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Vivo cruzando juegos de palabras, que nadie escucha, con los ángeles amados
y amantes; esos que rescatan pedazos del paraíso dentro del infierno.
Hace, no recuerdo cuanto, que el amor desapareció. Aún tengo sueños en los
que puedo percibirlo, dudo si no son pesadillas. Algunos de los humanos, los más
vivos, me lo recuerdan; tal vez por eso sigo aquí. Como ellos, como todos,
esperando... Aunque la mayoría me haga creer que mi espera es tan vana como la
suya.
Al principio sólo la oscuridad. Gracias a ella, la luz fue posible. Recuerdo
aquella explosión. El estruendo del que intentamos escapar sin conseguirlo.
Buscamos refugio, encontrar de nuevo el sueño de la inexistencia; sólo el latido
acompasado de la vida y la muerte. No fue posible. Todos, sin forma pero con voz,
lloramos. El latido se transformó en desgarro; nada fue igual. Surgió la distancia en
lugar de la unidad, y nos perdimos.
Sabe que camino a su lado, junto a ella e incluso a través de ella. Al principio
me ignoraba, como todos los anteriores. Pero me halló. Allí en su mundo, pocos nos
han mirado de frente. A mí nunca me había sucedido. Cuando lo hizo me temió.
Intentó huir, pero eso es imposible. Corrió rápido, como acostumbraba a hacer
cuando sentía la fuerza de lo desconocido. Utilicé su mente, como siempre, y en su
lenguaje habitual casi la convencí de que no era real.
Sabe que soy un demonio, su demonio, pero acepta mi belleza ausente. Sabe
que no me fío de ella, sin embargo, desde entonces, desde su vulnerabilidad, a veces
con toda su fuerza, me mira, me habla, me escucha... Y yo sigo aquí.
Parece que conoce los secretos que casi todos los humanos ignoran, sin
embargo sé que no. Se acomoda lentamente a nuestra oscuridad, mientras yo, por mi
parte, tengo que ir acostumbrándome a su luz.
Pone música. Esta vez ha elegido una de esas óperas dramáticas que le ayudan
a sentir su corazón. ¡Pasa tantos instantes diluida en los sonidos que yo no puedo
percibir! Pero sí veo sus latidos, dentro y fuera de ella. Sedientos de una armonía
que a veces sólo encuentra en la magnificación de sus sentidos. Sus latidos se elevan
hasta el cielo y se pierden en las profundidades de la Tierra. Buscan, aunque no
sepan qué. Ahuyentan a los que como yo, perdimos el corazón.
Ella insiste. “Deja de esconderte. Sé que estás ahí. Siempre estás ahí. No
puedo ser sin ti. Donde yo esté, estarás tú. No importa lo profundo que puedas llegar
o el disfraz que elijas… ¿A qué le teme el miedo?”.
Vuelve al lienzo. Inmenso, vacío, como el inicio de una vida. Unta sus dedos
de cualquier color, me mira de reojo mordiéndose el labio inferior y los desliza por
la sábana.
De ambos hablan por igual, a ellos los veneran, a nosotros nos temen. En ellos
exaltan una belleza que es fruto del deseo de los hombres. En nosotros esculpen la
imperfección que no quieren reconocerse. En ellos pretenden gráciles alas. En
nosotros incrustan torpes cuernos. No quieren saber que también nosotros vestimos
de plumas etéreas. No desean aceptar nuestro poder absoluto, nuestro conocimiento
ancestral, más arcaico que su candidez vana. Pero ellos, de ojos de cristal
transparente, permanecen inmóviles en sus frágiles sonrisas, en su atronador
silencio.
Pero ya no deseo penetrar sus gemidos como he hecho, tantas veces, para
confundir sus anhelos. Hoy no. No quiero que su dolor pegajoso me atraviese la piel
dictándome sus códigos secretos: una nueva entrada, otra trampa más.
Tal vez fue su abandono honesto lo que la hizo verme. No importa, al menos
no demasiado.
Hace dos años que Hada apareció casualmente en la puerta del estudio.
Entonces ella aún no me percibía. Pero yo ya estaba allí, desde los primeros días,
desde antes.
Aquella fue una de mis épocas de mayor esplendor, una de sus épocas más
sombrías. No sucedía un día sin desgarro. En algún momento pensé que iba a
terminar secándose de tanto llanto. ¡Y sus gritos desolados! pidiendo ayuda a la
nada. Entonces su ángel trajo hasta su puerta a Hada. Blanca y frágil, como la parte
de ella donde él habita. Con sus grandes ojos de esmeralda, sedientos de protección,
de cariño. Esa es su forma de comunicarle su presencia.
Yo, con mi magia, traje hasta ella a Daemon. Negro como mis ropajes. Con
ojos anaranjados y fieros, como los de ella. Con garras ávidas de escarbar hasta el
rincón menos presente. Estuvo a punto de acabar con los ronroneos de Hada, pero
ahora parecen no poder vivir el uno sin el otro. Como si se intuyeran más allá de las
formas y los propósitos. Parecen convivir el uno en el otro, el uno para el otro.
Fuera sigue lloviendo, no presta atención. Hoy parece ser uno de esos días en
que prefiere que nada perturbe su aislamiento. Una de esas veces en que logra
agolpar todo lo que ha sido y todo lo que puede llegar a ser, de forma que nada
encuentra su sitio. Siente su ebullición interior, hasta el límite de la explosión.
Entonces pregunta: ¿Y…?. Sabe que no habrá respuesta, nunca la hay. Pero ya no le
importa. Espera, en la profundidad de su silencio, conseguir la energía que nace del
caos... para poder continuar.
Abre la nota. Permanece allí, de pie. Callada. Sólo la mira. Su latido casi se
apaga, como una llama extinta. Y una única lágrima resbala hasta caer en el hocico
de Daemon que, junto a mí, junto a Hada, junto a su ángel, la observa. Todos deciden
alejarse, menos yo. Yo no puedo. Yo, ahora vivo a través de ella. Me necesita como
yo la necesito. Ahora prefiere no pensar. Pero yo no he podido evitarlo.¡Soy
responsable de lo que sucedió! Le he prometido que nunca volverá a pasar, pero
¿quién se iba a fiar de mí?, siempre en la sombra, el gran tramposo.
Mis recuerdos abocan sus recuerdos. Y ellos trenzan el antiguo lienzo del
dolor. “¡Pero esto es justo!”, le grito. Salgo de su espalda y vuelvo a situarme a su
lado, a su izquierda. “Te lo debía, ¿no te das cuenta? No todo ha sido en vano.” Ella
no me mira. Sé que me ha oído. Y nuevas lágrimas amenazan su garganta. “¿Justo?
¿Que no todo ha sido en vano?” -Nos habla a los dos a pesar de la lejanía que
mantiene su ángel-. “A veces parece que no entendáis nada. Si en realidad
estuvierais aquí... Tal vez comprenderíais.”
Vuelve a su sábana, que ya no es blanca. Toma dos envases de tonos rojo y
negro y los estruja sobre lo ya pintado. Está furiosa. Lo sé porque mi energía, mi
poder, crece, a mi pesar.
En la nota sólo hay dos palabras “Lo siento”. Sí, su ángel ha debido de
intermediar de alguna forma. A los demonios no nos enseñaron a pedir disculpas. O,
quizá haya sido esa “justicia divina” a la que tanto clamaban sus gritos, esa que se
empeña en esperar aunque no la conozca.
Ahora sabe que cuando el dolor arrecia y los fantasmas danzan escapados del
olvido, es mejor no prestar demasiada atención. Ahora sabe que cuando la furia
pretérita emerge en el mosaico del presente es mejor dejarla salir. Contenida en su
propio espacio. Contra nadie, sólo dejarla salir.
Para mí era confuso. Había oído comentar a algunos compañeros que existían
seres humanos que no cedían a la maligna tentación. Pero nunca había encontrado a
ninguno. Antes de ella, ninguno como ella.
Fue por esta acre impotencia a la que no estaba acostumbrado, por lo que urdí
la última trampa. Su deseo, su necesidad mantenían las puertas completamente
abiertas. No importaba si con lo acaecido hasta entonces no había sido suficiente
para consagrar mi victoria. Esta vez sería tan absoluta que nada la podría salvar.
Eran muchas eternidades ejerciendo mi papel. Conocía bien las reglas, no iba a
fallar. Él, su ángel, no podría intervenir. Si yo utilizaba sus más ciegos sueños y los
aunaba a las más temibles de sus pesadillas… Mi obra no sería más que su propia
obra y él debería respetar su decisión, su error.
Siempre venzo… o siempre vencía. Así ha sido durante toda la historia que se
alcanza a recordar. Siempre ha sido fácil, sólo un juego. Además, necesito la
victoria para vivir. Porque yo quiero vivir, ¿o no? Necesito mantener estas tinieblas
que me cobijan, estos cuernos torpemente incrustados en mi memoria, este poder
absoluto que destierra los horrores de Dios. Yo también necesito mi seguridad.
F ue en los días iniciales de estos absurdos hombres... Algunos de los dulces
alados aún se encumbraban, soberbios, en las cimas más altas y sostenían las
estrellas que aún hoy dibujan el firmamento. Más rápido de lo que hubieran podido
imaginar muchos cayeron, otros se perdieron.
Entonces era suficiente un susurro. Ellos, los hombres, aún eran totalmente
conscientes de su libertad. Esa que les permitía, por derecho, experimentar todos los
rostros, todas las posibilidades, todas las capacidades de su ¿divinidad? Sabían que
todo está permitido, elegían bando y se unían al juego. Estaban ávidos de
conocimiento, pero sobre todo estaban ávidos de poder.
Nosotros decidimos traerles pedazos del saber olvidado y les regalamos
retazos de lo que hasta entonces había permanecido lejos de su corto alcance. No nos
detuvimos ante el temor despertado en los de alas blancas. Aún no entiendo por qué,
pero cuanto más se alzaban en gritos de luz ellos, más poder les concedíamos
nosotros. Fue la excusa que dio inicio a esta maldita guerra, esta lid que ya dura más
que la existencia y hoy comienza a aburrirme.
Les contamos cómo fabricar, con los materiales de que disponían, aquellos
instrumentos cortantes, semejantes a nuestras espadas, semejantes a las espadas de
luz que portaban los de las blancas alas. Les enseñamos a nutrirse de la sangre de
sus víctimas y pronto desapareció la piedad. Comenzaron a segar los cuellos de los
que en su desconfianza o en su lucidez, nunca lo sabré, se oponían a los nuevos
descubrimientos. La eterna búsqueda se transformó en eterna lucha. Hombres contra
hombres, ángeles contra ángeles, como aún hoy sigue siendo.
Luego llega la pesadilla que intenta decirme algo. Como si Dios hubiera
existido en alguna forma antes de entonces. Aunque no lo creo, de haber sido así
seguiría existiendo ahora. ¿Dónde se escondió, si no?
Le digo que apenas queda tabaco. Decide bajar a comprar. Al menos esto
continúa igual. Mantenemos la muralla de humo. Encadenada a ella, escondida en
una niebla artificial, parece más fácil esconderse. No se da cuenta, por eso no lo
evita. Aquí aún mantengo el control. Él retoma su expresión dulcemente hierática,
pasiva. Tampoco en esta cuestión puede intervenir. Como en tantas otras.
Tal vez podríamos negociar, entre todos, una tregua. O inventar un final. O
crear algo nuevo, diferente. Qué sé yo…
Necesito que salga de aquí, que vaya a buscar tabaco. Aire contaminado,
urbanidad donde pueda encontrar a otros como yo. Aquí, a pesar de su dolor, hay ya
demasiada paz.
Decide tomar una ducha antes de bajar. Algo rápido. Suficiente para que el
agua, ese líquido omnipresente, arrastre los restos de suciedad invisible. Y así sentir
que todo está en movimiento, continuamente.
No habrá una próxima vez, no como las anteriores. Ya no deseo verla llorar.
Aquel “hombre de tierra” era perfecto. Con su oscuridad, sus demonios, sus
miedos, su silencio imposible, su nostalgia, su tortura contaminante, su destrucción
constante...
Se habían encontrado antes, tal vez en otra vida. Yo no estaba allí entonces.
¡Es tan fácil acercar a los hombres cuando sus corazones guardan memorias que
ellos no pueden alcanzar! Confundirles con un pasado remoto en el que quizá, sólo
quizá, encontraron su felicidad.
Sólo es necesario que se crucen. Parte del trabajo, sin querer, lo hacen los
amados ángeles. Ellos también usan el enigma de los ojos. Aprovechan para
despertar lo que en ocasiones se mantiene dormido. Proponen historias de amor.
Consiguen estallar, por encima de los temores, los deseos. Utilizan la necesidad
ancestral de la búsqueda en la que todos estamos, les hacen creer que así el llanto
cesará. Mientras tanto preferimos no intervenir. Esa soberbia energía que ellos
proporcionan, termina siendo utilizada por nosotros, poco después.
Así comienzan todas las historias de amor. Todas son iguales, aunque sus
finales puedan hacer que parezcan diferentes. Todas las historias de amor son una
sola repetida eternamente.
Para nosotros está bien. Es una de las fórmulas más antiguas y simples de
contaminarlos, de poseerlos. Donde ellos ponen nubes de viento y algodón, nosotros
cimentamos realidades. Por su propio pie terminan descendiendo un escalón,
cargando con uno de tantos grilletes de mortecina inercia que finalmente sólo les
habla de mentiras y dificultad, sólo una porción de la verdad. Siempre es igual.
Siempre ha sido igual, hasta hoy.
Fue sencillo. Ella le encontró o él la encontró. Bastó con que sus ojos se
cruzaran en medio de cualquier lugar. Las puertas ya estaban abiertas, siempre lo
están. Todos ellos necesitan, buscan y eso mantiene las puertas abiertas aún cuando
sus mentes se empeñan en negarlo. Unas sonrisas difuminadas en la mirada, algunos
latidos acelerados por el reencuentro y la expansión del olor, del sabor de sus
deseos. Ya estaba hecho. Lo habían hecho ellos, sus ángeles, pero nosotros sabíamos
que era nuestra obra. Nos ocuparíamos del resto, nada ni nadie podría impedirlo.
Muchas lunas han transformado sus noches desde entonces. Más de cuatro
años. Pero el tiempo no ha conseguido borrar su huella. Y yo que sólo sé amplificar
dolores, me descubro apoyando su intento de olvido. Es inútil. En las profundidades
de lo invisible, permanece lamiéndose las heridas. Las acepta y las cuida, como a
mí. Sabe que mantendremos la unidad, que siempre estaremos ahí.
M ientras “el hombre de tierra” y ella cambiaban sus nombres y
buscaban lugares sin mapas donde explorarse en lo aún no compartido, su demonio,
el de él, y yo, estrechábamos nuestros círculos.
Me contó que lo acompañaba desde hacía más de una vida. Me explicó cómo
tomó casi por completo el control de su alma. Entre carcajadas metálicas me mostró
ese momento. Una existencia como tantas otras. “El hombre de tierra” era de cálida
agua entonces. En aquel tiempo su ángel guardián resplandecía inundándolo todo.
Apenas se alcanzaba a ver a su otro compañero, el que hoy continúa su convivencia.
Un corazón perfectamente limpio, lleno de brillos de diamante virgen. Como un
prado sembrado de amores y bellezas. Y su compañera, igualmente perfecta, ilesa en
el centro de una vida compartida. Batalló mucho. Fue un largo tiempo de estrategias
donde las tempestades de la oscuridad no alcanzaban a dañar la luz. Insistió. Por fin,
consiguió la conquista, apostando por el ángel de la muerte, ese que no es bueno, ni
es malo. Ese de ojos perlados que escribe principios y finales y a nadie deja
indiferente. Él, su demonio, hizo que la tomara a ella. La arrancó súbitamente de su
lado. Ahí, como un regalo, tenía el portal de entrada. Su dolor fue su perdición.
Donde antes los vergeles brotaban con semillas de luminoso amor, ahora la
impotencia transformada en odio arreciaba asolando todo lo que tocaba. Su
desesperación inhumana sólo halló consuelo en el pecho de la más temeraria
negrura. Desde allí se juró, por siempre, no volver a amar.
No importa que él haya olvidado aquel momento, su alma lo perpetuó. El
pacto estaba sellado. Desde entonces nace y muere, una y otra vez, desolando
cualquier principio. Procurando destruir todo lo que huele a amor.
A estas alturas, vida tras vida, lo había experimentado casi todo, sin
deshacerse de su profunda insatisfacción. Sólo le quedaba una cosa, un único reducto
por transformar. Así donde antaño lució la posibilidad de la salvación, se
desplegarían las siniestras alas de la oscuridad que lo arrastrarían hasta la infernal
caverna final. Un pequeño detalle y ya no habría más sucesos dentro de su mundo de
humanidad. Sería uno más entre nosotros, en el mundo fuera de los mundos, en la
vasta inmortalidad. Esta vez y para siempre, tenía que arrancarle esa absurda
añoranza que, desde el último reducto donde sobrevivía su ángel y su luz, le
recordaba que un día amó, que en aquel remoto tiempo, cuando la encontró, cuando
la compartió, sí encontró la satisfacción.
Será beneficioso para los dos. Desde que ocupo mi lugar a su lado, a pesar de
las traiciones y los fracasos, no he logrado demasiado. Tal vez sea aquel pasado
idílico que sobrevive en su inconsciente el que mantiene su sonrisa, el que la lleva
una y otra vez a creer en el amor, el que la hace empeñarse, de una forma tranquila,
en confiar.
Se rescata de nuestros recuerdos, de la nostalgia que la aleja de sí
misma, regresa al presente y sale de la ducha. Se observa en el espejo mientras seca
su piel. Lo hace lentamente, como si se estuviera descubriendo por primera vez. Se
detiene frente al reflejo de sus ojos, observa la asimetría. “¿Qué ojo te pertenece a
ti?” No sé si me habla a mí o a él. “Éste" –dice refiriéndose al derecho– "es más
oscuro. Parece mostrar la antigüedad de lo que soy o de lo que fui. Es más pequeño,
como si quisiera esconderse, al menos en parte…. El izquierdo, sin embargo, se
muestra abiertamente; deja al descubierto las heridas de esta vida. Se presenta
desnudo, casi vulnerable ante lo que aún pueda venir.”
Antes de hoy sólo había visitado un sitio como aquél en una ocasión. De eso
hace mucho tiempo, su madre había muerto y ella era aún una niña.
Está atardeciendo. Las nubes continúan llorando sobre los vivos y sobre los
muertos y hoy impiden que las miradas atentas disfruten del color del sol. La noche
llegará despacio, llegará entera. Ella camina. A cada uno de sus lados, como amigos
fieles o como enemigos atentos, la acompañamos el dulce alado y yo.
Al principio sólo observa. Con la inocencia del que disfruta de algo por
primera vez. Hay algunos árboles, no demasiados, la distancia entre ellos forma
pasadizos amplios, fríos, inertes. Caminos que en algunos recodos se decoran con
flores marchitas. Al fondo paredes huecas que albergaron restos de los que ya no
son.
Aquel espacio vacío no huele a vida, pero tampoco huele a muerte. Se puede
percibir el miedo, como una sombra obesa que se arrastra cargando las creaciones
mentales de los que prefieren no entender.
Podría lanzar mis tentáculos, enredarme con esa oscuridad, amedrentarla. Sin
embargo prefiero no hacer nada. Espero, quiero saber qué va a hacer ella. Sé que ha
notado la densidad. Se para a escuchar. Intuye que es una pesada carga y se
compadece de su sinvivir. La sombra, por su parte, la ignora.
Descubre la estatua de uno de los alados, erguida sobre la tierra muda,
vigilando alguna cosa indescifrable. Lleva una sábana cayendo alrededor de su
cadera y una espada casi más grande que él mismo.
Descubre que los cementerios están hechos para los vivos, no para los
muertos, como habitualmente se pretende. Es un desierto perfecto donde
considerarse misericordioso; una tierra muda en que vomitar las culpas que nunca se
expresaron. Un intermedio para llorar todo lo que no se hizo, todo lo que no se vivió,
todo lo que no se compartió. Un vergel para almacenar los miedos. Una falta de
respeto más: a la muerte calma y sigilosa, cálida, dulce y amarga; y a la vida, sea
como sea.
De repente desea venerar a los muertos, a los suyos, a los de todos. Se vacía
los bolsillos del alma y quiere honrar lo que un día existió en vida y hoy yace en
muerte. Considera que venir hasta aquí ha sido una buena idea. Su corazón parece
aliviarse y un timbal interior le advierte que la creatividad fluye coqueta. Hoy no
desea pintar nada más. Quiere permanecer unos minutos o unas horas aquí, en el
lugar que ha inundado de sus cadáveres pasados, compartiendo con ellos su
momento. Deseando que lo que pudo ser, esté orgulloso de lo que es, de lo que
mañana, sea como sea, será.
Cuando se pone en pie está empapada. Su ángel brilla más de lo habitual, sin
embargo yo no he perdido ni un milímetro de mi espacio. Es extraño. Ha pasado
algo, aunque no sepa qué. Ella parece flotar. Sus pies se deslizan sin apenas
descansar en el suelo. Y los que siempre la acompañamos, observamos desde su
espalda. Entre nosotros la distancia parece haber desaparecido. Al principio me
incomoda. Pronto comienzo a sentir un calor que no conocía o no recordaba. Una
calidez que parece segura, pero me asusta. Intento alejarme, compruebo que no
puedo.
Nos cruzamos con una vieja beata que se esconde bajo un paraguas tan añoso
como ella. Nos escudriña con sus ojos pequeños. Envidia la juventud de ella, cree
que está sufriendo y, se alegra. Veo a su demonio, sostiene tranquilo su corazón y su
estómago entre sus garras. Hace tiempo que ganó. Él también me ve. Mi visión le
repugna. Me desaprueba. De nuevo intento huir de este calor, de nuevo no consigo
hacerlo.
Va a ser una noche tranquila. Entre nosotros, los de siempre, los que
permanecemos pase lo que pase. Un lapso de oscuridad sin luna, sin rostro. Un
tiempo de finales y de tranquilos silencios.
P asado mañana inaugura su nueva exposición. Le encanta crear, sobre
todo le gusta poder vivir creando. Sin tener que ocupar su tiempo en cosas que otros
hacen mejor que ella y que a ella, lentamente, sin que casi nadie lo advirtiese, la
irían aniquilando. No tener que venderse, al menos no hasta el punto de renunciar a
su tiempo, a su espacio... mientras olvida sus dones y sepulta sus capacidades. Ser
simplemente lo que es.
Cada día considera que fue la mejor decisión de su vida. Arriesgarse a no ser
nadie, pero a cambio, en medio de las dificultades, hacer sólo lo que quería. Fue una
gran victoria de su bien amado ángel de luz. Me llevaba ventaja. Había sembrado las
semillas del valor en su corazón antes de que yo me diera cuenta. Tal vez había
enraizado en alguna existencia anterior. Sea como sea, su valor cerró unas de las
opciones más manidas de las que solemos disponer: la desidia y la frustración.
En esta nueva sociedad, como ellos la llaman, todo tiene que ocupar un lugar
preestablecido que a menudo les queda grande o pequeño.
Ya he dicho que a este respecto me rendí. No voy a utilizar sus dudas para
contaminar su proyección, su energía, su futuro. No voy a esconderme en una idea
absurda hasta que llegue a paralizarla un terror absurdo.
Curioso, que en esta nueva hornada de creación, aparezcan, sobre todo los
colores claros, al contrario que en su obra anterior. Puede que yo, sin querer, haya
buscado el contraste con mis sombras.
Hoy va a ir a revisar que todo esté listo. Ya lo hizo y lo volverá a hacer. Ella
no suele dejar su poder en manos de otros. A pesar del agotamiento que esto, a
menudo, supone. En su pasado se guardan errores de este tipo y no los quiere repetir.
Todo está preparado, pero no es suficiente. Los detalles descuidados pueden
resultar nefastos. Ella lo sabe. Es precisamente en los detalles de los otros, de la
vida, donde ella encuentra sus mejores formas de reconfortarse, de descubrir, de
disfrutar. Son esas pequeñas cosas que convierten lo cotidiano en inolvidable o, por
el contrario, desbaratan los mayores sueños. Los detalles son el abono de mi
oscuridad, el mantillo de su luz. Todo eso a lo que no se le suele dar importancia.
Siempre presentes, por su existencia o por su ausencia. Todos nosotros, los
invisibles, somos expertos en detalles. En ellos se guarda la magia de la sutileza, el
mayor poder.
Se vacía una y otra vez... lo intenta. Presiente que por siempre, como antes de
que él estuviera, permanecerá en su estómago, en su corazón. Pero se empeña en
sacar todo lo que puede. Quisiera desterrarlo. Y en vanos intentos, antes de
arrodillarse rendida ante su alma masacrada, le crea de formas diferentes, fuera de
ella. Le vomita una y otra vez, pero continúa, irremediablemente, llena de él.
Antes de salir del apartamento, contempla las flores. Uno de esos momentos
eternamente inmensos en que todo cabe. Percibe la presión de su vientre contraído.
La pena de no poder disfrutar con él su última creación, su vida.
Busca fuerzas y sonrisas en los rincones que quedan por mirar para aparecer
en la escena del nuevo día.
Mientras desciende por las escaleras, la duda baja junto a ella. Su furia
contenida trae hasta el presente el último día. El último intento desesperado de amor.
La cima de momentos de desaliento en que las palabras habían ido desapareciendo
más rápido de lo que parecía posible. La culminación de una muerte anunciada,
donde nada se podría mantener entero. Donde las miradas ya no se encontraban y los
besos desaparecían devorados por el horror. La cúspide del desamor que no quería
ver, que esperaba que desapareciera, como las pesadillas, al despertar. Recuerda la
mirada desconocida, la fría agresividad penetrando su cuerpo, la distancia, el vacío.
Se marchó antes de que ella se hubiera incorporado. Tras el portazo se cerraron, al
unísono, todas las puertas. Ella esperó, con toda la fuerza de que era capaz, con la
misma con la que había llegado hasta allí, que no fuera cierto. Mientras yo, tan
rápido como podía, le desvelaba un nuevo pedazo de la realidad. La culminación de
mi gran obra fue guiarla, apenas una semana después, para que lo viera, con otra.
Pasaron meses hasta que, en las cenizas de ella misma, se rindió. Sus lágrimas
cesaron, sus gritos también. Si bien el dolor no desapareció. Dejó de pedir, dejo de
buscar, dejó de intentar comprender. Se entregó a una claudicación absoluta y
desconocida, por mí y por ella. Aceptó, como pudo, seguir amándole, ya no iba a
luchar.
Poco a poco empezó a hablarme. No sabía muy bien cómo hacerlo, pero no le
importaba. Intuía que el lenguaje que ocasionalmente había dedicado a su ángel de
luz no iba a servir conmigo. Probó con palabras más duras de las que acostumbraba,
pensando que tal vez eran más similares a mi propio código. Ante mi abstención me
interrogó. Volvió al silencio. Me invitó a compartir mil formas cotidianas de vida y
otras tantas que intentaban ser nuevas. Y continuó en su intento de comunicación,
haciendo caso omiso a mi desdén.
A veces, también yo, tengo miedo. Temo que cualquier día se vuelva a olvidar
de mí. Temo que sus ojos de ámbar dejen de buscarme.
Cuando absurdos como éste rondan mi existencia, el otro me dedica una de sus
sonrisas de pastel y estira su brazo hacia mí. Yo extiendo mis alas negras mientras
mi mirada de amatista desafía sus ojos de cristal y él retorna a su lugar.
Ellos, los humanos, pierden sucesivamente la consciencia de sus
existencias. Eso siempre ha facilitado nuestra labor. Por el contrario, la misma
realidad, resulta contraria a los de la luz, que se empeñan en el esfuerzo inútil de
ayudarles a reconocer lo que fueron, lo que aprendieron... Ellos creen que de tener
las memorias intactas, nada de esto estaría sucediendo. Yo no lo sé. Las cosas son
como son, nada más.
A veces yo tampoco recuerdo por qué estoy aquí. En las horas de mayor
oscuridad, desconozco cómo llegué a pertenecer a este “bando”. En mis lágrimas se
esconden también algunos retazos de olvido. Ni siquiera comprendo por qué he de
hacer lo que, hasta donde alcanzan mis memorias, he hecho. Hacer lo mismo de
siempre, en distintas formas, pero lo mismo una y otra vez.
No sé si ellos, los de las alas blancas, saben por qué están ahí. Nunca
hablamos de esas cosas. Pero, en ocasiones, me pregunto por qué. Procuro no darle
demasiado tiempo o demasiado espacio a estos lamentos, a estas cuestiones. Aunque
cuando escapan desde mi interior, dudo si al principio o antes del mismo, no éramos
todos iguales, no éramos todos lo mismo.
Vivo, como si fuera la primera vez, el inicio. Cuando todo estalló. Las luces
sobre las sombras repartiéndose en cualquier dirección. Un zumbido diluyéndose en
las primeras lágrimas y la búsqueda de lo que parecía perdido. Los gritos, los
mismos que siguen clamando en el interior de cada cosa, de cada forma de vida. El
desamparo y la desolación de la creación, idéntica a la destrucción. Finalmente la
infinita distancia, y después, cada vez más, amnesia y una amarga pena.
Muchos antes de ella lo veneraron a éste y a otros muchos de los que hoy no
existe constancia. Con distintos sonidos y en distintas formas, adoraron su luz,
temerosos de la oscuridad. Todos creyeron que esa luz era la que les daba la vida o
su posibilidad. Sin embargo, se lanzaban conscientes o inconscientes, hacia los
territorios de las tinieblas. Y de una u otra manera buscaban formas de muerte, casi
siempre en nombre de su opuesto. Una de las muchas incoherencias que se repite
civilización, tras civilización. Piden brillos y construyen eclipses. Quieren vida y se
empeñan en suicidios menores, hasta que nada de ellos se puede salvar. Supongo
que, en realidad, somos parecidos a ellos.
Sí, creo que antes del principio todos éramos lo mismo. Tal vez, al final, sea
igual.
Ella aprovecha estos rayos de luz dorada para contagiarse de vida y recuperar
su alegría. Decide dedicarse un momento para respirar, para llenarse de un aliento
que cree que pertenece al Universo y considera sagrado. Escucha el silencio
escondido en el bullicio de la ciudad, se encuentra mejor. Contempla con ojos de
niña recién despertada los hilos dorados que lo unen todo, incluso a nosotros, los
que olvidamos la luz; y sonríe. Se asegura a sí misma que va a ser un buen día, como
si necesitara recordárselo o confirmarlo por encima de los temores que acechan en
las sombras del pasado, del futuro.
Detiene su mirada sobre una niña de unos once años, ella también pasea sus
ojos posándolos en unos y otros, llena de preguntas. Se le adivina el deseo de crecer,
de experimentar y ella siente ternura. Apenas se recuerda a esa edad, pero sabe que
aún le queda mucho por vivir. ¡Han pasado tantas cosas desde entonces! Como si
poseyera un poder superior toma su ternura y bendice mentalmente a la niña. Quiere
desearle un futuro feliz. Desearía que su bendición la salvara del dolor. Y con toda
su fe, la bendice. Cuando la niña la mira y le devuelve una sonrisa ella quiere creer
que ha funcionado. Y busca alguien más a quien bendecir. Al otro lado del vagón hay
una mujer con ojos grises y el rostro macerado en arrugas de años de dolor. Tiene
una muleta y el cuerpo hinchado, aún así ella encuentra su belleza. Ahora piensa en
todo lo que aún le queda a ella por vivir, por descubrir, por experimentar. Se siente
joven y vieja a la vez; en medio de cualquier lugar y de ninguna parte al mismo
tiempo. Admira sus ojos, a pesar del resto de la visión, en la profundidad de esos
ojos de cielo cerrado aún se guarda un lugar para el amor. Siente deseos de
acercarse a ella, de charlar, de abrazarla… Pero no lo hace. Continúa en su lugar a
distancia y siente alegría por poder descubrir la belleza en los demás. También la
bendice, con ese poder ficticio que ella desea tener, con esa magia que pretende
regalarle a alguien más la serenidad de Dios.
Sigue su paseo de árboles pensando que así no se puede ser feliz. En los ojos
de la otra ha visto la clara insatisfacción. Aunque esto no la consuela, porque ella
tampoco se siente feliz.
En ocasiones nos mantenemos junto a una misma alma, creciendo con ella a lo
largo de sus distintas historias y existencias. Estos son los episodios más
entretenidos. Saltamos de un espacio temporal a otro, de una vida a otra, de una
civilización a otra, definiendo, por encima de lo que su alma selecciona para su
evolución, sus pasos, sus caídas. Conocemos el fondo de su propósito, guardamos
los archivos de sus experiencias, de sus errores, de sus derrotas. Descubrimos sus
más secretas debilidades. Sabemos cuántas veces y cómo han renegado, han vendido
su esencia, han cedido sus sueños. Y nos mantenemos, a nuestra forma, fieles, a su
lado, reconstruyendo una historia que se repite hasta la saciedad. Una reiteración
agotadora que les confunde y les arroja, más temprano que tarde, a nuestros brazos,
oscuros redentores. Cuando lo logramos, ellos pasan a engrosar nuestras huestes y
buscamos una nueva presa, alguna más compleja, un botín superior.
Supongo que los del otro lado funcionan de forma similar. Ambos pugnamos
por hacer nuestro espacio mayor. Ambos vivimos con el propósito de la victoria.
Cada uno tiene sus métodos, pero el objetivo es el mismo, probablemente sólo nos
diferenciamos en el tono de los colores, en el brillo de las alas.
La oigo hablar con el otro, con el dulce alado. A unos metros ha hallado a
alguien que no recuerda pero que sabe conocido. Siente una alegría antigua, como si
de un reencuentro largamente esperado se tratara.
Había oído hablar de seres como él. Humanos que habían pasado a pertenecer
a las huestes blancas, enteramente. Era una leyenda que algunos propagaban, casi de
una forma irónica, en cualquier caso con poca credibilidad. Un mito que tomábamos,
más como un sueño de los de la luz, que como una realidad.
¿Por qué no hay ningún demonio con él, ningún resto de sombra, de tinieblas?
Es en casos como éste, en los que los más poderosos persiguen y acosan con mayor
fuerza, con mayor esmero. ¿Dónde están?
Ella sabe que llevar un nuevo cuadro a última hora no es lo más adecuado.
Prevé la posibilidad de una mala reacción. Y no desea explicar los motivos. Se
acuerda de la anterior directora. Su amiga. Su cómplice.
Se conocieron por “casualidad”. Por uno de esos cruces que propician los
luminosos alados. Ella había apostado por su propia creación y estaba dudando si
había tomado la decisión correcta. Todo se había ido derrumbando con el tiempo y
las trampas y ya no tenía nada que perder, ni nada a lo que recurrir. Había llegado a
ese momento en que el cúmulo de fracasos la empujaba hacia la vida que yo
controlo: la del servilismo a la mentira, la de la presión, la del abandono del
corazón. Pero su ángel a través de aquella “casualidad” me la arrebató. Fue el
triunfo del dulce alado en una batalla, pero la guerra continuaba, supongo que
todavía continúa.
A ella no tendría que haberle dado ningún tipo de explicación. Con ella no
habría habido ningún problema. Habría sabido, al verla, al contemplar el cuadro, a
qué venía. Pero ya no estaba, hacía poco más de dos años que ella ya no estaba, la
muerte se la había llevado.
Ella, con sus compartires abiertos, con su expresión espontánea, había llegado
demasiado tarde. Cuando se cruzaron sus caminos, los intentos de transformación no
fueron suficientes. Aquél cáncer había ganado la batalla hacía mucho tiempo.
Una tarde de cielos rojos, como tantas otras que sirven a la meditación de la
divinidad añorada, partió. Ella permaneció a su lado hasta que su aliento se
extinguió. Donde antes habitó un espíritu compañero, sólo quedó un cuerpo vacío, el
adiós.
No fue al cementerio. Había vivido lo que tenía que vivir. Arrastrar la pena
junto a un cuerpo frío y desconocido, carecía de sentido. Saber aceptar el final,
saber marcharse, permitir que se marchen, es tan importante...
A pesar de eso, aún la echaba de menos. Pero tenía que vivir en la realidad y
ésta le repetía que ahora las cosas eran diferentes. Le recordaba su soledad.
La nueva directora, que ha heredado a esta pintora como muchos otros logros
de la antigua, conoce la estrecha relación que mantenía con su antecesora, esto junto
a sus méritos artísticos, la habían convertido en la mimada de la galería. Pero no le
afecta, lo único que le interesa es la comisión que con toda probabilidad le
reportará. Sin embargo no está dispuesta a ceder con lo del nuevo cuadro, aunque los
argumentos que le da para colocar la obra a última hora puedan ser convincentes, no
quiere seguir el juego de ningún autor, probablemente por envidia.
Satisfecha del resultado, tras haber revisado los detalles, se dispone a volver
a casa. Será perfecto estar a solas: ella, Hada, Daemon, él y yo. Regalarse unos
momentos para respirar antes de recibir a todos los que pretenden entender algo que
no conocen, a los que buscan en caminos erróneos lo que no encuentran en su
interior, y a unos pocos que en su silencio sí procuran disfrutar. Darse un tiempo
para mecerse entre armonías sonoras que la protegen del ruido interior y exterior.
Él fija sus ojos en los ojos de ella y ella, aunque intenta no pensar, siente un
vuelco en el estómago o en el corazón. Ese vuelco tan peculiar que anuncia un
peligro o un gozo cercano; esa sensación que, en su caso, siempre ha antecedido a lo
que ella llama amor. Durante un momento busca cualquier excusa válida para huir: se
fija en su indumentaria, demasiado formal para su gusto. Decide no darle ninguna
importancia. Total, sólo ha sido un cruce de miradas con un desconocido. Seguro que
han sido los nervios, tal vez de la soledad, nada más.
Me fijo en los colores de él, son similares a los que ella emana últimamente.
Su tenebroso acompañante, a pesar de su lamentable estado, intenta impedir
cualquier movimiento. Parece que tema una aproximación.
Él, sin dejar de mirarla, está a punto de pronunciar su nombre y robarle unos
minutos o todo el tiempo antes de que, por la tarde, se convierta en inaccesible. Pero
ha vencido el miedo o la vergüenza, en definitiva ha vencido mi aliado, ha logrado
frenar su intento.
No sé qué sucede, no me encuentro bien. Parece que las tripas que no tengo se
hubieran revuelto. No recuerdo haber sentido nada parecido. El otro me observa.
¿Qué le pasa?, ¿qué quiere?, sonríe, como siempre y aprovecha este soplo de quietud
para estrecharla fuerte y amorosamente. Sabe que ella lo siente. Percibe sus alas
blancas amándola de una forma que no conoce en su plano. Ella lo agradece. A veces
se lo pide, pero él no siempre le responde. No siempre es adecuado. Jamás les
entenderé.
Desearía descubrir una caricia como esa, como la que desde la distancia de la
que dispongo, contemplo. Sé que no es posible, que es absurdo, ha sido sólo una
tontería. Pero él me ha escuchado y vuelve su mirada de cristal hacia mí. Parece que
desea ofrecerme algo, aunque él también sabe que no es posible. Debemos ser lo que
somos, y en mi realidad no hay lugar para alguien como él.
Recuerda el primer beso. El beso perfecto que abría todas las puertas
desconocidas y permitía la unión, la fusión de dos almas que en esencia eran sólo
una. La dulzura que dibujaba la danza sagrada y eterna que existió antes del
principio. El beso que era milagro. La fuerza absoluta que le confirmaba más allá de
cualquier posibilidad que existía el amor.
Su demonio lo tenía todo bien medido. Fue él quien actuó, el que ganó. Fue
ella la que perdió.
Nuevas presas, había prisa y el deber de realizar bien el trabajo sin pensar en
nada más.
De eso hace mucho; hoy temo, con ese temor indefinido que todo abarca. Y de
nuevo me siento cansado.
Ha comido poco, algo muy ligero. Como siempre su estómago claudica ante los
nervios. Su mente se acelera en mezcolanzas que no llega a escuchar. Y los refugios
parecen pequeños, una vez más.
Está encendiendo más velas, quiere tomar un baño de agua, flores y paz. Desea
que el tiempo se pare o pase más veloz. Aún la acompaña la tensión, esa que cree
que nace ante la inauguración pero es difícil de colocar porque carece de nombre
propio y no termina de definirse en su realidad.
Esta tarde, como tantas otras ocasiones, se me presenta una nueva y manida
oportunidad. Podría utilizar los halagos y las críticas de todos los que por allí
pasarán. Ambas repercuten con suma facilidad en el ego de los hombres. Les cuesta
tanto mantener el equilibrio, sostenerse en la indiferencia de las lisonjas tan falsas y
pasajeras como de los nefastos juicios.
Con las apreciaciones negativas se puede crear un eco repetido en sus mentes
que daña la parte más superficial de su corazón, que mina su ego enfureciéndolo.
Desde aquí, se abren, dependiendo de cada cual, un sinfín de vías que les arrastran
hacia la propia descalificación, hacia el propio desamor, hacia la frustración, hacia
la apariencia de fracaso, hacia la autodestrucción. También, en algunos, se abren las
puertas del odio hacia los otros. ¡Es tan sencillo!
Pero yo no deseo entramparla más, por muy sencillo que sea. Me gustan sus
tiempos de tranquilidad, sus silencios compartidos con nosotros. Me gusta su mirada
de atardecer buscando bellezas… Siento una punzada, un nuevo dolor en mi pecho,
no debo olvidar cuál es mi labor.
Ella no quiere hacerse preguntas, no desea buscar hasta comprobar con que
tiene que ver esa intuición.
Mientras ella dibuja sus ojos de colores terrosos y adereza sus labios con un
brillo intocable, el alado parece estar puliendo su aureola y almidonando sus alas
blancas. Yo extiendo las mías y muevo mi cabeza, mi cabello negro, largo,
enmarañado. Me invento una porción de aire que no puedo respirar y me estiro,
procurando ocupar perfectamente mi espacio, que se difumina cada vez más.
Se ha vestido con gasas celestes. Un vestido que cubre sus tobillos y permite
adivinar un cuerpo de mujer desocupado, frágil.
Repasa que todo en ella esté en orden y continúa su conversación con los gatos
que, atentos, la observan. Todo está listo, no puede hacer nada más. Sólo respirar,
caminar, hacia un nuevo momento.
Sale en busca de un taxi. No desea la tensión del tráfico, ni quiere, esta vez,
mezclarse con los que vagabundean por la vida, por el metro. Llegará, no demasiado
temprano. No le apetece tener que pasar mucho tiempo esperando, con la directora, o
sola.
Intenta que el deseo de que todo salga bien no la arrastre hacia un entusiasmo
desmedido. Debe aparecer tranquila, pausada. No quiere albergar expectativas,
aunque éstas se le hayan colado ya en el estómago. Y en medio de todo esto,
agradece, la oportunidad de hacer lo que desea, de existir viviendo su sueño. No
importa que haya muchos restos de otros anhelos incumplidos sepultados en el
cementerio y en la memoria. Ni que muchos otros se mantengan exhaustos, en el
límite, antes de manifestar sólo frustración. Ni que los días no sean perfectos y la
soledad acompañe sus penas. Ni siquiera no entrever lo que pasará mañana, ni en el
minuto siguiente. Ella piensa en lo que tiene, en lo que le es dado, en lo que consigue
robarle al paraíso que se esconde detrás del infierno, en su realidad. Y agradece la
posibilidad que todos tienen y muy pocos descubren.
Así va tomando fuerzas, encuentra una luz cálida y muy particular que
comienza, de modo natural a iluminar sus pasos. Pensar en el futuro carece de lógica,
sólo existe el presente y en él se permite el propio reconocimiento. Hoy lo ha
logrado. Ahora, en este preciso momento, lo ha conseguido. Eso basta para ser feliz.
Se regala este breve instante de gloria observando uno de tantos cuadros que
son restos del “hombre de tierra”. Su sonrisa aleja la cercanía de las lágrimas. Se
deja caer en este extraño momento en que la sorpresa se renueva y la ilusión se le
escapa. Se abraza desde dentro y se siente orgullosa de sí misma, con una ternura
infinita que deja patente su vulnerabilidad y… al mismo tiempo su fuerza. Y piensa
que todo está bien. Por encima de los desastres, de los dolores, de los temores... No
importa que la tristeza, tan antigua como la soledad, tan certera como la vida,
convivan en ella. Todo está bien.
Las puntas de sus alas están grisáceas, no le percibo demasiado poder. Me doy
cuenta de que el dulce alado, también contempla con su deliciosa sonrisa al ángel
blanco del otro. No había reparado en él. Es más luminoso de lo habitual y parece
estar llevando su atención hacia ella.
No me fío de ellos. Nunca lo hice. Los ángeles de la luz no son de fiar. Van
predicando maravillas irreales hasta que convencen a sus “protegidos” y luego, dan
un paso atrás, los ponen a prueba, examinan su fe, su capacidad, su valor… Hasta
que los patéticos humanos caen agotados y doloridos y los buscan esperando una
explicación, entonces ellos no parecen estar dispuestos, en silencio se limitan a
contemplar. A veces, también a ellos, recogidos en sus blancas alas, les he visto
llorar.
Se excusan en el libre albedrío, dicen que no pueden hacer por los hombres lo
que éstos no hagan por sí mismos, dicen, dicen... nada de eso es real.
El susurro se acerca. Me saca de mis propios pensamientos. Parece una
petición de ayuda. Es inusual, pero me mantengo alerta.
La sala está llena. Ella está tranquila y orgullosa. Parece que la exposición va
a ser un éxito. Sonrío. Ha encontrado otra de las claves. Permitirse el propio
reconocimiento cuando una obra, sea cual sea, se concluye. Darse la complacencia
del triunfo, de la labor bien hecha. Cuando esto se hace con honestidad, el ego y las
carencias que nos permiten entrada en las pesadillas cotidianas, guardan un inusual
equilibrio. Así pueden mantener las puertas cerradas a la tenebrosa necesidad de
demostrar, de demostrarse, en la que se empeñan con un esfuerzo tan sobrehumano
como inútil. Finalmente se sienten incapaces de escapar de sus propias trampas.
Su obra se está vendiendo bien, mejor incluso de lo que ella había esperado.
Más y más gente se acerca para saludarla y felicitarla o para preguntarle que quiso
decir en tal o cual cuadro. Ella mantiene la sonrisa sincera, aunque a veces se
aburra.
Ha vuelto a sentir el susurro, como una petición de ayuda. A diferencia de mí, ha
preferido obviarlo. Así es mejor, yo me encargaré. No importa que aquí, ahora, tenga
demasiadas cosas que controlar. Una de las ventajas de existir independientemente
del tiempo y del espacio es esa, no importa cuántas cosas, todas pueden ser
atendidas en el mismo instante. Aunque, en este momento, el hombre de esta mañana,
el que ahora viste con traje gris de cuello Mao y el insistente susurro, sean mi
prioridad.
Mi instinto me hace mirar hacia la puerta, es tan claro, tan preciso que no
puedo evitar que ella lo perciba. Lo he reconocido demasiado tarde, parece que no
esté en forma. No lo he hecho bien. Debería haberlo intuido, haberla advertido de la
posibilidad de que él apareciese. Ahora los lamentos están de más, y sólo me
pregunto: ¡¿Qué hace él aquí?!
Enfadado me fijo en sus demonios y en sus ángeles, sus partes humanas, sus
partes divinas… Ambos caminan despacio hacia nosotros y en sus zonas mentales
puedo leer claramente sus miedos luchando contra los deseos y los amores que
burbujean en sus zonas emocionales. Sus esferas vibrando en angustia en uno, en
exaltación en el otro.
Enojado, aún sin tener derecho a estarlo, afirmo mi mirada en el demonio del
“hombre de tierra”. Veo que aún mantiene su corazón estrangulado en su puño. A
pesar de ello, en sus ojos descubro temor. “¡Aléjala!”, me ordena. Aunque no deseo
verla llorar, no voy a obedecerle. No me fío de él.
Ahora, entre ellos, sólo hay un breve espacio ocupado de aire. Lo demás fue
vencido, hace tiempo, en los momentos de amor y encuentro. Cuando dos almas que
han sido una, cuando dos corazones que se han añorado en cada momento, se
encuentran, ya nada es igual. No importa lo que puedan o podamos destrozar, cuando
la distancia que los separa es andada, la unidad permanece, de nuevo, a pesar de la
aparente lejanía. El silencio, el infinito silencio que permite la caricia de sus ojos,
también les une.
Ella desea abrazarlo, olvidar todo y amarlo, derramar sobre cada parte de él
todo ese amor que sigue llenándole el pecho. Quisiera que la esperanza fluyera libre
por sus venas. Decirle que todo está bien y descansar en su abrazo. Que esa soledad
antigua del alma desapareciera en sus besos. Pero el corazón está ajado, nada de lo
que hizo sirvió, las heridas continúan manando sangre. El amor inmortal se deviene
mortal y las sombras la arrastran hasta una realidad de terror que no la dejan confiar.
Ahora no.
Sé que debo controlar mi ira. Las luchas entre demonios son las peores que
viven los seres humanos. Olvidan lo que son, lo que desean, olvidan los límites que
no deben traspasar. Se convierten más que nunca en marionetas de nuestra oscuridad,
que no es otra que su propia oscuridad. Todo el veneno que fluye por nuestro interior
es escupido de distintas formas sobre el otro. Las palabras, con todo su poder, son
más duras que nunca.
En nuestras disputas, ellos son los que más pierden, los que realmente sufren.
Todo lo que sin esa energía demoníaca sería inconfesable, incluso inexistente, toma
forma y es lanzado en una maraña que nunca da vencedores, sólo vencidos.
Si estuviera sola, si estuviera en otro lugar, ella podría jugar, como hace a
veces, a observar la escena como si fuera sólo un espectador neutral. Iría dando paso
uno a uno a cada personaje. Sin importar lo inverosímiles o lo amargos que puedan
parecer. Con paciencia les haría entender que los iba a escuchar a todos, siempre y
cuando hablasen de uno en uno y mantuvieran, por encima de todo, el respeto al resto
de sus compañeros. Ella sabía que al hacerlo, muchas de esas voces abandonarían
rápidamente el forcejeo, incluso el escenario. Otros, los que se quedaran,
encontrarían calma al poder expresarse libremente, al sentirse escuchados. En el
fondo es lo único que quieren, un poco de atención. Después, ellos mismos, aún a
regañadientes, encontrarían un punto intermedio, una decisión neutra donde
descansar.
Pero no está sola, no está en casa. No tiene tiempo de escuchar. No puede irse,
salir corriendo. Se pregunta por qué, por qué ahora, por qué así. Intenta, con toda su
fuerza, acallar la ilusión, desintegrar los restos de amor. Ahora no puede hacer más.
Temiendo que sus ojos se vuelvan a encontrar, comienza a mirar a los que llenan la
sala de exposiciones. Pequeños grupos que charlan con copas en la mano, otros
contemplan los lienzos, sus últimas creaciones. Nadie llama su atención.
Busca en las fotografías mentales que ha hecho durante la velada, pero ahora
no hay claridad. Ahora sólo siente angustia, temor, amor y dolor.
Hoy, también yo, deseo volver a casa. Aunque no sea una morada real,
aunque sea sólo un hogar temporal, cuatro paredes simulando un refugio tranquilo.
Ella no lo sabe pero, poco a poco, me ha ido enseñando a descansar. Con su silencio
decorando los instantes. Con su calma buscando el abrigo perdido en el momento
primero. Ella sin querer ilumina mi penumbra y me empuja al olvido de mi deber. Al
alivio de mi pena. No importa que no sea posible.
No quiero que se me escapen las preguntas, las que siempre existieron bajo
los ojos siniestros, las que nunca hallaron respuestas. No deseo más, ni tan siquiera
quiero ser. Sólo un poco de paz, tal vez un abrazo. Parece que me esté contaminando.
Mis palabras me recuerdan a ella.
Los tres nos alegramos. La noche y, desde su centro, la luna nos acompañarán
en el trayecto, en el camino de huida hacia el hogar.
Busca, una vez más, algún objeto en que centrar su atención. Alguna cosa
donde concentrar sus pensamientos. La salvación ficticia que la aleje de él.
Yo, mientras tanto, busco mi propia calma. Observo algunos transeúntes
desahuciados. La carne oscurecida, pudriéndose, es sólo un reflejo de la muerte de
sus corazones. Algunos llegan allí apostando por una libertad que no saben que
poseen. Ese concepto que termina convertido en una utopía que su sociedad parece
no permitirles. Pronto acaban siendo presas de sus propias obsesiones. No importa
cuáles, la mayoría no son más que una excusa incierta, un engrandecimiento de la
tremenda confusión de la que no saben cómo escapar.
¡Son tantas las formas que hemos tenido y tenemos de llegar a ellos! Algunas
tan claras y directas que aún me sorprende que les pasen desapercibidas; otras
sutiles, como caricias tenebrosas de las que no se pueden librar, ni siquiera lo
intentan.
¿Cómo los verán sus ángeles?, ¿qué les mantiene tan fielmente a su lado?
Después de tantos siglos de horror sigo sin comprender. Todo parece ser una y
otra vez igual. La única diferencia es mi cansancio que crece sin cesar. Seguro que
es temporal.
Hemos llegado a casa. Fuera del taxi mira hacia el cielo. Busca la
luna. Alza los brazos desnudos hacia ella. Quiere gritar. Recuerda esas antiguas
tradiciones que ven en la luminaria el rostro de la Diosa, y quiere llorar. Se olvida
de nosotros. Se pregunta si alguien la observa desde algún lugar más allá del mundo
que conoce. Se pregunta si alguien la ama. Si alguien la ha amado alguna vez.
Piensa en las distintas leyendas que hablan de una Diosa que es a la vez luz y
oscuridad, constructora y destructora. Ella da la vida a su amante y ella misma lo
aniquila antes de llorar su pérdida. De repente todo le parece absurdo, ella misma se
resulta ¡tan absurda! Quiere gritar, pero sólo murmura, con los ojos abiertos, con los
brazos abiertos, con el corazón entumecido: “¡Puta Diosa!…”
Sube las escaleras con ese eco, imposible de callar, redondeando su mente:
“No es justo, no es justo…” Hoy, ni siquiera dentro de su refugio, encuentra fuerzas
para llorar.
Y yo me doy cuenta, por vez primera, que el dolor puede ser igual de fuerte
aunque no se derramen los océanos. Si al menos la supiera abrazar...
Como una segunda mente que viviera fuera de su control, una vocecilla
asustada, dentro de su cabeza pide ayuda. No necesita que ella preste atención, repite
una y otra vez una oración de clemencia, por si alguien pudiera escuchar.
Decide que es suficiente por hoy. Quiere acabar el día, cuanto antes. Se
desnuda, cubre el suelo con su vestido y se esconde en la cama. Sólo quiere dormir.
El alado está atento, besa su frente. Introduce nuevos sueños que seguramente
no podrá recordar. Puedo observar las imágenes. Sus pulmones se han calmado, sus
colores también. Hay un hombre de ojos de selva. Parece que le ofrece seguridad,
tranquilidad, el reposo soñado. Se acerca a ella apenas buscando nada. Sólo ofrece,
lo que es, todo. Se muestra entero, abierto... Y su corazón, el de ella, se siente bien.
Sé que ya le hemos visto, pero no puedo ubicar quién es. En sus formas
incorpóreas, cuando pasean en sus otras realidades, fuera de su limitado y maltrecho
cuerpo, algunos son tan luminosos que me resulta difícil reconocerlos.
Se estira, acopla su parte más física entre sus cuerpos sutiles. Y nos da los
buenos días.
Hoy no hay nada previsto. Será uno de esos días que pocos tienen, que pocos
saben utilizar. Una sucesión de horas en que la libertad para no hacer nada está
presente. Una acumulación de minutos en que poder descansar, disfrutar,
contemplar… Un día en que la vida puede acercarse como una caricia vaga o puede
enardecerse con el deseo de sorprender. Uno de esos días que ella adora y se puede
regalar hasta saciarse.
El sol parece estar de fiesta. Hace tiempo que se despertó en este lado del
mundo. Dorado, plácido; calienta, sin hervir, a todos los que respiran.
Un pájaro negro, similar a los cuervos pero de tamaño reducido, ha parado sus
alas y reposa un momento en la barandilla. Ella sube la mirada hasta los negros ojos.
No quiere moverse, no quiere asustarlo con su brusquedad. Quiere que pueda
descansar el tiempo que necesite. Mientras, ella, sólo observará.
Me gustaría reposar lo que sé, o lo que creo saber, en sus ojos de miel
reciente y atardecer. Contarle los tiempos pasados al oído, para que ella también
conozca las reglas, o para vaciarme de vértigos obsoletos. Me gustaría lo imposible.
Continúo mi drama de observación momentánea, mientras estoy siendo, aunque no
sepa qué.
Suena el teléfono. El ave negra alza el vuelo. Sus pensamientos
descienden, aterrizan en el lugar ocupado por la realidad.
La voz que llega hasta ella, lo hace trayendo alegría. Hace un año que no los
ve. Desde que decidieron marcharse. Son dos de sus mejores amigos. Lo siguen
siendo por encima de los kilómetros que separan sus hogares. Acaban de llegar. Esta
tarde compartirán mil abrazos, mil palabras. Juntos podrán difuminar algunos
pedazos de soledad.
Cuando cuelga el auricular todo parece haberse iluminado por esa sencilla
ilusión del reencuentro. Una vez más reafirma que la vida está llena de pequeñas
cosas buenas.
Junto a ella eso parece ser cierto. Con los otros a los que acompañé, no era
así. Solían encerrarse en diversas formas de amargura que no les ayudaba a
encontrar las “pequeñas cosas buenas”. Muchos eran expertos, incluso, en destrozar
cualquier posibilidad de ser felices; cualquier opción antes que tener que despertar,
antes que tener que salir de la profunda cueva del sufrimiento y aceptar que lo bueno
también podía ser verdad. Cualquier costumbre mortífera, esclavizante, parecía
resultarles preferible a lo que podrían haber vivido desde el valor que propicia los
cambios y las renovaciones de la vida.
Decide quedar con él antes de ver a sus amigos. Así pretende resguardarse.
Sabiendo que ellos la esperan después, se siente cómoda. Pase lo que pase, no estará
sola con los posibles añicos de una nueva demolición. Tampoco lo estará si el más
osado de los sueños intenta renovarse.
Esta podría ser una de las maniobra del dulce alado. Me doy cuenta de que
cada día mis capacidades parecen debilitarse más. Yo también me callo.
Sí, fui yo quien le enseñó a asimilar como suyas las taras de los otros. Era una
de las pocas formas en que lograba tenerla bajo mi dominio. Y esta vez, sin que yo la
guíe, vuelve al camino trillado de automutilación.
Cuando cuelga decide que necesita ocuparse en algo mecánico que la conecte
con lo más terrenal. Se pone a limpiar la casa. Así pensará menos.
Mi furia contempla de frente al dulce alado. Pienso hacer lo que sepa, lo que
pueda por ella. Ya no quiero verla llorar. “¿Y tú?”, le reto. Él, como siempre,
sonríe.
Fiel a su decisión vuelve al inicio del día, sale a la terraza. La anciana del
edificio de enfrente toma el sol de la mañana. Al verla le ofrece una sonrisa, suave
saludo. Ella se la devuelve. La mira como tantas veces. Una mujer sola, como ella.
Piel ajada por la acumulación del tiempo sobre el tiempo. Tiene los ojos de cielo
azul, raso. Parece que haya vencido la cercanía de algunas nubes en la expresión. No
importa que la distancia le impida descifrar el sosiego de la mirada vieja, la conoce
desde hace años.
Yo también los he visto, ahora y antes, antes de hoy, antes de esta noche,
aunque no recuerdo ni dónde ni cuándo. ¿Qué pretende el alado? Nunca le había
visto jugar a algo similar. Me intriga. Debo mantenerme alerta. El peligro está
demasiado cerca y él, ocioso, como cualquier otro inconsciente, se dedica a jugar.
Cierro mis párpados. Para no ver o, tal vez, para ver con mayor claridad. Lo
pretérito me encuentra una vez más; con un cántico de victoria se esparcen en mi
memoria prohibida los colores de la existencia infinita. Siento el hueco donde
debería existir un corazón. Es un dolor agudo, como un chillido; profundo, como de
cueva inacabada.
Consigo abrir los ojos sólo al presente. Aunque el dolor no se va. En este
instante el aliento de flores y estrellas del ángel parece haberme contaminado a mí.
Estoy demasiado cansado. Soy naufrago entre las lágrimas de mí mismo. Y entre los
ecos de mi propio alarido, quisiera sostenerme en ella, como si pudiera ser la
salvación, mi sanación. Permitir que el viento derrumbe los pilares que me forman,
desaparecer.
Las horas han pasado deprisa; aunque el sol sigue iluminando esas piedras que
antes fueron montañas, y ahora en forma novedosa, se hacinan sosteniendo muros.
Procuro alzarme sobre esta nostalgia que me pilla desprevenido. Elevarme, lejano a
esta tristeza que a traición me invade; y me descubre, insospechada, una capacidad
devastadora de sentir. Sé lo que tengo que hacer y porque con certeza lo sé, nada va
impedirme lograrlo.
Su tiempo, fundido en ansias, nos lleva hasta el momento definitivo del
reencuentro. Aún soy capaz de mantener despierta mi atención. No he olvidado
prevenirla. Mantengo un sólido nudo en su estómago. Yo soy su memoria. Así ha
sido siempre y así seguirá siendo. Soy los rincones ya vividos que su corazón intenta
desterrar, todo aquello que su inocencia pretende olvidar, sus errores, sus pruebas
no conseguidas, sus males, sus dolores… Todo lo que en su amnesia esconde el
poder real. Yo soy su sombra, ella no es sin mí. No pienso abandonarla, a pesar de
mi desconcierto, a pesar de mi desgarro. Antes lograré, aunque nunca haya
funcionado con ella, que dañe en lugar de ser dañada. No importan cuáles sean las
ofertas que el demonio de él nos traiga, no importa el dominio, ni los recuerdos de
sus almas, ni el amor, enmohecido después de tanto llorarlo. Esta vez lograré, aún a
mi costa, que cese su sufrimiento.
Después las palabras de ella: su sincera negación, la más dura que ha decidido
hasta hoy. No quiere repetir el juego que él y otros antes de él le mostraron. Por eso
decide, aunque ya no tenga sentido, compartirle sus temores, hoy similares a los de
él. Reconocerle su amor, por siempre intacto. Hacerle entender que, en verdad, le ha
escuchado.
Ni siquiera sabe de dónde nace la entereza que le permite llegar, con sencillez
y con tanta seguridad, a esta decisión. Yo tampoco lo sé. Su serenidad me trae
descanso y sorpresa. Sólo puedo observarla a ella que, inconscientemente, le está
ayudando más de lo que jamás había hecho. Está sellando sobre la antigua unidad de
sus almas, un amor mayor, que encuentra futuros cimientos en el respeto y en la
libertad; que se reconoce eterno fuera de los tiempos, de las esperas, de las
necesidades y los deseos. Parece que intuyera que su renuncia es la siembra más
fértil que puede regalarle al que la buscó, la encontró y la abandonó.
También le contemplo a él, el estallido en sus entrañas, el llanto imparable en
su corazón consciente. Puedo, en mi sorpresa, descubrir su presencia honesta. Y, de
repente, también, lo que parece el fracaso de su sorprendido demonio. Hoy el dolor
profundo no hace mella, no abre otras puertas que las de la esencia celeste. En este
momento se comienza a escribir el fracaso de sus tinieblas.
Una vez más, quiere creer que esa lluvia se lleva el pasado. Recuerda la tarde
en el cementerio. El ángel marmóreo que custodia a cada uno de los muertos que ella
esparció por la tierra inerte. Se siente liviana. Como si todo hubiera tenido un
sentido aunque no lo alcance a comprender. Como si la magia hubiera existido en
algún momento y ahora cualquier cosa fuera posible.
Una llamada suave, que no parece llegar de ningún lugar, devuelve su mirada a
la realidad. Frente a ella, ve a aquel hombre reconocible, reconocido. El de pelo
blanco y ojos de selva. El del doble rostro donde luz y oscuridad se funden en una
unidad perfecta.
La observa. Cuando sus ojos descansan en los de él, le dedica una sonrisa,
como un presente que ella, sinceramente, acepta. Después, difuminado entre las
lágrimas que algún dios menor derrama desde el cielo, se aleja. Ella está demasiado
llena para poder recapacitar. Su llanto cesa, sin huellas.
Esos ojos... ese hombre entero que nada busca. La fusión templada que
manifiesta me hace temblar, como si me pudiera romper, como si acaso pudiera
dejar de existir. Yo sí intento pensar, pero no encuentro claridad.
Sigue paseando, no sabe qué hora es, pero sabe que es tiempo de celebrar otra
reunión. Sus amigos la esperan. Compra un par de botellas de vino en una bodega
cercana y se dirige al siguiente encuentro.
Mientras ella camina procuro salir de mi perplejidad. Me ciño los
negros ropajes. Estiro los brazos, pretendiendo un vano hálito de inexistente
respiración. El dolor en mi pecho, no ha dejado de crecer. Busco entre las formas
físicas y no físicas, entre los restos de humanidad, a alguien como yo. No me sirve.
Parece que ahora sólo pueda ver los tonos de caramelo y la sutil divinidad que
disfrazada de imperfección lo puebla todo, incluso a mí. La belleza de lo sencillo, de
lo cambiante, de las apariencias, incluso de la realidad.
Ella se ha expandido, existe en una ilusión mayor a mí, donde aún tengo
cabida. No encuentro mi lugar. Esto no es bueno. Conozco los peligros. Temo pedir
ayuda. Temo mantenerme en silencio. Mi transformación puede arrastrarnos a un
fracaso mayor. El alado hace un intento de calmarme. ¡Ignorante! ¿Acaso no sabe lo
que sucede cada vez que uno de nosotros fracasa? ¿Acaso no conoce las leyes, los
riesgos, los castigos que se acercan… para mí, para ella, para él?
Tal vez aún me quede tiempo. Me esforzaré, aún hay algunas vías que domino,
algunos juegos que la mantienen presa de mí. No todo está perdido. Si consigo
conservar esas pequeñas victorias, me darán más tiempo. Aún la puedo proteger de
ellos.
¡Un nuevo desgarro! Como fieras hambrientas, demonios más antiguos que yo,
me arrancan los sentidos, en su lugar siembran sólo terrores. Veo los sellos, los siete
sellos aceptados, los siete sellos pactados. Uno tras otro, formando mi pilar central.
Los que me robaron mi propia pertenencia. Los que antes de ahora, como ahora, me
fueron despojando de mi sentir. Yo lo elegí. Cualquier cosa era mejor que sufrir la
consciencia de la ausencia.
Con cada pacto todo desaparecía: los recuerdos, el dolor, los sentidos, el
amor, la nostalgia, la necesidad… todo; lo que me hacía vivir, lo que me hacía
morir. Con cada sello confirmaba mi deserción. ¡Dios no existía! No podía ser que
nuestra Madre, que nuestro Padre, se entretuviera en juegos tan crueles. No podía ser
real. No podía ser verdad que quien más nos debía amar ignorase de una forma tan
sádica nuestro padecimiento.
Una vez la vi. Me lo muestran ahora. Todo está guardado, registrado en sangre
junto a cada uno de los sellos que son mi prisión. ¡Estaba tan cerca...!, casi como al
principio. “Ella”, la parte que antaño arrancaron de mí, navegaba entre los vientos.
Mirada de lago, doradas alas, purpúreo aliento. “Ella” también pertenecía a “la
Alianza”. “Ella” también existía por “el Plan”, para “el Plan”. Me buscaba. Todos
nos buscábamos. Pocos se habían encontrado.
Sé que entonces yo no lucía estos ropajes. Como “Ella”, estaba vestido de
estrellas fugaces, de magia, de cosmos, de esperanza. Aunque partido, aún portaba
un corazón. Me dolía, pero también sé que sentía, estaba vivo, todavía.
Agradecí, como ahora lo hace mi pupila, haberla hallado. Olvidé los caminos
para mí trazados y volé frente a “Ella”, junto a “Ella”, suplicante, mendigando el
abrazo. Me miró, con sus ojos de ternura. Alargó la caricia de sus alas, me lamió las
heridas del alma. Y en el silencio de la divinidad más absoluta, como ella ha hecho
hoy, me dijo que no era el momento, que aún quedaba mucho por hacer, muchos por
rescatar del absurdo olvido. Después, con una promesa tan eterna como incierta, se
alejó. Sólo el eco de su voz: “Cuanto antes realicemos nuestra labor, antes llegará el
reencuentro”.
Fue mi primera caída. Su visión había hecho que olvidara mi camino. Como
hoy, sentí que me rompía. Me nublaron las lágrimas, la desesperanza. Sentí como
nunca la injusticia y la incomprensión. Sin querer, sin saber, la impotencia relativa
ganó.
Los otros me encontraron entre los añicos de mi antiguo sueño. Aún podía oír
los coros de algunos ángeles llamándome desde lejos, desde cerca. Pero ya no
quería escuchar. Ya no quería creer. Los otros habían inventado un juego nuevo. Un
divertido descubrimiento de poderes tan nocivos como insospechados para los que
habían devenido en formas humanas, otra forma de caer. Contra sus posibilidades de
recordar habían maquinado nuevas tretas, laberintos y prisiones. Ellos habían huido
de su esencia antes, mucho antes que yo. El mayor daño ya estaba hecho, qué maldad
había en ayudarles a concluir lo que habían iniciado. Sea como fuere cualquier cosa
estaría bien con tal de olvidar.
Mientras con sus garras me lo arrancaban, la idea de Dios quedaba algo más
lejana, el dolor menguaba, la visión de “Ella” se difuminaba, y una seguridad
desconocida, un poder renovado, ocupaba su lugar.
Mi compromiso: hacer por los sufrientes lo mismo que habían hecho por mí.
Me pareció justo. Mejor, menos cruel que este laberíntico juego de la Diosa, del
Dios.
Los portales de la memoria continúan abiertos y por ellos emergen cada uno
de los mordiscos que me arrancan la cordura, que me ahogan en el terror, que traen
nuevas y viejas imágenes. El peor recuerdo de mí mismo.
¡No quiero ver más! ¡No quiero saber, conocer, recordar… la verdad! ¡Ahora
no! Entre horrores escucho un aliento conocido. El batir de unas alas blancas. Sólo
un destello. Pretende aproximarse. Intento elevar mis propias alas, partidas de tanto
luchar. Quiero alcanzar esa promesa. Sea como sea quiero escapar de aquí.
Tan rápido como apareció, todo se desvanece. Ahora sólo me rodea la calle
por donde ella camina. Apenas puedo moverme. La vida o la muerte, me arrastra.
Bajo mi cabeza. Intuyo la mirada del alado. Sé que eran sus alas. Agradezco su
silencio.
Pero ahora, más que nunca, sé. Vendrán a por ella porque tienen que venir a
por mí.
Han pasado algunos meses, en tiempo humano, desde el atroz
descubrimiento de mi existencia. No hay miedo peor que el temor al propio miedo.
Esa parálisis, ante lo aparentemente desconocido, en realidad está formada por lo
más oculto y poderoso de ti mismo. Intento impedir que me venza; otras veces,
preferiría claudicar, dejar que me devorase hasta el final. La única alternativa es
caminar, atravesar cada parte de ese miedo a medida que se muestra, apostar por el
valor que parece haber desaparecido.
Ni hay dolor mayor que el que nos negamos a aceptar. A menudo pienso en su
rendición. Me gustaría poder imitarla, pero no puedo. No nos está permitido. Las
reglas permanecen desde el primero de los días, yo las acepté; aún cansado, debo
seguirlas. Porque quiero protegerla, no me puedo rendir. Aunque cada día sea más
complejo y cada momento sea más costoso.
En apariencia los días han transcurrido como tantas otras veces. La vida,
imposible de parar, transcurre. Y en su movimiento, lo toca todo, lo empuja todo, no
le importa hacia qué lugar. Nunca nada es igual.
Esa ilusión efímera y perseguida que llaman éxito parece haberla encontrado.
Parece haberla adoptado. Una caricia que puede perdurar; un flujo tan desconocido
como antiguo que la mece, que la lleva, mientras ella se deja, de aquí para allá. Trae
reconocimiento a su valentía, a su labor. Trae esperanza y nuevas fuerzas para una
continuación que aún no tiene nombre, ni forma.
Algunas ofertas han hecho que, por vez primera se plantee colaborar con otros
artistas en obras que conjuntan textos, sonidos, formas y colores. También han
llegado propuestas que parecen firmes desde países lejanos. Muchos de los que hoy
aparecen como inicios y futuros trayectos, serán truncados. Es imposible abstenerse
de la corriente habitual de falsas promesas que puebla ésta, su Tierra. Ella pretende
seguir su instinto, cuando accede a un compromiso, quisiera que su intuición la
salvara de decepciones del todo evitables. Es una forma como otras de intentar
protegerse del dolor. No desea invertir su energía en fútiles enredaderas. Ni quiere
soltar sus impulsos y sus sonrisas, permitir que campen por terrenos estériles donde
las palabras y buenas intenciones iniciales terminan difuminadas en el olvido y la
negación. Ya lo ha visto, lo ha vivido muchas veces, tantas que ha llegado a
aburrirse. Ahora quiere mantener algo de templanza y no se da cuenta de que puede
hacerlo a pesar de los otros; porque, ahora, no depende de nadie. Su equilibrio,
logrado en la intimidad entre su silencio y su soledad, ha encontrado hábitat perfecto
en su interior. Vive sin necesitar adornos externos, con la fuerza que el hábito de
mirar honestamente lo que la forma, incluidos a mi compañero y a mí, otorga. El
agua en los ríos puede seguir moviéndose mientras ella, placidamente, los
contempla. Sabe que los horizontes cambian, lo hacen tan rápido que apenas tiene
tiempo para darse cuenta. Y en ese intento cósmico de elevación, de cambio y
evolución: se deja fluir.
Los amigos lejanos se marcharon, aunque la distancia sólo separa sus cuerpos,
no puede diluir las alianzas desde las que lograron y lograrán compartires sagrados.
Los que han quedado cerca, siguen encontrando algún que otro tiempo en que
reunirse, en que tomar parte de una puesta en común de las últimas nuevas, sean
mejores o peores. Sobre todo buscan la complicidad, algo extraña, que aúna su
humor, irónico, en ocasiones, incluso oscuro. Esos momentos en que todo puede
dejar de ser para dar cabida sólo a las risas que sirven de descanso a sus cuerpos,
sobre todo a sus mentes. Se han cruzado en medio del tremendo puzzle y reconocen
el valor de este presente. El cobijo que aparece como un regalo al que mimar en
medio del incognoscible y tremendo laberinto de la vida.
Se han velado los días, dejando casi en el olvido aquella tarde inolvidable en
que, ella renunció; magnífica prueba de amor. La tarde intensa en que todo se abría,
en que lo más oculto se ponía de manifiesto, en que lo real ocupaba, por fin, su
vejado espacio. En que, en forma extraña, el verdadero amor triunfaba y las
necesidades obtusas y los deseos equivocados, se desvanecían, para siempre. A
veces la recuerda y no llega a comprender por qué actuó así. Siente, como siempre
sentirá, un cariño hoy sereno, sencillo, libre. No alcanza a entender qué pasó o por
qué, pero siente que está bien, que fue lo correcto, solamente esto importa.
Once meses después, ante ojos humanos, se podría decir que todo sigue igual,
o casi. La casa, las cosas, los días, las horas, las noches, los sueños, lo lejano, lo
cercano, lo pretérito, incluso lo que está por llegar… En el apartamento sólo han
cambiado algunos espacios, los cajones que vació de pasado, algo de ropa en el
armario, los lienzos y, eso sí, el vientre de la blanca Hada que muestra ya un
prominente abultamiento lleno de futuras fieras o de mansas criaturas. Quien sabe
qué puede nacer del cruce entre la angélica hembra y el diabólico macho. Parece un
juego de “los mayores”, una de sus pruebas, ésas que ni siquiera nosotros tenemos
permiso de conocer. Una mezcla imposible entre la lucha de opuestos, una fusión
nueva o, demasiado antigua.
Para salvarla he procurado, aunque cada vez me resulta más difícil, nuevos
escondrijos de ansiedad, algunos descuidos y una creciente desconfianza en el amor,
una falseada omisión de su necesidad. Ella ignora el alcance del acto que llevó a
cabo, aunque sienta que hizo lo mejor. Su desconocimiento me permite minar,
utilizando cicatrices a punto de caducar, su maltrecha esperanza, mantener su
dualidad interior.
Ella que ¡tan bien! conocía sus silencios, sus dolores y sus impulsos; ella que
con tanto tino colocaba de la forma más adecuada sus movimientos en el escenario
que forma su cabeza y casi conseguía mantener el equilibrio en medio de las
tempestades, ahora siente que tiene que volver al inicio. Es como debe ser. Un paso
concluido lleva, irremisiblemente, al paso siguiente. Lo que, finalmente, un humano
descubre y acepta, lo dejamos de controlar. Pero siempre hay algo oculto, algo
escondido bajo la superficie de la majestuosa serenidad. Sólo hay que observar la
profundidad.
Es cuestión de tiempo hasta que ella consiga descifrar los nuevos códigos que,
si bien desbaratan su sosiego de formas breves, cada vez son de mayor intensidad.
Así son las espirales, así son para todos. Cuanto más abajo se camina, más
pesarosos son los pasos: parecen eternidades. Una vuelta más arriba y el espacio
temporal se encoge, incluso desaparece, mientras la fuerza crece. Sucede lo mismo,
o casi, sólo que concentrado.
Sólo una cosa permanece aparentemente inmóvil desde aquel día: los ojos de
selva. Los confortables ojos del sueño. Un sueño que se ha venido repitiendo a
diario, aunque ella casi nunca lo recuerde. Eso no parece importarle al de las
blancas alas, es suficiente con que derrame su beso cerca de ella para que la imagen
nítida, casi se podría llamar presencia, de esa mirada insondable, invada su espacio.
Al principio creyó que era una locura, casi la incomodó. Intentó ubicar, en
vano, donde había visto aquellos ojos. Surca su mente en busca de alguna respuesta,
de lógica, de porqués. Pero el alado, sólo le permite la mirada. Finalmente parece ir
acostumbrándose a la inusitada compañía, aunque deba luchar, a su forma, para no
plantear mil preguntas que chocarían contra el infranqueable muro del silencio
angélico, contra la nada.
Yo podría indagar, saber algo más. Pero mi intuición me dice que es mejor no
adentrarme en este territorio preparado por su ángel y probablemente, por alguien
más. En el entramado de encuentros nocturnos que se desarrolla en ésta y en otras
realidades, presiento la colaboración de fuerzas que no me son conocidas, que
parecen saber bien lo que hacen, que se presentan con una energía superior a la que
el dulce alado y yo poseemos.
Esta mañana se ha despertado temprano. Abre las ventanas buscando
respirar. El aire trae mensajes de voces lejanas, futuras y pasadas. De historias que
nunca serán vividas, que rara vez serán contadas. El frío le recuerda rincones
oscuros en los que no quiso permanecer. Y esa luz blanca que parece impedir que el
cielo exista, desciende sobre todo lo viviente, sobre lo inerte.
Como tantas otras noches ha compartido las sábanas con alguien que la mira,
que parece buscarla. Hoy, los ojos de selva se han clavado en los suyos con una
intensidad inusual. Intenta sacudírselos de encima, de dentro, por eso ha corrido
hacia las ventanas, pero no puede. Hoy no parecen difuminarse, hoy no se van.
Decide salir, rápido, apura el café y revisa el bolso buscando no sabe qué. No
tiene rumbo, sólo quiere caminar. Hacerse algún regalo. Que el tiempo pase, que los
ojos se alejen, si pudiera entender…
La calle no está demasiado llena. Como su sombra sigo sus pasos. Caminamos
los tres, en una travesía de silencio. El alado toca suavemente uno de sus hombros,
ella tuerce en la siguiente esquina. Entre ellos dos, crezco, expectante, presiento una
energía conocida acercándose. Le reconozco. Caminado hacia ella puedo distinguir a
aquel hombre, el del traje Mao, el de la exposición. Ella, vagamente, le recuerda. Le
mira, mira sus ojos de aguamarina que se han dejado caer, suaves y certeros, sobre
los suyos. Como si no existiera nada más. Él ralentiza sus pasos prolongando el
infinito instante. Cuando el cruce ha terminado ella cae de nuevo al casi olvidado
desasosiego.
Fue así como nos olvidaron, a nosotros y a los de las blancas alas. Olvidaron
muchas otras realidades por el camino. Se olvidaron, incluso, de ellos mismos. Está
bien. A nosotros, esta amnesia autoinfligida nos facilita el trabajo. Cuanto más se
alejan de su esencia, cuanto más mutilan su absoluta realidad y más se echan de
menos a sí mismos, mayor es su desesperación, más insensata su búsqueda, más
truculentas las trampas que se hacen, mayores las fisuras que abren a nuestra
presencia. Nos conviene que en su inmensa mayoría no se crean capaces de crear,
transformar o descubrir otra realidad, más amplia, real. Ella, a veces, lo ha hecho.
Sin embargo hoy, busca la falsa seguridad, la comodidad de lo establecido, de lo
conocido. Hoy no quiere que la sorprenda un sueño, un milagro, una posibilidad. Yo
no voy a luchar contra su decisión, es la menos peligrosa para los dos.
Apenas unos minutos después, entre los mimos de aliento de ella y los
movimientos nerviosos de Daemon, nace el primero. Es blanco, tan blanco como la
madre. Al verlo me pregunto si esto es una especie de señal que nos indica que
finalmente los que siguen la luz, de alguna forma que no alcanzo a imaginar,
triunfarán.
Aún nace uno más, por la forma en que la gata se tiende sin fuerzas a
descansar parece que sea el último. Es más grande que los otros dos, blanco y negro,
a partes iguales, como la conjunción perfecta, como la unión de los opuestos, como
el doble rostro. Prefiero no pensar.
Decide tomarse el resto del día libre, quedarse en el hogar donde, hoy, la
vida, en un milagro que muchos toman como cotidiano, se ha renovado a sí misma.
Disfrutar de la contemplación de los ojos recién nacidos que se abren inmaculados,
protegidos por la cercanía de la blanca Hada. Compartir un momento que, aunque
repetido infinidad de veces en distintos lugares y distintas formas, es único.
Deleitarse en la belleza de un principio que, como casi todos, carga de forma
intrínseca, esperanza.
Cada vez me cuesta más olvidar mis recuerdos. Amansar mi dolor. Aunque, de
momento, estoy logrando no contaminarla de él.
Una noche más, el dulce alado se dispone a derramar sobre ella su
aliento de polvo de estrellas. De nuevo quiere llevarla a algún espacio lejano a su
cuerpo, a sus límites irreales y a sus temores; a un lugar donde la esencia inunda la
realidad y todo es un acercamiento a la perfección inexistente.
Han llegado. Es un lugar imposible, como todos los que ellos conocen y
guardan. Allí la esperan. Hay otros como él y más ancianos que él. En muchos se
adivina una fusión arcaica. No puede ser. Esa totalidad que intentan mantener se
perdió el primer día cuando todos fuimos arrancados de nosotros mismos y
arrojados a ningún lugar. La reciben entre sonrisas de cristal y caricias de plumas.
En el centro de este universo particular está él, el de los ojos de selva.
Mientras tanto, los otros, los guardianes de su luz, se entretienen en coser con
pizcas de océanos y centellas de fuego los senderos descritos para ambos. Los trazan
entre colores inexistentes, los unen en un futuro que pretende ser presente. Y le
encargan a las sílfides que extiendan el puzzle recién construido hasta manifestarlo
sobre la Tierra.
El desgarro es cada vez más fuerte, se agolpan todos los dolores vividos, los
olvidados, los recordados y los que aún están por llegar, unos sobre otros en el
centro de mi pecho. Donde antes habitaba el vacío, ahora, de forma indescriptible, se
muestran las huellas, los restos resucitados, iconos de un corazón sangrante.
Sé lo que intentan. Cada vez están más cerca, más dentro. Recuerdo las
normas, sé lo que pretenden, lo que deben hacer. Y temo por mí y, sobre todo, por
ella. Y esa sensación me cubre, lo invade todo.
La luz produce una irradiación inusual que me ciega, algo granate la refleja
desde el lugar donde siempre existió un hueco, en el centro de mi pecho. El mismo
lugar donde ese dolor arrecia y crece y vuelve, para quedarse, por siempre, presente.
Pone música, elige boleros. Aunque no suele oír este tipo de melodías, es lo
que le apetece. Se da cuenta de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que
oyó alguno, y sonríe.
Elige un lienzo rectangular. Hace algunos años que había preparado aquel
lienzo de inusual medida 1,10 x 45 y nunca encontró una ocasión para utilizarlo. Lo
sitúa en el lugar acostumbrado, lo contempla, aún límpido. Y un sentimiento, casi
robado, comienza a emerger. Debe preparar otro lienzo idéntico, las mismas
medidas, la misma tela. Lo hace. Lo sitúa junto al primero y vuelve, desde la
distancia, a mirarlos.
Une los lienzos y por primera vez en su trayectoria, sin reparos, se dice a sí
misma: “Es perfecto”.
Quisiera lamerme las heridas. Mientras ella se deleita en lo que, sin
pretender, ha conseguido. Parece que todo el conocimiento olvidado por estirpes,
clanes, sociedades y tiempos, fluya, cuando es necesario, a través suya. Ahora sabe
que peor que no conseguir es no darse cuenta de que lo ha conseguido. Y se hace
caso.
Cuando volví a perderla, antes del olvido, perseguí ungüentos que aliviaran el
desgarro repetido, la soledad insaciable que asolaba todo lo que fui. Después
imploré una razón; pero sobre todo, sin saberlo, ansiaba el anestesiado dolor. Sólo
en la consciencia y en el entendimiento podía saber, recordar, que existe el amor.
A pesar de las circunstancias y las realidades, más grandes que nosotros, por
vez primera, al compañero y rival que comparte mi destino en este tramo de
existencia le dedico una sonrisa. Un silencio mayor al que jamás he conocido, nos
arrebata las imágenes aceptadas, por siempre conocidas. Es un instante, menos de
una fracción de esos segundos que apremian la vida de los humanos, lo suficiente
para ver, para intuir, para reconocer otra realidad. Su rostro desaparece en una
transformación sutil y hermosa, sus ojos me miran con la templanza y la gratitud que
sólo ellos conocen y, desde esta contemplación en la que recibe mi sonrisa, veo o
intuyo o pretendo imaginar el rostro de la que tanto busqué, de la que tanto añoré, de
la que me completa, de aquella por la que caí, de aquella que me sirvió como excusa
en mi renuncia, en mi destrucción, en la pérdida de mis blancas alas.
Conducir, eso a veces le sirve. Sin rumbo, como lo hacen tantos en la vida. Y
así llega la noche. Una noche oscura. Más oscura que ninguna. Lejos de luces
artificiales que empañan el firmamento. Una noche sin luna, donde el rostro más
sabio y más cruel de la Diosa se muestra.
Quiero parar, ser un rato como ella pretendió que pudiera llegar a ser. Quiero
descansar, encontrar uno de esos retazos de belleza que se le escapan a los dioses en
su eterno juego de creación y... tal vez, agradecer por mi dolor.
Sin motivo siguen escapándose sus lágrimas y entre ellas, siente como pocas
veces que merece la pena vivir. Todos los nudos se deshacen, todos los temores se
desvanecen, toda la tensión se desploma, rendida, ante la inminente plenitud.
Sin pensar alza los brazos, como muchas otras hicieron antes de ella, en otros
tiempos, en otras tierras. Siente que está comprendiendo cosas que ni siquiera puede
nombrar. Y gira, primero hacia su izquierda, en un movimiento de desprendimiento y
limpieza; luego hacia su derecha en círculos de manifestación y protección. Riendo,
agradeciendo, despojada de losas, recuerdos y tragedias futuras. Casi desnuda en su
alma, penetrada de luz de cielo, de noche, de Diosa.
Quiero danzar con ella, quiero descubrir a esa Diosa invisible, a esa luna
negra, perfecta, poderosa y femenina, que la ha escuchado, la que la ha liberado, que
la ha vaciado de cadáveres y verdugos como sólo ella sabe. A esa Diosa inaccesible
y antigua que se ha manifestado a través de ella. Quiero gritar con los pies descalzos
y el alma viva, recordar que, por nada y por todo, merece la pena la vida, la suya, la
mía, la de todos en cualquier forma. Quiero que esas alas de piedra me arropen y ese
rostro de maga me acaricie el llanto. Quiero derramarme en el viento callado y
renovar la regalada libertad.
Creo oír al alado, dice que si ella lo hace yo lo hago, que sus huellas son mis
huellas como las mías se han hecho suyas. Esta vez quiero creerle. Deseo, como
nunca, el sosiego de sus palabras de luz. Ya no importa si no es posible, ya no
importa si no es verdad. Demasiado tiempo naufragando entre mentiras...
Llega al coche y arranca, esta vez con rumbo. El dulce alado le ha susurrado el
nombre de una amiga. Quiere pasar por su café para verla, quiere vivir, compartir la
alegría consciente, la plenitud recuperada.
Sus ojos de ámbar brillan con una fuerza recién descubierta. Parece que todas
las brujas de las antiguas leyendas hayan acampado en su interior; parece que los
fuegos en los que perecieron alumbren su rostro, su mente, su corazón, sus futuras
puertas, sus pasos. El pasado ha sucumbido al poderoso regazo de la luna negra, la
ha abandonado, y ella, más que nunca, se siente libre.
El dulce alado también los ha visto. Vienen a por ella, a por su sonrisa, a por
su mirada de fuego. Si me entrometo también a por mí. Y a por él.
Ya no les temo. Los tengo cerca, cada vez más. Observo sus ojos errantes, la
fiereza de sus pasos sostenidos en el dolor infinito y, por primera vez en la eternidad
reciente, siento amor. Y es por mi amor a ellos que no, como habría sido de esperar,
por mi amor a ella, que estoy dispuesto a abrir los brazos y entorpecer con mi
presencia o con los rescoldos de mi corazón, su camino.
Recibo su ataque que no puede causarme mal, pues el mal ha dejado de existir.
Ni puede generar más dolor del que ya soy y tengo.
Confío que el dulce alado, mi compañero real, esté guardándola. Esta batalla
puede durar mucho o nada. El tiempo no importa. No voy a atacar, ni siquiera me
voy a defender. A pesar de la inercia que me arrastraría a hacerlo, a pesar de la
costumbre que me hizo creer que no conocía otra cosa que la guerra. Cuando
descubres la mirada del amor no hay ofensa. Me mantengo abierto. Sólo me tengo a
mí, y en mí al Universo.
Con sus garras intentan arrebatarme los jirones de corazón recuperado, sólo
grito, y el mismo grito me renueva, recupera lo más antiguo de mí y desde las
profundidades de lo desconocido me devuelve mi esencia perdida.
Intento mirarla, por última vez, quisiera decirle que también la amo a ella.
Ella me descubrió, ella me enseñó. Quisiera que todo no haya sido en vano, saber
que el dulce alado vencerá cada encuentro en el camino que aún les aguarda dentro
del laberinto de los dioses. En mis últimas lágrimas descubro que quisiera sostener
ese camino junto a él, andarlo junto a ella. Pero es demasiado tarde. Todas las
destrucciones que causé se agolpan en mi consciencia; todos los desamores que
provoqué, todas las mentiras finalmente aceptadas, todas las trampas, todos los
fracasos, todas las pérdidas, todos los dolores... Cada instante de oscuridad, desde
el primero, desde antes de antes... Y en mi propia muerte, muero.
La conozco desde siempre. Era mentira, cada una de mis batallas cruentas, de
mis trampas bien trazadas, de mis huidas a los infiernos, cada uno de mis reniegos,
¡todo mentira!, jamás la olvidé. Siempre la añoré. Siempre la busqué, aunque no lo
supiera o no lo quisiera saber. “Ella” me pertenece como yo le pertenezco a “Ella”,
siempre ha sido así. Somos lo mismo.
Las lágrimas siguen después de la muerte. Cierro los ojos. Sé que siente mi
gratitud. He hallado la salida del laberinto. Tranquilo, me despido.
El dulce batir de alas me ha traspasado, una, dos, tres veces y un nuevo aliento
me devuelve o me renueva la vida. El dolor ha desaparecido, también el llanto.
Siento que me puedo mover, liviano. Abro de nuevo los ojos.
Estamos entrando en el café. Miro hacia los lados, no encuentro al
amado alado, no busco más. Está en mí, como yo estoy en él. Ahora sé, ahora soy.
Nuestras luces y nuestras sombras juegan en la danza perfecta del doble rostro. Él,
“Ella”, siempre estuvo esperándome. Me acompañó vida tras vida, cambió sus
formas mientras yo me consumía en la mía. Extendió sus alas como perdonando mis
olvidos, como comprendiendo mis temores, aunque nada tenia que perdonar y todo
comprendía. Me esperó, hasta que un insignificante y maravilloso ser humano me
enseñó a recordar y yo estuve dispuesto a aceptar.
Seguimos con ella, por amor, porque merece la pena. Esto también es obra
suya. Puedo oír las sonrisas y el gozo que los ángeles nos regalan al vernos. Puedo
contemplar, lleno de compasión, la sorpresa y la incomprensión de mis antiguos
hermanos. Y les comparto mi recuperado corazón, aunque sé que no quieren ver.
Completo y vivo, también a ellos les esperaré. Hasta que todos recordemos, hasta
que todos volvamos a ser uno.
Ella está más bella que nunca. Continúa con su caminar ingrávido y su mirada
de ámbar, fuego y atardecer. No la han tocado. Busca a su amiga, se dirige a la barra
para preguntar por ella.
Desde mi nueva vida, le siento. A él, que en sueños la encontraba; a él, que la
esperaba en ese lugar al que por entonces sólo mi otra parte tenía acceso.
Él se gira, ella encuentra sus ojos de selva, los de esta mañana, los de cada
noche, los que perseguían sus días y sus pasos. Un roce. Sólo un roce.
Nos gustan las sonrisas que iluminan entornos. La posibilidad absoluta en los
ojos. Saber que algunos pueden disfrutar de sus sentidos. Los silencios que
acompañan al coraje y las risas que custodian a la vida. Observar desde los rincones
del alma compartida. Acompañar a los osados, y en su camino ofrecerles poder,
amor, sueños, valor y realidad.
Nos gusta nuestra mirada luminosa y antigua, la que nos ayuda a recordar lo
que fue y a adivinar lo que puede llegar a ser. Nos gusta el corazón donde antes de
los recuerdos existió un profundo vacío.
Vivimos cruzando juegos de palabras, que nadie escucha, con los demonios
doloridos y olvidados, esos que rescatan pedazos del infierno dentro del paraíso.
Para más información sobre cursos, seminarios, canalizaciones y retiros,
dirigirse a www.virginiablanes.com