Está en la página 1de 17

 INICIO
 NÚMERO ACTUAL
 ARCHIVO
 SÓLO EN LÍNEA
 BLOGS
 SUSCRIPCIÓN

Buscar

La cristiada: historia y
hagiografía
1 SEPTIEMBRE, 1979

Pierre Luc Abramson ( )

Pierre Luc Abramson ( )

* La presente reseña de Pierre Luc Abramson apareció


originalmente en Tilas (Travaux de l’Institute d’Etudes Iberiques
et Latino-Americáines) no. XV, 1975, Université des Sciences
Humaines, Estrasburgo. La obra aquí reseñada corresponde en
lo sustancial a la más amplia versión española, La cristiada,
editada en 3 vols. por Siglo XXI.
– Apocalypse et révolution au Mexique, la guerre des cristeros.
Paris, Editions Gallimard. 1974.

– La christiade, l’eglise, l’etat et le peuple dans la revolution


mexicaine. Paris, Ed. Payot, 1975.

Jean Meyer ha publicado dos libros sobre un episodio


importante y mal conocido de la historia de México: la rebelión
de los cristeros: Apocalipsis y revolución en México, la guerra
de los cristeros. 1926-1929, y el segundo, La cristiada, iglesia,
estado y pueblo en la Revolución Mexicana. Vamos a referirnos
a este último libro que es más amplio, más detallado y más
ambicioso. Cuanto se diga de uno se aplica al otro, puesto que
el autor desarrolla en ambos la misma proposiciones.

Una alteración semántica

Para Jean Meyer la rebelión de los cristeros, la cristiada, forma


parte de la Revolución Mexicana. Es un postulado que puede
admitirse si, como lo hace Meyer, damos la fecha de 1940,
momento de la estabilización definitiva del régimen, como el
año en que concluye la Revolución. Hay que tomar entonces el
término “revolución mexicana” en su sentido amplio de periodo
histórico. Según Meyer el momento más glorioso de este
periodo es precisamente el de esta rebelión. a la que considera
como su único episodio realmente campesino. Partiendo de su
concepción extensiva de la palabra “revolución”, Meyer puede
beneficiar a los cristeros con la connotación positiva ligada a
este término y sobre todo puede evitar hasta el último momento
ubicar al movimiento en la gran revuelta de las masas y los
cambios acaecidos en los años de 1910-1920, es decir, la
revolución propiamente dicha. Esta alteración semántica causa
una vaguedad general propicia a las interpretaciones ambiguas
y las omisiones. Es el primer paso en la vía de la exaltación de
los cristeros.
Meyer no concede suficiente atención al hecho de que todos
los rebeldes, del ideólogo al combatiente, se proclamaban clara
y abiertamente “contrarrevolucionarios” y se consideraban a sí
mismos totalmente ajenos al largo proceso de violencia que de
1910 a 1920 había desembocado en el nuevo régimen,
entonces encarnado por el presidente Plutarco Elías Calles, el
Lucifer bolchevique. Para ellos, esta revolución, como todas las
revoluciones, era por esencia diabólica ya que los poderes
terrenales, siendo una institución divina, no pueden subvertirse;
asimismo no podía existir la fe religiosa sin la autoridad política.
Y viceversa. Frente a la “tiranía roja”, “contra la acción
bolchevizante del actual gobierno revolucionario que se inspira
en Lenin y Marx”(1), los cristeros querían ser los restauradores:
restaurar no sólo a la Iglesia en su derecho sino también la
moral pública y privada, al mismo tiempo que la autoridad en el
cuerpo social. Todo está ligado. Así el argumento principal,
formulado en las numerosas reclamaciones dirigidas a las
autoridades en solicitud de reapertura de las escuelas
religiosas que el presidente Calles había mandado clausurar,
es la necesidad de formar hombres que crean en Dios puesto
que son los únicos que pueden gobernarse. Incluso cuando se
equivocaban “consciente” o “inconscientemente” acerca de
quién era su enemigo, los cristeros eran “reaccionarios”, en el
sentido estricto de: el que se opone a la acción de la
revolución. Esto es lo que no aparece en el estudio de Jean
Meyer, y por esto su libro es un alegato a favor de la
“motivación religiosa” como origen y motor del levantamiento,
presentado como la respuesta del pueblo cristiano en armas a
un ataque contra la Religión. Queda por aclarar por qué Calles,
el satánico, el “Turco”, se enfrenta a la fe religiosa, -
suponiendo, claro está, que luchara contra ella-. ¿Es solamente
porque el “Estado-Leviatán”, (p. 28), “el Estado moderno a
punto de volverse totalitario” (p. 51) no soporta a ningún otro
poder frente a él? A la voluntad de poder de Calles responde la
de Roma. Es hacer poco caso de la historia, de lo que sucedió
antes y en otras partes.

La fatalidad y la historia

Para Meyer el conflicto entre Estado e Iglesia se presenta


como fatal: “Al crecer César debe suplantar a Dios” (p. 217).
Las dos sociedades, laicas y perfectas son irreconciliables. El
monstruo moderno y materialista quiere devorar a la Iglesia,
cuerpo de Cristo, testimonio del destino supranatural de la
humanidad. Esta fatalidad no nos aclara nada y el conflicto
sigue siendo históricamente incomprensible para nosotros.
Para ir más allá de los esquemas: Iglesia/Estado y
posteriormente persecusión/rebelión, hubiera sido necesario
que el autor comprendiese y describiese el ascenso de las
fuerzas políticas que se autodeclaran cristianas y católicas y
que, entre 1917 y 1925, procuran cambiar a su favor las
nuevas relaciones de fuerza nacidas de la Revolución y
cristalizadas en la Constitución de 1917.

Origen de esta nueva relación de fuerza es el hecho de que el


ala popular y campesina de la revolución nunca pudo ser
totalmente aplastada. El poder de Carranza, gran burgués de
Coahuila. fue siempre frágil. Sin lugar a dudas lo esencial había
sido preservado: la Constitución de Querétaro, fue una
constitución burguesa, pero por necesidad debía conceder
garantías y pagar la sangre de los obreros y de los campesinos
de las varias facciones revolucionarias, muertos en la lucha, a
veces unas contra otras. De ahí las concesiones que el ala
nacionalista y jacobina del Congreso Constituyente había
podido arrancar a Carranza -principalmente las leyes sociales y
la reforma agraria. En 1917, la Constitución de México era, en
el papel, la más radical y la más progresista de las
constituciones burguesas.
Hay algunos perdedores en este asunto. Primero, la Iglesia que
se había opuesto con todas sus fuerzas (Jean Meyer lo
reconoce) al levantamiento liberal de Madero y a su
continuador, el movimiento constitucionalista(2). En segundo
lugar los latifundistas y grandes burgueses del Porfiriato que no
supieron o no pudieron llegar a ningún arreglo con los
poderosos del momento: la nueva clase de los que se
aprovecharon de la revolución. Estos últimos, dominados
desde la derecha por Carranza y posteriormente en una forma
más jacobina por los sonorenses, tenían interés en ocultar, tras
el anticlericalismo, la verdadera naturaleza de su régimen.
Todo esto explica la adopción de los artículos 3, 5, 24, 27 (2a.
fracción) y 130 de la Constitución, relativos a la enseñanza, los
cultos, las congregaciones religiosas y el clero.

El régimen tiene pues enemigos. En esta época de gran


demagogia revolucionaria (un poco de reforma agraria y
muchos discursos) la oposición de izquierda es muy débil(3),
poco integrada, y es necesario ubicar a los descontentos y a
los temerosos a la derecha del gobierno. Precisamente, se
reagrupan en las numerosas organizaciones seglares católicas,
inspiradas en el mensaje de la encíclica Rerum Novarum, que
crecen y se multiplican en el México de Carranza y de
Obregón. Esos partidos, esos sindicatos, esos movimientos
juveniles son los que, llegado el día, se van a federar en la Liga
Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa (LNDLR), el
organismo que preparará el levantamiento militar cristero y
asumirá su dirección oficial.

La Liga y el Vaticano

Para exaltar mejor lo que describe como un combate sublime y


desinteresado y para limitarse más estrictamente a su tesis de
un levantamiento inesperado y espontáneo del pueblo cristiano,
Meyer deja en la oscuridad importantes aspectos de la
cuestión. Por un lado esfuma las relaciones comprometedoras
que existían entre el ejército cristero y los políticos de extrema
derecha de la LNDLR, así como las relaciones entre éstos y la
Iglesia (Santa Sede y Episcopado Mexicano reunidos), que era,
por otra parte, lo menos halagador de la acción armada de los
cristeros.

Hablemos primero de esta cadena de solidaridad política, al


final de la cual se encuentran el general Enrique Gorostieta y
su ejército. Gorostieta fue nombrado por la Liga, como indica
Jean Meyer (p. 60). Pero no fue el único, también fueron
nombrados por la liga los principales jefes civiles y militares del
movimiento: Capistrán Garza, Degollado Guízar, Rodolfo
Gallegos. En cuanto a los jefes locales de los levantamientos
improvisados, la Liga los reconoce, les otorga su grado y fija
sus atribuciones. Todos dependen del Comité Especial y
después del Comité Militar de la Liga, que a su vez, reúne
todas las organizaciones católicas y laicas de México. Esta
Liga es una organización de guerra civil, que tiene como meta
la toma del poder(4). Para este fin, se da a sí misma un
programa político -el manifiesto de René Capistrán Garza- así
como un proyecto de constitución para el México liberado.
Estos dos textos no figuran en La cristiada. Está claro su
aspecto reaccionario, que deja muy atrás la “motivación
religiosa” y el proyecto de reforma de los artículos anticlericales
de la Constitución(5). La Liga integra en su estado mayor a
varios eclesiásticos y cuenta con el beneplácito de los obispos
mexicanos y del Vaticano(6). La aprobación y el apoyo de
Roma se manifiestan desde el verano de 1926 en una serie de
artículos del Osservatore Romano relativos al problema
mexicano; los artículos se vuelven cada vez más violentos, el
del 11 de agosto examina serenamente la posibilidad de una
rebelión católica. Dice así: “Por lo tanto, para las masas
católicas que no se quieren someter a la tiranía y a las cuales
no logran contener ya las exhortaciones pacíficas del clero, no
queda más salida que la rebelión armada”. Este artículo titulado
La verdadera causa de los desórdenes actuales en México.
Respuesta al Presidente Calles, tiene especial importancia ya
que su probable autor es el cardenal Pietro Gasparri,
Secretario de Estado; por lo menos fue Gasparri quien lo
repartió el 14 de agosto a todos los representantes
diplomáticos acreditados en la Santa Sede. El 18 de
noviembre, cuando ya la Liga no oculta sus proyectos
belicosos, el Papa en persona, en su encíclica “Iniquis
afflictisque”, felicita expresamente a esta organización por sus
iniciativas. Otro documento importante y de fácil acceso que no
aparece en La cristiada.

El liderato impoluto

Jean Meyer comenta, es cierto, la carta pastoral que José


Marín González y Valencia, arzobispo de Durango, escribió
desde su exilio romano. Está fechada el 2 de febrero de 1927,
un mes después del comienzo oficial de la guerra civil por la
Liga, el 1o. de enero. Citemos de este documento los
renglones inmediatamente anteriores a los que transcribe el
autor: “íQué consuelo tan grande el que inundó nuestro
corazón al oír en boca del Jefe Supremo de la Iglesia las
palabras santas de elogio, bendición y amor tan especiales que
habéis merecido! Lo hemos visto conmovido con el relato de
vuestra admirable resistencia, lo hemos oído admirar todos
vuestros actos y todos vuestros heroísmos”. El texto está claro
pero el autor pretende que esta carta pastoral no compromete
a la Santa Sede puesto que fue lanzada “fuera de la puerta
Flaminia” (p. 78). Es un argumento discutible. ¿Es concebible
que un texto que compromete tan abiertamente al Papa haya
podido ser escrito en Roma y publicado sin el beneplácito del
Vaticano?

Por todo lo anterior parece difícil sostener que la guerra fue una
sorpresa para la Iglesia (p. 56), la cual apoyará el movimiento
hasta diciembre de 1927. Resulta más fácil seguir a Jean
Meyer cuando afirma que Roma, en este asunto, demostró “la
autoridad que ejercía sobre la Iglesia mexicana y sobre los
laicos” (p 218). La iglesia influyó de hecho, con todo su peso
sobre el levantamiento; al suspender el culto(7), al apoyar a la
Liga y al concluir con la guerra, firmando los acuerdos de junio
de 1929. Sin embargo, el autor afirma repetidas veces que la
Liga no es los cristeros y que los ligueros son ajenos a su
mundo (p. 91, por ejemplo). La respuesta es que en México,
como en otras partes, los jefes y los políticos de la retaguardia,
siempre son ajenos al lodo y al sudor, a la sangre y a la
pólvora. A veces son, como los de la Liga, incapaces,
irresponsables, poco realistas. Pueden existir tensiones entre
los jefes y los combatientes del frente, pero nada permite creer,
como lo hace Jean Meyer, que son ajenos a la lucha heroica de
los demás. Se comprende por consiguiente, que el autor
niegue los fundamentos reaccionarios del movimiento y todo lo
que en la diaria realidad puede enturbiar su imagen.

Cristeros y agraristas

Y llegamos al segundo aspecto del libro que ocupa nuestra


crítica. Para el autor los cristeros no eran “una guardia blanca”.
Esto sería una falsa imagen. En los capítulos III y IV de la
segunda parte nos da una visión del movimiento casi propia de
Rousseau, olvidando varios de sus aspectos. Faltan
documentos en el expediente. Si la expresión “guardia blanca”
implica actos, agresiones contra maestros de escuelas,
sindicalistas, comunistas, incluso algún que otro protestante,
entonces sí los cristeros fueron una “guardia blanca”. Además
los cristeros designaban a todos sus enemigos, desde el
presidente Calles hasta los campesinos agraristas, como
“bolcheviques”. Aun cuando ellos emplearan la palabra sin ton
ni son, es significativo su uso. La prensa lo atestigua; por
ejemplo, El Machete, órgano del Partido Comunista Mexicano
que se interesaba particularmente por estas cuestiones ya que
varios de sus simpatizantes o militantes fueron víctimas de los
rebeldes(8). También lo atestigua Jean Meyer cuando al
referirse a la segunda cristiada, de mucho menor cuantía militar
y política que la primera, menciona a cien maestros de escuela
asesinados y a doscientos heridos o amputados (p. 213). ¿Y
qué pensar de la rabiosa e inexplicable lucha entre los cristeros
y los agraristas, campesinos que la reforma agraria acababa de
dotar de tierras? Es por lo tanto imposible limitarse a las
explicaciones del autor quien ve en los agraristas una “policía
rural” combatiendo a pesar suyo, bajo la amenaza de los fusiles
que el ejército federal apuntaba a sus espaldas (págs. 114,
115). Los cristeros, tanto en su programa político como en su
guerra cotidiana son enemigos de la Reforma Agraria. Los
aspectos poco halagadores de la realidad cristera que Jean
Meyer difumina o calla son muchos y precisamente son
aquellos que merecerían una discusión detallada punto por
punto. Citemos a granel: la anarquía y los conflictos personales
en las filas de la Guardia Nacional Cristera, las tendencias a la
indisciplina, al pillaje y al vandalismo de los combatientes(9), el
ataque contra el tren de pasajeros México-Guadalajara(10), el
sospechoso mundo de conspiradores y terroristas que gravita
alrededor de personajes como la Madre Conchita, José de
León Toral, Luis Segura Vilchis, el padre Pro o sus hermanos, y
une, en la práctica, al estado mayor de la LNDRL con los
combatientes del frente(11).

La prueba de los ricos

Todo esto no preocupa mucho a Jean Meyer; de todos modos,


para él los cristeros no son una “guardia blanca”, ni un
movimiento de extrema derecha ya que “los ricos están de
parte del gobierno” y no entre los rebeldes (p. 97). Este es el
gran argumento y hay que examinarlo. El autor se apoya en el
cuestionario que presentó a los ex-cristeros (págs. 94-97). En
efecto, entre las 378 respuestas obtenidas las de los
hacendados son una excepción y una minoría las de
administradores de hacienda, rancheros y pequeños
propietarios. Pero, ¿bastará esto para establecer una línea
divisoria clara entre ricos y pobres? Responderemos
nuevamente que no es frecuente ver a los “ricos” en primera
línea y sobre todo a los “ricos” de la época, quienes después
de la Revolución, como lo apuntamos anteriormente, habían
quedado divididos en dos clanes de ideología y mentalidad
francamente opuestas. Los que se aprovechaban de la
revolución, políticos, hombres de negocios, aventureros,
muchas veces hombres del norte, de mentalidad fronteriza -el
autor tiene mucha razón al recalcar este punto- fascinados por
el gran capitalismo americano; y los antiguos, la vieja casta
aristocrática, las buenas familias de provincia, de estas
provincias católicas y profundamente españolas del Centro y el
Occidente, a veces arruinadas, siempre amenazadas por la
Constitución y por leyes que ya no son las suyas(12). Tal es el
origen de los licenciados de la Liga y de muchos jóvenes
oficiales del ejército de Gorostieta. Si, a fin de cuentas, fueron
pocos los miembros de estas familias que participaron en los
combates, en cambio fueron numerosos los que sostuvieron el
movimiento armado militando en las filas de la Liga, de la
Asociación Católica de la Juventud Mexicana, o de la Unión
Popular.

Cuatro contradicciones

Para cerrar la lista de las críticas que se pueden dirigir al autor


de La cristiada, conviene interrogarlo acerca de las
contradicciones que contiene su libro. Escogeremos cuatro que
nos parecen reveladoras.

1) Si los guerrilleros combatían por la libertad de la fe, para el


restablecimiento de la eucaristía en los altares, ¿cómo explicar
su rabia, su amargura, su frustración cuando se firma un
“modus vivendi” entre la iglesia y el Estado? (p. 210) ¿Será que
combatían también por algo temporal?

2) Jean Meyer nos presenta para los años 1900-1925, una


iglesia mexicana dinámica, preocupada por una política social,
y por las organizaciones de masas, desarrollando “las
esperanzas escatológicas de un socialismo cristiano dirigido
por el clero” (p. 218), razón por la cual no entendemos por qué,
según el autor, esta Iglesia decide a partir de 1925 seguir una
política oportunista y egoísta, lejos del pueblo cristiano en
armas(13).

3) ¿Cómo es posible escribir en una misma página:


“Respaldado con este apoyo (del episcopado) el Comité
Director de la Liga lanzó la orden general de levantamiento
para los primeros días de enero de 1927, demostrando así su
inexistencia militar y su irresponsabilidad política” y “La
insurrección psicológicamente posible desde los primeros
levantamientos fue masiva y unánime en el Centro y el
Occidente en donde las masas campesinas de la U.P.(14) que
había transmitido la orden, trataban de revivir la toma de
Jericó”? (p. 54) ¿Será demostrar “inexistencia militar” lanzar
una insurrección masiva? La preocupación del autor por
separar a la Liga de los cristeros, a los combatientes de su
estado mayor, lo lleva a tal contradicción.

4) Reconocer al sinarquismo como la variedad mexicana del


fascismo no plantea aparentemente ningún problema a Jean
Meyer (p. 220). Se le olvida que muchos de los miembros de la
Liga se volvieron sinarquistas, que la biblia del movimiento fue,
al lado de Mein Kampf, el conjunto de los escritos del obispo
Leopoldo Lara y Torres(15), y que el ex-führer mexicano,
Salvador Abascal, ocupó su retiro en editar apologías del
movimiento cristero.

Una conclusión alternativa


Tratemos por último de formular una conclusión, ya que es
necesario rebasar las conclusiones en serie del autor que,
atrapado entre la realidad histórica y su entusiasmo
hagiográfico, no puede sacar claramente la lección de los
acontecimientos, ni situarlos en la génesis del México actual, ni
en la historia de la Iglesia. Hacer historia no es “abandonarse al
caos” (p. 225), es enfrentar todas las contradicciones de la
realidad, lo que es muy diferente.

Empecemos restituyendo al conflicto sus dimensiones


históricas. Si el enfrentamiento entre Iglesia y Estado fue
forzosamente nacional e internacional, la rebelión en sí misma
fue local. Meyer, que tiende siempre a darle importancia a La
cristiada, llama “estados escaparates” a los lugares donde no
hubo guerra ni persecusión, en donde los católicos no estaban
sometidos a la influencia de las organizaciones facciosas, es
decir a las dos terceras partes de la federación (p. 32). Estos
estados no eran la apariencia exterior del país, sino que
reflejaban su más común realidad. En el propio Jalisco, la
importancia real de los cristeros estaba lejos de poner de
manifiesto “la unanimidad de un movimiento telúrico” (p. 120)

Asentado esto, y conservando la proporción histórica, se puede


afirmar que la guerra de los cristeros no fue sino la pieza
principal de una compleja operación encaminada a derrocar al
régimen nacido de la revolución.

Los cristeros lucharon en favor de la contrarrevolución, al


servicio de todos aquellos a quienes molestaba el nuevo
estado de cosas. El campesino tenía, claro está, sus propias
motivaciones pero ésta, se sumaban a las de todos los
perdedores en el gran desbarajuste revolucionario de los años
1910-1920. La Iglesia temía perderlo todo al cambiar su
estatuto legal y como lo había hecho con anterioridad en
Europa atravesó por una crisis de adaptación a la sociedad
capitalista moderna. La vieja oligarquía se sentía amenazada
por la demagogia y por un mundo que la olvidaba
inexorablemente. Impulsado por ambas, el campesino católico
del Centro y el Occidente reaccionó, enfrentando a un gobierno
ateo que repartía tierras con la mano izquierda y con la
derecha implantaba la economía de mercado, procuró en una
forma más o menos confusa restablecer el mundo rural sobre
sus bases religiosas, patriarcales y autárquicas
tradicionales(16). Las tres fuerzas: Iglesia, antigua oligarquía,
campesinos católicos, se apoyan mutuamente y son
inseparables: las tres hablan el mismo lenguaje y confunden en
el mismo oprobio “el colectivismo bolchevique” y el “capitalismo
judeo-masónico” de los gobernantes post-revolucionarios. Esto
es lo que se niega a proclamar el autor, deslumbrado por las
infanterías heroicas, ofuscado por la belleza de un combate
desesperado y perdido de antemano.

Ciertamente, entre sus conclusiones, Meyer apunta: “La


cristiada es doblemente contrarrevolucionaria”, pero añade a
renglón seguido: “contra la revolución en el sentido mexicano,
en el sentido de la ciencia política clásica (y no en el sentido
progresista y marxista)” (p. 221). Jean Meyer acaba pues por
hablar de contrarrevolución pero pone una condición para
hacerlo: la de que los cristeros no aparezcan como
“reaccionarios”, opuestos a una revolución progresista, lo que a
pesar de todo fue la revolución mexicana, aun cuando resulte
difícil de catalogar. Este pequeño paréntesis es una manera
indirecta de decir que los cristeros fueron progresistas. Es
sobre todo una manera de negar la posibilidad de cualquier
análisis marxista del fenómeno. Entonces ¿de qué otro tipo de
análisis puede ser objeto? ¿de un análisis como el de Jean
Meyer que se asume como subjetivo y deja lugar, sin
reticencias, a los sentimientos personales? “No queremos
acallar nuestros sentimientos que son la tercera dimensión de
la historia” escribe (p. 225). Pero este análisis “por simpatía” no
convence. Nuestro propósito ha sido demostrar sus
insuficiencias y sus limitaciones.

Notas

(1) Dos expresiones frecuentes. Se hallan bajo la pluma, por


ejemplo, de Luis Rivero de Val en su memorias, Entre las patas
de los caballos. Diario de un cristero Ed. Jus, México, 1953, p.
14 y p. 15.

(2) J.M., p. 20 habla de llamados a la matanza. Hay que


recalcar también, como él, que en el interior de la Iglesia se
dieron excepciones individuales, sacerdotes zapatistas y
maderistas.

(3) El Partido Nacional Agrarista apoyó a Obregón al mismo


tiempo que procuraba presionarle y lograr que llevara a cabo
una reforma agraria radical. El Partido Comunista Mexicano,
fundado en 1919. no empezó a contar hasta 1925.

(4) Meyer se refiere a su “propósito determinado de tomar el


poder y ejercerlo sin negociaciones”. Sin embargo, añade más
adelante: “En 1925 y 1926 la Liga lleva a cabo un combate
legal, no violento, inspirado en la Kulturkampf”. No por ello hay
que dar crédito al mito clerical de la LDLR, obligada a la acción
bélica después de haber agotado todos los medios legales para
modificar la Constitución. Su presidente, Rafael Ceniceros y
Villarreal, escribe por ejemplo: “La Liga, fundada con el
propósito de defender todas las libertades y en particular la
libertad religiosa, no descartó de su programa la acción
armada, como medio de defensa, al contrario, la incluyó en él
como su modalidad más eficaz”. Historia de la LDLR
(manuscrito) citado por A. Barquin y Ruiz en Luis Segura
Vilchis, Ed. Jus, México, 1967. p. 119.

(5) Véase por ejemplo el manifiesto de Luis Rivero de Val, op.


cit. Además de exigir la libertad de conciencia, de culto y de
enseñanza, pide el respeto a la propiedad privada (punto no. 9
que se refiere a la reforma agraria) y garantías para el capital
extranjero, acompañado de la no retroactividad de las leyes
(puntos nos. 7 y 8) lo cual constituye una toma de posición
contraria a la ley de nacionalización petrolera del presidente
Calles, que es efectivamente retroactiva en relación a la
Constitución de 1917. También es una llamada a los
norteamericanos para que ayuden a los que defienden sus
intereses. El texto de la constitución ha sido publicado y
comentado por Vicente Lombardo Toledano en La constitución
de los cristeros, Ed. Librería Popular, México, 1963. Intenta
fundar un estado carismático, corporatista y autoritario,
rechazando explícitamente la reforma agraria e imponiendo un
orden moral apremiante y férreo.

(6) Meyer admite tímidamente este beneplácito, pero no hay


ningún fundamento para hablar como él hace de “una
afirmación prudente” de los obispos cuando contestan las
preguntas de la Liga relativas a la legitimidad de la guerra. La
“legitimidad de la rebelión armada de los católicos mexicanos”
se proclamó claramente en la reunión común del Comité
Episcopal y del secretariado de la LDLR el 26 de noviembre de
1926.

(7) También a este respecto trata Jean Meyer de aislar lo más


posible de la política vaticana a los cristeros. La Iglesia habría
subestimado las consecuencias de su decisión (p. 218).
Escribe: “De hecho la decisión episcopal de suspender el culto
fue lo que desencadenó la cristiada, pero ello no implica
responsabilidad formal de los obispos”. (p. 77) Después de
haber leído el libro no queda muy claro cuál es el propósito del
autor, si evitar que la política de la Santa Sede ensombrezca la
imagen de los cristeros o tratar de exculpar a la Santa Sede por
su política.
(8) Véase El Machete, del 12-11, 1927, del 8-9, 1928, del 19-9,
1928, del 6-10, 1928, del 22-12, 1928, del 9-1, 1929, del 12-3,
1929, del 6-4, 1929.

(9) Sobre estas cuestiones los libros más instructivos son: Por
Dios y por la Patria. Memorias de mi participación en la defensa
de la libertad de conciencia y culto… Ed. Jus, México, 1964,
por Heriberto Navarrete, S.J. antiguo secretario del general
Gorostieta. El autor consagra los capítulos 28 al 31 de su libro
al significativo caso del coronel cristero Victoriano Ramírez “el
catorce”. Las Memorias de Jesús Degollado Guízar, último
general en jefe del ejército cristero, Ed. Jus, México, 1957.
Además del caso que menciona a las citas que hace a lo largo
del libro (oficiales fusilados o destituidos) Jesús Degollado
Guízar publica en apéndice, entre otros documentos, circulares
que castigan con la pena de muerte las violaciones y el robo y
que reglamentan los “préstamos forzados”.

(10) Indicado sin más comentario por J.M.. p. 69 (“ataque al


tren de la Barca”). El tren fue dinamitado y asaltado, los
vagones incendiados. La cifra más baja de víctimas que indica
la prensa de los días 20, 21, 22-4-1927, es de sesenta viajeros
quemados vivos, entre ellos treinta niños. Los asaltantes
estaban capitaneados por el sacerdote-coronel José Reyes
Vega. Calles replicó expulsado del país a los obispos.

(11) Todos complicados en atentados contra el general


Obregón, presidente electo de la República.

La Liga quería ejecutarlo porque pensaba que la desaparición


del predecesor y sucesor electo de Calles iba a provocar una
crisis política grave. Luis Segura Vilchis, encargado por la Liga
de la ejecución de Obregón, fracasó y fue arrestado en
compañía de los hermanos Pro. El padre Miguel Agustín Pro
S.J., cuya participación en el atentado no fue demostrada, era
el responsable de propaganda de la Liga en el Distrito Federal.
Sus hermanos, complicados en la preparación del atentado, se
encargaban de proveer de armas a los cristeros. Concepción
Alvarado de la Lata (la Madre Conchita) era superiora de un
convento clandestino de México en donde se reunían los
ligueros. Ella contrató a León Toral para que asesinara a
Obregón, cosa que hizo el 17 de julio de 1928.

(12) La reforma agraria es una amenaza para los propietarios


sin apoyo en el nuevo régimen. Bajo Obregón y Calles la
reforma, todavía limitada, es una realidad. Ver a este propósito
el capítulo del libro de Michel Gutelman, Reformas y
mistificaciones agrarias en América Latina: el caso de México,
Maspero, París, 1971.

(13) Ibid, p. 46 “Roma persiste en su moderación y procura


hasta el final lograr un entendimiento entre las partes, lo
seguirá anhelando a lo largo de los tres años de guerra que
impone a los católicos mexicanos hasta junio de 1929”.

(14) U.P.: Unión Popular, importante partido católico de Jalisco


que formaba parte de la LNDLR.

(15) Obispo de Tacámbaro. Apoyó a los cristeros hasta el final,


incluso después del cambio de actitud de la Iglesia. Defendió
su memoria después de la firma de los “acuerdos” de junio de
1929.

(16) J.M no deja de describir este último fenómeno, en la


página 151, por ejemplo, pero no lo relaciona con los
fundamentos del movimiento y lo usa como un rasgo
hagiográfico más.
Relacionado

También podría gustarte