dicho mundo. He dicho recuerdos. Búsqueda exterior; búsqueda interior.
Observaremos —seguiremos observando— en la vida diaria a las personas que nos
rodean, reteniendo e interpretando sus actos, adivinando sentimientos, deduciendo
inclinaciones, ahora con mirada más audaz y decidida. Atenderemos también, volviendo
los ojos hacia nuestro interior, a todo lo que hemos vivido, amado, resucitaremos caras ya
olvidadas, el roce del sol en la primavera del 82, la tienda de chucherías frente a la que
tanto pataleamos por una gominola de fresa...
Esta segunda búsqueda es distinta a la primera. En primer lugar, el mundo y
nuestros recuerdos nos van a servir ahora como medio, y no como fin; ya sabemos por
experiencia que la respuesta no se encuentra ahí. Por otro lado, lo que pretendemos es
contar historias, así que la observación ha de ser selectiva, y no una búsqueda ciega e
inabarcable. Debemos escoger sólo aquello que sirva a nuestras narraciones.

LA CREACIÓN DE MUNDOS

Tanto lo que observemos en el mundo como lo que encontremos en el baúl de


nuestra memoria, hay que cribarIo con mentalidad artística. No vale la pena plasmarIo tal
cual (eso, ya lo sabemos, nos llevaría a una búsqueda sin frutos). Hemos de recrearIo,
revivido y transformarIo, construir con todo ello algo nuevo. Al igual que se pueden
fabricar juguetes bien bonitos con latas viejas de CocaCola, nuestro material usado lo
vamos a someter a un reciclaje prodigioso.
Pero no debemos olvidar, a lo largo del proceso de reciclaje, que el mundo que
estamos creando, ése que al final será nuevo y flamante, está hecho de antiguos
materiales. Tan antiguos como el mundo. No en vano hablaba Aristóteles (que es casi tan
antiguo como el mundo, también) de mímesis para referirse a lo que ahora llamamos
creación. No se puede pretender crear de la nada, no sólo porque sea imposible, sino
porque es contraproducente. Cuando en la televisión alguien describe al extraterrestre
que el otro día encontró en su garaje, le pone un cinturón de Star Treck, trompa de
elefante, garras de dinosaurio y unas orejas de soplillo; es lo más original que se le/nos
puede ocurrir, lo más insólito que cabe imaginar, y sin embargo resulta grotesco, casi
vulgar. La originalidad, esa serpiente escurridiza, ha de encontrarse en el producto final,
no en los materiales utilizados.
Entre esos materiales habrá retazos de nuestras lecturas (lo que otros han
averiguado antes nos servirá para avanzar en esa búsqueda sin cuartel), pedazos de
historias oídas a la abuela Soledad, retales de nuestra vida, aquella gominola de fresa
que nunca pudimos paladear, gajos de conversaciones en un mercado... Con todas esas
cosas tan familiares nos tenemos que conformar. Y someterlas a la transformación
artística que hará de ellas un mundo, otro muy distinto del que provienen, con sentido, con
causas y efectos (no como el que nos rodea, tan caótico, tan lioso e incomprensible), en
el que a lo mejor, quién sabe, encontraremos la respuesta a nuestra pregunta, no por
desconocida menos insistente.

DE LA MISMA LEVADURA

Tampoco hay que olvidar que la materia prima y nuestra recreación están hechas de
la misma levadura, es decir, de ser humano. Si perdemos esto de vista, nuestros textos
serán puro artificio y, aunque nos dejen satisfechos en el plano estético, nos quedaremos
con sed en esa búsqueda profunda, razón última de la escritura.
«Pero a mí eso del ser humano me da igual —oigo una voz al fondo de la sala—; a
mí lo que me importa, lo que me gusta, es el lenguaje, la lengua, las palabras, todo eso».
Ya. Y a mí también. Por ello estudié Filología. Tiene dos ramas, la literatura y la
lingüística, ambas volcadas plenamente sobre el lenguaje, la lengua y las palabras. Pero
el escritor no ha de ser catedrático en las Ciencias del Lenguaje (aunque al final lo acaba
siendo, qué remedio, de tanto usar las palabras), sino que su estudio, que no dura cinco
ni diez años sino toda la vida, se centra en la persona. Su medio, eso sí, son las
palabras, que han de conseguir expresar los más sutiles descubrimientos del estudioso.
Igual que el experto en biología molecular ha de ser ducho en el manejo de probetas y
microscopios, pero no por eso presume de hábil, el escritor debe ser un malabarista y un
mago del lenguaje sin que se le noten los trucos. Y cuando al escritor sólo le interesan las
herramientas (y no su objeto de estudio) se le notan los trucos.

UNA DIFICULTAD AÑADIDA

El problema está en que la escritura no es una ciencia, sino un arte, lo que supone
una dificultad añadida para su estudio. Eso quiere decir que cada persona que decide
dedicarse a escribir, por muchas ayudas y apoyos que le presten, está sola ante el papel
en blanco. No sólo eso, sino que cada vez que empiece una nueva obra a lo largo de su
vida volverá de nuevo a esa inmensa soledad, al pánico de no saber qué ni cómo escribir.
No podemos acudir a fórmulas, manuales ni tesis doctorales. Nada: la soledad, el
desentrañar con cada palabra un pedacito de humanidad. (Quizá por eso es tan fácil que
nos enredemos en las seducciones del lenguaje y olvidemos nuestro objetivo: decir algo).
Las ciencias que estudian la mente, el comportamiento o el conocimiento humanos
(la Psicología, la Psiquiatría, la Filosofía...) no han tenido un avance lineal. Son ciencias
con pocas certezas y muchas hipótesis, en las que todo podría ser cierto pero también
mentira, con teorías en las que se puede creer o no creer (ni que fueran dioses) y que,
aun siendo contradictorias, se pueden complementar para un determinado fin. Esto es
porque su objeto de estudio somos nosotros mismos, y la distorsión o el margen de error
producidos por la falta de distancia entre nosotros y... nosotros, es imposible de calcular.
Observarnos objetiva y subjetivamente a la vez resulta, en definitiva, imposible.
Lo mismo sucede con los estudios que profundizan en el arte de la escritura.
Avanzan a trompicones. Y quizá más que en el resto de las artes, pues la literatura es la
que a mayor profundidad se sumerge en el ser humano. Muchas personas piensan que a
pintar y a esculpir se puede aprender; muy pocas, sin embargo, confían en que se pueda
aprender a escribir. Y es que la Narratología, la Crítica, la Teoría Literaria..., todas esas
ciencias que nos podrían ayudar en nuestra tarea, están en pañales: van por aquí, por
allá, miran el texto desde fuera, lo diseccionan como si fuera un animalillo, lo comparan
con un árbol o con una figura geométrica (según les dé), lo parten en muchos cachitos a
los que llaman de mil formas diferentes... Y todo, claro, porque es difícil explicamos a
nosotros mismos de qué está hecha nuestra alma. No cabe duda de que, a pesar de todo,
el escritor puede sacar provecho de esos estudios que, aunque incompletos y
desmadejados, intentan estructurar por medio del raciocinio lo que él hace por medio de
la intuición. Como la intuición en muchas ocasiones es engañosa y otras veces nos hace
dar mil vueltas para llegar dos pasos más allá, entre el escritor y la teoría literaria se
puede llegar a una simbiosis de lo más fructífera.
Pero dejando a los críticos aparte —entretenidos en sus operaciones a texto abierto
—, si preguntamos a los escritores, que al fin y al cabo son los que sufren en sus carnes
el proceso creativo, tampoco sabrán contestamos con exactitud en qué consiste éste. «Es
como si...»; «no sé, depende... es muy extraño...»; «llegaron los extraterrestres y me
raptaron...». En fin, que la persona, cuando se enfrenta a sí misma cara a cara, se vuelve
tímida, se bloquea, le viene un desmayo... y después es incapaz de acordarse del camino
que la llevó a ese encuentro, a esos momentos de inspiración lunática en que vio (y
consiguió hacer ver a los demás) las orejas a su verdad, que es la de todos.

2. LA PERSONA

INDETERMINACIÓN DE LA PERSONA

Voy a ir, a estas alturas, atando cabos. El escritor, tras hacer su primera búsqueda
en el mundo y la segunda en los libros, emprende el camino de la creación, cuyo destino
no es otro que él mismo. Su equipaje son sus recuerdos y el mundo que lo rodea, de
donde ha de seleccionar los materiales apropiados para construir nuevas ciudades en las
que buscarse como persona, ciudades de las que será fundador, arquitecto, alcalde y
urbanista.
De todo lo dicho, recojo una palabra: persona. Persona busca persona para
encontrarse a sí misma. El escritor, en lugar de poner un anuncio por palabras, se pasa
los días y los años, la vida entera, escribiendo historias.
Y es que no es tan sencillo. El resto de los animales no pierden el tiempo
buscándose a sí mismos, y los llamamos ignorantes... Es nuestra manera de reprocharles
que sean más reales que nosotros; que estén más convencidos de su existencia, al
menos. Las personas, sin embargo, con esta mezcla de instinto e inteligencia que nos dio
la naturaleza —sin duda para amargamos la vida— desconfiamos, con desconfianza
animal pero con método y conciencia racionales, de nuestro propio ser. Si ya lo decía
Segismundo...

Sueña el rico en su riqueza,


que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.

Y Calderón se escondía de esta forma tras su personaje para expresar los temores
más fundados del ser humano.
«Sé tú misma», nos dicen los anuncios de compresas.
«Busca al hombre que hay en ti», rezan los de colonia for men. Sin duda
obedeceríamos si nos explicaran cómo hacerlo. Pero ni siquiera el ingenio de los
publicistas puede contestar a las eternas preguntas: ¿Quién soy?; pero, ¿acaso soy? Y
constantemente buscamos, desesperados, pruebas de nuestra existencia: en el mundo,
en los libros, en las palabras que escribimos...
No quiero yo meterme en honduras filosóficas, pero sí recordar aquí esa
indeterminación de la persona que la priva de buena parte de su realidad. Si dibujáramos
un mapa de nosotros mismos, ¿acaso sabríamos dónde poner las fronteras?

MULTIPLICIDAD DE SERES

Uno de los síntomas de la falta de fronteras de la persona es la multiplicidad. Ser


uno y muchos a la vez es nuestro eterno padecimiento.
A todos, de pequeños, nos gustaba jugar a disfrazamos. Y de mayores no dejamos
de hacerlo, aunque ya no lo llamemos juego. Sólo hay que abrir el periódico al azar para
entrar en un escenario de lo más variado: personas adultas disfrazadas de soldados o
policías, de reyes y princesas, de artistas, de pobres y ricos... Quizá la muerte es la única
capaz de arrancamos el disfraz, y cuando la observamos, en primera plana o en las
páginas interiores, nos hace volver la cara por su falta de ropaje, por su crudeza
insoportablemente real.
Pero los adultos no nos conformamos con disfrazamos exteriormente, sino que
también vestimos el alma con mil trajes. En ocasiones es la timidez la que nos hace
envolvemos en un manto de antipatía; o la extraversión en uno de hipocresía. Unas veces
nos disfrazamos por autodefensa; otras, por conveniencia. En general, por ignorar nuestra
propia identidad.
Y así como los vestidos del cuerpo están limitados por la materia y el tiempo —
también por nuestro nivel adquisitivo y por el IPC, todo hay que decirlo—, los del alma
pueden ser innumerables. La mente nos permite multiplicamos sin extrapolar al cuerpo.
El escritor, que al fin y al cabo no es sino el traductor de las almas, en un intento de
limitar, y por tanto de realizar, esa infinitud de seres larvados que lleva dentro, les da
forma literaria. Les abre las rejas de su mente difusa para que vivan fuera de él y poder,
de esa forma, vivirlos. El agua, si no se limita se pierde, se expande hasta desaparecer o
evaporarse; necesita de cauces y orillas para convertirse en río, lago u océano, para ser
agua realmente. De la misma forma, hemos de encauzar nuestra multiplicidad para que
ésta realmente exista. Y los personajes no son otra cosa que la encarnación de la propia
multiplicidad del artista.

MULTIPLICIDAD DE VIDAS

Esa multiplicidad que padece el ser humano se va a convertir, pues, en un arsenal


más de búsqueda en manos del escritor. Va a ser a la vez su suerte y su desgracia.
Su desgracia, porque si solamente fuera uno y limitado, sabría quién es, estaría
seguro de su existencia y sería, por tanto, feliz.
Su suerte, porque esa misma capacidad de multiplicarse le va a permitir vivir
muchas vidas que le estarían vedadas y buscar, entre todas ellas o juntándolas a todas, la
verdadera.
A los niños siempre se les pregunta: «¿Qué vas a ser de mayor, ricura?» Y el niño o
la niña contestan: «Camionero o astronauta». «Pues yo, bombera. No, no, mejor
paracaidista. Bueno, no sé». A medida que uno va creciendo, las oportunidades se
limitan. Que si no das la talla, que si las mates son un rollo, que si el vértigo, que si un
camión es muy caro... Pero da igual, porque en la juventud uno sigue con mil proyectos:
aprender treinta idiomas, visitar todos los países del mundo, meterse a misionero... Sin
embargo, llega un momento en que la persona ya adulta se da cuenta, a veces de
sopetón (¡vaya chasco!), de que su fantasía va por un lado y sus limitaciones por otro. Y
de que al final son las limitaciones y su última versión, que es la muerte, las que ganarán
el pulso.
Es el escritor —maduro— el único que tiene una segunda oportunidad de vivir otras
vidas, y ésa es, quizá, su mayor suerte, el verdadero premio de consolación a una
existencia de búsquedas e insatisfacciones. Ernesto Sábato nos lo dice:

[...] la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento,
nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede
apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos
o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos
simulacros.

Así pues, la contradicción entre una mente que se expande sin delimitación y un
tiempo, cuerpo y espacio limitados, los resuelve el creador poniendo en movimiento a los
personajes y viviendo en ellos.

IDENTIFICACIÓN

Otra cualidad de la persona que va a ayudar al artista a construir sus mundos es la


de identificarse con el resto de la humanidad. No es que el escritor sea un altruista, ni que
se enternezca al oír el llanto de un niño o el discurso del rey. Pero sí que tiene afinada la
capacidad de identificación que comparte, por lo demás, con todos sus semejantes.
Ya lo he insinuado varias veces en lo que llevamos andado. La verdad del escritor
es la de todos, y su alma; también sus inseguridades y la eterna duda respecto a su
propia existencia; y, por supuesto, el miedo a la muerte. Son diferentes, sí, sus gustos, las
ideas políticas o el tiempo en que le ha tocado vivir, sus lecturas, vicios y el color de sus
ojos. Pero ésas son manifestaciones puntuales, funciones diferentes para unas
coordenadas comunes.
No es pura casualidad que yo sea capaz de identificarme con don Quijote, con
Segismundo o con el Principito. Ni creo ser la única que se identifique con los grandes
personajes de la historia de la literatura. ¿No será que sus autores tenían mucho en
común conmigo?
Pero antes de que nos identificáramos con don Quijote, Cervantes se tuvo que
identificar con nosotros, aunque no nos conociera de nada (que en paz descanse, pobre).
Y para ello se sirvió de lo único que nos une a través del tiempo y las distancias: nuestra
semejanza como seres humanos.
Pocas cosas hay tan obvias como lo que estoy diciendo. y sin embargo, si se me
permite la insistencia, lo vaya repetir de otra manera: la identificación es una de las
armas más potentes que tiene el escritor en sus manos para contar historias, para
comunicarse consigo mismo y con el lector. Y también la más difícil de usar. Hay
muchos escritores —buenos escritores— que no saben utilizarla en todo su potencial.
Sólo los que alcanzan el título de excelentes conocen sus más secretos mecanismos. Y
por eso sus obras son indiscutibles. Nadie puede decir que esté de acuerdo o en
desacuerdo con el Quijote o con Proust. Su esencia, su verdad, no dan lugar a dudas ni
discusiones, porque simplemente dicen lo que todos sentimos y nunca supimos expresar.
Y es que no es nada fácil separar el grano de la paja. Uno no sabe muy bien lo que,
de todas sus vivencias y observaciones —internas o exteriores—, toca al resto de la
humanidad o lo que sólo atañe a unos pocos coetáneos suyos, o a él únicamente.
También es tarea ardua educar el poder de identificación hasta el extremo de saber, sin
ningún género de duda, cómo reaccionaría nuestro odioso vecino de abajo si un día, al
cruzamos con él en la escalera, le guiñamos un ojo. Por eso, claro, sólo ha habido un
Proust y un Cervantes; y por eso también son habas contadas los grandes personajes de
la literatura. Si Flaubert, por ejemplo, no hubiera sido capaz de ponerse en el lugar de una
mujer enferma de romanticismo rodeada de hipocresía provinciana, difícilmente seríamos
capaces de leer hoy su Madame Bovary.
Ni siquiera los autores excelentes saben separar en todo momento lo pasajero de lo
inmortal. Sólo hay que recordar algunos de los discursos de don Quijote en que analiza el
teatro de su época, y que a lo mejor interesan ahora a algún doctorando en filología. O
Tolstoi, sin ir más lejos, que en Ana Karenina nos endosa sus aburridas teorías sobre la
repartición agraria del suelo ruso en el siglo pasado. Me atrevería a decir que difundir
esas teorías fue, quizá, lo que lo empujó a escribir el libro. ¡Ah! Pero él sabía muy bien
que los lectores sólo iban a ingerirlas si desplegaba alrededor toda una historia con la que
se identificaran, como se le envuelve al perro la píldora en comida para hacérsela tragar;
y, mientras realizaba el despliegue, se prendó él mismo de la dulce Ana. Gajes del oficio.
Resumiendo: cuanto más desarrollemos y manejemos la capacidad de identificación,
esa bomba de neutrones en manos del escritor, más cerca estaremos de nuestro objetivo,
a saber, nosotros mismos y nuestra verdad, que, ahora ya lo sabemos, es la de todos.
Después, claro está, habrá que expresar nítidamente el producto de esa identificación.
Pero eso es otro cantar que entonaremos más adelante.

SINGULARIDAD

Una cosa lleva a la otra. Tenemos que valemos de aquello que nos une al resto de
las personas, pero también de lo que nos separa de ellas (y es que todo son armas para
el escritor).
Si fuésemos todos iguales no habría nada que contar, ni escritores en el mundo. Son
las contradicciones las que mueven —y remueven— al ser humano; ser uno y muchos,
iguales y diferentes a la vez, es lo que nos trae por el camino de la amargura. Pero
también esto lo ha de poner a su favor el artista. Sus particularidades como persona
diferente de las demás las usará para dibujar, en función de aquellas coordenadas
comunes a todos, la parábola de su mundo personal.
Esas particularidades, ya las hemos mencionado antes, son la ideología, nuestras
manías o el color de ojos. Pero las ideas políticas pueden coincidir con las del programa
de tal partido, la manía de comerse las uñas la tiene la mitad de la población, y los ojos
marrones tres cuartas partes del país. La singularidad que nos va a servir como
herramienta artística se encuentra mucho más escondida dentro de la persona.
Tanto para potenciar el poder de identificación como para encontrar nuestra
singularidad vamos a tener que recurrir a la observación, aquel paso en el camino de la
creación del que ya habíamos hablado. Con la observación atenta del mundo educaremos
la capacidad de identificarnos con nuestros semejantes y, por tanto, con los personajes de
las historias que recreemos. Y sólo observándonos por dentro hallaremos nuestra
singular visión de ese mundo. Porque la singularidad, en el campo de la creación literaria,
no va a ser otra cosa que el producto de nuestra mirada.
La mirada es la que nos va a diferenciar del resto de los escritores y, sin embargo,
nos unirá a los lectores. Ella será la que nos capacite para expresar de forma única
sentimientos de sobra conocidos por todos y vivencias similares a las de la humanidad
entera.
Por poner un ejemplo: todo el mundo se ha sentido atraído, desde que el mundo es
mundo, por la luna. ¿Hay alguien que no haya experimentado un peculiar
estremecimiento ante su fría claridad? Innumerables son los poetas, por tanto, que han
cantado a la luna (y los que quedan). Sin embargo, cada uno tiene su propio ángulo de
visión y son distintos, por tanto, los sentimientos que les descubre el observarla. Por eso
no bostezamos aburridos cada vez que aparece la palabra luna en un poema (y son
tantas...). Los malos escritores, por el contrario, la describen todos de la misma manera;
adoptan, pues, una forma tópica de mirar la luna.
Y es que no es fácil graduar nuestro propio enfoque del mundo. Pero como no hay
oculistas para los ojos del espíritu, nos tenemos que curar solitos la miopía del alma, esa
deformación adquirida por la comodidad de mirar por los ojos de aquellos que sabían más
que nosotros. Para ello, sólo cabe ejercitarse en la observación: mirar una y otra vez la
luna hasta que la veamos por primera vez, con los ojos de un niño.
Alberto Caeiro dice en un poema:

La luna a través de las altas ramas


dicen todos los poetas que es más
que la luna a través de las altas ramas.

Pero para mí, que no sé lo que pienso,


lo que la luna a través de las altas ramas
es, además de ser
la luna a través de las altas ramas,
es no ser más
que la luna a través de las altas ramas.

Y así, el poeta lanza su mirada a la luna y nos regala su visión, diferente a todas.
Aprovechemos este ejemplo tan sencillo para reconstruir, una vez más, el proceso de la
creación:

1. El poeta, insatisfecho del mundo y de sus lecturas, busca una respuesta.


2. Observador atento, escoge del mundo que lo rodea los elementos que le servirán
para su propósito, que en este caso no será contar historias, sino expresar una emoción
en la que se encuentre a sí mismo. Elige, pues, un objeto tan común, tan familiar, como la
luna.
3. En el proceso de creación se identifica, tras haberlos observado, con el resto de
los poetas, y expresa lo que ellos sienten al mirar la luna.
4. Después, buscando en su interior, ofrece su propia mirada, su singularidad
respecto a un sentimiento común a toda la humanidad: el de que los objetos que nos
rodean no son sino lo que son.
5. Y el lector, por tanto, logra identificarse con el poeta, pues éste expresa de una
forma nueva, particular, lo que todos alguna vez hemos sentido. Nos descubre, con su
manera única de decirlo, y que se transforma en inevitable para quien lee el poema, lo
que siempre había estado en nuestro interior.

3. A MODO DE EJEMPLO

PESSOA Y LOS HETERÓNIMOS

He saltado, en el camino que acabamos de recorrer, por encima de la multiplicidad.


Lo he hecho deliberadamente, pues merece la pena que la tratemos con detenimiento.
Para ello voy a utilizar otro ejemplo, que en realidad es el mismo.
Hace ya muchos años, en la adolescencia, cayó por casualidad en mis manos un
libro titulado Poemas de Alberto Caeiro. Me llamó la atención la portada y lo abrí en una
tarde de invierno. Cuando levanté la vista ya era noche cerrada; pero no para mí, porque
yo no estaba en mi habitación sino en otro lugar, muy lejos, en la cumbre de un otero, a la
puerta de una casita encalada. En los días y meses sucesivos volví a leerlo una y otra
vez. Lo pasé a máquina. Me lo aprendí de memoria en su versión bilingüe. Se convirtió
para siempre en mi libro de cabecera.
Recuerdo, con una sonrisa en el alma, con qué intensidad dediqué aquellos meses a
observar todo lo que me rodeaba (las calles grises de Madrid, los árboles, la luz del sol...
o las nubes, si estaba nublado) con una mirada nueva, con la forma de observar el mundo
que me había enseñado Alberto Caeiro. Para poder hacerla tuve que proceder antes a un
minucioso desaprendizaje de los conocimientos inútiles que me contaminaban,
almacenados a lo largo de quince años. No había otro remedio, toda aquella basura era
incompatible con la mirada cristalina de mi maestro.
Había nacido en mí otra dimensión. Y lo que más me impresionaba y sorprendía —y
daba gracias por ello— era que existiese alguien como Alberto Caeiro en el mundo.
¿Estaría vivo o muerto?, ¿habitaría de verdad en la cima de un otero, o sería esto un
recurso poético?, me preguntaba diez veces al día. Pero aquellos poemas eran tan
verdaderos, tan reales, que siempre acababa concluyendo que sí, que forzosamente el
poeta tuvo que vivir rodeado de naturaleza, bajo un sol que multiplicara el blanco de las
paredes de su casa pequeña. No había engaño posible.
Varios años después me enteré de que Alberto Caeiro, al parecer, no existía. Lo que
yo había tomado, en la portada del libro, por el nombre del editor —Fernando Pessoa—,
era en realidad el autor. Y este señor tenía la curiosa costumbre, según me dijeron, de
engañar a los inocentes como yo multiplicándose en lo que él llamaba «heterónimos». El
desencanto fue memorable. Ese mundo que se había abierto ante mí era una invención;
peor aún, era la invención de una invención. Ni naturaleza, ni casa, ni otero, ni siquiera
poeta. Fernando Pessoa escribió el libro en una tarde de inspiración (el 8 de marzo de
1914), de pie, apoyado en una cómoda de su casa lisboeta. Y Alberto Caeiro no existía.
Mi primera reacción fue de enfado. Me sentía estafada, manipulada... Intenté olvidar
ese libro y su mentira. Después, al cabo de un par de años, comprendí que aquella forma
de mirar el mundo continuaba dentro de mí; mezclada, diluida por el paso del tiempo con
otras muchas miradas, pero siempre presente y poderosa. Y eso sí era real. Así que
consentí en profundizar en otros heterónimos de Fernando Pessoa, en aceptar realidades
diferentes a las de carne y hueso de mi entorno hiperracionalista.
Antonio Tabucchi, escritor y gran admirador de Pessoa, aludiendo al arca en que se
encontraron la mayoría de las obras inéditas del poeta portugués, cuenta:

Resulta sugerente imaginar, cediendo al hechizo de la literatura, lo que hubiera


podido ocurrir si por un capricho de la suerte, navegando sellada a través de los siglos,
el arca hubiera llegado hasta las orillas de una época en la cual se hubiera perdido el
rastro de Pessoa como personaje: el asombro de estos hipotéticos sucesores nuestros
al comprobar cómo un pequeño y semidesconocido país del siglo XX, ajeno a Europa y
olvidado por ésta, había conocido el esplendor de una excéntrica edad de Pericles de
la poesía, dos décadas (porque en tal lapso de tiempo actuaron los Pessoas, de 1914
a 1935) en las que cuatro poetas, distintos y hasta opuestos por voz y temperamento,
pero todos igualmente grandes y fascinantes por la complejidad de sus temas y la
calidad de sus versos, escribían contemporáneamente, polemizaban epistolarmente,
discutían públicamente, se intercambiaban prólogos amigables y refinados (siempre
tratándose de usted: eran sin duda otros tiempos), hasta que, inexplicablemente,
callaban todos al mismo tiempo, desapareciendo en la nada.

Esto que Tabucchi imagina como posibilidad literaria fue lo que me ocurrió, por
ignorancia y alergia a los prólogos, con Alberto Caeiro. Sólo que, por suerte o por
desgracia, descubrí la verdad. Gané en conocimiento lo que perdí en inocencia, como
suele ocurrir a esas edades.

DRAMA EN GENTE

Fernando Pessoa, poeta portugués, 1888-1935. Pessoa es persona en portugués; y


persona es máscara en latín.
¿Qué mejor definición para este autor que su propio apellido? Fernando Pessoa, el
poeta de las mil máscaras, que hizo de la multiplicidad la razón de su existencia, decía
cosas como ésta:

Con semejante falta de gente coexistible como la que hay hoy, ¿qué puede hacer
un hombre de sensibilidad sino inventarse a sus amigos o, cuando menos, a sus
compañeros espirituales?

o esta otra:

Primera regla: sentirlo todo de todas las maneras. Abolir el dogma de la


personalidad: cada uno de nosotros debe ser muchos. El arte es la aspiración del
individuo a ser el universo.

Pessoa, insatisfecho con su entorno, creó un mundo en el que desenvolverse y


sentirse a gusto (o menos desgraciado). La diferencia con el resto de los escritores es que
no lo hizo de forma narrativa, o no sólo de forma narrativa, sino que transportó a su vida
diaria, real, las distintas personalidades artísticas, rompiendo de una vez y para siempre
las fronteras entre realidad y ficción, si es que alguna vez existieron.
Supongo que, de dedicarse a la novela, Pessoa nos habría deleitado con personajes
inolvidables. Pero él no era novelista, sino un poeta o un filósofo, que es casi lo mismo. Y
sin embargo, su pulsión de vivir otras vidas era tan intensa que la poesía le quedaba
estrecha, y creó lo que él mismo llamaba drama en gente:
En los fragmentos y obras pequeñas publicados en revistas, hay pasajes y
composiciones firmados por Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Estos
nombres, sin embargo, no son pseudónimos: representan personas inventadas, como
figuras en dramas, o personajes declamando en una novela sin enredo.

Cuatro fueron sus principales heterónimos: Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Álvaro
de Campos y Ricardo Reis. El primero compuso el Libro del desasosiego, en prosa; los
tres restantes fueron poetas. Pessoa los describió de la siguiente manera:

Yo veo ante mí, en el espacio incoloro pero real del sueño, las caras, los gestos
de Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Les construí las edades y las vidas.
Ricardo Reis nació en 1887 (no me acuerdo del día ni del mes, pero los tengo por
alguna parte), en Oporto, es médico y actualmente se encuentra en Brasil. Alberto
Caeiro nació en 1889 y murió en 1915; nació en Lisboa, pero vivió la mayor parte de su
vida en el campo. No tuvo profesión ni apenas educación. Álvaro de Campos nació en
Tavira el 15 de octubre de 1890 (a la una y media de la tarde, me dice Ferreira Gomes;
y es cierto, pues, hecho el horóscopo para esa hora, concuerda perfectamente). Éste,
como sabe, es ingeniero naval (por Glasgow), pero está aquí en Lisboa inactivo. Caeiro
era de estatura media y, aunque era verdaderamente frágil (murió tuberculoso), no
parecía tan frágil como en realidad era... Ricardo Reis es un poco, muy poco, más
bajo, más fuerte, más seco. Álvaro de Campos es alto (un metro setenta y cinco de
altura, dos centímetros más que yo), delgado y con cierta tendencia a curvarse. Cara
rapada todos —Caeiro rubio sin color, ojos azules; Reis de un vago moreno mate;
Campos entre blanco y moreno, tipo aproximado portugués, aunque de pelo liso y
normalmente echado a un lado, monóculo—. Caeiro, como dije, apenas tuvo educación
—sólo instrucción primaria—; se le murieron muy pronto los padres y él se quedó en su
casa, viviendo de unas exiguas rentas. Vivía con una tía vieja, una tía-abuela. Ricardo
Reis, educado en un colegio de jesuitas, es, como dije, médico; vive en Brasil desde
1919, tras expatriarse voluntariamente por sus convicciones monárquicas. Es un
latinista por educación ajena, y un semi-helenista por propia educación. Álvaro de
Campos tuvo una educación corriente de instituto; después fue enviado a Escocia para
estudiar ingeniería, primero mecánica y después naval. Durante unas vacaciones viajó
a Oriente, de cuyo viaje nació el Opiário. Le enseñó latín un tío beirao que era cura.
[...] Mi semi-heterónimo Bernardo Soares, por otra parte semejante en muchas
cosas a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o soñoliento, de
suerte que tenga ligeramente suspendidas las cualidades de raciocinio y de inhibición;
aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no
siendo mía la personalidad, no es sin embargo diferente de la mía, sino una simple
mutilación de ella. Soy yo menos el raciocinio y la afectividad. La prosa, salvo lo que el
raciocinio da de tenue a la mía, es idéntica a ésta, y el portugués perfectamente igual;
mientras que Caeiro escribía mal el portugués, Campos razonablemente pero con
lapsus como decir «yo propio» en vez de «yo mismo», etc., Reis mejor que yo, pero
con un purismo que considero exagerado.

Después de leer estas microbiografías parece difícil pensar que los heterónimos de
Pessoa no fueron reales.
Tras haber leído su prosa y sus poemas, es imposible.
Álvaro de Campos, futurista y renovador, intenso; Ricardo Reis, sereno y meditativo,
bastante arcaizante; Alberto Caeiro, «el maestro» según palabras del propio Pessoa, cuyo
único oficio era la existencia y al que desesperaba el mismo hecho de pensar; Bernardo
Soares, depresivo, triste y cansado, muy solo («Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos
que me tienen aprecio y que tal vez sintieran pena si me arrollara un tren y el entierro se
celebrase en día de lluvia», nos dice en el Libro del desasosiego).
Si estas personalidades diversas se acercan tanto a la realidad que hubieran podido
ser reales, que fueron de hecho reales al menos para Pessoa y, setenta años después,
para una adolescente en una tarde de invierno (que me conste), ¿por qué no tomarlas, a
efectos prácticos, corno reales?

EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS

Perdón. Había olvidado mencionar a otra persona para la que —me consta— Álvaro
de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y hasta Fernando Pessoa fueron reales. Se
trata de José Saramago, autor de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis. Me
parece una de las más bellas demostraciones de que la literatura se va tejiendo a fuerza
de creer en ella.
Saramago recoge uno de los cabos sueltos que dejó Pessoa con su muerte y lo
pone en movimiento. Podría parecer una osadía por su parte atreverse a encarnar a un
ser inventado por otro artista. Sin embargo, Saramago consigue tender un puente invisible
entre el poeta soñado por Pessoa y el personaje que recorre, bajo la lluvia, las calles
lisboetas de la novela. Saca a Ricardo Reis de su estado de heteronimia latente, le da
vida corno personaje en una continuidad sin fisuras y cierra el ciclo con su muerte,
permitiendo que descanse, al fin, en paz.
El año de la muerte de Ricardo Reis comienza, pues, donde Fernando Pessoa tuvo
que abandonar a su compañero espiritual, en 1935. Muere Pessoa y Ricardo Reis vuelve
a Portugal tras su larga estancia en Brasil. Empieza la novela cuando «un hombre de
apariencia gris, seco en carnes», llega al puerto de Lisboa. Se trata de Ricardo Reis,
quien, por si habíamos dudado alguna vez de su existencia corno heterónimo, nos cala
hasta los huesos de su realidad corno personaje a lo largo de trescientas cincuenta
páginas. Mientras Reis lee en los periódicos portugueses las menciones a la muerte de
Fernando Pessoa, Saramago aprovecha para convencer a un hipotético lector incrédulo
de la realidad de su personaje:

No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando
Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno
de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la
muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la
poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto
Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas,
porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el
periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de
edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí,
muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de
la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança
y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor
llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no
vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo
personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra
de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades.

Quién se atreverá a dudar de un buen escritor al que no se le ocurre poner en tela


de juicio la existencia de sus personajes. No nos queda otro remedio que aceptar el
principio de autoridad; y en verdad que no resulta muy difícil. De hecho, mientras Ricardo
Reis va adquiriendo consistencia como amigo digno de compasión y respeto, como
confidente y consejero del lector, Pessoa se va desdibujando en su papel de fantasma. Se
le aparece a Reis algunas veces y mantiene charlas con él sobre la vida y la muerte. Va
vestido con el traje ligero con que lo enterraron. Y es que los muertos, los fantasmas, no
sienten frío. La muerte de Pessoa no se nos hace dolorosa; más bien algo patética. Y sin
embargo, cuando Ricardo Reis decide acompañarlo, una parte de nosotros se va con él
camino del cementerio.

OTRAS REALIDADES

Porque para el ávido lector puede llegar a ser más real el personaje de una novela
que muchas de las personas que lo rodean. Que su vecino de abajo, por ejemplo, a pesar
de que al vecino de abajo, si se empeña, lo pueda tocar. Hay muchas cosas que no
podemos tocar, y no por eso son menos —o más— reales.
El protagonista de nuestra novela favorita se nos instala en el espíritu de forma
similar a la de la persona amada cuando está ausente, o a la de un ser querido que ha
muerto pero sigue hablándonos en sueños.
Se puede decir que el personaje toma cuerpo incluso fuera de la acción en que se
ve envuelto en la novela. Si un día me encontrara a Emma Bovary sentada en mi salón,
no necesitaría la retransmisión en directo de su suicidio para reconocerla. Me sentaría a
charlar un rato con ella de cualquier tema —de las relaciones de pareja, por ejemplo— y
al cabo de un rato le preguntaría: «Perdone la indiscreción, pero, ¿no será usted por
casualidad Emma Bovary?» Hay una interacción constante entre la literatura y la vida.
Leer y escribir nos ayuda a comprender la vida, y el esfuerzo de comprender la vida nos
ayuda a escribir. Los personajes son creados por personas a imagen y semejanza de las
personas, y algunas personas parecen hechas a imagen y semejanza de un personaje. El
bovarysmo puede llegar a ser una enfermedad en algunas mujeres y no menos hombres,
y hace unos años un muchacho desconocido saltó quijotescamente a las vías del metro a
recoger un libro que se me había caído en un descuido, sólo porque su Dulcinea se
encontraba entre la pandilla que lo acompañaba.
El escritor sabe todo eso, y por eso escribe. La realidad se le va de las manos y él
intenta atraparla entre sus palabras. Se obsesiona y vive con sus seres inventados, y ellos
lo ayudan a crear una obra tras otra.

EL GATO DE SCHRÖDINGER

En este proceso los ojos del escritor, como los de los gatos, aprenden a distinguir
historias y personajes donde para los demás sólo hay oscuridad.
Hablando de gatos: hace poco un amigo, físico experto en asuntos neutrínicos, me
contaba un experimento teórico de física cuántica famoso por su inverosimilitud. Se trata
de El gato de Schrödinger. «Buen título para un cuento», me dije.
El experimento consiste, según parece, en introducir a un gato en una caja, algo ya
complicado e inverosímil de por sí. En la caja se ha instalado un aparatito que se dedica a
disparar electrones y, al otro extremo, un mecanismo sensible al roce de los electrones
conectado a una botella de gas venenoso. Cuando hemos conseguido encerrar al pobre
gato, nos ponemos a disparar electrones con la ametralladora dispuesta al efecto. Si
alguno de ellos da en el blanco, la botella de gas venenoso se abre y el gato la palma
(Schrödinger sabía que un experimento sin muertos carece de interés).
Pero resulta que, según cuentan —e incluso demuestran— las caprichosas leyes de
la física cuántica, los electrones no se sitúan en un punto concreto sino que están en
muchos lugares a la vez, extendidos por el espacio como las olas por el mar. Así que,
según la velocidad a la que pongamos nuestro disparador, el gato estará muerto en un
tanto por ciento y vivo en otro (cuarenta por ciento muerto, sesenta por ciento vivo; o
setenta por ciento muerto y treinta por ciento vivo). Es decir, el desgraciado no estará ni
vivo ni muerto, sino en un tercer punto desconocido entre ambos estados de ánimo.
Por suerte para el minino, el experimento no se puede llevar a la práctica, porque la
observación modifica el estado de los electrones y, si abrimos la caja para mirar dentro, el
gato pasa inmediatamente a estar vivo o muerto.
Los que no hayan oído hablar del experimento, supongo que dudarán de mi palabra
inexperta, como dudé yo de haber oído bien cuando me lo contaron: «¿Cómo que ni vivo
ni muerto? ¡Eso es imposible!». Con la paciencia de los sabios ante los ignorantes, mi
amigo me explicó que todas esas leyes de la física cuántica tienen aplicaciones prácticas,
como fabricar microondas o encontrar agua en la Luna. La siguiente pregunta me vino
sola a la boca: «Pero, ¿qué siente el gato?; ¿qué sentirías tú si te meten dentro de la
caja?; ¿cómo es eso de no estar ni vivo ni muerto?».
«Buena pregunta», dijo mi amigo, y no supo responderme.
Eso ya pertenecía a otros terrenos, como la Filosofía de la Ciencia o... la Literatura.
En el caso de que este experimento me lo hubiera explicado Isaac Asimov en una de
sus novelas de ciencia-ficción, posiblemente habría pensado que su imaginación iba
demasiado lejos. Sin embargo, me lo explicó un físico, y me estaba hablando de algo
supuestamente real, tan real como que la Tierra gira alrededor del Sol. Real, pero no por
eso menos inverosímil. A veces la Ciencia, la Filosofía y la Literatura se pueden confundir
y mezclar tanto que las dosis o los tantos por ciento de realidad no quedan nada claros.
Pensando en que si algún día nos pillan por banda unos cuantos físicos (suficientes
en número y musculatura) podemos acabar metidos en una caja, en un tercer estado que
no es la vida ni es la muerte, quizá nos sea mucho más fácil creer en la realidad de los
personajes, los cuales —como el gato de Schrödinger— se encuentran en el limbo entre
el sueño y la conciencia, entre la literatura y la vida.

CONCLUSIONES Y HERRAMIENTAS

Construir un personaje es creer en su existencia. Crear es creer. Y es que a la


literatura, como a la religión, hay que echarle fe. Para que el verbo se haga carne, es
decir, personaje, el escritor tiene que rezar muchas oraciones.
Emprende su camino en busca de la verdad y la comprensión del mundo; alcanzar
su objetivo es cuestión de fe en los medios que está utilizando. Y se ha de valer de todo lo
que le rodea, empezando por su propia persona, para llegar al final del recorrido.
De manera que es imposible desvincular al personaje, representante de la
multiplicidad del artista en la obra, de la persona. Concebirlo como un actante o una
función, acorralarlo en una categoría narratológica, puede servir para analizar un texto; no
sirve para escribirlo.
Por eso me he detenido a hablar, a lo largo de esta primera parte, de la persona.
Todos los conceptos que se han ido desplegando nos van a servir como herramientas
para construir a esos hermanos gemelos de la especie humana que son los personajes.
Darles vida va a estar en función, en buena medida, de las características personales del
escritor. No he hecho sino recordarlas para, en el próximo capítulo, sumergimos juntos en
el personaje propiamente dicho.
Antes de la zambullida, me permito incluir un fragmento del prólogo que Gonzalo
Torrente Ballester escribió a una antología poética de Fernando Pessoa:

Lo que a mí me parece más conveniente es, ante todo, prescindir del asombro, y,
cuando nos es dado, recordar cada cual su propia infancia, si es que la ha tenido.
Después, renunciar a ciertas nociones queridas y al parecer inamovibles, como la
unidad de la persona y su estructura compacta, y, finalmente, aceptar que la vida de
cada uno esté compuesta, no sólo por lo que fue y lo que hizo, sino (ante todo) por lo
que pudo ser y por lo que soñó hacer (teniendo, por supuesto, muy en cuenta, lo que
no quiso ser y lo que no quiso hacer, si bien imaginados, el ser y las acciones). De esta
manera precavido y apercibido, se alcanzan determinadas convicciones algo
marginales y, en general, rechazadas por los bienpensantes de cualquier orden, como
la de que la persona es a veces una multiplicidad sin contornos, digamos
desharrapada, y que la pretendida unidad y su absoluta perfección formal (y moral,
claro) resulta de la aplicación sistemática de la poda, de la renuncia, del crimen y del
olvido: cuando no del temor a ser muchos y a serlo de infinitas maneras, y carecer de
las riendas oportunas. La vida de cada hombre (un cuerpo y muchas personas) es la
lucha incesante de lo imaginario-real contra lo posible-ideal: al fin casi siempre vence lo
peor. Cada hombre escoge, o le hacen escoger, un arquetipo, el que conviene a la
sociedad, y le obligan a acercarse a él hasta que no puede más, que siempre es poco:
pues la vida de cada cual consiste siempre en quedarse a la mitad con las manos
tendidas y en aceptar para el resto del camino los engaños que la sociedad le ofrece.
[...] Pero, contra el deseo más compartido por los que mandan, dirigen y proyectan, de
un color o de otro, que da lo mismo, a veces hay sujetos que oponen a este morir diario
de tantos hombres posibles una sorprendente y por lo demás curiosa resistencia, no
siempre triunfante, y que, para poder llevarse a cabo, acude a los trucos más dispares
y peor vistos por el común.

Parte II

A TRAVÉS DEL PERSONAJE


Más allá de la curva del camino
quizás haya un pozo, y quizás un castillo,
o quizás sólo la continuación del camino.
No lo sé ni pregunto.
Mientras voy por el camino antes de la curva
sólo miro el camino antes de la curva,
porque no puedo ver más que el camino antes de la curva.
De nada me serviría estar mirando para otro lado
y para aquello que no veo.
Que nos importe sólo el lugar donde estamos.
Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte.
Si hay alguien más allá de la curva del camino,
que se preocupen ellos por lo que hay más allá de la curva del camino.
Ése es su camino.
Si tenemos que llegar allí, cuando lleguemos lo sabremos.
Por ahora sólo sabemos que allí no estamos.
Aquí sólo hay el camino antes de la curva, y antes de la curva,
el camino sin curva alguna..

Alberto Caeiro

1. INMERSIÓN

DE MUCHAS MANERAS

Hay muchas maneras de construir una historia, una para cada persona; e incluso un
mismo artista lo puede hacer de diferente forma en cada obra. Hay escritores que sólo
necesitan escribir una frase, una frase de escritura automática; y una de las palabras de
esa frase, zas, le despierta la imaginación, empieza a generar asociaciones de ideas, y
ése es el germen de un cuento o una novela. Otras personas trabajan más el proceso
mental previo, y cuando se ponen a escribir reciben una especie de dictado de sus
neuronas, en las que ya está registrado el principio, el nudo y el desenlace. A veces es un
tambor escuchado en la lejanía del bosque ciudadano el que arranca un cuento. Otras
veces, una idea que te obsesiona se une a los ojos color turquesa de alguien que se
cruza contigo camino del trabajo... Incluso construir un personaje y echarlo a andar puede
ser una forma de crear una novela.
También hay muchas maneras de construir un personaje. Se puede recurrir a los
más diversos trucos. Veamos algunos de ellos:

a) Acudir a una libreta donde se vayan apuntando los rasgos físicos y de carácter
que se nos vayan ocurriendo, hacer una lista enorme (feo, cojo, bobalicón, patilargo, listo,
esperpéntico, cariacontecido...), y luego ir seleccionando algunos de ellos que no se
contradigan; u otros que se contradigan (con 10 que nos quedaría un personaje de 10
más contradictorio).

b) Otra forma sería pensar en nuestro tío misionero que murió en el Brasil, recrearlo
mentalmente hasta sacarlo de la tumba, y después convertirlo en motorista.

c) Hablando de misioneros, también nos puede ayudar el modo en que creó


Unamuno al protagonista de San Manuel Bueno Mártir: le aplicó una vocación, la de cura,
y luego la puso en tela de juicio, convirtiéndolo en ateo. Una contradicción o un conflicto
abstractos también pueden adquirir vida propia a poco que los pinchemos. ¿Cómo será
un asesino cobarde? Y ya tenemos a Raskólnikov en Crimen y castigo.

d) Algunos novelistas hacen que el personaje escriba largas disertaciones para que
se vaya formando solo, o listados sobre las cosas que le gustan y le disgustan. Estas
digresiones o monólogos del personaje no aparecerán en la obra, pero le sirven al escritor
para conocer mejor a su criatura.

e) Jugar con los nombres propios y sus evocaciones también puede dar buenos
resultados.

Así que, si multiplicamos todas las formas de inventar una historia por todas las
maneras de construir un personaje, por la cantidad de tipos de personaje (tantos como
personas en el mundo; mejor dicho, tantos como personas posibles en todos los posibles
mundos), resulta que se hace bastante difícil proponer un método para la construcción del
personaje literario.

LA OBSESIÓN

Pero tenemos un punto en común donde apoyan tanto para inventar historias como
para construir personajes (sean del tipo que sean). Se trata de la obsesión. Puede que
suene esta palabra a término psiquiátrico, a enfermedad peligrosa. De hecho, los
escritores no dejan de estar poco locos por andar siempre metiéndose en pieles que son
la suya e inventándose mundos intangibles.
Hasta que se pueda radiografiar la psique humana, sabremos si padecen los
escritores más traumas que resto de los mortales, o simplemente es que son capaces
sacar del subconsciente sus fantasmas —esos fantasmas que todos llevamos dentro— y
transformarlos en palabras para librarse, de alguna manera, de ellos.
Lo que sí se puede decir es que el escritor ha de tener una relación fluida con su
inconsciente, esa porción de mente en la que a simple vista no se sabe lo que hay pero
donde anida, sin duda, muy buena parte del material que tendrá que utilizar el narrador de
historias, el cual ha saber extraerlo de las cavernas y moldearlo con la conciencia. El
escritor tiene, en definitiva, que obsesionarse con lo que va a escribir, con lo que está
escribiendo.
Obsesionarse no significa tanto pensar la historia o personaje, sino más bien vivir la
historia, en el personaje.
Los síntomas que permiten distinguir al escritor obsesionado del que no lo está
suelen ser que el primero padece insomnio persistente, se levanta a horas intempestivas
a escribir, llega tarde al trabajo porque se le ha ocurrido cómo terminar su cuento, no mira
a los lados al cruzar calle y remueve el café con el cepillo de dientes.
También se nota, claro, en la forma de escribir. Aquél que vive sus historias no las
quiere contar; quiere recrearlas, hacérselas vivir al lector, y las palabras no son más que
un utensilio, la varita mágica que ha de permanecer invisible entre los movimientos, las
imágenes y los personajes, que pasan a ocupar toda la extensión de la obra.

FALSAS IMITACIONES

Vamos a ver, para ejemplificarlo, dos párrafos de Marcel Proust. El primero dice así:

[...] hay lugares que siempre imponen en tomo suyo su particular imperio y
arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque como las arbolarían,
lejos de toda intervención humana, en una soledad que también viene hasta aquí a
rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y superpuesta a la obra del
hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque artificial, se formó con dos
bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas la corona natural, delicada y
azul que ciñe la frente claroscura de las aguas; y así también el gladiolo, dejando
doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y
del ranúnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.

Allá va el segundo:

En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero


había algunas aisladas, como aquel nenúfar, atravesado en la corriente y tan
desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una barca movida
mecánicamente y que apenas abordaba una de las márgenes cuando se volvía a la
otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su pedúnculo, empujado
hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de su
tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde
cordaje, y se llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su
punto de partida, porque no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo
la misma maniobra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a
algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante
años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres, creyéndose
siempre que las van a desterrar al día siguiente y sin perderlas jamás; cogidos en el
engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente
para escapar contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su
dietética extraña, ineludible y funesta.

Se puede observar cómo en el primer párrafo sólo ven las palabras, una detrás de
otra; difícilmente poden visualizar el estanque artificial, las vincapervincas y eupatorio, las
miosotis y el gladiolo que se deja doblegar con regio abandono, el lirio de cetro lacustre...
No sé si el autor llegó a ver todo eso, pero creo que, si lo hizo, se perdió luego en las
palabras y se olvidó del paisaje.
Sin embargo, en el segundo párrafo, aunque el estilo varía, sí conseguimos
visualizar el nenúfar que se debate eternamente entre las aguas, atrás y adelante, una y
otra vez. Utiliza Proust, para hacérnoslo ver, una magnífica metáfora que iguala el nenúfar
a algunos neurasténicos; metáfora intercambiable, pues no se sabe muy bien cuál es el
referente y cuál el término metafórico, si nos habla deI nenúfar para que entendamos la
enfermedad o si se vale la neurastenia para que visualicemos el nenúfar. Y ése su gran
acierto, la unión de la naturaleza con el ser humano, de la objetividad de un paisaje con la
subjetividad deI autor.
En el primer párrafo intenta describirnos el panorama de una forma un tanto
distanciada, y por eso se le llena pluma de términos botánicos, grandilocuentes, abstracto
Incluso se empeña en señalarnos la abstracción de un lugar que impone su particular
imperio, lleno de inmemoriales insignias, como si estuviera lejos de toda intervención
humana y superpuesto a la obra del hombre. Con ello logra, en efecto, alejamos
definitivamente de un paisaje que no está hecho para nosotros.
En el segundo, sin embargo, nos describe su propia percepción del paisaje, su
nenúfar interior, y los términos que utiliza resultan mucho más accesibles y cercanos
(«aquel nenúfar [...] no paraba un momento»; «la pobre planta [...] no se estaba allí ni un
segundo sin volver a zarpar»...). De la misma manera, aprovecha para hablamos de papá
y de la tía Leoncia, a la que enseguida identificamos como una maniática de tomo y lomo.
Este párrafo no sólo resulta más cálido y familiar que el primero, sino que en unas pocas
frases (supuestamente descriptivas) nos transmite una cantidad de información nada
despreciable sobre la historia que nos está contando.
Hay que decir que para encontrar el primer párrafo he tenido que escarbar bastante,
y a mala leche, mientras que el segundo está sacado casi al azar. Se puede afirmar que
la perfección formal de Proust es la manera —la mejor manera— que tiene de conseguir
que experimentemos y sintamos lo que él está viviendo por dentro.
Encontrar la metáfora que une a un nenúfar empujado por la corriente con una
enfermedad mental es todo un proceso de introspección, de obsesión. El nenúfar tiene
que avanzar y retroceder muchas veces en el río de nuestra conciencia para que
podamos encontrar las palabras idóneas que lo describan.
Muchas de las personas que empiezan a escribir admiran a Proust, y eso está muy
bien. Lo malo es confundirse y tratar de imitarlo sólo en el aspecto formal. Por desgracia,
suele ser la tendencia natural, quizá porque es lo más sencillo. Absorber de Proust su
forma de mirar el mundo fundida con la nuestra, utilizar la mezcla para observar lo que
nos rodea, obsesionarse con ello y luego transmitir con estilo impecable el fruto de
nuestra mirada es, sin duda alguna, más difícil que hilar términos abstractos y resonantes
uno detrás de otro. Pero también sería lo único que nos resultaría de utilidad, puestos a
imitar a Proust.

TIRARSE DE CABEZA

Voy a contar cómo aprendí a tirarme de cabeza a la piscina. Recuerdo que estuve
todo un verano intentándolo, practicando... Imposible. En el último instante me entraba el
pánico y acababa cayendo en plancha sobre el agua, o de costado, o de pie, pero nunca
de cabeza. Se acabó el verano y yo no lo había conseguido ni una sola vez. Ese invierno
y toda la primavera estuve obsesionada con ello; mis primos y hermanos habían
aprendido, y yo era el patito feo y torpón. Antes de dormirme, e incluso en sueños, no
hacía más que visualizar una y otra vez cómo me tiraba con elegancia a una piscina. No
me lo podía sacar de la mente. Hasta que llegó el verano de nuevo. El primer día que a la
piscina, me acerqué al borde muy decidida y me tiré de cabeza limpiamente, a la
perfección.
Con la escritura ocurre algo parecido. Hemos de tirarnos de cabeza en nuestra
historia desde el bordillo de la primera idea. Una y otra vez. Al principio la historia será
estrecha y poco profunda. Nos costará bucear en ella. Poco a poco se irá haciendo más y
más amplia, tomará hondura, el agua se limpiará de lodo y podremos ver nítidamente el
fondo de nuestro sueño.
Porque el proceso de la creación tiene mucho de sueño. Partamos de lo que
partamos, una imagen, una experiencia vivida, una anécdota contada por un amigo, la
conversación entre dos vecinos, nuestra mente no lo piensa como una hilera de palabras;
más bien lo ve como una nebulosa de imágenes que se van superponiendo. Despejar ese
sueño es el único método (si se le puede llamar así) que propongo.
Supongo que todo el mundo habrá tenido un sueño de persecuciones, en el que es a
la vez espectador y protagonista; en el que, en los momentos más peligrosos, se sale de
su piel y observa las acciones desde fuera; en el que el sueño se va forjando a sí mismo y
a la vez es la persona la que decide por dónde va a torcer en la siguiente esquina. Igualito
que la literatura. El escritor es espectador y protagonista, actor secundario, creador y
criatura. Como en nuestro sueño, al escribir hay que ser capaz de implicarse, de vivir en
la piel de los personajes, y también de distanciarse en la figura del narrador, mirar la
historia desde dentro y desde fuera. Y, sobre todo, visualizarla con la nitidez algo acuática
de los sueños.

LA INMERSIÓN

No es mi intención, como se puede ver, escribir un recetario para construir


personajes, sino lograr que nos sumerjamos en ellos para que nos ayuden en la tarea.
Porque un personaje poco tiene de estático. El personaje es dinámico y móvil, y tan
pronto como logremos visualizarlo se arremangará y se pondrá a actuar, con un
movimiento detrás de otro, con las manos en la masa de la ficción. No aprovechar esa
ayuda sería una lástima. Si imagino a alguien, lo pongo en movimiento y vivo en él, ya
tengo una historia.

Si imagino, por ejemplo, a la mujer que habíamos dejado en las primeras páginas
del libro mirando en el cristal del escaparate al hombre que esperaba el autobús, la
primera pregunta que me haría es por qué lo mira. Para contestarla, no tengo más que
observar la escena más atentamente, asomarme a los ojos verdes de la mujer. Parece
algo temerosa. ¿No será que cree conocerlo? ¿ Y por qué no lo mira directamente?
¿Por timidez?; ¿por miedo de que él la reconozca, a su vez? A juzgar por su belleza y
su traje escotado no parece una mujer tímida. Está claro que es otra la causa. Miremos
al hombre, a ver si descubrimos algo. Está impaciente, nervioso; se ha dado cuenta de
que la mujer lo mira, pero él no sabe quién es ella, porque en ese caso no hubiera
dejado escapar su autobús. Simplemente, se siente incómodo al ser observado por
una mujer. ¿Por una mujer o por esa mujer? Las rayas del traje caen impasibles desde
sus hombros sin curvarse en una sola arruga, y mantiene alta la barbilla a pesar de los
nervios;
sin duda está acostumbrado a que lo miren las mujeres. Pero ésta... ésta tiene
algo de pájaro, parece que flota sobre sus botines mientras se separa del escaparate y
echa a andar calle arriba.
Se va, se le va. ¿Por qué lo miraba? El hombre cierra las manos y las vuelve a
abrir un par de veces, aprieta los labios y comienza a andar con pasos largos calle
arriba...
Bueno, otra cosa es que sea ésa la historia que queremos contar. Sólo era un
ejemplo para que se vea cómo, partiendo de cualquier escena, si entramos en ella una y
otra vez con curiosidad y obsesión, es muy difícil mantener quietos a los personajes. Y
una vez en movimiento... ya están creados.
John Gardner, profesor de escritura creativa, decía en su libro Para ser novelista que
«escribir una novela es como adentrarse en el mar con una barca. Si se sabe a dónde se
quiere ir, es conveniente conocer el rumbo. Si se pierde el rumbo, se puede recobrar
observando las estrellas. Si no se tiene mapa ni rumbo trazado, tarde o temprano la
confusión obliga a observar las estrellas».
Dejo a elección de cada uno la forma de poner en movimiento la barca; se puede
dejar llevar por el viento o incorporarle un motor, llenar miles de cuartillas esquematizando
la historia, o ir improvisando. He podido comprobar que cada artista conduce ese proceso
a su modo, y el camino más largo para unos es el más corto para otros. Lo esencial al
crear una historia es creérsela, obsesionarse con ella. Los personajes son quienes
mueven las historias, y empaparse de ellos el único requisito imprescindible para crearlos.

PRIMERA DISTINCIÓN

Son necesarias, no obstante, algunas distinciones previas (muy poquitas, lo


prometo). Se habrá podido observar que a lo largo de estas páginas me estoy refiriendo,
sobre todo, a la novela. La novela es el género en que el personaje se puede desarrollar
en toda su complejidad. Ninguna historia de ficción podría existir sin personajes, pero no
en todas se les puede dejar desenvolverse a sus anchas.
Podríamos decir, para entendemos, que en la novela el personaje es el motor de la
acción y en el cuento es la acción el motor del personaje.
La distinción que hago entre novela y cuento1 no es anecdótica. Cada idea o cada
posible historia piden una forma de traslación al papel. El escritor es consciente de ello y,
cuando decide escribir un cuento, o una novela, o un poema, lo que en realidad está
decidiendo es de qué manera su tema se revelará con mayor fuerza y plenitud. Por
supuesto, hay artistas versátiles que no tienen problemas en cambiar de uno a otro
género; pero son los menos. En general van unidos en la misma persona un tipo de ideas
a una forma de expresadas. Hay novelistas, hay cuentistas hay poetas... En general.
Tanto en el cuento como en la novela, el creador ha sumergirse en la historia: eso
tiene que ver con el proceso creativo, y no tanto con el género que se elija para narrar
Pero en el caso del cuento debemos estar más pendientes de lo que va a suceder que de
las veleidades del personaje. En la novela, por el contrario, será el personaje el que
buena medida decida el desarrollo de la acción.

DESDE FUERA

Vuelvo por un momento a nuestro ejemplo del sueño, en el que somos los
protagonistas pero a ratos nos salimos de nuestra piel para observarnos desde fuera y
cambiar el decorado, como en el entreacto de una obra de teatro: si nuestro sueño fuera
un cuento, los momentos en que nos observaríamos y encauzaríamos el desarrollo de las

1
Voy a referirme, a lo largo de estas páginas, al relato breve contemporáneo, cuyo nacimiento podríamos situar
en E. A. Poe, quien, si no fue el primero en practicarlo, sí lo fue en reflexionar sobre sus características. Este tipo de
relatos distan mucho de ser novelas resumidas; son no sólo cuantitativa, sino cualitativamente diferentes de la novela.
Su germen, su objetivo y su desarrollo les son propios y distintos a los de cualquier otro género.
Asimismo, cuando hable de novela, me referiré a la novela como se la concibe a partir del siglo XIX, digamos desde el
Romanticismo, con alguna salvedad como pueda ser el Quijote, en la que el autor se adelanta con mucho a su época.
peripecias serían los más. En una novela, por el contrario, nos tocaría pasarnos más
tiempo como protagonistas que como manipuladores.
Pongo un ejemplo extraído del cuento de Julio Cortázar «Manuscrito hallado en un
bolsillo», en el que el protagonista se dedica a seguir a las mujeres en el metro de una
forma de lo más obsesiva:

Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me
gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si
su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa
en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la
ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y empezaba a
examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había juego [...]. La regla
del juego era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una
mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por
mí antes de cada viaje; y entonces —siempre, hasta ahora— verla tomar otro pasillo y
no poder seguirla, obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir
viviendo hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo reclamando
la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y cristal de ventanilla, sonrisa
aceptada o repelida, combinación de trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho
de acercarme y decir la primera palabra, espesa de estancado tiempo, de inacabable
merodeo en el fondo del pozo entre las arañas del calambre.

En una ocasión el protagonista rompe sus propias reglas y, sin que le corresponda
hacerlo, sigue a una mujer hasta la calle. Charla con ella. Comienzan a citarse. Se
enamoran. Sin embargo, la desazón que le provoca haber violado las reglas del juego
puede más que sus sentimientos, y le cuenta lo que le ocurre a ella, que por amor acepta
probar suerte en el maquiavélico juego. Durante quince días se buscan a ciegas por los
caminos subterráneos del metro. El cuento es una especie de pesadilla en la que la mente
enferma del protagonista queda reflejada en forma de acción, de juego desenfrenado:

[...] el juego iba a recomenzar como tantas otras veces pero con solamente
Marie-Claude, el lunes bajando a la estación Couronnes por la mañana, saliendo en
Max Dennoy en plena noche, el martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe
Auguste, la precisa regla del juego, quince estaciones en las que cuatro tenían
combinaciones, y entonces en la primera de las cuatro sabiendo que tocaría seguir a la
línea Sevres-Montreuil como en la segunda tendría que tornar la combinación Clichy-
Porte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque no podía haber
ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa, en Denfert-
Rochereau o en Corvisart, estaría cambiando en Pasteur para seguir hacia Falguiere,
el árbol mondrianesco con todas sus ramas secas, el azar de las tentaciones rojas,
azules, blancas, punteadas, el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andén ver
entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar mientras pasaban
cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a un vagón sin Marie-Claude, bajar
en la estación siguiente y esperar otro tren, seguir hasta la primera estación para
buscar otra línea, ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos,
subir en el tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una estación desde donde podía
pasar a otra línea, decidir que sólo tornaría el cuarto tren, abandonar la búsqueda y
subir a comer, regresar casi enseguida con un cigarrillo amargo y sentarme en un
banco hasta el segundo, hasta el quinto tren.

Sin dejar totalmente de lado sus propios sentimientos (recordemos que el personaje,
en todo caso, siempre es una parte del autor, un desdoblamiento de su espíritu que cobra
autonomía propia), el narrador-protagonista se observa actuar como si fuera otro el que lo
contara, y sólo a través de las acciones vemos reflejada su mente enferma.
Asimismo, el personaje adquiere vida por medio de un solo rasgo: su obsesión
maniática. Si tuviéramos que de describirlo necesitaríamos una sola frase: es un loco
capaz de jugarse su amor a la ruleta. Nada más sabemos de él, ni nos importa; el cuento,
el juego azaroso, requiere una naturaleza escueta que se mueva con rapidez por los
andenes.

DESDE DENTRO

Veamos ahora un ejemplo sacado del capítulo «Informe sobre ciegos», de la novela
de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas. Este capítulo es prácticamente una novela en
sí mismo. El protagonista se revela, igual que en el cuento anterior, como un ser obsesivo
y maniático que se dedica, a lo largo de ciento y pico páginas, a perseguir a los ciegos:

Recuerdo perfectamente [...] los comienzos de mi investigación sistemática (la


otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de
verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la
vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla,
una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo
caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más
profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel
sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo,
alguno de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y
desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la
oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí,
enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende
baratijas.
Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí,
para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había
terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la
realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por
una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman
parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia
volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo
instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.

El desarrollo de la acción en este fragmento viene dado por las derivaciones


emocionales, las reacciones, el carácter del narrador-protagonista. Ese carácter (que
intuir introspectivo, tortuoso) va creando a su vez imágenes exteriores («Delante de mí,
enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende
baratijas»), las cuales le son devueltas en forma de estímulo para nuevas reacciones y
cambios emocionales.
En el «Informe sobre ciegos», como en el cuento Cortázar, el protagonista es un
hombre enfermo, obsesivo Sin embargo, mientras que en el cuento el personaje está
especialmente creado para que cumpla los designios azar, en la novela de Sábato es el
carácter del personaje el que va provocando los sucesos. Parece que no es sino su propia
mente enfermiza la que hace sonar la campanilla y pone frente a él a la vieja ciega.
También se puede observar en este fragmento que todavía nos queda mucho por
saber del personaje. No es un simple maniático, sino un ser complejo del que queremos
saber más.
Así pues, en el cuento el hilo de la acción arrastra y condiciona al personaje, le abre
bocas de metro y pasillos para que corra por ellos, le dice cómo debe ser y cuándo se
tiene que tranquilizar. En la novela, sin embargo, el personaje va forjando su propio
destino de felicidad o desgracia. Sus dudas o su arrojo, sus contradicciones o su
entereza, se materializan en forma de historia.
Esto no quiere decir que en los cuentos los personajes sean seres pasivos o inertes.
No. Pero digamos que están a disposición del escritor. El cuento es un coágulo de
significación, y todo en él, hasta el personaje, está en función de esa búsqueda de
significado —consciente o inconsciente—, de esa especie de revelación instantánea que
se desarrolla en forma de historia y acción. En la novela, sin embargo, el significado es
una paga extra, un plus que nos regala el personaje al desenrollarse en toda su
complejidad.

SEGUNDA DISTINCIÓN

Esto me lleva a hacer una segunda distinción. Me voy a apoyar, como punto de
partida, en la división que establece E. M. Forster entre personajes planos y redondos.
Forster nos dice:

Los personajes planos [...] en su forma más pura se construyen en tomo a una
sola idea o cualidad; cuando predomina más de un factor en ellos, atisbamos el
comienzo de una curva que sugiere el círculo. [...] Una de las grandes ventajas de los
personajes planos es que se les reconoce fácilmente cuando quiera que aparecen. [...]
Para un autor es una ventaja el poder dar un golpe con todas sus fuerzas, y los
personajes planos resultan muy útiles, ya que nunca necesitan ser introducidos, nunca
escapan, no es necesario observar su desarrollo y están provistos de su propio
ambiente: son pequeños discos luminosos de un tamaño preestablecido que se
empujan de un lado a otro como fichas en el vacío o entre las estrellas; resultan
sumamente cómodos.

Yo voy a establecer una distinción parecida entre personajes de cuento y personajes


de novela2. Podríamos decir, exagerando un poco, que los personajes de los cuentos son
una especie de caricaturas de las personas, mientras que los de las novelas serían
personas propiamente dichas.
Esta distinción, al igual que la anterior —entre novela y cuento—, tampoco es
anecdótica. El narrador de cuentos no se puede permitir que el personaje invada el relato.
Ha de escatimar las palabras, así que necesita crear la ilusión de humanidad en unas
pocas frases bien elegidas.
La síntesis y la ausencia de complejidad de los personajes de cuento van a ir en
beneficio del impacto que provocarán en el lector, como si fueran pequeñas granadas
mano, manejables pero cargadas de pólvora.
La contrapartida es que su recuerdo resulta menos duradero. La memoria que
guardamos de los cuentos suele ser la de la acción que se narra, más que la de los
personajes que aparecen. Si vaya contar a un amigo un relato que el otro día, suelo
comenzar: «Pues estaba una pareja mayor en su casa, tan tranquila, y de pronto
escucharon ruidos una de las habitaciones del fondo. Él se levantó y fue a ver cuál era la
causa...». Incluso en los pocos casos en que recordamos persistentemente y con viveza
al personaje un cuento, lo describimos en función de sus actos («era un tipo que le hacía
la vida imposible a las mujeres... »; «paseaba sin parar por los parques de la ciudad y les
contaba a las palomas sus problemas...»). Sin embargo, si es una novela lo que
intentamos rememorar, lo primero que vendrá a la cabeza es el protagonista y su forma
de ser. A veces, cuando ha pasado el tiempo, ni siquiera somos capaces de recordar el
2
Me refiero, tanto al hablar de personajes de cuento como de personajes de novela, a los personajes
principales. De los personajes secundarios se hablará en sucesivos capítulos.
hilo argumental, mientras que el personaje aparece ante nuestra vista, a veces más nítido
que el amigo a quien se lo tratamos de describir.

PERSONAJES DE CUENTO

«Los personajes planos —nos dice Forster— se construyen en torno a una sola idea
o cualidad».
En un cuento, el personaje también tiene que quedar dibujado en un solo trazo,
aunque no por eso va a ser un personaje cojo. Veamos el principio de un relato de Eloy
Tizón, «El inspector de equipajes»:

Durante un registro rutinario a un pasajero, el inspector de equipajes Iriarte


descubrió que le engañaba su esposa.
Del portafolios del desconocido asomaron unas fotos comprometedoras que no
dejaban sitio a la duda. No quiso hacer una escena, y después de sellar
convenientemente el resguardo y entregárselo al intruso mientras decía: «Todo en
orden», vio alejarse de reojo la espalda cubierta por el pelo rubio del abrigo, la
espalda del amante camino de su vuelo, y se quedó sin respuestas. Ella le había
prendido una nota en la almohada diciendo que ese fin de semana se marchaba a
esquiar a la montaña y quizá no fuese mentira. La maleta que venía a continuación
contenía un surtido de rosarios bendecidos por el Vaticano.

Ahí tenemos al inspector Iriarte. Enterito. Habíamos dicho que en un relato es la


acción la que mueve al personaje, y ahí podemos distinguir al personaje dibujado en
cuatro líneas de acción. No se nos dice cómo va vestido, de qué color tiene los ojos ni si
fuma en pipa o no. Se nos centra directamente en la acción, y esa acción es la que nos
muestra a Iriarte con vividez: débil de carácter, sumiso, apocado, triste, mediocre... Yo me
lo imagino medio calvo con cuatro pelos atravesándole el cráneo, delgado, con unos
cuantos pellejos fláccidos bajo el estómago; cada uno se lo imaginará a su manera, pero
se lo imaginará. Y a nadie le extrañará encontrarse en el segundo y tercer párrafo con
que:

[...] Buscó algo a lo que aferrarse para mantenerse a flote y se le ocurrió hacerse
rico. Se marcaría una meta y no cesaría de luchar hasta alcanzada. Pensó que un
millón de pesetas bastaría para dejar el trabajo. No se le ocurrió pensar en una cifra
más alta.
Durante los nueve años siguientes Iriarte trabajó como un perturbado, con la
conciencia vacía, apartando cantidades minúsculas de su sueldo de funcionario de
Aduanas y yendo cada sábado a primera hora a ingresarlas en la ventanilla bancaria
con el ánimo oprimido.

A nadie le resultará inverosímil tan extraño proceder, porque el sujeto que se nos
había presentado en el primer párrafo ya era extremado de por sí. Extremado en su
mediocridad. Una caricatura de lo insípido.
Un cuento ha de ser un estampido en el espíritu del lector. Algo que duele por su
intensidad, por su brevedad: una bofetada, un beso en la boca, el olor viejo del incienso
ya se aleja en la brisa... Los personajes tienen que manejables, simples, perfectamente
reconocibles. Eso quiere decir que no cambien: el Iriarte del principio del cuento no es el
mismo Iriarte que al final le declara su amor a la cajera del banco —declaración bancaria
sin precedentes—. Ese cambio, precisamente, es el cuento. La acción dibuja una rápida
parábola y arrastra al personaje en su torrente, explicándolo. Por eso ha de ser éste
liviano y sin anclajes: para adaptarse al duro ecosistema del cuento.
Los problemas que se encuentran a su paso quienes comienzan a escribir cuentos
suelen ser, por lo que respecta a la inmersión en el personaje, de dos tipos:

1. El personaje se les va de las manos e inicia su propia andadura, independiente de


la acción del relato. Normalmente, les sucede esto a quienes comienzan escribiendo
relatos pero cuyo temperamento les inclina en realidad hacia la novela.
El resultado es que el cuento pierde el sentido inicial y, por tanto, su unidad y su
fuerza. La acción sobresale del argumento como una camisa mal metida en cintura.
Por otro lado, al esbozarse en ellos personajes complejos, este tipo de relatos dejará
al lector con una sed imposible de saciar (si no es con una novela, claro): éste querrá
saber más y más del protagonista, y siempre se quedará decepcionado cuando el cuento
finalice.
Uno de los síntomas por el que se puede detectar esta tendencia es cierta dificultad
para poner el punto final al relato. Cuando el escritor está introduciéndose en un
personaje complejo le cuesta acabar con esa vida incipiente, cortarle las venas a su
criatura. Quien no encuentre la manera de cerrar con éxito sus relatos, que eche un
vistazo a los personajes: puede que sean ellos quienes se hayan zampado el cuento y
estén pidiendo más comida.

Veamos, por poner un ejemplo, el final de un cuento en el que se puede observar


esa resistencia de la autora a abandonar al personaje a su suerte:

Cuando nació el pequeño, Fidel también confirmó sus sospechas, pero nunca, ni
antes ni después de su nacimiento, hizo nada por hablar con su amigo, y Alberto, por
su parte, tampoco volvió a llamar ni a escribir. Ni siquiera sabía cómo se llamaba su
hijo, pero calculó sin equivocarse que aquella tarde de otoño el bebé tendría ya tres
meses y que podía ser uno de aquellos que paseaban con sus madres o sus niñeras
por el parque en el que tantas veces él mismo había paseado a Fidelia hacía veinte
años. Cuando la vio aparecer con el pequeño en brazos se dio cuenta de que aquella
mujer enamorada era él mismo, era su misma expresión y su mismo deseo de
entonces, el tiempo sólo había hecho una mudanza en todos estos años: había
permitido que el amor de ella ocupara su lugar, un lugar que había custodiado
celosamente al lado de las mujeres a las que había amado durante todos aquellos
años y que ahora, gracias Fidelia, le convertían finalmente en un hombre. Un hombre
como otro cualquiera. Un hombre que se levanta del banco, que cruza el parque, que
hace su viaje errático como una hoja seca, pero encuentra al final su agujero y huye.

Me interesa señalar el cambio brusco que toma el cuento al acercarse al final. Toda
la parte que he puesto en cursivas se vuelve abstracta, vaga y etérea. Es el típico síntoma
de que el escritor no quiere separarse de su personaje de hacer un esfuerzo por terminar
el relato, se distancia, se aleja de lo concreto, de la vida, de la historia, y deja al lector con
las ganas de saber qué diablos ha ocurrido. Vamos a ver: ¿se casa o no se casa?; ¿es
feliz o no es feliz?; ¿hay perdices para comer ese día?, ¿y al siguiente?, ¿y al otro? En
lugar de ofrecernos respuestas, el personaje —junto su autora— se nos escapa por un
agujero y huye.
En el caso de que el escritor de relatos observe esa tendencia a los finales
abstractos, más vale que se pregunte si el personaje está pidiendo amplitud, si tiene
demasiadas dudas que resolver, contradicciones que sacar a flote; en una palabra, si es
demasiado complicado para la constricción de un cuento.

2. El segundo error en el que se suele caer con frecuencia al empezar a escribir


relatos cortos es el de confudir la tipicidad con la topicidad.
Lo primero nos puede resultar muy útil a la hora de construir personajes de cuento.
Exagerar un rasgo de carácter y convertirlo en personaje o acudir a modelos
inconscientes de personas (¿cómo nos imaginamos funcionario de Correos que lleva
treinta años en el oficio? ¿Qué características tendría un empresario adinerado que en
sus tiempos fue progre?) es imprescindible a la hora de escribir cuentos.

Por desgracia es fácil caer, al intentar hacerlo, en los tópicos, los mayores enemigos
del escritor. Cualquier tópico es terriblemente dañino en un texto literario, pero más aún
cuando se le pega en forma de gelatina soporífera al personaje, que ha de ser quien
capte la atención y la curiosidad del lector.

Veamos un ejemplo de lo que acabo de comentar, al inicio de un relato:

Ella era joven y desenvuelta y, como en tantas mujeres seguras de sí, su


atractivo se hallaba de tal modo confundido con la repetición de unos gestos y unas
maneras en él sustentadas que a la postre resultaba difícil dirimir si éste era de verdad
real o se trataba, más bien, de una ilusión surgida por el empeño de remarcarlo. Él era
mayor, aunque no mucho más, y parecía, por el contrario, el tipo de persona capaz de
caer una vez tras otra en los mismos baches, en los mismos obstáculos y en los
mismos estragos.

Si se compara este comienzo con el de «El inspector de equipajes», se podrá ver la


diferencia entre lo típico y lo tópico. En el caso de Iriarte, Eloy Tizón se apoya en una
serie de referentes instalados en el inconsciente colectivo para crear un personaje típico,
pero añadiéndole su propia visión, diferente a todas. Imaginemos que el escritor se
planteó lo siguiente: Necesito para mi cuento un tipo pavisoso y mediocre. ¿Qué
profesión puede tener? Funcionario de Aduanas. ¿Cómo me imagino yo a un inspector de
equipajes? Así y asá.
De ese modo el escritor consigue, con pocas palabras, que el lector se identifique
con su personaje, pues aprovecha no sólo su propia visión del personaje (su
singularidad), sino todas las implicaciones que ese tipo de persona generará en el lector.
Por eso esta clase de personajes resulta muy productiva en un género breve como es el
cuento; con la mitad de palabras se duplica el reflejo del personaje en la mente del lector.
En el segundo relato, sin embargo, parece que al escritor se le olvidó mirar con
atención a su personaje, quedó varado en el inconsciente colectivo, en la obviedad. Le
faltó hacerse las siguientes preguntas: ¿Cómo me imagino yo a ese tipo de persona
capaz de caer una vez tras otra en los mismos baches? ¿De qué forma particular es
joven y desenvuelta la chica?
Es decir, le faltó valerse de la singularidad, lanzar su propia mirada sobre los
personajes. Quizá a lo largo del relato se aclaren más los caracteres... si para entonces el
lector no se ha ido a tomar unas cañas. Un texto breve no puede contener ni un solo
párrafo en balde.
«Él [...] parecía [...] ese tipo de persona capaz de caer una y otra vez en los mismos
baches». Ah, ya, es un ésos —pensará el lector—; ¿y qué? Porque si el personaje es o
no es el tipo de persona que cae siempre en los mas errores es algo que le
correspondería concluir, en todo caso, al lector; nunca al narrador. Es, en definitiva, un
tópico, un cliché que el escritor principiante utiliza para evitarse el esfuerzo de explorar su
personaje y encontrar las palabras exactas que lo describan.
Muestro, por último, cómo A. Chéjov, en su cuento «La dama del perrito», describe a
un hombre capaz de caer una y otra vez en los mismos errores:

Gúrov no había llegado aún a los cuarenta, pero tenía ya una hija de doce años y
dos chicos en el liceo. Lo habían casado pronto, cuando todavía era estudiante de
segundo curso, y ahora su esposa parecía mucho mayor que él. [...] Le era infiel desde
hacía tiempo. La engañaba a menudo y, tal vez por eso, casi siempre hablaba mal de
las mujeres. Cuando se referían a ellas en su presencia, siempre decía lo mismo:
—¡Una raza inferior!
[...]
La experiencia, repetida y, en efecto, amarga, le había enseñado hacía tiempo
que si al principio cualquier acercamiento rompe dulcemente la monotonía de la vida, y
se presenta como una deliciosa y ligera aventura, para la gente decente y, en especial,
para los moscovitas, lentos de reflejos e indecisos, inevitablemente se convierte en
todo un problema, en algo complicadísimo, hasta el punto de hacerse insoportable la
situación. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta conclusión
parecía desvanecerse de su memoria, sentía renovados deseos de vivir, y todo parecía
muy sencillo y divertido.

PERSONAJES DE NOVELA

Los personajes de novela, como ya he comentado antes, llevan a sus espaldas el


peso de la narración. Por eso hay que sumergirse en ellos hasta el extremo de padecer
sus dolores de muelas. Lo que en el cuento puede llegar a ser contraproducente si se
practica en exceso, en la novela resulta imprescindible.
Cuando el artista se decide por la novela —o la novela se decide por él— como
medio de comunicación, expresión y búsqueda, está emprendiendo el camino que lo
llevará a la comprensión de sus propios personajes: quiere saber sus inclinaciones, los
motivos que les llevan a actuar como lo hacen, sus procesos mentales...
Esa búsqueda requiere extensión. Si es la amplitud la que lleva al escritor a
enamorarse de sus personajes, o si el interés por vivir y entender otras vidas es lo que lo
conduce a desenvolverse en grandes praderas, no nos importa mucho ahora mismo. Lo
que importa es el camino que se recorre, y no el motivo por el que se emprendió. Si
Rafael Sánchez Ferlosio empezó a escribir El Jarama como un mero ejercicio donde
quería reflejar la curiosa forma de hablar de los jóvenes de su época, sus personajes no le
dejaron salirse con la suya y contaron su propia historia, perpleja y trágica.
Incluso en un subgénero marcado por la acción como es la novela negra, se puede
observar una tendencia (en las mejores series del subgénero ) a que el detective, ese
bloque de piedra escuetamente cincelado, se humanice y se haga con las riendas de la
acción. Veamos lo que cuenta Manuel Vázquez Montalbán sobre la creación de su
famoso detective Carvalho:

[...] para mí Carvalho significaba la resolución del gran problema del punto de
vista de cara a una novela crónica. Él vería la realidad y propondría al lector una
identificación de miradas. Construí el personaje con una serie de materiales de derribo
que lo hacían inverosímil en la realidad material, pero perfecta y mágicamente
verosímil en la realidad literaria. Inmigrante, ex-agente de la CIA, ex-miembro del
Partido Comunista, amante de una prostituta de teléfono, viviendo inmerso en una
familia atípica (Biscuter, Bromuro, Charo, el gestor Fuster). [...]
Ahora bien, con estos requisitos, Carvalho podía haber sido un mero pretexto
técnico para descargarme de la responsabilidad de mi propia mirada. Podría haberlo
utilizado como mi monstruo del Dr. Frankenstein y moverlo desde el centro remoto de
mi mesa de escribir. Pero bien pronto me di cuenta de que Carvalho tenía vida propia.
El conjunto de extrañas peculiaridades habían conformado un personaje real que tenía
su propia lógica y que en ocasiones, en el momento de redactar una novela, podía
plantearme problemas de rebeldía a la manera unamuniana o pirandelliana. Desde la
más elemental intuición lectora, al repasar muchas veces lo que yo mismo había
escrito sobre lo hecho o dicho por Carvalho, me daba cuenta de que él, en buena ley,
por su propia lógica, no podía haber dicho ni hecho lo que yo le atribuía. Y siempre he
dado la razón a este instinto lector que en cierto sentido se fragua en un diálogo
constante con el personaje.

Y precisamente esa rebeldía del personaje, que en principio puede resultar una
incomodidad para un tipo de novela que exige ante todo acción, es lo que le proporciona
una tercera dimensión —la de la profundidad—, el eje por el que el lector resbalará del
mero entretenimiento a una actitud más reflexiva frente a la vida y ante sí mismo.
Conviene tener claro, por tanto, que la novela ha de desprender —más que ingenio
o exquisitez formal— humanidad por los cuatro costados. Los personajes son los que
llevarán al lector por el largo camino, los responsables de la coherencia y de la lógica
interna del texto. Por eso es absolutamente imprescindible que el escritor sea capaz de
contemplar la historia desde el interior de sus protagonistas y de —en las ocasiones
transitorias en que tenga que salir al exterior— mantener con ellos un diálogo
ininterrumpido.
Así como en el cuento el personaje puede ser descabellado o extremoso, sin
sentimientos o con una sola inclinación extravagante mientras que la acción redondee el
relato y mantenga la cohesión, en la novela el personaje ha de sentir como un ser
humano lo haría, por más que la acción resulte desenfrenada o absurda.
Veamos, por poner un ejemplo, un pasaje de Cien años de soledad en el que García
Márquez, con su maestría habitual, crea una situación supuestamente inverosímil, mágica
y delirante, echando a volar por los aires a Remedios, la bella. Se puede observar cómo
todos los que la rodean, y hasta ella misma, se comportan de una forma de lo más natural
y humana:

[...] Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una
palidez intensa.
—¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una
sonrisa de lástima.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le
arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió
un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la
sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse.
Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de
aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la
bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que
subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y
pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se
perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los
más altos pájaros de la memoria.
Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido
por fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la
honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por
aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las
sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron
novenas.

Tanto Úrsula, Amaranta y Fernanda como los forasteros y la gente de Macondo,


reaccionan ante el prodigio en función de sus humanos temperamentos e intereses.
Muchas de nuestras abuelas, por ejemplo, se hubieran lamentado —de haberse
enfrentado a una situación similar— por la pérdida de unas sábanas que son, por otra
parte y con toda su carga de cotidiana domesticidad, el lienzo de fondo de la escena. Pero
resulta curioso que hasta Remedios, la bella, sea fiel a su humanidad. Alguna vez me he
encontrado, en la vida real, a ese tipo de mujer ingenua y alunada que inspira el
pensamiento de que se puede echar a volar como un globo de feria en cualquier
momento. En una novela, donde no se tienen las limitaciones de la corporeidad, podemos
llevar la esencia del personaje hasta el final, subiéndolo a las nubes si así lo pide su
temperamento volátil.
Gracias a esa humanidad resultan creíbles las novelas de García Márquez, pues
una vez que nos ha convencido de que sus personajes son seres humanos como
nosotros, los dejamos ya que vuelen o que vivan trescientos años, que toquen el
clavicordio en oscuros palacios o que fabriquen sin cesar pececillos de oro para después
volver a fundirlos.
Un héroe de cuento se puede permitir ser perfecto y nada más que perfecto. El
héroe de una novela, sin embargo, por muy héroe que sea no dejará de tener sus
momentos de duda, oscuros secretos que lo manchan de infamia, tentaciones no
vencidas, flaquezas perdonables...
El escritor —y después el lector— se tiene que identificar con él durante muchas
páginas, y le sería imposible empatizar con alguien que no se pareciera a él ni en el
blanco de los ojos.
Las novelas poco convincentes suelen flaquear, muy a menudo, por este lado.
Cuando el autor intenta, a partir de unos cuantos rasgos que elige para su personaje,
moverlo como una marioneta a través de la acción, sin preocuparse lo más mínimo de
cuál es el temperamento de su criatura o de preguntarle si le apetece de verdad recorrer
el camino que le ha marcado, esto suele reflejarse en que el protagonista aparece
desdibujado y turbio; en que se mueve maquinalmente y no por su propia naturaleza.
Como consecuencia, sus actos resultan incoherentes y la narración se arrastra en un
sinsentido constante, renqueando a lo largo de las páginas como si llevara muletas.
Este problema tiene que ver, indudablemente, con la inmersión del autor en el
personaje. La coherencia y fuerza de una novela no se pueden conseguir manejando los
hilos desde fuera, como si jugáramos una partida de ajedrez; sólo la mente y los ojos de
los personajes nos podrán señalar el camino que han de seguir, y si el escritor no es
capaz de identificarse con ellos, la novela se desmembrará y aburrirá al lector.
Veamos un ejemplo de personaje difuso, extraído de una novela publicada
recientemente:

OIga me llevó a ese café, me presentó a todas esas personas a quienes yo


conocía de oídas, escritores, periodistas, pintores, abogados, todos políticos al fin y al
cabo, todos interesados en transformaciones sociales, en procesos históricos, en
revoluciones, en teorías. Enseguida me di cuenta de que OIga, aunque no hablaba
mucho, era allí, en la tertulia del Somos, como lo había sido en el colegio, el centro de
la reunión. OIga ejercía de reina silenciosa y distante y, aun cuando su superioridad
no era sólo una cuestión de edad, estaba claro que era la mayor de las mujeres, la
que había vivido más y conocido Dios sabe cuántas personas, y de qué modo, y, sobre
todo, personas importantes, raras, seductoras, más aún que las que en ese momento
nos rodeaban. Otra vez, como en el colegio, tenía tras de sí un territorio
extraordinario para su uso exclusivo. Eso era lo que se decía de OIga, lo que se daba
por supuesto al hablar con ella: su intimidad con los grandes personajes, su misteriosa
amistad con esos hombres admirados cuyos nombres, a todos los demás, nos
infundían tanto respeto que apenas nos atrevíamos a pronunciarlos.
El relativo silencio de OIga en la tertulia se rompía después, a la salida del
Somos. Me cogía del brazo y echábamos a andar junto a la verja del Retiro. Esos son
los atardeceres de verano que recuerdo ahora. Ese aire cálido, cargado de olores y
nostalgia, ha venido hasta mí a través de la ventana abierta, con todas las palabras,
ya irreconocibles, de OIga, que, colgada de mi brazo, hablaba y hablaba, como
aquella tarde en la enfermería del colegio, en el cuarto en penumbra en el que nos
había recluido la madre enfermera. Ahora, años después, a la salida del Somos, OIga
me contaba sus aventuras, me relataba sus amores.

Vaya, parece que en este fragmento no se puede ver a OIga por ningún sitio.
Hablaba y hablaba... pero, ¿qué decía? Todo es vago en ella: parece que la narradora se
niega a damos detalles concretos sobre OIga. Estamos en la página dieciséis. Puede que
nos haya pasado desapercibida alguna secuencia anterior en la que se la definía.
Vamos a retroceder hasta aquella tarde en la enfermería del colegio, en la página
diez, por si ahí conseguimos escuchar a OIga, ver a OIga:

Sin duda ésa fue la primera vez que estuvimos juntas OIga y yo, juntas y solas, y
la primera vez que hablamos, que, sobre todo, habló OIga, porque, una vez que la
puerta se cerró tras los pasos silenciosos de la madre enfermera y que el cuarto, con
las contraventanas y la puerta cerradas, estaba casi completamente oscuro, OIga
empezó a hablar, a contar una cosa tras otra, a reírse incluso, y aunque hablaba en
susurros a veces alzaba la voz, de manera que, si la madre enfermera estaba en el
cuarto contiguo, nos tenía que oír, pero quizá estaba en otro cuarto más alejado o
dormitaba, porque no entró sino mucho después, casi al cabo de la tarde. No sé lo que
OIga me contaría durante aquel rato que compartimos en la enfermería, supongo que
chismes de la vida del colegio, y aún creo que yo no podía escucharla del todo,
impresionada por el hecho de que OIga Francines, la famosa OIga Francines, me
estuviera hablando a mí, que era una absoluta desconocida para ella, una niña, por lo
demás, cinco años más pequeña. [...] Puede que yo tuviera entonces diez años y ella
quince, y la verdad fue que después de haber pasado aquella tarde en la enfermería,
yo miraba a OIga como si me perteneciera un poco, ya no era la OIga lejana que todas
admirábamos y que no tenía nada que ver conmigo, era una OIga que me había
hablado durante horas.

OIga no para de hablar, y sin embargo al lector le parece alguien de lo más


silencioso, porque, por alguna razón, se nos ocultan sus palabras. Retrocedamos algo
más para saber al menos por qué todas las alumnas del colegio admiraban a OIga:

Admirábamos a Oiga [...] por su vida extraordinaria y secreta, por el padre al


que nuestra imaginación había hecho diplomático y que iba y venía por el mundo
inmenso, esos países remotos y exóticos de los que sin duda le traía a Oiga algún
recuerdo. La admirábamos por no tener una familia normal, por tener siempre a las
monjas pendientes de ella, porque en cierto modo todo giraba a su alrededor.

Como se puede ver, las razones por las que las niñas admiraban a OIga son
externas a la propia OIga. No hay manera de visualizarla, ni de escucharla, ni de conocer
su carácter. Sigamos indagando, a ver si logramos atraparla.
¿Por qué tenía siempre a las monjas pendientes de ella?

Pero nadie compadecía a OIga, salvo las monjas, que quizás tampoco la
compadecían, pero que la miraban con un poco de temor, como si ellas, encargadas
de cuidar a OIga durante tantas vacaciones, tuvieran miedo de no estar a la altura, de
fallar.
[...] Por vivir muchas temporadas sola con las monjas tenía con ellas una
confianza que a todas las demás nos parecía asombrosa, indescifrable...

Tampoco se contesta aquí a nuestra pregunta sino con evasivas; en ningún caso
con algo que aluda a la persona de OIga.
Durante dieciséis páginas se nos ha estado hablando de una OIga que no existe, y
por tanto todas sus acciones (hablar o permanecer callada, pasear o ir a las tertulias)
resultan inverosímiles, aun sin ser extraordinarias. Podríamos seguir buscando pistas y
respuestas hacia atrás o hacia adelante, pero siempre nos encontraremos con esa
vaguedad elusiva que nunca nos permite aprehender al personaje por completo.
Después OIga se enamora, se desenamora y hasta habla, pero es alguien abstracto
a quien le ocurren cosas, porque en ningún momento se nos muestra en su individualidad,
en sus gestos característicos. Da la impresión de que no es ella quien actúa, sino la
narradora quien la mueve y habla por ella como lo haría un ventrílocuo con su muñeco:

¡Qué enamorada estoy!, exclamaba, interrumpiendo el desordenado relato, y


fijando los ojos inmensos, brillantes, en ese punto indefinido del amor que era invisible
para mí. ¡Si lo llegas a ver, allí, frente a mí, diciéndome esas cosas tan desoladoras:
estoy agotado y vacío, desconectado del mundo, ya no volveré a escribir, no me
interesa la vida! [...] ¡Es horrible lo mal que resultan las cosas contadas!, protestaba
OIga. ¡Si lo hubieras podido ver cuando se volvió hacia mí delante de la puerta de la
pensión y me miró como pidiéndome perdón por tener que llevarme a un sitio como
ése, y suplicándome a la vez que no me volviera atrás, que me necesitaba...! Las
escaleras, estrechas y sucias, en penumbra, ese olor indefinido y rancio de las
viviendas baratas, esos sordos sonidos —voces, televisión, radio, pasos— de los
fantasmales vecinos de los pisos... Pero todo se transformaba y valia la pena, porque
Luis pedía perdón y la pedía a ella, tenerla, amarla. ¡Ése es el instante por el que se
lucha y se muere, la razón de las existencias erráticas de los seres humanos! Un
instante que no pertenece por entero a la vida, que llega a otro lado, un instante
poético... Aquí se detenía OIga, en el umbral de una teoría sobre la poesía.

En este fragmento se puede observar cómo se mezclan las voces de la narradora y


del personaje en un lenguaje envarado que suena a falsete, como si alguien por detrás de
Olga estuviera tratando de imitar su voz, sin demasiada fortuna. Sólo hay que fijarse en la
cantidad de exclamaciones sin valor expresivo que se incluyen, en un intento de soslayar
la ausencia de convicción del monólogo, de esa mixtura de las voces de autora, narradora
y personaje.
Por otro lado, da la impresión de que la narradora estuviera justificándose
constantemente, a lo largo de la narración, por la falta de verosimilitud de lo narrado: «No
sé lo que Oiga me contaría durante aquel rato que compartimos en la enfermería [...], y
aún creo que yo no podía escucharla del todo...»; «...todas las palabras, ya irreconocibles,
de Oiga, que, colgada de mi brazo, hablaba y hablaba»; «¡Es horrible lo mal que resultan
las cosas contadas!, protestaba Oiga».
En esta novela el estilo es correcto, la narración se sigue sin dificultad, los detalles
ambientales son aceptables...; pero se echa en falta una mayor identificación con el
personaje por parte de la autora y, en consecuencia, por parte del lector, que se ve
obligado a seguir un argumento construido en torno a un conjunto de vaguedades llamado
OIga.
Este tipo de deficiencias relativas a la inmersión del autor en el personaje de novela
hace que el lector reciba la impresión de que el narrador está contándole una película que
vio el otro día. Y el lector no necesita que le cuenten la película; quiere verla con sus
propios ojos, que para eso ha pagado la entrada.

MATICES Y ACLARACIONES

De manera que sumergirse en el personaje resulta fundamental a la hora de escribir


una novela, así como en el cuento lo es sumergirse en la acción.
Hay novelas, no obstante, en las que predomina la acción sobre el personaje. Sería
el caso de la novela de aventuras, la novela negra o la ciencia-ficción. En ellas los
personajes pueden ser absolutamente estereotipados y predecibles sin que al lector se le
cierren los ojos por ello. La acción contumaz y persistente puede sostener también un
texto largo. Sin embargo, qué duda cabe de que si en este tipo de novela el protagonista
adquiere profundidad, como he señalado antes refiriéndome a Vázquez Montalbán, la
narración ganará en calidad y calará más hondo en la mente del lector (y del propio
escritor). Así, en las novelas, de Joseph Conrad o de Graham Greene los personajes son
psicologías complejas que nos llevan a través de la acción, provocada, a su vez, por ellos.
Asimismo, hay cuentos en los que destaca el personaje sobre la acción narrada,
aunque no es la tendencia actual. Estos cuentos de personaje se asemejan a novelas
sintetizadas, o a fragmentos de novela (con valor en sí mismos, pero que podrían
alargarse sin que la unidad se resintiera); sería el caso de algunos de los relatos de
Chéjov o Flaubert. Sin embargo, con el paso del tiempo el género cuentístico se ha ido
especializando y adquiriendo unas características que lo hacen cada vez más diferente de
la novela. Durante los últimos tiempos son cada vez más numerosos los escritores que se
avienen a aprovechar al máximo los recursos que la poca extensión les ofrece. Los
cuentos especializados son como chispas, y una sola línea añadida los estropearía. En
ellos la fuerza de los personajes radica precisamente en su contención, y es a ellos a los
que me he referido al hablar de personajes de cuento.
En estas páginas he señalado, pues, las tendencias generales, en un intento de
delimitar los errores más frecuentes en los que caen aquellas personas que se inician en
la creación literaria. Porque un problema que suele encontrarse quien empieza a escribir
es el de no saber exactamente cuál es el género donde mejor se desenvolverá y en el que
su estilo y sus temas tomarán mayor impulso. A esas personas les recomiendo que
observen en sus textos el tratamiento que han dado al personaje y que reflexionen sobre
su forma de sumergirse en la historia. En definitiva, que se tomen el pulso narrativo.
Obstinarse en escribir relatos en los que el personaje se desmelena o novelas en las
que el protagonista echa el hígado por la boca por no dar más de sí puede resultar
frustrante. Asimismo, el esfuerzo que conlleva nadar contra corriente no deja mucho
espacio a la verdadera creación, a la búsqueda de nuevos mundos, por lo que es mejor
tener un terreno firme bajo los pies que nos ponga alas en lugar de cortárnoslas, pero que
tampoco nos quede ancho.
Una vez inmersos en el personaje, no nos queda otro remedio que dejarle actuar,
por lo que se va quedando corto este capítulo. A partir del próximo me centraré en los
personajes de novela, aunque de vez en cuando los de cuento me servirán de
contrapunto.
Sirva de puente, entre este capítulo y el próximo, una I cita de A. Gide:

El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar. El
verdadero novelista los mira actuar.

2. ACCIÓN

TRES MUJERES

Tres apasionadas pero virtuosas señoras, encerradas en una sociedad mezquina


que no deja mucho lugar a los sueños, y casadas las tres con maridos mediocres, se
dejan robar la virtud tras un largo asedio por otros no menos mediocres caballeros. Todo
les sale fatal; y es lógico, rodeadas como están de gentuza. Una vive en Rusia, otra es
francesa ya la tercera le toca pasar su calvario en la España de provincias.
Se trata, en efecto, del argumento (expuesto de forma algo subjetiva, como se habrá
notado) de tres grandes novelas del siglo XIX: Ana Karenina, Madame Bovary y La
Regenta, cuyas protagonistas son Ana Karenina, Emma Bovary y Anita Ozores
respectivamente. Estas tres mujeres, que tantos disgustos y satisfacciones han dado a
miles de lectores en los últimos doscientos años, nos van a ayudar ahora con toda
amabilidad, acompañándonos en los próximos capítulos.
Aunque las tres novelas tienen un argumento similar, las diferentes personalidades
de las tres jóvenes van a marcar cada obra con un sello inconfundible, por lo que nos van
a poder guiar diestramente por los vericuetos del personaje.
No hace falta decir que, de no haberse identificado con sus protagonistas, León
Tolstoi, Gustave Flaubert y Leopoldo Alas «Clarín», no habrían alcanzado los estantes de
nuestras librerías. Quizá ni ellos mismos imaginaron que a las puertas del siglo XXI
hombres y mujeres de todas las edades seguirían leyendo sus obras.
Lo que sí supieron sin duda estos tres magníficos observadores del alma humana es
que vivir en sus personajes era una manera de entenderse, de soportarse, de encontrarse
a sí mismos. «Madame Bovary soy yo», dijo Flaubert. Madame Bovary somos todos. Y
todos, como lo hizo Flaubert al escribir la novela, nos salvamos —un poco y por poco
tiempo— a costa de su sacrificio. Aunque, como dice Ernesto Sábato:

Yo sé, en cambio, lo que con lágrimas en los ojos habría murmurado mi madre, pensando
no ya en Emma sino en él, en el pobre y sobreviviente Flaubert: «¡Que Dios lo ayude!»

Pero nada de dramatismos. Por el momento, los personajes están vivitos y


coleando, deseando moverse.

PONERSE EN MOVIMIENTO

Desde que mencioné la primera vez al personaje, apareció la palabra acción por
estas páginas. Imposible despegar al uno de la otra. Las células se reproducen, el
corazón late, el niño llora, mueve las manos y los pies, echa a andar, piensa y aprende.
La vida tiene que ver con el movimiento; la muerte, con lo estático. Y la literatura es vida,
porque sólo de la vida podemos hablar.
Llamamos historia a «la sucesión de las acciones que constituyen los hechos
relatados en una narración». Así que sin acciones no tenemos historia, y sin personajes
no hay acción que valga. Y en una novela, cómo no, vamos a contar una historia. Es
obvio, y sin embargo no viene mal recordarlo de vez en cuando.
Los personajes serán en la historia los representantes de la humanidad. La cosa es
seria. Tienen que dar la talla. No se pueden quedar tirados a la bartola durante trescientas
páginas, porque los personajes holgazanes no representan a la humanidad, sino sólo a un
escritor apático al que le da pereza escribir.
Historia implica movimiento. Nuestros personajes pueden pensar, pero cuidado: no
pueden sólo pensar. Tienen sobre todo que moverse, actuar. No existen novelas
exclusivamente de pensamiento como no existen personas estáticas de por vida.
Cuando el niño está en el sofá del salón, calladito, los padres desconfían. Si un
amigo nuestro se encierra durante días en casa sin querer ver a nadie en actitud reflexiva,
pensamos: «¿Qué estará tramando?». Cuando el gobierno no abre la boca, malo. Cuando
es la oposición la que calla, peor. Porque luego nos encontramos al niño prendiendo
fuego a la alfombra del salón, nuestro amigo nos querrá liar para que nos metamos con él
a una secta, el gobierno robará el dinero a los ciudadanos y la oposición se habrá llevado
una parte del pastel. Cuando las personas piensan es para después actuar.
Con los personajes ocurre lo mismo. No se los puede mantener quietos durante
mucho tiempo. Si los encerremos entre cuatro paredes, su mente tendrá que encargarse
de sacarlos a correr por los prados. Como consecuencia vienen definidos, en buena
medida, por sus acciones. A los personajes no hay que explicarlos, sino dejarlos actuar.
LO ABSTRACTO Y LO CONCRETO

Desde hace ya algunos siglos la novela se distingue por llevar al terreno de lo


concreto los grandes temas existenciales (el amor, la vida, la muerte, el miedo...). Dicho
de otra forma: la identificación, es decir, lo que la novela va a tener de universal, se
consigue por medio de la singularidad, tanto del autor como de los personajes que crea.
Así que los personajes tienen que ser personas singulares que hagan cosas
concretas, en un espacio dado y durante un tiempo determinado.
Cuando escribimos una novela estamos creando un mundo; nuestro mundo
particular. Ese mundo no es ilimitado, sino que tiene sus fronteras, que son las páginas
que den de sí la narración y los personajes. Digamos que es un microcosmos con un
pequeño número de personas, objetos, animales, paisajes..., siempre muchísimo menor
que el del mundo que nos rodea. Eso lo hace abarcable para buscar en él con mayor
comodidad lo que en el otro —excesivamente complejo— se nos hace imposible
encontrar. No obstante, como cualquier mundo, tiene que dar la impresión de totalidad, de
infinitud, de diversidad.
Para conseguir ese efecto plural hemos de ser concretos hasta la extenuación, al
contrario de lo que cabe imaginar.
Muchas personas, y entre ellas algún que otro escritor, piensan que cuanto más
abarca el significado de una palabra, más amplio y grandioso es lo que expresa. Parece
que si decimos «amor», «humanidad», «existencia», al que nos lee se le hinchará el
pecho de emoción, cosa que no ocurriría si le habláramos de «hormigas», «zapatos» o
«ruedas de caucho». Y no es verdad.

EJEMPLO DE CONCRECIÓN

Me explico con un ejemplo extraído de Ana Karenina.


Es parte de la escena en que Ana llega a Moscú procedente de San Petersburgo, al
principio de la novela. En la estación ocurre un incidente al que asisten Ana, su hermano
Oblonsky (que ha ido a recogerla), el conde Vronsky (el que será su amante y al que
acaba de conocer) y la madre de éste. Veamos cómo lo cuenta Tolstoi (pongo en negrita
los sustantivos concretos y en cursivas los verbos de movimiento):

La doncella cogió el maletín y el perrito; el mayordomo y el mozo se llevaron


las demás maletas. Vronsky tomó del brazo a su madre; pero cuando se apeaban del
vagón vieron unas cuantas personas asustadas que pasaban corriendo. Tras ellas
corría el jefe de estación con su gorra de un color absurdo. Debía de haber
sucedido algo insólito. Los pasajeros de aquel tren volvían corriendo.
—¿Qué pasa?... ¿Qué pasa?... ¿Dónde?... ¿Se ha tirado?... ¿Lo ha matado? —
se oía exclamar a los que pasaban.
Stepan Arkadievich y su hermana, cogidos del brazo, volvían también y sus
semblantes expresaban susto. Sorteando a la gente llegaron a la portezuela del
vagón, donde se detuvieron.
Las dos señoras subieron al vagón mientras Vronsky y Stepan Arkadievich
fueron a enterarse de los pormenores del accidente.
El guardagujas, bien porque estuviese borracho, o porque fuese demasiado
abrigado por la helada, no oyó retroceder el tren, que lo aplastó.
Antes de que regresaran Vronsky y Stepan Arkadievich, las señoras se enteraron
de esto por el mayordomo.
Stepan Arkadievich y Vronsky vieron el cadáver mutilado.
Era evidente que Oblonsky sufría. Hacía muecas y parecía a punto de echarse a
llorar.
—¡Ah! ¡Qué horrible! ¡Si lo hubieras visto, Ana! ¡Qué cosa tan horrible! —decía.
Vronsky callaba; su rostro era grave, pero completamente sereno.
—¡Ah! Si lo hubiera usted visto, condesa —dijo Stepan Arkadievich—. Su mujer
está aquí... Es espantoso verla... Se arrojó sobre el cadáver. Dicen que él solo
mantenía una familia inmensa. ¡ Qué desgracia!
—¿No se podría hacer algo por ella? —murmuró con emoción Ana Karenina.
Vronsky le echó una mirada, e inmediatamente salió del vagón.
—Ahora mismo vuelvo, maman —dijo desde la portezuela.
Cuando regresó, al cabo de unos minutos, Oblonsky hablaba con la condesa de
una nueva cantante, mientras ella miraba con impaciencia la portezuela, esperando a
su hijo.
—Vámonos ya —dijo Vronsky, entrando.
Salieron juntos. Vronsky y su madre iban delante. Ana Karenina y su hermano los
seguían. A la salida, el jefe de estación alcanzó a Vronsky.
—Ha entregado usted doscientos rublos a mi ayudante. Haga el favor de decirme
para quién son.
—Para la viuda —dijo Vronsky, encogiéndose de hombros—. No sé para qué lo
pregunta.
—¿Le has dado dinero? —le gritó Oblonsky, y apretando el brazo de su
hermana, añadió—: ¡Qué bien, qué bien ha hecho! ¿Verdad que es un buen
muchacho? Mis respetos, condesa.
Oblonsky y su hermana se detuvieron, buscando con la vista a la doncella.
Cuando salieron de la estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. La gente que
entraba comentaba aún lo sucedido.
—Una muerte horrible —decía un señor que pasaba junto a ellos—. Dicen que
ha quedado partido en dos.
—Al contrario, me parece que es la mejor; ha sido repentina —observaba otro.
—No entiendo cómo no se toman medidas... —decía un tercero.
Ana Karenina se sentó en el carruaje, y Oblonsky vio con asombro que sus
labios temblaban y que apenas podía contener las lágrimas.
—¿Qué te pasa, Ana? —le preguntó cuando el coche hubo recorrido unos
centenares de metros.
—Es un mal presagio —contestó la Karenina.

En este pasaje lleno de gente que viene y va, portezuelas, vagones, trenes, diálogos
entrecortados, maletas, maletines, perritos, cantantes, condesas impacientes,
guardagujas demasiado abrigados y jefes de estación se nos está hablando, en una capa
subterránea, de la muerte (y no sólo de la muerte del guardagujas), de un amor incipiente,
de la mezquindad, de la pobreza y la riqueza, del destino de Ana Karenina en el mismo
instante en que éste se empieza a fraguar... Pero todo eso no se ve ni se menciona en el
texto, sino que se va posando en la mente del lector como un velo de tragedia a través de
los hechos.
Asimismo, se puede observar cómo consigue el autor recrear una sensación de
multitud y movimiento. En el fragmento se menciona explícitamente a catorce personas (la
doncella, el mayordomo, el mozo, el jefe de estación, su ayudante, Ana, Oblonsky, la
condesa, Vronsky, el guardagujas, la viuda del guardagujas y tres señores que pasan),
que en la mente del lector se multiplican por diez.
El truco no es otro que la acción específica. Se nos está hablando de objetos y
personas determinados («maletas», «jefe de estación», «gorra de un color absurdo»,
«vagón», «doscientos rublos»...) unidos por exactamente cuarenta y dos verbos de
movimiento («cogió», «llevaron», «tomó», «corría», «volvieron», «subieron»,
«regresaran»...) y algunos diálogos. La palabra «vagón» se menciona cuatro veces; la
palabra «muerte» una sola vez.
Por último, echemos un vistazo al narrador. Con un tono neutro nos va mostrando lo
ocurrido con su cámara oculta, como si estuviese allí mismo, junto a los personajes, como
si fuera una persona más —una persona anónima— en el tumulto de la estación. Es
omnisciente, sabe todo de sus personajes, pero no utiliza esa información; se disfraza con
una gabardina y una maleta, y nos va contando las reacciones y los movimientos de la
gente («¿Qué pasa?.. ¿Qué pasa?.. ¿Dónde?.. ¿Se ha tirado?.. ¿Lo ha matado?»). El
autor, muy astutamente y disfrazado de narrador, está presentándonos a sus criaturas por
sus gestos y reacciones.
Así, leyendo estos párrafos sabemos, sin que se mencione explícitamente, de la
frivolidad de Oblonsky y la condesa, la serenidad —algo fría— de Vronsky y la emotividad
de Ana, rasgos que se mantendrán hasta el final de la novela.

EJEMPLO DE ABSTRACCIÓN

Veamos ahora un ejemplo en el que se intenta hacer algo parecido (pongo en


cursivas los hechos concretos, y en negrita las abstracciones):

Estacionamos en el aparcamiento del Mac Donald's, fuimos recibidos por la


sonrisa del payaso de plástico, con sus colorines. Entramos y nos pusimos a la cola:
niños con madres gordas y padres bobalicones, oficinistas, funcionarios, familias
de retrasados, contándose chistes, chismes.
[...]
África, con la mirada perdida, la memoria ocupada por su madre, devoraba la
hamburguesa. Tenía frente a ella a la barbie, a mí, a una familia compuesta por una
niña de unos seis años; un padre con pintas de ratón de biblioteca, gafas de montura
redonda, perilla, pelo largo, corbata roja; una madre en mangas de camisa, con el
tatuaje de una araña en el hombro izquierdo. Charlaban y se reían. La escena
resultaba tierna, repugnante. Saqué del bolsillo la petaca y la apuré de un trago. El
Mac Donald's estaba repleto de personas clónicas, que comían la misma basura y,
casi con certeza, frecuentaban escenarios gemelos: hoteles funcionales y cajeros
automáticos y cadenas de supermercados y multisalas de cine y grandes
almacenes. Vivían en el no lugar, merecían el no lugar, eran copias exactas unos
de otros, de sus frustraciones, sus anhelos, sus miedos.
Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa, aconsejó reparando en mi petaca:
—Compórtese, hay niños, está prohibido beber alcohol.
—Estoy merendando con mi hija...
—Usted no es un buen ejemplo para ella.
Un guardia jurado, igual a miles de guardias jurados que incordiaban a los
clientes del no lugar, criticaba mi manera de educar a África. El alcohol y la coca
liberaban lo mejor de mí, se hermanaban en mi conciencia. Agarré la cabeza del
guardia jurado y la estrellé contra la mesa. Cayó como un guiñapo, sordo, roto, con los
ojos desorbitados. Sangre, la nieve roja, la noche roja desparramándose en el
exterior, y el primer invierno de mi desencuentro con Anasu, y el frío que me
obsesionaba. El guardia jurado balbucía en el suelo. Me apropié de su revólver, lo
sostuve en las manos, apunté a la familia de enfrente, al hombre de la corbata roja.
Pregunté:
—África, cariño, ¿estás bien?
—Dijiste que contigo no me podía ocurrir nada, nunca.
Comencé a disparar.
[...]
Sonaban los disparos, África desorbitaba la mirada. El hombre de la corbata roja,
el de la mesa de enfrente, estaba muerto, le había reventado los pulmones. Su hijita y
su mujer lloraban. África se había quedado en blanco, abrazando a la barbie. Tiré la
pistola al suelo, recobré el sentido, me cercioré de lo que había hecho y la verdad es
que me dio igual. Había matado a un hombre, no me sentía culpable, ¿Por qué
habrían de atosigarme los remordimientos? El hombre que cenaba en el Mac
Donald's poseía familia, trabajo, Le había robado lo que fue, lo que podía haber
llegado a ser, ¿Y qué? Era uno de esos individuos que concurrían en el no lugar, una
imitación de una imitación, un plagio de un ser humano.

He elegido este pasaje porque intenta —y debería— ser una escena de acción. Hay
algunos diálogos y objetos concretos («barbie», «revólver», «corbata roja»...), pero está
salpicado de tantas abstracciones que éstas consiguen estropear en buena medida el
efecto requerido.
Aunque se nos dice que el local está repleto de personas clónicas, nos resulta difícil
imaginamos a esa multitud.
Decir «personas clónicas», «madres gordas y padres bobalicones, oficinistas,
funcionarios, familias de retrasados», es como no decir nada. Si en lugar de eso, el
narrador nos hubiera mostrado un ejemplar de cada especie, ellos mismos se habrían
reproducido.
Se menciona explícitamente a siete personas (el hombre de la corbata roja, su
mujer, su hijita, el guardia jurado, Anasu, África y el protagonista) que, en lugar de
multiplicarse, casi se reducen a una sola: el protagonista. Y es que éste interpone
continuamente sus pensamientos abstractos entre el lector y los hechos, difuminándolos.
Nos habla de frustraciones, anhelos, miedos, remordimientos, culpabilidad... Nos habla
del no lugar (la expresión se menciona cuatro veces, como la palabra «vagón» en el
fragmento de Tolstoi) y de personas iguales unas a otras (pero las personas, en la ficción
como en el mundo, nunca pueden ser iguales unas a otras). Nos habla de su conciencia y
de sus ideas sobre la muerte, en vez de hablarnos de sus reacciones frente a ella.
Con todo esto, la escena pierde ímpetu y se hace irreal, abstracta, e incluso estática.
La muerte no es una muerte verdadera como lo es la del guardagujas, sino que se
convierte en una excusa para que el narrador reflexione, yeso se transparenta en el texto.
La acción, entreverada de ideas genéricas, se desarrolla en un no lugar, y las personas
son no personas, con lo cual lo que ocurra o deje de ocurrir nos da un poco lo mismo. La
acción en el fragmento se reduce a esto: Estacionamos en el aparcamiento del Mac
Donald's [..]. Entramos y nos pusimos a la cola. [..] Saqué del bolsillo la petaca y la apuré
de un trago. [..] Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa. [..] Agarré la cabeza del
guardia jurado y la estrellé contra la mesa. Cayó como un guiñapo [..]. Me apropié de su
revólver, lo sostuve en las manos, apunté a la familia de enfrente, al hombre de la corbata
roja. [..] Comencé a disparar. [..] Tiré la pistola al suelo. Si intentáramos aislar la acción en
la escena de Tolstoi, habría que reproducir el pasaje entero.
El problema radica en que el narrador no parece encontrarse allí, en el Mac
Donald's, aunque sea el protagonista y el mismo ejecutor de los hechos. Si estuviera
presente nos reflejaría claramente lo que ve y lo que pasa, y aquello sería un lugar
concreto, con personas que cuentan chismes concretos. En vez de observar con atención
la escena, el autor se pierde en el mundo de las ideas, saca a la superficie el estrato
significativo que debería quedar bajo tierra para que el lector lo desvelara y elude lo que
sería la historia propiamente dicha.

ACCIÓN Y PERSONAJE: UNA MISMA COSA

Y es que acción y personaje son una misma cosa. Más vale, pues, que los
personajes queden dibujados en la historia por medio de sus actos y, en momentos
puntuales, a través de sus pensamientos, pero nunca mediante las especulaciones del
narrador, así como en la vida también ocurre que las personas se definen por su manera
de conducirse, y no por cómo las ven los demás.
Si estoy hablando con alguien y digo «Fulgencio es un verdadero canalla», el que
me escucha se quedará frío, seguirá fumando tranquilamente y, si acaso, murmurará
somnoliento entre calada y calada: «¿Y eso?». Yo trato de explicarme: «Él piensa que el
fin justifica los medios». Mi oyente soltará el humo en volutas y, mirando al cielo, señalará:
«Creo que va a llover». Yo sigo dándole vueltas al asunto de Fulgencio, que me parece
trascendental, y al fin se me ocurre cómo interesar a mi interlocutor: «Fíjate que para
conseguir un ascenso está haciendo horas extras gratis, el muy esquirol. Pero no sólo
eso, sino que el otro día lo pillé chivándose al jefe de que a sus espaldas lo llamamos El
Gran Dictador». A mi amigo se le atraganta el humo y exclama, entre toses: «¡Pero ese
Fulgencio es un canalla! ». «Pues eso te decía yo», remato, satisfecha.
De la misma forma, en una novela no basta con decir que este personaje es un
canalla o este otro una bellísima persona, ni con expresar sus pensamientos malvados o
compasivos, sino que hay que dejarlos actuar canallesca o bondadosamente, y esa
sucesión de hechos es la que va conformando la historia y enseñando convincentemente
al lector cómo son los protagonistas.
Sin embargo, como en el diálogo que acabo de poner de ejemplo, parece que lo
primero que nos sale siempre es la afirmación apriorística o intuitiva («Fulgencio es un
canalla»), lo segundo el pensamiento abstracto (<Él piensa que el fin justifica los
medios») y sólo al darle una tercera vuelta de tuerca conseguimos llegar a la acción
concreta que fue, por otro lado, la que nos llevó a hacer la primera afirmación.
En una novela este proceso es más complicado, porque a los personajes nos los
hemos inventado nosotros, y sus acciones también nos las tenemos que inventar (no nos
vienen dadas). Así que es más fácil todavía caer en el error de dejarlos en el primer o en
el segundo paso del análisis. Y sin embargo, no tendremos historia hasta dar esa tercera
vuelta de tuerca que lleva a nuestros personajes a actuar y, de esa forma, concretarse.
Cuando el escritor se planta en las afirmaciones y los pensamientos abstractos
respecto a los personajes corre el peligro, por lo demás, de equivocarse, contradecirse y
armarse un lío. Los hechos, sin embargo, son irrebatibles.
Veamos un ejemplo:

El grupo que la acompañaba tomó posiciones alrededor de la pista, mientras la


rubia, haciendo de valiente avanzadilla, se dirigió hacia mi rincón, en busca de
una copa. Se situó a unos dos metros de mí, y, acodadas ambas en la barra
medio vacía, nos encontramos frente a frente, apenas separadas por el aire
espesado gracias al humo de cientos de cigarros que se extendía por la sala. Pidió un
güisqui a la camarera y me miró. Sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Cuando la
camarera le sirvió su copa, se volvió a mirarme otra vez, como una pitón miraría a
un ratón. Creo que me hipnotizó. Yo sabía que estaba intentando averiguar si le
otorgaba vía libre para acercarse a mí. Sonreí otra vez. Entendió que le cedía el paso y
se plantó a mi lado en cuatro zancadas arrogantes, como si se sintiera dueña de
cada baldosa del suelo que pisaba.

En esta escena se nos ha definido al personaje por medio de sus actos. Ahora
veamos otro fragmento, más adelante, en el que nos lo explican por medio de aserciones:

Si yo hubiera llegado a Cat de otra manera, como una hoja en blanco, como un
lienzo por pintar, si no arrastrase tras de mí casi veinte años repletos de borrones y
tachaduras, quizá lo nuestro hubiese funcionado. Si hubiera caminado hasta ella con
los ojos vendados desde el punto de partida ella habría podido abrirme los labios y
cerrar mis heridas. Pero Mónica ya había dejado de ser una herida, se había
convertido en una cicatriz, y por tanto, imborrable, no podía deshacerme de ella. He
pasado muchas tardes de estos tres años resguardada del frío en el seno de angora de
mi novia que, enroscada junto a mí frente a la chimenea, suspiraba y se desperezaba
cerca del fuego, holgazana como la gata que era; y no conseguí nunca disfrutarlas del
todo, porque me resultaba inevitable establecer una comparación entre la tranquilidad
de Cat y la efervescencia de Mónica, la dulzura de la primera y el arrojo de la
segunda, la receptividad de la una y el empuje de la otra.

Al leer el segundo fragmento, al lector le puede parecer que la persona a quien se


describe en el primero es Mónica (efervescente, arrojada y con empuje). Y sin embargo
resulta que es Cat —la serpiente pitón de pasos arrogantes— quien, al pasar de los actos
a las definiciones de la narradora, se convierte en alguien tranquilo, dulce y sosegado. A
partir de ese punto, ya pocas veces se nos muestra a Cat por su manera de
desenvolverse, sino sólo tamizada por las reflexiones de la narradora, y ya no vuelve a
ser una pitón ni tiene una gota de arrogancia, sino que se vuelve una chica encantadora.
Al lector se le podría olvidar ese primer párrafo en que Cat sale a escena y actúa, pero
curiosamente no se le olvida, porque es uno de los pocos en que el personaje se mueve
con su propio motor y, a pesar de que luego se lo contradice cien veces, en una novela
una acción vale por mil reflexiones.
¿Qué es lo que ocurre? Que una novela no se escribe para divagar sobre la vida y
las personas directamente sobre el papel (para eso están los diarios, los tratados de
psicología o los ensayos filosóficos), sino para contar una historia en la que los
personajes actúan siguiendo sus propios impulsos. La reflexión ha de ir al hilo de las
acciones y no al revés. Trocar el orden supone romper ese hilo narrativo y arriesgarse a
que las contradicciones que conlleva el pensamiento abstracto aneguen el texto de tedio.

LA DOBLE HISTORIA: TRAMA Y ACCIÓN

Al hablar de acción y personaje estamos pasando sin querer a la capa superior, que
sería la historia. Y es que un reflejo textual suele estar señalando siempre a un problema
de fondo.
En cualquier obra de ficción tenemos dos niveles: uno es la narración de los hechos
en su sucesión temporal; otro, la narración de los hechos en su sucesión causal. Para
aclaramos, al primero vamos a llamarlo acción y al segundo trama. La acción de una
novela sería, pues, los hechos colocados unos detrás de otros; la trama consiste en un
análisis lógico-causal de esos hechos.
Lo ejemplifico con un corto pasaje de Madame Bovary en el que Carlos Bovary, el
día que conoce a Emma y después de haber entablillado la pierna a su padre, se va a
marchar de la casa:

Cuando Carlos, después de subir a despedirse del padre, volvió a la sala antes
de marcharse, encontró a mademoiselle Rouault de pie, apoyada la frente contra la
ventana y mirando al jardín, donde el viento había tirado los rodrigones de las judías.
Se volvió.
—¿Busca algo? —preguntó.
—La fusta, por favor —repuso el médico.
Y se puso a buscar sobre la cama, detrás de las puertas, debajo de las sillas; la
fusta se había caído al suelo, entre los sacos y la pared. Mademoiselle Emma la vio; se
inclinó sobre los sacos de trigo. Carlos, por galantería, se precipitó sobre ella, y, al
alargar también el brazo en el mismo movimiento, notó que su pecho rozaba la espalda
de la muchacha, inclinada debajo de él. Emma se incorporó muy sonrojada y le miró
por encima del hombro, tendiéndole el látigo.
En vez de volver a Les Bertaux tres días más tarde, como había prometido,
volvió al día siguiente, y luego dos días fijos por semana, sin contar las visitas
inesperadas que hacía de vez en cuando, como por equivocación.

La acción de este fragmento sería:


Carlos baja a la sala después de despedirse del padre de Emma. Se la
encuentra junto a la ventana y ella le pregunta si necesita algo, a lo que él responde
que busca su fusta. Emma se pone a registrar la habitación y, cuando la encuentra,
Carlos se precipita a cogerla. Roza la espalda de la chica. Ella se vuelve y le tiende el
látigo. [El médico se marcha.] Carlos vuelve al día siguiente, y luego dos días fijos por
semana, haciendo también algunas visitas inesperadas.

La trama la podríamos resumir así:

Carlos empieza a visitar con sospechosa frecuencia la casa de los Rouault a


partir del día en que, tras haber atendido al padre de Emma, mantiene con ella, con la
excusa de una fusta caída entre algunos sacos, una escena galante sazonada de
erotismo.

Probemos a darle otro apretón sintético al texto:

Acción: Carlos baja a la sala y Emma lo ayuda a encontrar su fusta. A partir de ese
día, el médico realiza frecuentes visitas a la casa.

Trama: Carlos se está enamorando de Emma, y a ella no le repele.

Como se puede observar, la acción pertenece al nivel textual y la trama al nivel


intelectual. Para entender la acción, nos basta con saber leer y conocer el significado de
las palabras; para llegar a la trama, tenemos que utilizar la razón. Un niño que acabe de
aprender a leer, de este fragmento extraerá la acción, pero no la trama.
Este engranaje de poleas compuesto de acción y trama lo está manejando
constantemente el escritor de forma intuitiva o consciente; el escritor y, en su momento, el
lector, que sigue un proceso similar al de mi interlocutor en el diálogo sobre Fulgencio:
analiza los hechos concretos y saca sus propias conclusiones, que en general coinciden
con las pretensiones del escritor. En el fragmento de Madame Bovary lo que acaba
concluyendo el lector es: «Vaya, vaya. Estos dos van a acabar liándose».
Si en vez de un pasaje analizamos una obra entera siguiendo la pista a estas dos
orugas que son la acción y la trama, nos encontramos con que en cualquier ficción de
calidad hay dos historias: una en el nivel superficial o textual, que es a su vez la que
mantiene la atención directa del lector, la narración visual y concreta; otra, en un estrato
más profundo o conceptual, cuyo entendimiento exige un esfuerzo de abstracción por
parte del lector y a la vez le proporciona un enriquecimiento espiritual.
(Por poner otro ejemplo de todos conocido: si analizamos Cien años de soledad en
su capa más superficial, nos encontramos con las entretenidas peripecias de una familia
en sus sucesivas generaciones; pero si profundizamos más en su lectura, veremos que
García Márquez nos está contando la historia de Colombia y, si me apuras, la mismísima
historia de la humanidad).
Las dos historias deben llevar el mismo paso; una por la superficie, otra por el
subsuelo. Si una avanza más rápidamente que la otra, la conexión entre ambas se pierde
y la narración se ve descompensada.
En ocasiones la trama puede salir al exterior, normalmente por medio de pistas
sutiles, o para ofrecer al lector informaciones que no tienen que ver directamente con la
historia pero que se necesitan para entenderla (detalles relativos a personajes
secundarios, observaciones puntuales del narrador...), pero en general ha de permanecer
bajo tierra.
Como hemos podido observar en el fragmento de Flaubert, que la trama
permanezca escondida no quiere decir que no exista. Imaginemos que la acción es la
carretera bien asfaltada y visible —hecha de sólidos materiales— por la que avanzamos,
y la trama un río que siempre corre paralelo pero oculto en su cauce, fluido y escurridizo.
Pues bien, cada una de las acciones, objetos y diálogos que nos encontramos en la
carretera son grandes señales de tráfico que apuntan al río que se esconde tras los
matorrales, a la historia paralela y oculta.
Cuando se nos dice que Emma se incorpora «muy sonrojada» (en lugar de
incorporarse, por ejemplo, con violencia y fuego en sus ojos oscuros), escuchamos otra
voz por debajo que nos está diciendo que a Emma no le desagrada el acercamiento de
Carlos. De la misma forma, el río de la trama humedece la última parte del fragmento en
forma de nexos y locuciones: «En vez de volver a Les Bertaux tres días más tarde, como
había prometido, volvió al día siguiente, y luego dos días fijos por semana, sin contar las
visitas inesperadas que hacía de vez en cuando, como por equivocación».

ABUSO DE LA TRAMA

Sin embargo, hay que tener presente que la trama es poco amiga de la luz del día, y
lo que al lector le parece un gran descubrimiento cuando lo infiere de los hechos, se
transforma en una banalidad si se lo explicitan.
Asimismo, mientras la trama está a flote los personajes quedan suspendidos, y con
ellos la acción. Y los personajes más vale que se muevan, porque en otro caso se nos
marchitan y mueren; y ellos son los cicerones de la novela, los que guían tanto al
novelista como al lector. Si Flaubert hubiera contado Madame Bovary por medio de la
trama resultaría, más que una novela, un tratado sobre el galanteo y la situación de la
mujer en el siglo XIX.
No obstante, mantener el equilibrio en la cuerda floja de la acción no resulta nada
fácil, y es habitual, cuando uno se está iniciando en la escritura creativa, caer al río de la
trama, empantanarse en abstracciones y razonamientos lógicos, perdiendo el hilo de la
historia propiamente dicha. Cuando ocurre esto, puede ser por varias razones. Expongo
las más habituales:

1. El autor piensa que los lectores no sabrán captar la segunda historia y se cree en la
obligación de ponerlos al día, haciendo una especie de duplicado abstracto de cada
acción concreta.
Pongo un ejemplo:

Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago, un impulso
nostálgico de acercamiento que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada.
Intenté aproximarme a ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla,
retrocedí. Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme
antes de rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. Entre Mónica y yo
acababa de establecerse una zona de nadie, un abismo de vértigo, y sentí que cuando
hablaba me miraba desde muy lejos. Pagué mi zumo de naranja y su café y salimos de
la cafetería. No la besé al despedirme.

En este fragmento se puede observar ese efecto de espejo. La narradora-


protagonista siente una opresión en el estómago [plano de la acción], un impulso
nostálgico que contrastaba con una inmensa distancia recién fijada [plano de la trama].
A un personaje (y a cualquiera) le puede dar un vuelco el estómago; es difícil, sin
embargo, que sienta un impulso nostálgico. Y es que lo segundo no es sino una
racionalización de lo primero, una explicación lógico-causal que, al plasmarse en el texto,
no sólo falsea y deshumaniza al personaje, sino que estorba al lector, a quien le hubiera
gustado sacar sus propias conclusiones.
Asimismo, en la segunda frase que he puesto en cursivas se nos explica
innecesariamente por medio de abstracciones lo que se nos acaba de mostrar con los
movimientos de los personajes. Se podría excusar la explicación si las acciones no
hablaran por sí mismas; pero no es el caso. Los movimientos se siguen perfectamente y
la comparación que se utiliza («volví a detenerme antes de rozarla siquiera, como si
hubiera chocado con un cristal») es certeramente expresiva.
Si prescindimos de esas dos frases, el texto quedaría así:

Topé con sus ojos sombríos y sentí una opresión en el estómago [...]. Intenté
aproximarme a ella, avancé unos pocos centímetros y, a punto de tocarla, retrocedí.
Me obligué a dirigirme nuevamente hacia su piel, pero volví a detenerme antes de
rozarla siquiera, como si hubiera chocado con un cristal. [...] Pagué mi zumo de naranja
y su café y salimos de la cafetería.
No la besé al despedirme.

De esta forma, no sólo se entendería perfectamente que se está estableciendo una


distancia infranqueable entre las dos amigas, sino que el pasaje ganaría en fuerza y
expresividad, invitando al lector (al que el autor debe considerar una persona inteligente y
sensible) a poner su granito de arena en la historia.
Aunque en un fragmento tan escueto y cargado de dinamita como éste se pueden
pasar por alto las intromisiones explícitas de la trama, cuando se repite el mecanismo a lo
largo de toda una novela puede resultar un verdadero estorbo.

2. El artista parte de una tesis o un tema indemostrable por medio de acciones, por lo que no
le queda más remedio que explicar los razonamientos que lo han llevado a inventarse tal
historia.
Transcribo como ejemplo el principio de un relato:

Los hombres nunca se enamoran como las mujeres. En el amor de los hombres
siempre hay una fuga, un agujero por el que acaban desapareciendo. Sólo a veces
ocurre de forma diferente, y lo que parece un caso raro se abre camino con una
naturalidad asombrosa a través de la oscura normalidad. Pueden llegar a pasar incluso
veinte años sin que nadie se dé cuenta de esta anomalía, ni siquiera el que la
experimenta, pero el tiempo, como el barrendero del parque que aparta lánguidamente
y sin tregua las hojas del camino, siempre acaba trabajando en la misma dirección. Su
objetivo es igualarnos en todos los sentidos, aunque para ello tenga que poner a
prueba su paciencia, su tolerancia y su infinita pereza, pues sabe que al final del
recorrido toda hoja extraviada, casi como una compensación para el barrendero, acaba
por salir rodando pacíficamente del parque y buscando sola su agujero.

Lo que se dice en este fragmento es lo que se supone que el lector debería concluir
al leer el relato, es decir, la trama. Sin embargo, y dado que resulta bastante difícil
conseguir que acabemos deduciendo que los hombres, con alguna excepción, se
enamoran de distinta forma que las mujeres, la autora se siente obligada a decirlo bien
claro. La intuición es correcta, pero no el punto de partida.
Ante un problema similar, más vale revisar la idea inicial, pues cuando un axioma no
es demostrable por medio de acciones e imágenes no resulta válido como tema central de
una narración. Sí sería muy interesante, por ejemplo, promover un debate televisivo con
este tema: ¿Se enamoran las mujeres deforma distinta a los hombres? Pero, como digo,
imposible plasmarlo por medios narrativas sin tener que urdir una explicación ensayística.

3. Cuando el escritor atiende a la ley del mínimo esfuerzo también suele caer en los brazos
de la trama explícita. Para explicar la historia por medio de razonamientos no hace falta
mover el músculo imaginativo, sino sólo el racional (que suele estar más entrenado).
La pereza —de todos es sabido— es una traba brutal para escribir. Convivir con los
personajes, seguir todos sus pasos, elegir las acciones que mejor los reflejen, describirlas
con puntería...; todo eso es muy trabajoso, claro que sí. Pero eso y no otra cosa es contar
historias. Engañarse a uno mismo pensando que quizá, de alguna manera, puede eludir la
narración de cómo su personaje viene y va, habla, se mete en líos y sale de ellos, de poco
sirve. Lo digo de verdad: no queda otro remedio.
Así que frente a la incapacidad de contar la historia por medio de acciones sólo hay
una solución: perseverancia. ¿Que veo en mis textos ausencia de diálogos? A escribir
diálogos, por muy mal que se me den al principio. ¿Que tiendo a explicar la historia por
medio de reflexiones abstractas? Tendré que transformadas en escenas y secuencias de
escenas.
Frases como la que transcribo a continuación no sugieren nada excepto que el autor
está escurriendo el bulto frente a la narración:

Es difícil convivir con una persona: las cosas se complican si ésta resulta ser la
persona que amas. Nuestras disputas, la mayoría de ellas, seguían un hilo invisible
que iba de la más absoluta nada a lo inacabable. ¿Conocen esas discusiones? No me
digan que no.

ABUSO DE LA ACCIÓN

Como ya he dicho, la trama ha de permanecer por lo general escondida, pero no


ausente. Eso quiere decir que el plano de la acción debe permitir un seguimiento lógico de
los hechos.
Aunque es menos frecuente, uno puede caer también en el error de limitarse a la
enumeración de una serie de acciones que no llevan a ningún lado, imposibles de
descifrar en el plano de la trama.
Suele ocurrir esto cuando el autor está más pendiente del estilo, o de un tipo de
registro, o de algún aspecto técnico concreto, que de sus personajes y de la historia que
está contando. Pongo un ejemplo:

Llevaba ya un buen rato tumbado, sin saber qué hacer, hipnotizado por las aspas
que giraban lentas y silenciosas sobre su cabeza. Vaya asco de verano. Uno no podía
hacer nada con tanto calor, aparte de pasarse el día tumbado, como los perros, con las
persianas bien bajadas y el ventilador conectado. La objeción de conciencia le dejaba
el mes libre y pagado —1.500 pelas, ¡menuda broma!—, y no había nada que hacer
hasta el festival de Benicassim, el próximo fin de semana. Venían los Chemical
Brothers, Cold-Cut, Dinousaur Jr y cuarenta grupos más. Iba a ser flipante. No
pensaba dormir ni un solo día: tenía reservados un par de gramos de speed puro que
le había agenciado el Manga —de ese que con un buen homenaje no comías en dos
días— y dieciocho pastis para pasar: a los de Santander, y a quien se terciara.
Pensaba quedarse hasta el martes, luego ya vería. Suicidarse. Quién sabe. Soltó una
risita: mírate, qué pintas. Ahí tumbado sobre la cama todavía deshecha, en bañador,
con una camiseta sin mangas pringada de sudor y barba de cuatro días. Si por lo
menos pudiera ir a la piscina esta tarde... Pero Yoni —había pasado a verle a primera
hora de la mañana— se iba unos días a no se acordaba dónde. Y no quedaba nadie
más en Madrid este puto verano. Un servidor. Y su hermana, que tenía que currar.
Vendiendo seguros. Vamos, él no se dedicaba a vender seguros ni de coña. Días
antes había rechazado una oferta de la tía de Yoni, que trabajaba en una agencia de
empleo temporal, para currar en el Duty Free del aeropuerto de Barajas. Cuatro horas
al día y setenta mil pelas. Sólo había que empezar este mismo sábado. Él lo tenía
clarísimo: «Yo no me pierdo Benicassim». Así que aquí estamos, tumbado a la
bartola en el cubil. Ni siquiera le apetecía oír música, de lo asqueado que estaba.
Este es el principio de un cuento que, como se puede ver, consigue damos una idea
bastante nítida del personaje que lo protagoniza. No obstante, sus acciones (dentro de la
inacción principal que supone estar tumbado a la bartola) no parecen señalar a ninguna
historia subterránea. Todo lo que piensa el personaje se queda en la superficie; todo lo
que se nos está diciendo es lo que se nos quiere decir.
Con lo cual la lectura del texto da la apariencia de arbitrariedad: unos hechos detrás
de otros, sin consecuencias ni causalidad. Un chico tumbado en la cama que va a ir al
festival de Benicassim, que toma speed y pasa pastis, que no quiere currar y está
asqueado. Da la impresión de que los hechos se podrían sustituir por otros sin mayor
problema, ya que no llevan a ningún lado.
Y parece que lo que ocurre es que el autor lo único que quiere es impactar al lector
convencional por medio de la indolencia y del lenguaje de su personaje, sin que la historia
le importe lo más mínimo, pues igual que esa podría ser cualquier otra.
Incluyo ahora otro ejemplo en el que, con el mismo tipo de lenguaje y personajes, sí
podemos captar la historia subterránea:

[...] Mónica, reclinada sobre la cisterna, estaba cortando unas rayas de coca
sobre una tarjeta de crédito.
—No hagas tres. Yo no voy a querer —dije.
—¿Por qué no vas a querer? —me dijo Mónica.
—Porque no quiero. Me acelero muchísimo y luego me duele la cabeza y se me
atontan las encías, y tampoco noto que me ponga mejor o peor.
—Tú te vas a meter por la sencilla razón de que los demás nos vamos a meter, y
yo paso de que las cosas me suban a mí sola —replicó Mónica, tajante.
—Déjala, mujer —intervino Coco—; si no se mete, que no se meta. Mejor para
nosotros, así nos tocará más.
—Tú te callas.
Con una mano de pulso de hierro me colocó la tarjeta delante de la nariz, y con la
otra me alargó un tubo confeccionado con un billete de mil enrollado. Esnifé la raya.
Creo que hubiese bebido veneno si ella me lo hubiera presentado en una copa. Los
polvos me subieron por la nariz haciendo cosquillas y bajaron hasta la garganta
dejando un regusto amargo.
—Esto sabe asqueroso —dije entre muecas.
Ellos dos se rieron a la vez.
—Joder, cómo mola tu navaja —dijo Coco.
Coco se había fijado en la navaja que su novia (es un decir) había utilizado para
cortar la coca: un bardeo automático de mango esmaltado rojo brillante, el color de un
corazón enamorado en los dibujos animados.
—Me la regaló un camello rasta que me enrollé en Ámsterdam —dijo Mónica—.
Es bonita, ¿verdad? Pero no creas, no tiene valor sentimental ni nada de eso. El tío me
daba igual, así que, si tanto te gusta, puedes quedártela.
Él se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la
página central del Playboy.
—Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. —y para demostrarlo cogió a su
(por decir algo) novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.
Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los
celos y la envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?
Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó
detenidamente su imagen en e] espejo.
Comprobó que el rouge se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se
perfiló los labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra
vez en la boca.
En este fragmento los personajes sí están contando una historia —su historia—. Por
debajo del texto podemos deducir un enamoramiento oculto, el aparente dominio de
Mónica sobre el resto de los personajes, hasta qué punto la narradora se está dejando
llevar por su amiga... También aparece en la escena por primera vez una navaja que va a
traer cola más adelante.
En definitiva, el texto no es una mera excusa para describir el mundillo de las drogas
y sus registros característicos, así como ninguna de las acciones es arbitraria, sino que se
percibe un antes y un después, el hilo de una historia sumergida bajo los hechos que se
cuentan, cosa que no ocurre en el fragmento anterior.

SELECCIÓN DE LOS HECHOS

La cosa se va complicando. No basta con dejar actuar al personaje, sino que el autor
tiene que hacer una criba de todas sus posibles acciones para que éstas vayan
conformando una historia (la historia del protagonista). .
Puede parecer que en una buena novela caben infinidad de sucesos, que los
personajes no paran de hacer cosas a lo largo de los días y los años. Y sin embargo, no
es así sino en la memoria del lector. La realidad es que el número de acciones es
sorprendentemente limitado en contraste con lo que percibimos al leerlas.
Eso se debe en buena parte a la selección que el autor ha hecho —de forma intuitiva
o deliberada— de los movimientos de sus personajes. No se puede uno demorar durante
tres capítulos en medio de una novela para describir cómo el protagonista se despereza,
se levanta de la cama, se ducha y se marcha al trabajo, si no tenemos una buena razón
argumental para esa demora. De igual manera, tampoco es conveniente mandar a
nuestro personaje a la Luna precipitadamente (por muy astronauta que sea) si de lo que
se trata es de que se aclaren sus problemas conyugales y domésticos.
Por poner un ejemplo: en los quince primeros capítulos de La Regenta (¡la mitad del
libro!) transcurren tres días.
Dicho así, puede parecer que la novela peca de estatismo, pues en tres días a nadie
le da tiempo a hacer muchas cosas. y sin embargo, no es ésa la idea que al lector le
queda.
Clarín necesitaba esa especie de suspensión temporal para presentamos por medio
de sus acciones, pensamientos y maledicencias (de haber utilizado la trama le hubiera
llevado menos páginas) a la sabrosa galería de personajes que componen la novela.
Porque en esta novela la ciudad de Vetusta resulta ser uno de los personajes principales,
con sus miserias y sus rezos, con los secretos a voces y la hipocresía convenida; y
convertir a una ciudad entera en personaje no es algo que se pueda hacer deprisa y
corriendo, pues resulta de la suma de decenas de individuos.
De esto se puede deducir que mientras se están haciendo las presentaciones (Aquí
Ronzal; aquí el paciente lector. ¿Qué hay? Mucho gusto) los hechos están más
detallados, más concienzudamente descritos, para que los personajes vayan cogiendo
fuerzas en tanto que el lector puede ir identificándose con ellos sin muchos sobresaltos
que lo distraigan. Una vez conseguida la identificación, la acción puede empezar a
brincar, pues ya nos conocemos todos.
Este punto de giro se produce, en La Regenta, cuando al tercer día desde el
comienzo de la novela se encuentran juntos por primera vez todos los personajes
principales y buena parte de los secundarios en la casa de los marqueses de Vegallana.
Es un episodio clave, pues en él se reflejan y entrechocan claramente los temperamentos
que se nos habían ido mostrando por separado hasta ese momento, y quedan ya
definidos —por contraste— para el resto de la novela.
A Obdulia Fandiño no se le ocurre otra cosa que quedarse atrapada en lo alto de un
columpio del jardín. Intentan sacarla de allí, pero nadie tiene la altura suficiente para
poder hacerlo. Obdulia está cada vez más asustada. Se pone en movimiento el primer
galán:

Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y
suplicante, se decidió. Rato hacía que se le había ocurrido que él, gracias a su
estatura, podría coger cómodamente la barquilla y arrancarla de sus prisiones..., pero
¿qué le importaba a él Obdulia? Podía hacer una figura ridícula, mancharse la levita.
La mirada de Ana le hizo saltar a la escalera. Por fortuna era ágil. La Regenta le vio tan
airoso, tan pulcro y elegante en aquella situación de farolero como paseando por el
Espolón.
—¡Bravo!, ¡bravo! -gritaron Edelmira y Paco al ver los brazos del buen mozo
entre los palos de la barquilla del columpio.
—¡No me tires!, ¡no me tires! —gritó Obdulia, que sintió las manos de su ex
amante debajo de las piernas. Visita le dio un pellizco a Edelmira a quien ya tuteaba.
La chica se fijó en la intención del pellizco porque se había fijado en el tratamiento.
¡Le había llamado de tú!
—Esté usted tranquila; no va con usted nada —respondió don Álvaro..., ya
arrepentido de haber cedido al ruego tácito de Anita.
Empleaba largos preparativos para colocar los brazos de modo que hicieran la
fuerza suficiente para levantar el columpio a pulso... Al intentar el primer esfuerzo, que
desde luego reputó inútil, pensó en la cara que estaría poniendo el Magistral.
—¡Aúpa...! —gritó abajo Visitación para mayor ignominia.
—¡No puede usted, no puede usted...! ¡No lo mueva usted, es peor...! ¡Me voy a
matar! —gritó la Fandiño.
Los demás callaban.
—¡Estáte quieta! —dijo en voz baja, ronca y furiosa don Álvaro, que de buena
gana la hubiera visto caer de cabeza.
E intentó el segundo esfuerzo sin fortuna.
Aquello no se movía. Sudaba más de vergüenza que de cansancio. Un hombre
como él debía poder levantar a pulso aquel peso. [...]

Pero no puede ni en cuatro intentos, y finalmente desiste, abochornado. Entonces


Fermín de Pas, el segundo «galán», entra en escena:

[...]
—Si yo alcanzase... —insinuó entonces el Magistral, con modestia en la voz y en
el gesto.
—Es verdad —dijo la Marquesa—, usted es también alto.
—Sí llega, sí llega —gritó Paco, que quiso verle hacer títeres.
—Sí, alcanza usted —concluyó Vegallana padre—. Como tenga usted fuerza... Y
aquí nadie le ve.
Lo difícil era subir a lo alto de la escalera sin hacer la triste figura con el traje
talar.
—Quítese usted el manteo —observó Ripamilán.
—No hace falta —contestó De Pas, horrorizado ante la idea de que le vieran en
sotana.
y sin perder un ápice de su dignidad, de su gravedad ni de su gracia, subió como
una ardilla al travesaño más alto, mientras el manteo flotaba ondulante a su espalda.
—Perfectamente —dijo, metiendo los brazos por donde poco antes había
introducido los suyos Mesía.
Aplausos de la multitud. Obdulia comprimió un chillido de mal género.
Doña Petronila, extática, con la boca abierta, exclamó por lo bajo:
—¡Qué hombre! ¡Qué lumbrera!
Sin gran esfuerzo aparente, con soltura y gracia, el Magistral suspendió en sus
brazos el columpio, que libre de su prisión y contenido en su descenso por la fuerza
misma que lo levantara, bajó majestuosamente. Somoza, Paco y Joaquín Orgaz
ayudaron a Obdulia a salir del cajón maldito. El Magistral tuvo una verdadera ovación.
[...] Don Álvaro disimuló difícilmente el bochorno. «¡Mayor puerilidad!, pero estaba
avergonzado de veras.» Además, él, que miraba a los curas como flacas mujeres,
como un sexo débil especial a causa del traje talar y la lenidad que les imponen los
cánones, acababa de ver en el Magistral un atleta; un hombre muy capaz de matarle
de un puñetazo si llegaba esta ocasión inverosímil.

Aquí tenemos un episodio aparentemente cotidiano.


Uno se puede preguntar qué diablos llevó a Clarín a encaramarse a un columpio
durante siete páginas (me he saltado la mayor parte de la escena).
Bueno, pues no es que el autor se volviera loco o saltimbanqui, sino que escogió,
entre todos los hechos posibles, aquél que mejor resultado podía darle para dejar vía libre
a los caracteres de sus personajes y a la historia que nos está contando.
Con esta escena el escritor pone de manifiesto, por un lado, la rivalidad entre don
Álvaro Mesía y Fermín de Pas, que a partir de entonces serán contrincantes declarados
en su afán por conseguir los favores de la Regenta. Esta vez el ganador es el Magistral,
que va a obtener varias victorias consecutivas. Más adelante, don Álvaro le tomará
ventaja, dejándolo atrás definitivamente al alcanzar sus lascivos propósitos.
Por otro lado, se establece una comparación entre los dos hombres, que se definen
a los ojos de Ana como la tentación diabólica don Álvaro, y Fermín como su salvador y el
guardián de su honra. Se puede ver también que los pensamientos de Anita están
separados como por una muralla de los del resto de los personajes, pues mientras éstos
piensan siempre lo peor, ella todo lo idealiza y lo lleva al terreno del romanticismo.
Tenía que estar presente también, por supuesto, el marido de Ana, el tercero en
discordia aunque ignorante de ello, que se reafirma en su estupidez diciendo tonterías y
sin darse cuenta de que se disputan a su mujer en sus mismas narices.
Queda representada en esta escena, por último, la aristocracia vetustense, en toda
su gama de hipocresías y cuchicheos, intereses y bajezas.
En definitiva, después de haber hecho una presentación de todos los personajes, el
autor precisaba una situación conflictiva en que salieran a la luz todos sus sentimientos,
afines o encontrados. Necesitaba mostrar de un golpe de vista lo que nos había estado
contando en desmenuzadas porciones. A partir de este día, la acción se empieza a
desarrollar con rapidez, a grandes saltos de semanas y meses.
Todos estamos ya preparados para ello: Clarín, los lectores y la ciudad entera de
Vetusta.
Es crucial, pues, elegir los hechos de forma que se les pueda sacar el mayor partido
posible. Es cierto que en lugar de la escena del columpio, Clarín podría haber incluido
alguna otra con la que consiguiera el mismo efecto; sin embargo, después de leerla nos
queda la sensación de que ésa —y no otra— es la que mejor refleja a los personajes.
Y eso es lo que importa, al fin y al cabo.
En Ana Karenina, por ejemplo, se utiliza un baile como punto de encuentro de los
personajes principales: algo más serio, menos ridículo que un columpio trabado. Pero es
que los apasionados habitantes de esta novela pedían un evento solemne, mientras que
los de La Regenta —más esperpénticos— precisaban justamente una situación ridícula
cargada de ironía.
Por último, en Madame Bovary, Flaubert no junta a sus protagonistas en un baile ni
en un jardín, sino en la posada de Yonville. Y el recurso que utiliza es un diálogo cruzado
en el que los caracteres, contrastes y afinidades de Homais (el boticario del pueblo),
Carlos Bovary, Emma y León (el que será su segundo y último amante), quedan sobre el
tapete de sus palabras. Veamos un fragmento:
Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego, por miedo a coger un
catarro.
Después, dirigiéndose a su vecina:
—¿La señora debe de estar un poco cansada? ¡Nuestra Golondrina da
tantísimos tumbos!
—Es verdad —dijo Emma—, pero lo que se sale de la rutina me divierte siempre;
me gusta cambiar de lugar.
—¡Es tan aburrido —suspiró el pasante— vivir anclado en los mismos sitios!
—Si tuvieran que estar —dijo Carlos— siempre a caballo como yo...
—Pues es muy agradable —repuso León dirigiéndose a madame Bovary—;
cuando se puede —añadió.
—Además —apoyó el boticario— el ejercicio de la medicina no es muy penoso
aquí, pues el estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolé, y generalmente
pagan bastante bien, porque los labradores son gente acomodada. En el aspecto
médico, aparte los casos corrientes de enteritis, bronquitis, afecciones biliares, etc.,
tenemos de vez en cuando fiebres intermitentes en el tiempo de la siega; pero, en
suma, pocas cosas graves, nada especial que señalar, a no ser muchos humores fríos,
que sin duda se deben a las deplorables condiciones higiénicas de nuestras casas
campesinas. [...]
—¿Tienen ustedes por lo menos algunas excursiones en las cercanías? —
continuaba madame Bovary hablando al joven pasante.
—¡Oh, muy poca cosa! —contestó—. Hay un lugar que llaman el Pastizal, en lo
alto de la cuesta, a orillas del bosque. A veces voy allí los domingos y allí me quedo
con un libro, mirando la puesta del sol.
—Para mí, nada tan admirable como las puestas de sol —repuso Emma—, pero
sobre todo en la orilla del mar.
—¡Oh, yo adoro el mar! —dijo León.
—y además, ¿no le parece —replicó madame Bovary— que el espíritu boga más
libremente por esa superficie sin límites, cuya contemplación eleva el alma y sugiere
ideas de infinito, de ideal?
[... ]
—Es lo que tenía el honor de explicar a su señor esposo —dijo el boticario— a
propósito de ese pobre Yanoda que se fue; gracias a las locuras que hizo, se
encontrará usted con una de las casas más confortables de Yonville. [...] ¡Era un mozo
que no reparaba en gastos! Mandó construir al final de la huerta, a la orilla del agua, un
cenador expresamente para tomar cerveza en verano, y si a la señora le gusta la
jardinería, podrá...
—Mi mujer no se ocupa mucho de esas cosas —interrumpió Carlos—; aunque le
recomienden el ejercicio, prefiere quedarse en su cuarto leyendo.
—Igual que yo —intervino León—. ¿Qué mejor cosa que estarse por la noche al
amor de la lumbre con un libro, mientras el viento pega en los cristales, y arde la
lámpara...?
—¿Verdad que sí? —exclamó Emma, clavando en él sus grandes ojos negros
muy abiertos.
—No se piensa en nada —prosiguió León—, pasan las horas. Se pasea uno
inmóvil por unos países que cree estar viendo, y el pensamiento, enlazándose con la
ficción se recrea en los detalles o sigue el contorno de las aventuras. Se identifica con
los personajes; nos parece palpitar nosotros mismos bajo sus costumbres.
—¡Es verdad! ¡Es verdad! —decía Emma.
—¿No le ha ocurrido alguna vez —prosiguió León— encontrar en un libro una
idea vaga que ha tenido, una imagen oscurecida que retorna de lejos, y algo así como
la entera exposición de su sentimiento más sutil?
—Sí, sí, lo he experimentado.
[...]
—Si la señora quiere hacerme el honor de servirse de ella [...], tengo a su
disposición una biblioteca con los mejores autores: Voltaire, Rousseau, Delille, Walter
Scott, L 'Echo des Feuilletons, etc., y además recibo diferentes periódicos, entre ellos,
diariamente Le Fanal de Rouen, del que tengo el honor de ser corresponsal para las
circunscripciones de Buchy, Forges, Neufchátel, Yonville y las inmediaciones.

Los personajes de Flaubert no demandan bailes ni diversiones ridículas. En ellos


predomina lo mezquino, aburrido y mediocre (en Homais y Carlos) en contraposición a
unas aspiraciones en Emma y León que ellos suponen elevadas y para el lector resultan
romanticonas y vulgares. Es ésta una escena, pues, que aunque puede parecer
intrascendente, cumple un papel fundamental en la novela, como el mismo Flaubert le
cuenta en una carta a su amiga Louise Colet:

Esta escena de la posada va a exigirme quizá tres meses, no sé. A veces me


entran ganas de llorar, tal es la impotencia que siento. Pero antes que escamotearla,
reviento. He de situar en la misma conversación a cinco o seis personajes a la vez (que
hablan), varios otros (de los que se habla), el lugar donde están, la región,
describiendo físicamente a las personas y a los objetos y mostrando, en medio de todo
esto, a un señor y una señora que empiezan (por afinidad de gustos) a enamorarse
poco a poco. ¡Si por lo menos tuviera espacio! Pero es preciso que todo sea rápido sin
parecer seco, y que esté desarrollado sin dar la impresión de prolijo, guardando para
más adelante detalles que aquí serían demasiado llamativos.

Un columpio enganchado, un baile de postín y la conversación en una posada al


calor de la lumbre: estos tres modelos de situación en que se confronta a los personajes
en una especie de careo son sólo un ejemplo de selección de los hechos. Hay que tener
en cuenta que, aunque el autor debe dejar que los personajes sigan sus propios impulsos,
ha de ser a la vez una especie de catalizador constante de sus acciones, eligiendo
aquéllas que más convengan a la historia.

COLOCACIÓN DE LOS HECHOS: LA INTRIGA

Hemos hablado de que la historia implica movimiento de los personajes, y los


movimientos sucesivos son acciones. Esas acciones por medio de las cuales los
personajes se concretan y definen van conformando una historia superficial o textual, y
otra profunda o intelectual. Para conseguir un equilibrio entre ambas, los hechos deben
estar cuidadosamente seleccionados.
Pero todavía nos queda una labor importante, que más bien pertenece a la
carpintería de la novela. Sería la de colocar los hechos que hemos seleccionado de la
mejor manera posible.
Así como la selección de las acciones apunta a la historia profunda (pues ésta será
una u otra, quedará más o menos clara dependiendo de nuestro arbitrio), su ubicación
pertenece al orden superficial o textual.
Las posiciones que ocupen los hechos en el texto van a conformar la intriga, que
tiene mucho que ver con la tensión narrativa. Si Flaubert, por poner un ejemplo, hubiera
colocado la escena del suicidio de Madame Bovary en las primeras páginas de la novela y
no en las últimas, la historia oculta continuaría siendo la misma, pero variaría la que corre
por la superficie. No obstante, Flaubert sabía —como buen escritor que era— que no
podía iniciar la novela con un episodio de tal envergadura, pues todo lo que ocurriera a
continuación tendría los colores desvaídos de la nimiedad.
Voy a dar un par de trucos que pueden resultar útiles para armar el puzzle:
1. Conviene que la importancia de los acontecimientos vaya de menos a más, en un
crescendo que mantenga el suspense y a la vez vaya recompensando la espera del lector
con hechos cada vez más reveladores.
La mayoría de las novelas comienzan con sucesos que luego van a resultar bastante
intrascendentes, protagonizados muchas veces por personajes secundarios.
Por seguir con nuestras tres novelas, podemos observar que Ana Karenina
comienza con un altercado en la casa de los Oblonsky entre Stepan Arkadievich (el
hermano de Ana) y su mujer Dolly, que descubre la infidelidad de su marido. En las
primeras páginas de Madame Bovary se nos presenta a Carlos Bovary de pequeño, una
escena igualmente nimia —aunque intensa— en contraste con lo que luego se nos
relatará. Y al comienzo de La Regenta tenemos una detallada descripción de la ciudad,
contemplada a vista de pájaro (o de prismáticos) por Fermín de Pas.
Así que empezar una novela con el suicidio o la muerte del protagonista no es,
aunque pueda parecerlo, la mejor manera de mantener la atención del lector.
Eso no quiere decir, sin embargo, que esa información no se pueda dar. Por
ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, sabemos
desde un principio (desde el título, vamos) que el protagonista la va a palmar, y eso no
hace más que acrecentar nuestro interés. Pero una cosa es dar una información, y otra
muy distinta mostrarla por medio de acciones, en forma de escena.
García Márquez lo que hace es decirnos lo que va a ocurrir; y luego, a lo largo de la
novela, nos enseña cómo ocurre, desde que el hombre sale de su casa un día hasta que
vuelve a entrar con las vísceras en la mano. Y, a pesar de que uno sabe que el amigo va
a morir, mantiene la esperanza de que se salve (y es que es inocente, ¡caramba!) hasta el
mismo momento en que lo acuchillan.

2. Ahora bien, al hacer esta gradación en la relevancia de los acontecimientos, no


hay que pensar que los sucesos iniciales tengan que ser insulsos o carentes de interés.
No; el anzuelo que atrape al lector hay que lanzarlo desde las primeras líneas. Sólo
que es mejor recurrir a situaciones que no correspondan directamente al conflicto principal
o a la historia matriz. Al lector, que aún no sabe cuál es la historia principal, le parecerán
interesantísimas, seguirá leyendo y verá recompensada su espera con un aumento
constante de la enjundia.
Porque hay que tener en cuenta que para mantener la tensión narrativa es preciso
que la acción nunca se detenga.
La extensión de una novela nos permite tener varios hilos de acción: uno, el que va
de principio a fin conformando la historia principal; otros, secundarios, que pueden ir hasta
el final o concluir antes. A su vez, estos hilos se subdividen en secuencias, y éstas se
distribuyen en escenas.

Por ejemplo, en Ana Karenina el hilo principal de la acción sería la historia de Ana y
Vronsky. Uno de los hilos secundarios (aunque fundamental) es la historia de Levin y
Kitty. Ambos corren paralelos de principio a fin de la novela, entretejiéndose los capítulos
dedicados a uno y otro.
Dentro de la historia de la pareja Levin-Kitty tenemos, por ejemplo, la secuencia en
que Levin llega a Moscú decidido a declararse, saca fuerzas de flaqueza para hacerlo y le
dan calabazas, ya que Kitty está enamorada (o cree estarlo) del conde Vronsky.
Esa secuencia estaría a su vez conformada por varias escenas: las conversaciones
que Levin mantiene con su amigo Oblonsky, en las que intenta sonsacarle información
sobre sus posibilidades con Kitty; el precioso pasaje en que Levin va a buscar a Kitty a la
pista de patinaje y patinan un rato juntos, charlando; el mal trago que pasa Levin en casa
de Kitty cuando se declara; etc.
Bueno, pues la forma en que Tolstoi (y tantos escritores) coloca las sucesivas
secuencias hace que siempre quede alguna inconclusa. En el transcurso de su estancia
en Moscú, Levin recibe una nota preocupante de su hermano Nikolai (añadiéndose un
nuevo hilo pendiente de continuación en la madeja de Levin); cuando es rechazado por
Kitty todavía estamos pendientes de saber en qué acaba el conflicto entre Oblonsky y su
mujer. E inmediatamente tenemos la escena de la estación, en la que comienza el
enamoramiento de Vronsky y Ana.
Cuando Ana consigue resolver los problemas conyugales de su hermano, el lector
está esperando ver qué ocurre entre Vronsky y Kitty. Cuando en la escena del baile nos
damos cuenta de que Kitty no tiene nada que hacer con Vronsky, quien sólo tiene ojos
para Ana, el narrador vuelve a la historia de Levin con su hermano Nikolai. Y así
sucesivamente durante toda la novela, en una especie de escalada con anclajes.
De esta forma, el lector no se puede despegar del libro sino para prepararse un
bocadillo de vez en cuando, pues siempre le queda algo por saber, y a la vez se va
saciando su curiosidad con pequeños desenlaces. Por otra parte, los remansos
descriptivos o las reflexiones de los personajes se van intercalando en ese tejemaneje de
sucesos inconclusos sin peligro de que aburran al lector, que se recrea en ellos como
quien se fuma un cigarro en el foyer durante los entreacto s de una obra de teatro.

3. Por último, una recomendación: no hay que preocuparse en exceso por la


colocación de los hechos mientras se está escribiendo. Resulta mucho más sencillo
hacerla al final, cuando la novela esté ya formada y uno pueda estudiarla con cierta
distancia, como un pintor mira su cuadro de lejos una vez terminado.
Dado que esta tarea es, como ya he comentado, más de carpintería que de fondo,
puede ser incluso contraproducente realizarla mientras se está inmerso en el profundo
sueño de la historia y fundido con los personajes. Tener la mente fría habilitará al autor
para cambiar las piezas sin miedo, con vistas a que la intriga se desarrolle a todo gas.

Aunque podría seguir hablando de la acción a lo largo de páginas y páginas, pues


los personajes no se cansan nunca de moverse ni tienen agujetas —y menos las tres
enérgicas mujeres que nos sirven de guía—, va siendo hora de pasar a otro capítulo,
pues al personaje no basta mirarlo desde un solo ángulo. Y ni aun desde cien.

3. FUNCIÓN

CON EL CORAZÓN EN LA MANO

Ya nos hemos sumergido en los personajes y los hemos visto actuar. Me toca ahora
formular una preguntita poco ortodoxa: ¿Para qué sirven los personajes?
Hombre, pues servir, lo que se dice servir...; visto lo visto, los personajes no sirven
para nada. Van, vienen, se entristecen, dan a luz personajitos pequeños, se casan, se
suicidan, mueren como moscas... Igual que las personas.
Igual que las personas. Y las personas, ¿sirven para algo las personas? Si
hiciésemos una encuesta, posiblemente obtendríamos un setenta por ciento de noes, un
quince por ciento de los encuestados se saldría por las ramas religiosas, otro diez por
ciento por las astrológicas y el cinco por ciento restante pasaría de largo, ofendido por la
pregunta o fastidiado por la intromisión del encuestador.
Pero si en vez de perder el tiempo con encuestas lo que hacemos es escuchar las
conversaciones de la gente por los parques y en el metro, o asomamos a nuestro interior
con el corazón en la mano, puede que oigamos cosas como éstas: «La verdad es que me
viene muy bien que mi hija pequeña viva conmigo. Me hace compañía y me ayuda con la
casa»; «¡Vaya! Así que usted es médico... Oiga, ¿y no me podría decir de dónde viene
este dolor que se me instala en el coxis toditas las noches de luna llena?»; «Pues no te
vendría a ti mal casarte con Luis Alfonso. Su padre está forrado y parece que le gustas»;
etc.
Vaya, que una de las múltiples formas de mirar a las personas es por el lado del
interés y todos, quien más, quien menos, lo hacemos de vez en cuando. Y como
escritores, tendremos que volver a hacerlo, sólo que ahora con nuestros personajes.
Así que voy a volver a formular la preguntita de marras:
¿Para qué sirven los personajes? Uf. Pues para muchas cosas. ¿Por dónde
empezamos?

EL ANZUELO

Primero y antes que nada, los personajes sirven como anzuelo: para el escritor, para
el lector, para la narración...
Para el escritor, porque el personaje lo guiará en el desarrollo de la acción con su
temperamento único y arrollador. Para el lector, porque ante la aparición del personaje
salta el resorte de la identificación, y ésa es la única forma de que la historia cobre vida a
sus ojos. Para la narración, porque mientras el personaje no asome la cabeza en ella, se
desarrollará en vano.
Voy a escoger, entre los libros que en estos meses se me amontonan por la casa,
tres de ellos, de muy diferentes épocas. Leamos juntos cómo empiezan:

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir


la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones
y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de
trabajos en su navegación por el ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta
de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos
perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas del Sol, hijos de
Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!,
cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

*****

Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de
Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de
Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el
sobrenombre; y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de
proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue
molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de
mí, tomóle el parto y parióme allí.
De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

*****

En una calurosa tarde de principios de julio, un joven salió del cuchitril que había
realquilado en la callejuela de S. y se encaminó lentamente, como indeciso, hacia el
puente de X.
En la escalera esquivó felizmente el encuentro con la patrona. El cuchitril del
joven se encontraba debajo del tejado mismo de una alta casa de cinco pisos, y más
que una habitación parecía un armario. La mujer que se la había alquilado, con
derecho a comida y servicio vivía más abajo, en la misma escalera. Cada vez que el
joven salía a la calle, tenía que pasar forzosamente por delante de la cocina de su
patrona; esta cocina daba a la escalera, y la puerta estaba casi siempre abierta de par
en par. Al pasar por allí, el joven experimentaba una enfermiza sensación de temor,
que le avergonzaba y le hacía fruncir el ceño. Endeudado hasta la coronilla con la
casera, temía encontrarse con ella.

Bueno, seguro que todo el mundo ha adivinado de qué obras se trata: La Odisea, El
Lazarillo y Crimen y castigo.
He escogido estas tres como podía haber elegido otras mil (quien tenga curiosidad,
puede hacer la prueba). En segunda, en primera o en tercera persona, que eso da igual,
lo primero que hace el narrador es ponemos delante de las narices a alguien a quien
podamos y queramos seguir, lanzar el anzuelo —es decir, el personaje— en las primeras
líneas.
No estoy enseñando nada extraordinario, claro que no.
Todas las personas que practican la literatura empiezan generalmente las historias
de igual forma, aunque alguna no se haya parado a pensarlo. Es algo que el escritor de
ficciones hace por olfato, y también porque ha leído La Odisea, El Lazarillo, Crimen y
castigo, Moby Dick, El Quijote, Cien años de soledad, etcétera, etcétera.
Ahora bien, no está de más recordarlo, porque a veces el escritor, sobre todo en la
etapa en que empieza a manejar con soltura y habilidad los recursos técnicos que le
ofrece la creación literaria, se enreda en complicados malabarismos y se olvida de lo más
sencillo: introducir al personaje rápidamente para captar la atención del lector. Vamos a
ver tres ejemplos:

1. A veces el autor está demasiado pendiente de la intriga, y oculta tantos datos al


lector que, por ocultar, nos esconde también al personaje.
Leamos el principio de este cuento:

Tal vez nada de esto estaría ocurriendo si ciertas agencias de pompas fúnebres
no cayeran en manos de granujas. Pero, de una manera o de otra, los granujas
siempre logran el control de las empresas de cierta estabilidad: el Estado, las
funerarias o la realeza, por ejemplo.
La verdad es que nos enteramos muy tarde: más de un año después, hace
apenas un par de meses. Pero al menos nos enteramos. De no haber sido así, hoy
seguiríamos aturdidos. Pero, aunque tarde, ya digo, nos enteramos, y a estas alturas
podemos siquiera intuir el motivo de cuanto nos ocurre y de lo que probablemente va a
seguir ocurriéndonos durante bastante tiempo.
Bien. A finales de 1995 fue mucha la gente que murió en la comarca del Telán,
pero sólo disponemos de autoridad suficiente para practicarle una autopsia rápida a un
cadáver que en vida se llamó Tania Farrutz.

El relato no tiene mala pinta... a partir del tercer párrafo. Hasta ese momento en que
se nos menciona al personaje, y aunque la prosa sea fluida y atractiva, el lector hace caso
omiso de lo que lee. Todavía no hay nadie a quien seguir o por quien interesarse, así que
la información que se da en los dos primeros párrafos se pierde. Nos da la impresión, a
todos los efectos, de que el cuento empieza en el tercer párrafo.
Sólo son dos párrafos (aunque en un cuento de cuatro páginas suponen una quinta
parte del total) los que al lector le van a pasar tan inadvertidas como si nunca los hubiera
leído, y la información que se da no es imprescindible para comprender la historia. No
obstante, veamos cómo cambia el inicio del cuento si alteramos el orden:

A finales de 1995 fue mucha la gente que murió en la comarca del Telán, pero
sólo disponemos de autoridad suficiente para practicarle una autopsia rápida a un
cadáver que en vida se llamó Tania Farrutz.
Tal vez nada de esto estaría ocurriendo si ciertas agencias de pompas fúnebres
no cayeran en manos de granujas. Pero, de una manera o de otra, los granujas
siempre logran el control de las empresas de cierta estabilidad: el Estado, las
funerarias o la realeza, por ejemplo.
La verdad es que nos enteramos muy tarde: más de un año después, hace
apenas un par de meses. Pero al menos nos enteramos. De no haber sido así, hoy
seguiríamos aturdidos. Pero, aunque tarde, ya digo, nos enteramos, y a estas alturas
podemos siquiera intuir el motivo de cuanto nos ocurre y de lo que probablemente va a
seguir ocurriéndonos durante bastante tiempo.

¿Se nota la diferencia? Ahora parece que los dos párrafos que siguen al primero
adquieren sentido, y de verdad nos intrigan. Queremos saber qué pasa con el cadáver de
Tania Farrutz, quién era y qué fue de ella, y estamos dispuestos a seguir leyendo para
enteramos. De esta forma las pompas fúnebres, las funerarias y el año transcurrido en la
ignorancia ya tienen un punto de referencia y conexión (Tania Farrutz) por medio del cual
se acoplan a la historia.
A veces es fácil perder de vista este pequeño detalle: como el escritor tiene toda la
información en su cabeza, olvida que el lector no sabe nada de nada, y que necesita un
primer contacto humano al que poder asirse. A partir de ahí, los datos se pueden ir
dosificando más lentamente. Pero si se escamotea esa figura, la pretensión de crear
tensión narrativa se volverá en contra del autor.

2. En otras ocasiones, el narrador está tan preocupado por presentarse a sí mismo,


tan embebido en su propio discurso, que va demorando las presentaciones de rigor. Es el
caso del inicio de esta novela:

Vivíamos en uno de esos almacenes vacíos del Manjatan Sur que se pusieron
tan de moda a mediados de los ochenta.
Nos habíamos trasladado a Nueva York en abril y, sobre todo, recuerdo —
aquello quedó impreso en mis pupilas fotográficas— la niebla que se desgarraba
esperpénticamente del agua en la bahía sembrada de grumos de tristeza. Los buques
parecían pedacitos inofensivos de aluminio, chapas metálicas casi ingrávidas que
cualquiera pudiera manejar con una sola mano.
Sí, por aquellos días, todo en nuestras existencias era, por decido así, simple. Y
no quiero que se entienda esta palabra en un sentido despectivo o peyorativo, sino
más bien en la dimensión que simple tiene de primigenio, de absoluto, de
imprescindible, de irrechazable. Simple, ¡qué grotesco! Quizás hasta esa supuesta
sencillez con que fingíamos decorar sin adornos nuestras vidas no fuera sino otro jirón
más de la idiosincrasia propia del posmodemismo: barrocas intenciones embriagadas
de banalidad, casi de esperpento.

Bien, pues mientras el narrador no nos diga quiénes se habían trasladado a un


almacén vacío de Nueva York en abril, no debe albergar muchas esperanzas de que
disfrutemos de su discurso y divagaciones.
La causa de este error suele ser un excesivo énfasis en el estilo y la perfección
formal, en detrimento de la historia y los personajes, que están en un segundo plano en
los intereses del autor. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en una novela las
palabras han de estar al servicio de la historia, y no al revés. Un estilo florido poco nos
dice por sí mismo en tanto que el narrador no se valga de él para dibujamos unos
personajes y hacernos vivir unos hechos.

3. Y por último, en ocasiones es el afán por experimentar nuevas técnicas lo que


lleva al escritor a evitar, intencionadamente, las presentaciones. Transcribo parte del
primer párrafo de un cuento:
¿Qué pasó entonces por la mente de aquel astrónomo, qué indescriptible
perplejidad al verla allí, petrificada en un haz de luz, ya eterno, milésimas después de
que apretara ese botón? Cabe aquí seguramente aludir al tópico, decir por ejemplo que
tantos años de estudio, de trabajo, de esfuerzo, la fama, el premio Nobel, las noches
en vela en busca de estrellas blancas enanas, quásars, nuevas galaxias, radiaciones
de fondo; haciendo cálculos, mediciones, computerizando datos, informes. Cabe todo
eso, porque es verdad, pero no esencial; además se presupone y no deja de ser
morralla barata para un relato. Acaso sí que convendría personalizarlo más, no ese
despegado y lejano «aquel astrónomo»; definirlo y acercarlo cálidamente a quien nos
lea, eso sí que conviene. ¿Cabría hablar de sus circunstancias personales, de su
familia, por ejemplo? Lo dudo. En el sentido estricto, no figurado: dudo si se necesita;
hasta los astrónomos de primera fila tienen circunstancias personales, y aun secretas.
Mi dilema es si influyen o no estrictamente en esta historia.

¿Qué le podríamos contestar al narrador de este cuento? Yo, por mi lado, le diría
que si él tiene dudas respecto al protagonista de su historia, más aún las tendrá el lector.
Y que en vez de llenar el texto de preguntas, mejor nos vendría a todos que diera las
respuestas.
La metaliteratura no es precisamente la mejor forma de contar una historia. Hablar
de la construcción de un personaje no es crear un personaje (como muy bien se puede
comprobar leyendo este libro), y lo que estamos esperando cuando empezamos a leer un
cuento es que nos narren una historia, no que nos hablen sobre el arte de narrar.
Es preciso recordar, ante la tentación de hacer experimentos, que las restricciones a
que nos lleva la experiencia en la creación literaria no son correajes para inmovilizar
narraciones o mecanismos para fabricarlas en serie, sino el papel pautado que, junto con
los conocimientos de solfeo suficientes, nos va a permitir componer sinfonías. La
originalidad estará en la combinación de los elementos y en la profundidad del
tratamiento, no en la ruptura del sistema.
Experimentar no es mala cosa (mejor cuanto más se sabe, peor cuanto más nos
queda por aprender). En todo caso, más vale respetar siempre ciertas normas básicas de
narratividad, como la de evitar en lo posible hacer alarde de nuestros conocimientos
técnicos; de otra forma, los experimentos dejan de ser tales para convertirse en
arbitrariedades del autor.
Así pues, el aliciente que va a suponer la aparición del personaje al principio de las
narraciones no se puede sustituir por bellas palabras ni por alardes técnicos. A las
personas nos interesan las personas, y el escritor ha de aprovecharse de ese mecanismo
empático.

LOS MEJORES GUÍAS

He hablado del inicio de las historias, pero no sólo al comienzo actúa el personaje
como estímulo.
En ocasiones, yo me imagino la novela como un desplegable que se va alzando a mi
alrededor a medida que voy leyendo. Una especie de maqueta del mundo —de un mundo
— en versión onírica, con sus arbolitos, las calles cuidadosamente señalizadas, la gente
que viene y va, los ríos por los que corre agua de verdad y la lluvia que lo moja todo en
virtud de un mecanismo oculto fabricado por el autor.
Claro, que hay maquetas bien hechas y maquetas mal hechas. En las malas
maquetas los ríos son de papel de aluminio y, cuando llueve, asoma la mano del escritor
con una regadera de plástico por encima del decorado; los edificios están hechos de
cartón piedra y parece que van a derrumbarse en cualquier momento sobre los
personajes, que a su vez son muñecos de plastilina que no se mueven sino por bruscos
cambios de posición, en los que se vuelven a ver las manipulaciones del autor.
Los buenos simulacros, sin embargo, dejan de ser tales en tanto que el lector pasa
de mirarlos desde fuera a introducirse en ellos para acompañar a los personajes en sus
idas y venidas, para bañarse con ellos en el río y velar sus enfermedades al borde del
lecho, sea en una gran mansión de tupidos cortinajes o en un pringoso cuchitril con olor a
fritanga.
Que esta especie de milagro se produzca va a depender, otra vez, de los
personajes. Ellos son los que tienen que levantar al lector —que en principio no tiene
ninguna razón para moverse— del sofá de su casa, los que sacan una mano afectuosa
fuera del libro invitándolo a entrar. Y cuando el lector dé ese paso se producirá la
transfiguración del decorado. El río hecho de palabras (o de papel de plata) empezará a
correr y a salpicarle las gafas, los edificios darán miedo de tan oscuros y la pistola tendrá
balas de verdad.
No obstante, para que la ilusión de esa vivencia no se rompa en ningún momento,
los personajes han de permanecer todo el tiempo al pie del cañón, guiando al lector por
ese mundo recién desplegado. Si lo dejan solo, éste se perderá, y en su aturdimiento dará
una zancada en dirección contraria, saliéndose del sueño, que pasará a ser de nuevo una
maqueta hecha de palabras y papel de celofán.
Un fragmento de Ana Karenina me va a servir para ejemplificarlo. Se trata de parte
de la escena en que Levin, al principio de la novela, va a buscar a Kitty a la pista de
patinaje:

A las cuatro de la tarde, Levin, con el corazón palpitante, bajó del coche de
punto, en las puertas del Parque Zoológico, y se encaminó por un sendero hacia las
montañas y la pista, con la seguridad de encontrar allí a Kitty, pues había visto el coche
de los Scherbatsky a la entrada.
Era un día claro y frío. Junto a la puerta había filas de carruajes y de trineos y se
veían algunos cocheros y algunos guardias. El público, bien arreglado, con sus
sombreros que resplandecían bajo el sol brillante, bullía junto a las puertas y en las
alamedas, limpias de nieve, entre las casitas de estilo ruso con adornos esculpidos.
Los viejos y frondosos abedules del parque, cuyas ramas se inclinaban bajo el peso de
la nieve, parecían engalanados con solemnes vestiduras nuevas.
Levin caminaba por el sendero hacia la pista, diciéndose:
«No debo emocionarme; es preciso estar tranquilo». «¿Qué te pasa? ¡Calla,
tonto!», añadía, dirigiéndose a su corazón. Y cuanto más se esforzaba por
tranquilizarse, tanto más emocionado se sentía. Un conocido le saludó, pero Levin ni
siquiera reconoció quién era. Se acercó a las montañas, en las que chirriaban las
cadenas de los trineos que subían y bajaban, produciendo gran estrépito, y donde se
oían alegres voces. Avanzó unos cuantos pasos más, quedando la pista al descubierto
ante él, e inmediatamente, entre los que patinaban, reconoció a Kitty.
Se dio cuenta de que estaba allí por la alegría y el temor que invadieron su
corazón. Kitty estaba en el extremo opuesto de la pista hablando con una señora. Al
parecer, no había nada extraordinario en su traje ni en su postura. Pero a Levin le fue
tan fácil reconocerla entre la multitud como un rosal entre ortigas.
Ella parecía iluminarlo todo, parecía una sonrisa que hiciera refulgir todo en torno
suyo. «¿Es posible que pueda bajar a la pista y acercarme a ella?», pensó Levin. El
lugar donde se encontraba Kitty se le apareció como un santuario inaccesible y hubo
un momento en que estuvo a punto de irse: tal fue el temor que le invadió. Tuvo que
hacer un esfuerzo para darse cuenta de que Kitty estaba rodeada de toda clase de
personas y de que también él podía patinar allí. Bajó a la pista, evitando mirar a Kitty
prolongadamente, como si se tratase del sol, pero la veía sin mirarla lo mismo que
ocurre con el sol.
Si somos capaces de disfrutar de este níveo paisaje de abedules engalanados es
porque Kitty lo ilumina todo con su incandescencia, mientras que la angustia de Levin
pone las pinceladas de sombra. Entre ambos organizan el cuadro de contrastes donde el
lector será uno más, ora emocionándose con Levin, ora disfrutando de la dulzura de Kitty,
ora contemplando el sencillo panorama invernal.
Si ellos dos no estuvieran ahí para guiamos, el fragmento pasaría a ser un simple
ejercicio de redacción descriptiva. Nuestros ojos verían las metáforas en blanco y negro, y
nuestros oídos permanecerían sordos a los chirridos de las cadenas de los trineos.
No sólo eso, sino que sin la ayuda de los personajes lo más posible es que el autor
no hubiera escrito el pasaje como lo hizo, ya que son los ojos y el corazón encogido de
Levin los que van dibujando el entorno, y la presencia de Kitty la que se convierte en un
sol tan resplandeciente que sin duda Tolstoi se habría puesto sus gafas de sol —de
haberlas tenido— para describir la escena.
Muestro ahora un fragmento cuya lectura debería exigir también gafas de sol (o de
luna), pero que palidece por culpa de unos personajes mal dibujados:

La playa, velada por la niebla, parece diferente a la que era de día. Se han
difuminado los contornos del paisaje, el mar se pierde en el cielo salpicado de estrellas
y apenas se entrevén unos puntos de referencia —el perfil del hotel, el pico de la
montaña— suspendidos en la niebla como en el vacío. EIsa piensa en otro siglo, en
contrabandistas y filibusteros, y en amantes que habrían hecho de esta playa el punto
de cita de sus encuentros secretos, y comprende que Él no podría haber hallado mejor
escenario para besarla. Esa misma mañana el Escritor Alcohólico ha dicho que la
felicidad no constituye tema para una novela. Sí puede serIo, ha pensado ella, y ha
recordado a Jane Austen. Y EIsa piensa en la felicidad porque ella es feliz, y se lo dice.
«No te creerás esto, pero creo que este es uno de los momentos más felices que he
vivido». Él, demasiado borracho, no alcanza a calibrar el alcance de las palabras de
EIsa.
Mejor así. EIsa ha aprendido que la felicidad se compone de momentos
puntuales como éste, momentos que EIsa acapara y que atesora en el recuerdo como
piedras preciosas, pero sabe que cuanto más feliz es el momento, más doloroso será
el recuerdo en la distancia. Lo que EIsa no sabe todavía es cuánto le dolerá ese
recuerdo.

Como el mismo narrador nos dice, «se han difuminado los contornos del paisaje»,
de ese «escenario» en que Él besa a la chica.
Y el fallo no está precisamente en la descripción —perfectamente válida— de la
playa; tampoco en el lenguaje ni en el estilo. El fragmento resultaría efectivo si no fuera
por la presencia de unos personajes estereotipados, arquetípicos, que impregnan sus
alrededores de tópicos mates, de forma que no percibimos un lugar real. Al no tener a la
vista unas personas singulares con quienes identificarse, al lector no le apetece
demasiado pasear por esa playa bañada por la niebla; y al mirarla desde fuera queda, en
efecto, convertida en escenario de filibusteros, en una imitación novelesca de un paisaje
vivido.
La maqueta no ha funcionado, sólo porque los personajes no nos invitaron a entrar
en ella.

LA EMPATÍA

Porque otra función del personaje, sobre todo del protagonista, va a ser la de lograr
un acercamiento afectivo del lector hacia la narración. Tras suscitar nuestro interés —un
interés casi instintivo— en el inicio, y mientras nos guían por el peculiar microcosmos en
el que se desenvuelven, los personajes han de conseguir que nos impliquemos sin
reservas en la historia; y para eso tienen que hacerse querer.
Esta implicación del lector no se va a producir sin que el escritor se haya implicado
primero. Y, por supuesto, ni escritor ni lector pueden unirse sentimentalmente con un
argumento, ni con el lenguaje; han de ser los personajes los que encaucen ese impulso
afectivo.
Por eso es conveniente que el protagonista nos caiga bien. Si el personaje que está
llevando el peso de la acción es un desalmado que sólo moviliza nuestros sentimientos
más reprobables (odio, venganza, desprecio...) o, como mínimo, nos deja indiferentes,
conviviremos con él sólo si no nos queda más remedio; y como no es nuestro padre ni
nuestro hijo, no tenemos por qué aguantarlo; basta con dejar de escribir... o con cerrar la
novela.
A Flaubert, por ejemplo, le resultaba difícil soportar la mediocridad y estupidez de los
personajes de su Madame Bovary, como se puede leer en las cartas que en aquellos
años escribía a sus conocidos. De las tres novelas que estoy utilizando como modelo, es
quizá la de Flaubert la que más agónica se hace en este sentido; y es que todos los
personajes resultan bastante insoportables. Todos, menos Emma (aunque a ratos
también puede llegar a desesperarnos).
Emma Bovary se salva. Se salva, en principio, de la mediocridad, que invade el resto
de la novela como una capa de hollín que exaspera al lector, a quien no le queda más
remedio que sentirse a su vez mediocre en ese ambiente descolorido. Y Emma se salva
porque, a pesar de todas sus bajezas, engaños y caídas, se hizo con el afecto y la
compasión del autor, y por tanto con los nuestros.
Veamos un pasaje:

Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en
aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las
paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le
parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma
como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy despacio; Emma roía
unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule
con la punta del cuchillo.
[...]
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los
tocaba, un día no bebía más que leche pura, y al día siguiente tazas de té a docenas.
Muchas veces se obstinaba en no salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se
ponía un vestido ligero. Después de echar una buena bronca a la criada, le hacía
regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a
veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era
tierna ni fácilmente asequible a la emoción ajena [...].
[...]
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin
embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La
Vaubeyssard duquesas menos esbeltas que ella y con modelos más vulgares, y Emma
execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las
vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolentes placeres con todos los
arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le recetó valeriana y baños de alcanfor.
Todo lo que probaban parecía irritarla más.

Viéndola sufrir de tal manera, comprendiendo su aburrimiento y la melancolía


rezumante de ese ambiente claustrofóbico, no nos queda más remedio que querer a
Emma, identificamos con ella, roer alguna de sus avellanas, comprender sus arranques
de mal humor, su volubilidad y, en último extremo, el adulterio. Mejor parece el infierno
que vivir la monotonía con la extraordinaria lucidez con que lo hace Emma.
Como ya he comentado en algún momento, el camino de la creación novelesca es
también el proceso en el que se llega a comprender a los personajes. Y comprender a
alguien (su manera de actuar, sus motivos, su carácter...) significa también tomarle afecto.
A la hora de escribir una novela, pues, no está de más que el autor se piense dos veces la
elección de unos protagonistas que le sean indiferentes u odiosos, a los que no sea capaz
de entender; ha de tener en cuenta que lo que el escritor sienta por ellos lo sentirá a su
vez el lector.
Esto no significa, por supuesto, cerrar el paso a la indagación. Escribir una novela es
indagar en el «otro». Pero el fruto que se recoja no puede estar podrido. Así que, antes de
escoger a una psicópata, un violador o un asesino de niños como protagonistas, el autor
tiene que plantearse que ha de llegar a entenderlos y a sentir afecto por ellos. Si se ve
con fuerzas, adelante, aunque no parece tarea fácil; pero si se encuentra en medio del
proceso sin que se haya producido una aproximación afectiva a su protagonista, le
resultará más práctico escribir otra novela o cambiar de protagonista.
Flaubert, eligiendo el mundo de la mediocridad como contexto para su personaje, y
mirando ese mundo a través de los ojos de Emma, se tuvo que desesperar, sin duda.
Quizá al principio pretendió hacer de ella una mujer llena de ideales vulgares,
defectos y debilidades; pero a lo largo de la novela alcanzó a comprenderla, como
muestra el fragmento que hemos leído. «¿Y aquella miseria iba a durar siempre?», se
pregunta Emma. Flaubert intenta sacarla de ahí por medio del adulterio, y no hace otra
cosa que hundida más. Porque quizá lo que nos quieren decir autor y personaje es que el
romanticismo y la falta de resignación que hasta el último instante acompañan a Emma
son una visión errónea y distorsionada del mundo. Errónea, pero absolutamente
comprensible.

UNA VISIÓN DEL MUNDO

Esto me lleva a otra de las principales funciones del protagonista de una novela: la
de dar determinado enfoque a la observación del mundo.
En capítulos pasados hablaba de la singularidad y de la multiplicidad como
herramientas artísticas —entre otras— para el escritor. Del cruce de ambas va a resultar
que los personajes también tienen su propia visión de todo lo que los rodea, su propia
singularidad, diferente de la de su creador.
La posibilidad de mirar por muy distintos tipos de ojos constituye una de las bazas
más importantes en la exploración del escritor, pues convertirá su búsqueda en un pulpo
de muchos tentáculos.
Pongo un ejemplo sacado de «¡Adiós, "Cordera"!», el delicioso cuento de Clarín en
cuyo comienzo tres personajes lanzan su mirada sobre el mismo objeto: un poste de
telégrafo plantado en medio de un prado. Ahí va:

Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y
parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al
extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba
a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la
rectoral de Puao.
Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se
dejaba resbalar deprisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con
arrimar el oído al palo de telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba
escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del
pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las
del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para
Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje
incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por
entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su
misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que,
relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación
con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para
ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.
Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos,
sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en
paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también
tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la
vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más
sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Pinín, Rosa y la Cordera. Y un poste de telégrafo que se transforma en tres modos


de ver el mundo. Pinín, que interactúa con lo desconocido; Rosa, que reflexiona sobre lo
desconocido; la vaca, que ignora sabiamente lo desconocido. Y la realidad invasora, que
a todos los rincones llega, se llevará a la Cordera, ignorante y sabia a la vez, al matadero;
después arrastrará a Pinín a la guerra, haciéndole actuar de verdad —y no en juegos—
frente a lo desconocido; y dejará a Rosa sola en el mismo prado, diciendo adiós a Pinín y
a la Cordera, y reflexionando sobre la vida y la muerte con la cabeza apoyada en el poste
de telégrafo.
Tres visiones del mundo y ninguna —¿o las tres juntas?— la de Clarín. El autor
consigue las respuestas por boca de sus personajes, precisamente porque no se
inmiscuye.
Volviendo a nuestras tres mujeres: ¿cómo ven ellas el mundo?
Para Ana Karenina el mundo es rojo y negro. El rojo de las pasiones extremas y de
la sangre; el negro del choque entre sus ideales y la realidad. Todo a su alrededor está
filtrado por su increíble sensibilidad, teñido de su propia tragedia, de la imposibilidad de
acoplar sus ganas de vivir libre y honestamente a la hipocresía y la evidente crueldad del
mundo. El amor por la vida se convierte para Ana en una lucha a muerte.
Emma Bovary, por su parte, lo ve todo de color de rosa. Un rosa que se va
transformando en gris a medida que pasa del plano de las ilusiones al de los hechos
consumados. Y cuando la rosa por cuyos pétalos pretende escapar la fogosa protagonista
—quemándolos uno por uno a su paso— se convierte en ceniza grisácea, cuando ya sólo
quedan las espinas en el tallo, el único escape que le queda es clavarse en ellas.
En la mirada de Ana Ozores es el color ocre, mezcla del amarillo y el negro, el que
predomina. Para ella la vida no tiene mucho que ofrecer, es una cadena de sinsabores
desde su infancia; y lo poco que la podría animar es «pecado». La Regenta, como Ana
Karenina, también ve el mundo como una lucha, pero mientras que esta última se debate
entre sus altos ideales y los del mundo mezquino, en Ana azores la procesión va por
dentro. Para ella vivir es arrastrarse por un camino de tierra ocre y seca, y sabe que
acercarse al río está mal. Así que su lucha interior le hace debatirse entre la sed que seca
su garganta constantemente y los remordimientos que le provoca el hecho de sentir sed;
entre la tentación pecaminosa que la arrastra y el fervor religioso por el que intenta
escapar.
Otras tres visiones del mundo, y ninguna la de sus autores respectivos. A través de
sus personajes han tenido la oportunidad estos escritores de ver la vida y reflexionar
sobre ella con un enfoque en el que de otra forma les habría sido imposible ajustar el
objetivo de su cámara. Las personas vemos el mundo en una gama de incontables
colores difícilmente identificables. Los personajes le van a servir al escritor como filtro
para su mirada, y le permitirán aislar una percepción entre todas las posibles, igual que un
biólogo tiñe su preparación de un color para observar al microscopio determinados
elementos celulares que de otra manera permanecerían invisibles.
Algunos escritores no tienen en cuenta esta función autónoma del personaje, y
simplemente se dedican a trasladar —por sistema— su propia visión del mundo a su
protagonista, sin darse cuenta de que la búsqueda consiste en lo contrario, en mantener
su concepción al margen y estudiar otras vidas, otras miradas. Por supuesto que el autor
siempre podrá hacer préstamos al personaje, pero sólo cuando resulte absolutamente
necesario y éstos se acomoden con naturalidad. Si llega a transformarlo en un préstamo
al completo, el personaje no le devolverá ni un céntimo de su inversión, ya que habrá
dejado de existir.
Veamos un ejemplo de este tipo de intromisiones del autor en su propio personaje.
Se trata de un relato en que el protagonista sufre una extraña enfermedad, que le hace
escuchar todos los pensamientos ajenos sin que sean pronunciados. Se agudiza su mal
hasta tal punto que el personaje escucha a la humanidad entera:

En el trayecto notó un cambio: ahora era capaz de percibir conjuntos de


pensamientos fundidos en uno, pensamientos de pueblos, ciudades, naciones. En su
cerebro aparecían imágenes de las zonas que abarcaba su extraña percepción. Se
concentró en los países africanos que sufrían la plaga del hambre, y se dio cuenta de
que la suma del dolor que sentían no era igual a un dolor inmenso, sino que su
intensidad era la misma que la de cada ser humano. La ambición, el instinto de
supervivencia, la solidaridad, el belicismo, la soledad de naciones enteras no era
diferente que la que había escuchado en individuos anónimos.
El horror no se suma, llegado a un punto máximo era semejante al que sufría un
hombre de la calle, y lo mismo ocurría con todos los sentimientos. Rodríguez no podía
más, la cabeza le daba vueltas, no había reposo en él.

No es Rodríguez quien piensa todas estas cosas tan trascendentes, sino el autor del
relato. Por suerte o por desgracia, el personaje no estaba diseñado para hacer tales
reflexiones, que se escapan de su naturaleza más bien simplona. El escritor sintió la
necesidad de endosárselas, bien porque a raíz de ellas se le ocurrió el relato, o porque
cayó en la tentación de las «grandes palabras». Pero en ningún caso pertenecen al
personaje.
Estas intromisiones del autor se reflejan, como casi todo, en la forma, invadiendo la
narración de abstracciones, de un lenguaje aparentemente elevado, de una falsa
profundidad casi panfletaria.
Los resbalones de este tipo son fáciles de evitar. Cuando el escritor se sienta
arrastrado por sus propias reflexiones sobre la vida, habrá de pensarse dos veces si éstas
tienen que ver con su protagonista. Si no es así, más vale morderse la lengua y esperar
mejor ocasión para soltar el carrete. Puede que en algún otro texto le encajen. Las puede
encauzar también por medio del narrador o de la consecución de los hechos; o a través
de personajes secundarios...

TERCERA DISTINCIÓN

Y esto me lleva a establecer la tercera división (y la última) a que someto a los


personajes en este libro. Para que todo quede más claro, vamos a distinguir entre
personajes principales, secundarios y figurantes.
El personaje más principal de todos sería el protagonista, que se diferencia del
resto en que es el que arrastra el hilo principal de la acción. Puede haber un solo
protagonista (como en el caso de Ana Karenina, Madame Bovary y La Regenta) o varios
(como, por ejemplo, en El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, o en La colmena, de
Camilo José Cela).
El resto de los personajes principales son los que llevan a sus espaldas los distintos
hilos secundarios de la acción, diferenciándose en esto del protagonista. Como
consecuencia, tienen un menor relieve dentro del conjunto.
Por ejemplo, en Ana Karenina este tipo de personajes estaría representado por
Levin, Kitty, Vronsky y por el marido de Ana; en La Regenta, por Fermín de Pas; y en
Madame Bovary, por Carlos Bovary. Todos estos personajes desarrollan historias
paralelas a la de la acción principal (aunque, por supuesto, relacionadas con ella en
mayor o menor medida), y el autor profundiza en ellos en tanto que lo permiten sus
diferentes hilos de acción, que nunca llegan a solapar la historia principal (ya que en ese
caso se convertirían en protagonistas). Si seleccionamos a cualquiera de ellos (Levin,
Kitty, Vronsky, Alexey Alexandrovich Karenin, De Pas o Carlos Bovary) podríamos ir
desenrollando su historia, que cobraría autonomía propia y que incluso alcanzaría para
escribir una novela corta si se restara importancia a las actuales protagonistas. Los
personajes principales son, pues, los pesos pesados de la novela.
A diferencia de ellos, los personajes secundarios no tienen su propia historia ni
dirigen ningún hilo de acción, sino que están a las órdenes de alguno o varios de estos
hilos a lo largo de la narración. Son personajes planos y, si deslindáramos del resto lo que
de ellos se dice en la novela, lo máximo que protagonizarían sería una serie de anécdotas
aisladas, y no una historia cabal. Por lo demás, se parecen mucho a los personajes de
cuento: disponen de poco espacio para desarrollarse y han de tener fuerza suficiente para
que el lector los reconozca en cualquier momento en que aparezcan, convirtiéndose de
esta manera en una especie de caricaturas de personas. Concisos, ligeros, reconocibles y
rápidos, los personajes secundarios son los pesos medios de la novela.
Por último, los figurantes (por adoptar el término teatral) serían todos aquellos
personajes que aparecen en momentos puntuales para recoger el abrigo del protagonista,
armar escándalo en un restaurante, hacer un comentario sagaz o interrumpir con una
pregunta estúpida a los dos amantes cuando éstos al fin se iban a besar. Ellos son los
pesos mosca de la novela, y su principal característica, la fugacidad.

PERSONAJES PRINCIPALES

De los protagonistas he hablado mucho ya a lo largo de este libro. Ellos son, como
hemos podido ver, los que van provocando la acción de la historia principal, los guías del
lector, quienes le hacen implicarse afectivamente en la narración, los que permiten al
artista profundizar en una determinada visión del mundo... En fin, que no les sobra ni un
minuto, de tanto trabajo como tienen en la novela.
Todas estas responsabilidades que tiene a su cargo el protagonista hacen que,
como ya señalé en su momento, el escritor no pueda permitirse manejarlo desde fuera
como un muñeco. Hay que jugar limpio en este aspecto, pues el mecanismo entero de la
novela depende de ello. El protagonista ha de ser consistente, tener peso, materia y
recursos para manejarse con eficacia en todas sus labores. Y al escritor no le queda otra
forma de conseguirlo que sumergirse en él, dejarse llevar, enfrentarse con todas las
contradicciones que se le vayan presentando en la comprensión de su personaje, etc. No
hay trucos que valgan.
Claro, que estas funciones que acarrea el protagonista van ser también un pesado
lastre. El lastre de las estrellas. El lector no le va a quitar el ojo de encima a lo largo de
toda la novela ni le va a permitir un segundo de respiro en su resplandor. Si, por ejemplo,
se nos ocurre esconderlo durante un rato largo, ya tendremos al impaciente lector
tamborileando con los dedos sobre el brazo del sofá y preguntándose qué diablos estará
haciendo su héroe o heroína en ese tiempo.
Esa especie de striptease al que continuamente está expuesto el protagonista hace
que, de alguna manera, le dé poco juego al escritor. Sabiendo que las miradas de miles
de espectadores están puestas sobre su criatura, no se puede permitir hacer trucos ni
caer en contradicciones, que destacarían bajo el potente foco como una jirafa en medio
del Congreso de los Diputados.
Vaya mostrar un fragmento de Ana Karenina en el que Ana, después de haber
actuado de ciclón a su paso por Moscú, deshaciendo las ilusiones de Kitty, solucionando
los problemas conyugales de su hermano y dejando a Vronsky prendado de su brillo,
vuelve a San Petersburgo con su familia. A mitad de viaje el tren se detiene, y Ana baja a
tomar el aire:

Ana aspiró otra vez el aire, y ya había sacado del manguito una mano para asir la
barandilla y subir al vagón, cuando un hombre con capote militar, acercándose a ella,
ocultó la luz del farol. Ana se volvió y al punto reconoció a Vronsky. Llevándose una
mano a la gorra, éste se inclinó, preguntándole si podía servirla en algo. Ana, sin
contestar, lo contempló durante un buen rato, y, a pesar de que Vronsky estaba en la
sombra, vio, o creyó ver, la expresión de su rostro y de sus ojos. Era la misma
expresión de entusiasmo respetuoso que tanto la había impresionado la víspera. Más
de una vez se había repetido durante estos últimos días y también hacía un momento
que Vronsky era para ella uno de tantos jóvenes, siempre iguales, que se encuentran
por todas partes, y que ella nunca se permitiría pensar en él; pero ahora, al
encontrarlo, la embargó un sentimiento de alegría y de orgullo. No necesitaba
preguntar por qué estaba allí. Lo sabía con certeza, como si él le hubiera dicho que era
para estar cerca de ella.
—No sabía que iba usted a San Petersburgo. ¿Para qué va allí? —preguntó Ana,
soltando la barandilla.
La animación y una alegría incontenible resplandecían en su rostro.
—¿Para qué voy? —repitió Vronsky, mirándola a los ojos—. Ya sabe que lo hago
por estar cerca de usted. No puedo hacer otra cosa.
En aquel instante, el viento, como si hubiera vencido los obstáculos, arrojó la
nieve de los tejadillos de los vagones y agitó una plancha metálica que había
arrancado en algún sitio, y, más allá, aulló triste y lúgubre el estridente silbido de la
locomotora... Todo el horror de la tormenta le pareció todavía más grandioso ahora.
Vronsky había dicho precisamente lo que Ana deseaba en el fondo de su alma, aunque
su razón lo temiera. Ana no contestó, y él vio que en su rostro expresaba la lucha.
—Perdóneme si le ha molestado lo que le dije —pronunció humildemente.
Hablaba con respeto y cortesía, pero con tanta firmeza y decisión, que Ana no
pudo contestarle durante bastante tiempo.
—Eso está muy mal, y le ruego, si es usted buena persona, que olvide lo que ha
dicho, como lo olvidaré yo —dijo finalmente.
—No olvidaré ni puedo olvidar una sola palabra, ni un solo gesto suyo.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Ana, tratando en vano de imprimir una expresión
seria a su rostro, que él miraba fijamente.
Asiéndose a la fría barandilla, subió rápidamente los peldaños hasta la pequeña
plataforma del vagón. Se detuvo en ella, recordando todo lo que había sucedido. No
recordaba sus palabras ni las de él, pero sentía que aquella breve conversación los
había unido muchísimo y aquello la asustaba y la hacía feliz.

En este fragmento podemos ver a Ana con todas sus responsabilidades como
protagonista y estrella de la novela a cuestas. En primer lugar, está haciendo avanzar la
acción con pasos de gigante. Al mismo tiempo, nos guía a través de la historia y nos hace
sentir la tormenta como si estuviera cayendo sobre nuestras cabezas. En este punto, por
supuesto, ya estamos dentro de su mundo, de ese mundo teñido de rojo por su
apasionada mirada, completamente identificados con ella y con cada uno de sus
sentimientos.
Pero me interesa ahora señalar el striptease psicológico en el que Ana se
desenvuelve. No se permite Tolstoi ni un solo truco con respecto a ella: pone todas las
cartas encima de la mesa sin ningún pudor. Ana lucha consigo misma, y su lucha es la
nuestra. El clima de expectación que crea cada aparición de Ana es de tal intensidad, que
el autor se va a tener que andar con mucho cuidado para que la cuerda que nos une al
personaje no se rompa por la tensión. Tenemos demasiadas expectativas puestas en
Ana; no nos puede defraudar.
Precisamente para aliviar esa tensión se va a valer el escritor del resto de los
personajes principales. Éstos quitarán parte de la carga al protagonista y diversificarán
la atención del lector. Ayudarán a nuestro héroe o se opondrán a sus propósitos,
ramificando la historia y dejándole descansar, a ratos, en su camerino.
Sin ellos, el narrador no podría despegarse ni un segundo del protagonista, y a
veces es necesario un distanciamiento que permita poner de relieve otros aspectos de la
historia, para luego volver al héroe y abarcado mejor.
Tras el intenso pasaje que acabo de poner como ejemplo, Tolstoi se centra, al
principio del siguiente capítulo, en Vronsky. Tiene que dejar reposar a Ana después del
gasto de energía a que la ha sometido, y el lector no aceptaría irse con cualquiera:

Vronsky ni siquiera intentó dormir aquella noche. Permaneció sentado en su


butaca, a ratos con la mirada fija ante sí; a ratos, observando a los que entraban y
salían; y si antes impresionaba a los desconocidos por su inalterable serenidad, ahora,
parecía aún más orgulloso y con más aire de suficiencia. Miraba a la gente como si
fuesen objetos. [...]
Vronsky no veía nada ni a nadie. Se sentía como un rey, no porque creyese
haber impresionado a Ana —aún no lo creía—, sino porque la impresión que le
produjera ella le llenaba de felicidad y orgullo.
No sabía ni siquiera pensar en lo que iba a resultar de aquello. Sentía que sus
fuerzas, desperdigadas hasta entonces, se habían reunido en una sola y terrible
energía y se dirigían hacia una finalidad maravillosa. Se sentía feliz con aquello. Lo
único que le constaba era que le había dicho la verdad a Ana, que iba al mismo sitio
que ella, y que toda su felicidad y el único objeto de su vida consistía en verla y oírla.
Cuando se apeó en la estación de Bologoia para beber agua de seltz y vio a Ana, le
había dicho lo que pensaba involuntariamente. Ahora se alegraba de haberlo hecho, se
alegraba de que lo supiera y de que pensara en ello. Pasó toda la noche sin dormir.
Desde el momento en que regresó al vagón estuvo recordando todas las actitudes en
que la había visto, todas sus palabras, y se imaginó escenas de un porvenir posible,
cosa que le paralizaba el corazón.

Se puede observar aquí cómo el autor nos ha deslizado, sin que apenas lo notemos,
hacia otro hilo de acción, considerablemente más distendido que el de la protagonista: la
historia de Vronsky. El tratamiento que recibe éste es muy similar al de Ana, y sus
funciones también, aunque, como ya he dicho, están llevadas con mayor ligereza. No
obstante, el escritor tampoco se puede permitir hacer trampas con este tipo de
personajes.
Por otra parte, la utilización de personajes principales hace que los tentáculos de la
búsqueda se extiendan, pues cada uno de ellos significa una forma de observar el mundo
(como refleja el fragmento de Vronsky), de modo que, en conjunto, el autor obtendrá una
visión estereoscópica del microcosmos novelesco, una fusión de diferentes miradas
lanzadas sobre los mismos hechos.
PERSONAJES SECUNDARIOS

Cuando he hablado de trampas o trucos, me refería a todos esos pasos intermedios


que ha de dar el escritor entre los grandes bloques de acción. Éste necesitará en todo
momento excusas argumentales, puentes de unión entre las distintas secuencias, chispas
desencadenantes, maneras varias de suministrar información al lector, etc.
En este sentido es en el que no se puede utilizar a los personajes principales. En
primer lugar, porque están demasiado ocupados y cargados con los diferentes hilos de
acción. En segundo lugar, porque cualquier manipulación estructural de sus actuaciones
destacaría demasiado bajo los focos que los alumbran, y aparecería ante los ojos del
lector como una falsedad o una excusa insincera.
Así que el autor tendrá que acudir, en muchos casos, a un tipo de personajes más
manejables que le sirvan para lo que necesite en cada momento. Y éstos serán los
personajes secundarios.
Como ya hablé por extenso de los personajes de cuento, no es necesario que me
detenga en la forma de construir este tipo de personajes. Sólo voy a recordar aquí que su
principal característica formal es la concisión. Su esencia consistirá en un solo rasgo (su
antipatía o su simpatía, la maledicencia, la codicia, su estupidez...) ampliado con la lupa
del autor hasta que cobre estatura humana.
Cada vez que aparezcan los reconoceremos por ese rasgo exagerado, así que el
escritor se debe cuidar únicamente de mantenerlo estable a lo largo de toda la novela.
Es fácil, pero necesario. Si se cae en contradicciones respecto a los personajes
secundarios perderán su funciona1idad. Pongo un ejemplo de este tipo de resbalones:

Dejé pasar un rato, cogí el teléfono y marqué el número de Ernest. Resultaba


bastante fácil pillarle en casa. Era un hombre hogareño, siempre y cuando contase con
algunas latas de cerveza disponibles. Una cerveza disponible, para Ernest, era una
cerveza helada. Si no estaba lo suficientemente fría acababa vomitándola. La segunda
cosa de importancia que irritaba su ánimo era encontrarse con una huella de carmín en
el filo de un vaso. Pero en el supuesto de que no se dieran ninguna de estas dos
circunstancias, podía ser enteramente feliz.

Aquí tenemos a Ernest, un personaje perfectamente dibujado. Su nota distintiva: es


un bebedor impenitente de cerveza helada. Así que cada vez que aparezca en escena,
debería llevar una lata de cerveza fría en la mano. Sin embargo, un poco más adelante,
en la conversación telefónica que mantiene el narrador con Ernest, éste traiciona su
propia esencia:

—De acuerdo —me dijo—, allí estaremos. Pero haz el favor de tenerme vino
blanco, y que esté bien frío. ¿De acuerdo?

¿¡Vino blanco!? Si tenemos que reconocer a Ernest precisamente por su afición a la


cerveza, no puede aparecer pidiendo vino blanco, porque entonces el personaje se
esfuma en su propia paradoja. Cuidado, pues, con este tipo de errores.
Veamos ahora algunas de las funciones de los personajes secundarios. En realidad,
las funciones que desempeñen pueden ser infinitas, ya que el autor se los irá sacando de
la manga a medida que se le planteen distintos problemas de estructura. También los
puede crear por el mero placer de hacerlo, pero en ese caso no se tiene que olvidar,
luego, de sacarles partido a lo largo de la narración.
Un cargo que desempeñan los personajes secundarios con increíble habilidad es el
de nexo de unión entre los distintos hilos argumentales. Dado que los personajes
principales están ensimismados en sus propios problemas y les cuesta, por su excesivo
peso específico, relacionarse con los demás, se apoyarán en los secundarios para que les
solucionen la vida social. Es el papel que desempeña, por poner un ejemplo, Stepan
Arkadievich Oblonsky en Ana Karenina. Por un lado, es el hermano de Ana y, por tanto, el
cuñado de Alexey Karenin; por otro, tiene a Kitty por cuñada; da la casualidad también de
que es amigo íntimo de Levin; y, por último, se corre sus buenas juergas con Vronsky. Así
que Tolstoi, cuando necesita trasladar la acción de Moscú a San Petersburgo, o cuando
tiene que hacer coincidir en la misma casa a dos de los personajes principales, se vale de
este curioso personajillo que, por otro lado, no hace más que organizar comidas y cenas,
viajar de aquí para allá y hacer visitas inesperadas a diestro y siniestro. Por supuesto, su
función está reflejada en su propio carácter, pues resulta ser un hombre frívolo, juerguista,
simpático, extravertido y amistoso; es decir, un verdadero relaciones públicas.
El cotilleo tampoco se les suele dar nada mal a algunos personajes secundarios.
Para que no me denuncien por difamación, lo podemos denominar la labor informativa.
Cuando el escritor necesita aportar determinados datos sobre los personajes principales o
sobre sus distintos hilos de acción, y no lo puede hacer desde la perspectiva de esos
personajes, se vale a menudo de los secundarios. De paso, estas redes informativas
sirven para mostrar a los protagonistas desde fuera, para enfocarlos desde distintos
ángulos o puntos de vista.
Los personajes de La Regenta son unos verdaderos maestros en estas lides, y
también de los más hábilmente dibujados en la historia de la literatura, a mi modo de ver.
Obdulia Fandiño, uno de los principales personajes secundarios (valga la
contradicción), reina de la promiscuidad y de la hipocresía vetustenses, nos informa en
este fragmento de cómo ve la ciudad entera de Vetusta a la Regenta:

Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí [en el
dormitorio de la Regenta].
«—¡Qué mujer esta Anita!
»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito...
y una pulla para muchas damas vetustenses.» Pero añadía Obdulia:
«—Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel
de tigre, ¿tiene un cachet? Ps..., qué sé yo. Me parece un capricho caro y
extravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la
alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo
demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. Ni
un objeto de arte. Ni un mal bibelot; nada de lo que piden el confort y el buen gusto. La
alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién
eres. ¿Y la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de
una manera contraria a las conveniencias.»
«—¡ Lástima —concluía Obdulia, sin sentir lástima— que un bijou tan precioso se
guarde en tan miserable joyero!»

Por último (y es que las funciones de este tipo de personajes son infinitas, pero no lo
es el espacio que les puedo dedicar), otra función de los personajes secundarios es dar
una visión tipificada del universo que rodea a los personajes principales. Como el modo
de ver el mundo de estos últimos suele salirse de la norma, el autor necesita reflejar cuál
es esa norma. Y esto lo hará por medio de alguno —o de varios— de los personajes
secundarios. Es el caso, en Madame Bovary, de Homais, el boticario de Yonville, que
representa, con su petulancia provinciana, el contexto en que se tienen que desenvolver
Emma y Carlos Bovary, y ante el cual cada uno de ellos tendrá sus propias reacciones (de
sosegada aceptación, en el caso de Carlos; de rechazo, en el de Emma).
Por supuesto, cada uno de los personajes secundarios podrá cumplir varias tareas a
lo largo de la narración. Una vez que el escritor los tenga a todos desplegados, acudirá a
uno u otro según los necesite, siempre con cuidado de que su modo de ser se adapte
como un guante a la misión encomendada. Como ya he dicho, las diferentes utilidades
que pueden tener este tipo de personajes son incontables, tantas como necesidades le
surjan al escritor: desde organizar un viaje hasta difamar al protagonista, pasando por
apoyos morales, peleas o asesinatos. En todo caso, no viene mal tenerlos a mano en
cualquier novela, ya que, aparte de los usos que se les puede dar, aportan colorido y
variedad a ese microcosmos que estamos alzando. Si juntáramos a todos los personajes
secundarios de la historia de la literatura tendríamos, sin ninguna duda, una pandilla de lo
más curiosa, divertida y amena. Aunque, ¿quién se atrevería a aguantarlos a todos
juntos?

FIGURANTES O EXTRAS

Y, por último, tenemos a aquellos personajes, siempre necesarios en una novela,


que aparecen en ocasiones aisladas cumpliendo funciones muy específicas.
Una de ellas puede ser, sencillamente, la de hacer bulto. No es ninguna tontería,
pues van a contribuir a crear ese clima de multitud del que hablaba en el capítulo de la
«Acción». En algunas novelas (como en Guerra y paz o las obras de Balzac) se necesitan
a cientos. En otras ocasiones serán más escasos. De cualquier forma, siempre tendrá que
haber algunos de ellos en los lugares que frecuenten los personajes principales, para dar
ambiente.
Por lo demás, el autor acudirá a ellos de manera intuitiva para necesidades
puntuales del guión, como dar una opinión atinada o desatinada sobre algún incidente,
abrir y cerrar puertas, limpiar la casa, tirar el café sobre el traje recién estrenado del
protagonista, etc.
Dada su escasa relevancia en la historia, conviene retratarlos rápidamente, sin
detenerse en detalles, para que el lector no tenga que fijar su atención en ellos demasiado
tiempo y, sobre todo, para que no crea que van a tener importancia más adelante. A
muchos escritores de novela, que en general tienen poca práctica en lo que a la síntesis
se refiere, no les vendría mal para captar la funcionalidad de los figurantes leer a los
buenos cuentistas, quienes, más ejercitados en el arte de la contención, saben crear con
palabras contadas la ilusión de que alguien (y no algo) cruza la calle o se enciende un
cigarrillo. Veamos un ejemplo de un relato de Medardo Fraile, «Descubridor de nada», en
el que aparece un figurante con perro que, en esta ocasión, va a servir de apoyo para una
reflexión de Don Rosendo, el protagonista:

Junto al río, cerca del puente, un hombre justificaba su ocio con un perro. Le
tiraba lejos algo que el perro buscaba y volvía a traerle en la boca. Don Rosendo pensó
que hay quien, además del perro que lleva dentro, lleva otro fuera.

Aunque este tipo de personajes no tiene especial trascendencia en la historia, más


vale —y esto sirve para cada uno de los pasos que tiene que dar el autor de una novela—
retratarlos bien que retratarlos mal. Y retratarlos bien significa darles humanidad sin entrar
en detalles superfluos.
Incluso con un poco de suerte (y bastante talento) se pueden hacer famosos, como
cierto cochero que, en Madame Bovary, lleva a Emma y a su amante León, dedicados a
sus juegos amorosos dentro de la cabina del coche, por las calles de Ruán.
Dejo la bajada del telón a este paciente y desconcertado cochero, que con seguridad
se mantuvo en la ignorancia de que iba a ser conocido en todo el planeta y citado en la
mayoría de los libros de crítica literaria:

—¿A dónde va el señor? -preguntó el cochero.


—¡A donde usted quiera! —dijo León metiendo a Emma en el coche.
Y la pesada máquina se puso en marcha.
Bajó por la rue Grand-Pont, atravesó la place des Arts, el quai Napoleón, el Pont
Neufy se paró en seco ante la estatua de Pierre Corneille.
—¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.
El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde el cruce La Fayette,
entró a galope en la estación del ferrocarril.
—¡No, siga derecho! —gritó la misma voz.
El coche salió de las verjas y en seguida, llegado al paseo, trotó despacio entre los
grandes olmos. El cochero se secó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de
cuero y llevó el coche fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.
[...]
—¡He dicho que siga! —exclamó la voz más furiosamente.
[...]
Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deambuló. Se le vio en Saint-
Pol, en Lescure, en el monte Gargan, en Rouge-Mare y en la place du Gaillard-bois; rue
Maladrerie, rue Dinanderie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Marclou, Saint -
Nicaise —delante de la Aduana—, en la Basse-Vieille-Tour, en Trois-Pipes y en el
cementerio monumental. De vez en cuando el cochero, en su pescante, echaba miradas
desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a
aquellos individuos a no querer pararse. A veces probaba, e inmediatamente oía detrás
de él unas exclamaciones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados
en sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada,
desmoralizado como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

4. NARRACIÓN

EL DISCURSO NARRATIVO

Dicen algunos críticos que el personaje es una acumulación de palabras, y no les


falta razón. Tampoco les sobra, creo yo, porque el personaje no se compone sólo de
palabras, sino también de imágenes, expectativas, formas de actuar, sentimientos,
gestos...; incluso de omisiones. Decir que los personajes son palabras una detrás de otra
es como sentenciar que las personas somos células amontonadas. Hombre, pues sí;
pero... quizá tanto los personajes como las personas seamos algo más que eso.
Ahora bien, igual que la biología ve al ser humano como un conjunto de células que
a veces se encabritan, una de las perspectivas para mirar al personaje que no podemos
eludir es la forma o el envase que le permite vivir, amar o irse de pesca. A este envase de
la historia lo vamos a llamar discurso narrativo, y está compuesto, efectivamente, de
palabras ligadas unas con otras, como hormiguitas en hilera. Y así como las hormigas
forman una comunidad y tienen un mismo objetivo (llegar al hormiguero o ir en busca de
comida), nuestras palabras en ringlera conformarán una obra portadora de significado.
El discurso va a ser al personaje lo que el cuerpo al espíritu. Si el discurso no goza
de buena salud el personaje se resentirá, y sI el personaje no cobra vida en la mente del
autor las facciones del discurso se embrutecerán.
Así pues, todo lo que hemos estado viendo hasta ahora sobre el personaje se
integra, desde un punto de vista formal, en el discurso narrativo, que es el texto concreto
que corre ante los ojos del lector, es decir, la forma en que nos llega una narración, una
historia. El análisis del personaje como parte del texto o discurso en el que se integra nos
ayudará a descubrir varios de sus elementos constitutivos.
Vamos a ver, antes que nada, algunas características del discurso narrativo, que
ayudarán a aclarar el concepto y que iremos desarrollando a lo largo del capítulo:

1. Una de ellas es la totalidad. Cada una de las palabras y las frases del discurso
narrativo remite al conjunto, y este sentido unitario lo va a tener presente el escritor a la
hora de incluir o desechar una expresión, un enunciado o un diálogo. En una novela las
palabras, las frases, los párrafos o los capítulos no se pueden entender de forma aislada,
sino que aluden a otros anteriores y posteriores, y esa red de conexiones es la que
constituye la obra.

2. Otra característica del discurso narrativo es que ha de ser claro y comprensible,


ya que va dirigido a un lector. El lenguaje surgió ante la necesidad de comunicamos unos
con otros y, que yo sepa, nunca se ha utilizado para otra cosa. Esta función vehicular
también quedará reflejada en el discurso. A lo largo de estas páginas he mencionado casi
tantas veces la palabra «lector» como la palabra «escritor». Escribir es querer transmitir, y
esa intención tiene que estar integrada de forma implícita en el propio discurso.

3. Y el último factor del discurso narrativo que me interesa señalar aquí es su


exposición en forma de texto escrito. No es lo mismo contar una historia a un amigo o un
cuento a un niño, que escribirlo; ni siquiera es lo mismo escribir un relato para que sea
emitido por radio, que escribirlo para un lector. Componer una novela exige una
elaboración del lenguaje muy distinta a la expresión oral. Aunque se apoye en esta última,
requiere una transformación específica en aras precisamente de la naturalidad. Por eso,
entre otras cosas, es necesario haber leído mucha literatura para escribirla: el manejo del
código escrito sólo se puede adquirir por medio de la asimilación. Igual que aprendemos a
hablar escuchando, aprendemos a escribir leyendo.

LA VOZ DEL NARRADOR

Esa especie de oralidad transformada o reelaborada que constituye el discurso


narrativo nos va a llegar por medio del narrador.
También al narrador lo he mencionado muchísimas veces en el camino que
llevamos recorrido, pues se trata del disfraz hecho de palabras que se pone el autor para
escribir una historia de ficción. Unas veces el escritor se disfraza más que otras; pero, en
todo caso, no hay que confundir nunca a éste con el narrador, como muy bien sabe todo
aquel que practica la escritura creativa. La ficción es un eterno carnaval en el que todo
está permitido y, de la misma forma que es de mal gusto ir al carnaval sin disfrazarse o no
bailar al son de los pasacalles, también lo es identificar al escritor tras la máscara y
calificarlo de deslenguado o atrevido por su actuación desacostumbrada.
Estos reproches o insinuaciones que tan frecuentemente han tenido que sufrir —y
siguen sufriendo— todos los escritores del mundo se deben, en buena parte, a que
muchas veces el narrador no es exactamente un personaje (ni, por supuesto, una
persona), sino una voz. Cuando alguien escucha una voz tiende instintivamente a buscar
su procedencia; y si no encuentra a nadie detrás de ella, se la atribuye al primero que pilla
—en este caso, al escritor—, igual que un niño se enfada con su madre cuando a
Caperucita se la come el lobo. Pero en el caso de las ficciones, a diferencia de los
artículos de opinión o los tratados científicos, la procedencia de la voz no tiene ninguna
importancia. Lo que importa de ella es lo que narra y cómo lo narra, y no quién la profiere.
Así pues, el narrador es alguien del que muchas veces sólo conocemos la voz. No
sabemos cómo va vestido ni qué hace en sus ratos de ocio, sino únicamente qué nos
dice. Y hablo de voz (igual que antes he hablado de discurso) porque el lenguaje escrito,
como ya dije, tiene mucho de oralidad transformada. Todavía, después de tantísimos
siglos, la literatura conserva rasgos de su origen hablado, de las historias contadas
alrededor de una hoguera o en la plaza del pueblo, y también del teatro. Así que al lector,
cuando lee una novela, le parece estar escuchando un rumor muy característico que le va
contando al oído sucesos fascinantes, y a través del cual tiene acceso, con ayuda de su
imaginación, al mundo ficticio.
Para que esto ocurra, la voz del narrador ha de pasar inadvertida en lo posible
(sobre todo cuando lo que se escribe es una novela), porque si continuamente llama la
atención sobre sí misma, el lector se distraerá de la historia que le están contando y fijará
su atención en las modulaciones atípicas de la voz, perdiendo el hilo de la narración
propiamente dicha. No hay que olvidar que el objetivo del escritor, y por tanto del
narrador, es que la historia y los personajes cobren vida en la imaginación del que lee, y
eso es imposible si el narrador está gritando «¡Aquí estoy yo!», en una exhibición continua
de sus cuerdas vocales. De igual modo, tampoco es conveniente usar una voz monocorde
y soporífera que, aunque no se señale a sí misma, tampoco apunte a los hechos que está
narrando ni se implique en ellos. En definitiva, para que la voz del narrador pase
inadvertida sin resultar tediosa se tiene que dar una especie de simbiosis entre ésta y los
hechos narrados, de modo que acoplada la una a los otros, formen una misma cosa.
Es importantísimo, pues, modular bien la voz del narrador y aprovechar todos los
recursos que nos ofrece. Esa modulación va a depender de muchas cosas, como cuál es
la historia que se está contando, si el narrador es a la vez uno de los personajes de la
historia o alguien ajeno a ella, el bagaje cultural del autor, etc.; así que tendríamos tantos
tipos de voces y combinaciones posibles de sus características como historias en el
mundo.
Hablar de voz y de discurso para designar el texto y la forma en que éste se
desarrolla nos va a servir para aproximamos a nuestro objetivo, a saber, los personajes.
De forma que, siguiendo con la metáfora clarificadora, voy a mostrar tres de los recursos
de que dispone la voz del narrador y que, usados en su justa medida, pueden darle una
modulación adecuada: el tono, el volumen y la expresividad.

TONO

Igual que en la vida diaria el tono que utiliza una persona para hablar a su
interlocutor da un significado u otro a lo que dice, también el tono del narrador aportará
parte del sentido a la historia.
El tono puede ser más grave o más agudo. Cuanto más grave sea, tanto más serio y
profundo sonará lo narrado, mientras que la subida de los agudos imprimirá notas
ascendentes de desenfado al texto.
Dependiendo del suceso concreto que se esté contando, el tono puede variar dentro
de una misma novela: no es lo mismo narrar un suicidio que una charla distendida entre
amigos. Sin embargo, hay que tener cuidado con estas variaciones, ya que si son muy
exageradas o repentinas, dará la impresión de que la voz del narrador ha cambiado, y que
es otra persona —otra voz—, de pronto, la que nos habla.
El tono del narrador influirá tanto en la percepción de la historia como en la de los
personajes, y a la vez se verá influido por ellos. Para ejemplificarlo, vamos a detenemos
en nuestras tres obras modelo.
Si dividimos los tipos de tono de mayor a menor gravedad en bajo, barítono, tenor,
contralto y tiple, el narrador de Ana Karenina usaría por lo general una voz de barítono
que le da un tinte trágico a la narración. Veamos un fragmento:
Una nueva vida comenzó desde entonces para Alexey Alexandrovich y para su
esposa. No había ocurrido nada extraordinario. Como siempre, Ana frecuentaba el
gran mundo, visitando muy a menudo a la condesa Betsy y encontrándose con
Vronsky por doquier. Alexey Alexandrovich estaba al tanto, pero era incapaz de hacer
nada. A todos sus intentos de suscitar una explicación, Ana oponía una muralla
infranqueable, constituida por su alegre perplejidad. Aparentemente todo seguía lo
mismo, pero sus relaciones íntimas experimentaron un cambio radical. Alexey
Alexandrovich, hombre tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente
en este caso. Como un buey, agachó sumiso la cabeza, esperando el golpe del
hacha, que presentía suspendida por encima de él. Cada vez que empezaba a pensar
en ello, se proponía hacer otro intento, pues creía que por medio de la bondad, la
dulzura y la persuasión había aún esperanzas de salvarla, de obligarla a volver a la
realidad. Pero cada vez que entablaba conversación con Ana, se convencía de que el
espíritu del mal y del engaño se había apoderado de ella, invadiéndolo a él también
[...]

He escogido deliberadamente un fragmento en el que lo que se dice no es


especialmente terrible. De hecho, Ana todavía no ha engañado a su marido (aunque está
a punto de hacerlo). Sin embargo, el tono del discurso es tan grave que el lector se
estremece al leerlo. El narrador podría adoptar un tono burlón para describir al marido
cornudo, pero no lo hace. A Tolstoi su historia le parece muy seria corno para tomársela a
guasa.
Para dar el tono a la narración, el autor no tiene otro medio que las palabras, y ellas
son las que en este fragmento nos lo transmiten. Palabras rotundas e inevitables (blanco
o negro; bueno o malo; todo o nada) que resuenan en nuestros oídos con su aire marcial:
muralla infranqueable, cambio radical, impotente, buey sumiso, el golpe del hacha [aquí
retumba un baquetazo de tambor], el espíritu del mal y del engaño...
Siendo el de barítono el tono general de la obra, se permite Tolstoi cambiarlo,
aumentando la gravedad hasta resonancias de bajo en las escenas más dramáticas y
disminuyéndola en otras ocasiones hasta frecuencias de tenor, como cuando se acerca a
personajes como Oblonsky, con quien se permite notas algo más agudas, e incluso algún
que otro redoble irónico.
El narrador de Madame Bovary utiliza un tono bastante menos grave que el de Ana
Karenina. Podríamos decir, para seguir con la metáfora, que adopta voz de tenor, un
término medio que es el que más se ajusta al propósito de Flaubert: pasar inadvertido. Ni
siquiera al final, al contar el suicidio de Emma, se le ocurre bajar el tono; y el contraste
entre los hechos que se narran y el tono ligeramente desenfadado tiñen la escena de
amargura irónica.
Veamos un fragmento de la novela, en el que se muestra a Emma tras el encuentro
con su primer amante:

Se repetía: «¡Tengo un amante! ¡Un amante!», deleitándose en esta idea como


en la de otra pubertad renacida. Por fin iba a poseer esos goces del amor, esa fiebre
de la felicidad que había desesperado de encontrar. Entraba en algo maravilloso
donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulada la rodeaba, las
cimas del sentimiento centelleaban bajo su pensamiento, la existencia ordinaria no
aparecía sino a lo lejos, muy allá, en la sombra, entre los intervalos de aquellas
alturas.

En este pasaje, en el que la voz del narrador se entremezcla con la de la


protagonista con el objeto de ridiculizarla, podemos observar el tono que en general se
utiliza a lo largo de toda la novela. Un tono bañado en una ironía sutil que queda reflejada
aquí en esa enumeración de cursilerías de Emma y acentuada por los demostrativos, que
distancian al narrador del personaje: esos goces del amor, esa fiebre de felicidad,
aquellas alturas...
Por último, el narrador de La Regenta asume —y arriesga— la voz más aguda de
todas; utiliza un tono de contralto que, en ocasiones, raya en una estridencia atiplada que
da a muchas escenas semblanza de farsa. Sin desprenderse nunca de esa mordacidad
incisiva, la voz del narrador se suaviza a ratos, como cuando se acerca a Anita, gracias a
lo cual podemos tomamos en serio la novela.
El tono que utiliza Clarín es muy osado, pues su agudeza hace que el lector tienda a
fijarse muchas veces más en la voz y las palabras aisladas del narrador que en la historia
que cuenta. Hay que tener cuidado, pues, con la subida de los agudos.
Pongo un ejemplo de cómo el narrador ridiculiza con su voz algo estridente a los
personajes:

Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con su vello
negro algo rizado y el nacimiento provocador del moño que subía por la nuca arriba
con graciosa tensión y convergencia del cabello. Dudaba don Álvaro si debía en
aquella situación atreverse a acercarse un poco más de lo acostumbrado. Sentía en las
rodillas el roce de la falda de Ana; más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un
instante. «Ella estaba aquella noche... en punto de caramelo» (frase simbólica en el
pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercó ni más ni menos; y
eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la buena señora se había
sublimizado tanto! Y como él, por no perderla de vista, y por agradarla, se había
hecho el romántico también, el espiritual, el místico..., ¡ quién diablos iba ahora a
arriesgar un ataque personal y pedestre...! ¡Se había puesto aquello en una tesitura
endemoniada!» Y lo peor era que no había probabilidades de hacer entrar, en mucho
tiempo, a la Regenta por el aro; ¿quien iba a decirle: «Bájese usted, amiga mía, que
todo esto es volar por los espacios imaginarios»?

En las expresiones que he destacado se puede apreciar el tono lleno de agudos del
narrador, así como en la cantidad de comillas, cursivas, interrogaciones o preguntas
retóricas, que inundan toda la novela de sarcasmo y causticidad. En virtud de ello, la
mayoría de los personajes (exceptuando a Ana Ozores y a Fermín de Pas, tratados con
mayor gravedad) adquieren para el lector la apariencia de fantoches.

VOLUMEN

Regular el volumen de la voz del narrador es otra cuestión importante. En principio,


a nadie le gusta que le griten. Valga como norma, pues, que la voz del narrador debe
permanecer en un volumen medio: ni muy alta, ni muy baja. Sin embargo, como todos los
recursos que estamos viendo, su modulación aportará a la historia matices significativos,
con lo cual el narrador podrá alzar o bajar la voz cuando la historia lo justifique. Pero sólo
en esas ocasiones.
Pongo un ejemplo de voz injustificadamente chillona:

Así yo veía en aquellos días como motivo absoluto de una estrofa las adelfas
cargadas de suicidios en los parques abochornados por la sombra soberbia de los
rascacielos, la venustidad extravagantemente erótica de los escaparates, las
barandillas de oxidado metal renegrecido de las escaleras de emergencia de
aquellos viejos edificios del Bronx. (¡Qué bella decadencia en sus paredes
delineadas como murales vivientes por las manchas de humedad y por los
fanáticos grafitis!).
Como se puede ver, no sólo con exclamaciones se puede alzar la voz, sino también
por medio de la combinación de sustantivos y adjetivos. En este caso, lo que se nos está
contando no merece gritos, así que se le agradecería al narrador que bajara el volumen.
Por otra parte, si el volumen permanece muy alto a lo largo de todo el discurso, el
narrador no podrá subirlo cuando realmente se necesite, es decir, en las escenas de
verdadera relevancia que requieran un grito de aviso al lector («¡Cuidado! El perro está
suelto»).
Asimismo, el narrador puede bajar el volumen en aquellas partes —siempre
necesarias en una novela— de puro trámite que no precisen una atención especial del
lector; por ejemplo, mientras el protagonista baja las escaleras, sale a la calle y toma un
taxi para dirigirse a una comida a la que está invitado, y en la que sí sucederán cosas
dignas de una subida del volumen.
Veamos ahora un ejemplo susurrado en voz baja al que no le vendría mal un
volumen más alto:

Pascual dio unos cuantos pasos y se asomó con timidez al interior del local. Le
impresionó, por supuesto, la cantidad de clientes que hacían cola para ser atendidos,
pero hubo otra cosa que aún le impresionó más: la luminosidad. Aquella luz blanca y
limpia que parecía querer llegar a todos los rincones y casi hacía daño a la vista. Nada
que ver con El Palacio del Estilo. Éste, si se quiere, era más sombrío, pero también
más íntimo y acogedor, sin ese ambiente como de ambulatorio.

Aquí, para acentuar la impresión que le produce al protagonista la visión del local
(que, por cierto, va a tener una importancia decisiva a lo largo del relato), no vendría mal
que el narrador elevara algo más el tono de voz, para que el párrafo no pase tan
inadvertido (y es que casi no se oye). Algo así como «iVaya luz! Aquello parecía un
ambulatorio. Y la cantidad de clientes que hacían cola frente al mostrador...»
Muestro a continuación un fragmento de Memorias del subsuelo, de F. Dostoievsky,
en el que la elevación gradual de la voz del narrador está perfectamente regulada y
justificada por un personaje que sólo desea hacerse escuchar:

No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso, ni infame, ni honrado, ni un


héroe, ni un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la
estúpida, inútil excusa de que un hombre inteligente no puede convertirse en nada, de
que sólo un tonto puede hacer consigo lo que quiera. Es verdad que un hombre
inteligente del siglo XIX tiene que ser una criatura invertebrada, en tanto que un
hombre de carácter, el hombre de acción, es, en la mayoría de los casos, una persona
de inteligencia limitada. Esta es mi convicción a los cuarenta años de edad. Ahora
tengo cuarenta, y cuarenta años es toda una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es
indecente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuarenta! ¿Quién lo logra?
Contéstenme con sinceridad. O déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles. Esto
lo repetiré en la cara de cualquiera de esos venerables patriarcas, de todos esos
respetables hombres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Y tengo derecho a
decirlo, porque yo viviré hasta los sesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta...!
Esperen, déjenme recobrar el aliento...

EXPRESIVIDAD

Otro recurso que va a permitir ajustar la voz del narrador va a ser la expresividad,
que implicará la proximidad afectiva y el grado de adecuación del narrador con respecto a
los personajes. En este sentido, la voz del narrador podrá ser cálida o fría, anhelante,
acariciadora, tierna, distante, amenazadora o permisiva, despreciativa...
Igual que ocurre con el tono o el volumen, la expresividad de la voz del narrador va a
aportar, combinada con el contenido de la historia, diversos visos de sentido a los
personajes y, por tanto, influirá en la aproximación del lector hacia ellos. La policromía y la
rica plasticidad que adquiere un texto por medio de este recurso bien utilizado es algo que
muchos novelistas, encerrados en una neutralidad expresiva carente de matices, deberían
tener en cuenta.
Hay que recordar que el narrador, aun cuando no tenga cuerpo, no deja de
comportarse como una persona, y no como un ente por encima del bien y del mal. Ahora
bien: ese comportamiento humano es mejor que no lo exprese por medio de opiniones o
juicios de valor, los cuales no harían más que molestar al lector y apartarlo de la historia.
Se ha de valer de la expresividad de su voz, pues para eso le hemos dado la palabra. Así
que, si el autor desea mostrar la maldad de un personaje, tendrá que conjugar las pérfidas
acciones de éste con una voz detractora por parte del narrador; con ello hará fruncir el
ceño al lector sin necesidad de ninguna explicación adicional. Si, por el contrario, el
escritor quiere señalar las virtudes de su protagonista, utilizará un lenguaje aterciopelado
que acaricie nuestros oídos. De esta forma el autor podrá llevar a cabo sus propósitos sin
hacerlos patentes.
He puesto dos ejemplos, pero las combinaciones son casi infinitas. Vamos a ver un
fragmento de El gatopardo, novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa en la que la voz
del narrador, de lo más peculiar y riquísima en matices, nos acerca a un protagonista que
no es precisamente un dechado de virtudes. Pero lo hace con una expresividad tan tierna,
condescendiente y dicharachera, que le acabamos perdonando al príncipe Fabrizio todas
sus fechorías.

Se ensombreció tanto que la princesa, sentada junto a él, tendió la mano infantil
y acarició la poderosa manaza que descansaba sobre la servilleta. Ademán
inesperado que desencadenó una serie de sensaciones: irritación por ser
compadecido, sensualidad despierta, pero no dirigida sobre quien la había
provocado. Como un relámpago surgió para el príncipe la imagen de Mariannina con
la cabeza hundida en la almohada. Alzó secamente la voz:
—Domenico —dijo a un criado—, di a don Antonio que enganche los bayos al
coupé. Iré a Palermo después de cenar.
Al mirar a los ojos de su mujer, que se habían vuelto vítreos, se arrepintió de
haber dado esta orden; pero como no había ni que pensar en retroceder ante una
disposición ya dada, uniendo la befa. a la crueldad, dijo:
—Padre Pirrone, usted irá conmigo. Estaremos de vuelta a las once. Podrá pasar
dos horas en el convento con sus amigos.
Ir a Palermo por la noche, y en aquellos tiempos de desórdenes, parecía
manifiestamente sin objeto, a excepción de que se tratase de una aventura de baja
calidad, y tomar además como compañero al eclesiástico de la casa era una ofensiva
demostración de poder. Por lo menos esto fue lo que pensó el padre Pirrone, y se
ofendió. Pero, naturalmente, cedió.
Apenas se hubo engullido el último níspero, oyóse ya bajo el zaguán el rodar del
coche. Mientras en la sala un criado entregaba la chistera al príncipe y el tricornio al
jesuita, la princesa, ahora con lágrimas en los ojos, hizo una última tentativa,
aunque en vano:
—Pero Fabrizio, con estos tiempos..., con las calles llenas de soldados, llenas
de malandrines... Puede ocurrir una desgracia.
Él sonrió, burlón.
—Tonterías, Stella, tonterías. ¿Qué quieres que suceda? Todos me conocen.
Hombres de mi estatura hay pocos en Palermo. Adiós.
Y besó apresuradamente la frente todavía tersa que estaba al nivel de su
barbilla. Pero, sea que el olor de la piel de la princesa le hubiese evocado tiernos
recuerdos, sea porque tras él el paso penitencial del padre Pirrone hubiera evocado
piadosas admoniciones, cuando llegó ante el coupé se encontró de nuevo a punto
de volverse atrás. En aquel momento, mientras abría la boca para dar la orden de que
llevasen el coche a la cuadra, un violento grito: «¡Fabrizio, Fabrizio!», llegó a través de
la ventana abierta arriba, seguido de agudísimos chillidos. La princesa tenía una de
sus crisis histéricas.
—Adelante -—dijo al cochero que estaba en el pescante con la fusta en diagonal
sobre el vientre.

Después de la cerdada (con perdón) que el príncipe Fabrizio ha hecho a su mujer,


qué menos que desearle la muerte. Sin embargo, la voz condescendiente y cargada de
humor eufemístico que nos cuenta la escena, sujeta la mano del lector (ya con el dedo
puesto en el gatillo), le quita hierro al asunto y nos hace pensar que, en el fondo, Fabrizio
no es más que un pobre hombre. Lo perdonamos por esta vez. «Pero que sea la última»,
dice el lector, algo desconfiado. Sin embargo, tendrá que perdonarle cien bellaquerías
más; y lo hará con gusto, debido al increíble poder de persuasión de la voz del narrador.
Por poner otro ejemplo, voy a detenerme en Madame Bovary. De esta novela se ha
dicho que tiene mucho de lírica; y a Flaubert, estilista puntilloso, se le ha llamado poeta en
repetidas ocasiones. Por supuesto, Madame Bovary no es poesía, pues se utilizan a todo
gas los recursos de la narratividad a lo largo de la novela. No obstante, sí se puede decir
que en muchas ocasiones el discurso se acerca a la prosa lírica. Hay que observar, sin
embargo, que ese lirismo sirve para implicar al lector en la narración, y nunca para alejarlo
de ella. Esto se debe a la eficacia implacable de Flaubert en el nivel expresivo. .
Así pues, la novela se acerca a la poesía por la carga de expresividad que contiene,
pero se diferencia de ella en el uso que se da a esa riqueza expresiva.
Si Flaubert fue el descubridor del estilo indirecto libre que por primera vez en la
historia de la literatura se usa en Madame Bovary, se debió sin duda a que andaba
buscando una vía para dar rienda suelta a la expresividad de sus personajes. De paso,
hizo un favor impagable a todos los novelistas que vendrían después.
El estilo indirecto libre, esa mezcla de las voces de narrador y personaje en la que
apenas se distingue qué palabras vienen de uno y cuáles de otro, no es sino una forma de
acercar afectivamente la narración al lector. La voz del narrador impone el principio de
autoridad, todo lo que de objetivo presuponemos en ella; por su parte, el personaje da los
toques subjetivos, empáticos y emocionales.
Así, en una integración sin fisuras, la narración correrá ante los ojos del lector como
un río vivo y a la vez inapelable de sentimientos.
Veamos uno de los muchos fragmentos de Madame Bovary en que, mediante el
recurso del estilo indirecto libre, resulta imposible distinguir la voz de Emma de la de ese
narrador camuflado, pues ambas se apoyan mutuamente y se nutren la una de la otra:

Un día que se separaron temprano y ella volvía sola por el bulevar, reparó en los
muros de su convento; entonces se sentó en un banco, a la sombra de los olmos. ¡Qué
calma en aquel tiempo! ¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de amor que, por los
libros, intentaba imaginarse!
Los primeros meses de su casamiento, los paseos a caballo por el bosque, el
vizconde que bailaba, y Lagardy cantando: todo desfiló ante sus ojos... Y, de pronto,
León le pareció perdido en la misma lejanía que los demás.
«Y, sin embargo, le amo», pensaba.
De todos modos no era feliz, no lo había sido nunca. ¿Por qué aquella
insuficiencia de la vida, aquella corrupción instantánea de las cosas en que ella se
apoyaba?... Pero, si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza
valerosa, plena a la vez de exaltación y de refinamiento, un corazón de poeta bajo una
forma de ángel, lira de cuerdas de bronce que tocara hacia el cielo epitalamios
elegíacos, ¿por qué no había ella, por azar, de encontrarlo? ¡Oh, qué imposibilidad! Y
nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo mentira! Cada sonrisa disimulaba un
bostezo de aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad, y los
mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable anhelo de una
voluptuosidad más alta.

¿Quién puede saber, en este pasaje, qué parte pertenece a Emma y cuál al
narrador? Ambos están fundidos en una sola voz, mucho más expresiva de lo que hubiera
sido la de cada uno de ellos por separado.

Tono, volumen y expresividad: tres herramientas muy útiles para modular la voz del
narrador, cuyo dominio llevará a una perfecta adaptación del discurso a su contenido.

LA MIRADA DEL NARRADOR: FOCALIZACIÓN

Hemos hablado de la voz del narrador, sin la cual no tendríamos discurso narrativo
ni, por tanto, historia. Pero para que se puedan relatar unos hechos, alguien tiene que
haberlos visto o participado en ellos.
La imaginación del escritor será la primera que observará los hechos, por supuesto.
Pero a la hora de trasladar al discurso el producto de su mirada podrá adoptar diferentes
posiciones, y ha de elegir la perspectiva que de forma más verosímil refleje esos hechos.
Así que el narrador va a tener ojos además de voz, y todo lo que ocurra en su
campo de visión se transformará en discurso narrativo. El campo visual del narrador hará
las funciones, pues, de escenario para nuestro mundo ficcional.
La focalización o el punto de vista del narrador va a ser decisivo para el desarrollo
de los personajes, y es algo que el autor tendrá que plantearse, generalmente, antes de
empezar la novela. Por lo que a los personajes respecta, hay varias formas de enfocarlos
por parte del narrador.

1. Una es desde dentro del mismísimo protagonista. Podría decirse que, en estos
casos, el protagonista es el narrador. Pero aquí se produce una curiosa paradoja: la
principal característica de la voz del narrador es que tiene que pasar inadvertida para no
distraer al lector de la historia; por su parte, el protagonista atrae todas las miradas sobre
su persona y no tiene que pasar inadvertido en absoluto. ¿Cómo conjugar ambas cosas?
Pues bien: se ha de producir un desdoblamiento algo esquizoide en el protagonista,
de forma que solicitará la atención del lector sobre su actuación estelar, pero no sobre su
voz (excepto cuando ésta se dé en forma de diálogo). Esto no quiere decir que la voz del
narrador haya de ser neutra. Como ya hemos visto en los apartados anteriores, puede
modularse con incontables matices, y emitirá señales evidentes de su pertenencia al
protagonista. Pero no puede señalarse a sí misma, por mucho que sea el protagonista de
la historia quien la profiere.
Veamos un ejemplo, extraído de Lolita, novela de Vladimir Nabokov en la que
coinciden narrador y protagonista:

Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a mi


lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas, debajo de
mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja insolente! Ah,
dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso. Dejadlas jugar en tomo
a mí para siempre. ¡ Y que nunca crezcan!
A propósito: me he preguntado a menudo qué ocurre después con esas nínfulas.
En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos entrecruzados, ¿podría
ser que el oculto latido que les robé no afectara su futuro? Yo la había poseído, y ella
nunca lo supo. Muy bien. Pero, ¿eso no habría de descubrirse en el futuro? Implicando
su imagen en mi voluptuosidad, ¿no interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y
terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras,
enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas.
Recuerdo que caminaba un día por la calle animada en un gris ocaso de
primavera, cerca de la Madeleine. Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con
paso rápido y vacilante sobre sus altos tacones. Nos volvimos para miramos al mismo
tiempo. Ella se detuvo. Me acerqué.

En este fragmento se puede observar el desdoblamiento que sufre el narrador-


protagonista. En la primera parte del discurso las voces de narrador y protagonista
convergen de manera muy similar al estilo indirecto libre, que aquí se convertiría en estilo
directo por la coincidencia de la persona gramatical (yo). Como personaje, está reflejando
sus pensamientos; como narrador, está utilizando la expresividad y camuflándose
camaleónicamente tras la voz del personaje.
En el último párrafo, sin embargo, ocurre al contrario. Es la voz del personaje la que
se oculta tras la del narrador. Como personaje, está desarrollando la acción; como
narrador está refiriendo, en un tono y volumen medios, dichas acciones.
Esta convergencia de funciones hace de los narradores-protagonistas unos seres
muy especiales, pues la impresión que le causarán al lector es la de ausencia de
intermediarios. Asimismo, al coincidir el punto de vista del narrador con el del personaje,
la exposición de los hechos estará teñida de subjetividad. El lector sólo verá lo que el
protagonista ve, y sólo a través de él conocerá el universo novelesco y al resto de los
personajes.
Así que el artista elegirá esta perspectiva cuando la historia que quiere contar
requiera un filtro fijo (que será el modo de ver las cosas del protagonista) entre el lector y
los hechos narrados. Hay que tener en cuenta, pues, que este tipo de narrador no sirve
para reflejar distintas maneras de ver el mundo, sino una sola, y el resto de los personajes
principales perdería su funcionalidad en este sentido. De la misma forma, tampoco podría
el autor acudir a los personajes secundarios con tanta facilidad como con otro tipo de
narradores para que ayuden al protagonista; éste se tendrá que valer por sí mismo a lo
largo del desarrollo de la acción.
Por eso a nuestras tres novelas (Madame Bovary, La Regenta y Ana Karenina) no
les vendría bien un narrador-protagonista. Si en Ana Karenina, por ejemplo, fuera Ana
quien nos contara la historia, Vronsky o Alexey Karenin no podrían dar su versión de los
hechos. Por otro lado, se perderían los hilos de acción secundarios, y con ello el
interesante paralelismo que establece Tolstoi entre la pareja Levin-Kitty y la de Vronsky-
Ana. A Oblonsky, por su parte, le resultaría difícil realizar su tarea de relaciones públicas
sin que se hiciera demasiado notorio. Y, por último, la novela carecería de la objetividad
que le aporta el narrador omnisciente, con lo que nos tendríamos que confiar únicamente
en la palabra de Ana.
Por otra parte, es fácil caer en el error, al optar por un narrador-protagonista, de
utilizarlo para dar rienda suelta a nuestra propia visión del mundo, en una identificación
autor-narrador-protagonista, lo cual suele traer como consecuencia que el autor olvida la
verdadera función del personaje (desarrollar unas acciones que conformen una historia) y,
lo que es peor, elude el desdoblamiento entre narrador y protagonista. Si el personaje no
cumple bien sus funciones como narrador, el discurso se convertirá en la sucesión de los
pensamientos y reflexiones del protagonista (o del autor), llenándose la historia de
abstracciones y resultando el texto, finalmente, una especie de diario o un ensayo sobre
el modo de ver las cosas del escritor.
Pongo un ejemplo de este tipo dé discurso, en el que se cae en la tentación de unas
reflexiones que poco tienen que ver con la historia. Sin que dejen de tener su interés, no
es una novela el mejor lugar para ellas, pues desvían la atención del lector y le acaban
cargando.
Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos
patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y
coletitas. Cumples catorce años. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples
quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús.
No corres los cien metros. No escuchas heavy metal Ya eres una cretina.
¿Qué aprendí en la facultad? ¿Qué escribía en mis trabajos? El concepto de
género está sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No
asociada a factores biológicos. Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de
comportamiento irreversibles. Nos comportamos como tales por educación. Los roles
sexuales se aprenden en función de los hábitos culturales. No son innatos. Las
mujeres no son hembras porque lleven tacones. Los hombres no son machos por llevar
corbata.

2. Otro lugar en el que se puede situar el narrador para contar la historia es dentro
de la piel de un personaje secundario. Se trataría entonces de un narrador-testigo.
El desdoblamiento entre narrador y personaje sería similar al que hemos visto entre
narrador y protagonista, y también la ausencia de intermediarios en la narración de las
acciones. Este tipo de narradores tiene además la ventaja de que, al ser más manejable
el personaje, el narrador podrá ampliar su campo de visión sobre los hechos.
Se suele utilizar un narrador-testigo cuando se quiere centrar el interés del lector en
la sucesión de las acciones, y no tanto en los distintos modos de ver el mundo de los
personajes. El narrador, al ser uno de los personajes, no se podrá introducir en la mente
del protagonista ni en la de los personajes principales. Actuará, pues, de mero transmisor
de los hechos.
Uno de los narradores-testigos más famosos de la historia de la literatura es Watson,
el compañero de aventuras de Sherlock Holmes. Conan Doyle lo utiliza para acercar la
acción al lector (librándole así de mediadores) sin tener que teñirla de la subjetividad que
le hubiera aportado Sherlock Holmes, de haber sido él el narrador. Por otro lado, Watson,
como personaje secundario que es, se mueve con rapidez por el mundo novelesco, y su
mirada abarca más de lo que hubiera abarcado la de alguien más complejo.

Por último, vamos a ver ese tipo de narradores cuyo punto de vista se sitúa fuera de
los personajes. Se podría distinguir entre los que tienen acceso a la mente de los
personajes y los que sólo pueden registrar sus acciones, gestos y diálogos, como si de
una cámara de cine se tratara.

3. El primer caso es el del narrador omnisciente. Por medio de él sabremos lo que


piensan los personajes y por qué actúan como lo hacen. Asimismo, su omnisciencia le
dará la posibilidad de trasladarse de uno a otro hilo de acción sin problemas, de enfocar a
un lado o a otro según la conveniencia de la historia.
Es el caso de Madame Bovary, La Regenta y Ana Karenina. En las tres novelas el
narrador tiene acceso a los pensamientos y sentimientos de las protagonistas, y se pasea
Una. de las contrapartidas de la. omnisciencia es la Inverosimilitud. El hecho de que
quien nos narra la historia sea una especie de Dios ubicuo con las llaves de todos los
lugares y de las mentes de todos los personajes, puede dar al lector cierta sensación de
irrealidad a poco que el autor se descuide. Para que esto no ocurra, tiene que estar muy
bien regulado el índice de aproximación del narrador hacia los personajes: sólo se
reflejarán sus pensamientos cuando sea absolutamente necesario para la historia; en las
demás ocasiones, se los enfocará desde fuera, quedando la historia expuesta por medio
de sus gestos y acciones. El narrador no debe abusar de su omnisciencia, porque se le
puede acusar entonces de entrometido. También se tiene que cuidar, por otro lado, de
hacer juicios de valor sobre los personajes, pues daría otra razón al lector para descreer
la narración.
El narrador omnisciente se suele usar cuando la historia es demasiado compleja
para circunscribirla a una sola perspectiva, y cuando además tienen importancia en ella
los diferentes modos de ver el mundo de los personajes. Si son varios los hilos de acción
que se desarrollan, y por tanto hay varios personajes principales, posiblemente sea
necesario un narrador omnisciente que salte de un hilo de acción a otro.
Un tipo de narrador omnisciente muy utilizado en la actualidad es el que sólo tiene
acceso a las acciones y a la mente del protagonista. Se acercaría en cierto modo al
narrador-protagonista, sólo que, en lugar de fundirse con el personaje, permanecería en el
exterior, por lo que la narración estaría en tercera persona. En este tipo de narrador se
unirían las ventajas de una relativa omnisciencia —y, por tanto, objetividad— con las de
un acercamiento del protagonista al lector (casi como si no hubiera intermediarios).

4. Por último, tendríamos la perspectiva del narrador cuasi-omnisciente, que sería


aquél que tiene libertad de movimiento en cuanto al campo de visión se refiere, pero no
puede introducirse en la mente de los personajes. Así, éstos quedan reflejados por medio
de sus acciones y diálogos, pero no por sus pensamientos.
Este es el narrador que utilizan muchas de las novelas de la corriente nouveau
roman, como por ejemplo El amante, de Marguerite Duras, novela en la que se alterna el
narrador-protagonista con uno cuasi-omnisciente, que nos distancia del personaje y se
limita a observarlo desde fuera. Se caracteriza por adoptar una perspectiva
cinematográfica con respecto a la historia y a los personajes y, como consecuencia, por
un alejamiento entre éstos y el lector, el cual tendrá que deducir la trama y los caracteres
por una serie de gestos y modos de actuar; por unos indicadores visuales, y no
psicológicos.

Todas las perspectivas que he mencionado serán otras tantas herramientas que,
junto con los recursos de la voz, ofrecerán al narrador posibilidades sin límite en cuanto al
discurso se refiere. En una misma novela se podrán utilizar varias de estas focalizaciones,
siempre que estén justificadas por la historia. No conviene cambiar de perspectiva en
medio de una novela por capricho o experimento, ya que la brusquedad de un viraje
injustificado llevaría al lector a considerar inverosímil la historia que le están contando.
Como se puede ver, tanto la modulación de la voz del narrador como el lugar desde
el que observe los hechos resultan fundamentales para aproximar de una forma u otra los
personajes al lector. Por eso insisto tanto en que el escritor ha de estar siempre pendiente
de la historia que está contando, y no de especulaciones ajenas a ella: cualquier
desviación modificará las coordenadas que hemos estado viendo y le hará caer en errores
o incongruencias de difícil solución.

LA ENUNCIACIÓN

Y es que todo en la novela debe apuntar a una unidad de sentido, con


independencia del método que el escritor utilice para construirla y de la idea que tenga de
ella antes de empezar la labor creativa.
Si el autor supiera exactamente lo que va a salir de su creación, no tendría mucho
sentido escribir. Es el mismo proceso de la enunciación o exposición del discurso el que le
irá indicando el camino a seguir y le descubrirá facetas inesperadas de sí mismo dentro
del mundo que está construyendo.
Dado que la escritura creativa no es un simple trasvase al papel del mundo que el
autor ha forjado previamente en su mente, sino que ese mundo va existiendo a medida
que se plasma en el discurso narrativo, los cinco sentidos del artista tienen que estar
puestos en ese proceso. En ningún momento debe quedarse anclado en intenciones
anteriores o en percepciones externas a la propia narración, que es la que le irá diciendo
cómo están las cosas en cada momento.
La vida de una persona se puede ver como un desarrollo de sucesivos momentos de
realización, a la vez que una esencia invariable —una especie de hilo conductor—
prevalece a lo largo de ese proceso. De la misma forma, el personaje, dentro del texto en
el que se integra, resulta de una progresiva acumulación de detalles, de momentos de
elaboración, a la vez que una materia inalterable le hace sostenerse en cada instante del
proceso de la enunciación.
Así pues, el autor, para no desfasarse ni quedarse atrás, debe tener esa doble visión
de sus personajes: como criaturas en continuo desarrollo y a la vez permanentes.
Trasladando esta doble visión al discurso narrativo, podemos diferenciar dos niveles
—simultáneos— de integración del personaje en el texto: la elección y la composición.

ELECCIÓN

La elección que el autor hace de los elementos que irán conformando —por
añadidura o acumulación— a su personaje, correspondería a la visión dinámica del
proceso de creación.
Para elegir unas u otras palabras, expresiones o acciones relativas al personaje, hay
que tener en cuenta todo lo que se ha dicho anteriormente de él, y también lo que se va a
decir (aunque esto estará menos claro), de forma que cada uno de esos elementos
vendrá a reafirmar lo que ya se ha dicho, y al mismo tiempo añadirá algo nuevo, que a su
vez influirá en posteriores elecciones.
Un factor que va a venir determinado por la selección es el de la claridad del texto.
Si se eligen metáforas oscuras o expresiones desconectadas del resto de la historia, el
discurso se hará incomprensible para el lector.
Por otra parte, observar la historia que estamos contando como un proceso en
evolución continua nos servirá para no caer en contradicciones y para contribuir a esa
totalidad de significado que debe ser la novela.
Por ejemplo, si el autor decide que su protagonista va a vivir en un chaletito de La
Moraleja, más vale que no le haga calzar unas zapatillas de esparto, a no ser que se
detenga a explicar cómo alguien que vive ahí puede llevar semejante calzado. Si se
empeña en ello y se detiene a explicarlo, ya tenemos a un personaje poco convencional
que, viviendo en La Moraleja, lleva zapatillas de esparto por contravenir los hábitos
sociales, con todas las consecuencias que eso puede traer en la historia que se está
contando. De esta forma, la elección de cada uno de los elementos afecta a todo el
conjunto de la obra, en un avance continuo hasta el desenlace.
Veamos un ejemplo de La Regenta, extraído de la secuencia en que Anita camina
vestida de nazarena en una procesión, haciendo penitencia por complacer a su dueño
espiritual, Fermín de Pas:

Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de
la Virgen enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de
madera pintada; su palidez era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía
caer sin sentido. Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo, un calor
doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se
veían. Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de toda
el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución singular!;
no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la vergüenza ya no
había honor en su casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la
loca, la loca sin vergüenza.»
En este fragmento cada uno de los elementos escogidos por el autor aporta algo en
el proceso dinámico de la conformación del personaje, y a la vez se apoya en elecciones
anteriores o sirve de apoyo a otras posteriores.
Clarín nos habla de la palidez de Ana comparándola a la de la madera pintada con
una capa de barniz, y con ello hace referencia a la virgen a la que precede. Los pies
descalzos aluden a la desnudez del alma; ya se nos ha hablado antes de esos pies
«blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa»,
reafirmándose aquí el símbolo de exhibicionismo. Luego se habla de prostitución singular,
de paseo a la vergüenza, de falta de honor en la casa de la Regenta; todo esto hace
referencia a la posterior caída de Ana en brazos de Álvaro Mesía, teniendo aquí el valor
de profecía o despeñamiento anticipado. Por último, cuando Anita se llama a sí misma
literata, Jorge Sandio, fatua..., Clarín está apuntando a adjetivos con que ha sido
calificada la Regenta por la ciudad entera de Vetusta anteriormente. De esta forma,
mientras Ana Ozores camina en la procesión, y gracias a la cuidadosa selección de los
materiales por parte del autor, avanza también como personaje, en el compacto
entramado de relaciones que constituye la novela.
Pongo ahora un ejemplo de selección fallida de los elementos en cuanto a la
evolución de los personajes:

—La ciencia no es la ley suprema. Tiene que estar sometida a la moral. ¿Es que
no lo entiendes?
—Te equivocas —dijo VJ—, Al crearme, Víctor demostró que para él la ciencia
está por encima de la moral. De acuerdo con las normas morales convencionales, no
tendría que haber hecho el experimento FDN. Pero lo hizo. Es un héroe.
—Lo que hizo Víctor al crearte fue un acto de soberbia irresponsable. Víctor
estaba tan obsesionado por los medios y por el fin puntual, que no pensó en las
consecuencias. La ciencia liberada de la moral y de la conciencia de las consecuencias
es una locura homicida.
VJ chasqueó la lengua con desdén y sus duros ojos azules se clavaron en
Marsha.
—La moral no puede dominar a la ciencia porque es relativa, es decir, variable.
La ciencia no lo es. La moral corresponde a la sociedad humana, que varía en el curso
de los años, de una civilización a otra. Lo que es tabú para una es sagrado para otra.
Esos caprichos no tienen cabida aquí. Si hay algo inmutable en este mundo son
las leyes de la Naturaleza que rigen el universo actual. El juez supremo es la razón, no
los caprichos de la moral.

Si tenemos en cuenta que este diálogo lo mantienen una madre y su hijo, se


comprenderá que el autor no está apuntando precisamente a sus personajes al atribuirles
tales palabras. Lo que dicen no tiene antecedentes ni consecuentes concretos en la
historia, sino que son sentencias absolutas y aisladas, tópicos que sólo pertenecen a
quien los ha escrito. De esta forma los personajes, en lugar de avanzar, se estancan; y en
vez de integrarse en el texto, se quedan al margen.
Así pues, si el artista no está en todo momento pendiente de que su labor de
selección vaya encaminada al desarrollo y crecimiento continuos de sus personajes, éstos
se descolgarán de la historia y perderán sus papeles.

COMPOSICIÓN

El otro nivel en el que tiene que actuar el autor mientras transmite el discurso es el
de la composición. Los elementos que ha seleccionado los debe disponer de la forma
idónea en orden a la totalidad y permanencia del personaje en cada momento de
elaboración.
Dentro del nivel compositivo, tendríamos dos modos de disponer el discurso: el
discurso directo (o diálogos) y el discurso indirecto.
Si se elige la disposición de discurso indirecto para determinados elementos en un
momento dado, se podrá hacer por medio de la narración o de la descripción. Asimismo,
la narración podría venir dada en forma de digresión, resumen, escena o elipsis. A su vez,
una descripción puede ser meramente ornamental, o significativa (es decir, que contribuye
al avance de la narración).
No es mi intención detenerme a analizar cada forma en que se pueden disponer los
elementos seleccionados por el autor, sino sólo señalar la importancia que tiene la
composición en la elaboración del personaje.
El autor ha de elegir en cada momento la forma adecuada para que el personaje
aparezca ante el lector como un ser completo. Si nos decidimos a incluir detalles de la
infancia del protagonista, lo podemos hacer por medio de un resumen (que abarcaría más
pero sería menos detallado y visual) o incluyendo una escena en que su padre le pegaba
con una vara. Y de esos dos órdenes compositivos, el escritor se ha de decidir por el que,
dentro de la historia, describa mejor la esencia del personaje.
Pongo un ejemplo en el que Herman Melville, en su relato «Bartleby el escribiente»,
nos transmite con toda la fuerza posible los elementos que ha elegido para uno de sus
personajes:

[...] en 10 referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus


faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza
era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable
y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en
la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los
brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si
la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente
comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo.

La forma en que Melville dispone las características que ha elegido para su


personaje, primero por medio de una descripción, y luego a través de una escena que
aclara y nos hace visualizar la descripción, hace que el personaje quede en este momento
(independientemente de la inclusión de posteriores elementos que continúen
configurándolo) absolutamente dibujado en su esencia inalterable.

Los dos niveles de la enunciación que acabo de explicar (la elección y la


composición), junto con las herramientas discursivas referentes al narrador que antes
habíamos visto, configuran el engranaje interno que hará al personaje desarrollarse
textualmente, en su corporeidad hecha de palabras. Un discurso claro, comprensible,
totalizador, en el que todos los elementos estén conectados, resulta indispensable para
que el receptor de ese discurso (es decir, el lector) se implique en la historia. En definitiva,
el fondo y la forma son indisociables y han de ser una misma cosa en manos del escritor.

EL DIÁLOGO

Antes de terminar con este capítulo, no puedo dejar de señalar un factor compositivo
que afecta especialmente al personaje: el diálogo.
Se puede observar, en los textos de muchas de las personas que se inician en la
escritura creativa, una sospechosa ausencia de diálogos. Y digo sospechosa porque la
mayoría de las historias piden a gritos que los personajes se expresen con sus propias
palabras; y cuando no lo hacen, suelen quedar en la narración unas singulares marcas de
esa ausencia de voz, una especie de vacíos donde se hace evidente que el autor debería
haber incluido diálogos.
El recurso del diálogo se ha mantenido desde las primeras novelas que se
escribieron hasta la actualidad. Por algo será. Proviene de la tradición oral —y más
cercanamente del teatro—, que abraza con su influencia el discurso narrativo. La
selección natural también funciona en la literatura, y cuando un recurso se mantiene a lo
largo de siglos y más siglos es porque contribuye a la supervivencia del género.
Así que la reticencia en la utilización de diálogos viene dada, en muchas ocasiones,
por el deseo del autor de evitarse problemas, más que por las necesidades del discurso.
Conseguir naturalidad en los diálogos es francamente difícil. Si las marcas orales del
discurso indirecto están camufladas bajo una cuidadosa reelaboración del lenguaje, en los
diálogos esa oralidad se tiene que hacer patente sin dejar de lado su índole de lenguaje
escrito, lo cual supone un quebradero de cabeza para el escritor. Ya lo decía Flaubert en
una de sus cartas, refiriéndose al diálogo que mantienen Madame Bovary, Carlos, Homais
y León en la posada de Yonville (del que incluí un fragmento en el capítulo de la
«Acción»):

[...] La frase en sí misma me resulta muy penosa. Tengo que hacer hablar, en
lenguaje escrito, a personas de lo más vulgar, ¡y la corrección en el lenguaje quita
tanto pintoresquismo a la expresión!

Sin embargo, no hay que olvidar que un personaje sin voz es, en general, un
personaje mutilado. Por un lado, la forma de hablar del personaje y las cosas que dice
suponen un rasgo fundamental de su constitución. Por otro lado, los diálogos son la salida
a escena de los personajes, los momentos en los que, al esconderse el narrador, más
cerca estarán del lector, mostrándose a la vez en su forma de ser y en su modo de
conducirse.
Así pues, se suele utilizar el diálogo como forma de presentación del personaje, o
cuando se hace necesario que éste exponga su forma de pensar frente a otros; y también
en los momentos de conflicto en que se necesita una escena dramática para dar
intensidad emocional a la narración.
Veamos un diálogo entre Ana Karenina y su hermano Oblonsky, cuando ésta se
halla postrada por una grave enfermedad:

—He oído decir que las mujeres aman a los hombres incluso por sus vicios —
empezó diciendo Ana de repente—; en cambio yo lo odio por su virtud. No puedo vivir
con él. Compréndelo, es algo que actúa sobre mí físicamente y me hace perder el
dominio de mí misma. Me es imposible, completamente imposible vivir con él. ¿Qué
puedo hacer? Era desdichada y pensaba que era imposible serio más. No podía ni
imaginarme lo que experimento ahora. ¿Me creerás que, a pesar de saber que es un
hombre tan excelente y bueno, lo odio? Lo odio por su magnanimidad. No me queda
sino...
[...]
—Estás enferma y excitada —le dijo—; exageras muchísimo. La situación no es
tan terrible como dices.
[...]
—No, Stiva —dijo—. Estoy perdida, estoy perdida, aún peor. Todavía no he
perecido ni puedo decir que todo ha terminado. Al contrario, siento que aún, no ha
terminado. Soy como una cuerda tensa que ha de estallar. Aún no ha llegado el fin...,
pero ha de ser terrible.
—No importa, se puede aflojar la cuerda poco a poco. No hay situación que no
tenga salida.
—Lo he pensado mucho. Sólo hay una...
[...]
—Nada de eso —replicó—. Permíteme. Tú no puedes considerar tu situación
como yo. Permíteme que te diga sinceramente mi opinión [...]. Empezaré desde el
principio; te casaste con un hombre veinte años mayor que tú, sin amor o sin conocer
el amor. Supongamos que haya sido esa tu equivocación.
—¡Una equivocación horrorosa! —exclamó Ana.
—Pero, repito, éste es un hecho consumado. Después has tenido la desgracia de
enamorarte de otro. Es una desgracia, pero también un hecho consumado. Tu marido
lo ha reconocido y te ha perdonado [...]. Las cosas están así. La cuestión estriba ahora
en si puedes continuar viviendo con tu marido, si lo deseas y si lo desea él.
—No sé nada, no sé nada.
—Pero tú misma me has dicho que no puedes soportado.
—No, no lo he dicho. Retiro mis palabras. No sé ni entiendo nada.
—Sí, pero permíteme...
—Tú no puedes comprender eso. Siento que vuelo cabeza abajo hacia un
precipicio y que no debo hacer nada por salvarme. Ni puedo.
—No importa. Pondremos algo debajo y te cogeremos al vuelo. Te comprendo,
comprendo que no puedas decidirte a expresar tu deseo ni tus sentimientos.
—No deseo nada, no deseo nada... Sólo que termine todo esto.
—Pero él lo ve y lo sabe, y ¿crees que sufre menos que tú? Te atormentas y a él
también lo atormentas. ¿Qué puede resultar de todo eso? En cambio, el divorcio lo
soluciona todo —concluyó, no sin esfuerzo, Stepan Arkadievich.

En este diálogo no sólo se están expresando los personajes con toda la viveza de
sus voces, sino que a la vez están resolviendo un conflicto fundamental para el desarrollo
de la historia.
Se puede observar también que el tipo de elaboración del lenguaje en los diálogos
es distinta a la del resto de la narración. Aunque no llega a ser la del habla con que nos
desenvolvemos en la vida diaria, tiene algunos rasgos que la hacen similar: las
interrupciones, cierta desconexión entre unas frases y otras, oraciones cortas,
espontaneidad, repeticiones... Todas estas características, que estropearían el discurso
indirecto, resultan ser los rasgos distintivos del diálogo, los cuales le confieren
expresividad.
Pongo un ejemplo ahora en el que se elude el diálogo cuando la historia lo requería:

Guillermo y Marta recogieron los platos. Luego se sirvieron una copa, y Marta se
sentó de nuevo a la mesa. Fumaba excitada, hablando mucho. Guillermo la oía, la
miraba, y sólo cuando la miraba se daba cuenta de que ese momento estaba siendo
importante para ella. En cambio, cuando apartaba los ojos de la cara de Marta para
dejarse llevar por el significado de sus palabras, sentía un ligero temor, ligero pero
punzante porque era, sin duda, temor, era la conciencia de un peligro cercano.
Guillermo sabía que Marta ya había tomado una decisión. No le estaba consultando si
podía prestar cuatro millones a Carlos: sólo estaba teniendo la gentileza de contárselo
en forma interrogativa.
[...]
Una vez cruzado ese límite, Guillermo casi podía tocar la lengua áspera, los
suaves colmillos amarillentos, la caliente respiración del temor: Marta hablaba, pero en
sus palabras no había la menor alusión al futuro común, a las posibles repercusiones
del préstamo en el futuro común. Y un jabalí latía en la oscuridad. [...] Encontraba sólo
delicadeza, esa capacidad de Marta para ponerse en el lugar del otro y hablarle con
respeto, y hacerle sentir partícipe de su decisión.

En este texto se pueden ver las marcas que deja en la narración la elusión de un
diálogo. Tenemos una situación conflictiva que resulta clave en la novela, y la necesidad
de una conversación entre dos personas. Sin embargo, en vez de exponer la
conversación, el narrador pasa por encima de ella y analiza las repercusiones abstractas
de esa conversación inexistente. El resultado es que el lector echa en falta el conflicto
mismo, el diálogo que lo refleje; y le sobran las resonancias interiores de ese hipotético
diálogo en los personajes, que por otra parte podrían haber quedado implícitas en el
transcurso de la conversación, de no haberse omitido.

LA NATURALIDAD

Para terminar este capítulo dedicado a la «Narración», incluyo unos consejos que
Baltasar de Castiglione daba a los cortesanos, ya en el s. XVI, sobre la naturalidad en la
expresión escrita. Sus sensatas palabras me vienen que ni pintadas para completar lo que
hemos ido viendo:

[...] Paréceme luego estraña cosa juzgar en el escribir por buenas aquellas
palabras que en ninguna suerte de hablar se sufren, y querer que lo que totalmente y
siempre paresce mal en lo que se habla, parezca bien en lo que se escribe. Porque
cierto, o a lo menos según mi opinión, lo escrito no es otra cosa sino una forma de
hablar que queda después que el hombre ha hablado, y casi una imagen o
verdaderamente vida de las palabras, y por esto en el hablar (el cual en el mismo punto
que la voz es fuera de la boca es derramado y perdido) pueden quizá sufrirse algunas
cosas que en el escribir no se sufren, porque la escritura conserva las palabras y las
somete al juicio del que lee, dándole tiempo de considerarlas maduramente. Y así es
razón que en ella se tenga mayor diligencia y arte por hacella mejor y más corregida;
pero no tampoco de manera que las palabras escritas sean diferentes de las habladas,
sino que tome el que escribiere las más escogidas de las que hablare.
[...] Así que lo que más importa y es más necesario al Cortesano para hablar y
escribir bien, es saber mucho. Porque el que no sabe, ni en su espíritu tiene cosa que
merezca ser entendida, mal puede decilla o escribilla. Tras esto cumple asentar con
buena orden lo que se dice o se escribe, después esprimillo distintamente con palabras
que sean proprias, escogidas, llenas, bien compuestas y sobre todo usadas hasta del
vulgo, porque éstas son las que hacen la grandeza y la majestad del hablar, si quien
habla tiene buen juicio y diligencia y sabe tomar aquellas que más propriamente
esprimen la sinificación de lo que se ha de decir, y es diestro en levantallas, y dándoles
a su placer formas como a cera, las pone en tal parte y con tal orden, que luego en
representándose den a conocer su lustre y su autoridad, como las pinturas puestas a
su proporcionada y natural claridad.
[...] Pero nosotros, más estrechos y rigurosos que los antiguos, cargámonos de
nuevas leyes sin ningún propósito, y teniendo delante nuestros ojos el camino trillado,
buscamos los rodeos, o (por mejor hablar) los despeñaderos. Porque en nuestra
natural lengua, el oficio de la cual (como de todas las otras) es bien y distintamente
declarar los concetos del alma, nos holgamos con la escuridad, [...] sin considerar que
todos los buenos antiguos continamente abominaron mucho los vocablos hallados
fuera de la común costumbre [...].
[...] Verdad es que hay cosas que en todas las lenguas son siempre buenas,
como la facilidad, la buena orden, la abundancia, las gentiles sentencias, las cláusulas
numerosas que satisfagan bien al oído; y, por el contrario, la afetación y las otras
cosas, que son al revés destas, son malas. [...] Aquella pestilencial tacha de la
afetación da siempre a todas las cosas mortal desgracia, y por el contrario, estrema
gracia el descuido y la llaneza avisada.
5. ESENCIA

PERSONAJEIAD

Después de sumergimos en el personaje, verlo a través de sus acciones, desde un


punto de vista utilitario y, por último, como un amasijo de palabras, se puede decir que
hemos dado una vuelta completa a su alrededor. Sin embargo, hay algo que se escapa
entre las distintas perspectivas como arena entre los dedos. Y es que el personaje, al
igual que el ser humano, no es la suma de sus partes. Nos queda por explorar, pues, al
personaje visto en su conjunto, en su esencia o personajeidad.
Aunque la esencia del personaje ya se ha ido esbozando en todas las páginas que
quedan atrás, toca ahora recoger y atar los cabos sueltos. Para ello, no nos queda más
remedio que volver al principio del camino, ya que lo que el personaje es tiene mucho que
ver con el proceso de la inmersión.
El personaje, como ya dije, surge de una parte del espíritu del autor que cobra
autonomía propia. Quizá en algún momento se haya podido entender con ello que son los
personajes, cual gnomos bienhechores, quienes le escriben la novela al escritor mientras
duerme. Aunque no estaría mal, nada más lejos de la realidad.
Lo que quería decir es que la creación del personaje se parece mucho a un parto: en
principio tenemos el germen, que va engordando y adoptando forma humana en la mente
obsesionada del autor; después sale al exterior en forma de palabras, cortándose de esa
forma el cordón umbilical que lo unía a su creador; y una vez que éste lo percibe como
alguien ajeno, tiene que hacer el esfuerzo de introducirse en su interior, lo cual no le
resultará muy difícil, teniendo en cuenta que nació de su propia mente.
Todos, a lo largo de nuestra vida, hemos sentido incontables veces el deseo de
metemos en la piel de otras personas: de un amigo infeliz, de nuestra pareja, de un
familiar enfermo... Asimismo, cuando decimos «Yo en tu lugar...» no estamos sino
tratando de solucionar un problema desde la forma de sentir de otro. Por desgracia, en el
mundo que nos rodea el sistema no acaba de funcionarnos del todo. Sí nos va a
funcionar, sin embargo, con nuestros personajes, debido a que salieron de nosotros
mismos.
Después de desprenderse el autor del personaje, éste queda convertido en alguien
independiente. Lo que va a diferenciarlo de las personas de carne y hueso será
precisamente —además de su índole intangible— esa capacidad del autor para
encarnarse en él una vez roto el vínculo, de pasearse por todo su ser sin problemas de
rechazo o inadaptación. Este factor distintivo va a marcar la esencia del personaje, su
personajeidad. Será, pues, el filtro a través del cual iremos viendo algunas de las
características del personaje como un todo.

PERSONAJES AUTOBIOGRÁFICOS

Voy a detenerme, primero, en un tipo de personajes que nos van a permitir


comprender la importancia del proceso que acabo de explicar.
Cuando un escritor quiere construir un personaje autobiográfico o, lo que es lo
mismo, convertirse a sí mismo en personaje, el proceso de inmersión se complica. Ya
advertí de los peligros de utilizar un narrador-protagonista, por la facilidad con que se
puede caer en una fusión autor-narrador-protagonista, rompiéndose así la esencia del
personaje de ficción. Voy a extender la advertencia a todos los personajes
autobiográficos, dada la dificultad que entraña convertirse a uno mismo en otro.
Podría pensarse que si el autor quiere ser uno de sus personajes, no sería necesario
que se observara como otro, sino que simplemente habría de plasmarse como él mismo
es —o cree ser—; pero no es así. El proceso psicológico mediante el cual la persona del
escritor se separa de su personaje para después, una vez que éste se ha convertido en
alguien ajeno, encarnarse en él y explorado a su gusto, resulta imprescindible para
escribir ficción. Sin ese alejamiento previo, que le permitirá al autor objetivarse, la novela
o el relato se convertirán en una especie de crónica o diario, cosa que el lector percibirá
inmediatamente, igual que distinguimos, por poner una metáfora visible, una película de
un documental.
El esfuerzo que ha de hacer cualquier persona para intentar verse como la ven los
demás es similar al que ha de realizar el escritor para construir un personaje
autobiográfico. Si consigue observarse como si fuera otra persona aunque de iguales
características, como una especie de doble o hermano gemelo, ha saltado el primer
obstáculo. Después ha de introducirse dentro de ese doble (que ya no es él) y contar su
historia, poniendo cuidado de que en ningún momento se produzca una fusión entre
creador y criatura, que impediría al personaje desenvolverse con libertad y lógica narrativa
en la consecución de la historia. Tras haber saltado este segundo obstáculo, el escritor
habrá conseguido crear un personaje autobiográfico.
Un truco para lograrlo es partir de una carcasa vacía de personaje a la que el
escritor irá rellenando poco a poco con sus propias cualidades. Para hacer más fácil
todavía el proceso, le puede prestar todas sus cualidades y vivencias menos un par de
ellas, las cuales le vendrán a recordar continuamente que se trata de otro. Esto es lo que
hace Javier Marías en su novela Todas las almas, según él mismo nos cuenta:

Sin embargo, pese a que a ese personaje, el Narrador o Español, yo le estuviera


prestando mi propia voz y parte de mis experiencias, yo sabía que no se trataba de mí,
sino de alguien distinto de mí, aunque parecido. Si se prefiere, se puede utilizar la
fórmula de que ese personaje era «quien yo pude ser pero no fui».
[... ] Lo cierto es que una vez establecida (para mí mismo, el autor) esa
separación o distinción entre autor y Narrador, me sentí libre no sólo —como ya he
comentado— de prestarle al Español mi propia voz o dicción habitual por escrito, sino
que además me permitió disfrazarlo de mí mismo, al menos en lo más accesorio, en lo
más secundario. [...]
Este disfraz, que justamente podía permitirme tranquilamente en virtud de la
disociación llevada a cabo ante mí mismo en el texto [...], fue, sin embargo, y al cabo
de un centenar de páginas, convirtiéndose en un arma de doble filo. El Narrador que
antes definí como «quien pudo ser yo» empezaba, por así decir, a no poder ser otro
que yo [...]. Así, en un momento dado necesité ([...] pensando más en el punto de vista
del lector que en el del autor) una coartada, algo que permitiera que el Narrador
pudiera ser por lo menos Otro-además-de-yo, o que, con otras palabras, no lo obligara
a ser necesariamente yo [...].
[...] Me bastó atribuir al Narrador una circunstancia o hecho que en modo alguno
tenía correlato en mí, en el autor. El Narrador cuenta, en un momento dado, que tras
su estancia de dos años en Oxford, ahora, ya de regreso a su ciudad, Madrid, se ha
casado y ha tenido un hijo, de pocos meses en el instante en que está escribiendo su
texto. Yo no he estado nunca casado ni tengo ningún hijo [...]. Ese dato comprobable,
debo añadir, me dio aún mayor libertad a la hora de acentuar cualesquiera semejanzas
entre el Narrador y yo mismo [...]

Se pueden observar las dificultades que entraña la creación de personajes


totalmente autobiográficos, así como la necesidad del proceso de desvinculación y
posterior identificación entre autor y personaje para escribir una obra de ficción. No nos
podemos identificar con un personaje si antes no lo sentimos como alguien exterior a
nosotros.
Estas dificultades hacen que algunos de los personajes autobiográficos de la historia
de la literatura tengan, sin dejar de ser personajes, unas características peculiares. Por
poner un ejemplo de Ana Karenina: si nos fijamos en Levin (con el que León Tolstoi se
sentía identificado hasta el punto de denominarlo con un derivado de su propio nombre,
pues Lev es León en ruso) podemos observar que es un personaje algo amazacotado,
tenso, torpe, como si en su interior tuviera, en lugar de huesos, barras de hierro fundido
que le impidieran moverse con fluidez. Asimismo, es un personaje torturado por unos
problemas existenciales de enorme complejidad (los mismos que, sin duda, preocupaban
a Tolstoi), que dan vueltas y vueltas en su cabeza sin que lleguen nunca a tener solución.
Esto hace que, pese a su gran riqueza psicológica, el personaje resulte opaco,
incomprensible en muchas ocasiones y contradictorio en otras. En definitiva, Levin se nos
aparece como el personaje más incoherente de la novela, a pesar de su extrema
prudencia y racionalidad.
No deja de ser por ello un buen personaje, en parte porque no es absolutamente
autobiográfico, sino sólo en el nivel intelectual o metafísico. Por lo demás, se acomoda
perfectamente a la acción de la novela y cumple todas sus funciones convenientemente.
Sin embargo, me sirve de ejemplo para señalar la importancia de los pasos que el escritor
ha de seguir para crear personajes plenos, esencialmente ajenos a sí mismo y, por lo
tanto, susceptibles de análisis e identificación.

COHERENCIA

Si retrocediéramos algo más por las páginas de este libro, llegaríamos a la parte en
la que hablaba de la indeterminación de la persona y su falta de fronteras. Esta
indefinición que impide al artista conocerse por completo a sí mismo y le hace dudar de su
existencia es, como dije, una de las razones que lo empujan a emprender el camino de la
creación.
Los seres humanos, y por extensión el mundo en el que habitan, están plagados de
contradicciones, de dudas insolubles, de una multiplicidad imposible de abarcar, de
caminos llenos de maleza... Por el contrario, el microcosmos novelesco tiene unas
fronteras, unas claras conexiones entre unos elementos y otros; lo que en él ocurre, no
sucede porque sí, sino por una serie de causas implícitas o explícitas. Y los personajes,
por su lado, también están delimitados, en virtud de ese proceso de transubstanciación en
que dejan de formar parte del creador y pasan a integrarse en una historia cabal.
Así que el personaje es, gracias a su esencia narrativa, el más coherente de los
seres. Todo lo que hace o lo que deja de hacer, sus pensamientos, sus emociones, la
forma en que ve el mundo, e incluso sus contradicciones, tienen una causa. El escritor
comprende y abarca a su personaje por completo, y eso lo refleja en el texto.
Veamos un fragmento de Madame Bovary, en el que se habla de la inminente
ruptura entre Emma y su amante León, hacia el final de la novela:

Ahora le importunaba Emma cuando, de pronto, se ponía a sollozar sobre su


pecho; y su corazón, como las personas que sólo pueden resistir cierta dosis de
música, se adormecía de indiferencia al estrépito de un amor cuyas delicadezas ya no
percibía.
Se conocían demasiado para tener esos arrebatos de la posesión que
centuplican su goce. Emma estaba tan harta de él como él cansado de ella. Volvía a
encontrar en el adulterio todas las vulgaridades del matrimonio.
Pero, ¿cómo salir de aquello? Además, por muy humillada que se sintiera por la
bajeza de tal felicidad, seguía apegada a ella por costumbre o por corrupción; y cada
día se agarraba más a ella, agostando toda dicha a fuerza de quererla demasiado
grande. Acusaba a León de sus esperanzas defraudadas, como si la hubiera
traicionado; y hasta deseaba una catástrofe que determinara la separación, ya que ella
no tenía el valor de consumarla.
Pero seguía escribiéndole cartas amorosas, en virtud de la idea de que una
mujer debe siempre escribir a su amante.
Mas, al escribirlas, veía a otro hombre, un fantasma hecho de sus recuerdos más
ardientes, de sus más bellas lecturas, de sus más fuertes concupiscencias; y acababa
por verlo tan verdadero y accesible que palpitaba maravillada, y eso sin poder
imaginarle claramente, que hasta el punto se perdía como un Dios bajo la abundancia
de sus atributos. Habitaba el hombre en el país azul donde se balancean las escalas
de seda en los balcones bajo el aliento de las flores, en el claro de luna. Le sentía
cerca de ella, iba a venir y la raptaría toda entera en un beso. Luego caía desinflada,
rota; pues aquellos arranques de amor imaginario la fatigaban más que las grandes
orgías.

Ojalá tuviéramos las cosas tan claras en la vida como se refleja en este fragmento. A
pesar de todas sus dudas y sentimientos contradictorios, tanto Emma como León son
personajes absolutamente cabales. La lógica narrativa, determinada por la selección de
los elementos que componen el texto, proporciona congruencia a sus actos y
pensamientos.
Por otra parte, la plena comprensión de los personajes por parte del autor hace que
el desencanto amoroso que sufren y las causas que lo han provocado se presenten ante
el lector de forma inevitable y clarividente, como si la cosa no hubiese podido ser de otra
manera. Si Flaubert se hubiera encontrado a lo largo de su vida en similares
circunstancias, seguramente éstas no le hubieran resultado tan manifiestas. En primer
lugar, su mente confusa y repleta de contradicciones lo habría privado de la lucidez
necesaria para analizar la situación. En segundo lugar, su desconocimiento de la otra
persona —y de sí mismo— le habría llenado de dudas con respecto a los motivos que los
llevaron a ese desencuentro, y la inmensidad de factores que podrían haber influido por
ambas partes se le habrían escapado como la corriente de un río que se desborda.
En definitiva, los personajes son personas cuya vida se convierte en historia
objetivada y cuyo mundo se transforma en un microcosmos donde cada suceso tiene su
causa y su consecuencia. Esta simplificación de las coordenadas humanas hace de los
personajes seres coherentes y completos, a diferencia de las personas. Así pues, tanto
los escritores como los lectores, perdidos en un mundo inabarcable lleno de
incongruencias, tienen mucho que aprender de los personajes.

HUMANIDAD

Esa coherencia de los personajes no es obstáculo para que éstos se comporten en


todo momento como seres humanos, con sus defectos, sus virtudes, y hasta con sus
ataques de tos.
Sin embargo, es la de los personajes una humanidad más sencilla que la nuestra,
hecha de pequeños gestos muy reconocibles, de palabras familiares y cercanas, de
mágica simplicidad...; las cuatro gotas esenciales que rezumarían del ser humano si lo
exprimiéramos como un limón, si le quitáramos piel y escamas y disfraces y dobleces, son
la humanidad concentrada del personaje.
No son, pues, las grandes palabras —aunque las profiera— ni los actos heroicos —
aunque los ejecute— los que hacen humano al personaje. Nuestro héroe podrá volar
sobre las nubes a lomos de un caballo blanco y alado, pero será su forma de mirar los
campos, allá abajo, con la cabeza ladeada y ojillos algo miopes, lo que hará de él un
congénere del lector. Si los dioses griegos nos parecen personas no es por su
magnanimidad o su omnipotencia, sino por las pequeñas rencillas que los mueven, por su
comportamiento casi infantil.
Veamos cómo describe Clarín el momento cumbre de La Regenta, cuando, después
de setecientas páginas de resistencia, Ana Ozores cae, al fin, en los abismales brazos de
Álvaro Mesía:

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le dijera algo,
por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si se le quería mal, si se había
puesto en ridículo..., si se burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel
brazo que la abrasaba, con un mohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca,
como un animal débil y montaraz herido, se quejó..., se quejó con un sonido gutural,
hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de la virtud
que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces.
Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita..., la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin
hablar:
—¿A qué jugáis, locos...?

Un mohín arisco; un quejido mimoso. Eso es todo. A eso se reduce la tan esperada
caída de Anita, las grandes idealizaciones amorosas, los arrebatos místicos, las
expectativas amasadas a lo largo de toda la novela. Y esa mueca infantil acompañada de
un sonido gutural hace de la Regenta la más humana de las criaturas, así como no
hubieran conseguido humanizarla las melodías de los clarines, exclamación amorosa
alguna o cualesquiera palabras apasionadas.
León Tolstoi, otro experto en dar el toque humano a sus personajes, nos muestra en
el siguiente pasaje las conclusiones a las que llega Levin (o el mismo Tolstoi) al final de la
novela, después de todos sus quebraderos de cabeza:

Lo ahogaba la emoción, y sintiéndose sin fuerzas para seguir andando, salió del
camino, se internó en el bosque y se sentó a la sombra de los olmos, sobre la hierba
sin segar. Después de quitarse el sombrero de la sudorosa cabeza, se tendió,
apoyándose en un brazo, en la hierba jugosa y suave del bosque.
«Es preciso aclarar esto y comprenderlo —pensaba, mirando fijamente la
hierba sin hollar que se elevaba ante él y siguiendo los movimientos de un
insecto verde que trepaba por un tallo de centinodia y que se detenía en su
ascensión a causa de una hoja que le obstaculizaba el paso—. ¿Qué he
descubierto? —se preguntó, apartando la hoja para que no impidiera pasar al
insecto y acercándole otra hierba—. ¿Qué es lo que me alegra? ¿Qué he
descubierto?
»Nada. Únicamente me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la
fuerza que no sólo me ha dado la vida en el pasado, sino que me la da ahora también.
Me he librado del engaño y he conocido a mi señor.
»Antes decía que mi cuerpo, lo mismo que el de esa planta y el de ese insecto
(no ha querido trepar por la hierba y, desplegando las alas, ha volado) realiza las
transformaciones de la materia de acuerdo con las leyes físicas, químicas y
fisiológicas. y que en todos nosotros, así como en los álamos, en las nubes y en las
nieblas se produce una evolución. ¿Una evolución de qué? ¿Hacia qué
evolucionamos? Una evolución infinita y una lucha... ¡Como si pudiera existir alguna
tendencia y alguna lucha en el infinito! Y me sorprendía de que, a pesar de esa gran
tensión mental en ese sentido, no se me aclarara el significado de la vida, el de mis
deseos y aspiraciones. Ahora digo que conozco el sentido de mi vida: es preciso vivir
para Dios y para el Alma. A pesar de su evidencia, es misterioso y magnífico. Es el
sentido de todo lo que existe. Sí, y el orgullo...», se dijo, tendiéndose de bruces,
mientras ataba briznas de hierba, procurando no partirlas.
Lo que Levin no sabe es que su monólogo místico sobre Dios y el Alma le llega al
lector como una tonadilla, agradable pero lejana; que aquello que realmente lo hace
humano es la forma en que aparta la hoja para que el insecto siga su camino; que su
cercanía la sentimos en la delicadeza con que ata las briznas de hierba; y que el sentido
de su vida no le viene a través de sus complejas reflexiones, sino del mismo hecho de
estar tendido de bruces bajo la sombra de un olmo. Así de simple es la humanidad del
personaje.
Veamos ahora un fragmento de Las uvas de la ira, de John Steinbeck, en el que dos
niños parecen atravesar el papel con su mirada:

Sujetó la puerta abierta y el hombre entró, trayendo consigo olor a sudor. Los
chiquillos se colaron detrás de él, se acercaron inmediatamente al recipiente de
caramelos y se quedaron mirando con fijeza, no con anhelo, ni esperanza, ni siquiera
con deseo, simplemente como asombrados de que semejantes cosas pudieran existir.
Eran iguales de tamaño y sus rostros eran idénticos. Uno de ellos se rascó el tobillo
polvoriento con las uñas de los dedos del otro pie. El otro le susurró algo quedamente
y, entonces, los dos estiraron los brazos hasta que sus puños apretados, metidos en
los bolsillos del mono, se marcaron a través de la fina tela azul.

Entran ganas de echar mano a la cartera y comprarles a estos niños los caramelos,
aunque sólo sea para que dejen de mirar así, para que desincrusten sus puños de los
bolsillos del mono. Y de hecho, aunque no de manos del lector, acaban consiguiendo las
golosinas; no podía ser de otra forma.
Los buenos personajes no dejan en ningún momento de mostramos su esencia
humana, por muy fantásticos, descerebrados o pintorescos que resulten. Sirva como
muestra, para terminar con ello, un fragmento de El maestro y Margarita, novela de Mijaíl
Bulgákov en la que se cuentan, entre otras maravillas, las andanzas del diablo por Moscú.
Veamos cómo se expresa, de la forma más humana e informada, el mismísimo ayudante
de Satanás, intentando explicar a la sorprendida Margarita los secretos de la quinta
dimensión:

—No, no —contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han hecho para
meter todo esto —hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de
su nariz.
—¿Esto? ¡Sencillísimo! —contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión
puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le
diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente —
siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta
dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus
viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres
habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso
de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este
piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos
habitaciones. Convendrá usted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de
ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño
de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía
a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis
habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones
ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación,
pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego
me habla de la quinta dimensión!

UNIVERSALIDAD
Si la esencia humana de los personajes está condensada en la novela en virtud de
la selección que hace el autor de sus gestos y acciones, su singularidad es universal
gracias a la coherencia con que se gobiernan.
Ya se mencionó la singularidad de los personajes al hablar de la concreción con que
se debían desarrollar sus actos; y también al comentar las distintas formas de observar el
mundo de los protagonistas. Ahora, viendo al personaje en su conjunto, su singularidad va
a servir al lector como modelo de comportamiento.
Al identificarse el autor con su personaje, el lector se implicará a su vez en la
historia, hasta tal punto que pasará de verla como una sucesión de acciones particulares
desarrolladas por un personaje concreto, a generalizar sus atributos. De esta forma, la
singularidad del personaje se convierte en profecía, en metáfora del ser humano, en
símbolo o categoría universal.
Esta generalización, que en el mundo real resulta imposible debido a la extrema
diversidad y a la confusión reinantes, servirá a escritor y lector para delimitar y
comprender mejor el comportamiento humano.
Vamos a verlo con un ejemplo extraído de la parte final de Madame Bovary. Es la
escena en que Emma, desesperada por las deudas que ha ido acumulando, va a pedir
dinero a su primer amante, Rodolfo, después de tres años sin vedo:

—¡Oh, Rodolfo, si supieras!..., ¡te he amado mucho!


Le cogió la mano y permanecieron algún tiempo con los dedos enlazados —
¡como el primer día, en los «comicios»!—. Por un gesto de orgullo, Rodolfo luchaba por
no enternecerse. Pero Emma, cayendo sobre su pecho, le dijo:
—¿Cómo querías que yo viviera sin ti? ¡No es posible desacostumbrarse a la
felicidad! ¡Estaba desesperada, he creído morir! Te contaré todo esto, ya verás. ¡Y tú
has huido de mí!...
Pues desde hacía tres años, había procurado no encontrarse con ella, por esa
cobardía natural que caracteriza al sexo fuerte. Y Emma seguía haciendo gestos
graciosos con la cabeza, más mimosa que una gata enamorada:
—Amas a otras, confiésalo. ¡Oh, las comprendo, las disculpo!; las habrás
seducido como me sedujiste a mí. ¡Tú sí que eres un hombre!, tú tienes todo lo
necesario para que te quieran. Pero volveremos, ¿verdad? ¡Nos amaremos! ¡Mira, me
río, soy feliz!... ¡Pero habla!
Y estaba seductora, con aquella mirada en la que temblaba una lágrima como el
agua de una tormenta en un cáliz azul.
Rodolfo la sentó en sus rodillas y, con el revés de la mano le acariciaba las
crenchas lisas, donde, a la claridad del crepúsculo, vibraba como una flecha de oro un
último rayo de sol. Emma inclinaba la frente; Rodolfo acabó por besarle los párpados,
muy suavemente, con la punta de los labios.
—¡Pero has llorado! —dijo—. ¿Por qué?
Emma rompió a llorar. Rodolfo creyó que era la explosión de su amor; como
callaba, interpretó aquel silencio como un último pudor, y entonces exclamó:
—¡Ay, perdóname! Tú eres la única que me gustas. ¡He sido imbécil y un infame!
¡Te amo, te amaré siempre! ¿Qué tienes? ¡Dime!
Se arrodilló.
—Pues... ¡Estoy arruinada, Rodolfo! ¡Me vas a prestar tres mil francos!
—Pero... pero —dijo él incorporándose poco a poco, mientras su fisonomía
tomaba una expresión grave.

En esta escena vemos a Emma, a nuestra Emma, tocar fondo en su lastimosa caída
particular, que se ha ido fraguando a lo largo de toda la novela; asimismo, Rodolfo se
reafirma en su hipocresía, egoísmo, cobardía e infamia, cualidades de las que ya
teníamos noticia por sus actos anteriores. Pero a la vez, y gracias a la congruencia de los
personajes, vemos a dos seres humanos en la consecución de sus intereses. Somos
capaces de abstraer las acciones y palabras concretas de Emma y Rodolfo para sacar
lección universal de su comportamiento.
Si no fuera por esta cualidad esencial de los personajes, Madame Bovary —como
tantas otras novelas— nos dejaría fríos, pues las circunstancias concretas que rodean a
los personajes son irrepetibles en nuestro siglo.
No sólo de las desgracias de los personajes sacaremos lección, sino también de sus
dichas. Veamos ahora un fragmento de Ana Karenina, en el que Levin y Kitty disfrutan de
su vida conyugal:

Acababan de volver de Moscú y los alegraba su soledad.


Levin, sentado ante la mesa, escribía. Kitty, con el traje morado que había
llevado en los primeros días de su matrimonio, de agradable recuerdo para su marido,
hacía una broderie anglaise sentada en el antiguo diván de cuero que siempre había
estado en el despacho del abuelo y del padre de Levin. Éste pensaba y escribía sin
dejar de sentir, con una sensación alegre, la presencia de Kitty. [...] Continuaba sus
trabajos, pero ahora se daba cuenta de que el centro de gravedad de su atención
había pasado a otro objeto y, en consecuencia, veía las cosas de modo distinto y más
claras. Antes su trabajo era la salvación de su vida. Notaba que sin él su existencia
sería demasiado sombría. En cambio, ahora necesitaba esos trabajos para que su vida
no fuese demasiado monótona por exceso de luz. [...]
Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la amabilidad poco natural que había
mostrado su marido al joven príncipe Charsky, que se había permitido cortejarla con
poco tacto la víspera de su marcha a Moscú. «Tiene celos. ¡Dios mío! ¡Qué simpático y
qué tonto es! ¡Tiene celos! Si supiera que todos me importan tanto como Pedro, el
cocinero —pensaba, mirando la nuca y el cuello rojo de Levin con una extraña
sensación de propiedad—. Aunque da lástima interrumpirle en su trabajo, ya tendrá
tiempo de hacerlo después. Quiero verle la cara. A ver si se da cuenta de que lo estoy
mirando. Quiero que se vuelva... ¡Qué se vuelva!» Kitty abrió más los ojos para reforzar
el efecto de su mirada.
—Sí; absorben todo el jugo y adquieren un brillo falso —murmuró Levin, dejando
de escribir, y, dándose cuenta de que Kitty lo miraba, se volvió—. ¿Qué? -preguntó,
sonriendo, sin levantarse.
«Se ha vuelto», pensó ella.
—Nada, quería que volvieras la cabeza —replicó Kitty, observándolo y deseando
adivinar si estaba descontento por la interrupción.
—¡Qué bien estamos aquí los dos solos! Es decir, yo —exclamó Levin,
acercándose a su mujer, con una sonrisa radiante de felicidad.
—¡Me encuentro tan bien! No quiero ir a ningún sitio, y menos a Moscú.
—¿Qué pensabas?
—¿Yo? Pensaba... Pero no, no. Anda, vete, trabaja y no te distraigas. También
yo tengo que recortar esos agujeritos. ¿ Ves? —replicó Kitty, frunciendo los labios.
Cogió las tijeras y se puso a recortarlos.
—No, dime lo que pensabas —insistió Levin, sentándose junto a ella y siguiendo
el movimiento circular de las tijeritas.
—¿En qué pensaba? Pues en Moscú, en tu nuca.
—¿Por qué razón disfruto de esa felicidad? No es natural. Es demasiado buena
—dijo Levin, besando la mano a Kitty.
—Al contrario: cuanto mejor, tanto más natural.
—Te asoma un mechón por aquí —dijo Levin, volviendo cuidadosamente la
cabeza de Kitty—. ¿Ves? Aquí, aquí. Bueno, ¡vamos a seguir trabajando!
Pero no lo hicieron, y, al entrar Kuzma anunciando que estaba servido el té, se
separaron bruscamente, como dos culpables.

Hasta el más acerbo enemigo del matrimonio no podrá contener un cosquilleo de


envidia ante esta escena de cotidianas ternuras. Levin y Kitty ascienden desde su metro y
medio de juegos domésticos y personalísimos a las más altas cimas de lo simbólico,
alzándose en representantes de la felicidad conyugal. No es extraño que, según cuenta
Nabokov en su Curso de Literatura Rusa, los rusos tengan la costumbre, aún hoy, en sus
reuniones invernales alrededor de un samovar humeante, de charlar sobre los personajes
de Ana Karenina como si fueran viejos conocidos, poniéndolos como modelo de tal o cual
proceder del ser humano.

IMPREVISIBILIDAD

Otra cualidad que los personajes heredan de sus creadores es la de ser


imprevisibles. Aunque sepamos con pelos y señales el argumento de una novela antes de
empezar a leerla, y a pesar de la coherencia intrínseca de los personajes, éstos no
dejarán de sorprendemos en sus reacciones y comportamientos. Al fin y al cabo son entes
autónomos y tienen, por tanto, su libre albedrío dentro de las fronteras de la narratividad.
Las novelas en las que imaginamos lo que va a hacer o dejar de hacer cada
personaje, en las que se van dando los pasos más previsibles y obvios, son malas
novelas, y nos aburren. Un personaje bien formado siempre nos sorprenderá con una
frase de consuelo, un gesto arrebatado o una explosión de su carácter.
Volvamos a Ana Karenina por un momento para ejemplificarlo. Serguiei Ivanovich,
hermano de Levin, se siente atraído por Varienka, una amiga de Kitty. Ambos coinciden
en un paseo por el bosque, y el momento es propicio para una declaración. Veamos lo
que ocurre:

«Varvara Adrievna, cuando yo era aún muy joven me forjé un ideal de mujer a la
que amaría y sería feliz haciéndola mi esposa. He vivido muchos años, hallando por
primera vez en usted lo que buscaba. La amo y le pido que sea mi esposa.» Serguiei
Ivanovich iba diciéndose estas palabras cuando se hallaba ya a unos diez pasos de
Varienka, que, de rodillas y defendiendo una seta que Grisha quería coger, llamaba a
Masha.
[...]
—Qué, ¿ha encontrado usted alguna? —preguntó, volviendo hacia él su bello
rostro, que sonreía sereno, enmarcado en el pañuelo blanco.
—Ninguna —respondió Serguiei Ivanovich—. ¿Y usted?
[...]
Anduvieron unos cuantos pasos en silencio. Varienka veía que Serguiei
Ivanovich quería hablar, adivinaba lo que iba a decirle y sentía su alma en un hilo a
causa de la emoción, de la alegría y del temor. Se habían alejado tanto que nadie
hubiera podido oírlos; sin embargo, él seguía callado. Varienka prefirió callar también.
Después de un silencio, resultaría más fácil hablar de lo que deseaban que después de
unas palabras acerca de las setas. Pero, en contra de su voluntad, como de improviso,
Varienka dijo:
—¿De modo que no ha encontrado usted ninguna? Desde luego, en el centro del
bosque siempre hay menos setas.
Serguiei Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que Varienka hubiese
hablado de las setas. Quería hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia;
pero como en contra de su voluntad, tras un silencio, hizo la siguiente observación
respecto de lo que dijera Varienka:
—He oído decir que las setas blancas crecen principalmente en los linderos del
bosque, pero no soy capaz de distinguir una seta de otra.
Transcurrieron varios minutos más, se habían alejado de los niños y se hallaban
completamente solos. El corazón de Varienka palpitaba de tal modo que percibía sus
latidos y se daba cuenta de que se sonrojaba, palidecía y volvía a sonrojarse.
[...]
Serguiei Ivanovich comprendió también que debía explicarse ahora o que no lo
haría nunca. La mirada, el rubor y los ojos bajos de Varienka denotaban una espera
penosa. Serguiei Ivanovich lo veía y le daba lástima de ella. Hasta pensó que si no le
decía nada en aquel momento la ofendería. Se repitió mentalmente las palabras con
las que quería expresar su proposición; pero en lugar de éstas, por una idea
inesperada que le sacudió, preguntó a Varienka:
—¿En qué se diferencia la seta blanca de la del álamo?
Los labios de Varienka temblaron de emoción al contestar:
—El sombrero no se diferencia apenas, pero sí el pie.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, ambos comprendieron que todo había
terminado, que lo que debían decirse no se diría. Y la emoción de los dos, que había
alcanzado el máximo grado, empezó a calmarse.

Al lector, convencidísimo de que va a asistir a una declaración amorosa en toda


regla, se le sorprende con la más extraordinaria conversación sobre setas jamás oída.
¿Será posible? Tolstoi nos ha dejado sedientos de amores, y sin embargo... ¿no
resulta familiar esta escena? ¿Cuántas palabras no dichas lleva dentro cada uno de
nosotros?; ¿cuántas conversaciones climáticas encubren secretas pasiones en cada
esquina? Serguiei Ivanovich y Varienka nos dejan estupefactos con su comportamiento
imprevisible, y a la vez nos dan una clase magistral de humanidad.
Se produce, entre la coherencia narrativa de los personajes y su imprevisibilidad, un
curioso juego del que entra a formar parte el lector. Y es que, en muchas ocasiones, éste
juega a no creerse lo que en el fondo sabe que ha de ocurrir, como un gato juega a que la
mano de su dueño es un ratón aunque sabe perfectamente que es una mano. Si el lector
no entra en ese juego volvemos a la previsibilidad de las malas novelas, porque el que
éste se siente en la mesa de juego o se quede a mirar la partida apoyado en la barra va a
depender de la habilidad del autor.
Por poner un ejemplo: prácticamente todas las personas que empiezan a leerse
Madame Bovary saben que Emma acaba suicidándose. Sin embargo, Flaubert nos hace
jugar a que no lo sabemos y, mientras la desdichada se traga el veneno, e incluso durante
su agonía, nos mantenemos en vilo, con la esperanza puesta en que, por un azar de la
suerte, se acabe salvando, en que todo lo que nos habían contado o habíamos leído
sobre el trágico final de la novela resulten patrañas macabras. Finalmente, Emma, la
pobre Emma, muere de la manera más espantosa posible. No podía ser de otro modo y,
no obstante, ha conseguido sorprendemos, pues ha ejecutado su libertad —libertad
condicional, en su caso— a lo largo de toda la novela.

MORTALIDAD

Y llegamos así a la desembocadura de aquel río del que hablaba Jorge Manrique en
las Coplas a la muerte de su padre. Porque los personajes, nos guste o no, son tan
mortales como las personas que los Crearon, como los que disfrutan de ellos, como todo
el mundo, vamos.
Los personajes son mortales aunque no se mueran, pues el tiempo pasa por ellos, y
el paso del tiempo no es otra cosa que la inminencia de la muerte. Si una novela termina
en banquete con perdices, el lector se alegrará sobremanera (si las perdices son
verosímiles y escabechadas), pero no por eso habrá dejado de balancearse el péndulo de
la muerte sobre las cabezas de los personajes en todo momento. La vida implica la
muerte, y si queremos que nuestros personajes vivan, habrán de ser mortales.
A un escritor, en su búsqueda, no le servirían para nada unos personajes inmortales,
porque sería incapaz de identificarse con seres tan inhumanos. Incluso en los relatos y
novelas en los que se trata el tema de la inmortalidad, el protagonista termina deseando
morir, pues así lo pide su esencia humana.
Veamos lo que dice Medardo Fraile con respecto a la mortalidad de los personajes
de sus cuentos:

Me gusta la vida. [...] No sé. La muerte me desazona. Me frena, me espolea, me


hace trabajar o vagar. Creo que nunca he iniciado el diálogo con uno de mis modestos
personajes sin verle la muerte. y, entre ellos, me meto, sobre todo, con los que no han
pensado en ella o no les afecta. Muchos, quizá, son desasidos, frustrados o las dos
cosas. Puede que les venga todo de la única prohibición palpable que nunca leemos:
«Prohibido Soñar». El ala rota, la melancolía, el humor. Vaguedad por vaguedad,
aunque yo sé lo que digo, milito en lo humano antes que en lo social. Me parece más
hondo, difícil y ambicioso. Lo humano es lo único que me interesa sin proponérmelo.

A Marina Mayoral, por su parte, todavía le pesa en la conciencia la muerte de uno de


sus personajes:

Siempre he dicho que fue culpa suya, que ella se empeñó en matarse, pese a
mis intentos de disuadirla. Pero hoy sé que algo de culpa sí tuve, que una parte de mí,
una parte oscura que se resiste a los mandatos de mi razón y de mi voluntad, la llevó
de la mano hasta aquel quinto piso y la ayudó a saltar la baranda. Me gustaría que no
lo hubiera hecho. Aún me duele esa muerte. Ella no había nacido para heroína
romántica; era una buena chica burguesa, que habría olvidado su desengaño y
seguramente habría sido feliz con otro hombre. Ahora tendría cuarenta años y quizá
sería profesora o novelista. Pero ella no quiso y a mí sigue irritándome su rebeldía
absurda e inútil, pero al mismo tiempo algo dentro de mí la disculpa y la entiende.
Espero que desde su Más Allá novelesco, desde su infierno de los enamorados,
Amelia me entienda también a mí y me disculpe.

Tampoco ningún lector de Ana Karenina ha perdonado a Tolstoi que precipite a su


encantadora protagonista en los férreos brazos de las vías del tren. Aun cuando la vida
entera de Ana fue una huida desesperada de la muerte y, por tanto, una carrera constante
hacia esas vías, a pesar de que el narrador nos avisa por medio de metáforas, alusiones,
sueños proféticos, trenes que vienen y van a lo largo de toda la novela..., nada se puede
hacer para abrir los ojos de un lector encariñado con el personaje. Esa última salida a
escena de Ana nos deja petrificados en nuestros cómodos sillones y no habrá quien no
maldiga, aunque sólo sea una vez, a quien escribió estas palabras:

De repente recordó al hombre atropellado el día de su primer encuentro con


Vronsky y comprendió lo que debía hacer. Con paso ligero y rápido bajó las escalerillas
que iban desde el depósito de agua hacia la vía y se detuvo junto al tren que pasaba.
Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas
de hierro fundido del primer vagón que rodaban lentamente, tratando de determinar
con la vista el centro entre las ruedas delanteras y las traseras y el momento en que
ese centro estaría frente a ella.
«¡Allí! —se dijo, mirando la sombra del vagón y la arena mezclada con carbón
esparcida sobre las traviesas—. ¡Allí, al mismo centro! Lo castigaré y me libraré de
todos y de mí misma.» Quiso tirarse bajo el centro del primer vagón que llegaba junto a
ella; pero la bolsita roja, de la que quiso desprenderse, la entretuvo y no le dio tiempo:
el centro había pasado ya. Era preciso esperar el vagón siguiente. La embargó una
sensación semejante a la que experimentaba cuando se disponía a entrar en el agua
para bañarse, y se persignó. El gesto familiar de la señal de la cruz despertó en su
alma una serie de recuerdos de su infancia y de su juventud. Y súbitamente se
desvaneció la niebla que lo cubría todo, y la vida se le presentó, por un momento, con
todas sus radiantes alegrías pasadas. Pero Ana no bajaba la vista del segundo vagón
que se acercaba. En el preciso instante en que el centro pasaba ante ella, arrojó la
bolsita y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo de él, cayendo
sobre las manos. Haciendo un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse
en seguida, quedó de rodillas.
En aquel momento se horrorizó de lo que hacía: «¿Dónde estoy? ¿Qué hago?
¿Para qué?» Quiso retroceder y echarse para atrás, pero algo enorme, inflexible, le dio
un golpe en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdóname todo!»,
pronunció, sintiendo la imposibilidad de luchar.

Ni siquiera nos perdona, este narrador que todo lo registra, el detalle angustioso de
la bolsita roja, ni el más desesperante aún de un arrepentimiento tardío, que convierte el
de Ana Karenina en el más terrible de los suicidios. ¿Quiso Tolstoi con ello amenazar a
todas las pecadoras del mundo? Si así fue le salió el tiro por la culata, porque matándola
la convirtió en mártir, en persona digna de respeto y admiración por una vida de
sufrimiento segada antes de tiempo. En todo caso, y con todas las intenciones
moralizantes que tuviera el autor, sabía que los juicios de valor no entraban en sus
competencias. Los personajes se juzgan a sí mismos con sus propios actos, y el lector
decide si esos actos son verdaderos, creyéndolos o descreyéndolos. Y en el caso de Ana
Karenina, sin duda, se los cree.
Pero, como dije, no es necesario que los personajes mueran para ser esencialmente
mortales. La vida transcurre para ellos como para nosotros, aunque el hecho de haberlos
conocido integrados en una historia les haga despedirse antes de tiempo, como amigos
del instituto a los que ya nunca volvimos a ver pero cuyo recuerdo guardamos como parte
de nuestra historia —de nuestra vida— (¿Qué será de Ramón y su guitarra canora, de
Pedro, de Nuria, de Pinel y Ana, de Julio y Juan, de tantas cervezas compartidas, de
Deep Purple y los Led Zeppelin...?).
La memoria que reservamos a los personajes es independiente de la muerte; no lo
es, sin embargo, el transcurso de su vida. No obstante, y dada su esencia narrativa, es la
de los personajes una mortalidad un tanto continuada. Cien veces abriremos El Quijote, y
cien veces resucitará para nosotros el ingenioso hidalgo. Así aconteció también a
nuestros padres y abuelos, y acontecerá a nuestros hijos y nietos. Entonces, ¿se podría
decir que los personajes son inmortalmente mortales? Dejémoslo en que son
continuamente mortales.
Pecan de ingenuos los que hablan de la inmortalidad del personaje, pues en realidad
están hablando de la memoria que los hombres guardan del personaje y, por tanto, están
llamando inmortal al hombre, el más mortal de los seres por ser consciente de ello.
Un triste modelo de mortalidad desvalida, donde los haya, nos lo ofrece Martín
Santomé —protagonista de La tregua, de Mario Benedetti— mientras vive la muerte de su
amada Avellaneda. Sírvale de consuelo a Santomé que cientos de lectores la hacen
revivir cada día con sus lágrimas; y sírvanme a mí de despedida sus palabras:

Entonces, cuando estuve en casa, solo en mi cuarto, cuando hasta la pobre


Blanca me retiró el consuelo de su silencio, moví los labios para decir: «Murió.
Avellaneda murió», porque murió es la palabra, murió es el derrumbe de la vida, murió
viene de adentro, trae la verdadera respiración del dolor, murió es la desesperación, la
nada frígida y total, el abismo sencillo, el abismo. Entonces, cuando moví los labios
para decir: «Murió», entonces vi mi inmunda soledad, eso que había quedado de mí,
que era bien poco. Con todo el egoísmo de que disponía, pensé en mí mismo, en el
remendado ansioso que ahora pasaba a ser. Pero ésa era, a la vez, la forma más
generosa de pensar en ella, la más total de imaginarla a ella. Porque hasta el 23 de
setiembre, a las tres de la tarde, yo tenía mucho más de Avellaneda que de mí. Ella
había empezado a entrar en mí, a convertirse en mí, como un río que se mezcla
demasiado con el mar y al fin se vuelve salado como el mar. Por eso, cuando movía
los labios y decía: «Murió», me sentía atravesado, despojado, vacío, sin mérito.
Alguien había venido y había decretado: «Despójenlo a este tipo de cuatro quintas
partes de su ser.» Y me habían despojado. Lo peor de todo es que ese saldo que
ahora soy, esa quinta parte de mí mismo en que me he convertido, sigue teniendo
conciencia, sin embargo, de su poquedad, de su insignificancia. Me ha quedado una
quinta parte de mis buenos propósitos, de mis buenos proyectos, de mis buenas
intenciones, pero la quinta parte que me ha quedado de mi lucidez, alcanza para
darme cuenta de que eso no sirve. La cosa se acabó, sencillamente. No quise ir a su
casa, no quise verla muerta, porque era una indecorosa desventaja. Que yo la viera y
ella no. Que yo la tocara y ella no. Que yo viviera y ella no.
Parte III

...HASTA LA PERSONA
Tuyas, no mías, tejo estas guirnaldas,
que en mi frente renovadas pongo.
Para mí teje las tuyas,
que las mías no veo.
Si no pesa en la vida mejor gozo
que vernos, veámonos, y, viéndonos,
sordos conciliemos
lo sordo insubsistente.
Coronémonos pues unos a otros,
y brindemos unísonos a la suerte
que hay, hasta que llegue
la hora del barquero.

Ricardo Reis

1. DEL ESCRITOR

LLEGADA A ÍTACA

(Cuando emprendas el camino hacia Ítaca


ruega que tu camino sea largo,
rico en aventuras y descubrimientos.

No temas a los lestrigones, a los cíclopes


o al colérico Poseidón;
seres tales jamás encontrarás en tu camino
si mantienes en alto tu ideal,
si tu cuerpo y tu alma se conservan puros.
Nunca verás a los lestrigones,
a los cíclopes o a Poseidón,
si de ti no provienen,
si tu alma no los yergue frente a ti.)

Enlodado, cubierto de polvo y sudor, exhausto, ausente, feliz y desgraciado, el


escritor termina su obra y abandona al personaje a su suerte, que ya está echada.
Llegamos así al final del camino. Pero el final es un extremo, y un extremo es también
inicio. Volvemos de esta forma al comienzo, a la inmensa soledad del escritor frente a su
creación. Porque lo primero que sentirá el autor al finalizar su obra es un vacío tan hondo
como el que sintió antes de emprender el viaje, frente al papel en blanco. Resulta más
profunda, si cabe, esta segunda soledad, porque es la de quien ha estado acompañado y
ya no lo está.

(Ruega que tu camino sea largo,


que sean muchas las mañanas de verano,
cuando con placer y alegría llegues
a puertos nunca antes vistos.

Ancla en mercados fenicios y hazte


de toda suerte de bellas mercancías:
madre perla, coral, ámbar, ébano
y perfumes voluptuosos de todas clases.
Compra todos los aromas sensuales que puedas,
y ve a las ciudades egipcias a aprender de sus sabios.)

Los personajes han sido algo más que amenos compañeros de viaje. El autor ha
sentido las dichas y el sufrimiento de sus criaturas corno si fueran los suyos —¿y acaso
no lo eran?—. Cuando le tocó deshacerse de alguno de ellos tuvo jaqueca y discutió con
su pareja. Había días en que creyó que el protagonista se le moría entre frases
agonizantes, y en esas semanas la casa se llenaba de telarañas y de sombras negras;
después lo sacó a flote, menos mal, y entonces se sintió feliz, lleno de vida. Cuando tuvo
que organizar la intriga y descolocar las secuencias en favor del conjunto, sintió náuseas
de cirujano chapucero jugando con vidas humanas. En otras ocasiones, la inspiración se
le subió a la cabeza en forma de fiebre y escribió frondosos discursos que luego reputó
inútiles...

(Ten a Ítaca siempre en tu mente.


Llegar allí es tu meta,
pero no apresures el viaje.
Es mejor que dure mucho,
y mejor anclar cuando seas viejo.

Lleno de la experiencia del viaje,


no esperes la riqueza de Ítaca.)

Y ahora, después de todo eso, lo invade una mezcla de hastío, remordimientos,


tristeza, abandono y desaliño. Mira de reojo su novela, siente escalofríos como junto a un
cadáver y se queda velándola como a un ser amado por su vitalidad pero que permanece,
de pronto, incomprensiblemente exánime. La acaricia, pasa las hojas llenas de hormigas,
se pregunta si alguna vez tuvieron sentido o si lo tendrán en alguna ocasión para otras
personas. Finalmente, deprimido, se va a la cama. Mañana será otro día.

(Ítaca te ha dado un bello viaje.


Sin ella jamás lo hubieras emprendido;
pero no tiene más que ofrecerte,
y si la encuentras pobre,
no es Ítaca quien te ha defraudado.

Con la sabiduría ganada,


con tantas experiencias,
habrás comprendido
lo que las Ítacas significan.)

EL HALLAZGO

Por la mañana, el escritor levanta las persianas y mira a la calle; por primera vez en
mucho tiempo, se asoma al mundo. Decide salir a dar una vuelta. Mientras pasea por las
calles soleadas observa a las personas que se cruzan con él, a los tenderos tras los
mostradores de las droguerías y las ópticas, a aquel muchacho que no se despega del
ordenador tras la ventana del segundo, a las gentes que en la hora del café salen de las
oficinas oscuras como caracoles después de la lluvia...
Y suavemente, como el roce del sol en su piel traslúcida, va calándole el sentido de
su recorrido. Ve a un hombre de traje a rayas correr tras una mujer pájaro. Lleva un
cucurucho de fresa en cada mano. La alcanza y le ofrece el helado, sonriendo. Se alejan
charlando, teñidos de viento y sol, borrosos tras las cortinas de agua superpuestas por los
aspersores de un jardín. Se alejan como sus personajes...
El escritor mira a la gente; unas personas le devuelven la mirada y otras no. Pero él
no deja por ello de observar todo lo que lo rodea, alcanzando a comprender los gestos
desenfadados o coléricos, las arrugas o la tersura de los rostros, los mundos disfrazados
de traje de chaqueta. Se detiene a comprar el periódico y charla con el quiosquero,
intercambian unos minutos de entendimiento.
Vuelve a casa, llama a unos amigos, quedan para esa noche. Pone música, que se
mezcla con llantos de niños en el patio interior, con el olor a coliflor rehogada. Se tumba
en el sofá.
Al cabo de un rato se levanta, se acerca de puntillas a la mesa de trabajo y abre la
novela. Empieza a leer. Sorprendido, descubre que ya no le pertenece, que no es él quien
la ha escrito, sino quien él fue en otro tiempo.
Ahora ya sabe que llegar al final no importaba. A lo largo del viaje se le olvidaron las
preguntas hechas al destino; al otro lado de las montañas de la creación no hay sino la
creación misma, y ésa a todos pertenece menos a quien la llevó a cabo. Pasa las
páginas, y unos personajes que no son los suyos lo saludan desde extraños pedestales,
construidos de palabras.

UNA FORMA DE VIDA

Lo que nuestro escritor —demasiado absorto en su lectura— no sabe es que su


camino no acaba más que de empezar. En la sala de máquinas de su inconsciente se
están empezando a fraguar otras búsquedas en las que se consumirán sus días, las
personas a las que esa mañana ha observado yacen ya como sustrato para nuevos
personajes, y el virus (o, como lo llama Vargas Llosa, la solitaria) de la creación ha
invadido todas sus vísceras y neuronas.
Escritor es quien está siempre en camino. Los descubrimientos y las metas sólo le
sirven de apoyo para tomar impulso y lanzarse de nuevo a la carrera. Los escritores son
aquellas personas que en el lecho de muerte, sin fuerzas para moverse, viven su
personaje final, dictan una última historia que quedará inconclusa, como su viaje.
Escribir es un modo de ver el mundo, una lógica encaminada a conocer al ser
humano, una manera de relacionamos con los demás, de mostramos escondiéndonos...
Es, al fin, una forma de vida. Quien escribe, apuesta por el conocimiento, por lo
desconocido, por la multiplicidad, por la desaparición de las fronteras entre los mundos
reales y los imaginados.
Pero esto todavía no lo sabe nuestro escritor, quien, de momento, sigue leyendo su
novela recién terminada con gesto preocupado. Él no piensa ahora en nuevas búsquedas
ni en el camino que le queda por recorrer. Al igual que en cada paso que ha dado, el de la
lectura es el único que le importa en este instante. Como dice Gabriel y Galán:

Yo no podría escribir una línea si no pensara que mi obra presente hará temblar
al mundo.

LA ÚLTIMA LECTURA

Y es que, aunque la obra ya esté terminada, queda todavía la labor de leerla. En


realidad, todo el proceso de la creación es una tarea de lecturas y correcciones
superpuestas, pues no pasará un día sin que el escritor se lea lo que lleva hecho de cabo
a rabo, tache un párrafo, descubra errores, cambie la estructura...
Pero es esta última lectura distinta de las demás. Ahora el autor se ha quitado todos
los disfraces: el de narrador, el de personaje... incluso el de escritor. Queda simplemente
la persona que abre un libro y se pone a leer.
Si bien le ha resultado fácil desprenderse de los disfraces, le va a ser imposible
borrar de su memoria todo lo que sabe sobre la obra que está leyendo. De ahí el gesto de
preocupación que ensombrece su frente. Intenta abstraerse de sus molestos
conocimientos —sobre el engranaje interno, los puntos de giro, los trucos utilizados...—
para asimilar el texto como un lector anónimo, como quien es cuando lee cualquier otro
libro.
El intento de abstracción es imprescindible para detectar los errores, y sin embargo
nunca podrá el autor abstraerse del todo. Ese esfuerzo desmedido para tan escasos
resultados puede resultar frustrante, porque quizá una de las cosas que andaba buscando
nuestro escritor era escribir un libro —el Libro— a su medida, el texto que no habría
podido nunca leer de otros autores y en el que se pudiera ver reflejado como en un
espejo; y resulta que ahora, una vez conseguido su propósito, le falta la inocencia
necesaria para disfrutar de ese mundo creado por él. Lo que su creación podía darle, ya
se lo dio en el camino andado.
En este momento, lo único que debe tener en cuenta nuestro autor es que su obra
forma parte de un proceso de comunicación, y que tiene que hacer ese esfuerzo de
abstracción —por muy frustrante e inútil que le pueda parecer— por sus lectores, igual
que otros artistas, los que escribieron los libros que tanto ha disfrutado, lo hicieron por él.
Este intercambio algo aleatorio y desordenado de mundos literarios es (o debería
ser) una labor bastante altruista, como lo es (o debería serlo) cualquier proceso de
comunicación en el que dos personas intentan hacerse entender y hacen el esfuerzo, a su
vez, de comprender lo que el otro dice.
A veces es fácil olvidar que el arte es un medio de expresión y, por tanto, de
comunicación. Más fácil todavía es olvidarlo en lo que a la literatura se refiere, ya que el
diálogo se establece a muy largo plazo, y es habitual que quien expuso el discurso
narrativo (compuesto a su vez de preguntas lanzadas al aire) no escuche nunca la
respuesta de sus interlocutores. Los músicos, los pintores, o incluso los directores de cine
y los actores, tienen un contacto más directo e inmediato con su público. Los escritores,
sin embargo, muchas veces no reciben sino respuestas póstumas. Así que suelen ser la
paciencia y el estoicismo cualidades indisociables del escritor de ficciones, pues el mismo
medio de expresión que libremente eligió es una manera de devolver transformado lo que
el mundo le dio, e implica una suspensión temporal, un pliegue en la teoría de la
relatividad, un diálogo a años luz.
No por esta absoluta falta de inminencia ha de esquivarse la última lectura de la obra
ya creada. El escritor, experto en identificaciones y multiplicidades, ha de imaginarse esta
vez que un lector va a leer su obra. Luego tendrá que intentar ponerse en la piel de ese
lector. Y leyendo de esa forma su novela, podrá hacer los cambios que considere
adecuados. Todo autor guarda en su imaginación a un lector ideal. Visualizar a ese lector
e identificarse con él puede ayudarle a leer su obra: una joven con peto y el pelo teñido de
azul eléctrico se dispone a abrir el libro en un rincón de una casa okupada; un anciano
viudo pasa las hojas en la biblioteca del Ateneo; a un asistente social se le pasa la
estación de metro donde tenía que bajarse y, absorto en los amores de la protagonista,
sonríe mientras sueña...

ÚLTIMAS CORRECCIONES
Así, intentando abstraerse y disfrazarse de lector ideal, el autor dará los últimos
retoques a su obra. Este chequeo abarcará todo lo que hemos ido analizando
pormenorizadamente, sólo que visto ahora en la distancia, desde fuera.
El escritor recorrió el camino recogiendo materiales válidos para su obra. Encontró
un paraje adecuado para construir su ciudad, junto a un río. La edificó, dictó las leyes que
habían de regir en ella. Creó a todos sus habitantes. Y ahora, debe entrar en ella como un
turista cualquiera que casualmente pasa por allí, comprobar su habitabilidad, la acogida
que le dan los vecinos, el estado de las viviendas y de las cañerías, el ambiente de los
bares de copas, los entretenimientos que le ofrecen los alrededores y las posibilidades de
salir más sabio que cuando entró.
Aprovechemos las correcciones a las que nuestro autor está sometiendo su novela
para hacerle al texto las preguntas cuya respuesta nos indicará el estado de salud de los
personajes:

1. ¿Siguen los personajes principales sus propios impulsos, o da la impresión de


que alguien los mueve desde el exterior como si fueran marionetas?

2. ¿Se mueven los personajes, o no hacen más que filosofar? ¿Se los describe por
medio de sus actos concretos, o es el narrador el que emite juicios abstractos sobre
ellos?

3. ¿Se puede seguir sin problemas una historia superficial, concreta, y otra
profunda? ¿Marchan las dos al mismo ritmo? ¿No se pierde nunca el hilo de la
acción ni el de la trama?

4. ¿Están colocados los hechos de la mejor forma posible? ¿Y graduada su


importancia? ¿Hay tensión narrativa? ¿Apetece seguir leyendo la novela en cada
momento?

5. ¿Aparece el personaje en los primeros párrafos? ¿Entran ganas de saber más


cosas de él desde un primer momento? ¿Invita al lector a que se implique en la
historia?

6. ¿Nos guían los personajes principales a lo largo de toda la novela? ¿No huyen
en ningún momento, dejando desamparado al lector?

7. ¿Acabamos queriendo al protagonista, con todos sus defectos y debilidades?


¿Hay una aproximación afectiva del lector hacia la historia?

8. ¿Se exponen otras visiones del mundo que la del autor? ¿Se han explorado a
fondo?

9. ¿Se juega limpio con los personajes principales, o se les fuerza a hacer trampas?
¿Está bien complementado el carácter de los personajes secundarios con sus
respectivas funciones?

10. ¿Cómo está modulada la voz del narrador? ¿No se señala a sí misma? ¿Se ha
elegido el mejor punto de vista posible para que los hechos resulten verosímiles?

11. ¿Están todos los elementos de la obra conectados? ¿Da ésta la impresión de
totalidad? ¿Hay un avance continuo en la configuración de los personajes a la vez
que permanece en ellos una esencia inalterable en cada momento?
12. ¿Hablan los personajes? ¿Se utiliza lo bastante el diálogo, o se elude en algún
momento?

13. Tras cerrar el libro, ¿guardamos la sensación de haber convivido junto a unos
personajes coherentes, humanos, imprevisibles, tan mortales como nosotros, y de
los que se puede sacar lección universal?

Las respuestas a estas preguntas se transformarán en correcciones, en un proceso


que puede durar días, semanas o meses, dependiendo de la experiencia del autor, del
grado de asimilación de las técnicas narrativas que haya alcanzado mientras escribe, de
su carácter más o menos perfeccionista... En todo caso, es un proceso imprescindible,
pues en su transcurso la novela variará considerablemente. El autor la mira ahora desde
una perspectiva nueva, a la que no tenía acceso durante la creación, y verá muchas
cosas que antes le pasaron inadvertidas.
En algunas novelas publicadas actualmente, en estos tiempos de prisas e
impaciencias, se echa en falta ese período de reposo y relectura, de correcciones hechas
desde el punto de vista del lector. La ansiedad y las prisas por llevar la obra a la imprenta,
a un concurso o a una editorial se suelen traducir en incoherencias, contradicciones,
oscuridades, tediosos discursos desconectados de la historia, errores de sentido y
gramaticales... He visto a más de un escritor que, leyendo su obra ya impresa, lamenta no
haberse tomado el tiempo suficiente y haber establecido la distancia necesaria para
realizar este último chequeo.
Así que nuestro escritor, armado de paciencia y concentración, sin miedo a los
tachones ni a las modificaciones de esa obra que, al fin y al cabo, ya no le pertenece del
todo, va eliminando las frases malsonantes, comprobando que tal personaje pide a gritos
calzar unos zapatos de gamuza azul en lugar de las botas de piel de cocodrilo que se
había obcecado en ponerle, eliminando los restos de andamios que permanecían
ignorados en el denso entramado narrativo, sacando brillo a los últimos párrafos...

LA SEPARACIÓN

Finalmente, después de días, semanas o meses de frenéticas correcciones, nuestro


autor comenzará a experimentar los primeros síntomas de locura. Su obra en nada se
parece ya a aquélla que él consideró terminada, y cada día que pasa encuentra más y
más incongruencias, sinsentidos, desmanes de los personajes... Entonces, cuando ya se
le nubla la vista y las palabras comienzan a bailar sevillanas por la casa, cuando es
incapaz de comprender el sentido de la frase más sencilla, suele ser el momento de
abandonar la novela.
Dado que el proceso de corrección podría alargarse indefinidamente, porque la
perfección no existe, y en caso de que existiera el escritor —persona insegura por
naturaleza— no sabría detectarla, en algún momento tiene que cerrar el ciclo. Para ello,
cada artista celebra su propio ritual. Para los más reservados, la separación definitiva de
su obra se llevará a cabo en una tarde de lluvia, bajo unos soportales, al entregarle a su
amigo del alma, con manos temblorosas, el manuscrito. Los que ya tienen hartos a sus
conocidos de sesiones diarias de lectura, empezarán a mandar ejemplares a concursos
literarios. A algunos bienaventurados —los menos— les apremiarán las llamadas del
editor, que recibirá la obra con los brazos abiertos, varios meses después del plazo
previsto. Y otros, sencillamente, la meterán en un cajón y tirarán la llave por la ventana.
Pero todos, sin excepción, sentirán la necesidad de desprenderse simbólicamente de ese
mundo narrativo cuyo sentido se les empieza a escapar, pero que los ha invadido por
completo.
Después de la ceremonia de separación las cosas no irán mucho mejor para el
autor, pues los divorcios nunca son agradables. Echará de menos aquel mundo al que ya
no tiene acceso, perderá las rutinas diarias, los referentes cotidianos de los últimos
tiempos, y las horas se le irán en suspiros de enamorado y lágrimas de cocodrilo por los
mundos perdidos. Sus personajes se le aparecerán en sueños, desfigurados,
persiguiéndole con reproches o llantos, y se sentirá la persona más desgraciada de la
tierra.
Pero un buen día, pasados los peores momentos, le presentarán en una fiesta a un
hombre cuyos gestos le recuerden terriblemente a uno de sus personajes; lo observará
mejor y notará más parecidos. Se descubrirá adivinando mentalmente la frase que va a
decir momentos antes de que la diga. Le preguntará: «Oiga, ¿no tendrá usted por
casualidad un gato negro?». «¿Cómo lo sabe?», responderá el otro, extrañado. Al cabo
de unos meses, aconsejará a una amiga en apuros que actúe con la misma decisión que
la protagonista de su novela. Tendrá ocasión también, en algún momento, de aprovechar
alguna de las sabias reflexiones que un viejo y borracho vagabundo murmuraba por las
esquinas del texto.
Y así sucesivamente, la obra se irá mezclando con su vida hasta que se conviertan
en una misma cosa, en un aprendizaje continuo de sí mismo y de las personas con las
que trata. Mientras tanto, olvidará los malos momentos del matrimonio e idealizará los
buenos; pero, por supuesto, ya estará pensando en un nuevo romance, más rico que el
anterior —el definitivo— con la obra que terminará de desvelarle los secretos de su alma,
de todas las almas. Y, posiblemente, ya nunca más sienta deseos de leer su obra
anterior. Sí anhelará, sin embargo, entregársela al mundo, a los demás, pues ellos son los
destinatarios, al fin, de toda obra de arte.

Desde la ventana más alta de mi casa


con un pañuelo blanco digo adiós
a mis versos que parten hacia la humanidad.

Y no estoy alegre ni triste.


Ése es el destino de los versos.
Los escribí y debo enseñárselos a todos
porque no puedo hacer lo contrario,
como la flor no puede ocultar el color,
ni el río ocultar que corre,
ni el árbol ocultar que da frutos.

Ved los que ya van lejos, como en la diligencia


y yo sin quererlo siento pena
como un dolor en el cuerpo.

¿Quién sabe quién los leerá?


¿Quién sabe a qué manos irán?

Flor, me cogió mi destino para los ojos.


Árbol, me arrancaron los frutos para las bocas.
Río, el destino de mi agua era no quedarse en mí.
Me resigno y me siento casi alegre,
casi tan alegre como quien se cansa de estar triste.

¡Idos, idos de mí!


Pasa el árbol y se queda disperso por la Naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la que fue suya

Paso y me quedo, como el Universo.

(Alberto Caeiro)

2. DEL LECTOR

ENTRE LA LUNA Y LOS JAZMINES

La otra noche me reuní con unos amigos en el ático de uno de ellos. Miguel tiene
una terraza grande en un séptimo piso, y la luna casi se podía tocar. Estábamos
adormecidos por la cena, la cerveza y, sobre todo, por el intenso olor de los jazmines, que
brillaban como frágiles estrellitas blancas. Me preguntaron por mi libro. «Ya queda poco»,
contesté con un suspiro. Y entonces nos pusimos a hablar de Ana Karenina, Emma
Bovary y Ana Ozores.
No sé si nos despertamos completamente o si terminamos de sumimos en la
ensoñación; el caso es que la conversación se acaloró en seguida. Antonio nunca se ha
repuesto de la muerte de la Karenina, y hablaba de Tolstoi con rencor incontenible,
tratándolo poco menos que de asesino sanguinario. Él pensaba, pocas páginas antes del
suicidio, que Ana sentaría la cabeza y se liaría con el sensato de Levin; éste, sin muchas
contemplaciones, abandonaría a «la cursi esa» —decía, refiriéndose a Kitty—. Paco se
rió, sorprendido por la curiosa interpretación de la novela; pero luego, muy digno, dijo que
Kitty no era ninguna «cursi», sino la más encantadora de las mujeres, que Levin no podía
ser tan estúpido como para dejarla, a pesar de que Ana lo intentara seducir con sus malas
artes... No por eso se lamentaba menos por el desgraciado final de la heroína, pero a Kitty
que nadie la tocara.
La muerte de Emma Bovary nos había dolido menos a todos; «será que se le coge
menos cariño», dijo alguien. Lo que Raúl no entendía era que se hubiesen casado las tres
con semejantes mediocridades, habiendo hombres estupendos por el mundo; «un poco
tontas sí que tenían que ser», remató. «Eran otros tiempos», las defendí yo. Bea afirmó
que esas cosas seguían ocurriendo, a ver qué me creía. Todos justificábamos, en
cualquier caso, el adulterio de las tres mujeres.
Mientras nosotros hablábamos de seres incorpóreos, la luna se volvía inalcanzable
en las alturas, y la llama de una vela resistía débilmente entre la brisa y la cera fundida.
Por un momento me pareció ver, flotando entre los jazmines, los rostros sorprendidos de
Flaubert, Clarín y Tolstoi, mucho más incorpóreos para mí que sus personajes. ¿Qué
estarían pensando al escuchar nuestra conversación? ¿Estaban escandalizados?
¿Perdían por momentos la confianza en su poder de convicción? ¿O, simplemente, se
sentían halagados? Sus caras temblorosas se tomaron, al morir por fin la llama,
demasiado borrosas para contestarme a estas preguntas.

LA INTERPRETACIÓN

En todo caso, los tres autores no tenían vela en ese entierro, pues la última palabra
sobre una obra de arte no la tiene el artista, sino quienes la contemplan. Así que son los
lectores, en mayor o en menor número, más tarde o más temprano, los que van cerrando
el círculo de la obra de ficción y, por tanto, los que terminarán de configurar al personaje.
Cuando el escritor da por concluida su novela, pasa el relevo al lector, y le dice:
«Toma este mundo, disfruta de él y complétalo». Y es al lector a quien corresponde
interpretar la obra, descifrar el contenido, añadirle su propia sensibilidad, sacar
conclusiones... Hasta entonces el texto, como si de una partitura se tratara, está concluido
sólo en potencia, a falta de su ejecución.
Generalmente, los escritores quedan bastante sorprendidos ante las opiniones de
los lectores o los críticos. Es natural. El «lector ideal» que se habían imaginado no suele
coincidir en lo más mínimo con aquellas personas concretas que leen su novela, pues el
autor en ningún momento ha podido acercarse a ella con total independencia de sí
mismo. Por tanto, suele escuchar estupefacto las interpretaciones más diversas, en
general totalmente extrañas a los propósitos que lo movieron mientras escribía. Es fácil
que caiga en el desconsuelo al comprobar que las partes que más esfuerzo le costaron
hacen bostezar al más paciente de sus amigos, mientras que aquellos capítulos que
había incluido como relleno provocan risas espasmódicas, llantos o felicitaciones.
Y lo peor es que cada una de las personas que lee una obra ofrece una visión
diferente de ella. Por tanto, cuantas más opiniones escuche el escritor, menos sabrá a
qué atenerse. Puede realizar, si lo desea, una presentación de su novela explicando
detalladamente sus intenciones, pero sería una tarea ardua, frustrante y completamente
inútil.
Esto hace que el escritor, altamente sensibilizado por el tema que se trata, sienta la
tentación de rebelarse contra sus lectores (o sus no lectores), tacharlos de insensibles,
incompetentes o faltos de inteligencia. Hay quien los ve como enemigos, o los evita
temeroso, como si de espectros se tratara. Y es una pena, porque es como quien en un
diálogo que él mismo ha buscado opta por los gritos como solución a la incomunicación.
En otras ocasiones, el autor hace caso omiso de lo que sus lectores le dicen, lo cual viene
a ser como si en el mismo diálogo se tapara los oídos, pensando que de esa forma la
comunicación se restaurará.
Y digo que es una pena, porque el escritor puede sacar mucho provecho de las
diferentes opiniones sobre su obra. De hecho, al ser la lectura el último paso de la
realización, las interpretaciones las podrá integrar el autor como parte de la obra,
adquiriendo ésta la dimensión que le faltaba.

LA CONFIANZA

Para que el intercambio entre autor y lector sea fructífero, lo primero que hemos de
tener en cuenta es que quien lee una obra no suele tener nada personal contra el escritor,
pero tampoco ninguna razón para ser sensible al ingente esfuerzo del que nació el texto.
Todos, como lectores, abrimos un libro con la inocencia, la expectación y la
espontaneidad de un niño. También tenemos, por supuesto, el deseo de que nos guste.
Así que, de entrada, el escritor tiene de su parte esa buena disposición, que no es mala
cosa. Queda en su mano, eso sí, que la buena disposición no se tuerza hacia el
aburrimiento, el enfado o la ofensa, a los que el lector no llegará si no acumula razones
suficientes para ello.
Así pues, el autor no puede hacer menos que fiarse de lo que le dicen, pues ningún
factor externo a la obra influye en el lector. La publicidad y las críticas del periódico
pueden incitar a alguien a comprarse un libro o a intentar terminarlo, pero sólo su relación
con el mundo creado por el autor lo llevará a entretenerse o aburrirse, enternecerse, llorar
o reírse, entender el contenido de una forma u otra...
Sea más o menos grande el círculo de lectores que tenga un escritor (un par de
amigos, un grupo de conocidos, los clientes de tres librerías de su ciudad o las grandes
masas), puede confiar en ellos, a no ser que él mismo los coaccione o soborne. .
Y ese diálogo que mantiene el autor con sus lectores puede resultar, por esa
inocencia de la que éstos últimos parten, de lo más benéfico, sobre todo para las
personas que comienzan a escribir. Una mezcla de optimismo a la hora de hacer la
recaudación de opiniones y una distancia prudencial con respecto a su obra, así como un
fuerte deseo de ampliar su visión, ayudarán al escritor a escuchar con tranquilidad lo que
le puedan decir.

ESTADÍSTICAS

Habíamos dicho que las opiniones sobre el libro podían ser tan variadas como las
personas que lo lean. Y es que los lectores también utilizarán, a la hora de introducirse en
ese mundo construido por el autor, su singularidad, completando lo que está escrito con lo
que no se dice, con su propia mirada y perspectiva.
La obra vendría a ser, en cuanto a la lectura se refiere, una especie de esqueleto
que el lector rellenará con lo que le sugiera ese armazón en el instante en que está
leyendo, completando así el microcosmos de la novela. El escritor ha estado viviendo
anteriormente en ese mundo, y ha creído plasmarlo fielmente (cuando en realidad lo
estaba esquematizando), así que le llenará de perplejidad que otra persona lo habite con
una visión diferente. Y, sin embargo, igual ocurre en la vida, donde cada ser humano tiñe
de subjetividad el mundo en el que todos vivimos.
Es comprensible, no obstante, que el escritor añada una dosis de inadvertencia al
cúmulo de consejos y diferentes puntos de vista sobre su obra. Por una parte, sabe más
que nadie sobre el texto y los personajes. Por otro lado, hacer caso de todas las opiniones
y sugerencias supondría perder su propia singularidad como escritor. Así que lo más útil
resultará que se sitúe en un término medio que le permita hacer una especie de
estadística de las diferentes opiniones sin hacer caso a ninguna en concreto.
A las personas que comienzan a escribir les suele venir bien tener un grupo de
amigos dispuestos a dar su opinión sincera, o reunirse con personas que, como ellas,
escriban, para poder establecer un intercambio. Cuantos más lectores, más difícil será
sacar una conclusión, pero más fiable será la estadística general.
Claro, que no es lo mismo hacer una estadística sobre el consumo de chocolate en
la sociedad moderna que realizarla sobre esa parte de nuestras entrañas en la que nos
hemos quemado las cejas y el espíritu, con la ilusión puesta en que otros disfrutaran de
ella. Así que, antes de acudir a la cita con nuestro amigo lector, y si queremos que
continúe siendo ambas cosas, más vale practicar algunos ejercicios de yoga, o repasar
mentalmente unas cuantas obviedades sedativas:

1. Si nuestro amigo nos da una opinión crítica, no es porque nos odie o sienta
envidia malsana por nuestras virtudes artísticas. Hay que evitar las paranoias y
confiar en él.

2. Si lo que nos dice no atiende a nuestras expectativas, más vale contener el


enfado, aun a costa de salir corriendo con cualquier excusa. Si nuestro amigo se
siente coaccionado por posibles represalias, no servirá como lector para otras
ocasiones.

3. Tenemos que dejar de lado, durante la conversación, el amor propio. No somos


dioses, sino seres limitados. Si nos encerramos en una actitud orgullosa, no
podremos asimilar ni una palabra de las que nos digan.

4. Si nuestra cita es con varios lectores, hay que procurar, en el caso de que todos
tengan dudas sobre determinada secuencia, no atribuir a cada uno un defecto que le
imposibilita para la comprensión del hecho artístico. Lo más posible es que la culpa
sea nuestra.

5. Es mejor no caer en la tentación de —ante los puntos oscuros— justificar


nuestros motivos o explicar en detalle la historia. Lo que los lectores no hayan
entendido en una primera lectura hay que revisarlo o dejarlo por imposible. Las
justificaciones suelen ser —más si provienen de un escritor— poco elegantes y,
sobre todo, inútiles.

6. Hemos de agradecer cortésmente los elogios, pero dejarlos correr para intentar
indagar en los puntos débiles.

7. Todos esperamos, en el fondo de nuestra alma, que los lectores digan de la obra
en cuestión que es lo más impactante que han leído en su vida, superando con
creces la maestría de un Proust y un Cervantes. Antes de asistir a la cita debemos
hacer, sin embargo, un pacto con la realidad, para que el desencanto se transforme
en ilusión y fuerza renovadas cuando nos digan cosas corno que la novela es
«entretenida»; o que «se puede leer»; o que hay un par de «frases afortunadas».

Atendiendo a estas pautas dictadas por el sentido común pero que, por el derroche
de energías e ilusiones que está volcando el escritor en su vocación, resultan
especialmente costosas de cumplir, se abrirán las puertas a una comunicación con el
lector, y por tanto al aprendizaje de quien, al fin y al cabo, siempre estará caminando,
formándose como artista y como persona.

LA INTEGRACIÓN

Por otro lado, por muy dispares que sean las opiniones que reciba la obra, el escritor
podrá establecer, a fuerza de paciencia, un hilo conductor, una serie de similitudes que
serán las que le permitan hacerse una idea de conjunto.
Porque, igual que sus lectores tienen su propia singularidad, también poseen la
capacidad de identificarse con la obra, con los personajes y, por tanto, con su creador. De
la misma forma que en el ático de Miguel todos coincidíamos en una serie de puntos
respecto a las tres heroínas a pesar de las discrepancias, cualquier grupo de lectores que
comentan una obra, lo más normal es que caigan una y otra vez sobre una serie de ideas
comunes. Por otra parte, de la polémica también se puede sacar lección: las partes sobre
las que los lectores no estén en absoluto de acuerdo, aunque al autor le resulten claras y
transparentes, las volverá a revisar desde ese punto de vista conflictivo, buscando las
causas de tanta diversidad de opiniones.
Si el escritor es capaz de integrar en la obra esa diversidad convergente de
opiniones, como quien rellena en un puzzle los huecos vacíos, el discurso narrativo
adquirirá la dimensión que le faltaba, el espesor de la pluralidad. Todo escritor desea, en
el fondo, que sus obras sean leídas y comprendidas (de una forma o de otra); en el
milagro de la comunicación es donde encontrará, realmente, lo que andaba buscando con
tanto ahínco. Compartir sus dudas, su exploración, su universo particular, comprobar que
otros lo entienden y lo habitan, le llevará a sentirse menos solo y más seguro de su
existencia en este mundo incomprensible y no del todo satisfactorio.
Por otra parte, sólo mediante la intermediación de sus lectores podrá acceder el
autor a una visión distante de su novela, a la espontaneidad y la inocencia de quien se
sumerge en un mundo creado por otro y goza de él sin responsabilidades.
Volvemos así, cargados de experiencia, al punto de partida de ese camino de ida y
vuelta en el que el escritor logra, después de un intrépido viaje a través de la creación,
volver a sí mismo por medio de los demás, que no son sino su reflejo en el escaparate de
la zapatería.
Y el personaje, al que teníamos abandonado en todo este sofisticado engranaje
comunicativo, no es sino el intermediario entre el escritor y el lector, entre la persona y la
persona.

DESPEDIDAS

Proseguir el camino significa emprenderlo de nuevo, en un movimiento perpetuo.


Ese es el destino de todo escritor, su vocación, su forma de vida. Llega, sin embargo, el
momento de las despedidas, pues rozamos ya los primeros párrafos de este libro circular.
Me gustaría despedirme, ante todo, de los personajes que nos han acompañado
durante este trecho. Si ellos no hubieran traducido mis palabras, posiblemente no
habríamos podido entendemos. De igual forma actúan en cualquier narración, así que
difícilmente podríamos hablar de la novela o el cuento sin levantar el sombrero y hacer
una leve inclinación ante ellos.
Puede que la consideración de que Alberto Caeiro fue el autor de un libro de
poemas no sea un error, sino que el equívoco esté, quizás, en señalar sólo el nombre de
los escritores en las portadas, y no el de los personajes, que son realmente los que entran
en tratos con el lector. Si recordamos con mayor cariño a Emma Bovary que a Flaubert, a
Ana Karenina que a Tolstoi y a la Regenta que a Clarín (los tres autores fueron,
posiblemente, bastante más antipáticos que sus personajes), ¿no merecerían aparecer en
los créditos, al menos como traductores de almas solitarias? En fin, no seré yo quien
proponga tal cosa a los editores, esas personas que tienden a considerar cualquier
proposición sensata como una excentricidad de quienes están tan locos que se pasan sus
pocos ratos libres frente a un papel o la pantalla de un ordenador.
Sin embargo, nadie me impide dedicar unas líneas de agradecimiento a esos
representantes del autor y de la humanidad entera, que constantemente se esfuerzan en
que nos comprendamos algo mejor unos a otros. A veces se les va la vida en ello, como
es el caso de Ana Karenina o Emma Bovary. Quizá deberíamos llevar flores también a su
tumba.
Me despido, pues, de nuestras tres mujeres, compañeras de buenos ratos y de otros
menos buenos. Y también de Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Bernardo
Soares. y de todos aquellos que a través de sus actos nos han permitido entrever los
mecanismos de la creación:
Pinín, Rosa, la Cordera (que no por pertenecer al reino de las vacas resulta menos
humana), Fabrizio, Martín Santomé, Segismundo, el inspector Iriarte, Koróviev, Gúrov,
Oblonsky, don Rosendo, Mónica, Cat, Marcel, Nippers, Olga, Carlos Bovary, Vronsky,
Remedios, la bella, Levin, Kitty...
Me despido también de todos los que han llegado a dar la vuelta completa al libro, lo
que no carece de mérito, y de los que recorren —o han recorrido— paso a paso, con la
paciencia de los santos y la fe de los creyentes, el camino de la creación.
Finalmente, para evitar el último adiós, pues no hay despedida que valga para
quienes continúan en camino, un apretón de manos a Ernesto Sábato, a quien dejo la
última palabra:

¡Los personajes! En un día del otoño de 1962, con la ansiedad de un


adolescente, fui en busca del rincón en que había «vivido» Madame Bovary. Que un
chico busque los lugares en que padeció un personaje de novela es ya asombroso,
pero que lo haga un novelista, alguien que sabe hasta qué punto esos seres no han
existido sino en el alma de su creador demuestra que el arte es más relevante que la
reputada realidad.
Bibliografía

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