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CURSO GENERAL
tirant lo b anch
Valencia, 2010
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113. El estoppel
Hay quienes consideran que el estoppel es la otra cara de la aquiescencia. Am-
bos proceden, sin embargo, de razonamientos jurídicos diferentes. Tratándose
de estoppel lo fundamental no es el acto o comportamiento en sí, sino la reacción
frente al mismo; lo que interesa descubrir no es la voluntad en obligarse de un
sujeto que hace una declaración o se comporta de una manera determinada, sino
las expectativas legítimas que la declaración o el comportamiento de tal sujeto
despertaron en los demás, que ajustaron a ellas bona fide su posición y ahora se
verían perjudicados por la inconsistencia en el decir y hacer (o no hacer) de la
otra parte (CIJ, Plataforma continental del Mar del Norte,1969; Golfo de Maine,
1984; Controversia fronteriza entre El Salvador y Honduras. Demanda a efectos
de intervención de Nicaragua, 1990; Licitud del empleo de la fuerza, 2004).
En virtud del estoppel un sujeto podría ser obligado definitivamente por actos
y comportamientos que en sí mismos carecían de efectos jurídicos, y ello con el
fin de impedir que saque provecho de sus propias contradicciones en perjuicio de
otro. El estoppel es redundante una vez verificada la aquiescencia (CIJ, Senten-
cia arbitral dictada por el Rey de España, Honduras c. Nicaragua, 1960). Pero
puede haber aquiescencia sin estoppel y, viceversa estoppel sin aquiescencia.
En todo caso, al igual que ocurre cuando se trata de la aquiescencia (CIJ, Pla-
taforma continental del Mar del Norte, 1969; Golfo de Maine, 1984), las declara-
ciones y comportamientos a partir de los cuales se invoca el estoppel deben ser
claros o inequívocos, persistentes y coherentes. Pero más importante aún que
eso es probar el perjuicio sufrido por el invocante del estoppel como consecuencia
de la posición que asumió con base en tales declaraciones y comportamientos.
Entre ambos —el comportamiento de uno o actitud primaria (E. Pecourt) y la
modificación de la posición del otro en su propio perjuicio o actitud secundaria
debe existir una relación de causalidad (CIJ, Frontera terrestre y marítima entre
Camerún y Nigeria, 1998).
préstitos serbios, 1929; CIJ, Anglo-Iranian Oil Co., 1952), pero eso no impide a
las partes localizar su régimen jurídico en el Derecho Internacional, conforme al
principio de autonomía de la voluntad, que faculta a las partes para designar la
ley aplicable al contrato (IDI, Atenas, 1979) (v. par. 461). Todo ello con indepen-
dencia de la cobertura que a los llamados contratos de Estado pueden brindar
los tratados de cooperación, asistencia, desarrollo y protección de inversiones.
mero, su transitoriedad…, se cuentan entre ellos. Sobre esta base, diríase que
el nombre del tratado se circunscribe habitualmente a los acuerdos bilaterales
entre Estados sobre materias de importancia o con una secular tradición con-
vencional: paz, amistad, neutralidad, límites, establecimiento, extradición…,
encorsetados en un instrumento solemne que contiene cláusula de ratificación
(v. par. 166, 168) y es estipulado por el Jefe del Estado; o que las nuevas áreas de
cooperación, bi o multilateral, los nuevos sujetos y las nuevas formas de mani-
festación del consentimiento reclaman a su vez otras especies, otras cabeceras,
otros nombres, entre los que parecerían gozar de mayor aceptación los más neu-
tros de convenio o, incluso, acuerdo, aunque no parece que los usuarios hayan
querido, llamando al acuerdo acuerdo rendir tributo a los pueblos primitivos
que llamaban hombre al hombre y río al río.
La denominación de un acuerdo escrito es en sí misma irrelevante para esta-
blecer la existencia o no de un tratado en los términos genéricos en que lo hemos
definido, adoptados por la Convención de Viena (art. 2.1.a) y confirmados por la
Corte Internacional de Justicia. Así, en el asunto de la Plataforma continental
del Mar Egeo (1978), donde se afirma que no existe regla de Derecho Interna-
cional que prohíba que un comunicado conjunto constituya un acuerdo interna-
cional, dependiendo esencialmente de la naturaleza del acto al que se refiere, y
no de la forma que se le da; o en el asunto de la Delimitación marítima y cues-
tiones territoriales entre Qatar y Bahrein (1994), que considera que las minutas
de una reunión celebrada por las partes en 1990 enumeraban los compromisos
consentidos por éstas y constituían un acuerdo internacional. Asimismo, en el
asunto relativo a la Isla de Kasikili/Sedudu la Corte (1999) entendió que un
comunicado suscrito por los Presidentes de Bostwana y de Namibia incorporaba
un acuerdo del que se desprendían obligaciones jurídicas.
Dicho esto, la denominación de un acuerdo escrito puede tener alguna utili-
dad como índice para: 1) la identificación de uno de los elementos definitorios
del tratado, a saber, la voluntad de las partes de crear derechos y obligaciones
jurídicas regidas por el Derecho Internacional; 2) el reconocimiento por una de
ellas de la subjetividad internacional de la otra; 3) la discriminación entre los
Estados y otros sujetos como partes; y 4) la determinación de su régimen cons-
titucional.
En relación con lo primero, si no se excluye que bajo la cobertura de un co-
municado conjunto o de una minuta se esconda un tratado, será bien difícil
negar que lo sea el documento que presentamos bajo este mismo nombre, el de
convención o el de convenio. El recurso a cabeceras blandas, u otras polivalen-
tes (declaración, acta, carta…) permite, en todo caso, escamotear o poner en
duda la voluntad de generar obligaciones jurídicas. Tómese, como ejemplo, la
declaración tripartita de Madrid, de 14 de noviembre de 1975, entre España,
Marruecos y Mauritania, con base en la cual España abandonó el Sahara occi-
dental (v. par. 65).
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Otro tanto cabe decir en relación con lo segundo. Mediante el recurso a deter-
minadas cabeceras blandas o polivalentes se insufla ambigüedad sobre el reco-
nocimiento de la subjetividad internacional de una de las partes por la otra. Un
Estado no suscribe tratados o convenios con entes cuya personalidad internacio-
nal desea mantener entre corchetes. En este sentido es sugerente la forma en
que el Ministerio español de Asuntos Exteriores informó acerca del comunicado
conjunto hispano-británico de 27 de octubre de 2004 “sobre el que el ministro
principal de Gibraltar…había sido consultado y…expresado de forma separada
su acuerdo”. Según el comunicado se establecía un “nuevo foro de diálogo a tres
bandas sobre Gibraltar” a base de una agenda abierta en la que cada una de las
partes, “sin perjuicio de su respectivo status constitucional (incluyendo el hecho
de que Gibraltar no es un Estado soberano e independiente)”, podría plantear
cualquier asunto, tener voz propia y separada y participar sobre la misma base.
El comunicado puntualizaba que “cualquier decisión o acuerdo alcanzado en el
foro deberá ser acordado por cada uno de los tres participantes” y añadía: “Si las
tres partes desean adoptar una decisión…respecto a un asunto sobre el que el
acuerdo formal debiese ser, de forma apropiada, entre España y el Reino Unido,
se entiende que el Reino Unido no prestará su correspondiente acuerdo sin el
consentimiento del Gobierno de Gibraltar” (v. par. 64).
En cuanto a lo tercero, la práctica de la Unión Europea sugiere un cierto
sentido discriminatorio, de clase, cuando reserva los tratados, que son conclui-
dos por los Estados miembros, para dar forma a su constitución material, y
denomina acuerdos, según los tratados, a los concluidos bilateralmente por las
instituciones de la Unión.
Otro tanto cabe advertir cuando la capacidad convencional se contempla des-
de los entes territoriales que componen el Estado: en Estados Unidos se denomi-
nan agreements o compacts los acuerdos celebrados por los Estados federados;
en Argentina, la Constitución enmendada en 1994 (art. 124) facultó a las pro-
vincias para celebrar convenios internacionales dentro de ciertos límites. Cons-
ciente o subliminalmente, el término tratado es omitido.
Por último, la denominación del acuerdo escrito, irrelevante en principio in-
ternacionalmente, puede no serlo en el orden interno, y así lo reconoce la misma
Convención de Viena (art. 2.2). No es recomendable, pero nada impide a los
Derechos estatales acuñar para el tratado —o para otros títulos— una acepción
particular y dotarla de efectos jurídicos.
A nadie escapa, por ejemplo, la repercusión que ha tenido en Estados Unidos
la distinción —nacida de la práctica— entre los treaties y los executive agree-
ments, sea por su conclusión (con intervención o no del Senado actuando por
mayoría de dos tercios), sea por su rango (por encima o no de las leyes de los
Estados miembros de la Unión), sea por las garantías de su cumplimiento, espe-
cialmente las financieras. Más allá de lo jurídico, treaties y executive agreements
han escalafonado moral y políticamente a las contrapartes, separando a los ami-
gos de los hijos de perra (siempre desde una óptica washingtoniana). En las
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ellos España); y 2) respecto de todos —pero sólo— los tratados celebrados con
posterioridad a la fecha de su entrada en vigor para cada uno de ellos (art. 4).
No obstante, su relevancia positiva rebasa con mucho esta limitación si se
considera desde la perspectiva de su aportación a la codificación y desarrollo
progresivo de normas generales. La misma Convención precisó que nada obsta-
ría a la aplicación de cualesquiera de las normas enunciadas “a las que los tra-
tados estén sometidos en virtud del DI independientemente de la Convención”
(art. 4).
A este respecto es revelador que ya antes de la vigencia de la Convención
los tribunales internacionales invocaran sus artículos alegando su dimensión
consuetudinaria (CIJ, Namibia, 1971; Consejo de la OACI, 1972; Competencia
en materia de pesquerías (competencia) 1973; Plataforma continental del Mar
Egeo, 1978; ss. arbitrales en los asuntos del Canal de Beagle y de la Plataforma
continental entre Francia y Gran Bretaña, 1977). Luego esas referencias se han
generalizado sin importar que las partes en la controversia no fueran partes en
la Convención (ss. arbitrales en los asuntos Young Loan, 1980, Delimitación de
la frontera marítima entre Guinea y Guinea-Bissau, 1985, Pesca en el golfo de
San Lorenzo, 1986, entre Canadá y Francia; CIJ, Controversia fronteriza entre
El Salvador y Honduras, 1992; Controversia territorial (Libia/Chad); 1994, Isla
de Kasikili/Sedudu (Bostwana/Namibia) 1999, Soberanía sobre Pulau Ligitan
y Pulau Sipadan (Indonesia/Malasia), 2001).
Siendo amplia, la Convención no es exhaustiva; rige sólo las relaciones in-
terestatales (arts. 1, 2.1 a y 3 c) y excluye cuestiones como la responsabilidad
internacional por incumplimiento, los efectos de la ruptura de hostilidades y la
sucesión (art. 73). Pero las relaciones convencionales entre Estados y Organiza-
ciones Internacionales o entre Organizaciones Internacionales fueron reguladas
por la Convención de 21 de marzo de 1986 ajustándose a la horma de la Conven-
ción de 1969 y sobre las cuestiones excluidas se abrieron procesos de codificación
y desarrollo progresivo que han avanzado desigualmente y que serán oportuna-
mente considerados (v. par. 296, 233, 242). En todo caso, como recordó la Con-
vención de 1969 (preámbulo, último párrafo), las normas consuetudinarias son
aplicables a todas las cuestiones no reguladas en sus disposiciones.
El carácter dispositivo de buen número de las normas internacionales y las
remisiones, directas e indirectas, que hacen al Derecho interno, son razones
por las que los ordenamientos estatales contienen reglas que las completan.
Así, en el vigente Derecho español se descubren disposiciones pertinentes en
la Constitución de 1978, Estatutos de Autonomía, leyes orgánicas del Tribunal
Constitucional y del Consejo de Estado y en sus Reglamentos, Reglamentos de
las Cámaras legislativas, Código civil… Antes, en 1972, el Ministerio de Asun-
tos Exteriores había querido imponer una cierta racionalidad en una de las
actividades más caóticas de la Administración —la de la formación, registro y
publicación de los tratados— para lo que se dictó el Decreto 801/1972, de 24 de
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XXXIX. LA REPRESENTACIÓN
Los sujetos del Derecho Internacional, personas jurídicas, actúan a través de
órganos individuales y colectivos. En Derecho Internacional las reglas que rigen
su representación en la formación de los tratados —codificadas por las Conven-
ciones de Viena— se basan en la acreditación, expresa —los plenos poderes— o
implícita, y en la aceptación del carácter representativo que ostentan, por sí
mismos, determinados órganos encargados de la acción exterior.
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por la Ley en las delegaciones que negocien tratados que afecten a materias de
competencia autonómica.
La práctica es de lo más variado. Más allá de las reglas que cada Conferen-
cia elabora para permitir su acceso con estatuto de observador, hay formas de
participación indirecta. En algunos casos, representantes de ONG y del sector
privado pueden integrarse en las delegaciones oficiales de los gobiernos, que
obtienen así cobertura política frente a sus opiniones públicas en temas muy
sensibles. Dentro o fuera, su presencia, lejos de ser retórica, ha influido en la ne-
gociación y adopción de textos. Fue el caso, por ejemplo, de la Convención de las
Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (1989), la Convención relativa a
los humedales de importancia internacional, especialmente para aves acuáticas
o Convención Ramsar (1971), el Protocolo de Montreal relativo a las sustancias
que agotan la capa de ozono (1987), el Convenio contra la Tortura (1984) y, muy
particularmente, la Convención sobre las minas antipersonas (1997), y el Esta-
tuto de la CPI (1998). Excepcionalmente ONG de países desarrollados han sido
la argamasa de coaliciones de países en desarrollo y han elaborado su estrategia
de negociación. Así ha podido señalarse su papel en las conferencias sobre el
cambio climático, al estar detrás de la asociación de pequeños estados insulares
(AOSIS) o asumir, incluso, la representación de algunos de ellos.
(arts. 12, 13, 14, 15 CV). Los negociadores suelen establecer cláusulas amplias
y flexibles a fin de agilizar la entrada en vigor, potenciar la participación en los
tratados multilaterales y sortear dificultades originadas por prescripciones del
Derecho interno de los Estados. Además, se admite que, sea cual sea la forma
convenida por los negociadores, el Estado o la Organización Internacional tie-
nen derecho a, unilateralmente, formalizar su consentimiento de otra manera
siempre que su intención en tal sentido se desprenda de los plenos poderes de
su representante, se haya manifestado durante la negociación o, en relación con
la firma, se haya otorgado con reserva de ratificación (aceptación o aprobación)
(arts. 12.1. c, 12.2.a, 14.1.c y d y 14.2 CV 1969 y 1986 y 14.3 CV1986).
Entre las formas de manifestación del consentimiento mencionadas en el
artículo 11, unas, como la firma y el canje de instrumentos constitutivos de tra-
tado, habituales en tratados bilaterales, se materializan en el propio tratado;
otras, como la ratificación (especialmente solemne y propia de los Estados), la
confirmación formal (que es una suerte de ratificación de OI), la adhesión, la
aceptación y la aprobación, se incorporan en un documento ad hoc.
autorización (v. par. 217), aunque no sea recomendable, como semilla de litigios,
especialmente en las relaciones bilaterales (considérense, por ejemplo, desde
esta perspectiva las reservas y contra-reservas que acompañaron los instrumen-
tos de ratificación de Estados Unidos y de Panamá del Tratado de Neutralidad
Permanente y Funcionamiento del Canal de Panamá, 1977; o la declaración
del Senado de Nicaragua incluida en el instrumento de ratificación del tratado
Bárcenas-Esguerra, con Colombia, 1928, y luego materialmente incorporada en
el protocolo de canje de ratificaciones, 1930).