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Dios sabe
Titulo original: God Knows
Para las referencias bíblicas que constituyen el hilo conductor del texto, y abundan a
centenares, se ha utilizado, por su insuperable calidad literaria, la traducción de la Biblia
al castellano por Casiodoro de Reina, revisada por Cipriano de Valera, en su revisión de
1960. Tal es la calidad de esta traducción que, según están descubriendo ahora los
eruditos, en los puntos donde existían discrepancias con la «versión autorizada» inglesa
del rey Jacobo I Estuardo, resulta que las versiones acertadas correspondían a la
traducción española y no a la inglesa.
Dado que es imprescindible, por fidelidad al autor, mantener las expresiones en
yiddish que figuran en el texto, y a fin de no recargar éste con notas a pie de página, al
final de la obra figura un breve glosario de esas expresiones.
Abisag la sunamita
Abisag la sunamita se lava las manos, se empolva los brazos, se quita la túnica y se
acerca a mi cama para yacer encima de mí. Según va tomando suavemente posesión de
mí con sus bracitos y sus piernecitas, con su barriguita regordeta y su boca fragante, sé ya
que no valdrá de nada. Mis tiritonas continuarán y ella temerá haber vuelto a fallarme.
Los escalofríos que me sacuden vienen de dentro. Abisag es preciosa. Me han dicho que
esta niña es virgen. ¿Y qué? Ya he poseído antes a vírgenes hermosas y me pareció que
perdía el tiempo. Las dos mujeres que más he amado en mi vida estaban casadas cuando
las conocí y si habían aprendido a complacerme era porque ya habían vivido con sus
primeros maridos. Las dos veces tuve suerte, pues sus maridos murieron justo cuando me
convenía a mí. Abisag la sunamita es una muchacha agradable, limpia, de carácter dulce
y obediente y de movimientos pausados y graciosos. Se baña todas las mañanas, todas las
tardes y todas las noches. Se enjuaga las manos y se lava los pies todavía más a menudo y
se limpia y perfuma debajo de los brazos escrupulosamente cada vez que se me acerca a
darme de comer, a taparme o a acostarse conmigo. Tiene un cuerpo leve y delicado y es
muy joven, de piel tersa y morena, pelo brillante y liso peinado hacia atrás y hacia abajo,
que le cae sobre los hombros, y ojos muy grandes, acogedores y suaves, con unos blancos
enormes y unos iris oscuros casi del color del ébano.
Aun así, preferiría a mi mujer, que ahora pide verme por lo menos dos veces al día.
Pero sólo viene porque le preocupan ansiosamente su vida y la seguridad y la elevada
condición futura de su hijo cuando, por así decirlo, ya no figure yo entre los vivos. No le
importo; y, probablemente, en realidad nunca le he importado. Quiere que su hijo sea rey.
Va arreglada. También es hijo mío, claro, pero tengo otros; más, creo, que memoria me
queda para recordar sus nombres si alguna vez tratara de enumerarlos. Cuanto más viejo
me hago, menos me interesan mis hijos y, de hecho, todo y todos los demás. ¿A quién
coño le interesa el país? Mi mujer, que es alta y de anchas caderas, es un contraste
viviente con Abisag en casi todos los aspectos. Al contrario que Abisag, por lo general
contempla a todo el mundo con cara de pocos amigos y tiene los ojos azules, pequeños y
penetrantes. Tiene la piel clara y sigue tiñéndose el pelo de amarillo con esa mezcla de
azafrán y prímula que perfeccionó hace milenios, después de décadas y décadas de
pruebas. Es alta, arrogante, egoísta e imponente, y supera con mucho a mi tímida criadita,
a la que somete a menudo a miradas groseras de inspección. Con el instinto automático
del conocedor nato, su mirada despectiva afirma confiada que en cuestión de hombres
siempre ha sabido más que Abisag. Y probablemente sigue siendo así. Y probablemente
siempre seguirá siendo así. Pero ya ha dejado esas cosas desde hace mucho tiempo.
Como de costumbre, mi esposa sabe lo que quiere y no le da ninguna vergüenza
pedirlo. Como de costumbre, lo quiere todo y lo quiere ya. Con una mirada culpable y
que se aparta nerviosa de la mía, finge no tener ningún motivo ulterior y alude, con aire
de distracción inocente y vagarosa, a promesas que ambos sabemos yo nunca hice. Y,
como de costumbre, ha fijado su objetivo con una intensidad tan concentrada que no le
permite tener en cuenta ninguna estrategia sutil que de hecho podría ayudarle a lograrlo.
Por ejemplo, no puede convencerse de que quizá yo siga amándola y deseándola de
verdad. Sigo pidiéndole que se acueste a mi lado. Ella cree que ya somos demasiado
viejos los dos. Yo no. De manera que, para abrigarme y servirme, tengo en su lugar a
Abisag la sunamita, que se ha ungido los brazos y sus hermosos pechos jóvenes y
morenos con lociones de dulce olor y se ha perfumado el cuello, las orejas y el pelo.
Abisag hará todo lo posible y no lo logrará, y cuando se levante de mi lecho yo seguiré
igual de frío que antes e igual de apesadumbrado.
Durante todo el día la luz de mi habitación está ensombrecida, como si hubiera una
densa nube formada por demasiadas motas invisibles. Las llamas de mis lámparas de
aceite vacilan sin luz. Muchas veces se me cierran los ojos, sin que yo me dé cuenta de
que vuelvo a irme quedando brevemente dormido. Por lo general, los siento inflamados y
rasposos.
—¿Tengo rojos los ojos? —pregunto a Abisag.
Me dice que los tengo muy rojos y me los lava con gotitas de agua fresca y glicerina
que va escurriendo de hilas de lana blanca. Reina el silencio más extraño bajo mi techo y
al otro lado de mis ventanas, en las calles, y parece contener y enmudecer todos los
ruidos hirientes de la ciudad, como si los tuviera asidos férreamente en su mano. Por mis
salones, mis guardianes y sirvientes andan de puntillas y especulan en murmullos. Quizá
estén haciendo apuestas. Jerusalén prospera como jamás ha prosperado, pero el pueblo
está lleno de rumores y de expectativas alarmantes. El ambiente está preñado de suspense
y de un temor cada vez mayor, con exhibiciones crecientes de ambición, engaño y
oportunismo codicioso. Nada de esto me preocupa ya. El pueblo se divide en campos
enfrentados. Que se divida. La amenaza de un baño de sangre vibra ya eléctricamente en
la brisa nocturna que llega del mar. ¿Qué más da? Mis hijos esperan a que yo muera. ¿Y
quién se lo puede reprochar? He tenido una vida larga y llena, ¿no? Podéis comprobarlo.
1 y 2 Samuel. Reyes. También Crónicas, pero eso es una versión edulcorada en la que se
pasan por alto las partes más interesantes de mi vida, como si fueran poco importantes o
indignas. Por eso me fastidian los Libros de Crónicas. En Crónicas figuro como un pelma
piadoso más aburrido que el periódico de ayer, como un predicador insípido, igual que
esa santurrona de Juana de Arco, y Dios sabe que yo nunca fui así. Dios sabe que he
follado y combatido cantidad y que lo he pasado fenómeno con las dos cosas hasta la vez
que me enamoré y murió el niño. A partir de entonces todo fue a peor.
Y, desde luego, Dios sabe que siempre he sido un tipo vigoroso, valiente y
emprendedor, rebosante de todas las emociones y los deseos más intensos de la vida,
hasta el día en que me cansé en el combate de Gob, tuvo que venir en mi ayuda mi
sobrino Abisai y comprendí, sin más posibilidad de seguirme engañando, que ya habían
pasado mis mejores años y que jamás podría volver a contar con defenderme por mí
mismo en la batalla. Entre el amanecer y el crepúsculo había envejecido cuarenta años.
Por la mañana me sentía como un muchacho invencible y por la tarde comprendí que era
un anciano.
No me gusta jactarme —ya sé que me jacto un tanto al decir que no necesito
jactarme—, pero de verdad creo que mi historia es la mejor de la Biblia. ¿Quién va a
competir conmigo? ¿Job? Ni hablar. ¿El Génesis? La cosmología es cosa de niños, es un
cuento de viejas, es una fantasía loca ideada por una abuela adormilada que ya está
cayendo en un aburrimiento complacido. La vieja Sara no está mal: se reía, mentía a Dios
y a mí eso me sigue gustando. Sara resulta casi real con su carácter generoso, bueno y
animado y con sus celos femeninos y su sentido de la rivalidad, y Abraham, claro,
siempre es cumplidor, obediente, justo, prudente y valeroso, siempre el perfecto caballero
y el patriarca inteligente. Pero, a partir de lo de Isaac y Agar, ¿qué acción hay? La de
Jacob está bien como narración, dentro de su estilo primitivo, y lo de José es bastante
movido con su historia del niño mimado, hijo tardío, predilecto, travieso, de un padre
chocho. Pero luego, cuando se hace mayor, es como si desapareciera de repente, ¿no? De
pronto lo vemos repartiendo trigo y tierras en Egipto, como agente principalísimo del
Faraón, y unos párrafos después se está muriendo y exhalando su último deseo de que
algún día lleven sus huesos desde Egipto a la tierra de Canaán. Un problema más que
tuvo Moisés cuatrocientos años después.
Bueno, Moisés no está mal, eso tengo que reconocerlo, pero resulta demasiado largo
y después del éxodo de Egipto casi no hay variedad. Con todas esas leyes, la historia no
se termina nunca. ¿Quién podía escuchar tantas leyes, aunque sea a lo largo de cuarenta
años? A ver quién las recuerda. ¿Y quién iba a escribirlas? ¿Qué tiempo tenía para hacer
más que eso? Y después tenía que pasárselas a los demás. No olvidemos que Moisés era
tardo en el habla. Así le llevó tanto tiempo transmitirlas. Miguel Angel hizo estatuas de
nosotros dos. La de Moisés es mejor. La mía no se me parece nada. Es verdad que Moisés
tiene los diez mandamientos, pero las cosas que yo digo son mucho mejores. A mí me
tocan la poesía y la pasión, la violencia salvaje y el dolor crudo, sencillo y civilizador del
pesar humano. «¡Ha perecido la gloria de Israel sobre tus alturas!» Eso lo dije yo, igual
que lo de «Más ligeros eran que águilas, más fuertes que leones». Mis salmos no se pasan
de moda. Si no me estuviera muriendo ya de viejo, podría vivir toda mi vida sólo con los
derechos de mi famosa endecha. He tenido guerras y experiencias religiosas extáticas,
danzas obscenas, fantasmas, asesinatos, fugas escalofriantes y persecuciones
emocionantes. Ha habido niños que murieron de pequeños. «Yo voy a él, mas él no
volverá a mí.» Eso fue por el que murió recién nacido, por culpa mía, o de Dios, o de
ambos..., como prefiráis. Yo sé a quien echo yo la culpa. A El. «Hijo mío, hijo mío», fue
por otro, muerto en plena juventud. ¿Dónde vais a encontrar cosas así en Moisés? Y
luego, claro, está mi favorito, la joya que corona un canto de victoria que me hizo sonreír
de oreja a oreja las primeras veces que oí cómo me lo cantaban para saludarme mientras
yo me pavoneaba con mi exuberancia y mi ingenuidad juveniles. Aquél fue un placer que
se agrió en seguida. Al cabo de poco tiempo yo me encogía de temor al oír aquellas
preciosas sílabas y miraba horrorizado por encima del hombro como para evadir un golpe
de algún arma letal que me llegara por la espalda. ¡Cómo llegué a temer aquel gran
homenaje que se me hacía! Pero en cuanto murió el primero de mis enemigos mortales
me encontré con que seguía sintiéndome descaradamente encantado con aquel
espaldarazo excepcional. E incluso ahora, en mi decrepitud temblorosa, puedo
resplandecer de orgullo y se me ocurren ideas sexuales ante la imagen de aquellas
mujeres y aquellas muchachas que, con las piernas al aire y las faldas cimbreantes de
brillantes colores escarlata, azul y púrpura, saltaban al aire y exhibían las rodillas
morenas al salir corriendo jubilantes de una aldea o una ciudad en las alturas detrás de
otra para recibirnos con panderetas y otros instrumentos musicales, cuando nosotros
volvíamos tras alcanzar una victoria más y saludarnos gloriosamente una vez tras otra
con aquel coro exultante que nos hechizaba:
No hay fin de hacer muchos libros, y cuanto más reflexiono sobre esta narración mía,
más me convenzo de que cuando maté a Goliat cometí el error más puñetero de mi vida.
Aquel mismo día Saúl me reclutó en su ejército, y desde entonces me he pasado casi toda
la vida viviendo bajo la espada. El tirarme a Betsabé, y después volvérmela a tirar, y
después repetirlo una y otra vez, y tenerla en mis brazos hasta que casi me quedaba sin
fuerzas y no podía separarme de ella, quizá haya sido el segundo de mis graves errores.
Natán se puso verdaderamente pesado con aquello, y casi inmediatamente me encontré
con un hijo muerto. El amor es cosa bien fuerte, ¿no? Mi amor por Betsabé entonces era
imponente como ejército en orden, hermoso como la luna en su dolor, esclarecido como
el sol en su alegría. Dios y yo teníamos una relación bastante buena hasta que El mató al
chico; a partir de entonces yo mantuve mis distancias. Estoy seguro de que El ya debe de
haberlo notado, porque ya han pasado casi treinta años.
Una vez, antes incluso de eso, en un ataque de orgullo durante una pausa entre
conquistas decidí construirme a mí mismo un edificio espectacular y decir que era un
templo del Señor; pero Jehová dijo que no. Dios sabía mi motivación interna. Vanidad de
vanidades, como dijo el Predicador, y todo es vanidad. Dios no necesitaba el Ecclesiastés
para saber perfectamente lo que era la vanidad.
Ni yo tampoco desde que era bien joven, pues sabía, mejor incluso que mis tres
hermanos mayores furiosos en el frente de batalla, que estaba ardiendo de orgullo y
reventando de celo de lucirme cuando me encontré con la oportunidad de pelear en
singular combate contra Goliat. Era una ocasión que no podía desaprovechar yo.
No hice ni caso cuando mis hermanos me ordenaron volver a Belén después de
entregarles la comida que les había enviado mi padre para que se mantuvieran en el
combate. Por el contrario, con el descaro temerario que ya me había hecho impopular en
mi familia, fui saltando ágilmente de avanzadilla en avanzadilla en mi misión de
provocación astuta, de excitar curiosidad a todo lo largo de la línea de batalla con mi
insolencia atrevida y mi osada sinceridad. ¿Quién podía resistir a la tentación de enterarse
de quién era aquel mozo descarado de los páramos de la retrasada Judá, que había llegado
en medio de ellos tan providencialmente y parecía tan dispuesto a todo?
Saúl no. Desde luego no Saúl, que con un buen sentido decidido y desusado, estaba
tratando de crear un ejército profesional permanente en lugar de las tradicionales levas de
voluntarios, tan difíciles de manejar, en las que cada familia como la mía, o los distintos
clanes y tribus, decidía participar o no cada vez que surgía una crisis militar. Saúl estaba
centralizando un gobierno. Había derrotado a los amonitas en Jabes de Galaad, zurrado la
badana, con la ayuda más que indispensable de su hijo Jonatán, a los filisteos en Micmas,
y rechazado a los amalecitas en el desierto del sur. Fue cuando atacó a los amalecitas y se
enfrentó con Samuel para siempre por haber tomado vivo al rey y haberse llevado como
botín el mejor ganado: lo que le había dicho Samuel, que hablaba en nombre de Dios, era
explícitamente que lo destruyera todo, que matara a hombres, mujeres, niños, y aun los de
pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos. Saúl tenía una mente demasiado poco complicada
para inventarse la única mentira que hubiera podido aplacar a nuestro santón furioso: «Se
me olvidó.» En cambio, se lo jugó todo a la torpe excusa de que se había llevado el
ganado para sacrificarlo.
—Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios —fue la hosca respuesta de
aquella figura taciturna que fue nuestro benefactor, primero suyo y luego mío—. Por
cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, El también te ha desechado para que no seas
rey.
Yo podría haberle dicho a Saúl que no iba a salirle bien. Samuel cortó en pedazos a
Agag, el rey amalecita, se marchó cabreado a su casa de Ramá y nunca más volvió a ver a
Saúl en toda su vida. Para Saúl, aquella ruptura con Samuel significó una tensión mental
que no siempre pudo soportar, además de un montón de líos de los que nunca se pudo
deshacer del todo. Para mí fue un golpe de suerte.
Yo ya conocía los métodos de reclutamiento de Saúl. Cada vez que veía a un hombre
fuerte o valiente lo metía en sus fuerzas permanentes de combate como mercenario que
quedaría bien recompensado por su valor y su entusiasmo con partes liberales del reparto.
Cuando, después del duelo, volví con la cabeza, la espada y la armadura de Goliat —y
hubiera hecho falta más fuerza de la que creéis para subir con todas aquellas porquerías
por el cerro sin algo de ayuda—, Saúl me tomó para sí aquel día y no me dejó volver a
casa de mi padre.
Debo confesar que el vivir bajo la espada no siempre resultaba tan desagradable
cuando nos dedicábamos a cargarnos a filisteos, amonitas, moabitas y sirios y a zurrarles
con tal seguridad que la victoria parecía fácil y el valor normal. Pero las guerras con
Abner, Seba, Amasa, Absalón e incluso Saúl eran conflictos de un tipo completamente
diferente. Esos eran compatriotas míos. Algunos eran parientes consanguíneos. Amasa
era mi sobrino, Absalón hijo mío. No mentía yo cuando dije: «¡Hijo mío, Absalón, hijo
mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío,
hijo mío!», pero ni Dios ni Joab me dejaron la posibilidad. El destruir a un hijo propio
por alguna infracción leve y perdurable —como quiso hacer Saúl con Jonatán— puede
parecer algo maravilloso a algunos padres. A este padre no. Yo apenas si podía soportar la
idea de reñir a los míos. Creo que los mimé demasiado por olvidarme de aquello de que
la letra con sangre entra, y casi todos ellos, incluso mis predilectos, hicieron idioteces o
maldades. Especialmente mis predilectos. Y cuando murió Absalón, lloré como si se me
hubiera roto el corazón.
Todavía lloré más cuando mi niño recién nacido se puso tan enfermo y fue muriendo
lentamente. Durante siete días lloré acostado en tierra. No comí pan. Nabucodonosor se
volvió loco y comió del suelo como si fuera un buey. Yo seguía cuerdo y casi hice lo
mismo, esperando que con mi ayuno y mis llantos movería a Jehová a la compasión.
Estaba arreglado. Aquello era peor que tratar de mover una montaña.
Yo tenía un defecto grave: les tenía demasiado cariño a mis hijos, al menos a los
varones. A mis hijas no las tenía en cuenta. Ese era otro defecto, y lo he pagado bien caro
en formas que todavía resultan demasiado intrincadas para desentrañarlas del todo.
Cuando mi encantadora hija Tamar fue violada por su hermanastro Amnón, aquello me
molestó, naturalmente. Pero lo que más me molestó es que me vi en una situación
incómoda que esperaba se resolviera por sí sola, no sé cómo. No adopté ninguna medida.
Conté con que las cosas se pasarían solas, como parecía que iba a ocurrir. Y dos años
después me encontré lamentando la muerte violenta de Amnón y el exilio de Absalón, el
vengador, que huyó a Gesur después de matarlo.
Pasaron tres años antes de que Joab me convenciera para que le permitiese volver. Y
dos años más antes de permitir a Absalón que viniera al palacio a ver mi rostro. Absalón
se inclinó. Yo lo besé. Y en un abrir y cerrar de ojos me había organizado una rebelión
armada que me obligó a abandonar mi ciudad de Jerusalén y huir al otro lado del Jordán.
—¿Te acuerdas de la maldición? —me recordó Natán, casi risueño, mientras íbamos
tanteando el camino desde las puertas traseras de la ciudad hasta el torrente de Cedrón.
La victoria de Absalón era prácticamente absoluta. Más aviso da un rayo. ¡Y pensar que
yo era un rey poderoso! Dejé tras de mí diez concubinas para que me tuvieran limpio el
palacio.
Claro que me acordaba del juicio de Dios que me había transmitido Natán, el cual
ahora prefería calificarlo de maldición. ¿Qué me había poseído para suponer que iba a
salir impune de haber mandado a la muerte a Urías el heteo? El hecho de que yo sabía
que no iba a escapar al castigo fue evidente por la forma en que acepté espontáneamente
la parábola del hombre pobre que inventó para aquella ocasión Natán: la del pobre a
quien el rico que tenía numerosas ovejas privó de su única corderita.
—Vive Jehová —declaré con gran ira contra el altivo culpable—, que el que tal hizo
es digno de muerte.
—Tú —declaró Natán con un aplauso y un gritito de alegría ante el éxito de su truco
— eres aquel hombre.
El hijoputa me había calado. Y de hecho, la letanía de represalias que me recitó se
parecía mucho a una maldición.
—Tres formas hay de humillarte de arrepentimiento —empezó—. No, que sean
cuatro. Sí, cuatro cosas hay que no conocen exceso de pena —cuando Natán se pone a
moralizar es como si me echaran vinagre en la boca, humo a los ojos. En comparación
con Natán, Polonio era una esfinge. Pero ahora, a medida que seguía hablando,
gradualmente se me pasó la aprensión.
Lo de que la espada no se fuera a apartar jamás de mi casa no me preocupó mucho;
porque, ¿cuándo, antes o después de entonces, ha gozado de mucha paz nadie que viva en
este Creciente Fértil entre Asia y Africa y entre el desierto de Arabia y el Mar
Mediterráneo?
¿O, que sepamos, en cualquier otra parte del mundo? Aquello no me venía mal, y era
posible que mi atención se desviara cuando empezó a explayarse sobre la segunda parte
de mi sentencia olímpica, que tampoco me alarmó demasiado.
El mal se iba a levantar sobre mí de mi misma casa. ¿Y qué? Esa era una posibilidad
que daba por hecha casi cualquier padre judío. ¿A qué padre no le crean sus hijos toda
clase de problemas? A nuestros jueces tampoco les iba muy bien. Los hijos de Samuel
aceptaban sobornos; los de su predecesor, Eli, se acostaban con mujeres en el tabernáculo
de la congregación. Y yo tenía más hijos de los que podía contar. ¿Ha sabido ninguno de
ellos lo que significaba alguna vez la palabra gratitud? Esto de tener un hijo
desagradecido es más duro que el colmillo de una serpiente.
La sección tercera resultaba un tanto remota: como yo me había acostado con la
mujer de otro, me iba a ocurrir una vergüenza parecida con un prójimo mío. Si llegaba a
pasar parecía bastante justo. Pero ¿quién podía predecir por las enigmáticas palabras de
Natán que un hijo mío sería el «prójimo» que haría con mis mujeres a la vista del sol lo
que yo había hecho con la mujer de Urías en las sombras y a escondidas? ¿Quién iba a
suponer que Amnón violaría y degradaría a su hermanastra? ¿Dónde hay ni siquiera una
pista, en la larga enumeración que hizo Natán de los castigos que me esperaban, de que
no estuviera hablando de penas separadas sino de consecuencias relacionadas entre sí que
se fusionarían en un todo comprensible con la insurrección repentina de mi hijo Absalón?
Natán siguió hablando en términos tan délficamente oscuros que, aunque yo me
hubiera concentrado, probablemente no hubiera visto en su pronóstico la menor
sugerencia de que Absalón sería el principal agente de que todo se iba a cumplir. Dios fue
muy astuto al escoger a un chalado como Natán. Sabía que le iba a hacer oídos sordos; de
lo contrario, hubiera podido impedirlo todo.
Habría sabido los medios, encontrado las salvaguardias. Soy David, no Edipo, y
hubiera podido derrotar a mi destino. Entonces, para salvar a mis hijos, hubiera robado el
trueno de los cielos. Pero Jehová, el muy tramposo, no quería que lo supiera. Fue una de
las pocas veces en que El supo ser más listo que yo.
Con el tiempo, todo se realizó, ¿no?, incluso la sección tres de aquel oscuro montón
de castigos, aunque las violadas, después de que yo abandonara la ciudad, fueran
concubinas y no esposas. Pero a mí nunca se me ocurrió pensar que el prójimo fuera a ser
mi hijo ni que a mis concubinas se las calificara de esposas mías. A deciros verdad, ni
siquiera consideraba que la mayor parte de mis esposas lo fueron. Mical, Abigail y
Betsabé fueron mujeres muy importantes para mí en diferentes fases de mi vida, como
ocurre ahora con Abisag. Esta muchacha de pelo negro es fenomenalmente hermosa
cuando se desnuda, especialmente en la conjunción pelinegra de los muslos —lo dice
hasta Betsabé—, y estoy pensando en hacerla mi esposa si seguimos viéndonos mucho
más en mi lecho de muerte. Pero eso no viene a cuento. Recuerdo lo agradecido que me
sentí por un momento cuando Natán, sorprendentemente, inyectó en su monólogo una
nota de ánimo que parecía presagiar un final satisfactorio.
—No te preocupes, no te preocupes —me aseguró encogiéndose de hombros para
consolarme—. El Señor ha remitido tu pecado —aquello estaba muy bien—. No te va a
pasar nada —aquello estaba todavía mejor. Pero entonces vino el golpe de verdad—: Mas
el hijo que te ha nacido ciertamente morirá.
Era típico del Señor meter un detalle así.
Perdí a mi Dios y a mi hijo en el mismo instante.
Tampoco olvidéis que Samuel ya me había escogido para suceder a Saúl cuando yo
viajé de Belén a Soco con mi carga de quesos de leche, panes y grano tostado el día de la
pelea con Goliat, y por lo tanto estaba más seguro que nunca de que no tenía ya por qué
seguir aguantando gilipolleces de mis hermanos ni de mis hermanas, ni, de hecho, de mi
padre o de mi madre, aunque ésos nunca me molestaron mucho. En consecuencia, estaba
yo bastante animado cuando mandé a tomar por culo a mis hermanos Eliab, Abinadab y
Sama, cuando me dijeron que volviera a casa inmediatamente después de dejar las
provisiones para ellos y su capitán. Yo no iba a volver la espalda, por nada del mundo, a
aquel magnífico espectáculo de los dos ejércitos enfrentados de un lado a otro del valle
de Ela, ni a desperdiciar la oportunidad de ser un héroe cuando vi que eso era lo que me
esperaba.
Samuel se había presentado en nuestra casa con una becerra de un ronzal, para
engañar a los chivatos de Saúl, sin decir nada de antemano, y ordenó sin pérdida de
tiempo que le presentaran a cada uno de los hijos en orden descendiente de edad. En
cuanto me enteré de lo de la becerra me pregunté de qué se trataba. El resto se parece
mucho a la historia de la Cenicienta, porque yo, por ser el más joven y menos importante
de los hijos de la familia, estaba fuera apacentando las ovejas y a nadie se le había
ocurrido, en aquel día histórico, pensar en mí.
—Pasa, pasa —dijo mi padre amablemente al viajero adusto y determinado que
había venido desde Ramá hasta Belén siguiendo instrucciones del Señor—. Quítate las
sandalias y ven adentro. Lávate los pies. Siéntate en el suelo y come algo. ¿Quieres subir
al terrado a descansar un rato?
Samuel estaba dispuesto a conformarse inmediatamente con Eliab, el primogénito.
Pero Dios estaba en mi onda cuando le dijo a Samuel que no hay que juzgar las cosas por
las apariencias ni los hombres por su parecer ni lo grande de su estatura. Todos mis
hermanos eran más altos que yo. Después tampoco aceptó a Abinadab ni a Sama. Y lo
mismo pasó con el resto de los siete.
—¿No hay más? —preguntó Samuel de mal humor—. ¿No tienes más hijos?
Enviaron a buscarme.
El tipo alto, delgado y sombrío al que encontré esperándome cuando volví a casa sí
que era peludo. Si creéis que Esaú era peludo, tendríais que haber visto a Samuel con su
túnica larga y con todo aquel pelo negro que empezaba a encanecer y que le salía casi por
todas partes. Salvo unos ojos oscuros y hundidos que eran ardientes y tristes y una frente
estrecha, arrugada y amarillenta, era imposible saber dónde empezaba la carne y los
huesos de la cara y dónde todos aquellos pelos que le salían del cráneo y las mejillas.
Cuando llegué a conocerlo mejor no me resultaba tan desagradable verlo, aunque nunca
me sentí cómodo en su compañía y no puedo decir que de verdad me agradara. Su madre
Ana, que balbuceaba como una borracha en el altar del tabernáculo de Eli, había jurado
que no pasaría navaja sobre la cabeza de su hijo si Dios le daba uno alguna vez. Podéis
apostar que había cumplido la promesa.
Aquel día, Samuel estaba de humor arbitrario y airado. Tenía la voz seca y la forma
en que me saludó como la persona a quien habían enviado a encontrar y ungir no tuvo
nada de exultante. Las palabras con las que se explicó le salieron átonas. No parecía en
absoluto el tipo de viajero a quien le fuera a gustar un buen chiste ni pasar un rato
charlando amigablemente de cosas sin importancia.
—El Señor se ha arrepentido de haber escogido rey a Saúl —dijo descorchando su
cuerno de aceite—, porque no ha seguido siempre todas Sus palabras ni obedecido Sus
órdenes. Hoy ha rasgado de El el reino y lo ha dado a un prójimo suyo mejor que él. Ese
prójimo eres tú.
Os interesará saber que me sentí halagado. Pero Samuel ya estaba a punto de
marcharse. Corrí en pos de él.
—¿Significa eso —grité— que ya no tengo que seguir apacentando las ovejas ni
dejar que me den órdenes todos los de la familia? ¿Significa eso que tú y los demás tenéis
que hacer todo lo que yo os ordene?
—Eso significa —replicó ásperamente— que tú y todos los demás tenéis que hacer
siempre todo lo que ordenemos yo y el Señor. Porque el Señor y yo somos más poderosos
que nada del mundo, más poderosos que toda la fuerza armada de Saúl. Saúl no ha
obedecido siempre todas las órdenes. Por eso hemos rechazado a Saúl y te hemos elegido
a ti.
De pronto me sentí asombrado por la presencia de su becerra.
—La becerra, la becerra —solté con una herejía osada típica de mi audaz
personalidad—. Esa becerra. ¿Para qué la necesitabas? ¿Cómo es que tú y el Señor le
tenéis tanto miedo a Saúl si de verdad tenéis tanto poder?
—No te metas en esas cosas —respondió Samuel con voz rasposa—. ¿Quieres ser
rey de Israel o no?
Bueno, ya sabéis lo que respondí a eso.
—¿Cuándo puedo empezar? ¿Cuándo va a pasar?
—Cuando pase.
—¿Se lo puedo decir a la gente?
—No se lo digas a nadie —advirtió, palideciendo—. Tus palabras nos pondrán en
peligro a ambos.
Se lo dije a todo el mundo.
—Si no dejas de hablar de eso —me amenazaron mis hermanos—, te tiraremos a un
pozo y te venderemos como esclavo en Egipto.
Incluso los analfabetos como mis hermanos y mis hermanas sabían algo de la historia
de José y de aquel viaje trascendental que hizo a Egipto, y podían advertir las analogías
entre mi situación y la del protagonista de aquella historia.
Así que una de las amenazas que tuve que soportar durante toda mi infancia fue la de
que me harían lo mismo que a José si no apacentaba las ovejas ni me portaba bien, y me
iba a la cama cuando me lo ordenaban, sin hacer ruido por toda la casa cuando los demás
estaban tratando de dormirse. Desde luego, les reventaba oírme tocar y cantar cuando
estaban tratando de descansar. A mis hermanos y mis hermanas no les interesaban nada
mi música ni lo que yo escribía, y hasta el último día de su vida se sintieron
unánimemente indiferentes ante mi famosa endecha e impermeables a la virtud y la
belleza solemne de tantos salmos y proverbios como con toda razón se me atribuyen. Al
igual que José, yo era el niño prodigio de una familia numerosa de pelmas adultos,
primitivos e insensibles. El calificarlos de filisteos sería una calumnia, pero contra los
filisteos, que en realidad eran tipos muy modernos. Incircuncisos, pero modernos. Sin
duda, la vanidad y el esnobismo míos y de José constituían constantes incitaciones a la
animosidad de los otros, pero yo nunca fui tan descarado como él, y eso que creo que yo
tenía más de una túnica de muchos colores y una buena forma de interpretar los sueños en
que basar mis presunciones iniciales de superioridad.
Pero, en fin, José sigue siendo un antepasado colateral con el que me resulta fácil
identificarme y simpatizar, incluso en sus peores niñadas, aunque la verdad es que se lo
hizo pasar mal a todos cuando tuvieron que huir a Egipto durante el hambre a comprar
comida y él se encontró con que las vidas de sus hermanos dependían de él. El los
reconoció; ellos a él no. Pero la venganza no le resultó tan dulce. La esperanza que se
demora es tormento del corazón, pero creo que él no lo sabía.
Combatió emociones tiernas que no siempre podía contener y tentó a sus hermanos
con una crueldad exquisita antes de revelarse al final como su hermano desaparecido
hacía tanto tiempo y darles refugio en Egipto. ¿Para qué? No ganó nada con eso. Si
recordáis el tiempo que llevaba en aquella época llegar de Canaán a Egipto a pie y
después volver allá y una vez más, veis que debe de haberlos tenido sudando de angustia
casi medio año con aquellas confusas acusaciones falsas de robo y aquellos
empapelamientos por espionaje y aquellas exigencias enervantes. Lo que más quería del
mundo era volver a encontrarse con Jacob y ver, besar y abrazar a Benjamín, su hermano
pequeño. Al prolongar el suspense y el terror retrasaba innecesariamente la reconciliación
que tan desesperadamente deseaba él mismo consumar. No le veo la gracia. Después de
cada nuevo revés aterrador que les organizaba, se marchaba con los ojos bañados en
lágrimas a llorar solo en sus aposentos. Sometió a una agonía de dolor, y de terror
incluso, al mismo anciano padre al que reverenciaba, y casi lleva su cabeza canosa a la
tumba al pedir en rehén a Benjamín.
—José no aparece —había advertido Jacob con presciencia cuando no le quedó más
alternativa que mandar a Benjamín a Egipto con los otros—, y sólo me queda este hijo de
mi matrimonio con Raquel. Si he de ser privado de mis hijos, séalo, y haréis descender
mis canas con dolor al Seol.
Con humilde integridad Judá se ofreció a quedar preso en su lugar y describió a José
el peligro que corría su padre. Al oír aquello, a José se le partió el corazón. No pudo
seguir manteniendo el engaño y besó a todos sus hermanos y lloró con ellos. Cuando
Jacob murió, José hizo que lo embalsamaran, ¡y debió ser todo un espectáculo cómo se
abrieron los ojos de aquellos nómadas rústicos al contemplar por primera vez aquella
práctica egipcia! José ya la conocía de sobra.
¿Qué pasa con las familias que se hacen cosas tan horribles los unos a los otros? Dios
sabe que he sido culpable de muchas cosas en mi vida, pero nunca he sido culpable de
nada parecido. Y mis hijos han sido igual de malos que los de Jacob, con las cosas que se
han hecho los unos a los otros y que me han hecho a mí. Es posible que el niño mimado
que llevamos todos dentro nunca se haga adulto y que los sentimientos de José por su
padre y sus hermanos no fueran menos confusos ni enigmáticos de lo que me parecían los
de Saúl a mí o de lo que le parecían a Jonatán, su hijo de verdad. O que los míos por Saúl.
O que los míos por Dios y los de El por mí: parece que nunca acabamos de decidirnos. Yo
siempre tuve pena de Saúl, y la sigo teniendo ahora. Yo había adorado e idolatrado a Saúl,
porque por fin me había permitido, durante un cierto tiempo, amarme a mí mismo
plenamente y sin rubor, hasta que empezó a odiarme injustamente con aquella
desconfianza maligna y psicopatológica, y por fin tuve que escapar a su ira asesina. Lo
que yo pretendía era ser el mejor, no subvertir. Y creo que jamás hice deliberadamente
nada que pudiera debilitar su posición.
Y desde luego lo que sí sé perfectamente es que nunca hice a mis hermanos nada ni
siquiera parecido a lo que hizo José a los suyos; claro que los míos nunca fueron tan lejos
conmigo. Se burlaban de mí, me gruñían, me daban órdenes, me reñían, me criticaban y
se metían conmigo. Pero nunca se apoderaron de mí con ánimo de matarme, ni me tiraron
a una cisterna ni me vendieron como esclavo a una caravana de comerciantes que pasaba
por Canaán y que iba camino de Galaad hacia Egipto. No se presentaron con mi túnica
ensangrentada a mi padre dolorido para decirle que se me había comido un animal.
Aquello estuvo muy mal. Yo era joven cuando maté a Goliat y a partir de entonces ya no
estuve en poder de ellos, pero ellos sí en el mío. Les di toda la protección que pude
cuando se dispersaron aterrados y huyeron de Belén al saber los rumores de que Saúl
proyectaba cargarse a toda mi familia, y fueron como mejor pudieron al cuartel general
que había establecido yo en la cueva de Adulam. A mi madre y a mi padre los puse al
cuidado del rey de Moab, al otro lado del Jordán. A todo el resto de las familias de mis
hermanos y mis hermanas me los llevé con mis dos nuevas esposas y mis seiscientos
combatientes y todas sus familias cuando me pasé a Gat al servicio del rey Aquis y sus
filisteos.
—¿Trabajaste y combatiste por los filisteos? —me pregunta todavía la gente,
horrorizada.
—Y tanto que sí —les podría replicar yo, airado—. Y si no lo hubiera hecho, mis
hombres me habrían lapidado.
Ese es otro fragmento interesante de mis combates con Saúl que no creo que vayáis a
encontrar en Crónicas, ¿verdad? Nos censuraron bien a los dos. ¿Qué importa ya? En el
momento de la verdad hice lo necesario, ¿no? Lo mismo que José y Moisés, y Jehová
debería darnos las gracias a los tres por ayudarlo a cumplir Sus promesas a Abraham. Yo
lo hice con la espada. José lo hizo al traducir un sueño confuso del Faraón sobre espigas
de trigo y vacas gordas y vacas flacas en una frase conocidísima de dos palabras que
podría haberle conseguido el punzante espaldarazo de Sigmund Freud y encendido un
brillo de aprobación en los ojos de todos los comerciantes en futuros. ¿La interpretación?
—Compra trigo —dijo José.
—¿Que compre trigo? —preguntó el Faraón.
—El sueño —dijo José—. El sueño dice que tienes que comprar trigo.
Cuando llegó el hambre, lo único que estaba lleno eran los almacenes del Faraón.
Los hambrientos llegaban con dinero de las tierras de Egipto y de Palestina para comprar
la comida que necesitaban para sobrevivir. Cuando se les acabó el dinero, pagaron con
vacas, caballos y asnos. Cuando desapareció el ganado, pagaron con sus tierras y después
consigo mismos. El Faraón era el dueño de todo, salvo de las tierras de los sacerdotes.
José decidió que el Faraón se quedara con un quinto de todo lo que se produjera, de
manera que así, entre otras maravillas de su civilización, los egipcios inventaron también
el feudalismo y la aparcería.
¿Un quinto? Ni siquiera yo hubiera podido conseguir tanto, ni querido. Salomón sí
quería, pero tuvo que quedarse con un doceavo y llevó al reino al borde de la ruina con
sus gastos temerarios y vanidosos. Aspiraba a todo y se lo permitía todo, y el imbécil de
su heredero fue el que derribó todas las esperanzas de restablecer la concordia nacional
con una declaración pública burlona en cuanto tomó posesión del trono a raíz de la
muerte de Salomón.
—El menor dedo de los míos es más grueso que los lomos de mi padre —dijo
desdeñoso el príncipe Rehoboam a un pueblo que ya estaba harto de ser explotado—. Mi
padre os cargó de pesado yugo, mas yo añadiré a vuestro yugo; mi padre os castigó con
azotes, mas yo os castigaré con escorpiones.
Encima con escorpiones, el muy imbécil. De inteligencia andaba como Sansón, y de
educación ni la mitad. ¿Con quién se creía que hablaba? De la noche a la mañana la labor
realizada por José, Moisés, Dios y yo se desintegró en un caos explosivo y en la ruina.
Otra guerra civil, y el imperio creado por mí volvió a dividirse en dos países separados.
A Moisés, con todo lo que hizo, no pararon de crearle problemas. A José, por lo
menos, el Faraón le dio permiso para que todas las familias de los hijos de Jacob fueran a
Egipto, donde les esperaban todos los bienes del país. Pero a aquellos nómadas peludos
de Canaán les estaba reservada otra sorpresa desalentadora cuando llegaron con el ganado
y se dieron cuenta inmediatamente de que iba a ser imposible asimilarse en una sociedad
tan culta. Eran una abominación. Los egipcios no querían comer con ellos. Y conste que
no era porque fuesen judíos, porque ellos mismos apenas si se habían enterado. Lo único
que sabían era que eran hijos de Jacob. Los despreciaban porque eran ganaderos,
pastores. Para los egipcios, tan refinados, todo pastor era una abominación, igual que
todo nómada. De manera que no hubo sitio para ellos en las posadas de Egipto hasta que
José pidió y logró del Faraón que les diera los buenos pastos de la tierra de Gosén, en la
cual podían asentarse los hijos de Jacob, a quien ahora también llamaban Israel, con sus
esposas y sus hijos y sus tiendas y sus animales, y comer, tal como les aseguró el Faraón,
agradecido, de la grosura de la tierra. El genio de José para la oniromancia había salvado
al país del hambre y enriquecido al Faraón más de lo que éste hubiera podido jamás
imaginar.
Cuatrocientos años después surgió en Egipto un nuevo Faraón que no conocía a José.
Los egipcios tenían corta la memoria, ¿verdad? Hizo esclavos a los descendientes de los
hijos de Israel bajo cuadrilleros implacables y le tocó a Moisés, pobrecillo, sacarlos de
allí. Nunca había pedido ese cargo y nunca sacó nada de él.
—Quítate el calzado —fue lo primero que oyó de la zarza ardiente—. Porque el
lugar en que tú estás, tierra santa es.
Y así se pasó el resto de la vida. El convencer al Faraón de que dejara marcharse a
los hebreos de Egipto ya iba a resultar bastante difícil. El organizar un movimiento
unificado de resistencia y persuadir a los hebreos para que lo siguieran no le iba a resultar
más fácil. ¿Seguirlo? Quizá. ¿Sin discusiones ni críticas? Imposible. Eso sería pedir peras
al olmo.
—¿Qui-qui-qui-quién...?
—Basta ya, Moisés —dijo el Señor—. Lo del tartamudeo ya te lo he arreglado, ¿no?
—¿... quién soy para que sigan creyéndome? ¿Co-co- cómo...?
—¡Moisés!
—¿... les voy a contestar cuando me pidan un nombre?
—YO SOY EL QUE SOY.
Moisés dio un paso atrás con gesto de dolor.
—¿Otra vez YO SOY EL QUE SOY?
—¿Por qué no?
—Ya me miran mal y me echan maldiciones. ¿Qué- que-que...?
—¡Basta ya!
—¿Qué van a decir cuando aumenten las dificultades?
«Vey is mir» fue lo que dijeron cuando aumentaron las dificultades, que traducido
significaba «Nuestro es el dolor». El Faraón se puso todavía más duro mientras ellos
trabajaban en los campos y con mortero y ladrillo.
—Sigo endureciéndole el corazón —replicó el Señor cuando objetó Moisés—. Y no
oses decirme otra vez que eso no tiene sentido. Es una orden. Yo me encargo del Faraón y
tú te encargas de la gente. Creo que vas a tener bastante de qué ocuparte.
Y no mentía. ¿Qué habría ocurrido si Moisés hubiera dicho que no?
Como si Dios se hubiera dado cuenta del volumen de conversación que por fuerza les
esperaba, le dio a Moisés un hermano llamado Aarón que sabía hablar bien, y después
una hermana llamada María para que hiciera de profetisa. Si no, con lo despacio que
hablaba Moisés, las diez plagas se podrían haber convertido en veinte y los cuarenta años
de peregrinación en cuatrocientos.
Al marcharse de Egipto, evitaron prudentemente pasar por las tierras de los filisteos
y se dirigieron hacia el sur por el desierto del Mar Rojo. Moisés se llevó los huesos de
José. Las quejas y los gruñidos de los criticones de siempre lo persiguieron desde el
principio, junto con esa peculiar frase irónica, que adopta la forma de una pregunta
retórica, que inventamos los judíos, y con la que se nos identifica desde el día que Caín
respondió: «¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?»
—¿Qué pasa? —fue la recriminación malhumorada con la que se lanzaron las
multitudes a Moisés cuando vieron que los carros egipcios corrían tras ellos—. ¿No había
sepulcros en Egipto que nos has sacado para que muramos en el desierto? —Aquello
tampoco estuvo mal del todo.
A mediados del segundo mes, toda la congregación murmuraba hambrienta contra
Moisés y Aarón y echaba de menos los buenos y viejos días de esclavitud en Egipto,
cuando se sentaban a las ollas de carne y comían pan hasta saciarse. Moisés se puso a la
defensiva. El Señor envió el maná. Ellos seguían prefiriendo las ollas de carne y el pan.
Dios les dio codornices. Y los envenenó por comérselas.
Y habló. Y habló y habló y siguió hablando con Moisés y después habló y siguió
hablando con Moisés. Habló tanto que resulta increíble que Moisés tuviera tiempo para
seguir adelante. Nunca le dijo una palabra de agradecimiento ni de elogio, ni una sola
vez. Y nunca le dijo nada a nadie después para decir que lo echaba de menos cuando se
murió. El buen Señor parecía no cansarse nunca de hablar a Moisés, de cabrearse con una
cosa o con otra con sus amenazas de aniquilación en masa, y su manía de soltar leyes un
día tras otro a todo lo largo del Exodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio. Las
escribía con el dedo en la piedra; a él aquello le resultaba muy fácil, pero luego era
Moisés el que tenía que bajar aquellas tablas tan pesadas por la montaña. Y cuando las
rompió al ver el becerro de oro, tuvo que volver a subir la montaña en busca de otro
juego. Aquello duró cuarenta años, con un Dios airado y fulminante y un pueblo
recalcitrante, terco y desobediente. Hasta que llegó el día en que —apuesto a que estaba
harto y quería lavarse las manos de todo— subió al monte Nebo, a la cumbre del Pisga a
ver la Tierra Prometida al otro lado del Jordán, en la que le estaba prohibido entrar por
algún acto que ni yo ni nadie más ha podido imaginarse nunca. Y poco después, aunque
sus ojos nunca se oscurecieron ni perdió su vigor, Moisés murió, y nadie conoce el lugar
de su sepultura, ni siquiera hoy.
Vaya una Tierra Prometida. Había miel, pero la leche la trajimos con nuestras cabras.
A la gente de California, Dios le da unas costas magníficas, una industria cinematográfica
y Beverly Hills. A nosotros nos da arena. A Cannes le da un festival de cine fenomenal. A
nosotros la OLP. En invierno hace demasiado frío y en verano demasiado calor. A una
gente que no sabe ni darle cuerda a un reloj le da océanos subterráneos de petróleo. A
nosotros nos da hernias, almorranas y antisemitismo. Aquellos espías desdeñosos que
volvieron de Canaán después de echarle un vistazo dijeron que era un sitio cuya tierra
tragaba a sus moradores, una tierra habitada toda ella por gigantes. La información era
falsa, pero no iba del todo descaminada. Era cierto que había granadas e higos y racimos
de uvas que no se podían traer más que entre dos en un palo. Pero es cierto que la tierra
tiende a devorar a sus moradores. De todos modos, es la mejor que nos han ofrecido y
queremos quedarnos con ella.
De los veinticuatro participantes en aquella primera exploración, sólo Josué y Caleb
habían tenido suficiente confianza en el destino proclamado por la Deidad como para
desear seguir adelante. El pueblo se echó atrás ante el negro cuadro que pintaron los
demás.
—Seguid adelante, seguid adelante —trató de provocarlos el Señor cuando vio que
estaban paralizados de consternación—. Os prometo que enviaré avispas sobre ellos. Los
caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; todos los
moradores de Canaán se acobardarán. Caiga sobre ellos temblor y espanto, y enmudezcan
como una piedra. Destruiréis completamente: al heteo, al amorreo, al cananeo, al fereceo,
al hereo y al jebuseo. Os volverán las espaldas y echarán a correr. Nada puede deteneros.
Os doy Mi palabra.
Nadie se movió. El Señor decidió matarlos inmediatamente. Estaba lívido. Estaba
indignado.
—¡Los voy a matar a todos! —rugió a Moisés—. ¿Crees que estoy de cachondeo?
¿Cuántas veces más te crees que me va a provocar esta gente y yo me voy a quedar sin
hacer nada? ¿Cuántos signos más tengo que mostrarles antes de que empiecen a creer? Ya
lo he hecho antes, una vez con un diluvio, otra vez con fuego y azufre. Hazte a un lado,
Moisés.
—¿No podemos estar a cuenta? —empezó Moisés a tratar seriamente de disuadirlo,
destacando que Dios se convertiría en la irrisión de los egipcios por destruir a su Pueblo
Elegido después de llevarlo tan lejos y de prometerle tanto—. Y se lo comentarán a la
gente de otros países, que también se reirán de Ti y ya no Te temerán. Dirán que hemos
muerto porque eras incapaz de llevarnos hasta el final, y no porque nosotros no
pudiéramos seguirte. Creerán que quien ha fallado eres Tú, no nosotros.
—De acuerdo —se ablandó Dios, que no quería convertirse en el hazmerreír de
Egipto. Pero señaló tembloroso sobre Su hombro con el pulgar y ordenó—: Ahora en
marcha. ¡Carretera!
Y volvieron al desierto de Parán, cerca de Kades-barnea, otros treinta y ocho años,
hasta que todos los que habían murmurado contra Jehová murieron y pasó otra
generación y llegó otra nueva. Si alguien se acuerda de Dios, desde luego que no va a ser
por Su paciencia y Su humanidad, ¿verdad? De todos los que habían salido de Egipto
sólo dejó entrar en la Tierra Prometida a Josué y Caleb. Cuando el Señor dijo: «Oye, oh
Israel, pasa este Jordán», Josué y Caleb condujeron a sus fuerzas al otro lado del Jordán
hasta Jericó e iniciaron la conquista de Palestina, que nadie pudo terminar hasta que
llegué yo. La tierra de Palestina sigue siendo un lugar vigoroso de culturas diversas que
se enriquecen mutuamente. La única diferencia es que ahora toda ella me pertenece a mí.
Pero no se os vaya a ocurrir que El me facilitó las cosas. La vida como uno de los
elegidos de Dios no ha sido nunca un lecho de rosas. Podéis preguntárselo a Adán o Eva.
Mirad lo que le hizo a Moisés, lo que le pasó a Saúl. Es posible que Dios arreglara el
asunto de mi combate con Goliat, pero de todos modos tuve que ser yo el que lo matara.
He tenido que trabajar y sufrir como un perro casi toda mi vida. Casi tenía cuarenta años
antes de empezar a reinar en Jerusalén, y todo lo que he tenido me lo he ganado con el
sudor de mi frente.
José nos protegió y nos preservó. Moisés nos llevó hasta la frontera y Josué nos la
hizo cruzar. Pero fui yo el que terminó la tarea de Dios. Y Dios sabe, creo, que está en
deuda conmigo al menos por el papel que desempeñé al ayudarlo a El a alcanzar Su meta.
Imaginaos el papel que haría El hoy día si nunca hubiéramos llegado ni siquiera aquí
o si nos hubieran exterminado después de llegar. Y El también sabe que espero recibir mi
recompensa antes de morir, y no después. Además, me debe excusas, por decir lo
mínimo. No quiero decir que no haya merecido ningún castigo por mis pecados. Lo que
digo es que los castigos elegidos por El fueron inhumanos. Me pregunto qué favor pediría
yo. Creo que quizá me diera miedo pedirlo. Temo que El no me lo hiciera. Pero más me
aterra que sí me lo haga. ¿No resultaría trágico averiguar que, a fin de cuentas, El ha
estado aquí todo este tiempo?
Dios tiene esta costumbre egoísta de echar la culpa a otros por todos los errores que
comete El, ¿no? Escoge a alguien arbitrariamente, sin que se lo pidan, por puro azar, por
así decirlo, y le impone unas tareas horriblemente difíciles, cuando no siempre estamos a
la altura de todas ellas, y después nos acusa a nosotros de Su error por haber hecho una
elección imperfecta. Tiende a olvidar que no somos más infalibles que El. Es lo que hizo
con Moisés. Es lo que hizo conmigo. Se quedó muy desencantado con Saúl. Pero con
quien no se equivocó El fue con Abraham, nuestro primer patriarca, ¿verdad?
Desde luego Abraham era una joya y estoy orgulloso de descender de él por motivos
que tienen muy poco que ver con su pacto con Dios ni con haber sido el primero de
nuestros patriarcas. El tampoco presumía de nada de eso. También Sara, su esposa, es una
de mis favoritas, por cómo se reía y cómo mentía. Abraham también se reía. Abraham se
reía tanto que se postró sobre su rostro cuando Dios le dijo que Sara iba a darle un hijo,
porque ella había cumplido ya los noventa y a Sara le había cesado la costumbre de las
mujeres. Sara mintió a Dios cuando El le preguntó por qué se había reído, y me recuerda
a Betsabé en sus mejores momentos, con sus risas y sus mentiras, su tendencia a la
diversión y su afición a los engaños jocosos. Sara, que fue una belleza alegre de joven,
era como una tigresa con otras mujeres cuando se trataba de proteger a su gente. También
Betsabé era así, y ahora desearía abrazarla por la cintura otra vez y aferrarme a ella con la
cabeza en su hombro.
Abraham me sigue dejando estupefacto por haber hecho con aparente facilidad una
hazaña increíblemente difícil. Se circuncidó él solo. De verdad que no es nada fácil:
intentadlo alguna vez y ya veréis. Como debéis saber seguramente, hablo con un
conocimiento amplio e irrefutable de una cierta parte de la mecánica de la circuncisión,
adquirido en la época en que me comprometí con Mical, cuando me paseaba alegremente
por montes y valles con mi sobrino Joab y con una banda de voluntarios valerosos y
cantarines para reunir los cien prepucios de filisteos que debía pagar a Saúl a cambio de
ella. Calculamos entonces que hacían falta seis israelitas fuertes para circuncidar a un
filisteo vivo. La tarea resultó más fácil cuando por fin me acostumbré a la idea de que era
mejor matar primero a los filisteos. Lo que no pasó por mi mente inocente era que Saúl
me había puesto una trampa. No se le ocurrió que yo podría sobrevivir. Ambos nos
subestimamos el uno al otro, y a partir de entonces sospechó de mí todavía más que antes.
Yo conseguí una mujer, pero él me llevaba mucha ventaja: él sabía que quería matarme, y
yo no me había enterado.
Incluso al cabo de tantos años, e incluso después de saber que ella me ayudó a
escapar a las espadas de los asesinos de Saúl, no logro traer a la memoria ni un solo
recuerdo amable de mi largo matrimonio con Mical. Por el contrario, cada vez que
recuerdo su nombre surge en mi interior el mismo resentimiento vengativo que
experimenté en contra de ella el día en que estropeó el triunfo de mi entrada en Jerusalén,
cuando por fin había llevado allí el Arca de la Alianza en un festejo nacional y sagrado
que hizo sentir a todo el mundo en Israel, salvo a ella, un júbilo glorioso. ¡Menudo
festival! ¡Menudo desfile el que encabecé! Pero ella era una envidiosa que me reventaba
mis buenos momentos y se alegraba cuando llegaban los momentos malos y que nunca se
permitió elogiarme ni admirarme ni contemplarme, como hacía casi todo el mundo, con
la dimensión mítica de un rey héroe, o como una figura enorme y monumental
inmortalizada en un gran pedestal de mármol blanco. Y ésa es otra de las cosas que me
joden de la estatua que me hizo Miguel Angel en Florencia. ¡Me ha puesto incircunciso a
la vista de todos! ¿Quién coño se creía que era yo?
Si acaso, la estatua de Moisés que hizo Miguel Angel en Roma se me parece más a
mí en mi madurez que la mía de Florencia en cualquier momento de mi vida. Lo dicen
todos. Claro que yo nunca fui así de grande, y además no soy de mármol. No tengo
cicatrices en los tobillos ni me salen cuernos de la cabeza. Pero tenía ese mismo tipo de
físico superior y elocuente y esa misma aura indiscutible de grandeza y de fuerza
inmortales, hasta que empecé a encogerme con la edad y ya no me dejaron salir a las
batallas.
Desde entonces he perdido peso. Tengo menos pelo y la barba se me ha puesto
blanca, y me tiemblan los dedos con esos ataques recurrentes de frío que a veces me
hacen tiritar los dientes y que ni siquiera Abisag la sunamita, pese a su belleza virginal,
firme y cordial, puede aliviar cuando me atenazan por dentro, aunque me tapa
tiernamente con todo su cuerpo y me frota en todas partes con las manos y su carita
suave. Me pregunto si tendrá edad suficiente para saber lo majestuoso y viril que era mi
aspecto antes de que me empezaran a flojear los músculos y comenzara a encogerme de
la edad. Por debajo de las lociones aromáticas de ácoro y casia con que se unge ella y el
aroma de áloe y canela con el que mis sirvientes me perfuman el lecho, puedo oler las
secreciones magnéticas carnosas de la mujer natural, y la deseo. La deseo, pero no se me
empina. El calor que exudan sus poros no entra en los míos. Su forma femenina compacta
es perfecta, sus pechos son tan llenos y nuevos, con pezones largos y oscuros, su carne
reluce y vibra a la luz temblorosa de mis lámparas de aceite y no tiene ni una mácula.
¿Dónde me han encontrado una piel tan notable, que carece del más mínimo lunar y ni
siquiera una peca? Abisag. Abisag. ¿Abisag?
—¡Abisag!
Ultimamente he estado llamándola para que se acueste conmigo incluso cuando no
tengo frío. Me siento mejor cuando estoy con alguien que solo. Ahora que me he
acostumbrado a ella, empiezo a darme cuenta de algunas cosas. Desde luego, sus besos
son muy dulces. Su boca tiene sabor a miel. Contra mi rodilla, y después sobre mi muslo,
mientras yo trato de tensarme para aumentar la sensación, siento esos pelos negros y
duros bien recortados de su monte de Venus, todos ellos crujientes, rizados y flexibles.
Me encanta la sana forma en que se le hincha el vientre. Hace poco, en sólo una ocasión,
y por primera vez, alargué el brazo para tocarla. Por fin le puse la mano en la curva de la
cadera. La tiene suave. No tiene ni una onza de carne superflua. Todo es tan firme y tan
sedoso como suponía. Betsabé, que ha cambiado, como es normal, con la edad, ya está
más gorda y sus rasgos, tanto faciales como corporales, son ahora menos definidos que
cuando era más joven. Todavía está muy orgullosa de tener todos los dientes, que son
pequeños, torcidos y se montan unos encima de los otros, y además están un poco
mellados en las esquinas. Por desgracia, era muy niña antes de que los judíos nos
aficionáramos como cosa natural a la ortodoncia. A mí no me importaría que le faltaran
algunos dientes, porque estoy enamorado de Betsabé y deseo su amor más que el vino,
tanto como antes. Betsabé todavía podría calentarme, traerme calor a las venas con un
torrente curativo de sangre. Betsabé es la que podría excitarme con más facilidad si lo
deseara, pero no se lo cree ni quiere creérselo. Quizá no quiera porque no sabe que puede.
Si yo tengo setenta años, ella está entre los cincuenta y dos y los sesenta, según cuál de
las mentiras que tenía la costumbre de contarme sea cierta. Con la visión circunscrita y
subjetiva de una cortesana egoísta, no puede creerse ni un segundo que quiero tirármela a
ella cuando puedo poseer a Abisag la sunamita. La verdad es que no me puedo tirar a
Abisag la sunamita, y probablemente a ella sí. Las únicas veces que tengo los comienzos
rudimentarios de una erección es cuando está ella conmigo o cuando me encuentro
esperando que vuelva otra vez a verme a rogar por su vida con su estilo indirecto y se
queda sentada un rato con la cabeza ligeramente inclinada en falsa deferencia mientras
trata de pensar en lo que puede decirme para prolongar su visita. A veces la ayudo con
unos pocos datos informativos cuando veo que no sabe qué decir. Se muerde el labio, se
muerde un dedo. Muchas veces quiero que se quede más. Por ejemplo, fui yo quien
primero lo hizo saber, con un espasmo disimulado de placer malicioso, la idea que había
tenido Adonías de hacer un festín público. Estaba ella repantigada descuidadamente en su
banqueta con cojines, con las piernas largas y esbeltas totalmente abiertas y se atusaba
distraída el pelo amarillo con un dedo cuando al oírlo aguzó el oído, mejoró un poco de
postura y se concentró toda tensa. Los malvados huyen cuando nadie los persigue, los
cínicos no ven sino el cinismo de los demás, los culpables hallan culpa cuando no existe
culpa.
Ambos damos por seguro que si bien mi muerte se aproxima, no va a llegar
inadvertida ni sin dejarme tiempo suficiente para hacer algunas declaraciones finales. A
ella le conviene mucho mantenerme con vida hasta que yo cambie de opinión. Esta
semana se ha vuelto a teñir el pelo de color dorado y casi todos los días se pone un poco
más cerca del tono gris ceniza que es el suyo natural y que un día de éstos decidirá
abruptamente eliminar con un nuevo tinte de color brillante. A mi Betsabé no le gustan
los tintes delicados ni las mechas aplicadas con cepillos delicados. A veces pasan tres o
cuatro días sin que me llegue una palabra suya. Después reaparece agitando una blonda
cabellera, la única de toda la Cristiandad. También tiene que teñir el bello finísimo de sus
antebrazos. El de las piernas lo elimina con capas endurecidas de cera fundida. Bajo los
brazos utiliza las tijeras.
Sigue tan chalada y tan egoísta como siempre y yo estoy enamorado de ella. Ahora
ya no creo que ella jamás estuviera enamorada de mí, aunque solía decir que lo estaba y
creo que pensaba estarlo. Creo que siempre estuvo enamorada de la idea del amor, y
especialmente, claro, de la idea de estar enamorada del rey David. Reconoció eso cuando
me reveló que al bañarse todos los atardeceres en su terrado, en un lugar que yo podía
observar desde el mío, tenía como objetivo premeditado el de atraerme y hacer que
enviara a buscarla. Aquella chica dio en el blanco la primera vez que la vi.
Desde luego, aquellos tres primeros años de juerga juntos lo pasamos estupendo,
mientras algo que era terriblemente perverso se entremezclaba increíblemente con algo
que era despreocupado y tempestuoso, hasta que murieron tanto Urías como mi hijo y
ella tuvo a Salomón. Ahí se terminó. Se le enfrió la lascivia. Y, en su lugar, encontró el
objetivo de su vida que tanto tiempo llevaba buscando, la carrera a la que aspiraba y para
la que, sin saberlo, se venía preparando.
—Vamos a llamarlo Rey —sugirió, cuando por fin dio a luz nuestro segundo hijo, un
niño sano, regordete y sonrosado.
Dios se había apiadado y nos había perdonado. Pero yo no me he apiadado ni Lo he
perdonado.
Mi octava mujer, Betsabé, fue la primera de las únicas dos personas que he conocido
en mi vida capaces de asimilar la terminología del amor en su vocabulario normal con tal
fluidez que incluso las banalidades más cursis y las obscenidades más groseras adquirían
rápidamente un valor verbal cada vez mayor, de significado compartido y precioso. La
segunda de esas personas fui yo mismo. Betsabé me lo enseñó desvergonzadamente. Me
enseñó a decir cosas, a hacer revelaciones, a susurrar y suspirar adorante, e incluso
rapsódicamente, respuestas que yo disfrutaba por primera vez, y a preguntar con toda
libertad cosas de mujeres que siempre han sido misteriosas y estado prohibidas y
escondidas en lo más profundo de los secretos. Me demostró que yo podía aprender a
hacer cosas que yo hubiera apostado la vida que estaban más allá de mi capacidad
masculina, que algún día podría aprender a decir «te quiero» sin titubear y a decirlo sin
timideces ni excusas, sin sentirme tan débil que las rodillas me temblaran, y que, sin
sentirme afeminado, querría decirle: «te quiero» y podía decirle: «te quiero» sin
tartamudear de vergüenza, temor, humillación ni sonrojo.
Recuerdo que le dije con total sinceridad, poco después de empezar, mientras
estábamos una tarde recuperándonos el uno en brazos del otro: «Te quiero, Betsabé, y la
verdad es que querría no quererte.»
—Estupendo —sonrió, como una profesora encantada con los progresos que realiza
su alumno.
—Te quiero, Betsabé —le dije un murmullo o dos después—, y me encanta.
—Mejor todavía —juzgó, recompensándome ricamente con el brillo de placer que se
veía en sus ojos azul claro.
Los recuerdos de ese tipo me calientan el corazón y los huesos de manera más
ferviente de lo que ha logrado hacer hasta ahora Abisag la sunamita pese a su belleza
fluida y sus caricias blandas. Gracias a Dios que mi robusto sobrino Joab nunca estuvo
presente para oírme decir «te quiero» a Betsabé, y que ahora no se halla en posesión de
ese conocimiento para agravar las sospechas calumniosas que primero se implantaron en
su cerebro cuando se enteró de que me gustaba la música durante nuestra infancia en
Belén, y que se vieron fomentadas por mi amistad por Jonatán y por toda la serie de
invenciones salaces que han surgido en torno a esa camaradería nuestra, igual que la mala
hierba en un jardín descuidado. Pero, sencillamente, tengo que matar a Joab, ¿verdad?
Este nunca ha tenido una opinión tan alta de mí como yo de mí mismo. Bastaría con eso,
pues el saber que no tiene esa opinión de mí es más de lo que puede soportar un rey, y
hace casi una vida entera que me está royendo el corazón. Y ¿qué decir de Natán? Natán,
ese hipócrita, ese profeta, debe de haber sabido desde el primer momento que yo andaba
detrás de Betsabé y que me la tiraba todos los días por la mañana, al mediodía y por la
noche, pero nunca dijo ni una palabra para disuadirme hasta que murió su marido y se
encontró que tenía algo real de lo que acusarme. Jerusalén es un pueblo, en realidad. Y
Betsabé siempre ha hablado demasiado. Es posible que hasta Urías estuviese enterado.
Al liberarme de mis inhibiciones y obligarme a decir cosas bonitas, Betsabé
descubrió en mí una aptitud, hasta entonces latente, para la elocuencia romántica que
durante años y años, a partir de aquel momento, apliqué con éxito a encantarla, e incluso
seducirla, cuando ella decidió que ya no me lo iba a permitir. Cuando me lo enseñó, me
pareció algo maravilloso. Utilizaba palabras —palabras puras, poéticas, hechiceras—
para enloquecer incluso a Betsabé, para superar actitudes de objeción rígida sin
concederle ni una de las cosas prácticas que quería ella a cambio. Disfruté explotando sus
viejas debilidades sin escrúpulos con las técnicas que ella misma me había enseñado, le
hablaba en torrentes, utilizaba palabras en cascadas rumorosas, para disolver y superar su
total determinación de mantenerme a distancia y contener sus propias pasiones.
—Espera un momento, David; espera, por favor, espera —me decía severamente,
con aquellos modales que había aprendido a adoptar cuando fijaba decididamente sus
aspiraciones en algún pacto significativo que tenía la ilusión de concertar conmigo—. Si
quieres que te ame vas a tener que darme algo concreto. Quiero un compromiso de
verdad.
—¿Una amatista?
—Quiero que Salomón sea rey.
—Esta es mi amada —respondía yo, contraatacando a toda la velocidad que podía.
Entre tanto, le ponía las manos en los hombros para echarla atrás—. Ella apacienta entre
los lirios —decía yo—. Mi amada es mía y yo soy suyo. Tus pechos son como gemelos
de gacela, tus cabellos como manada de cabras, tus dientes como manada de ovejas
trasquiladas. Eres bella, amor mío, qué bella eres. ¡Ay, qué leche! ¡Ay, ay, ay, qué leche!
—lo único que hacía yo era decir la verdad.
—Ay, David. David —suspiraba ella en voz alta en éxtasis asombrado, mientras se
iba echando atrás lánguidamente en el sofá, y los ojos le iban ya empezando a dar vueltas
en las órbitas—. ¿De dónde sacas palabras así?
—Me las invento.
—¿Quieres metérmela?
Betsabé fue la única de mis esposas y concubinas que tenía orgasmos. Con todo lo
que he ido aprendiendo, Abisag será la segunda, si alguna vez tengo la suerte de reunir la
voluntad y la resistencia suficientes. A Abigail le encantaba tenerme a su lado y florecía
con aquella liberación de la soledad, el temor y el aislamiento contra todo lo cual mis
manazas en torno a su espalda constituían una muralla fiable y protectora. Miguel Angel
tuvo razón cuando me puso aquellas manazas. Abigail hubiera deseado acostarse
conmigo todas las noches, pero era una persona demasiado considerada para pedirlo.
Abigail fue la única mujer de mi vida que me amó de verdad. Ahora la echo de menos.
Ahora todas las madrugadas me encuentro echándola más de menos que el amanecer
anterior. Las mañanas son mis peores momentos. A Abigail le hubiera preocupado saber
lo mal que duermo y lo solo que me siento. Buscaría algún modo de aliviar esta
melancolía muda que me aflige cuando no puedo dormir o cuando sí me duermo y me
despierto de unos sueños aburridos y mal recordados en los que no ocurre nada malo,
pero que de todos modos me dejan desesperado. De mis tres mujeres de verdad, Betsabé
estallaba en la cama como una cananea o un mono gritón, o como una de esas mujeres
moabitas o medianitas lujuriosas que a Moisés le resultaba imposible alejar de su
campamento. Las primeras veces me alarmaron aquellos paroxismos imprevistos de
ruidos ululantes y de jadeos y acezos incontrolados: «¡Ay, ay, ay, qué leche!», que
constituyeron la primera expresión de encanto y poesía que escuché de ella.
—¿Dónde has aprendido a hacer estas cosas? —pregunté en mi inocencia.
—Algunas de mis primeras amigas eran putas.
Ahora Betsabé no da muestras de los más mínimos celos si se halla presente mientras
Abisag se ocupa de mí. Ni del menor impulso espontáneo como aquel con el que Sara, sin
hijos, ofreció su sirvienta a Abraham para propagar su semilla y los animó desde fuera de
la tienda hasta que lo lograron. Betsabé no es de las que dan. Es de las que toman. Y ella
se enorgullece y también yo.
Cuando está uno fascinado con alguien, encuentra encanto en defectos que en otras
personas le parecerían odiosos. A otro le darían ganas de matarla por la actitud
desapasionada que adopta conmigo. Otro no lo entendería como yo, ni la amaría tanto.
Lo más que puede forzarse a decir acerca de mi débil condición es:
—¿Sientes más calor hoy? Me parece que estás perdiendo peso. No creo que te sirva
de nada lo que pueda hacer ésta. ¿Qué has dicho de la fiesta que quiere dar esa gente?
¿Hay alguna novedad? En todo caso, ¿qué pretenden?
Esta mujer es muy diferente de la febrilmente posesiva que traje a mi palacio. Ojalá
siguiera siendo igual de celosa. De conformidad con la costumbre, Betsabé me ofreció a
su llegada a la más agradable de sus sirvientas para que yo me acostara con ella y la
mantuviera como concubina, pero añadió, con gesto grave y total determinación, que si la
aceptaba estaba dispuesta a cortarme las bolas.
—No estoy dispuesta a que ésa se ría de mí.
También me encantaba cada vez que lograba interceptarme cuando pasaba cerca de
sus apartamentos en busca de otra de las inquilinas de mi harén que me apetecía en aquel
momento. Con los brazos en jarras y la cabeza ladeada, me hacía detenerme ante su
puerta con una voz que exigía respeto. Me gritaba:
—¿Dónde te crees que vas? Ven aquí dentro inmediatamente. Levántate la falda.
Y en cuestión de segundos nos poníamos una vez más a ello en su colchón, con las
faldas subidas hasta el cuello, en una cópula agitada, en la que hacíamos el animal de dos
espaldas.
Ahora le da indicaciones a Abisag. Cuando vio que le ponía la mano encima a
Abisag, observé que se encendía en ella una chispa de atención y que se acercaba una
pulgada más a contemplar con una curiosidad más pronunciada de la que había mostrado
hasta entonces en ningún momento por mí ni por mi virginal consorte. Desde entonces ha
preguntado a la muchacha de vez en cuando, con voz monótona y adormilada,
brevemente, lo que opina y cuál es su pasado, a fin de satisfacer alguna leve curiosidad.
Abisag siente temor de Betsabé y la contempla en todo momento con la mirada
boquiabierta y respetuosa de idolatría que corresponde a una leyenda. Tiene la piel tan
oscura, responde, por el sol, pues su madre la obligaba a guardar las viñas de la familia en
su casa de Sunam. Lo que desea más que nada en el mundo es agradar a todos los que
estamos aquí, y trata con todas sus fuerzas de gustarnos a todos. Mi esposa observa
secamente, sin quitarse la mano de la mejilla, que el tratar de agradar a otros no es la
mejor forma de lograrlo.
—¿Para qué quieres a una vieja como yo —fueron las palabras con que me rechazó
Betsabé la última vez que se lo propuse—, cuando tienes a una chica tan guapa?
Desde que la conozco está ideando secuencias de planes demasiado complicados
para que puedan materializarse, y calendarios de realizaciones demasiado avanzados para
que se puedan realizar. Decididamente, carece de la disciplina mental necesaria para
imponer algo de coherencia a las mentiras que cuenta. Recuerdo yo mejor sus falacias
que ella misma. Betsabé mentía acerca de todo y decía la verdad acerca de todo. Se le
ponía la cara, blanca como un lirio, de un escarlata vivido cada vez que la atrapaba en
alguna de aquellas contradicciones terribles en que yo le hacía caer astutamente y
después, de forma inevitable, se reía con todo el cuerpo, sin el menor rastro de apuro, y
me volvía a recordar de aquella forma impenitente y admirable la imagen que tenía yo de
la simpática Sara de Abraham, aunque Betsabé nunca ha sido tan atrevida ni ha tenido tan
buen humor.
Sara tenía un espíritu mucho mejor. Sara, estéril, dio a Agar a Abraham para que
procrease. Agar, embarazada, despreció a su ama y presumió con ella de estar
embarazada. Había elegido mala enemiga. Sara se lanzó contra aquella sirvienta insolente
y la echó al desierto.
Hasta que apareció el Señor para darle seguridades, no osó volver la llorosa Agar. Así
era Sara, nuestra primera madre judía, a la que tanto cariño tengo y de quien tan orgulloso
me siento.
Y también Abraham era notable. Dios dijo que sería padre de muchedumbre de
gentes y de naciones y que reyes saldrían de él. Su descendencia sería como las estrellas
del cielo y poseería las puertas de sus enemigos. Se le olvidó decir que aquello llevaría
mucho tiempo. Abraham, que era de índole pacífica y dulce, se puso en armas para
rescatar a su sobrino Lot de quienes lo habían capturado y debatió persuasivamente con
Dios para que salvara aunque solamente fuera a un justo en la destrucción de Sodoma, en
lugar de destruir al justo con el impío. Ya era rico en ganado y plata y oro cuando el
Señor se le apareció, en forma de tres desconocidos, a la puerta de su tienda en pleno
calor del día. Si no hubieran sido más que beduinos de paso, sin duda que hubiera
respondido con la misma hospitalidad instintiva, y cuando los invitó a lavarse los pies lo
hizo con el máximo de amabilidad y cortesía.
—Recostaos debajo de un árbol y haré que se os traiga un poco de agua.
Abraham fue de prisa a la tienda a dar instrucciones a Sara:
—Toma pronto tres medidas de flor de harina, y amasa y haz panes cocidos debajo
del rescoldo.
Después fue corriendo a donde estaban las vacas y tomó un becerro tierno y bueno
para que lo sirvieran con mantequilla y leche. En aquella época todavía podíamos comer
carne con mantequilla y leche. Abraham estuvo con ellos bajo el árbol mientras
comieron. Al terminar se limpiaron la boca y repitieron a Abraham la información que ya
había recibido anteriormente de que Sara le daría un hijo. Abraham se quedó pensativo.
Sara, que escuchaba a la puerta de la tienda, oyó la profecía. Se echó a reír. Jehová se
enteró.
—¿Por qué se ha reído Sara? —preguntó Dios.
—No me reí —mintió Sara.
—Sí que te has reído —insistió Dios—. Yo lo sé. ¿Qué pasa? ¿Crees que hay para Mí
alguna cosa difícil?
Abraham y Sara son los únicos que yo sepa que jamás lograron reírse en una
conversación con Dios.
Por Cristo que a mí no me hubiera importado reírme alguna vez. No me importaría
ahora. Pero sé mejor que nadie que no tengo, ni mucho menos, la clase de Abraham, y
que no soy un siervo tan bien dispuesto y obediente. Abraham era un santo, supongo. O
un estúpido. Estuvo dispuesto a hacer todo lo que quiso Dios cuando lo sometió a prueba
con la orden de llevar a su chico a una montaña, construir un altar y sacrificar en él al
muchacho.
—Padre mío —dijo Isaac, que llevaba la leña—: he aquí el fuego y la leña; mas
¿dónde está el cordero para el holocausto?
Y respondió Abraham:
—Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío. Vamos adelante.
Abraham edificó un altar. Compuso la leña en él. Y extendió su mano y tomó el
cuchillo para degollar a su hijo, que estaba atado. Hasta entonces no le dio voces desde el
cielo el ángel del Señor para revelarle un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos,
que ofrecer en holocausto en lugar de su hijo. Dios sabe que yo no hubiera hecho tal cosa,
pacto o no pacto. Cuando se le ocurrió la idea de matar a mi hijo, tuvo que hacer El solo
todo el trabajo. El sabía que yo no iba a mover ni un dedo para ayudarlo. Hice todas las
oraciones y todos los ayunos que pude para convencerlo de que desistiera. Pero no había
forma de hacerlo desistir. Me faltaba ese genio para hacerlo cambiar que tenían de modo
innato Moisés y Abraham. Pero Moisés y Abraham eran hombres píos que estaban
totalmente consagrados a El. Y yo nunca he sido pío ni me he consagrado. Tampoco estoy
consagrado a El ahora. Si Dios quiere que termine esta tensión entre nosotros, tendrá que
ser El quien dé el primer paso. Tengo mis principios y también tengo una memoria muy
larga.
Llamaron al niño Isaac, esto es, «risa». Con su mujer Rebeca, Isaac tuvo gemelos.
Isaac favorecía a Esaú. Pero Rebeca prefería a Jacob y no creo que Isaac se riera mucho
cuando, con la visión oscurecida por las cataratas pero con muchas ganas de comer buena
caza, reconoció que le habían engañado para que la bendición reservada a Esaú se la diera
a Jacob, que se había disfrazado con pieles de cabra para aparentar que era su hermano
más velludo. Entonces Isaac tuvo que escuchar el grito de Esaú, el grito de desesperación
universal que me parece debe herir casi todo corazón humano:
—Bendíceme también a mí, padre mío —pidió amargamente Esaú y levantó la voz y
lloró—. ¿No has guardado bendición para mí? ¿No tienes más que una sola bendición,
padre mío? Bendíceme también a mí.
Tantas veces hubieran podido ser mías esas palabras...
Esaú maldijo a Jacob con toda su alma y juró matarlo:
—Le reventaré los pies. Le romperé los huesos.
Pero la vez siguiente que se vieron, aquel ingenuo abrazó con lágrimas de amor y
con gran cariño al hermano que se había apropiado de su primogenitura y su bendición.
Aquello fue después de que Jacob, con grandes temores, hubiera enviado por delante a
sus cuatro familias, quedándose él solo toda la noche del lado de allá del arroyo, donde se
peleó hasta rayar el alba con un ángel críptico que lo dejó con una cadera lesionada y le
dijo, al marcharse, que ya no sería su nombre Jacob, sino Israel.
Nosotros lo seguimos llamando Jacob.
Y abrigo fuertes dudas de que Jacob, que era tan lampiño como peludo Esaú, se riera
mucho tampoco cuando se levantó de la noche de bodas y descubrió que la chica que
llevaba el velo y el camisón de novia y con la que se había acostado en la cama nupcial
no era la Raquel por obtener a la cual había trabajado siete años, sino su hermana Lea, la
de los ojos tristes. Raquel era bella y estaba bien formada y Jacob la amaba desde el día
que la conoció en el pozo. Lea tenía conjuntivitis. Jacob tuvo que pagar otros siete años
de servidumbre a su tío Laban antes de poder disponer también de su Raquel.
Lea tenía un hijo tras otro. Raquel no tenía ninguno, y volvió a pasar un poco como
con la historia de Sara y Agar. Raquel, consumida de envidia, le metió en la cama a Jacob
a su sirvienta Bilha para que concibiera hijos en su lugar. Lea contraatacó con su sirvienta
Zilpa y se la dio como mujer a Jacob. Con tantas mujeres desempeñando papeles tan
activos en aquel concurso orgiástico de partos organizado por aquellas hermanas
competidoras y de sangre caliente de Harán, el pobre patriarca se encontró con que se
quedaba medio tonto de follar cuatro veces al día, y lo raro es que no se quedara tonto del
todo. Por fin, al cabo de mucho tiempo, Raquel tuvo a José y después a Benjamín.
Cuando terminaron, el viejo, cansado, se encontró con doce hijos y una hija, tenidos con
cuatro mujeres distintas. Lo de embalsamar a Jacob era la única forma de hacer caso a su
petición sagrada de que se llevaran sus restos a Canaán para descansar con sus padres en
la cueva de Mac-pela ante Mamre, en Hebrón. En la cueva de Mac-pela ya dormían
Abraham y Sara, Isaac y Rebeca y Lea. De todas aquellas primeras familias la única
desaparecida es su adorada Raquel, que murió en el desierto al dar a luz a Benjamín y a la
que envolvieron en tiras de lino y enterraron en la arena.
José, el favorito de su padre y nacido tardío, tenía ya diecisiete años cuando le
regalaron la túnica de diversos colores, y, por lo tanto, ya tenía bastante edad para saber
que no debería haber ido presumiendo de ella con sus hermanos mayores y sudorosos,
que ya estaban cabreados con el favoritismo absurdo con el que siempre se le mimaba
insufriblemente. Y José tuvo un sueño. Estaban todos atando manojos. El suyo se
levantaba y estaba derecho y los de los otros se inclinaban al suyo. Yo he tenido sueños
peores. Y encima tuvo otro sueño en el que el sol y la luna de sus padres y las once
estrellas menos relucientes que representaban a sus hermanos se inclinaban en el cielo
ante él. Otro bonito sueño. Pero fue un imbécil por presumir de haberlos tenido. Yo
también hubiera querido matarlo. Y ¡presto! Lo tiraron a un pozo. Y ¡abracadabra! De
golpe mirad lo que pasa: él es gran visir y el Faraón le ha dado a gobernar todas las
tierras de Egipto.
De manera que de un modo u otro ocurrió todo lo previsto, ¿no? Era casi como si
Dios supiera lo que se hacía: si José estaba en Egipto con los medios para salvarlos era
únicamente porque ellos lo habían vendido como esclavo.
Cuando le llegó la vejez, José también pidió que sacaran sus huesos de Egipto y los
llevaran a la tierra que Dios había prometido a Abraham, Isaac y Jacob. De eso se
encargó Moisés. Y también a José lo embalsamaron cuando murió a la edad de ciento
diez años en la última frase de todo el Génesis. Entonces el embalsamamiento no
constituía una infracción del código mosaico, porque tardamos otros cuatrocientos años
en tener una ley mosaica. Lo único que teníamos era un pacto con Dios, y cada siglo que
pasaba había más indicios de que desde el principio había sido un mal negocio. Abraham
mantuvo su parte del trato.
Pero Dios no hizo ningún gesto visible para satisfacer su parte del contrato hasta el
día que convocó a Moisés a la zarza ardiente y le dijo:
—Quítate el calzado.
Moisés estaba pisando tierra santa.
Ese es el tipo con quien más deseo hablar de toda la historia. Mis afinidades con José
no son nada en comparación con la simpatía, el respeto y la admiración reverencial que
siento por Moisés. «¿Qui-qui-qui-quién soy yo?» era precisamente la pregunta lógica de
aquel fugitivo asustado y sin pretensiones en el desierto madianita. Pero Moisés los tuvo
unidos y siguió contando con el favor de Dios, ¿no?, durante cuarenta años, frente a todas
las dificultades y obstáculos imaginables. El pueblo que El había elegido provocaba
reiteradamente a Dios. Se quejaban de Moisés y murmuraban contra él; los sacerdotes lo
acusaban de arrogarse un cargo demasiado alto, los pecadores fornicaban y adoraban
ídolos, y su hermana y su hermano ponían en tela de juicio su autoridad porque se había
casado con una etíope. De hecho, el matrimonio de Moisés con la etíope resultó ser muy
compatible y la única vez que ella le levantó la voz para llamarle judío de mierda fue
porque él le había levantado la voz para llamarla negra de mierda.
¡Qué tumulto en aquel desierto! Apenas se había cerrado el Mar Rojo detrás de ellos
y sobre los carros del Faraón cuando empezaron a olvidarse de los severos capataces de
Egipto que los habían hecho servir con tanto rigor y habían amargado sus vidas con una
esclavitud tan dura. Recordaban las ollas de carne y el pan que habían comido hasta la
saciedad, los puerros, los melones y los pepinos. En Refidim, el pueblo murmuró contra
Moisés porque no había agua.
—¿Por qué nos hiciste huir de Egipto? —lo acusaban—. ¿Para matarnos de sed a
nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?
Dios los llevó adonde había agua. Les dio maná del cielo, a razón de un gomer al día
para cada hombre, la décima parte de un efa, pero al cabo de cuarenta años de un gomer
al día de maná, la gente empezó a murmurar otra vez y a exigir algo más que el mero
maná.
—No hay más que este maná —gritaban—. Nos acordamos del pescado que
comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los
ajos. ¿Quién puede comer tanto maná? ¿Para esto nos has subido de Egipto?
Dios volvió a mandarles codornices y luego envenenó la carne cuando aún estaba
entre los dientes de ellos, con una plaga muy grande. No hay quien Lo entienda. Edificad
tal, edificad cual, utilizad tal madera para una cosa y tal madera para otra, y no destetéis a
un cabritillo con la leche de su madre. ¿Por qué? El no lo dice. Yo diría que por despecho.
Preguntádselo a El. La gente bailaba desnuda como si fueran paganos en torno al becerro
de oro. A un viejo lo lapidaron por reunir leña el sábado. Coré se rebeló con su familia de
levitas para conseguir una participación mayor en las funciones sacerdotales: querían
tener derecho a encender el incienso. Los hijos de Rubén se rebelaron. Muchos de los
hijos de Israel se pasaron una vez tras otra a adorar a otros dioses. Un hombre trajo a una
madianita en medio de la congregación para acostarse con ella en su tienda, y a ambos los
alanceó por el vientre Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón el sacerdote, con lo cual se
evitó afortunadamente una plaga más. María murió, Aarón murió. Pero Moisés los sacó
adelante. Era todo lo perfecto que podía ser un ser humano. No pedía nada para sí mismo
y nada recibió. Yo soy lo bastante arrogante para desear ser tan modesto como él, y soy lo
bastante modesto para saber que eso es una arrogancia. La cara le resplandecía cuando
descendió de la montaña después de ver a Dios, y el pueblo tenía miedo de acercarse a él.
También él era bastante respondón, e incluso una vez se cabreó con Dios cuando oyó que
la gente y todas sus familias lloraban por comida porque tenían hambre, y todos los
hombres estaban a las puertas de sus tiendas.
Y la ira de Moisés se encendió y preguntó al Señor:
—Maldita sea, ¿de dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? ¿Por qué
has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la
carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Qué falta me hace a mí todo esto? No son hijos
míos, para que haya de ser responsable de ellos y escuchar cómo lloran cuando no tienen
comida. ¿Qué saco yo de esto? ¿Cuánto tiempo más he de soportarlo?
—Ya te he dicho que lo iba a hacer poquito a poco —le recordó Dios—, hasta que os
hayáis multiplicado, para que la tierra no se ponga desolada por culpa de los insectos y de
los animales del campo que se multiplicarán contra vosotros. Ya te advertí que no ibas a
hacerlo en un año.
—Pero ¿veinte, treinta, cuarenta? —protestó Moisés, incrédulo—. Ya no me importa
nada. Es demasiado, demasiado para que pueda soportarlo. Perdónanos y libéranos
inmediatamente, y si no, yo te ruego que me des muerte, según dice Tu libro que Tú has
escrito. Prefiero morir antes que seguir así. Si he hallado gracia en tus ojos, mátame
inmediatamente, que yo no vea mi mal.
—¡Dale duro, Moisés! —es lo que me dan ganas de decirle cada vez que recuerdo
sus palabras—. ¡Sigue, que le estás arreando bien!
Y el Señor se arrepintió del mal que El creía haber hecho a Su pueblo. Pero la
respuesta a aquel estallido de Moisés fue que Dios envió codornices hasta que se les
salían por las orejas, y después hizo que se intoxicaran mientras aún estaba la carne entre
los dientes. ¿Quién ganó? ¿Quién tenía razón?
Necesito algunas respuestas.
Quiero hablar con Moisés. Me gustaría hacer que comprendiese que sólo porque no
me guste mi estatua de Florencia no significa que tampoco me guste la suya de Roma, ni
que le eche la culpa a él de la mía. La suya es estupenda. No me importaría que él me
diera algún consejo. Me gustaría recibir algunos consejos suyos acerca de cómo llevarse
mejor con Dios, cómo soportar este largo silencio que hay entre mí y los cielos sin
sacrificar mi dignidad. Una vez, con el mayor secreto, al recordar cómo había logrado
Saúl, por conducto de la adivina de Endor, hablar con el espíritu de Samuel en la víspera
de la batalla de Gilboa, decidí intentar algo con el espíritu de Moisés. ¿Qué podía perder
yo? Sabía que iba a violar leyes y mandamientos cuando me encanallaba en busca de
hechiceros y adivinos y de otros que traficaban con los espíritus familiares. Pero yo era
rey. Me sentía desolado, ya no tenía a mi Dios y me daba cuenta de que estaba perdiendo
el mando de las cosas. Cuando no se tiene un Dios, se dedica uno a cosas como la
hechicería y la religión.
Entonces fui a un nigromante, me tragué aquellos polvos, hice como un derviche y
me metí en la cueva. Repetí las palabras mágicas. No ardía más que una antorcha. Me
puse aquella gorra tan rara. Me metí la gorra lo más cerca posible de las cejas, según me
habían pedido, y llamé al espíritu de Moisés. En lugar de él me llegó Samuel.
—¡Por Cristo vivo! —exclamé asqueado—. ¿Qué haces aquí?
—¿Has enviado a buscarme? —dijo Samuel, con las cuencas de los ojos centradas en
mí. Como espíritu no era nada más animado que como ser vivo.
—He pedido que viniera Moisés. No te cueles.
—¿No te gustaría que te dijera lo que va a ocurrir?
—Basta con eso para que no quiera oírte más —advertí—. No quiero escuchar ni una
palabra. Que me traigan a Moisés. No he pedido que vengas tú.
—Está descansando. Sigue estando muy cansado.
—Dile que tengo que hablar con él. Apuesto a que sabe quién soy yo.
—Está más sordo que una tapia.
—¿No sabe interpretar lo que se dice leyendo los labios?
—Hoy día está casi ciego.
—Cuando murió no tenía los ojos ensombrecidos.
—A veces la muerte hace que la gente cambie para peor —dijo Samuel con tono
fúnebre—. Ahora vuelve a tartamudear más que nunca.
—Bueno, pues dime —pedí, esperando la respuesta antes incluso de hacer la
pregunta—: ¿Dónde está?
—Sentado en una piedra.
—¿Está en el cielo? ¿Está en el infierno?
—No hay cielo. No hay infierno.
—¿No hay cielo? ¿No hay infierno?
—Todo eso es imaginación tuya.
—¿Es verdad que se ha muerto?
—Está más muerto que yo.
—Entonces, ¿dónde está la piedra? —pregunté, saltando astutamente para atraparlo
—. ¿De dónde acabas de llegar? ¿Dónde estás cuando no estás aquí?
—No me hagas preguntas estúpidas —respondió Samuel—. ¿Quieres que te cuente
lo que te va a pasar o no?
—Te juro que no voy a escucharte.
—Yo nunca me he equivocado.
—Me taparé los oídos con algodón. No quiero escuchar una palabra. Le dijiste a Saúl
que moriría en Gilboa, ¿no?, y que también morirían allí Jonatán y sus otros dos hijos y
que los hombres de Israel se dispersarían y dejarían las ciudades y huirían.
Samuel soltó una risa ronca.
—Y todo salió como dije, ¿no?
—Por eso no quiero escucharte. ¿Por qué fue a combatir después de escucharte? ¿Por
qué no los esperó en las colinas para atacarlos desde allí? Lo nuestro es la guerra de
guerrillas. Debe de haber deseado la muerte.
—Era ése su destino, David.
—Eso son chorradas, Samuel —le dije—. Nosotros no somos griegos, sino judíos. Si
nos dices que llega otro diluvio aprenderemos a vivir debajo del agua. El carácter es el
destino.
Friedrich Nietzsche lo hubiera comprendido. Si el carácter es el destino, los buenos
están condenados. Esa sabiduría contiene mucho dolor. Si yo hubiera sabido de joven
cómo iba a sentirme de viejo, creo que aquel día habría eludido a Goliat, el paladín
filisteo, en lugar de matar al hijoputa y adentrarme tan tranquilo por la vía del éxito que al
final me ha traído a este estado de ánimo tan bajo en el que me encuentro hoy. El pasado
no tiene valor si el presente no es bueno.
3
Del día en que maté a Goliat
¿Quién podría creerlo? ¿Quién creería la buena fortuna que encontré esperándome en
el valle de Ela cuando llegué aquel día a Soco con mi asno, mi criado y el carrito de
provisiones que enviaba mi padre de Belén y vi lo que estaba pasando? Yo no. Ni mucho
menos. Ni en un millón de años me lo hubiera creído un solo minuto de no haber sido yo
la persona a quien le ocurrió. Alguien genial debió de preparar el escenario para mi
llegada.
Cuando aparecí allí, llegué con grano tostado y panes para mis tres hermanos y diez
quesos para su jefe de millar, que mandaba a unos cincuenta y dos voluntarios del norte
de Judá. El valle de Ela está en el norte de Judá y en aquel tiempo nuestras familias
habían decidido enviar a gente de nuestras ciudades y nuestros pueblos a ayudar a Saúl a
tratar de repeler la última incursión de los filisteos. De nuestro lado aquel día la principal
línea de nuestra resistencia estaba formada por cientos y cientos de los famosos
benjamitas, y ni uno de ellos advirtió la oportunidad que aprecié yo. Pero los hijos de
Benjamín nunca se han distinguido por su inteligencia. Por el contrario, se han destacado
por su locura, su salvajismo y sus temperamentos y pasiones feroces. ¿No fueron ellos los
que una vez mataron a la concubina del levita que pasaba por allí cerca a fuerza de
violarla?
—Benjamín —había predicho Jacob en lo que nos ha llegado como parte de una
bendición impartida en el lecho de muerte, bastante logorreica y de lo más extraña— es
lobo arrebatador; a la mañana comerá la presa, y a la tarde repartirá los despojos.
¿Y no era Saúl, aquel chalado, mi rey y futuro suegro, un benjamita?
¿Tiene algo de extraño que en seguida sintiera yo insolencia y desprecio contra todos
aquellos israelitas y judeos a los que vi cuerpo a tierra como si temieran la aniquilación a
la mera vista de Goliat o ante el sonido de su voz? En medio minuto logré analizar el
carácter de la situación que tenía a ambos ejércitos inmovilizados en el mismo lugar
desde hacía exactamente cuarenta días. Con rapidez casi igual hallé instintivamente un
medio probable de resolverla de modo favorable. A partir de entonces fui imparable. No
siempre he sido un juez perfecto del carácter humano, pero nunca he dejado de reconocer
una oportunidad de oro cuando me la ofrecen en bandeja de plata ni de aprovechar algo
rentable cuando me lo ponen en la mano. Cuando empecé a darme cuenta de lo fácil que
iba a ser todo, casi me caigo de espaldas.
—¿Qué hará el rey —no pude por menos de gritar a mis hermanos cuando se me
ocurrió la idea de que podía ser yo la persona elegida por el destino para derrotar a Goliat
— a quien combata a este filisteo y lo venciere?
—¿Y a ti qué te importa? —replicó Eliab, mi hermano mayor, y me ordenó que me
fuera a casa. Era un cretino. Y los otros dos que estaban con él tampoco eran ninguna
maravilla.
En lugar de obedecer, volví al carrito a buscar una capa de lana y pasé la noche en el
suelo en un lugar escondido encima de un pequeño escuadrón de hombres de Gad que se
habían refugiado en un pasaje natural detrás de unas rocas amarillentas que formaban un
saliente en el cerro. Me sentí muy animado al comprender por la conversación cansada de
aquellos hombres el miedo que tenían. La situación a mi alrededor parecía estar hecha a
mi medida. Cada vez fui adquiriendo más fe en que el día siguiente iba a ser mi día de
suerte, y empecé a preguntarme si después de todo no tendría alguna validez cosmológica
la asombrosa profecía hecha por Samuel hacía dos años, tras su extraño viaje a Belén con
la becerra de un ronzal para mancharme de aceite aromático la cara y decirme que Dios
me había elegido rey. «Saúl está acabado y ahora te toca a ti», me dijo al ungirme.
Incluso con el complemento de hierbas, el aceite de oliva de Samuel olía bastante rancio.
Desde entonces no me había pasado gran cosa.
A la mañana siguiente, aquel día en que maté a Goliat, el tiempo, naturalmente, era
cálido, seco y soleado. Ya se había recogido la cosecha. Los árboles daban higos verdes y
las viñas olían bien. Había pasado un año más y llegado la estación del tiempo bueno y
suave en que los reyes salen a la guerra. Yo siempre he estado bien dotado para escribir
sobre la naturaleza, como se aprecia sensualmente en el conocido ciclo de cantares del
himeneo que se atribuye por error al pelma de mi hijo Salomón. Habían pasado las lluvias
y empezaban a cantar las avecillas. ¿Qué os parece eso como elegancia descriptiva?
Habían surgido las flores en la tierra. Nuestro lecho era verde. ¿Podría haber construido
Salomón imágenes así? Jamás hubiera podido hacerlo mi flemático hijo Salomón, que no
habría podido distinguir una gacela de un cervatillo aunque le fuese en ello la vida. Una
de las diferencias que existen entre nosotros es que él carece de sensibilidad, y yo
siempre he tenido demasiada. La primera vez que le eché la vista encima a Abigail —yo
estaba armado para la batalla y sediento de venganza en el camino de Carmel— mi
miembro se puso duro como un tronco y modesta y tímidamente lo tapé con un periódico
doblado para que no lo viera.
¡Cómo se me aguzaban los oídos todas las primaveras cuando había terminado el
invierno frío y lluvioso y se oía en la tierra la voz de la tórtola, que señalaba la llegada de
una nueva época de batalla! No existe paliativo como la guerra —o una inmersión
ferviente en dogmas de cualquier tipo— contra los terrores de la soledad que nos
imponen nuestras vidas interiores. Creedme, yo lo sé. El problema con la soledad que
sufro yo es que nunca se ha curado con la compañía de otros. En cambio, siempre se ha
curado cuando he ido a la guerra.
No olvidéis que en toda mi larga y fatigosa carrera jamás he perdido una guerra ni
sufrido una herida. No conozco el significado de la derrota. Si me encontráis en el cuerpo
un rasguño infligido por el enemigo, os doy un campo de cebada o un par de mis esposas.
Aquella mañana señalada me levanté temprano y fui ansiosamente a rastras hasta el borde
de un pequeño precipicio para ponderar bien de cerca todos los factores de aquella
situación tan inverosímilmente estancada. Todo lo que aprehendí confirmó que mi
inspiración de la tarde anterior era correcta; no pude advertir ningún defecto en ella.
El espectáculo en sí mismo desafiaba toda descripción. Los filisteos en gran número
habían sentado sus campamentos en la falda de las montañas que estaban al otro lado del
valle. Saúl había colocado contra ellos a sus hombres de Israel y de Judá en las faldas de
las montañas al otro lado. La llanura arenosa del valle de abajo estaba partida casi en dos
por un arroyo que la cruzaba casi como una línea medianera.
El suspense iba en aumento de minuto en minuto al irse difundiendo la luz y
aumentar el calor del nuevo día. En nuestro bando todos estaban esperando a que
volviese a aparecer Goliat. El aire estaba incandescente con los relampagueos que
llegaban de los campamentos de los filisteos. Ellos estaban acostumbrados a las
armaduras y nosotros no, y el brillo del sol naciente se reflejó pronto de forma mágica en
lo que en algunos momentos parecía ser un lago encantado y fundido de todo aquel metal
bruñido que habían traído para ponerse, blandir y cabalgar. Resultaba increíble ver tanto
metal bruñido, tanto era el hierro y el bronce que tenían. Nosotros habíamos tenido
buenos motivos al disponernos para la batalla en posiciones más altas que ellos:
estábamos muertos de susto, porque era todavía la época en que el pueblo de Israel no
podía expulsar de los valles ni de las llanuras a ninguno de los habitantes que tenían
carros de hierro.
Y allí, en abundancia feroz y terrible, estaban los carros de hierro. Había fila tras fila
de arqueros filisteos. Estaban los heraldos con sus banderas púrpura y sus magníficas
trompetas de plata de una sola pieza. Era todo exactamente como yo me había figurado
siempre que sería la guerra, y tanto esplendor sonrojó de nerviosismo mis mejillas de
adolescente. Contemplé con asombro maravillado las formaciones resplandecientes de
infantes filisteos, de una altura natural superior a la de todos los demás pueblos de
Palestina, formidables como deidades con sus espadas rectas de hierro y de doble filo,
que podían partir de un solo golpe nuestros palos, nuestras hachas, nuestras mazas y
nuestras espadas curvas de bronce, todas ellas montadas en astas de madera frágil. Vaya
suerte la nuestra, ¿eh? Vaya sabiduría. Con todas nuestras aptitudes y nuestro sentido
común legendarios, con todas las advertencias útiles que nos había dado Dios por
conducto de Abraham, Moisés y Josué, todavía teníamos que aprender por dura
experiencia con los filisteos que el hierro era más duro que el bronce y que una espada
recta de doble filo y con punta era superior a las nuestras, cortas y curvas, que no
llevaban filo más que por la parte de fuera. Por eso se nos encuentra haciendo tantas
heridas a todo lo largo del Pentateuco, en lugar de dar estocadas, lanzar proyectiles o
tirarlos. Lo único que se puede hacer con un hacha o una maza o una espada curva en
forma de hoz que no lleve afilado más que el borde de fuera es herir. Las únicas lanzas y
jabalinas que poseíamos eran las que habíamos capturado en escaramuzas con los
filisteos o que éstos habían abandonado en su desordenada retirada tras el ataque
victorioso de Saúl en Micmas. ¡Aquélla sí que debió de ser toda una batalla! Pero ¿quién
sabía emplear esas armas? Saúl falló con la jabalina las tres veces que trató de matarme, y
eso que yo estaba sentado y sin sospechar nada a menos de veinte pies de distancia.
Tampoco le acertó a Jonatán, que estaba al otro lado de la mesa real, la noche en que éste
se puso de mi lado y trató de interceder. Es posible que en alguna parte, en su fuero
interno, conservara un mínimo de cordura y que en realidad no deseara matarnos, o no
deseara ser él mismo quien nos matara y de aquel modo. Desde luego yo sé que cuando
ascendí a rey siempre preferí que otros se encargaran de matar por mí.
No cabe duda de que aquel día en el valle de Ela estábamos en condiciones de
inferioridad. Pero los filisteos no tenían una verdadera tradición de combate en las
montañas, ni planes para atacarnos con ninguna probabilidad de éxito. Sus carros no
valían para nada salvo en un terreno que no fuera llano. Nosotros estábamos protegidos
contra sus arqueros por el refugio natural de las peñas y las cuevas que habíamos
encontrado para apostarnos. Si hubieran cometido la tontería de avanzar contra nosotros
con sus carros, sus arqueros y sus armaduras, habríamos saltado sobre ellos como
leopardos. Y no eran tan tontos.
Pero nosotros tampoco podíamos hacer nada, precisamente porque ellos tenían
aquellos carros y arqueros y aquellas armaduras, y hasta que llegué yo ningún israelita
podía ganar en batalla abierta en la llanura sin emplear algún truco clandestino o
psicológico o recibir asistencia sobrenatural en forma de alguna rara aberración de la
naturaleza.
De manera que ellos no podían subir y nosotros no podíamos bajar. Y por eso cada
mañana y cada tarde enviaban a primera línea a Goliat, el más fuerte de sus guerreros, a
provocarnos otra vez con su desafío presuntuoso a combate singular. La primera vez que
lo vi, no pude dar crédito a mis ojos. Daba unos pasos enormes. Su caminar pesado era
contoneante e impaciente. Avanzaba con demasiada rapidez para que su escudero
sobrecargado pudiera seguirlo y pasaba desde las tiendas de su ejército a una posición al
otro lado del arroyo, levantando la cabeza para repetir su humillante desafío. El calor era
seco e implacable, pero él llevaba un casco de bronce y una cota de malla que por sí sola
debía de pesar unos cinco mil siclos. Sobre sus piernas traía grevas de bronce y un escudo
de bronce al hombro, y más bien parecía un guerrero griego en Troya que un colono de
las tierras bajas costeras y marismeñas del sur de Palestina, no lejos de Sinaí. El asta de
su lanza era como un rodillo de telar, con un hierro enorme. Mediría unos seis codos de
altura, calculé, quizá incluso seis codos y un palmo, supuse, para darle el beneficio de la
duda.
¿Qué podíamos hacer con él? Saúl y su estado mayor llevaban cuarenta días
discutiéndolo. Nuestros arqueros podrían haberlo hecho retroceder, y haberlo matado o
herido si no se retiraba, sólo que no teníamos arqueros. Incluso entonces ya podía yo
detectar que resulta dificilísimo emplear arqueros con un máximo de eficiencia táctica si
no se tienen arqueros. De haberlos tenido, hubieran sido inútiles, porque no teníamos
arcos ni flechas. Y si hubiéramos tenido arcos y flechas, no habríamos sabido utilizarlos.
Me prometí allí mismo, ya lo sabéis, enseñar a mis hombres algún día a utilizar el arco y
la flecha, si es que alguna vez yo tenía hombres y alguna vez nos encontrábamos con
arcos y flechas. Eso lo podéis encontrar escrito en el libro de Jaser, si es que alguna vez
encontráis el libro de Jaser. Otra resolución que adopté aquel día se refirió al hierro de los
filisteos: yo quería tenerlo. ¿Por qué quería yo tener el hierro de los filisteos? Voy a
deciros por qué. ¿Sabéis lo que pasaba cada vez que el hierro de los filisteos tropezaba
con una cabeza de judío listo? Que le hendía su lista cabeza al judío, eso es lo que pasaba.
Eso también lo podéis encontrar escrito en el libro de Jaser, si alguna vez encontráis el tal
libro de Jaser.
Cuando Goliat por fin se detuvo y habló, su voz se oyó claramente en medio del
dramático silencio que había caído sobre todo el valle a partir del momento en que se
adelantó, y sus palabras se oían distintamente. Al borde de la roca en el lugar que me
había hecho, le oí repetir, sin modificar en nada su vocabulario, lo que le había ya oído
decir a media tarde del día anterior. Mi respeto por él se redujo considerablemente
cuando advertí que se había aprendido su discurso de memoria y que no tenía sentido de
la improvisación. Pero ¿qué se puede esperar de un filisteo? ¿Quién le encuentra sabor a
la clara de un huevo?
—¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla contra los filisteos? —eran las
palabras despectivas que pronunció con voz atronadora, y continuó con la misma
declaración que venía haciendo sin variaciones todas las mañanas y las tardes desde hacía
cuarenta días. Todos los hombres del ejército de los israelitas se sentían turbados y con
gran miedo. No se les ocurría más que tirarse al suelo y hundirse más en sus agujeros y
sus trincheras, y agarrarse a la tierra como si corrieran peligro de caerse—, ¿No soy yo el
filisteo y vosotros los siervos de Saúl? —se burló con una voz que hacía ecos como
estallidos en las quebradas de las montañas que había tras nosotros y que sin duda
hubiera creado aludes de nieve en los Alpes o en el Himalaya de haber sido nosotros
europeos o asiáticos enfrentados para combatir en uno de esos climas helados-—.
Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí. Si él pudiera pelear conmigo
y me venciere, nosotros seremos vuestros siervos; y si yo pudiere más que él y lo
venciere, vosotros seréis nuestros siervos y nos serviréis. Hoy yo he desafiado al
campamento de Israel; dadme un hombre que pelee conmigo. Y si no, volveos a vuestras
cuevas y vuestras tiendas y vuestras chozas y dejadnos pasar por donde queramos.
En el silencio que siguió el ruido más alto que se podía oír era el jadeo de un
saltamontes. Debo reconocer que mi corazón dejó de latir cuando lo vi la primera vez.
Cuando lo vi la segunda tuve que contenerme para no echarme a reír.
Porque allí, en las montañas de nuestro lado del valle, había casi setecientos
benjamitas ambidextros escogidos, todos ellos honderos que podían lanzar un proyectil
con una precisión mortal, e igual con la izquierda que con la derecha. Y allí había miles
de aquellos enterados y presuntuosos de antijudeos de Efraín, que, pese a todo su orgullo
por sus viñedos y sus pretensiones elitistas de superioridad, probablemente no sabrían
pronunciar el fonema sh sin silbar aunque de aquello dependieran sus vidas. Había
hombres de Menases y cientos y cientos más de todas nuestras demás tribus y clanes del
norte y del oeste que para entonces ya habían escuchado los llamamientos de Saúl. Allí
estábamos nosotros, el pueblo elegido de Dios, si es que creéis en esas cosas; todos
nosotros descendientes, al menos en parte, de la astuta Sara y del capaz Abraham. Pero
algún defecto genético debía de haber contaminado los procesos mentales de todos los
presentes salvo los míos, pues en ningún otro cerebro salvo el mío surgió la consideración
obvia de que se podía combatir con Goliat y vencerlo en combate singular en condiciones
diferentes de las que implicaban sus propios preparativos para la pelea.
Francamente, desde mi punto de vista, Goliat no tenía nada que hacer. El pobre
imbécil estaba perdido. Cualquiera de los hombres elegidos de Benjamín podía lanzar
piedras con su honda, con la mano derecha o la izquierda, con total precisión a cincuenta
varas de distancia y no fallar nunca. Cuando lanzaban piedras lisas con bordes cortantes,
podían cortar racimos de uvas por su tallo en las viñas. Yo mismo podía cortar una
granada de su granado a treinta pasos de distancia nueve veces de cada diez. Yo mismo
podía reventar una granada y dejarla hecha pulpa todas las veces que lo intentaba. Y
Goliat tenía la cara más grande que una granada. Entre el bronce del pecho y el del casco,
desde el cuello hasta el pelo, llevaba al aire una superficie de carne desnuda tan grande
como un melón persa de buen tamaño. Lo que poco después me encontré diciéndole a
Saúl en la tienda de techo plano y de piel de cabra en la que tenía su cuartel general era
casi totalmente cierto: era verdad que yo había matado a un león, aunque pequeño,
cuando se llevaba a un cordero una vez que yo estaba guardando las ovejas de mi padre,
después de incapacitarlo primero de un tiro de honda, y había atontado, aunque no
matado, a un oso. Con lo del oso exageré un poco.
Igual que el cunnilingus, el cuidado de las ovejas es un trabajo oscuro y solitario;
pero alguien tiene que hacerlo. Cuando me iba semanas enteras lejos de casa con mis
rebaños, pasaba horas y horas con una brizna de hierba entre los dientes o un tallo de
diente de león en la lengua practicando en la lira, componiendo canciones y lanzando
piedras con la honda contra vasijas rotas de barro, que colocaba en una valla de madera
para usarlas como blanco, o contra latas oxidadas. Incluso lanzaba piedras contra otras
piedras. Aparte de recuperar a las ovejas que se desvían, en lo cual me ayudaban
instintivamente nuestras cabras, más inteligentes que las ovejas, el hacer de pastor
comporta más aparte de mantener a distancia a las fieras y dividir las ovejas y los cabritos
en sus rediles separados al anochecer antes de comer algo frío y tumbarse en el suelo
tapado con una túnica cerca de una hoguera. Dicho sea de paso, fue esta actividad de la
tarde la que me inspiró mi citadísima frase de «separar las ovejas de los cabritos y los
hombres de los muchachos», que tan destacadamente figura en uno de mis salmos menos
conocidos, creo, o quizá sea uno de esos proverbios míos cuya autoría siempre se le
atribuye a Salomón o a alguien. Sé, sin lugar a dudas, que mi frase de «dividir las ovejas
de los cabritos» se utiliza en más de una de las obras de ese escritorzuelo sobrevalorado
que es William Shakespeare, de Inglaterra, cuyo principal genio consistió en saquear los
mejores pensamientos y los mejores versos de las obras de Kit Marlowe, Thomas Kyd,
Plutarco, Raphael Holinshed y mías. Claro que la idea del Rey Lear la sacó de la historia
mía con Absalón. ¿Vais a decirme que no? ¿Quién ha habido más que yo que haya sido
rey de la cabeza a los pies? ¿Creéis que ese plagiario sin escrúpulos hubiera podido
escribir Macbeth si nunca hubiera leído la historia de Saúl?
Claro que en lo que respecta a popularidad, no hay nada escrito por nadie en el
mundo entero que pueda compararse a mi frase que dice «Jehová es mi pastor», que
ahora debo confesar se trata de algo puramente casual, que me dijo una vez sin darse
cuenta mi Betsabé en aquel breve período cuando se cansó de dedicarse al macramé y los
bolillos y antes de lanzarse con toda su alma a inventar las bragas. ¡De hecho se creía que
sabía escribir mejor que yo!
¿Quién puede afirmar por qué perdura una obra?
Porque, desde luego, el Señor no es un pastor, mío ni de nadie. Y el decir que lo es,
es lo que yo califico de figura de dicción. Todo el que haya tenido la mala suerte de
trabajar de pastor sabría que calificar al Señor de pastor no es un homenaje, sino una
blasfemia. ¿Por qué iba el Señor a trabajar de pastor? La mitad del día se la pasa uno
pisando mierda de ovejas. El esquilar las ovejas es un trabajo pesado, sucio, que hace
sudar, y no es de extrañar que se celebre un festejo enorme cuando termina. Fue
precisamente a uno de esos festejos a los que invitó mi hijo Absalón a mi otro hijo
Amnón para matarlo. Desde luego, si Dios es un pastor, estoy seguro de que la monotonía
le causa sufrimientos todavía más intensos que a mí, y también es probable que sea un
buen hondero. El pastoreo no es vocación para una mentalidad activa. Yo mismo prefería
la vida corruptora de la ciudad a los entretenimientos bucólicos del pastoreo. Por la noche
se pasaba frío, durante el día había que buscar refugio contra el sol ardiente. ¿Dónde
podía ir uno a divertirse? ¿Qué teníamos en común yo y los demás pastores? A ellos la
música les interesaba poco o nada, y muchas veces me tiraban desperdicios cuando yo
trataba de cantarles algo.
¿Es de extrañar que me sintiera infeliz? Me pasaba mañanas y tardes enteras
practicando con la honda para matar el tiempo. Yo sabía que lo hacía bien. Sabía que era
osado. Sabía que era valiente. Y aquel día, con Goliat, sabía que si podía acercarme a
veinticinco pasos del hijoputa, podía meterle una piedra del tamaño de una pezuña de
cerdo por la garganta a suficiente velocidad para penetrarle hasta la nuca y matarlo, y
además sabía otra cosa: sabía que si mi idea era equivocada, podía volverle la espalda y
correr como un cabrón y abrirme camino por el monte hasta ponerme a salvo sin gran
peligro de que nadie cargado con una armadura tan pesada pudiera perseguirme.
Aquella mañana, una vez que decidí lo que había de hacer, tuve que intrigar mucho
para conseguir lo que quería. Dejé el carrito en manos del sirviente y volví a donde
estaban emplazados los de Judá, me metí de golpe entre ellos y empecé a hablar a gritos
con objeto de que todo el mundo me prestara atención inmediatamente. Sabía qué
impresión quería causar, qué tipo de comentarios quería incitar. Quería asombrarlos,
irritarlos, cabrearlos y hacer que todo el mundo empezara a hablar de mí en todas
nuestras líneas hasta estar seguro de que le llegarían a Saúl noticias de mi presencia.
«¿Qué hará el rey —grité con voz tonante que esperaba llegara hasta la gente que estaba
en los puestos de vanguardia— por quien combata contra el filisteo y lo mate y le quite
este reproche a Israel?»
—No lo preguntes —dijo mi hermano Sama, con cara de sentirse mal.
—Ya te dije ayer que volvieras a casa —me respondió airado mi hermano Eliab.
—Eso, ya te dijo ayer que volvieras a casa —dijo Abinadab—. ¿Quién se va a
encargar de tus pobres ovejas en el desierto mientras tú pierdes el tiempo por aquí?
Hice como que me sentía dolido:
—No he hecho más que una pregunta bien sencilla.
—A la porra con tus preguntas sencillas —intervino mi hermano Sama—. Ya
sabemos muy bien lo que significan tus preguntas sencillas.
—Ya te voy a dar preguntas sencillas a ti —me dijo Eliab con mirada torva—. Ya
sabía yo que ibas a volver por aquí a hacer un número. Vete a casa. Vete a casa, que eres
un engreído y un pesado.
—¿No ves que ya tenemos suficientes problemas? —me dijo Sama con un gesto
hacia Goliat.
—A lo mejor puedo ayudar —dije yo.
—No me hagas reír —replicó Eliab entre dientes—. ¿Quieres quedarte por aquí a ver
la batalla? Sabemos que eres un orgulloso y un pesado.
—¿De qué orgullo hablas? —respondí orgulloso—. ¿De qué pesadez? Yo no tengo
ningún orgullo. No soy ningún pesado. No he hecho más que preguntar qué hará el rey
por el hombre que combata con este filisteo y lo mate y quite este reproche a todo Israel.
—¿Qué hará el rey? —respondió el capitán de millar incrédulo, de modo que por fin
recibí la información que buscaba—. ¿Qué hará el rey? —exclamó por segunda vez
aquel buen hombre mientras mascaba su ración matutina de dátiles frescos con cebollas
crudas. Se me hacía la boca agua al ver la suculenta combinación—. ¿Qué es lo que no
hará el rey, eso es lo que deberías preguntar. Probablemente el rey le dotará de grandes
riquezas, le dará una de sus hijas como esposa y eximirá de impuestos en todo Israel a la
casa de su padre.
Naturalmente, aquello me encantó.
—¡No me jodas! —observé.
—No te jodo —me aseguró.
—Y entonces —pregunté yo con aire despreocupado y zumbón—, ¿cómo es que
nadie baja a meterse con él? Porque ¿quién es ese filisteo incircunciso para ponerse a
desafiar a los ejércitos del Dios vivo?
Al oír aquello, Eliab, Abidanab y Sama se volvieron hacia mí con los puños cerrados
y exigieron que me marchara del campo de batalla y volviera inmediatamente a mi casa
de Belén.
Entonces fue cuando les hice un corte de mangas y salté como un rayo de luz a
seguir lanzando mis pullas en otros puestos, jactándome como un loco sin parar. Qué raro
me parecía, decía con la misma valentía fresca y alegre a un grupo de guerreros tras otro,
que en el ejército israelita no hubiera nadie con suficiente fe en la capacidad del Dios
vivo como para poner a prueba sus fuerzas y su astucia contra aquel enemigo
incircunciso, por invencible que pareciese. ¿Qué iba a opinar un muchacho ingenuo del
campo como yo? ¡Qué irritante y provocador estuve! Desperté curiosidad. Recorrí
nuestras líneas de combate como un espíritu del aire. Eran los tiempos en que todos los
jóvenes podíamos ir saltando por las montañas y triscando por las colinas con una
agilidad que resultaba increíble a los filisteos corpulentos y de paso lento, que se metían
por la fuerza en nuestras aldeas para reventarnos la uva tierna y después intentaban en
vano eludirnos. En un sitio tras otro hablé en el mismo sentido. Los hombres de Menases
me llevaron al campamento de Efraín, que a su vez me llevó a los hombres de Benjamín,
ante un capitán de cien que estaba al mando de veinticuatro hombres.
—¿Qué hará el rey —volví a formular mi pregunta, de la que hasta yo mismo me
estaba empezando a cansar— por quien mate a ese filisteo y quite ese reproche a Israel?
Pues ¿quién ese ese filisteo incircunciso para desafiar los ejércitos del Dios vivo?
—Y ¿quién coño eres tú? —fue la respuesta que recibí de los hombres hoscos de
Benjamín, que tenían la reputación de que lo mismo les daba violar a un hombre que a
una mujer, o que matarlos, y que a veces hacían primero lo uno y luego lo otro.
Respondí discretamente:
—Soy el hijo de Isaí, el siervo del rey, el efrainita de Belén, de Judá.
—Judá —se burlaron.
—Por eso lo pregunto —respondí con un mohín—. Y por eso me resulta tan difícil
entender las cosas. Ya sabéis lo lentos que somos los de Judá. ¿Qué hará el rey por quien
mate a ese hombre, y cómo es que nadie se lanza contra ese filisteo y le quita el reproche
a Israel?
—Pero ¿te das cuenta de lo que mide? —preguntó su capitán—. ¿Te atreverías tú a
bajar a combatir contra un tipo así?
—¿Por qué no? —respondí—. Ha desafiado a los ejércitos del Dios vivo, ¿no?
—Que lleven a este chico ante Saúl.
—Que no se preocupe nadie por mí —grité por encima del hombro. Para mis
adentros, ya me estaba felicitando de haber logrado aunque sólo fuera eso.
Saúl no dio indicios de haberme visto antes. Y yo, con mucho tacto, tampoco
manifesté recordar ningún encuentro anterior. Había envejecido mucho en los dos años
transcurridos desde que me llevaron de Belén para que tocara ante él. Tenía la cara
surcada de arrugas, y el pelo rizado y la barba corta y cuadrada los tenía prematuramente
blancos. Se quedó de pie cruzado de brazos y me contempló. Parecía sentir pena por mí.
Era ancho y fuerte, y a partir de los hombros era más alto que Abner el del rostro de
halcón y todos los demás oficiales que estaban con él. Después de Goliat, era uno de los
hombres más altos que había visto yo en mi vida.
—No eres más que un muchacho —observó por fin— y él es un gran guerrero desde
la adolescencia. No puedes enfrentarte a ese filisteo y pelear con él.
—Cuanto más altos sean —repliqué—, más dura será la caída —frase que cayó
bastante bien. E insistí—: Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre y cuando venía
un león o un oso y tomaba algún cordero de la manada —lo juro por mis muertos— tu
siervo lo hería y lo mataba, y este filisteo incircunciso será como uno de ellos. Jehová,
que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, también me librará de las
manos de este filisteo.
—¿Por qué no, señor mi rey? —sugirió Abner—. Por lo menos, merece la pena
intentarlo.
Saúl le explicó por qué no:
—El filisteo ha dicho que si escogemos a un hombre que vaya contra él y lo
venciere, ellos serán nuestros siervos. Y si él pudiere más y los venciere, nosotros
seremos sus siervos y los serviremos.
—Señor mi rey —importunó el pragmático Abner, acercándose al lado de Saúl—, no
seas naar. Saúl, Saúl, ¿de verdad te crees que los filisteos serán esclavos nuestros si
ganamos? ¿Ni nosotros los suyos si perdemos? Tan idiotas no somos. Ni ellos tampoco.
Deja que vaya allá el muchacho si quiere. ¿Qué nos jugamos, más que su vida?
Cuando por fin accedió Saúl, su renuencia se convirtió en una solicitud casi
embarazosamente paternal. Me dio sus propias ropas, su casco de bronce y su coraza y
me ciñó su propia espada, y cuando terminó de prepararme para la batalla con aquella
panoplia espléndida me di cuenta de que no podía ni moverme. Apenas si podía ver. Ya
sabéis que nunca he sido muy alto, y el borde de su casco me bajaba hasta la nariz y me
hacía daño. Entonces me quité la espada y se la devolví. Le dije a Saúl sin ambages que
no quería sus ropas ni su espada porque nunca había intentado pelear con ellas y no tenía
experiencia de combatir así. No vi la necesidad de añadir que no tenía la menor intención
de acercarme a Goliat lo bastante como para tocarlo con la espada, ni de dejarlo que se
acercara como para tocarme él con la suya. Habría que ser un imbécil de baba para hacer
frente a aquel gigante filisteo en combate singular con espada, escudo y coraza y esperar
sobrevivir. Un mandoble de la espada de aquel gigante te quitaría de las manos lo que
llevaras en ella, y el segundo golpe te separaría el alma del cuerpo.
—Dejadme ir tal como estoy —pedí con gesto impasible, quitándomelo todo hasta
quedarme sólo con la túnica nueva y preciosa que me acababa de poner—, pues el Señor
no salva con espada ni lanza. La batalla es del Señor, y sé que va a entregar al filisteo en
nuestras manos.
Las miradas de superioridad desdeñosa que se cruzaron a escondidas los que me oían
comunicaban sus dudas acerca de mi estado mental, lo que a mí me traía sin cuidado. Que
hablasen ellos de espadas o de lanzas, que yo no quería tener que ver con ellas. No tenía
ninguna gana de que ni Saúl ni nadie se diera cuenta de mis planes. ¿Tenía yo alguna
obligación de recordarles que Dios también podía salvar con una honda? Que creyesen
que era un milagro.
Desde luego, cuando me preparé a salir de la tienda de Saúl e inicié mi camino lento
y lleno de suspense hacia la llanura del valle, donde estaba Goliat plantado con las
piernas abiertas, como un coloso, yo ya me sentía como un rey. Después de todo, ¿no me
había ungido Samuel hacía dos años con todo aquel aceite de oliva perfumado con el que
me había embadurnado la cara hacía dos años? Recuerdo la credulidad con que escuché a
Samuel cuando me dijo que el Señor había rasgado de Saúl el reino de Israel y lo había
dado a un prójimo mejor que él.
—¿Y ése soy yo? —pregunté. No me parecía en absoluto absurda la idea.
Y Samuel respondió:
—¿Quién va a ser?
Y desde entonces no había pasado nada, ni lo más mínimo. No había sonado ni una
trompeta. No había habido reyes magos que me trajeran regalos. Ni oí ningún hosanna.
Bach no escribió ni una sola cantata. Mis hermanos se reían de mí. No era de extrañar
que yo me sintiera tan terriblemente decepcionado allá en Belén; era como si no hubiera
pasado nada fuera de lo normal. La tierra no había temblado. No se habían oído coros de
aleluyas. Lo único que saqué de aquel día fue una cara toda embadurnada de aceite.
Bueno, pues ser rey no resulta muy divertido cuando nadie lo sabe, ¿no?, y yo me
daba cuenta de que sería inútil tratar de que ni mis hermanos ni nadie se inclinaran en
sumisión a mí. ¡Qué distinto fue cuando unos años después, con Saúl muerto y el ejército
de los israelitas disperso por los filisteos, entré triunfante en Hebrón para permitir que los
ancianos de la ciudad me proclamaran rey de Judá! Pero primero envié al más joven de
mis sobrinos, el ágil Asael, a ver qué les parecía mi idea.
—Pregúntales —le dije— si quieren aclamarme rey de Judá, ahora que ha muerto
Saúl. Recuérdales que tengo seiscientos guerreros, que el ejército de los israelitas está
disperso por los montes, como ovejas sin pastor, y que ya no queda en el país ninguna
fuerza combatiente más fuerte que la mía. Recuérdales que soy muy susceptible y que me
ofendo por cualquier cosa.
A los ancianos de Hebrón mi idea les pareció muy bien. Mi sobrino Asael me lo
comunicó al volver:
—Arden en deseos de proclamarte rey de Judá.
Yo acababa de cumplir los treinta años.
Igual de triunfador me sentía aquel día en que maté a Goliat, cuando por fin salí de la
tienda de Saúl y empecé a bajar por el monte, un pastorcillo inofensivo sin uniforme, con
mi cayado en la mano y mi honda colgada de la parte de atrás de la faja sin llamar la
atención. Me detuve un momento en la cima de la loma para que todos me pudieran ver
bien. No me dejaba nada indiferente el efecto que estaba haciendo. Lo único que
lamentaba era que yo no podía verme igual que me veían los demás.
Naturalmente, sabía que todas las miradas estaban fijas en mí. Entre todas aquellas
multitudes de espectadores boquiabiertos de ambos bandos, ¿quién hubiera podido
suponer lo que iba a pasar mientras yo iba bajando por la pendiente suave profusamente
coloreada de violetas, margaritas blancas y flores amarillas de col? Nadie, ni en mil
millones de años. Y desde luego, el que menos podía suponerlo era Goliat. Eso lo
sabemos ahora. Yo me daba cuenta nada más que con mirarlo. Cuando llegué a terreno
llano acorté el paso y lo miré al otro lado del arroyo. El me contemplaba guiñando los
ojos a medida que se acortaban las distancias, con la espada envainada, como alguien
perfectamente convencido de su propia invencibilidad. Su escudero, deferente, estaba
unos pasos detrás de él. Goliat estudió mi llegada con gesto cada vez más extrañado. A mí
me volvieron a dar ganas de reírme. La falda de mi estupenda túnica nueva era muy corta
y me dejaba completa libertad de piernas sin tener que echármela a la espalda. Yo no
quería perturbar su autosatisfacción acercándome a él con el ruedo de mi prenda remetido
en mi faja de piel de cabra. Tenía un aspecto más inofensivo que un caracol. Quería que
me considerase como alguien de poca monta: quizá un mensajero que le traía palabras de
capitulación, o un chico de por allí que había entrado por accidente en el campo de
batalla en busca de una oveja o de una cabra descarriada.
Si preferís creer lo que os han contado, me detuve por el camino para escoger cinco
piedras lisas del arroyo. No fue más que un gesto. Todo hondero digno de ese nombre
lleva siempre sus piedras encima, y cuando me arrodillé con las rodillas en el agua, me
saqué discretamente dos de la bolsa de cuero que llevaba a la cintura y las escondí en la
palma de la mano derecha. Tenía que bastarme con dos; si no incapacitaba a aquel gran
guerrero con la primera, probablemente no me dejaría tiempo ni para la segunda. Cuando
me levanté para cruzar el arroyo me pasé el cayado a la mano izquierda. No pareció que
Goliat se diera cuenta. Tuve que sofocar una sonrisa. Con la mano derecha empecé a
desenredar subrepticiamente las cuerdas de la honda de mi cinturón y a soltar la badana.
Digamos que era un gigante. El, y no Betsabé, sí que tenía los dientes como manadas
de ovejas trasquiladas. Cuando se lo dije a ella era meramente para halagarla. Pero Goliat
tenía dimensiones exageradas en todo. Incluso ahora me echo a reír cuando recuerdo las
violentas transformaciones por las que pasó cuando por fin se dio cuenta de a qué iba yo.
Cómo se le salieron los ojos de las órbitas. Cómo se le oscureció aquella cara enorme de
indignación y se le puso púrpura de ira. Cómo gritó y rugió cuando por fin se recuperó de
su sorpresa inicial. Cualquiera diría que yo le acababa de dar una lanzada en el costado.
Llevaba cuarenta días diciendo a los israelitas que le enviaran un hombre digno de entrar
en singular combate con un paladín filisteo de su categoría. Y en su lugar le enviaban a
un pastorcillo sanote y de tez clara. Esperaba un Aquiles y el que le llegaba era yo. Y
encima, lo que yo llevaba era un cayado.
Las dudas de que yo pudiera matarlo se siguieron disipando a medida que permitía
que me fuera acercando cada vez más sin armarse, y observé la secuencia de reacciones
con que me observaba él. Estaba confundido. Estaba curioso. Estaba estupefacto. Y
entonces, ¡diablos, cómo se enfadó el gigante!
Todavía me divierte recordar su expresión sombría de incredulidad estupefacta
cuando empezó a comprender cuál era mi objetivo al acercarme a él. Me miraba y me
miraba y seguía fijo en su sitio, como paralizado. Su escudero seguía tras él en un estado
de perplejidad vacilante. Supongo que Goliat no era un gigante de verdad, pero era lo
bastante grande. Le brillaba el sol en la armadura. Tenía ojos como carbones, y la cara sin
barba la tenía llena de manchas y no se había afeitado. Vi cómo movía la boca cuando
empezó a hablar solo. No le tuve miedo ni un momento. Lo que lo cabreó de verdad fue
el cayado que llevaba yo. Se le hincharon vívidamente las venas y los tendones de su
cuello musculoso cuando por fin aspiró aire a bocanadas y abrió las mandíbulas para
hablar. Tenía una voz atronadora. Su rugido iba menos dirigido a mí que a los batallones
de israelitas que aterrados y angustiados se aferraban a los arbustos, a las peñas y a los
huecos de las faldas de las montañas a mis espaldas.
—¿Soy yo un perro? —aulló, y aspiró otra bocanada de aire para seguir gritando.
Me hice el sordo y lo interrumpí inmediatamente:
—¿Cómo dice? —pregunté en respuesta.
Metí la mayor de las dos piedras en la badana de la honda, que ahora ya llevaba
suelta y apretada furtivamente contra el muslo.
—¡Pregunto si soy yo un perro! —aulló irritado—. ¿Estás sordo o qué? ¿Soy yo un
perro para que vengas a mí con palos? —y a medida que me iba acercando a él empezó a
maldecirme por todos sus dioses: Dagón y Moloc, y Baal y Belial. ¡Qué lengua tenía
aquel gigante!—. ¡Vamos, vamos, acércate! —y ahora movía los brazos furioso para que
me acercara—, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo.
—¿Cómo dice? —repetí, haciendo como que no lo oía.
Repitió literalmente su amenaza mientras yo, descalzo, me iba acercando cada vez
más a él. Ahora ya sólo me hablaba a mí. Esta vez decidí responder:
—¿Conque vas a dar mi carne a las aves del cielo y a las bestias del campo? —
repliqué con pasión insultante—. Ya te voy a dar yo carne. Te voy a enseñar quién es el
que va a dar carne. Yo voy a dar tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo. Tú
vienes a mí con espada y lanza y jabalina.
—¿Dónde está la jabalina? —se burló y levantó las manos para mostrar que las tenía
vacías—. ¿Dónde están mi espada y mi lanza?
—Mas yo vengo a ti en nombre del Dios de los ejércitos —continué, sin hacer caso a
sus preguntas—, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado —y yo
hablaba con voz llena de piedad. Que me pregunten hoy mismo de qué hablaba al
mencionar al «Dios de los ejércitos», y todavía no sabré qué contestar. Tengo muchas
frases cuyo significado me resulta ininteligible, pero la oratoria es la oratoria—. Dios te
entregará hoy en mi mano —seguí bravucón— y yo te venceré y te cortaré la cabeza, y
daré hoy los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra; y toda
la tierra sabrá que hay Dios en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Dios no salva
con espada y con lanza; porque de Jehová es la batalla, y El os entregará en nuestras
manos.
Ahora, dicho sea con toda franqueza, no me parece que yo hubiera dicho nada
parecido en circunstancias normales, aunque a la sazón es posible que las ideas en que se
inspiraban aquellas palabras fueran las mías. Eran los años de mi juventud, cuando yo no
tenía mucho juicio, y creía en muchas cosas acerca de las cuales hoy siento escepticismo.
Creía en el futuro. Todavía creía en Dios. Incluso creía en Saúl. He tenido tres padres en
mi vida: Isaí, Saúl y Dios. Los tres me han desencantado. Ahora ya hace mucho tiempo
que vivo sin Dios, y probablemente puedo aprender a morir también sin El.
La respuesta de Goliat a mis frases un tanto forzada fue inesperada. Se llevó la mano
a la oreja y dijo: «¿Qué?» Imaginaos mi sorpresa al descubrir que Goliat, el gigante
filisteo, era un poco duro de oído. A lo mejor por eso hablaba tan alto.
Negué con la cabeza, no quise repetir ni una sola sílaba y le hice una morisqueta.
Después le saqué la lengua. Estaba conservando el aliento para mi último esfuerzo, que
me proponía realizar dentro de unos momentos.
Aquella vez, cuando Goliat empezó a maldecirme por todos sus dioses paganos,
incluso metió entre ellos a Astarté y Quemos, pero no llegó a terminar la lista. Todavía
estaba explayándose con Baal cuando me lancé a la carga. Me deshice de mi cayado
cuando estaba a menos de cincuenta pasos de distancia de Goliat y corrí hacia él sin
previa advertencia, acelerando en línea recta a toda la velocidad que pude y levantando la
honda para blandiría por encima de la cabeza con un impulso acelerado mayor que lo que
había conseguido hasta entonces en toda mi vida. La masa de piedra que llevaba en la
badana de la honda parecía duplicar su peso por segundos. Goliat seguía inmóvil, como
algo inanimado, con la boca abierta. Yo me sentía estupendo. ¿Cómo expresarlo con
palabras? La tensión cada vez mayor que generaba en mis músculos la fuerza centrífuga
me causaba un placer más exquisito que ninguno de los que jamás había experimentado
hasta entonces, o que jamás hubiera podido soñar. La intoxicación de confianza me hacía
acercarme cada vez más, y corría el peligro de perder la razón. Por fortuna, logré
dominarme. Decidí que con treinta pasos bastaba, y frené cuando ya estaba más cerca que
eso, afirmando las piernas para hacer el lanzamiento. Giré el brazo con todas mis fuerzas
las dos veces siguientes, apuntando fijo al agujero oscuro de la boca abierta entre sus
dientes enormes y repulsivos. Cuando por fin di la última vuelta y solté el lazo del pulgar,
noté que la piedra obedecía al impulso impartido y salía de la badana sin la más mínima
desviación, y supe en mi interior que verdaderamente era imposible fallar. Fallé. No le di
en la boca, sino en la frente, encima del ojo izquierdo. Le salió la sangre a chorros a
varias varas de distancia durante el segundo o dos que siguió en pie. Después cayó como
un leño. Su escudero se echó a correr. Goliat se quedó donde había caído, tiñendo de
marrón la tierra amarilla. No movía ni un músculo. Sentí una alegría inmensa
Todo había terminado prácticamente, salvo el epílogo, y Dios sabe que éste fue
importante. Cuando los filisteos vieron que su paladín había muerto tan rápidamente, se
pusieron a plañir de angustia. Se echaron a correr en círculos frenéticos, preparándose
para montar su equipo y huir. Al mismo tiempo, los hombres de Judá y de Israel surgieron
de las montañas con gritos salvajes y vinieron corriendo y me pasaron para atacar con sus
hachas, mazas y armas cortantes a los filisteos en retirada y para perseguirlos donde caían
por el camino de Saaraim, e incluso hasta Gat y Ecrón.
Por mi parte, yo no quería correr riesgos. Contemplé atentamente al gigante caído.
Cuando pasó todo un minuto sin que diera la menor señal de vida, di un salto y recorrí la
distancia que me separaba de su figura inmóvil, le saqué la espada de la vaina y, para
quedarme tranquilo, le corté la cabeza. Ahora, por lo menos, podía estar seguro de que
había muerto. ¿Que era una barbaridad? ¡Y qué! Recordad que eran tiempos primitivos.
Mucho peor fue lo que les hicieron ellos a David y a Jonatán y a los otros dos hijos
cuando los encontraron caídos en el Monte Gilboa, ¿no? Colgaron la cabeza de Saúl en el
templo de Dagón. Y colgaron el resto de los otros cuerpos en el muro de su ciudad-
fortaleza de Betsán, hasta que los hombres valientes de Jabes de Galaad llegaron por la
noche para quitar los cuerpos de allí y quemarlos respetuosamente y enterrar sus huesos
para acabar con el sacrilegio. En comparación con eso, yo era la amabilidad
personificada. Quería volver con la cabeza de Goliat como trofeo. El resto, claro está, se
lo dejaría a las aves del cielo y las bestias de la tierra. ¿No había dicho él que eso era lo
que pensaba hacer conmigo?
Una vez pasado el peligro de Goliat, me quedé descansando un rato, totalmente
satisfecho, con un pie en su pecho. Ahora quedaba el trabajo sucio, el de quitarle las
grebas de bronce de las piernas gigantescas, las hombreras de bronce de sus hombros
gigantescos, la coraza que pesaba otros cinco mil siclos de bronce. ¿Cómo iba a llevar
aquella lanza suya, con un asta gruesa como el rodillo de un telar? Y encima tenía que
arreglármelas con la cabeza, que llevaba todavía más bronce en el casco. Aquella cabeza
iba a pesar una tonelada.
No había contado yo con el encanto inmediato de la celebridad. Por suerte, pronto
me vi rodeado y ayudado por los hijos de Israel, que volvían en multitud de derrotar a los
filisteos en sus bases y de saquear sus tiendas. Con gritos de alegría y de felicitación me
aliviaron de aquellas cargas y me levantaron en hombros. Con grandes gritos y canciones
triunfales me volvieron a subir por el cerro y me depositaron en el recinto de Saúl. Saúl,
un tanto reservado y confuso, me miró con ojos extraños, parpadeantes y humedecidos,
una vez más como si nunca me hubiera visto en su vida.
Miró de lado al general del ejército y preguntó:
—Abner, ¿de quién es hijo este joven?
—Soy hijo de tu siervo Isaí, de Belén —dije yo osadamente antes de que Abner
pudiera contestar, y después esperé con el corazón en la boca a que pasara lo que yo
estaba rezando para que pasara.
Conseguí lo que quería. Saúl me enroló en su ejército.
Naturalmente, me aclamaron por todo el camino de vuelta a Gabaón. Era lógico,
¿no?, después de lo que había hecho. Me enviaron montado en un asno, de forma que iba
más alto que los demás, incluso que Saúl, para que todos pudieran verme. A mí me
encantaba que me mirase la gente. Tenía las mejillas sonrosadas, el cuello como una torre
de marfil, los rizos negros como ala de cuervo, la cabeza de oro molido. La noticia de mi
espectacular triunfo llegó a la ciudad antes que nosotros. Mical se pintó la cara y se sentó
a su ventana. Imaginad lo doblemente dichosa —no, triplemente dichosa— que se
consideró cuando pasé a su lado y vio lo guapo que era yo. Y yo me daba perfecta cuenta
del magnífico aspecto que tenía. Estaba más contento que un cerdo en el barro. ¡Recordé
al Creador en los días de mi juventud y amé lo que El había creado al crearme a mí!
4
Los días de mi juventud
Aquél fue el mejor día de mi vida. Hoy casi todos los días parecen ser los peores. Mi
palacio está lleno de corrientes, y encima apesta a olores fuertes y desagradables. Si yo
fuera Adonías, fumigaría todo ese harén de mierda. Me divierte considerar algo que
Betsabé ha olvidado hasta ahora: que ella formará parte del harén que herede Adonías.
Me siento algo inquieto por Abisag. Creo que no quiero que esté en brazos de nadie más
que en los míos... por ahora. Eso es lo que pasa con un nuevo amor, imponente como
ejércitos en orden.
El día en que maté a Goliat no tenía yo esas inquietudes molestas acerca de mujeres
y harenes. Todavía no era objeto de envidias ni de recelos de mí, no había animosidad ni
temor, ni la sombra de un peligro que se alargase hacia mí como la punta de lanza de un
ángel implacable del destino, ni intimaciones de que me esperase una suerte sombría.
¿Quién hubiera pensado entonces que un rey como yo iba a encontrarse algún día
fastidiado por las almorranas o por una hinchazón de la próstata, o que alguien tan
favorecido como yo por un comienzo tan propicio y auspicioso llegaría a caer casi a
diario en ataques blandengues de depresión solitaria y ansiedad? ¿De qué vale todo eso?
¿Quién puede soportarlo? Los dientes me tiritan cien veces por minuto cuando me
empiezan los temblores. Me falla el deseo. Me levanto con los grillos de mierda. No
puedo estar despierto y no puedo dormir. Por la mañana deseo que llegue el crepúsculo, y
al atardecer deseo que llegue la mañana. Y ahora tengo la desalentadora impresión de que
para mí siempre ha sido así. La forma en que se siente alguien al final de su vida os dice
lo que siente que ha sido la calidad de toda ella. ¿Quién hubiera creído que llegaría un
momento en que un hombre como yo consideraría el día de su muerte como algo mejor
que el día en que nació?
No hay peor fracaso que el del éxito.
Creedme, ¡si lo sabré yo! ¡Qué desalentador me parece, incluso después de todos mis
triunfos personales, que hayamos de crecer y de entristecernos, que hayamos de
envejecer, perder fuerzas y con el tiempo bajar a nuestro largo hogar en el polvo, y que
incluso los muchachos y las muchachas dorados deban, al igual que los deshollinadores,
volver al polvo! He echado de menos a Saúl. He echado de menos incluso a mi viejo e
insignificante padre. Sueño con los dos, y se convierten en figuras intercambiables que
desempeñan los mismos papeles. Quiero que me quieran. Y los dos han muerto. E
irónicamente me veo obligado a repetir mi conocido apotegma de la futilidad: que igual
que quien desea elogios nunca se sentirá satisfecho con los elogios, el que quiere amor no
puede sentirse satisfecho con el amor. Ninguna necesidad se satisface jamás. Y por eso
sigo sin saber si es mejor temer a Dios y observar sus mandamientos o maldecir a Dios y
morir. Por suerte, he podido arreglármelas muy bien sin hacer ninguna de las dos cosas.
En aquel entonces no venía Natán a fustigarme con acusaciones de fornicación y
asesinato. Fue una grave indiscreción por mi parte recurrir a Joab para hacer que mataran
a Urías; Joab está al tanto de mi crimen y yo sé que él lo sabe. Los dos sabemos un poco
demasiado el uno del otro. Entonces yo no tenía una hija a la que hubieran violado, ni
hijos muertos, ni un tozudo Abner que impidiera durante siete años que a mi reinado
predeterminado sobre Judá se uniera el reinado sobre Israel en una Palestina unificada.
Todos los días le deseaba la muerte a aquel hijoputa picado de viruelas. Y cuando
necesitaba que siguiera vivo, Joab lo mató. Lo hirió bajo la quinta costilla.
Hay que ver lo que le gusta a Joab la quinta costilla, ¿no?
Un día que me sentía caprichoso pensé en sugerirle a Joab que hiriese a Mical, mi
primera esposa, bajo la quinta costilla. ¡Cómo me tranquilizaba los nervios tensos la idea
de deshacerme para siempre de aquella bruja ponzoñosa! ¡Cómo me autorreprochaba por
haber querido que volviera cuando Saúl se la dio a otro marido! Hay hombres apacibles
que parecen destinados por la naturaleza a pasarse la vida soportando los gruñidos de
unas viragos dominantes. Creo que yo no soy de ésos. El que alguien de mi condición
estuviera sometido a una fierecilla gruñona no era una grave anomalía. Los celos y la
acritud con que me atacaba constantemente cuando le pedí que volviera eran algo
intolerable. Es mejor vivir en el rincón de un terrado que con una mujer peleadora en una
casa grande, mucho mejor vivir en un desierto de mierda como Zif, Maón o Engadi que
con una mujer discutidora y airada. Aunque sea uno rey. Tanto más cuando se es rey. Una
mujer virtuosa como Abigail es como una corona para su marido, pero otra como Mical,
que lo hace sentirse avergonzado, es como llevar la podredumbre en los huesos. ¿Es de
extrañar que me sintiera tan feliz cuando me dijeron que se estaba muriendo? Incluso
tenía dolores. «¡Dios es bueno! ¡Dios es santo!», exclamé, y aquel mismo día sacrifiqué
un cordero.
Uno de los motivos por los que no le sugerí a Joab que le arrease a Mical bajo la
quinta costilla fue que no me cabía duda de que lo haría.
El día en que maté a Goliat no se me bajaron los ánimos con presentimientos de
disputas tan vulgares. No había viragos que me complicaran la vida. Para empezar, no
tenía ninguna esposa. Y no se me había muerto ningún niño. Mi memoria agitada me
sigue atormentando con la pérdida del niño al que no llegué a conocer, y con la muerte
horrible y a sangre fría del mayor, al que amaba demasiado. Pobre chico. Mientras el niño
estaba enfermo me puse cara en tierra y rogué a Dios que tuviera compasión para que el
recién nacido pudiera vivir. Al pobre le ardía la piel reseca. Aquello era como hablar a la
pared. Y volví a ver una vez lo que ya sabía desde hacía tiempo: que jamás, jamás cabe
esperar compasión del cielo. Todavía no he perdonado a Dios por vengarse así de mí, y sé
que jamás se lo perdonaré, aunque El me lo pida durante un millón de años, aunque
resulte que en realidad El nunca estuvo allí al principio. Fijaos en cómo El hace siempre
lo que quiere, y no lo que quiere uno. Fijaos en cómo El levanta la culpa de mí y mata a
un pobre niño que no tiene culpa de nada. Eso sí que es un pecado original, ¿no? Fijaos
en cómo El me ofrece ahora a esta virgen angelical y amorosa, con ojos más oscuros que
uvas y una piel oscura como el nogal, y cuya cara ovalada quiero acariciar con mis manos
temblorosas, cuando ya soy demasiado viejo para gozar plenamente de ella y temo
carecer del vigor necesario para ni siquiera penetrar a una virgen una vez más. Y cómo
me tiene El otra vez jadeante de deseo frustrado por mi mujer Betsabé, que me dice que
está enferma del amor y me rechaza siempre de la forma más despectiva imaginable: no
tiene en cuenta mi deseo de ella. No se da cuenta de lo humillante que es esto. A ella le da
igual.
No puedo creer que sea por asco de mí, porque muchas veces prueba e incluso
termina la comida que tengo en el cuenco, y se atiborra de ella con las manos mientras se
queja de que tiene indigestión por las noches y de que está engordando.
—¿Qué es eso colorado que le estás metiendo con el pan y las alubias y la lechuga
picada? —pregunta a Abisag con un leve despertar de interés, tanto por la muchacha
como por la comida que ésta me prepara con diligencia.
—Guindilla picante —dice Abisag.
—¿Por qué no me llamas nunca Alteza?
—El me ha dicho que no eres reina.
—¿Qué es eso verde que le estás poniendo al cordero picado?
—Chiles jalapeños.
—¿Qué es lo que estás preparando?
—Tacos, con estofado de cordero, pimientos y frijoles refritos y crema agria.
—¿Tacos?
—Tacos.
—¿Puedo probarlos? Tienen un aspecto delicioso. Tengo hambre. ¿Por qué trabajas
tanto para él? Es una estupidez trabajar tanto cuando no estás obligada a hacerlo —
Betsabé hace una mueca al probar el primer bocado y pone su cuenco en el suelo. Abisag
flexiona graciosamente las rodillas para levantarlo y llevárselo. Se mueve como una
bailarina de ballet; se diría que ha ido a una escuela de modelos. Betsabé añade—: Si
sigues trabajando tanto para él te vas a destrozar el tipo. Se te estropeará la piel. Se te
agrietarán las manos. Deberías utilizar cremas hidratantes en todo el cuerpo cuando hace
tiempo seco y caluroso. Es lo que hago yo. Mírame —y Betsabé abre su túnica sin
inhibiciones para exponer sus miembros y sus flancos aceitados. Lleva unas bragas
blancas y siento que mis partes se agitan algo. Betsabé, mi esposa rubia, todavía sigue
usando kohl y antimonio para destacar en oscuro sus ojos pequeños y astutos. Se hurga
indolente entre los dientes con el tallo de una pluma de paloma. Con la otra mano se rasca
fuerte, pero distraídamente, en la cadera y el amplio trasero, y después por dentro del
muslo, como si le volvieran a molestar las picaduras de pulgas. Sigue teniendo delgadas
las piernas y la cintura. Estoy familiarizado con sus gestos groseros desde nuestra época
de lujuria juntos. Vuelvo a desearla. Despierta en mí el deseo de una forma que no ha
logrado nunca despertar Abisag. Contemplo la hinchazón carnosa, obesa, de la carne
madura de los muslos y la barriga de mi mujer, su rotunda pelvis, y pienso que podría
follármela otra vez, sólo con que ella quisiera venir a mi cama y abrirse a mí. Maldito de
lo que me vale eso. ¿Puedo yo, el rey, decir a mi mujer insensible e indiferente que si me
permite hacérselo otra vez daré a su hijo Salomón el imperio de Israel que he creado, e
incluso le dejaré que sea ella la reina madre si se empeña? ¿Por qué no, podría decir el
Predicador, dado que después podría faltar fácilmente a mi promesa? Pero ni por ella ni
por ninguna otra del universo estaría yo dispuesto a pagar un precio tan vergonzoso como
el de confesar que anhelo echarme otro polvete con ella.
En los viejos tiempos, que eran mis años jóvenes, podía levantarla de los pies y
tumbarla de espaldas cada vez que me daba la gana, incluso cuando tenía sus flores, con
una corriente turbadora de palabras melosas que la dejaban maravillada y halagada, y le
llevaban a la cara un torrente de sangre brillante. Ah, con qué destreza osada podía yo
conquistarla siempre, mientras declamaba elocuente:
—Abreme, corazón mío, amiga mía, paloma mía, perfecta mía. Bésame con besos de
tu boca. Porque mejores son tus amores que el vino. Me acordaré de tus amores más que
del vino, oh hermosa entre las mujeres. Tu bandera sobre mí es amor. A yegua de los
carros de Faraón te he comparado.
¿Os creéis que yo siempre sabía lo que decía? No importaba. A cada vez ella caía de
espaldas en un torrente de suspiros, mientras se abría de piernas y levantaba las rodillas y
abría los brazos en un desmayo de placer, como para abrazarme dentro de ella.
—Ay, David, David —le oía suspirar—. ¿De dónde sacas unas palabras tan
maravillosas?
—Del cielo.
—¿Del cielo?
—Me vienen directamente del cielo.
—Ay, eso también es maravilloso.
Y ahora aquí estoy, temblando de un anhelo desolado y sin amigos, y lo único que
hace mi esposa, absorta en sí misma, es mirar a Abisag bajo sus párpados llenos y
pintados y atosigar a la chica inocente con preguntas mundanas y pequeños datos de
sabiduría femenina.
—No seas tan buena cocinera —aconseja Betsabé a mi sirvienta—. ¿Por qué trabajas
tanto cuando no estás obligada a hacerlo? No le peines el pelo con tanto cuidado ni lo
tengas tan limpio. Hazle daño de vez en cuando, déjalo que se ensucie. No le hagas
comidas tan buenas, no te portes tan bien. ¿Para qué? De todos modos nunca termina lo
que le das. Deja que se le apague la lámpara de vez en cuando. No aprendas a hacer bien
más que las cosas que te gusta hacer. ¿Quieres irte llenando de arrugas?
Abisag responde:
—Me gusta cocinar y limpiar para él. Me gusta verlo bien peinado. Siempre me han
gustado las cosas de la casa.
—Qué pena. Qué pérdida de tiempo —Betsabé frunce el ceño compasiva y hace una
breve pausa, en tono de respeto—. A muchos hombres les gustan las morenitas como tú.
Tienes un aire un poco oriental. A veces yo he tenido problemas por ser tan alta y tener
esta piel tan clara que me fastidia. Y tengo estos ojos azules tan raros. Aunque no te lo
creas, hay mucha gente que nunca ha comprendido qué fue lo que vio en mí. Mucha
gente nunca supo comprender por qué quería éste hacerme reina. ¿Verdad?
—Nunca he querido hacerte reina.
¿Os creéis que espera siempre una respuesta cuando hace una pregunta, o que
escucha cuando yo se la doy? Ya está hablando a Abisag otra vez:
—Es una pena que te quedes aquí encerrada en este palacio apestoso cuando todavía
eres tan joven y tan guapa. ¿Has olido alguna vez tantos olores juntos? Estoy segura de
que ninguno de ellos procede de mí. Tú sigues llevando esas mismas túnicas de diversos
colores; es lo primero que miro cuando vengo aquí cada día, ya sabes. Te voy a decir una
cosa. Mientras sigas siendo virgen, puedes marcharte. No eres su esposa, y en realidad no
eres su concubina. Haz que te deje marchar. Grítale, moléstale, fastidíale. Deja que se te
caiga el té caliente encima de él. Una chica tan guapa, con unas tetitas tan monas y un
vello púbico tan negro debería andar suelta, disfrutando y aprendiendo cosas con otros
hombres y con las putas cananeas. Las cananeas saben recibir placer además de
proporcionarlo. Es una pena que hayas tenido que venir aquí en plan sirvienta. ¿Por qué
sigues siendo virgen, cuando eres una chica tan mona? Cuando yo tenía tu edad, mis
amigas más íntimas eran putas. Por eso aprendía tantas cosas. La primera vez que me
casé, con Urías, el tipo no se aclaraba. Y éste tampoco cuando empezamos a hacerlo, ¿a
que no? Y eso que ya se había casado siete veces. ¿Te imaginas que ni siquiera se la
habían mamado nunca hasta que me conoció a mí? Pero cuando me vine a vivir con él ya
no tuve que hacer nada de la casa. No he vuelto a tocar agua caliente con las manos. La
tonta de Abigail fue la que siguió trabajando. Envejeció en un abrir y cerrar de ojos,
prácticamente, y se le puso el pelo de un gris horrible.
—Tenía el pelo de color peltre y era precioso.
—Y, entonces, ¿cómo es que te seguías acostando conmigo? Con ella se iba a comer
y a contarle sus problemas. A mí, de entrada, me dio una bañera de alabastro, estuches de
marfil para los ungüentos y uno de los mayores apartamentos del palacio, ¿no es verdad?
Mis ventanas dieron al poniente desde el principio, y todas las tardes me llegaba una brisa
maravillosa del mar.
Naturalmente, fue de Betsabé de quien deduje mi axioma de que el tener mala
reputación nunca le ha perjudicado a nadie.
—Déjala en paz —interrumpo a la madre sin principios de mi bebé muerto y de mi
hijo Salomón—. Hace magníficamente bien todo lo que va a tener que hacer en su vida.
Puede contar con todas las doncellas y todas las pinches de cocina que quiera. ¿Por qué te
metes con ella?
—Tendrías que haber esperado —comenta Betsabé a Abisag— y haber venido aquí
como reina. Por lo menos, tendrías que hacer que se casara contigo antes de darle otro
baño o de prepararle otra comida. Entonces tú también serías reina y no tendrías que
volver a trabajar nunca. Déjalo que pase frío, que pase hambre y que le salgan llagas si no
quiere ni casarse contigo ni dejarte marchar.
—Nosotros no tenemos reinas —le recuerdo—. ¿Quién te ha dicho que tú eres reina?
—Soy la esposa de un rey —me dice—. ¿Qué te crees tú que significa eso?
—Que eres la esposa de un rey —le explico—, y nada más. ¿Qué te has creído?
¿Que vives en Inglaterra? Estás empezando a hablar igual que Mical.
—Eso fue lo que hice yo —continúa Betsabé dirigiéndose plácidamente a Abisag, sin
hacer caso de mis firmes objeciones de hace un segundo—. Llegué aquí como reina. Tú
deberías haber hecho lo mismo. Y dentro de poco seré la madre de un rey.
La audacia de la frase me estimula como una descarga de adrenalina de ésas que ya
no siento muy a menudo.
—¿Ah, sí? —digo—. Y ¿por qué te crees tal cosa?
—Salomón —me responde, mirándome.
—¿Salomón? —el tono de burla de mi voz equivale prácticamente a una carcajada.
—¿No?
—Dios no lo quiera.
—¿Por qué no?
—No me hagas reír.
—¿No es mejor para el futuro del país?
—Por encima de mi cadáver.
—Esa —dice Betsabé— es la forma acostumbrada de sucesión, ¿no? Salvo con
Adonías. El orgullo de tu vida. Adonías no quiere esperar a que te mueras, ¿verdad?
Adonías cree que no tiene que esperar.
—¿Qué dices de Adonías? —pregunto preocupado—. ¿De qué hablas?
A Betsabé se le hinchan los pechos sensualmente bajo la túnica dorada con el
desmedido suspiro de exasperación que exhala. Con la edad se le han puesto los pechos
más llenos, más henchidos y turgentes. Me duelen los dedos de ganas de tocárselos.
—¿No lo sabías? —pregunta afectando desdén—. ¿Tengo que ser yo siempre la que
te informe de todo? ¿Y luego dices que no soy la reina? Tu hijo Adonías presume por
toda la ciudad diciendo que va a ser rey. ¿No te lo había dicho nadie? Y dicen que tú no
haces nada para desengañarlo y preguntarle por qué lo dice. ¿Has hecho algo para
desengañarlo y preguntarle por qué lo dice?
—Lo único que quiere hacer Adonías es dar un banquete para celebrar que es el
sucesor y que ya está dispuesto a representarme —le explico de forma un tanto débil, con
la esperanza de disimular el efecto perturbador que producen en mí los tantos que ella
está empezando a anotarse.
—Y ¿no fue así como empezó Absalón su rebelión, cuando se declaró representante
tuyo? —vuelve a golpear Betsabé, con una tenacidad y una rapidez mental que ya ha
demostrado en otras ocasiones cuando ha tenido que defender sus intereses—. Ay, David,
David, no seas tonto. ¿No vas a aprender nunca? Adonías voverá a ensalzarse en su
banquete cuando diga que va a ser rey y se comporte como si ya lo fuera. ¿Haría eso
Salomón? Tus súbditos se convertirán en sus súbditos. ¿Has hecho algo para desengañar a
Adonías —repite Betsabé— y preguntarle por qué lo dice?
—¿Por qué voy a hacer nada para desengañar a Adonías? —replico yo—. Adonías va
a ser rey y Salomón no. Adonías es el mayor.
—Eso no tiene por qué ser lo decisivo. —La acritud con la que me contradice me
sugiere la idea irritante de que alguien la ha preparado para esto—. Tú no eras el mayor,
¿no?
—¿Te crees que he llegado a donde estoy gracias a mi padre?
—¿Y tú te crees que Jacob era el mayor? —me responde con otra pregunta,
agresivamente—. ¿Y José? ¿Y su hijo Efraín? Pero fue Efraín el que recibió la bendición
de Jacob, ¿no? Y eso que José quería que la recibiera Manasés. Y aquel antepasado tuyo
que era un pez tan gordo, el tal Judá, tampoco era el mayor, ni tampoco su hijo el mellizo,
Fares, del que tanto te gusta presumir. Ahí, entre tus secretos de familia también hay un
buen escándalo con lo de Judá, ¿no? No hablemos de mí y de mis juergas con los
cananeos antes de casarme. Judá se tiraba a su propia nuera. ¡Caray! Uno no puede
acostarse con la mujer de su hijo, ¿o no lo sabía?
—Era viuda —grito para protestar—, Y se vistió de prostituta para engañarlo. Oye,
¿cómo es que sabes tantas cosas de repente? No has leído un libro decente en toda tu
vida.
—He estado repasando. He estado leyendo la Biblia. No tengo otra cosa que hacer.
—Una mierda —conozco demasiado bien a mi bienamada para creérmelo—.
Mientes más que hablas. Has estado oyendo a Natán, ¿a que sí? Ese es el que te envía
aquí a decir todo esto, ¿no?
Betsabé está mucho más atractiva cuando se sonroja, un poco.
—Y ¿qué tiene eso que ver con decir mentiras? —replica por fin—. Es mucho más
trabajo escuchar a Natán que leer la Biblia, ¿no?
—Tú lo has dicho —convengo, y la contemplo con aprecio—. Cuando dices cosas
así es cuando me acuerdo de por qué te sigo queriendo, cariño. Ven a mí.
Betsabé niega perentoriamente con la cabeza:
—Estoy harta del amor.
—Entonces puedes ir a decirle a tu hijo Salomón que se vaya a hacer puñetas.
—¿Vas a castigar a todo el reino sólo porque me niego a hacer cochinadas contigo a
mi edad?
—¿Qué tienen de cochino? Antes no te parecían cochinadas.
—Siempre me han parecido cochinadas. Por eso nos gustaba hacerlas, idiota. Los
hombres sois siempre unos ingenuos.
—Y ¿qué es eso de castigar a todo el reino? —pregunto con retraso—. Adonías es un
hombre muy bueno, y el pueblo lo quiere.
—Salomón es sabio.
—Una mierda.
—De tal palo, tal astilla.
—No me adules. Que aprenda de Adonías, si crees que es tan sabio, en lugar de
andar espiando por mis pasillos todo el tiempo con su estilo y su tablilla, tratando de
verme. ¿Por qué tiene que anotarlo todo? ¿No tiene memoria? La gente cree que Adonías
será el rey porque ya se comporta como si lo fuera.
—¿Cómo va Salomón a ensalzarse diciendo que va a ser rey? —aduce Betsabé—.
¿No es Adonías el mayor?
—¿Lo ves? —replico con tono tranquilo de triunfo—. La primogenitura significa
algo después de todo, ¿verdad? Si tan decidida estás, que Salomón pruebe por otro lado.
¿Por qué no inicia una rebelión? Salomón es tan roñoso que probablemente ya tiene
ahorrado más que suficiente para financiar una rebelión popular.
Betsabé baja la cabeza, triste.
—Salomón no es muy popular.
—Pues ahí está la cosa.
—Y te quiere demasiado —dice ella con una inspiración repentina— para oponérsete
jamás en algo.
—¿Te crees que he nacido ayer?
—Es verdad. Salomón vive únicamente para averiguar tus deseos y encargarse de
que se cumplan.
—Si fuera verdad, no se volvería a presentar ante mis ojos.
—Cena con él esta noche, David, amado mío. Oyelo de su propia boca.
—No lo haría —replico bienhumorado con una reiteración más digna de Natán que
mía— ni por todo el té de China, los perfumes de Arabia, el alcanfor de En-gadi o el café
del Brasil. No quiero volver a comer en mi vida con ese imbécil avaro.
—Pagará él la comida.
—Me sorprendería.
—Haré que lo prometa. Salomón hace todo lo que le dice su madre.
—No lo soporto.
—Es tu carne y tu sangre.
—No pongas sal en la llaga.
Salomón lo anota todo escrupulosamente. Casi nunca sonríe y nunca se ríe. Tiene el
alma mezquina y gris de un casero propietario de muchas casas de vecindad, que
interpreta cada pequeño accidente como una catástrofe que no le puede caer más que a él.
«Un pelma», era lo que lo llamaba mi simpático Absalón. «Es el colmo. No se ríe nunca.
Maldice a los sordos y pone tropiezos delante de los ciegos. Y ni siquiera entonces se ríe.
Se queda mirando. Si da algo, lo vuelve a quitar. Ayer lo paré en la calle y le pedí que
compartiera unas uvas conmigo. Cuando llegué a casa ya estaba a la puerta con una taza
para pedirme unas lentejas.» Si entonces se hubiera inventado ya la palabra «gilipollas»,
es lo que le habríamos llamado.
«Salomón», solía aconsejarle yo cuando todavía suponía —estúpidamente, según se
pudo apreciar después— que todo ser viviente tiene posibilidades de cambiar para bien,
«no tiene el hombre bien debajo del sol, sino que coma, beba y se alegre, porque ¿quién
puede saber cuándo la cadena de plata se va a quebrar y a romperse el cuenco de oro y el
polvo volver a la tierra, como era?»
Y el gilipollas lo escribió atentamente, sacando la punta de la lengua entre los labios,
antes de pedirme que por favor le repitiera lo de la cadena de plata. E inmediatamente se
puso a decir aquellas frases mías por toda la ciudad como si las hubiera inventado él.
Salomón escribe en sus tablas de arcilla todo lo que le digo, como si las ramificaciones
del saber fueran monedas que atesorar y guardar avariciosamente, en lugar de influencias
liberadoras con las que ampliar y alegrar la psiquis.
—Salomoncito —le digo familiarmente, en una tentativa forzada de decirle algo que
pueda entrarle en la cabeza—. La vida es breve. Cuanto antes empiece un hombre a
gastar su riqueza mejor la habrá usado. Deberías aprender a gastar.
Aquélla fue una de las pocas ocasiones en las vidas de ambos en la que tuve la suerte
de ver cómo se le iluminaba el rostro:
—Señor, la semana pasada, justo la semana pasada, gasté mucho en comprar
amuletos de plata e ídolos de mármol de Moab que ya valen más del triple de lo que
pagué por ellos.
—Pero eso es ahorrar, Salomoncito —le explico como si estuviera hablando a un
niño con problemas de aprendizaje—. Parece que no acabas de entender la diferencia
entre ahorrar e invertir.
—Pero disfruté, disfruté mucho —dice Salomón muy serio—. Les hice una judiada.
—¿Que les hiciste qué?
—Que les hice una judiada.
—Salomón —me veo obligado a interrumpirme durante un segundo—. Salomoncito,
tu madre me ha dicho que eres un sabio. ¿Crees que de tal palo, tal astilla?
—No sé lo que significa eso.
—Anótalo, en todo caso, sigue anotándolo todo. Inclúyelo en tu libro de proverbios.
Todos los sabios deben tener un libro de proverbios.
El gilipollas sigue anotando.
Lo único que sabe de verdad es en qué poco lo tengo. Se siente avergonzado en la
presencia real, pero persevera en buscarla. Se pone tenso y se echa atrás en busca de
seguridad, como si viera una víbora a sus pies, cada vez que presencia cómo en mi faz se
enciende la luz que indica que me estoy riendo por dentro. A veces, malicioso, sonrío
para mis adentros incluso cuando no tengo más motivos para sonreír que la felicidad
predecible de observar cómo palidece. Teme indefectiblemente lo peor, pues supone con
razón que lamento que sea mi hijo por lo aburridamente monótono que es y por su
estupidez insolidaria. Es uno de esos judíos de carácter seco que nunca quieren salir con
chicas judías ni con chicas bajitas. Ya es un tanto conocido por su predilección por las
mujeres extrañas de Galaad, Amón, Moab y Edom, atracción que en sí misma no tendría
nada de excepcional. Pero se dice que siente la misma atracción por sus extraños dioses.
Yo sé que ni siquiera él puede ser tan estúpido, pero circulan rumores de altares erigidos a
Astoret y a Milcom que él ha edificado en sus furtivas juergas, e invariablemente regresa
de esas diversiones en el desierto con más amuletos, ídolos y maquetas de torres de
ocultismo para aumentar su adorada colección. Nos ha dicho que le gustaría tener muchas
esposas. Tiene una tendencia a la acumulación. ¿Cuántas? No está seguro. Quizá mil,
dice sin esbozar siquiera una sonrisa.
—¿Mil? —le pregunto sorprendido. Asiente—. ¿Por qué tantas?
No lo sabe, pero lo dice en serio. A Salomón no se le ha conocido jamás por su
inteligencia, su humor ni su camaradería.
Adonías, su hermanastro mayor, es un señorito vanidoso y simpático, con la
autosatisfacción de quien se cree seguro de su herencia, y desde luego debe de estar
convencido de que estoy henchido de aprobación acrítica de él cada vez que ve en mi faz
una breve expresión de placer. Que recuerde, y compare, el amor chocho con el que solía
yo contemplar a Absalón como ejemplo perdurable de lo que es un cariño paternal sin
límites. La época en que yo tenía cariño a mis hijos ya pasó; terminó, según creo, con la
muerte de Absalón en el bosque de Efraín y la llegada de los dos mensajeros con las
noticias de la batalla. El primero que llegó me anunció una victoria. El segundo, una
pérdida irreparable. Subí a la sala de la puerta y lloré. Al igual que había ocurrido cuando
murió mi hijo el pequeño, sentí en mi corazón que mi castigo era mayor de lo que yo
podía soportar.
Desde entonces no he vuelto a sentir nada por nadie que no sea yo mismo, por lo
menos hasta que metieron en mis aposentos a Abisag la sunamita y empecé a tomarle
cariño, o hasta que Betsabé empezó a venir todos los días a mis habitaciones a
engatusarme con su estilo engañoso, despertando así mis lejanos recuerdos de la lascivia
y la lujuria exquisitas que una vez habíamos compartido. Quiero volver a tocarle el culo.
Juro por todas las cosas importantes que me quedan —ya sé que no son muchas— que
podría tirármela estupendamente por lo menos una vez, de la popa a la proa y de la quilla
a la perilla, con tal de que ella estuviera dispuesta a volver a yacer a mi lado y a
prestarme la cooperación física que me hiciera falta. Quizá tuviera que ayudarme mucho.
No me gusta menos porque haya engordado. Tiene debilidad por los cereales con
miel y los pescados ahumados. No sabe cómo me inflama la visión de su carne con
deseos libidinosos de volver a tirarme encima de ella. Ahora que ya no le importa no estar
seductora, ha dejado de ponerse bragas todos los días, y puedo ver más partes de su
cuerpo por los pliegues y las aberturas de sus batas y sus peinadores. Yo miro sin ningún
pudor, cuando se abre descuidadamente de piernas o se deja el pecho al aire, esas venas
de color azul claro bajo la piel lechosa y transparente que le recorren la parte de delante
de los muslos y le llegan hasta los nudillos lívidos de las pantorrillas y los tobillos. Me
encantan las bolsitas que tiene ahora de carne madurada por la edad, reacciono a esos
defectos varicosos de color púrpura, a los edemas crónicos que le veo en los pies.
Siempre ha sido humana, animal y real. Creo que lo que más me ha encantado siempre de
ella han sido sus groserías descaradas y espontáneas. Nunca se las ha dado de fina. Todos
esos indicios de vida que degenera, natural, sana, latente, son asombrosamente
apropiados, y me recuerdan claramente lo que es la impermanencia; me atraen a mi
amada con el hambre antigua y casi abrumadora de lanzarme y forzar mi cuerpo
masculino destrozado encima del destrozado cuerpo femenino suyo como hacíamos
antes, y decirle una vez más:
—Te deseo, cariño. Abreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía.
Me siento herido cuando murmura mecánicamente en respuesta que está harta del
amor. Me siento tan airado que sería capaz de rugir, tan humillado que sería capaz de
llorar.
Fue Betsabé quien me demostró para siempre la enorme y abrumadora diferencia que
podía existir entre derramar el semen y echar un buen polvo. Fue ella quien lo dijo con
palabras en una réplica burlona a mis provocaciones bienhumoradas. También fue
Betsabé quien me dijo que tengo —o que tenía— una polla enorme. Claro que de todas
mis mujeres Betsabé era la única que había tenido una experiencia suficiente como para
establecer comparaciones válidas.
—Esto no es follar —era como exponía ella su artículo filosófico de fe, con una
exclamación enmudecida y asombrada, mientras volvía a enfocar la mirada estupefacta
de sus ojos azul pálido. Me miraba con adoración, con la cara húmeda y enrojecida—.
Esto es hacer el amor.
Yo siempre era un inocente en esas cuestiones esotéricas:
—¿Qué diferencia hay? ¿Cómo puedes distinguir entre lo uno y lo otro?
Ella asentía con gesto sabio:
—Este conocimiento —me informaba, golpeándose en el hueso entre los pechos y
contemplándome con la misma expresión de estar saciada— viene de la fuente —los
diferentes tonos pálidos de su piel lechosa ondulaban y se disolvían a la luz temblorosa
de la lámpara que pendía de mis paredes de cedro—. Viene directamente del corazón.
Inmediatamente me sentía lleno de una alegría incontenible más gratificante que
nada de lo que había experimentado en mi vida. Tenía el pelo empapado de sudor. Le
ponía la cabeza empapada en su pecho y la boca en el esternón, como para acariciar con
la lengua y los labios ese mismo corazón maravilloso cuyo firme latir podía sentir y oír a
sólo una pulgada debajo de mí, como un rugido santificado y tranquilizante.
Pero eso fue después, mucho después, del día en que maté a Goliat. Habían pasado
ya mis problemas con Saúl y nada hacía presagiar los infortunios que me esperaban.
Absalón todavía no me había echado de mi ciudad. ¿Quién hubiera pensado que podía
ocurrir una cosa así? ¿Que un hijo se rebelaría contra su padre con armas y tropas? ¿Que
el pueblo se iría con él en tan gran número y que correría hacia mi ciudad como llevado
en alas del viento? Alguien debía de haber estado contando mentiras de mí. Es posible
que tuviera algo que ver con los trabajos forzados y lo elevado de los impuestos. Y por si
aquello no bastara para destrozarme el corazón, tenía que venir el repulsivo Simei a
echarme sermones obscenos mientras yo huía: Simei, aquel gnomo repugnante de piernas
y brazos torcidos y de encías desdentadas y rojas. Pariente lejano y vil de la casa de Saúl,
vino corriendo de su choza de Bahurim con alegría sádica, mientras nosotros nos
retirábamos como podíamos de Jerusalén, a difamarme con sus pullas burlonas y sus
insultos malignos.
—¡Fuera, fuera, hombre sanguinario y perverso! —aullaba.
La cantidad de cosas impías que pudo decirme aquel animal cloqueante. Se acercó lo
suficiente para tirarme piedras, e incluso esparcir polvo. A mí, a David, el primero de
nuestros grandes reyes (¿es que ha habido un segundo?). Hubo un momento en que mi
sobrino, el fiel Abisai, echó mano a la espada y me pidió permiso para salir del camino y
quitarle la cabeza. No se lo quise permitir. Bastantes enemigos tenía ya. No quería que
ocurriesen más actos de violencia para aumentar el número de los que ya estaban
convencidos de que había traicionado a Saúl, o de los que querían destronarme por otros
motivos. La trama que tejemos la primera vez que practicamos el engaño es muy
complicada.
Aquel día le perdoné la vida a Simei mientras yo avanzaba maltrecho con mi séquito
de refugiados derrotados hacia la llanura del desierto que se halla entre el terreno
accidentado de Jerusalén y las aguas someras del Jordán. Cuando me encontré a salvo al
otro lado del río con todas las tropas leales que me acompañaban, comprendí que el
resultado de toda aquella turbulencia nos sería favorable. Y en cuanto estuve seguro de
ello, empecé a lamentar la desgracia que esperaba a mi pobre hijo Absalón. Estaba
acabado. Pobre chico, lamenté. Pobre chico, tan impetuoso.
Se me hundió más el ánimo cuando me encontré reflexionando al mismo tiempo
sobre la temeridad descarada del ataque de Simei y el fondo de sus insultos bárbaros.
¿Conque yo era un hombre sanguinario? ¿Yo? ¿El poeta que había elogiado tan
generosamente a Saúl en mi famosa endecha? ¿Y que no había mencionado ninguna de
sus culpas? Jamás había levantado yo un arma contra Saúl ni sus tres hijos legítimos. ¿Es
culpa mía que todos ellos muriesen en Gilboa y que no quedara nadie vivo con ningún
derecho por parentesco directo con la familia real más que yo, el yerno? ¿Quién le había
dicho que se lanzara al combate cuando no tenía ninguna posibilidad de triunfar?
Cuando ocurrió aquello yo estaba en Siclag al servicio de Aquis de Gat en su zona
sur, con el pequeño ejército privado con el que había huido de Saúl en busca de la
protección de los filisteos. Le enviaba regularmente el botín a Aquis y le hablaba de las
incursiones contra los hebreos. Con una previsión encomiablemente sagaz también
lograba sacar algo de los despojos para los ancianos de las ciudades claves de Judea, cuya
buena voluntad estaba cultivando yo para el futuro, y les hablaba de las incursiones
rentables que hacía contra las tribus beduinas y las caravanas cargadas de riquezas que
cruzaban el desierto. ¿De dónde venía todo aquello? ¿Quién lo recuerda? Pero incluso
cuando estaba proscrito en las arenas estériles de Filistea yo me aseguraba de tener bien
colocados mis peones.
Y cuando murió Saúl, ya estaba yo dispuesto.
5
Las armas y el hombre
¿Qué le iba a hacer yo si resultaba que era diez veces mejor guerrero que Saúl?
Sin embargo, me dejaba enormemente perplejo el ver cómo se encolerizaba en contra
mía. Si las miradas matasen, ya habría acabado conmigo, y a partir de aquel día me
empezó a mirar con hostilidad, aunque yo ya era yerno suyo y me esperaban casi todas
las tardes a comer a la mesa real de su casa de Gabaón. ¿Quién tenía ganas de comer con
tantos disgustos?
Recuerdo perfectamente la hora en que mi suerte con Saúl empeoró
inquietantemente. Ibamos avanzando animados hacia casa, en feliz regreso de otra
victoria sobre los filisteos en la que yo había vuelto a distinguirme. Entonces salieron las
mujeres con sus panderos y otros instrumentos de música para cantar lo de los miles de
Saúl y mis diez miles. Aquel coro era música para mis oídos, y naturalmente sonreí,
esperando que Saúl se alegrase con alguna muestra de orgullo paterno por las
aclamaciones que se me hacían. Me equivocaba de medio a medio. Saúl las escuchó con
cara de asombro y bajó la mirada. Vi que me contemplaba con gesto feroz cuando ordenó
acelerar nuestro paso de marcha para separarnos a toda prisa de las multitudes que me
aclamaban. Cuando dejamos atrás a las mujeres, Saúl se acercó con Abner hacia mí,
como para asegurarse con toda certidumbre de que yo oía sus palabras y escuchaba su
tono de reprimenda.
—A David le atribuyen diez miles —dijo en voz alta—. ¿Las has oído?
—Las he oído.
—¿Diez miles? ¿Has oído?
—He oído, he oído —respondió Abner, incómodo.
—Y a mí sólo me atribuyen miles. ¿También lo has oído?
—Lo he oído, lo he oído.
—No ha matado a diez mil, ni mucho menos.
—Ya sabes cómo son las mujeres.
—Pero yo sí he matado a mis miles, ¿no?
—Con mucho.
—Cantaban sólo por él; ya las has oído, ¿no?, y bailaban también para él. A mí
prácticamente no me han hecho ni caso. ¿Lo has visto? ¿Lo has oído?
—Ya lo he oído, ya lo he oído —dijo Abner—. ¿Qué quieres que le haga? Ya las he
oído antes.
—¿Que las has oído antes? —preguntó Saúl—, ¿Cuándo?
—Montones de veces.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—¿Para qué iba a darte un disgusto?
Saúl me contempló con mirada asesina y gruñó:
—No le hace falta más que el reino para quedarse contento.
A decir verdad, algo parecido a aquella idea se me había estado ocurriendo desde la
vez en que me uní a Saúl y empezó a irme tan bien, pero juro que siempre como de paso,
con la ligereza de una fantasía de adolescente y no con la constancia de una ambición
desmedida que algún día pudiera cumplirse. No formulé mi aspiración al trono de Saúl
hasta que hubo muerto éste. Podéis preguntárselo a Aquis, rey de Gat.
Para comprender mi confusión habéis de recordar que en aquella época yo era un
niño, más ingenuo que un recluta recién incorporado, con escaso conocimiento de las
perversidades y las ambivalencias corrosivas con las que es capaz de contaminarse el
corazón humano. ¿Quién podía concebir entonces la enormidad del odio sordo que me
tenía Saúl ni comprender la peligrosa paradoja de que cuanto más hacía yo por agradarle,
mayores eran los celos y la ira que sentía contra mí? Sé que me sentí dolido cuando lo vi
tan enfadado conmigo aquella primera vez, y a partir de entonces cada vez que lo veía así
me sentía nervioso de una manera extraña y culpable.
El espíritu malo se apoderó de Saúl por segunda vez en su vida al día siguiente. Se
corrió la voz por Gabaón de que había vuelto a caer en un estado de misteriosa
melancolía. En cuanto me enteré, saqué el arpa de su funda de piel de cabra y esperé.
Según los rumores, Saúl no podía salir de su aposento. No quería comer nada ni lavarse
las manos ni el polvo de la tierra de los pies. No tenía apetito sexual. Se negaba a
peinarse y a limpiarse las uñas. Cuando encendían el aceite de oliva de sus lámparas,
soplaba las llamas, y decía descortésmente que prefería maldecir a la oscuridad. En
seguida pensaron en mí. No querían volver a perder el tiempo sustentándolo con pasas ni
confortándolo con manzanas. Lo que querían era música. Acepté inmediatamente la
invitación de tocar y bailar para él, como una oportunidad de recuperar su favor al sacarle
del cerebro los siniestros fantasmas que lo torturaban. Me sentí feliz ante las súplicas de
Abner, escogido por el cielo como alguien señalado para hacer cosas únicas, tocado por
una gracia sublime por la calidad mágica de la capacidad curativa de mi música. Y una
vez más yo era el indicado.
Empecé mi serenata a Saúl de la forma más delicada, con mi voz de cantor pura e
inocente y mi lira de ocho cuerdas. Estuve tan divino como un castrato. Para mi rey no
valía más que lo mejor. Por el timbre lúcido de la primera nota que me salió de los labios
comprendí que nunca había estado en mejor forma en mi vida. Una vez más tuve el
privilegio de observar los efectos gentilmente restauradores de mi genio a medida que mi
melodía quejumbrosa iba penetrando en su conciencia abrumada. Empezó a recuperarse
ante mi vista, a salir asombrosamente del estado de depresión catatónica en que lo había
encontrado al entrar yo. Se agitó, se movió, volvió a formar parte del mundo de los vivos.
Y lo había traído a él yo. Era algo maravilloso de contemplar. Al entrar sin titubeos en mi
animada «Oda a la Alegría», Saúl movió rígidamente la cabeza de un lado para otro,
como si estuviera buscando mi ritmo y ensayando su dominio sobre sus impulsos
nerviosos. Arqueó la espalda, después abrió los brazos con los codos doblados y rotó las
articulaciones de los hombros en sus soportes musculosos. Por fin levantó la cara sombría
para estudiarme. Tenía la mirada pensativa del que hace algún tiempo ha recibido una
noticia estremecedora y que hasta ahora no ha tenido fuerzas para recuperarse. Me alegré
al ver que me contemplaba con lo que yo calificaría de mirada de profunda gratitud y de
devoción imperecedera. No cabía duda de que sabía que yo lo había salvado. Sonrió
levemente con gesto de excusa y se le encendió una chispa de inteligencia en los ojos
enrojecidos e hinchados cuando vio quién era yo y me reconoció. Me sentí redimido:
ahora estaría más en deuda conmigo que nunca. Lo miré feliz. ¡Y en un abrir y cerrar de
ojos, el hijo de puta del chalado aquél se puso en pie en busca de su lanza y me la tiró a la
cabeza con todas sus fuerzas! La lanza se clavó con un fuerte golpe en una viga de
madera a mi lado, con el asta temblorosa vibrando a sólo unas pulgadas de mi cabeza.
¿Quién podía creerlo? ¡El hijoputa trataba de verdad de matarme! Durante un momento
me quedé allí sentado, sin poder moverme, con la boca abierta, hasta que se lanzó a
buscar una segunda lanza que tirarme y volvió a fallar. Entonces me puse en pie de un
salto, aterrado, y me fui de su presencia a toda la velocidad que me permitieron las
piernas.
Abner se quedó tan tranquilo cuando le dije lo que había pasado.
—Hay que estar a las duras y a las maduras —me aconsejó filosóficamente,
rascándose la cara granujienta con una mano y haciendo una pausa para chupar la
granada que tenía en la otra—. Falló, ¿no?
—Dos veces.
—Entonces, ¿de qué te quejas? No es como si te hubiera acertado, ¿no?
—¿Podrías por lo menos recuperar mi arpa? Es la mejor que tengo.
—Lo que tienes que hacer —dijo Abner cuando volvió con mi lira—, es alejarte de
su presencia hasta que cambie de ánimo.
Saúl me lo facilitó cuando me alejó de él. Yo esperaba la muerte o la degradación; en
cambio, me hizo jefe de un millar. Luego me envió en misiones de combate a sitios
remotos con escuadras de una o dos docenas de hombres para combatir a bandas
invasoras de filisteos que entraban en los valles u ocupaban aldeas del norte de Israel o el
sur de Judá. Disciplinado, fui a todas las partes donde me enviaba Saúl y me comporté
prudentemente en todo para tratar de contentarlo. No había forma. Parecía que todo Israel
y Judea me amaban porque yo salía y entraba ante ellos en mis brillantes incursiones de
liberación y defensa. Pero Saúl no. Cuanto más prudentemente me comportaba, más
temor y resentimiento parecía causarle. Mis esfuerzos desesperados e inútiles por
propiciármelo resultaban enfurecedores por su futilidad. Yo no sabía qué hacer. Me daban
palpitaciones y escribí un salmo estupendo al respecto.
Lo que todavía sigue siendo uno de los aspectos lamentables de mi vida es que mi
futuro suegro y yo nunca volvimos a estar a gusto el uno con el otro tras aquel episodio
de las lanzas. ¿Qué había hecho yo para merecerlo? Ya me contaréis. Me parecía que los
dos seguíamos buscando una solución y no podíamos sino llegar a la misma: nada.
Aquella respuesta nos inquietaba por igual a los dos. Pero su actitud de agravio airado y
de furia contenida nunca desapareció del todo. Yo me sentía en constante peligro y
siempre arrepentido. ¿Cómo era posible expiar ante aquella figura patriarcal algo que no
había hecho? En el mejor de los casos, nos poníamos nerviosos el uno al otro. En otras
ocasiones, era evidente que él no podía soportar mi presencia sin manifestar síntomas
visibles de una agitación turbulenta y amenazadora. Su antipatía era evidente a todos los
que lo rodeaban y motivo de nerviosa preocupación para Jonatán y otros. ¿Qué quería de
mí? ¿Quién hubiera podido soñar entonces que, por culpa de Samuel, él se pasaba el día
combatiendo un impulso de matarme que era casi imposible dominar? El jodio perverso
de él me enviaba en todas aquellas expediciones, casi sin hombres, a lugares remotos con
la esperanza patética y ausente de que fueran las manos de los filisteos las que me
abatiesen y no la suya.
Saúl opinaba —y quizá con razón— que Dios me amaba. Y por eso temía, cuando
estaba en sus cabales, matarme él mismo. Lo que Saúl estaba intentando hacer conmigo
era lo que mucho más tarde haría yo, con mucho más resultado, con el pobre idiota de
Urías el heteo. Yo no quería matarlo, pero tenía que estar en condiciones de casarme con
su mujer antes de que las señales de su preñez fueran innegablemente evidentes.
No hay nada nuevo bajo el sol, ¿no?, y desde luego no hay argumentos nuevos.
Enseñadme algo de lo que se pueda decir: «Mira, eso es nuevo», y os demostraré que ya
ha existido antes. De todos modos, en la vida no hay más que cuatro argumentos básicos,
y en la literatura nueve, y todo el resto no son más que variaciones, vanidad y aflicción de
espíritu. Desde luego, yo no me sentía amado por Dios en aquel período tempestuoso.
Por el contrario, sentía grandes vejaciones del alma, porque Saúl claramente me odiaba
todo el tiempo, con una animosidad que no era posible aplacar. El error que cometí en mi
confiada ingenuidad fue el de suponer que en realidad decía lo que sentía en su lógico
deseo de que yo triunfara contra sus enemigos. Pero cada vez que los vencía se ponía
rabioso y furioso. Por eso me quedé estupefacto cuando llegó una delegación de sus
siervos a decirme que la hija de Saúl me amaba y que Saúl me quería por yerno. Tal es la
vanidad de los deseos humanos que en un abrir y cerrar de ojos logré persuadirme a mí
mismo de que ahora me aprobaba. Todo es vanidad, ya sabéis, todo, todo a la larga no es
sino vanidad y aflicción de espíritu. En casi un instante, me pareció lo más natural del
mundo que la hija del rey estuviera enamorada de mí.
En retrospectiva, advierto que lo más raro de todo fue que me aficioné a la guerra
con tanta facilidad, como si fuera mi destino desde que nací. De niño yo no era nada
belicoso. La gente se olvida de que Goliat fue el primer hombre que maté en mi vida. Ni
siquiera había ido hasta entonces a una batalla. Las noticias de que yo era un guerrero y
un valiente no son más que las figuraciones del culto a los héroes, porque si no, ya
hubiera estado yo en las trincheras de Soco, ¿no? Los salvadores que cautivan la
imaginación tienen tradicionalmente orígenes oscuros o pedestres. Y eso fue lo que
ocurrió conmigo. ¿Cuál sería el clímax si yo no hubiera sido más que un combatiente
famoso que hubiera triunfado sobre otro? La derrota de Héctor por Aquiles es la parte
más floja de la llíada: era el favorito con mucho, desde el primer momento. En realidad,
Homero no sabía muy bien cómo ir aumentando la emoción de sus relatos, pero claro que
Homero tenía que contar la verdad.
Cuando yo era niño en Belén no me gustaban demasiado los juegos de guerra ni las
actividades colectivas de ningún tipo. Nunca tuve el mismo entusiasmo que mis sobrinos
Joab, Abisai y Asael por las artes marciales y viriles a las que se dedicaban en sus
diversiones. Como yo era el más pequeño de una familia numerosa, y ellos eran los hijos
mayores de Sarvia, mi hermano mayor, éramos de edades muy parecidas. Yo siempre fui
más diestro en el manejo, mucho menos apreciado en general, de la honda, y prefería
irme solo a tirar piedras: una figura solitaria y romántica, según me parecía, mientras
meditaba sobre mi poesía y mis composiciones musicales y al mismo tiempo guardaba
mis ovejas. Joab y los demás pasaban horas despreocupadas y agotadoras levantando
pesas y haciendo flexiones y sprints, y rompiendo cosas con los martillos y las hachas
que se hacían ellos mismos en juegos de guerras contra hordas imaginarias de filisteos.
Yo tiraba piedras en prados distantes. Compuse mi famosa «Oda para cuerda en mi
bemol» un día nublado y de viento, mientras contemplaba abstraído los traseros grises sin
trasquilar de mi pequeño rebaño de ovejas.
Sin embargo, mi fama de joven compositor prometedor y de habilidad prodigiosa con
el arpa era bien merecida, y se había extendido mucho por el campo cuando yo era
todavía un adolescente. No creo que Joab la valorase en absoluto. Joab siempre despreció
la cuestión de mis cantares. Para Joab, todos los cantantes del sexo masculino son
sospechosos, igual que los bailarines. Estoy seguro de que me creía marica. Para mí, en
cambio, el hombre que no tiene música en su interior tiende a la traición, las estratagemas
y el saqueo, y se lo he dicho muchas veces desafiante a Joab con esas mismas palabras,
incluso después de llegar a ser rey. Como quizá haya sugerido ya, en mi juventud yo era
encima fantásticamente guapo, incluso hermoso, con un aire levemente femenino.
Tampoco creo que eso le gustara. Nunca les di la satisfacción, a él ni a ningún otro, de
hacer como que no le daba importancia al placer inmenso que me causaban mi hermoso
porte y mi dulce sonrisa, así como mis modales modestos. Las ancianas se quedaban
encantadas conmigo, las casadas jóvenes y las solteras fijaban en mí largas miradas, e
incluso a veces los desconocidos que iban de paso daban un respingo de sorpresa al
verme y se me quedaban mirando con expresiones de duda preñadas de algo más
insinuante que una apreciación objetiva y normal. Yo era atractivo y sabía que tenía buen
aspecto. Tenía aquel cuello que se ha comparado a una torre de marfil, y unos cabellos
crespos, de los que se ha dicho que eran negros como el cuervo, y no lo he dicho sólo yo.
No exagero si os digo que muchas veces veía cómo mis ovejas más hermosas balaban de
deseo y volvían la cabeza para echarme miradas lánguidas de anhelo.
Por eso, en seguida dejó de parecerme nada extraordinario que Mical, la hija del rey,
se hubiera enamorado de mí. ¿Por qué no? ¿No era mi piel más blanca que la leche y más
rubia que los rubíes? Tal es la capacidad innata de los vanidosos para engañarse que
pronto consideré igualmente plausible que Saúl deseara celebrar mi boda con su hija
hasta el punto de facilitarme la cuestión de los medios de pagarla. Ni se me ocurrió que
advirtiera en la inclinación amorosa de su hija una oportunidad de tenderme una trampa
con la que esperaba hacerme caer por las manos de los filisteos.
—¿Está descontento el rey? —pregunté cuando me comunicaron que Mical me
amaba.
—Quiere que seas su yerno —respondió concisamente Abner. No comprendí hasta
más tarde que con eso no respondía a mi pregunta. Abner nunca me resultó nada fácil.
—Tenía la impresión de que yo no le gustaba —dije tímidamente.
—Estás el primero en su lista.
—¿Quién soy yo —alargué la cosa con la humildad procedente en esos casos—, o
quién es la familia de mi padre en Israel, para que sea yo el yerno del rey? No soy muy
estimado.
—Por él sí.
—¿De verdad que le agrado?
—Cuando sales y peleas con los filisteos —recordó Abner, eludiendo hábilmente la
pregunta otra vez—, los hieres con gran estrago, y huyen delante de ti.
—¿Y él se da cuenta de eso?
—¿Hay sal en el mar?
—Nunca me dice una palabra de elogio.
—Ya sabes que es tímido.
—A veces me da la sensación de que teme que yo esté tramando algo —dije,
sintiéndome nervioso por un momento.
—¿Qué mejor forma de disipar ese temor que hacerte miembro de su casa y tenerte
cerca de él?
—¿Crees que así se le pasaría?
—He sido yo el que lo ha sugerido.
—¿Se puede decir que no a un rey? —pregunté retóricamente.
—¿Tienen tetas los toros?
—¿Rebuznan los onagros cuando tienen hierba?
—¿Nos vamos a pasar así todo el día, David? —no parecía que Abner estuviera
nunca demasiado encantado con mi persona.
—Yo soy un hombre pobre —advertí con la modestia adecuada, yendo directamente
a la clave del asunto—. No tengo dinero. No tengo tierras. Hasta las pocas ovejas que
guardaba antes en el desierto eran de mi padre Isaí, no mías.
Abner replicó, divertido:
—¿Necesita dinero el rey? ¿Sufre Saúl por falta de tierras o por falta de ovejas?
—¿Están hechas de plata las arenas del desierto? —repliqué animado.
—¿Y están hechas de oro las plantas del bosque? —continuó Abner con esa
deficiencia emotiva que lo convertía en un perpetuo enigma para mí—. Saúl es el rey y
siempre puede tomar todo el dinero, la tierra y las ovejas que quiera. No, el rey no desea
una dote así por su hija. No quiere más que un símbolo, una prueba tangible de buena fe.
—¿Qué prueba tangible? —pregunté preocupado.
—Una minucia, una pitanza por la hija del rey, que no va a empobrecer a tu padre ni
a ponerte en apuros ni siquiera un momento. Saúl no quiere riquezas.
—Entonces, ¿cómo voy a pagar la novia? —me vi obligado a preguntar.
—Con una libra de carne —fue la respuesta que recibí.
—¿Una libra de carne? —repetí sorprendido.
—O diez o doce onzas, lo que pesen —observó Abner despreocupadamente. Me
contemplaba impasible con los párpados entornados.
No lograba aclararme.
—¿Qué clase de carne?
—Carne filistea.
—La verdad es que no lo entiendo —reconocí francamente.
—Prepucios —dijo Abner con una paciencia exagerada, como si yo hubiera
participado en todas las conversaciones y estuviera revelando mi poco seso al olvidar
algo fundamental—. El rey quiere prepucios. Tráele nada más que cien prepucios para
que sea tomada venganza de los enemigos del rey y serás su yerno. No quiere más que
eso. Cien prepucios.
¿Prepucios? Casi di un salto de alegría al comprender. ¿Cien prepucios de filisteos?
¡Podía traerle mil!
—¡Le daré doscientos! —grité exultante, con una mezcla de liberalidad presuntuosa
y de buen sentido conservador—. ¿Cuándo los quiere?
—Cuanto antes mejor, creo —decidió Abner—, desde el punto de vista de todos.
Mientras ella siga siendo joven y guapa y esté en edad de tener hijos. Saúl quiere tener
nietos.
—Me pondré a ello inmediatamente.
—¿Cuánto tiempo necesitas? Puedes llevarte todos los hombres que quieras.
Os hubiera encantado la eficiencia con que empecé a calcular en voz alta. Abner
parecía fascinado. Necesitaría, proyecté fácilmente, un mínimo de cuatro israelitas sanos
para agarrar a un filisteo vivo e inmovilizarlo en tierra en posición supina, un quinto que
le pusiera las manos en sus partes y le elevara el miembro con suficiente firmeza para
dominar toda tendencia espontánea a evitar el procedimiento quirúrgico de rigor, y un
sexto para cortar, con mano segura, expertamente, el prepucio del filisteo del glande del
pene. En algunas cosas tengo una manía con la limpieza que resulta casi anal. Los dos
últimos contribuirían con su peso a la fuerza total necesaria para mantener al sujeto reacio
fijo en tierra. No contaba con que hubiera voluntarios. Si se calculaba una hora, por
término medio, para encontrar y agarrar a un filisteo para la circuncisión, y se trabajaba
con cuatro escuadras de seis hombres que comieran de día sobre el terreno en lugar de
pararse al mediodía, se podía calcular con optimismo que podríamos reunir al día...
Abner salió abruptamente del trance en el que me había estado escuchando:
—David, David —me interrumpió. Miró al cielo y levantó débilmente una mano
para pedirme calma—. Creo que quizá no te des cuenta del objetivo básico de esta
hazaña. Queremos que mates a los filisteos, no que los conviertas. No nos importa que te
traigas el pene entero.
Una vez más me sentí jubiloso, y casi proclamé mis sentimientos en un grito de
aleluyas enfervorecidas. Podía percibir que el matar a los filisteos y traerme la polla
entera me facilitaría considerablemente la tarea.
Pero ¿quién podía creerlo? ¿Quién podía figurarse ni un segundo que un hombre tan
poco artero como Saúl podía tender una trampa tan diabólica para conseguir por mano de
los filisteos la caída de alguien que en su mente enferma había empezado a mostrar el
aura sagrada de haber sido escogido por Dios para reemplazarlo? Desde luego yo no, ni
pensarlo, o por lo menos hasta que mucho después Jonatán me reveló los detalles
nefandos de aquel plan maquiavélico, y más tarde me los confirmó mi esposa Mical la
noche en que me rogó, casi histérica, que me largara por la ventana si quería salvar la
vida.
Ni tampoco mi valeroso sobrino Joab, que se abalanzó sobre la oportunidad cuando
lo invité a que viniera de ayudante mío como capitán de mis veinticuatro. Incluso
entonces el fortachón de Joab no deseaba nada mejor que lanzarse a la carga contra
cualquier adversario, y no se preocupaba mucho de los motivos. Fue el atrevido Joab el
que una primavera, en aquella estación en que los reyes salían a la batalla, pidió mi
aprobación para marchar con seiscientos hombres y Abisaí por Turquía y hasta Crimea
para conquistar y ocupar Rusia y Asia primero y después todo el resto de Europa, hasta
Escandinavia por el norte y hasta Iberia y las Islas Británicas por el oeste, e incluso hasta
la República de Irlanda.
—Nosotros vamos a la guerra en primavera, después de recoger nuestras cosechas —
fue la primera de las objeciones que le planteé a Joab—. Ellos van a la guerra en el otoño,
cuando han recogido sus cosechas. ¿Cómo podríamos combatir?
—Podemos salir en primavera, cuando estén recogidas nuestras cosechas, y caer
sobre ellos en verano, antes de que ellos hayan recogido las suyas —replicó
sencillamente Joab.
—Y ¿qué comeríais si cayerais sobre ellos en el verano y no tuvierais el grano de sus
trillos para vivir de él?
—Podríamos llevarnos higos secos —replicó—. En Escandinavia podríamos vivir de
arenques.
Quizá hubiera debido yo prestar más atención a su propuesta, en lugar de reanudar
mis campañas contra los amonitas en el Jordán y contra los sirios en el norte. ¡Cuál no
sería mi renombre ahora! ¿Qué falta nos hacían tantas piedras y tanta arena? ¿No tenía
suficiente ya?
Ya no me resulta tan enigmático que Saúl pareciera tan desencantado cuando terminé
mi tarea y reaparecí ante él en Gabaón en excelente estado de salud y le presenté el
contenido de mi cesto hasta la cifra exacta. Al principio me preocupaba la posibilidad de
que estuviera descontento con la calidad de los prepucios o de las pollas de los filisteos,
pero ya había alertado a Joab que desechara todos los que tuvieran la más mínima
deficiencia de tamaño o de simetría, y le había visto seleccionar diligentemente nuestra
captura diaria. Hasta que estuvimos a medio día de marcha de Gabaón no dije una palabra
a Joab ni a nadie más del extraño objetivo de la hazaña en la que estábamos embarcados.
Mi información resultó electrizante.
—¿Prepucios? —preguntó mi rápido y valeroso joven sobrino Asael, que ya entonces
era como una gacela del campo—. David, ¿por qué prepucios?
—¿Quién sabe? —respondí sinceramente. Hice una pausa en busca de efecto
dramático, mientras me lamía los labios saboreando el impacto que iba a producirse, y me
sentí lleno de orgullo cuando seguí, en voz cada vez más alta—: Es la dote que Saúl ha
pedido que le lleve para que ese día pueda yo ser yerno del rey. Voy a casarme con su hija
Mical.
La exclamación más estentórea entre los consiguientes gritos de sorpresa fue la que
lanzó Joab, que me tomó del brazo y me contempló sin creérselo:
—¡Mical! —repitió a gritos—. ¿Es eso lo que has dicho? ¿Mical?
Naturalmente, me sorprendí:
—¿Qué pasa?
—Es que no lo entiendo —afirmó Joab, rabioso como de costumbre cuando no
comprendía algo—. Eso es lo que pasa. ¿Mical? ¿De verdad que te vas a casar con Mical,
la hija del rey?
—Y ¿por qué no voy a casarme con Mical, la hija del rey?
—Yo creía que al que querías era a Jonatán.
Aquello me indignó:
—¿Estás loco? —pregunté—. ¿De dónde diablos has sacado esa idea?
—De Jonatán —respondió inmediatamente Joab—. Su alma está ligada con la tuya,
¿no?
—¿Quién lo ha dicho?
—Lo ha dicho él —me gritó en respuesta Joab—. Te dio sus ropas, ¿no?, y hasta su
espada, su arco y su talabarte. Le cuenta a todo el mundo en Gabaón que te ama como si
fueras su propia alma.
—Su alma está ligada con la mía, pero no la mía con la suya —aduje.
—¿Qué diferencia hay?
—Una diferencia enorme —repliqué muy digno—. Ahora, vámonos, si no te
importa.
Pero Joab persistió y me hizo a un lado para aconsejarme en términos más amistosos:
—Mical puede ser demasiado, David —dijo preocupado—. ¿Estás seguro de que
sabes lo que haces?
—Me han dicho que me quiere.
—De todos modos, te iría mejor si te casaras con Jonatán.
—Vamos a buscar esos prepucios —ordené bruscamente.
Aquella vez fue Asael el que parecía decidido a frustrarme:
—Los prepucios son peligrosos, David —advirtió suavemente el valeroso Asael, que
no moriría a manos de los filisteos, sino del regatón de la lanza de Abner cuando no quiso
renunciar a correr tras él en su persecución infatigable tras una batalla de nuestra larga
guerra civil—.
Exigen mucho trabajo. De todos modos, ¿quién ha tenido esa idea? ¿Abner? Eso de
ir a circuncidar filisteos es cosa mala, David, malísima.
—Bueno, pues voy a darte una buena noticia —dije a punto de estallar—. Quieren
que matemos a los filisteos, no que los convirtamos. ¡Dicen que podemos volver con las
pollas enteras!
Aquel anuncio fue bien recibido, y la frase de «volver con toda la polla» se convirtió
rápidamente en un dicho popular tan utilizado en las conversaciones como el proverbio
acerca de Saúl y los profetas, después de que cayera aquella vez con ellos la primera vez
y luego la segunda. Cuando di la orden de volver a formar, mi pequeña banda de
valientes soltó un grito salvaje y gozoso, nos largamos alegres como chicos de colegio a
los que dejan salir pronto de clase y elevamos más todavía nuestra moral al ritmo del
animado coro de una aleluya divertida que inventé oportunamente para el momento, y
que dice:
Ai go, ai go,
al campo a trabajar,
para cortar pollas en Gat.
Ai go, ai go.
Celebro recordar ahora que mi picante humorada fue recibida con hilaridad.
Yo sabía exactamente adonde llevar a mis hombres para encontrar filisteos solos o en
grupos de dos o tres. Los llevé hacia abajo, hacia Gat, por las montañas escarpadas de mi
Judea natal en dirección a las lomas que iban descendiendo gradualmente a las llanuras
marismeñas de los filisteos según se acercaba uno al mar.
Los primeros cien fueron cosa fácil para un hombre a quien se le había dedicado una
canción por haber matado a decenas de miles de filisteos. Los segundos también fueron
cosa de niños. Saúl debería haber estado mejor preparado psicológicamente para la
probabilidad de que yo tuviera éxito. El viaje de vuelta fue un triunfo, estropeado
únicamente por algunos jaleos curiosos y totalmente imprevistos. Aquella vez, cuando las
mujeres salieron de sus ciudades con sus salterios y sus címbalos y sus panderos
cantaban:
¿Quién más que yo se había consagrado como héroe con una hazaña tan innovadora,
ni se ha visto elogiado tan robustamente en canciones por las mujeres? ¡Qué emocionado
me sentí al estar presente para oírlas! ¡Qué aliviado de que no estuviera presente Saúl!
Pero cuando casi habíamos salido de aquella aldea, de repente, sin la más mínima
advertencia de lo que se avecinaba, un grito penetrante rasgó el aire y una mujer
pechugona de edad madura cayó en el ataque más penetrante y más terrible de llanto que
había yo oído en toda mi vida. Señaló al cesto que exhibíamos en nuestra carreta, casi lo
tocó, y aulló:
—¡Urgat ha muerto! ¡Urgat el filisteo ha muerto! Vey’s mir, ¡Urgat ha muerto!
El escándalo que siguió fue indescriptible. Otras mujeres fueron corriendo a su lado a
abrazarla y consolarla. Dos o tres de ellas empezaron a llorar también. Pero en la multitud
había otros que reaccionaron de modo diferente, con caras ceñudas de dura censura. Los
ceños de los hombres se fruncieron, sus ojos se entrecerraron como los de las serpientes
con miradas de honra violada, las mentes fueron haciendo deducciones malhumoradas
hasta llegar a conclusiones airadas.
—¡Lapidadla! ¡Lapidadla! —surgió el grito al cabo de un momento.
—¡Soltadla, soltadla! —gritaban otros en su defensa—. ¿No sufre ya lo suficiente?
—¡Urgat el filisteo ha muerto!
—¿Qué pasa? —pregunté a la única persona a la vista que parecía seguir en sus
cabales, un anciano arrugado de barba blanca y ojos claros y brillantes que lo observaba
todo en calma.
—Que se le pudran los muslos y se le hinche el vientre de agua salada —me dijo
filosóficamente con tono benigno.
—¿Cómo dice?
Habló un poco más alto, con una sonrisa:
—Que se le pudran los muslos y se le hinche el vientre de agua salada.
Celebramos salir de allí. Pero en la aldea siguiente, que estaba a una milla o dos de
distancia, ocurrió lo mismo, sólo que en este segundo lugar había docenas de mujeres
afligidas. Una vez más, todos nos sentimos animados por la bienvenida general que nos
hicieron. Una vez más las mujeres, con sus vestidos de fiesta de gayos colores; una vez
más las canciones y los bailes, una vez más el coro:
Al pasar por allí nos saciaron de regalos de dátiles e higos y tortas de sésamo con
almendras y miel. Y luego, de repente, el mismo grito puñetero. Una vez más el choque
del reconocimiento, una vez más el espíritu de fiesta quedó destruido por un grito que
paraba el corazón, una vez más llegaron los gemidos ensordecedores de dolor y de
sufrimiento, una vez más aquellas lamentaciones ondulantes e inconsolables por el
filisteo desaparecido y por su falo difunto e irreemplazable. Urgat había muerto... Urgat
el filisteo había muerto. Pero en este caso el número de mujeres afligidas parecía
constituir la violenta mayoría, y al cabo de un momento nos atacaban con pies y manos
por haber dado muerte a su filisteo favorito. Una de ellas se me lanzó a la cara con las
uñas y me arañó las mejillas y el cuello hasta dejarme lleno de rasguños sangrientos.
Aquellos aullidos confusos eran incontrolables. Os digo de verdad que no era nada fácil
rechazar a aquellas compatriotas nuestras sin darles en las caderas y en los muslos.
—¿Qué coño pasa aquí? —exclamó mi sobrino Abisai, que normalmente era lo
menos excitable posible en un ser viviente.
—¡Mezcladlos todos! —ordené con un grito a Joab, indicando con alarma nuestro
montón de penes en el cesto—. ¡Tapad el montón!
—¡Tapad el jodio montón! —transmitió Joab mis instrucciones con voz todavía más
alta—. ¡Tapad la carreta! ¡La carreta, tapad la carreta! ¿Cuál de vosotros es el cabrón que
mató a Urgat?
La verdad es que fue un milagro que escapáramos todos con vida.
—¡Que se os pudran los muslos y se os hinchen a todas los vientres de agua salada!
—fue la imprecación que les lancé a todas las mujeres de aquella aldea.
Una vez tapada la carreta y cuando los territorios de los filisteos fueron quedando
cada vez más distantes, ya todo fue un camino de rosas, un carnaval de victoria tras otro,
hasta que llegamos de vuelta a Gabaón y yo hube contado hasta el último prepucio de los
doscientos trofeos que le había traído a Saúl, que me estuvo estudiando todo el tiempo
con una malicia ponzoñosa, como si, al cumplir con su petición, hubiera confirmado
arrogantemente sus intuiciones y fantasías más negras. Cumpliría su palabra y me daría
como esposa a su hija Mical. Me dijo que sabía que el Señor estaba conmigo, pero la
forma en que pronunció esa opinión me provocó un escalofrío que me recorrió la espalda.
No bailó en mi boda. Tampoco bailó Mical. Yo casi no paré. ¡Ay, cómo me divertí!
Impulsado por los hermanos de Mical, y por sus primos y tíos y tías, que eran más
alegres, bailé cada vez más y con todas mis fuerzas, levantando cada vez más altos los
pies y las rodillas hasta que la falda de mi túnica se me enrolló a la cintura y comprendí
por fin que mis genitales en movimiento estaban a la vista del público, y que todos los
presentes, menos los ciegos y los moribundos, podían contemplarme. La ovación que
recibí fue atronadora. Bebimos como hijos de Efraim y sudamos como cerdos. Jonatán y
sus hermanos me dieron un vaso de vino tras otro. De vez en cuando advertía yo que
Mical y Saúl no se estaban divirtiendo mucho. Con caras rígidas y de censura ambos se
mantenían tercamente en la última fila y apartados del festejo, y aquella pareja triste me
daba la impresión de que el padre se hubiera comido una uva agria y la hija estuviera
irritada. Tuve el presentimiento escalofriante al pasar bailando feliz a su lado y ver cómo
me miraba tensa y reprobadora, de que siempre me iba a resultar imposible complacerla
mucho tiempo. Y se me ocurrió la idea de que quizá mi sobrino Joab tuviera razón y más
me hubiera valido casarme con Jonatán en lugar de con ella. Lo pasé tan estupendamente
en la fiesta de mi boda que tuve que desistir seis veces —seis— de mi diversión para salir
a trompicones por la puerta principal de la casa de Saúl en Gabaón para mear contra la
fachada. Después me dijeron que seis veces era un récord para un hombre joven.
Cuando terminó la fiesta y se marcharon los músicos y los cantores, los juerguistas
nos llevaron a casa por las calles a la luz de las antorchas en mantas separadas de lana
malva, aullando roncas canciones obscenas acerca de la multitud de apareamientos
conyugales que iban a seguir. Yo también canté mareado con una voz tan ebria como la
de todos los demás. De pronto se me vino a las mientes que en toda la velada no había
oído decir ni una palabra a Mical. Saúl me la había entregado como esposa. Yo la había
dejado a un lado para agradecer con inclinaciones los gritos de aplauso de sus parientes.
No habían invitado a nadie de mi familia. Cómodamente echado de espaldas, no podía
ver por encima del borde de mi manta y sentía una renuencia perezosa a intentarlo.
—¿Mical? —pregunté—-. ¿Estás ahí?
—Llámame princesa -—le oí responder.
Al oír aquellas palabras, los alegres muchachos que nos transportaban rompieron en
carcajadas y yo me sentí lo bastante osado, tras un instante de incomodidad, para reírme
con ellos. A la entrada de la residencia que nos había asignado Saúl, me pusieron en pie y
me colocaron a Mical en brazos. La llevé al otro lado del umbral y cerré la puerta detrás
de mí. Comprendí que iba a tener problemas cuando la dejé en el suelo y observé la
austera expresión con que me miraba. Apretaba los ojos, ya pequeños de nacimiento,
hasta convertirlos en puntas de alfiler afiladas y brillantes. Toda posibilidad de que yo
pudiera estar confundido acerca de su estado de ánimo quedó disipada ante sus primeras
palabras:
—Ve a darte un baño —me ordenó, con la boca convertida en un mero trazo tenso y
blanco—. Lávate debajo de los brazos. No te olvides de peinarte después de secarte la
cabeza, y también por detrás. Haz gárgaras con un elixir bucal. Ponte un perfume en la
cara.
Cuando volví, limpio como una patena, tras cumplir meticulosamente sus
instrucciones, seguía igual de desagradable. Se puso frente a mí con los brazos cruzados,
dura como una piedra, y no dijo nada. Yo estaba más manso que Moisés, que como sabéis
era el hombre más manso de la tierra, y la importuné con un gemido abyecto cuando ya
no pude seguir soportando su silencio.
—¿Pasa algo? —me forcé a preguntar.
—¿Qué va a pasar? —contestó encogiéndose de hombros y con una mirada fría.
—No parece que estés muy parlanchina.
—¿Qué te voy a decir? —replicó con mirada de mártir, traicionada por su aire de
indiferencia desapasionada.
—Parece que estés enfadada por algo.
—¿Enfadada? —dijo sarcástica, abriendo mucho los ojos para hacerse la sorprendida
—. ¿Por qué voy a estar enfadada? ¿Tengo algún motivo para estar enfadada? ¿Tengo yo
algún motivo para estar enfadada?
Sentí que el suelo temblaba algo más bajo mis pies.
—¿No quieres hablarme de nada?
—¿De qué vamos a hablar?
—Mical —imploré.
—Soy una princesa —me recordó.
—¿Tengo que llamarte princesa siempre?
—Si esperas que te responda cortésmente, sí.
—Si he hecho algo mal —le rogué, casi como una excusa—, me gustaría que me lo
dijeras.
—¿Qué te voy a decir? —respondió con otro exagerado encogimiento de hombros en
señal de despreocupación. Y después, tras un silencio amenazador de unos diez segundos,
durante los cuales pareció que estaba contando el tiempo, procedió a decir un montón de
cosas—. ¿Que me has avergonzado y dejado en ridículo delante de mi padre y de mis
hermanos? ¿Y encima la noche de bodas? Eso es lo que has hecho, David, eso es lo que
me has hecho, con tanto beber y bailar y cantar, con esa forma de divertirte como si
fueras un borracho de la calle. Has sido un grosero, David, un grosero de verdad.
Traté de razonar con ella:
—Mical, fueron tus hermanos los que me dijeron que bailara y cantara y bebiera.
Ellos estaban haciendo lo mismo.
—Mis hermanos —me comunicó— son los hijos de un rey y pueden hacer lo que
quieran sin quedar como unos groseros. Tú eres un grosero al sugerir que ellos pueden ser
groseros. Pero claro, supongo que me lo he merecido —bajó la voz una octava y pareció
como que trataba de contener sus lágrimas—. Nunca tendría que haberme casado con un
plebeyo.
Traté de seguir razonando con ella, de la manera más conciliadora:
—Mical, cariño mío...
—Princesa Mical —interrumpió.
—Cualquiera que se casara contigo tenía que ser un plebeyo. Saúl es nuestro primer
rey y no tenemos una aristocracia. No estás actuando con justicia.
—-Y ¿quién dice que haya de actuar con justicia? —replicó—. Dime dónde está
escrito que yo haya de actuar con justicia. Y ¿cómo osas tú, que eres de Judá, acusarme a
mí, que soy princesa, de no actuar con justicia? Sabes perfectamente que no me has
encontrado en la calle. Yo sí que te he encontrado a ti en la calle.
—Mical —la corregí firmemente—, cuando me viste en la calle yo iba al frente de
un desfile. Era un héroe y todo el mundo me vitoreaba. Fue justo después de que matara a
Goliat.
—¿A quién? —preguntó.
—A Goliat, al gigante, al paladín filisteo del que todo el mundo estaba asustado,
incluso tu padre. Te pintaste la cara y saliste a la ventana a verme, ¿no? Claro que estaba
en la calle. ¿Qué querías, que hicieran un desfile en un salón?
—En Gabaón no tenemos salones.
—¿Y qué? A cualquiera que te hubieras encontrado lo hubieras visto en la calle.
—Pero te elegí a ti —afirmó, cruzándose tercamente de brazos.
—El que me eligió fue Saúl, cuando no me dejó volver a casa de mi padre y me hizo
jefe de un millar. Fue él quien me dijo que me amabas, y por eso nos casamos —la miré
anhelante y pregunté—: Mical, ¿no estás enamorada de mí, ni siquiera un poco?
—Sí, David, estoy enamorada de ti —reconoció, ablandándose algo—. Pero
únicamente a mi estilo, como miembro de la familia real, que espera que siempre se la
obedezca.
—Alteza.
—Eso está mejor. Prométeme que siempre recordarás que estás casado con una
princesa.
—Dudo mucho que jamás me permitas olvidarlo.
—Quiero que te bañes todas las noches y que te cepilles los dientes después de cada
comida. Has de utilizar siempre desodorantes. Tienes que lavarte las manos con jabón
fuerte después de defecar y orinar, especialmente antes de que empieces a prepararme la
comida. Tienes que asegurarte de que llevas el pelo bien peinado, sobre todo por detrás.
No aguanto a los hombres que tienen revuelto el pelo por detrás. Parece que han estado
echados y que son unos vagos. No te metas el dedo en la nariz delante de mí. Es una
grosería.
—No me estoy metiendo el dedo en la nariz. Nunca me meto el dedo en la nariz.
—No me contradigas. Eso también es una grosería. Nunca te tires pedos.
—¿Nunca?
—Eso es lo que he dicho. Tienes que cambiarte de ropa cuando llegues a casa todas
las tardes. ¿Pueden los hombres estar cómodos por la tarde con lo mismo que han llevado
durante el día?
—A mí no me importa.
—Quiero que te pongas pijama para dormir. Límate las uñas y tenlas limpias. Me
gustan los hombres bien cuidados, con aspecto de autoridad, que visten impecablemente
y que huelen siempre a jabón y desodorante.
—Haré todo lo posible.
—Quiero ser madre de una gran raza de reyes.
—También haré todo lo posible a ese respecto.
Por fin, aplacada, bajó los brazos y fuimos a acostarnos juntos en la estera de paja
desenrollada en el suelo. Todavía no nos habían traído la cama. Mical era virgen cuando
me permitió abrazarla y se hundió bajo mi peso. Cuando se puso en pie, menos de diez
segundos después, ya no era virgen.
—Bueno, gracias a Dios ya pasó —dijo la primera de mis esposas en nuestra noche
de bodas—. Desde luego, espero que tengamos un hijo, de manera que nunca tenga que
volver a soportar esto.
No me llevó más que un instante comprender sus palabras con todo lo que
implicaban y apreciar la gravedad de mi problema. ¡Mical, mi esposa, no era sólo la hija
de un rey, sino una auténtica princesa judía norteamericana!
¡Me acababa de casar con una PJN! Soy el primero del Antiguo Testamento al que le
ha caído una así.
En Nob conté algunas mentiras y murieron ochenta y cinco sacerdotes. No sólo eso,
sino que además mataron a todos los hombres, mujeres, niños, hasta los de pecho, y todo
el ganado de aquella ciudad sagrada. ¿Por culpa de quién? ¿De Saúl, de Doeg el edomita,
o del viejo Ahimelec, el crédulo sacerdote reinante a quien engañé para que me diera
provisiones? Saúl, que ordenó la matanza, ya tenía fama de ser un lunático implacable y
sangriento. Doeg el edomita, que era el principal de los pastores de Saúl, se encargó de la
carnicería cuando ninguno de los siervos del rey, incluido Abner, quiso extender sus
manos para matar a los sacerdotes de Jehová. Ahimelec, que oficiaba aquel día en los
cuernos del altar, era metódico y crédulo en el desempeño de sus funciones y no tenía por
qué suponer que lo habían engañado para que prestara socorro a alguien que huía de la
cólera del rey. Para mí, que el más culpable fue Doeg el edomita; cumplió con su deber
porque esperaba un ascenso, y el que quiere enriquecerse a prisa no puede ser inocente.
¿No he averiguado por lo menos eso tras haberme pasado una vida observando a los
otros?
¿Y yo? ¿Qué parte de culpa me corresponde a mí? ¿Cómo puede una persona
razonable afirmar que la responsabilidad haya de ser mía? Yo estaba tratando de salvar la
vida, y nunca, ni una vez, había hecho nada malo. E incluso Abiatar el hijo de Ahimelec,
único superviviente en Nob después de que Saúl hiriese a filo de espada así a hombres
como a mujeres, niños hasta los de pecho, bueyes, asnos y ovejas, incluso Abiatar
consideró que yo era culpable y huyó a buscar protección a mi lado cuando yo reuní a
unos cuantos hombres y me adentré más en Judá a partir de los cuarteles que había
establecido en la cueva de Adulam. Sin quererlo, yo había ocasionado la muerte de toda
la gente de la casa de su padre, pero Abiatar vino a buscar refugio conmigo. El trajo la
noticia de la matanza. Yo lo acepté y juré que lo protegería. Y Abiatar ha seguido
conmigo como sacerdote desde entonces, aunque Betsabé pretende que no se acuerda de
quién es cada vez que surge el tema de que apoya a Adonías, o lo ridiculiza y dice que ha
perdido la cabeza y no hay que tomarlo en serio.
—Tienes que ayudar a tu padre anciano —intenté una vez moralizar con Betsabé—.
Si le falla la cabeza, has de tener paciencia con él.
—Tú ya tienes un pie en la tumba —respondió sin conmoverse—. Me basta con
tener paciencia contigo.
Aquel día, lo único que le pedí a Ahimelec fue una espada y algo de comer. Quería
pan y vi cinco panes recién hechos.
Tuvo miedo, y con razón, al verme en Nob y quiso saber:
—¿Cómo vienes tú solo?
Repliqué falsamente que el rey me había encomendado un asunto, con órdenes de
que nadie supiera cosa alguna de a dónde ni por qué iba, y que debía reunirme en secreto
con los demás de mi grupo en un cierto lugar; no queríamos que surgieran preguntas
acerca de mis idas y venidas. Aquella conversación con Ahimelec se celebró abiertamente
y me sentí muy preocupado cuando reconocí a Doeg el edomita que andaba entre la
pequeña multitud atraída por mi llegada. Sabía que le diría a Saúl qué dirección había
tomado yo cuando volviese a Gabaón y supiera que me buscaban para ejecutarme, pero lo
que no podía yo prever eran las terribles consecuencias que produciría esa información. Y
tampoco puedo convencerme de que hubiera actuado de otro modo si hubiera pensado en
lo que podía pasar, ni siquiera de que hubiera debido de actuar de otro modo. Yo era un
muchacho aterrado. No había cometido ningún pecado. Estaba por encima de todo
reproche y consideraba que tenía tanto derecho a la vida como el que más.
Delante de todos pedí a Ahimelec la lanza o la espada que dije necesitar para mis
actividades, y manifesté que la orden del rey era apremiante y que Saúl me había
encargado que requiriera de él un arma. También pedí los cinco panes que conté bajo su
mano, todavía humeantes y con el aroma del fuego del altar, y todos los demás panes que
pudiera darme. Ni siquiera había terminado y ya negaba él con la cabeza.
—Aquí no hay pan que pueda darte —me dijo excusándose—, más que el pan
sagrado.
—¿Qué es pan sagrado? —pregunté.
—No tengo pan corriente bajo la mano —explicó Ahimelec el sacerdote—, pero
puedo darte pan sagrado, si los criados que van contigo se han guardado de mujeres al
menos estos tres últimos días y no están impuros.
—Se han guardado más de tres días —le aseguré con celeridad, deseoso de
marcharme antes de que la curiosidad de Doeg el edomita lo provocara a expresar algún
género de duda—. Estamos de lo más puros.
Sólo había algo semejante a la verdad en esta última afirmación, pues yo no había
yacido con otra mujer desde que me había separado de Mical en mi ventana hacía tres
semanas, ni había yacido con ella más de una vez en las semanas anteriores. Nuestra
despedida había sido rápida, dejando poco tiempo para cachondeos. Al salir de un salto
del aposento de Saúl tras su última tentativa de herirme, me tropecé primero con Abner,
quien escuchó sin inmutarse lo que a mi juicio era el relato de un acontecimiento de lo
más extraordinario y aterrador. Abner mordió una granada que se estaba comiendo y
siguió triturando ruidosamente las semillas mientras yo le contaba.
—Yo no le daría demasiada importancia —decidió unos segundos después de que
terminara yo—. Accidentes los hay siempre.
—¿Accidentes? —¿podía dar crédito a mis propios oídos?
—¿No es un accidente que tu rey ungido desee matarte de vez en cuando? —adujo
Abner a su manera amable y sofista—. ¿O crees que tiene buenos motivos para hacerlo?
—No tiene ningún motivo —declaré enfáticamente.
—Y todavía no te ha herido, ¿no? Sé razonable, David —añadió Abner, como si me
estuviera exhortando a no portarme como un niño—. La vida hay que vivirla. Y si el
tirarte una lanza le hace sentirse mejor, que tire la lanza. Saúl es nuestro rey. Después
parece que se siente mejor. Le alivia la presión.
—Y ¿te parece justo eso?
—¿Es de queso la luna?
¿Podía estar yo de humor para bromas de ese tipo?
Menos mal que Joab asesinó a Abner por mí, aunque no fue eso lo que pensé cuando
ocurrió, y tuve que simular gran pesar públicamente en el entierro. También estuvo bien,
a la larga, que matara a Absalón por mí, supongo, aunque nunca dejaré de amar a aquel
segundo hijo mío tan guapo. También mató a mi otro sobrino, Amasa, hijo de mi segunda
hermana, después de que hubiéramos sofocado la rebelión de Absalón, pero lo de Amasa
importaba poco, salvo para recordarme una vez más que Joab podía ser implacable y
desobediente en su ansia de no compartir el poder. Preparé a Benaías para defenderme
contra la posibilidad de un enfrentamiento con Joab cuando lo puse a él, en lugar de a
éste, a cargo de la guardia de palacio integrada por mercenarios cereteos y peleteos que
había creado para mi seguridad personal, con objeto de que sólo respondiera ante mí.
Aquello fue un gran golpe para Joab. Fue un idiota al suponer que iba a ponerme
totalmente a su merced.
Mical me salvó el día en que Saúl trató de matarme en su aposento. Después de ver a
Abner, me fui a casa a toda velocidad y al atardecer, cuando llegó Mical, era un manojo
de nervios. Me paseaba como fiera enjaulada de una parte a otra de la casa, vacilando
entre espasmos de indignación furiosa y períodos de autocompasión lacrimosa. Quería
gritar y quería sollozar. Parte del estado turbulento en que me encontraba se debía a mi
necesidad de encontrar alguna forma de protestar ante Mical acerca de su padre sin
provocar en ella otro estallido de furia contra mí. Mis temores eran innecesarios, pues ella
también estaba de muy mal humor cuando por fin llegó corriendo.
—¡No me vas a creer! —gritamos ambos exactamente en el mismo momento, y
durante el medio minuto siguiente, o cosa así, nos comunicamos en un vendaval de
alarmas.
—¡Es terrible, terrible! —exclamé indignado—. No estoy dispuesto a aguantarlo. No
me vas a creer.
—Es horrible, horrible —me decía ella al mismo tiempo que yo protestaba—. Tengo
una noticia terrible para ti. No puedo creer una noticia tan horrible.
—Me ha vuelto a tirar una lanza.
—Se acercan unos asesinos.
—Ya sabía que no me ibas a creer —acusé.
—No importa lo que yo crea —replicó—. Lo que te estoy diciendo es peor.
—Cuando se trata de tu padre nunca me crees. Me ha tirado una lanza. ¿Qué puede
haber peor?
—Que haya ahí fuera unos asesinos, eso es lo que puede haber peor —respondió
Mical.
—¿Asesinos? ¿De qué me hablas?
—Se están acercando.
—Ya, ya.
—¿No me crees? Asesinos, David —me gritó a la cara—. ¿No lo comprendes?
Vienen a matarte. Goy, están aquí, en la calle de al lado, para vigilar la casa por la noche
y matarte cuando salgas por la mañana.
—No hablas en serio.
—Ve a mirar.
—¡Mierda!
En la calle, delante de mi casa, ya estaban tomando posiciones unos hombres furtivos
con capucha, capas y dagas que iban ocupando puertas y callejas y apostándose a ambos
extremos, impidiéndome toda escapatoria y dejándome encerrado. Llevaban túnicas
oscuras por debajo de las cuales sobresalían las hojas y los pomos de las espadas y las
dagas. Algunos esperaban con las manos ya puestas en los pomos.
Mical jadeaba.
—¿Qué vamos a hacer?
—Creo que sé exactamente lo que hay que hacer —repliqué con seguridad—. No se
atreverán a detenerte ni hacerte nada a ti, que eres la hija del rey. Vete ahora mismo, ve a
casa de tu padre el rey lo antes posible y dile a tu padre lo que está ocurriendo aquí.
—David, imagínate quién los ha enviado.
Ahora ya podía yo discernir, perfilada sombríamente en un hueco entre dos casas, la
silueta vulpina de Abner y de una de sus granadas. Abner siempre se había destacado por
sus narizotas. Impulsado por Mical, logré atar cabos y comprender que tenía razón ella.
—Mical, ¿qué podemos hacer? —susurré—. ¿Qué significa todo esto?
—Significa que si no te pones a salvo esta noche —fue el sabio consejo que me dio
—, mañana serás muerto.
Fue Mical quien inventó casi todos los elementos del plan gracias al cual logré salvar
el pellejo y quien cargó con la mayor parte de su ejecución: imitamos la forma de una
figura humana en la cama, con ayuda de una almohada de pelo de cabra, y la cubrimos
con una manta para hacer como que era yo dormido; luego me descolgó con una cuerda
por una ventana trasera; por la mañana, cuando llegaran los mensajeros de Saúl para
preguntar por qué no había salido yo de casa como de costumbre diría que estaba
enfermo. Para entonces ya estaría muy lejos y la mentira y el truco me darían unas
cuantas horas más. También sería Mical quien, tarde o temprano, tendría que hacer frente
a la situación cuando inevitablemente se revelara el engaño, y quien tendría que
justificarse contra la ira de su padre con la precaria excusa de que yo había amenazado
con matarla. A las preguntas de por qué, si de verdad me tenía tanto miedo, no había
organizado un escándalo en el mismo momento de marcharme yo, ni se había colocado
bajo la protección de los mensajeros de su padre en lugar de retrasarlos con mentiras,
podía responder con la primera excusa absurda que se le ocurriera. O podía echarse a
llorar o desmayarse. O ambas cosas. Juntamos una ración de pastor a base de pan, queso,
dátiles, aceitunas y uvas, además de una bota de agua y una bolsa de requesón de cabra.
Más algunas tortas de higos y nueces de pistacho. Ella agarró la cuerda.
—Te quiero —dijo con voz entrecortada—. Espero que lo sepas.
Ya veía yo que era cierto que me quería, pero del único modo que sabía querer, con
gruñidos, insultos, envidias y desdenes y con un egoísmo y un egocentrismo absolutos.
Nos dimos un beso de despedida en el alféizar de la ventana.
—¿Te llevas tu colutorio?
Mentí y dije que sí. Y salí por la ventana, como un payaso de piernas peludas en una
revista musical vulgar. Cuando volvimos a vernos yo era rey de Hebrón desde hacía más
de siete años y su padre se la había dado como esposa a otro hombre. Y ninguno de los
dos tenía tanto cariño al otro.
Todavía me sigue maravillando que cayera de pie y escapara sin romperme nada. Me
fui directamente hacia Ramá, a casa de Samuel, para buscar refugio, solaz y consejo en la
única persona que quedaba en el reino que, a mi juicio, todavía podía tener influencia
sobre Saúl y el carácter suficiente para ejercitar esa influencia en favor mío. Fue una
pérdida de tiempo. Lo que me encontré fue, en cambio, un hombre tan frenéticamente
preocupado como yo, y que se enfadó conmigo por haber aumentado sus problemas.
—¿Qué quieres? —me saludó irascible—. ¿Por qué tienes que venir aquí? ¿Cómo
puedes hacerme esto?
Mientras yo hacía lo posible por explicárselo, él siguió arrojando cosas al interior de
su mochila con sus manos peludas y murmurando para su capote. Samuel era el personaje
más gruñón que había conocido en mi vida, y después tampoco he conocido a ninguno
que se le pueda comparar. Era todavía más peludo de lo que yo lo recordaba: su inmensa
barba negra, rayada ahora con grandes mechas de un gris sucio, estaba, me avergüenza
revelarlo, un poco descuidada.
—¿A mí me pides consejo? —preguntó cortante—. ¿A mí me pides influencia y
refugio? ¿Quieres que te dé solaz? ¿Cómo voy a decirte yo lo que tienes que hacer?
—Eres profeta, ¿no? —le respondí.
—¿Cuándo ha sido la última vez que me has oído profetizar nada?
—Y también eres Juez.
—¿Cuándo ha sido la última vez que me has oído juzgar nada? Escucha, incluso
cuando hablaba directamente en nombre del Señor, no siempre estaba seguro de decir la
verdad.
—Todavía me puedes dar consejo, ¿no?
—¿Quieres consejo? —dijo Samuel—. Pues te voy a dar un buen consejo. Vete lejos,
muy lejos.
—¿Lejos de dónde? ¿De quién?
—De mí, imbécil —profirió Samuel—. ¿No tengo ya bastantes problemas? Ahora él
va a pensar que te he estado ayudando. ¿Tenías que venir aquí?
—¿Tenías tú que empezar todo el asunto?
—¿Yo? ¿Qué he empezado yo? Yo no he empezado nada.
—¿Te pedí yo que me ungieras? Viniste y dijiste que yo iba a ser rey, ¿no?
—¿Quieres ser rey? —replicó Samuel con un gruñido—. Vete a ser rey a otra parte y
déjame en paz. Ahora tengo que largarme... Por culpa tuya.
—¿Adonde?
—A Naiot. ¿Crees que voy a quedarme aquí ahora que has aparecido tú? —Samuel
se apretaba las manos y canturreaba distraído—. Mírame, mírame —se quejó—. Juez y
además profeta. Yo era el hombre más poderoso del país hasta que Dios me dijo que me
apartase de Saúl y fuera a verte. ¿Por qué tenía que escucharlo a El?
—¿Por qué tenías que hacer rey a Saúl?
—¿Que yo hice rey a Saúl? —Samuel negó vehemente con la cabeza—. Ah, no,
señor mío. No fui yo. Dios hizo rey a Saúl. Yo no hice más que pasar el mensaje. No fue
idea mía en absoluto. Era el pueblo el que quería un rey, no yo. No les bastaba con
tenerme sólo a mí, sólo a un juez. Quieren un rey, pues dales un rey, dijo Dios. Me dijo
que escogiera a Saúl y escogí a Saúl. ¿Quién iba a suponer que iba El a escoger a tamaño
meshuggana?
—¿Estás seguro de que después te dijo que me escogieras a mí?
—Pues claro. ¿Te iba a escoger yo mismo?
—¿No te equivocaste?
—Dios se equivoca, los jueces no. ¿Quieres saber la verdad? Si hubiera dependido
de mí, yo habría escogido a tu hermano Eliab, o a Abinadab, o incluso a Sama: tienen
más estatura que tú. Y nacieron antes que tú. Pero el Señor me dijo que no mirase a su
parecer ni a lo grande de su estatura. Jehová mira al corazón, me dijo. Claro..., el corazón,
me dijo. Y había visto algo especial en el tuyo. No puedo imaginarme qué fue. Hazme un
favor y dame una pista.
—Pues sí que me ha servido de mucho —me quejé—. No puedo ni siquiera volver a
Belén, porque es donde primero me buscará Saúl.
—Aquí es donde mirará primero cuando se entere de que no has vuelto a Judá —me
reprochó Samuel amargamente. Lo único que quería profetizar Samuel era que Saúl se
iba a poner enfadadísimo cuando se enterase de que había ido a buscarlo a Rama—. Por
eso me voy yo a Naiot, y rápido.
—¿Naiot? —seguí quejándome—. En Naiot no hay nada que hacer. Y ahora tengo
que irme a Naiot contigo.
—¿Conmigo? —exclamó Samuel con alarma—. Ah, no señor, conmigo no. Escápate
a otra parte y déjame en paz. No quiero problemas. Adiós, adiós; partir es morir un poco,
pero no cuando el que se queda eres tú.
Le dije que iba a pegarme a él como una lapa. ¿Dónde iba a ir yo si no? ¡Cómo nos
peleamos desde el principio! El insistió en llevarse su vaca.
—Me trae buena suerte —explicó.
—Hará que vayamos más lentos —objeté yo.
—¿Quién te ha dicho que esperes? —quiso saber él.
—Y ¿por qué ha de ser Naiot?
—¿Quién te ha dicho que vengas?
Si lo que yo buscaba era consuelo, él no me lo iba a dar.
Samuel acertó en su predicción acerca de Saúl, que no perdió tiempo en enviar
mensajeros a Naiot para prenderme en cuanto le dijeron adonde había volado su presa.
Sus hombres no llegaron nunca; curiosamente, se pusieron a profetizar por el camino.
Cuando le ocurrió lo mismo a un segundo contingente, Saúl salió a prenderme él mismo.
Entonces volvió a ocurrir lo previsto. No os vais a creer lo que pasó. Justo cuando me
tenía prácticamente en sus manos, Saúl se vio irresistiblemente poseído por segunda vez
en su vida por la necesidad de profetizar.
Empezó en el gran pozo que está en Secú, donde preguntó y se enteró de que
seguíamos en Naiot. Y cuando fue a Naiot he aquí que, al igual que había ocurrido a los
hombres que había enviado antes a prenderme, vino sobre él el Espíritu de Dios, sin más,
y se puso a profetizar. Y siguió profetizando hasta que llegó a Naiot, ante Samuel, e
imaginaos lo que hizo entonces. El también se despojó de sus vestidos y profetizó
igualmente delante de Samuel y estuvo desnudo todo aquel día y, según resultó, toda
aquella noche. De aquí que otra vez se pudiera ver y decir también Saúl entre los
profetas. Pero aquella vez lo vi yo con mis propios ojos.
—Es un milagro —dije en voz baja cuando Samuel y yo volvimos a quedarnos solos.
—No estés tan seguro —estábamos sentados en el suelo, a la luz de una antorcha. El
sudaba y estaba agotado—. Ahora por lo menos tengo algo de margen.
—¿Cuánto le va a durar?
—Probablemente se quedará ahí hasta la mañana —respondió Samuel—. Luego,
quizá, si tenemos suerte, regresará a casa y se recuperará hasta que surja otra cosa que le
vuelva otra vez loco. ¿Qué más te puedo decir? Saúl es un hombre que sufre, asesino e
inestable. Saúl es la persona más desgraciada que conozco..., salvo, quizá, yo mismo.
—Samuel —propuse, porque se me había ocurrido el germen de una idea—, tú
puedes ayudarlo, puedes ayudarnos a todos. Deja que Saúl vuelva a ser rey.
—¿Que Saúl vuelva a ser rey? —repitió Samuel desdeñoso—. ¿Cómo puede Saúl
volver a ser rey? El rey eres tú.
—¿Lo sabe Saúl?
—¿Por qué te crees que quiere matarme? ¿Por qué me interrogas?
—¿Que por qué te interrogo? —repetí, sorprendido. El imbécil del viejo carecía
totalmente de imaginación—. Porque estoy viviendo en las cunetas como un mierda. Ya
no tengo casa en Gabaón, no puedo estar con mi mujer, y cada lunes y cada martes me
encuentro esquivando las lanzas que me tira Saúl. ¿A esto lo llamas ser rey? ¿De qué
coño me vale?
—Ya serás rey, ya serás rey —murmuró Samuel sin gran convencimiento—. ¿Por
qué te preocupas, qué prisa tienes? Ten paciencia. No se ganó Zamora en una hora.
—Para oír lugares comunes así, no me hace falta un juez como tú —le comuniqué—.
Saúl está loco.
—¿A mí me lo cuentas? Cuando los dioses quieren destruir a alguien primero lo
vuelven loco.
—A mí eso no me vale de nada. Estoy harto de esperar. Vivo como un vagabundo.
—¿Qué prisa tienes? Ya sabes lo de los molinos de los dioses.
—¿Qué les pasa?
—Los molinos de los dioses muelen despacio —me dijo—, pero muelen muy fino.
—¿Y qué voy a hacer yo mientras están moliendo?
Ahora le tocaba a Samuel el turno de estallar:
—¿Qué me importa a mí lo que hagas? —gritó—. Date con la cabeza contra la
pared. Cómprate un desierto y lo barres. Lo que es por mí, como si te plantas como una
cebolla con la cabeza en el suelo y los pies al aire.
Los dos tardamos algo en calmarnos. Samuel, con dedos amarillentos y de uñas
largas, fue quitándose malhumorado pedacitos de comida, de follaje y otras porquerías de
las melenas que le caían sobre los hombros y el pecho. Le di de beber de mi vasija de
agua y me dio las gracias malhumorado. Le di unos pistachos.
—Samuel, Samuel —imploré diplomáticamente—, tratemos de entendernos.
—Antes yo era el hombre más poderoso del país —volvió a recordar—. Debería
haber seguido con Saúl, dijera Dios lo que dijera.
—Entonces haz que Saúl vuelva a ser rey —aconsejé—, por lo menos hasta que los
molinos de los dioses terminen de moler. Vete a decírselo. ¿Qué tenemos que perder?
—No es verdad —respondió Samuel.
—¿Tiene que saberlo él? Que se crea que es rey. Pregúntale a Dios si está bien.
Sin darme cuenta, yo había pinchado en otro nervio; Samuel pareció dolido un
momento, pero respondió en voz baja:
—¿Crees que no lo he hecho ya? ¿Crees que soy idiota o qué? Ya le he preguntado a
Dios.
—¿Y Dios ha dicho que sí?
—No ha dicho que no —replicó Samuel, y después siguió diciendo con más
sinceridad—: No ha dicho nada. Dios ya no me responde —confesó, con la voz ahogada
por la humillación.
—¿A ti tampoco? —exclamé—. Saúl me ha dicho lo mismo. ¿Qué diablo le pasa a
Dios últimamente?
Samuel se encogió de hombros:
—¡Qué sé yo!
—Es posible —supuse, adentrándome una vez más en el mismo territorio intelectual
desconocido que, imprudente de mí, había intentado una vez explorar con Saúl— que
Dios haya muerto.
La respuesta de Samuel fue seca:
—¿Puede haber muerto Dios?
—¿No puede haber muerto Dios?
—Si es Dios no puede haber muerto, estúpido —me aclaró Samuel—. Si ha muerto,
no puede ser Dios. Sería otro. Basta de decir bobadas.
—Entonces, vamos a preguntarle otra vez —propuse ansioso—. Dicen que le caigo
bien. Vamos, Samuel. Intenta otro sacrificio.
—¿Para qué desperdiciar una vaca?
—Entonces, hazlo sin el sacrificio —persistí—. Preguntar no es ofender, ¿no? Mira a
ver si Saúl puede ser rey.
—Rey leches —entonó Samuel.
Me pareció incomprensible su mensaje:
—Creo que no entiendo eso.
—Es un dicho.
—¿Un dicho antiguo?
Mi pregunta lo irritó:
—¡Qué va a ser antiguo, imbécil! ¿No es Saúl nuestro primer rey? Mira, ¿crees que
no he preguntado ya bastantes veces? He preguntado y preguntado. ¿Te crees que a Dios
y a mí no nos importa Saúl? ¿Que no lo amamos? Lo compadecemos, nos arrepentimos
por él, sentimos compasión por él. Dios incluso me reprendió una vez por llorar a Saúl
demasiado tiempo. Eso fue justo antes de que me ordenase llenar mi cuerno de aceite e ir
a buscarte. Aquél sí que fue un día triste. No tienes ni idea de cuánto te odio. Yo estaba
mucho mejor con Saúl. Lo único que hizo Saúl fue desobedecerme una vez. Ahora
lamento haber perdido los estribos y haberme puesto tan duro con él.
—Entonces ve a buscarlo y pídele excusas —aconsejé, pasando por alto
generosamente sus insultos gratuitos—. Dile que te equivocaste.
Samuel se irguió frígido:
—¿Decirle yo que me equivoqué?
—Entonces dile que se equivocó Dios.
—Eso ya está mejor —convino Samuel—. Saúl puede creérselo. Pero el Señor no es
un hombre, no puede arrepentirse.
—Pero tú lo puedes hacer todo solo —le pedí—. Dile a Saúl que has decidido darle
otra oportunidad. Me has dicho que sufre mucho. Haz que vuelva a sentirse bien durante
algún tiempo.
Samuel habló con satisfacción maligna, con los ojos ardientes:
—Que se retuerza lenta, lentamente en el viento.
De momento me quedé sin habla. Por fin exclamé:
—Creía que amabas a Saúl. Has dicho que tú y Dios lo compadecéis y os arrepentís
por él y que sentís compasión por él.
—Y así es cómo se lo demostramos.
Samuel volvió a Ramá, donde tuvo la suerte de morir antes de que Saúl se decidiera
a matarlo a él también tras la matanza de los sacerdotes de Nob y descubrir a fuerza de
tanteos y retractos que la gente con altos cargos puede asesinar impunemente.
Como perro que vuelve a su vómito, o necio que repite su necedad, me encontré
regresando a Gabaón, aunque alertado por el sentido común de que allí podía estar
esperándome un león en las calles. Recorrí sinuosos caminos desiertos tras caer la noche,
eludiendo los principales que pasan por las aldeas intermedias, no fuese que en las calles
de alguna de éstas también hubiera un león. Hice todo el camino entristecido. Volvía
hacia Saúl como hipnotizado, arrastrado por mi necesidad melancólica de recuperar el
favor del hombre que me había impresionado más que ningún otro sobre la tierra, aunque
ahora sabía que estaba loco y era un homicida, y que incluso quizá fuera estúpido y
aburrido. Seguía considerándolo mi padre, mi protector, y quería estar cerca de él pasara
lo que pasara. Lo creáis o no, incluso quería volver a Mical. Saúl era el único ser al que
había logrado amar como a un padre; para bien o para mal, sólo en su casa me había
sentido como en la mía. Si Saúl hubiera sido sólo un poco más paternal conmigo, lo
hubiera adorado como a un dios. Si Dios hubiera sido mínimamente paternal, lo habría
amado a El como a un padre. Incluso cuando Dios ha sido bueno conmigo, no ha sido
demasiado amable.
Al mismo tiempo, tengo que reconocer que la idea de que fuera yo quien sucediera a
Saúl como rey nunca me había molestado del todo ni había estado ausente mucho tiempo
de mis ensoñaciones.
Mi cabeza me decía que aquella última tentativa de recuperar el favor de Saúl
resultaría inútil. El corazón me decía que estaba exiliado para siempre del único nido en
el cual podía jamás posarme sin sentirme ajeno y a la deriva, desconectado de mi propio
pasado y sin mucha sensación de futuro. Sin embargo, me sentía obligado a intentarlo,
pese a saber de antemano que era fútil, lo cual me pesaba en el pecho como una losa.
Siempre he sido mucho menos cabezota con Saúl que con Dios. Sabía que estaba loco,
pero quería su cariño y su perdón. Volvería a intentarlo otra vez incluso ahora, si él
viviera todavía. No soporto estar solo. Nunca lo he soportado.
Entré en Gabaón después de la puesta del sol y me vi con Jonatán en secreto, con un
ansia terrible de obtener de él, el primogénito del rey, aunque fuera el menor rayo de
esperanza. Lo que obtuve, por el contrario, fue una sorpresa abrumadora.
—Jonatán, te ruego que me ayudes —pedí para empezar, pues no confiaba del todo
en nadie, ni siquiera en él. Hablamos en un rincón arbolado del mismo campo oblongo de
tallos putrefactos de trigo segado en el que Saúl y yo habíamos hablado con tanta
familiaridad aquella noche a la luz de la luna. Una vez más el aire embalsamado que
venía del lejano mar tenía una textura acariciadora y estaba cargado de las fragancias
intoxicantes de ciruelas y melones y de las uvas azules de los viñedos—. Puedes hablarle
en mi favor otra vez. Obsérvalo atentamente mañana a la hora de cenar. Averigua si me
ha perdonado o si sigue queriendo matarme. Después ven a decírmelo.
—Puedes observarlo tú mismo —fue la respuesta con la que Jonatán me pescó de
improviso—. Te espera a cenar mañana.
—¡Eso es una locura! —exclamé, sospechando algún engaño.
Estábamos otra vez en época de luna nueva, y Jonatán me dijo que se me esperaba
para cenar con el rey como en tiempos normales, sin excusas. Pregunté qué clase de
estupideces eran aquéllas. Estaba indignadísimo. ¿No era yo un fugitivo? Era como si no
hubiera ocurrido nada malo, como si Saúl no hubiera tratado de clavarme a la pared con
su lanza, no hubiera enviado a criados a mi casa para matarme, no hubiera enviado
mensajeros a Naiot para prenderme e incluso no hubiera venido para capturarme él
mismo y ordenar mi ejecución inmediata. ¿Qué diablos pasaba? ¿Estaba todo eso
olvidado, no significaba nada? Aparentemente así era, pues a la noche siguiente pondrían
un plato en la mesa del rey para mí y si no comparecía se me consideraría insubordinado.
Me sentí sumido en el absurdo. ¿Cómo se había enterado de que estaba yo allí? Con una
lógica que le pareció irrefutable, Jonatán propuso que, como el rey no me estaba
persiguiendo entonces, yo no tenía motivos para evitarlo y carecía de causas legítimas
para huir o ausentarme.
A mí no me convencía.
—¿Te encargaron que me trajeras?
—No se habló de eso —respondió Jonatán—. Pero ya que estás aquí, puedes venir
mañana. Ven conmigo.
Debían de estar locos todos.
—¿Por qué me vas a llevar ante tu padre? —exhorté a Jonatán—. Sé que sigue
queriendo matarme.
—Eso no lo puedo creer.
—Entonces, averígualo por mí. ¿Qué he hecho yo? Pregúntaselo. ¿Cuál es mi
maldad, o cuál mi pecado para que busque mi vida?
Jonatán estaba dispuesto a adoptar una actitud más optimista:
—He aquí que mi padre ninguna cosa hará, grande ni pequeña, que no me la
descubra. ¿Por qué, pues, me ha de encubrir mi padre este asunto?
—Jonatán, tu padre tampoco está precisamente loco por ti, ¿recuerdas? —respondí
—. Tu padre sabe claramente que yo he hallado gracia ante tus ojos. Vas por ahí
diciéndoselo a todo el mundo. Quizá no quiera que te entristezcas o teme que hables
conmigo en secreto, como estamos haciendo ahora. ¿Qué le ha hecho pensar que ni
siquiera iba a volver yo aquí después de todo lo que ha pasado? Envió asesinos a mi casa
para matarme.
—Eso no me lo puedo creer.
—Pregúntaselo a tu hermana.
—Mical exagera. Va a haber luna nueva.
—¿Se cree que voy a volver a cenar con él sólo porque hay luna nueva?
—Ya sabes lo loco que está —trató de explicar Jonatán—. Se olvida de las cosas y
las perdona.
—Y después se olvida de que las ha perdonado —repliqué—. Vive Jehová, Jonatán,
y vive tu alma, que apenas hay un paso entre la muerte y yo. Lo siento en los huesos.
Jonatán pareció horrorizarse y me dijo:
—Dios no lo quiera; no morirás. Lo que deseare tu alma, haré por ti.
—Entonces, déjame ir —sugerí— a que me esconda en el campo por lo menos hasta
la tarde del tercer día y la mañana después. Tú te fijas si tu padre me echa de menos. Si
hiciere mención de mí, dirás: «Me rogó mucho que lo dejase ir corriendo a Belén su
ciudad porque todos los de su familia celebran allá el sacrificio anual.» Si él dijere: «Bien
está», entonces tendré paz. Volveré con él ese mismo día. Mas si se enojare, entonces
sabremos que la maldad está determinada de parte de él. ¿Quién me dará aviso si tu padre
te respondiere ásperamente?
—¿No te lo avisaría yo? —respondió muy serio Jonatán, que había estado asintiendo
con la cabeza todo el tiempo que hablaba yo—. ¿No te amo como a mí mismo? —a mí no
me cabía duda de que Jonatán me amaba como a sí mismo, aunque no estaba seguro de lo
que significaba eso. Y sí creía que haría todo lo posible por asegurar mi seguridad.
Empezó a esbozar rápidamente un plan—: Mañana es nueva luna y tú serás echado de
menos, porque tu asiento estará vacío. No vayas a mi casa. No vayas siquiera a la ciudad.
—¿Hay un león en las calles?
—Para ti es posible que resulte que hay un león en las calles. Estate tres días en
algún lugar del campo. Después descenderás y vendrás al lugar donde estabas escondido
el día que ocurrió esto mismo, y esperarás junto a la piedra de Ezel, hasta la mañana en
que tenga algo que decirte y aparezca.
—¿Ezel?
—Sí. Ezel es la que está al sur de la piedra Rogellen. Y yo tiraré tres saetas hacia
aquel lado, como ejercitándome al blanco. Y he aquí que enviaré a un criado diciéndole:
«Ve, busca las saetas.» Pero si digo expresamente al criado: «He allí las saetas más acá de
ti, tómalas», tú vendrás, porque paz tienes y nada malo hay, vive Jehová. Mas si yo dijere
al muchacho así: «He allí las saetas más allá de ti», vete, porque Jehová te ha enviado.
—¿Puedes repetirlo otra vez? —pedí, porque me estaba empezando a dar vueltas la
cabeza.
—Por favor, haz lo que te digo —pidió Jonatán. Estaba todavía sin aliento y no tuve
fuerzas para negarme—. He aquí que si cuando le haya preguntado a mi padre resultare
bien para con David y no te lo hiciera saber, Jehová haga así a Jonatán, y aún le añada.
Pero si mi padre intentare hacerte mal, te enviaré para que te vayas en paz.
—Tampoco estoy seguro de haber acabado de comprender eso.
—Vamos a ver lo que pasa con mi padre a la hora de cenar la primera noche, y la
segunda y la tercera. Me preocupa cuando hay luna nueva.
Jonatán llegó el último día a la hora prevista. Por tercera mañana consecutiva, me
levanté dolorido de otra noche de sueño intranquilo, con insectos muertos que se me
secaban en la boca y ruidos de animalillos que rascaban las hojas caídas a mi lado. Me
escondí, como me había dicho, junto a la piedra de Ezel, tras hacer pis en un montón de
malas hierbas pardas bien atrás de la mata de laurel verde en medio de la cual había
hecho mi solitario refugio nocturno. Con Jonatán venía un muchacho. Contuve el aliento
para oír mejor. Y Jonatán dijo al mozo, con voz alta para que me llegara: «Ve, busca las
saetas.» Cuando yo miré atento, vi que el mozo corría y que Jonatán disparaba una flecha
muy por encima de su cabeza y le gritaba diciéndole: «¿No están las saetas más allá de
ti?», y sentí que mis fuerzas caían a igual velocidad que la flecha. Jonatán era de los
poquísimos de nosotros que había aprendido a utilizar el arco. La expresión de tristeza de
su rostro confirmó mi sombrío convencimiento de que mi destino estaba ya sellado sin
esperanza alguna de indulto. Me dieron ganas de llorar. Jonatán disparó dos veces más.
Se produjo un intervalo extraño e incómodo cuando el mozo de Jonatán recogió las saetas
y volvió hacia su amo. Jonatán miró en su derredor, en todas direcciones, confuso.
Ambos habíamos olvidado el resto de la clave. Todo se detuvo de manera torpe. Jonatán
renunció, dio sus armas al muchacho, y le dijo: «Vete y llévalas a la ciudad.» Y Jonatán
gritó al muchacho: «Date prisa, corre, no te quedes por aquí.»
El mozo no sabía nada. En cuanto se fue, salí del lado del sur, sintiéndome horrible,
verdaderamente horrible, y me incliné tres veces, postrándome hasta la tierra, cuando
llegué al lugar donde estaba Jonatán. Sabía que había acabado todo y que la esperanza de
efectuar la ansiada reunión con su padre había terminado. También a Jonatán se le
llenaron los ojos de lágrimas cuando me ayudó a levantarme, y pude comprender, por su
mirada dolida y agitada, el mensaje inconfundible de mi fracaso y mi condenación. Fue
entonces, y sólo entonces, cuando caímos el uno en brazos del otro y nos abrazamos, nos
besamos y lloramos el uno con el otro, hasta que yo le sobrepasé en llanto, y aquélla fue
la única vez. Y eso fue lo único que hicimos. Que me demuestren que jamás hubo nada
más.
Jonatán estaba lleno de detalles cuando dobló las campanas por mi muerte. El primer
día de la luna nueva, que era el primer día del mes según nuestro calendario de entonces,
el rey se sentó en su silla; al igual que otras veces, Abner estaba sentado a su lado y mi
puesto estaba vacío. La mirada de Saúl estuvo fija en mi silla vacía aquella primera
noche, como si contemplara algún augurio siniestro, pero no preguntó a nadie acerca de
mi ausencia. En lugar de hacerlo, murmuró en voz alta que probablemente me había
acontecido algo que explicaría el hecho de que mi sitio estuviera vacío; quizá no
estuviera purificado, seguro que era eso, que no estaba purificado. Quizá incluso me
hubiera acostado con mi mujer. Al día siguiente, cuando volvió a ver vacío mi sitio, ya
fue diferente. Esta vez preguntó de golpe a Jonatán por qué no había venido a la mesa
aquel día ni el anterior. Su ira se encendió contra Jonatán cuando escuchó la respuesta
ideada por mí: que yo había buscado a Jonatán con el fin de pedirle permiso para ir con
mi familia a hacer el sacrificio de Belén y que Jonatán me lo había dado. Saúl se puso
furioso al enterarse de que Jonatán y yo nos habíamos visto y de que Jonatán no había
dicho nada hasta que le había preguntado. Lo que siguió resultó un tanto caótico. Ordenó
a Jonatán que me llevara inmediatamente ante él porque yo había de morir, le arrojó una
lanza cuando Jonatán habló en mi defensa y después lo insultó en una diatriba confusa e
incoherente en la que denunció su lealtad, su inteligencia e incluso, de manera un tanto
incongruente, su origen materno, de donde por fin entendió Jonatán que su padre estaba
decidido a matarme.
—Dijo más cosas, David, muchas más —continuó Jonatán con su aire deprimido—.
También me calificó prácticamente de imbécil. Luego me dijo que yo era el hijo de una
mujer perversa y rebelde y que había elegido tu bando para confusión mía. La mitad del
tiempo ni entendí de qué hablaba. Añadió algo que para mí no tiene ningún sentido.
David, tú que eres inteligente, quizá lo puedas comprender. Me dijo también —no me
resulta difícil repetirlo— que yo te había elegido para confusión de la vergüenza de mi
madre.
—¿Para confusión de la vergüenza de tu madre?
—¿Sabes lo que significa eso?
—¿Para confusión de la vergüenza de tu madre? —repetí por segunda vez, para
asegurarme de que lo había oído bien.
—Eso exactamente —afirmó Jonatán—. Me dijo que te había elegido a ti para
confusión mía y para confusión de la vergüenza de mi madre. No he podido dormir en
toda la noche.
—¿Qué quería decir con eso?
—Yo he preguntado primero.
—Eso a mí me suena a griego —me vi obligado a confesar—. Jonatán, hay algo más
que te preocupa. Lo veo en tu mirada.
—Dijo además —reveló Jonatán con gran dificultad, mirando hacia otro lado— que
todo el tiempo que el hijo de Isaí viviere sobre la tierra, ni yo estaría firme ni mi reino.
En el silencio que siguió se encontraron nuestras miradas.
—Lo dice por mí.
—Ya lo sé.
—¿Lo crees?
Fue sincero:
—No lo sé.
Yo no tenía armas. Se había decretado mi muerte. El podía volver a convertirse en un
héroe. Llevaba su espada corta en una vaina y un cuchillo en el talabarte. Era mayor que
yo y mucho más alto y fuerte, y yo sabía que podía tomarme del pelo con la mano y
apuñalarme o darme un tajo o matarme, según deseara. Y también sabía por su mirada
que, si le hubiera pedido su espada y su cuchillo, me habría dado ambas cosas, sin
dudarlo.
Volvimos a llorar, rompiendo en lágrimas en el mismo instante, y nos separamos,
según creíamos, para siempre, aunque nos volvimos a ver como amigos una vez más
antes de su muerte, cuando me buscó en mi escondrijo del desierto de Zif para confiarme
que él también estaba seguro ya de que yo sería rey de Israel dentro de poco y
prometerme que se sentaría lealmente a mi lado. Lo pactamos ante el Señor y Jonatán
volvió a escondidas a su casa. Durante aquella conversación, aunque no se mencionó,
tuve yo en mi mente el conocimiento reprimido de que aunque su juramento era sincero,
se trataba de algo más sentimental que práctico, pues sin duda Jonatán tendría que haber
muerto antes de que pudiera producirse mi sucesión al trono. En todo caso, sellamos el
pacto con un apretón de manos. También en aquella lacrimosa despedida anterior en el
campo habíamos hecho pacto tras pacto y nos habíamos comprometido a una amistad
eterna entre él y yo, y entre su descendencia y la mía, por lo que pudiera valer. Sé que yo
cuidé de su único hijo, que quedó cojo de ambos pies cuando una ama de cría aterrada lo
dejó caer mientras trataba de huir tras enterarse de la noticia de la gran victoria filistea de
Gilboa y de las muertes de Saúl y Jonatán. Y Jonatán y yo volvimos a llorar y yo lloré
más. Reconozco que lloré más. ¿Por qué no iba a llorar más? Sólo Dios sabe por qué
lloraba él. Yo lloraba porque lo había perdido todo y tenía una suerte de mierda.
Es posible que encontréis escrito que mejor es el pobre que el mentiroso. No os lo
creáis. Yo he sido ambas cosas. Incluso he sido ambas cosas al mismo tiempo, y es
mucho mejor mentir que ser pobre. Si no lo creéis, preguntádselo a cualquier rico.
Cuando nos separamos, Jonatán podía, como hizo al levantarse y partir, volver a la ciudad
y a su casa. Pero ¿y yo? Las zorras tienen sus guaridas, y las aves del cielo sus nidos; mas
este hijo del hombre, de Isaí el de Belén, no tenía dónde recostar su cabeza. No podía
volver a casa. Belén de Judá sería el primer sitio donde me buscaría Saúl, y tan seguro
como que la noche sigue al día, pronto enviaría a sus mensajeros por todo el país a la
caza de noticias sobre mi paradero ahora que estaba más convencido que nunca de que el
Señor me amaba y de que yo lo sucedería como rey si me dejaba con vida. Su ira era
cruel y su cólera absurda, pero ¿quién podía erguirse contra su envidia?
Yo no podía depender mucho de la amabilidad de los desconocidos, y desde luego
nada en absoluto de amigos y parientes. Cuando un hombre rico empieza a caer, cuenta
con el sostén de sus amigos, pero cuando uno pobre está caído, todo el mundo se aparta
de él rápidamente, incluidos sus amigos. Claro que las riquezas traen muchos amigos;
mas el pobre es apartado de su amigo, y si todos los hermanos del pobre lo aborrecen,
¡cuánto más sus amigos se alejarán de él! Además, ¿a qué amigos podía yo dirigirme? ¿A
Joab? ¿A Abisai? ¿Quién puede contar las arenas del mar y las gotas de la lluvia y los
días de la eternidad? Todo esto, aunque hoy día sea un lugar común y de un humor negro,
lo averigüé yo directamente por amarga experiencia personal en los meses que siguieron.
No encontré alivio a mi pesar hasta que me expulsaron de Gat los filisteos y por fin logré
descansar en mi escondrijo de la cueva de Adulam. El gordo y glotón de Nabal de Carmel
me dio una bofetada que mostró que, al igual que los orgullosos odian la humildad, los
ricos aborrecen a los pobres. No es de extrañar que yo fuera aprendiendo a tanta
velocidad. Iba yo con mi banda a vengar con sangre el rechazo desdeñoso de Nabal,
cuando Abigail nos interceptó con su recua de asnos cargados con las provisiones que yo
había solicitado cortésmente, y se excusó humildemente por la grosería arrogante del
gordo de su marido. Nabal se murió de alivio cuando se enteró de por qué poco había
escapado a la muerte, y yo acabé quedándome con su mujer y con una buena parte de sus
bienes transportables.
Pero, entre tanto, apenas si podía respirar en paz ni dormir una noche entera. Yo era
anatema para todos los que me conocían, un proscrito odiado por un rey brutal, un peligro
para todas las personas a quienes me acercaba, un forastero maldito en tierra ajena, que
no podía, sin crear un peligro mortal para todos los vecinos, acercarse a nadie con la
simple petición de: «Dame, te ruego, algo de beber, pues tengo sed.» Todo el que me
ayudara, aunque fuese inocentemente, en mi combate solitario por sobrevivir, pondría en
peligro su propia vida. Mirad lo que les ocurrió a Ahimelec y los demás sacerdotes de
Nob y a sus familias.
De manera que, para hacer lo contrario de lo que se esperaba y evadir la captura, en
lugar de volverme hacia el sur, a Judá, fui rápidamente en dirección opuesta, hacia la
ciudad de Nob, en busca de mi espada y mis panes y conté mis mentiras. La consecuencia
de mis actos fue aquella destrucción tan bárbara e inimaginable. Al ver a Doeg el edomita
en Nob, me di cuenta de la gravedad desesperada de mi situación: el tiempo que me
quedaba para desplazarme libremente en Israel iba a ser breve. Hice como que no lo
reconocía, pero me levanté y huí aquel mismo día huyendo de la presencia de Saúl.
Cualquier pacto que hubiéramos podido hacer en aquellas circunstancias habría tenido
escaso valor, pues el corazón engaña en todo. ¿No lo sé yo por mis propios períodos de
introspección? Sé que una vida no analizada no merece la pena de ser vivida. ¿Pero
merece vivirse una vida avanzada? Sencillamente, no hay forma de huir de nuestros
pecados originales, pues sin haber cometido uno solo de los actos de que me culpaba
Saúl, sin embargo yo era culpable de todos ellos. Según la imaginación febril de Saúl, yo
quería quitarle el reino y la vida. Cuando lo único a lo que yo aspiraba en realidad ahora
casi todos los días era a una jofaina de agua limpia en la que lavarme los pies y a un plato
caliente de sopa de lentejas. Muchas fueron las veces en que habría renunciado a mi
primogenitura por un plato de lentejas.
El necio anda en tinieblas, pero ¿qué opción tenía yo? Deshice camino y me dirigí al
sur. En la medida de lo posible, viajaba de noche, pues sabía que mi idea de eludir los
lugares de reposo conocidos de mi Judá natal y huir hacia abajo, al país de los filisteos,
era la mejor que se me había ocurrido hasta entonces. Dormía cuando podía en los wadis,
una hora cada vez, cuando no llovía. Durante las tormentas, me refugiaba en cuevas de
caliza, escuchando cómo la lluvia azotaba el exterior en rachas y se deslizaba como
langostas mortíferas por los blandos costados de los portales naturales en los que yo me
había introducido. Día tras día fueron las luciérnagas y las salamanquesas mis más
agradables compañeras. Caía granizo, y el fuego se mezclaba con él. Podéis creerme
cuando os digo que como rugido de león es el terror del rey, y la ira de Saúl me había
convertido en un fugitivo y un vagabundo y me había convertido en un apestado entre los
habitantes. ¿Creéis que estaba yo acostumbrado a vivir así? Todo aquello era para mí una
desolación y un asombro, como si de repente la tierra estuviera otra vez desordenada y
vacía y las tinieblas reinaran sobre la faz del abismo. Evité la compañía de los seres
humanos. ¡Cómo recordaba y echaba de menos las voces de alegría, el ruido de las
piedras de molino, la luz de las velas! Viajaba invisible de día por las alturas entre
arbustos retorcidos de brezo y por las noches me deslizaba por senderos a través de
aldeas y pueblos, pero únicamente cuando las calles estaban vacías. Robaba comida,
cogía vino y frutas de verano de bodegas y frutales ajenos. Avancé tercamente hacia el
sur y hacia el mar entre colinas pedregosas, hasta que dejé Judá a mis espaldas y la tierra
de los filisteos se abrió ante mí como un santuario. Consideré que había triunfado, aunque
no había hecho más que sobrevivir. Todavía estaba lejos de la costa, pero había llegado a
Gat.
Dos veces en mí larga y bastante agitada vida huí a la ciudad del rey Aquis en Gat en
busca de protección. La primera vez me echó. La segunda me acogió, con mi pequeño
ejército de seiscientos hombres, con los brazos abiertos, por así decirlo, y me asignó su
territorio meridional de Siclag para que lo supervisáramos, vigiláramos y saqueáramos.
Pero ahora os hablo de la primera vez. Podéis creerme si os digo que cuando hay
problemas nunca vienen solos, como espías, sino en batallones. Las desgracias nunca
vienen solas.
Me reconocieron nada más entrar en la primera posada que vi después de traspasar
las puertas de la ciudad. No sé por qué me identificaron a tal velocidad: no nos está
permitido hacernos retratos y nunca los hemos hecho. Y tampoco es que yo tuviera
aspecto de judío. Nunca he tenido un aspecto muy judío, y entre los clientes que ya
estaban en las espaciosas salas había una buena proporción de otros hebreos de diversos
sitios, así como heteos, madianitas, cananeos y otros semitas. Supongo que yo era famoso
y probablemente, en alguna ocasión, me habrían señalado a alguno de los guerreros
filisteos que andaban por allí. Tengo que reconocer que yo ya era una especie de leyenda
viviente.
Lo último que necesitaba yo eran más problemas, especialmente en Gat. Lo que me
hacía falta de verdad era un baño y una buena comida. El plato del día en la posada
filistea era culebra de agua y angulas. Me tomé una cerveza y pedí para empezar
boquerones fritos con quisquillas y kasha varniskhas, y una chuleta de cerdo con patatas.
Antes de que me sirvieran nada, empezó a incomodarme un murmullo de reconocimiento
que iba surgiendo bajo el habitual alboroto del lugar. Observé que yo era el objeto de las
conjeturas de diferentes grupitos de soldados filisteos que empezaron a reunirse y a
acercarse a mí en busca de información. ¿No era éste David?, querían saber; y primero se
lo preguntaron los unos a los otros y después me lo preguntaron a mí. ¿Qué David?
¿David qué? ¿El David del que antes se cantaban los unos a los otros en las danzas
diciendo que Saúl había matado a sus miles y David a sus diez miles? ¿No era éste aquel
David? Como un schmuck, dije que sí.
Podéis decir lo que queráis acerca de la grosera insensibilidad estética de los
filisteos; son gente de físico robusto y en un momento me habían metido dentro de una
alfombrilla enrollada y me habían llevado, como si fuera una vara de lana, al aposento en
el que estaba sentado el rey Aquis de Gat en un monstruoso sillón de roble al que
calificaba de trono. Cuando me estaban sacando de aquella alfombra asquerosa en la que
me habían metido, empezaron a recordar cosas, y en mi fuero interno, mientras los
escuchaba, empezaron a bailar horribles visiones de Sansón, ciego en Gaza. Hablaron de
cegarme y después de cortarme los pulgares y los dedos gordos de los pies. Aquellas
palabras me llegaron al corazón y sentí gran temor. No estaba en buena posición para
negociar y podía advertir que, de un modo u otro, tendría que cambiar de
comportamiento, de forma que inmediatamente decidí hacerme el loco y apostármelo
todo a esa carta. ¿De dónde creéis que sacó Shakespeare en realidad la idea de Hamlet?
Empecé con una canción. «Cuando los cielos están grises, no importan los cielos
grises, tú los haces azules, hijo mío», canté sin previo aviso con la voz más alta y
melodramática que pude sacar, dejando estupefactos a todos los que estaban en aquel
gran salón.
En aquella época, la doctrina filistea insistía en que la locura era contagiosa, y
estudios científicos ulteriores han demostrado que esa superstición primitiva es en gran
parte cierta.
Para aprovechar la ventaja de mi sorpresa inicial, decidí ir por todas. Me lancé hacia
el asombrado monarca, me puse de rodillas, tomé su mano en una de las mías, me puse la
otra en el pecho de una manera que denotaba sentimientos abrumadoramente profundos,
y abrí la boca todo lo que pude como para continuar con mi canción. Aquis se apartó de
mí como si yo fuera un leproso. Saltó de su trono con un grito y yo lo seguí mientras él se
retiraba horrorizado. Pobre Aquis. Empecé a hacer girar mis ojos en sus órbitas y lo
regalé con mi admirable imitación de la risa de una hiena judía. Utilicé todos los medios
que se me ocurrieron para fingirme loco. Rasqué en las puertas con ruidos caninos de
epilepsia, y dejé que la saliva me corriera por la barba. Aquis gritaba y chillaba de pánico
cada vez que yo avanzaba hacia él con los brazos abiertos, como si pretendiera infectarlo
fatalmente con algo contagioso. Contempló airado a los hombres que me habían llevado
ante él.
—¡He aquí que veis que este hombre es demente! —los reprendió a gritos—. ¿Por
qué lo habéis traído a mí? Yo soy el rey de Gat. ¿Acaso me faltan más locos, para que
hayáis traído a éste que hiciese de loco delante de mí? ¿Había de entrar éste en mi casa?
Preferiría que me pegara unos diviesos, o la perlesía. Sacadlo, sacadlo de aquí y en
seguida, no sea que eche la peste encima de todas nuestras casas.
La locura me dio a mí mejor resultado que a Hamlet. Me salvó la vida. El no hizo
más que travesuras infantiles y desviar la atención del hecho de que en la obra no pasan
muchas cosas verosímiles entre el segundo acto y el último.
Me echaron del palacio y me hicieron alejarme de la puerta de la ciudad, mientras me
golpeaban y me acicateaban desde una higiénica distancia con palos largos y con el
regatón de las lanzas.
—¿Adonde voy a ir? —sollozaba yo—. Saúl quiere matarme.
—Prueba en Gaza —aconsejó uno de ellos en tono de conspiración—, o incluso en
Ascalón. Pero no anuncies en Gaza que te hemos echado, ni des las nuevas en las calles
de Ascalón. A lo mejor te dejan pasar. En Ascalón los locos no se distinguen de los
demás.
Escogí no ir a Gaza ni a Ascalón, sino abrirme camino de regreso hacia los remotos
lugares de Judá y por fin hacerme un refugio en la cueva de Adulam. Al final resultó que
elegí bien.
Pero aquella noche volví a acostarme solo, en otro lugar abandonado, tras alejarme
desanimado de la ciudad todo el trecho que pude recorrer hasta cansarme. Me senté en un
árbol caído junto a un charco en un bosque cercano a la encrucijada. Colgué mi arpa de
un sauce y lloré al recordar Gabaón, mis auspiciosos comienzos y todas las cosas buenas
prometidas que ahora parecían estar totalmente fuera de mi alcance. Jamás en mi vida me
había sentido tan desanimado como aquella noche. Me pregunté a qué lugar del mundo
podría ir yo ahora. Cuando Adán salió del Edén tenía un sentido de la orientación más
coherente que yo, y era mucho más rico.
Con el agua fresca del charco, me lavé la saliva de la barba con las manos desnudas y
me sequé la cara con la manga de mi túnica sucia. Y ésa es otra de las cosas que me
revientan de esa estatua estúpida de Miguel Angel que hay en Florencia y que dicen que
soy yo: me ha puesto sin barba, rasurado, totalmente imberbe, y no sólo eso, ¡me ha
puesto ahí, en público, totalmente desnudo y con la polla incircuncisa! Si el tal Miguel
Angel Buonarroti hubiera tenido la menor idea de lo que sentíamos entonces los judíos
acerca de la desnudez, nunca me hubiera puesto al aire libre en ese pedestal con el
schlong colgante, y con ese prepucio feo y extraño con que ningún judío que se respete se
dejaría en su vida. Ni siquiera se nos permite subir a un altar escalón por escalón, no sea
que ahí se descubra nuestra desnudez. Además, cuando yo tenía esa edad, ya estaba
demasiado ocupado; nunca tuve tiempo como el David suyo para quedarme ahí de pie
siglos enteros sin hacer nada, sin más que una honda al hombro y sin nada de ropa, ni
siquiera un taparrabos para cubrir mis vergüenzas, en espera de que se presentara algo
interesante. Es posible que esté bien hecho, después de todo, pero, sencillamente, no se
me parece. Y además, si era cierto lo que me decía Betsabé, yo tengo, o tenía, una picha
mucho mayor que él, incluso sin contar ese extraño prepucio. Los prepucios tienen
siempre un aspecto tan extraño que me sorprende que haya quien los conserve. Ese es el
motivo real de que nos circuncidemos: nos gusta tener buen aspecto. No tiene nada de
misterioso. La estatua que me hizo Donatello en Florencia es todavía peor (un escándalo,
un sacrilegio), pero por lo menos la han sacado de los sitios más frecuentados y la han
puesto en el Bargello, adonde nunca va nadie importante.
No, me temo que lo que nos ha dejado Miguel Angel no es el David de Belén de
Judá, sino la idea que se había hecho un marica florentino del aspecto que podría tener un
joven israelita guapo si fuera un catamita griego desnudo en lugar del pastor atrevido y
rubicundo que marchó a Soco, con una carreta de provisiones para sus tres hermanos,
aquel día y allí se quedó a silenciar para siempre las bravatas detestables de Goliat, el
gigante filisteo.
Y hubo otra idea melancólica que se me pasó por la cabeza esa noche lejos de Gat
atormentándome más con una sensación de iniquidad. ¡Era verdaderamente una injusticia
de mierda que quien había matado a Goliat se encontrara en tal situación!
Por fin me dormí, y mientras dormía se me quedaron pegadas las pestañas con las
lágrimas que derramé. Cuando me desperté, mi cabeza estaba llena de rocío y mis
cabellos de las gotas de la tierra. Inmediatamente me sentí peor. Mientras veía cómo el
alba de rosa vestida se alzaba sobre las colinas, sentí que mi corazón moría dentro de mí
al comprender repentinamente que ya nadie hablaba jamás de Goliat, ni de los filisteos, ni
de los israelitas, y empecé a preguntarme si el día en que yo lo maté verdaderamente
había existido.
8
En la cueva de Adulam
¿Qué tiene de malo nada de eso, salvo lo de que la espada de Saúl no volvió vacía?
¿Qué tiene de perverso? ¿Qué otra cosa iba a decir de él? Hay que tener una mentalidad
muy sórdida para encontrar en estos versos de elogios platónicos a Jonatán ni siquiera
una sombra de alusión a ese amor reprensible cuyo nombre no osa pronunciar nadie.
Una vez más, el acto de crear tuvo un efecto muy saludable en mí, pues cuando
terminé se desvanecieron mi pena, mi llanto y mi temor. Mi famosa y bella endecha fue
una catarsis. Debo reconocer que en seguida me interesó más componerla que sentir las
muertes de Saúl y de sus hijos y la victoria total de los filisteos. Eso es lo que tiene la
poesía. Como mi período de luto terminó al quedar completa la endecha, hice balance de
la situación como buen realista que era y me descubrí aliviado en cierto sentido ahora que
había desaparecido Saúl. Ya podía lanzarme yo adelante hacia lo que el futuro me
reservase.
Mi rumbo parecía claro y despejado. No quedaban más hijos varones de Saúl salvo
Isbaal el ilegítimo, y basta con ese nombre cananeo para que veáis en qué poco tenía Saúl
a aquel único sobreviviente de un calentamiento repentino en el remoto pasado. Yo era el
yerno de Saúl. Aunque su hija ya no estaba conmigo, seguía siendo mi esposa. El marido
es el único que tiene derecho a declarar terminado un matrimonio con un acto de
divorcio. Además, mi ejército de los seiscientos era la única fuerza militar competente
que quedaba en tierra de los hebreos. ¿Quién podía detenerme? Pedí el efod sagrado a
Abiatar para tener otra conversación sincera con Dios.
—¿Subiré a alguna de las ciudades de Judá? —le pregunté. Me temblaba el pulso.
Hasta entonces nunca me había dicho que no.
Y el Señor, bendito sea, respondió:
—Sube.
Así que pregunté:
—¿A dónde he de ir?
Y El dijo:
—A Hebrón.
De manera que yo contaba con su aprobación. Pero para asegurarme, lo comprobé
con otra gran potencia:
—¿Me voy a Hebrón a ser rey? —pregunté a los jefes de los filisteos.
Y me replicaron:
—Naturalmente.
Les pareció estupendo. A los filisteos les parecía magnífica la idea de que la tierra de
Judá formara entre Israel y ellos un Estado tapón, gobernado por un hombre como yo,
que seguiría siendo vasallo de ellos. No les revelé que tenía in mente cosas mayores.
Entonces llegó el mensajero del norte con una noticia que me dejó estupefacto: Isbaal,
hijo sobreviviente de Saúl, había cambiado de nombre y ahora se llamaba Is-boset.
—¡Qué hijoputa! —estallé.
Y Abner, que había escapado de Gilboa con vida, se había puesto de su lado y lo
promocionaba como rey. Comprendí que me esperaba una larga guerra civil.
9
Siete años sufrí, siete años
Duró más de siete años. Siete años sufrí, siete años y seis largos meses. Cuánto
tiempo, Señor, cuánto tiempo, lamentaba yo al ver que las semanas se iban convirtiendo
en meses y los meses en años. Hacía crujir los dientes, me mordía las uñas. Había
mañanas en las que tenía ganas de llorar. ¡Imaginadme a mí haciendo esas cosas, a mí, a
David, el rey guerrero, el dulce salmista de Israel!
Cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo esperé. Creedme que aquella espera no fue
fácil. Durante siete años le deseé la muerte a Abner a diario, durante siete años y seis
meses de turbación, mientras combatía esporádicamente en escaramuzas contra lo que en
Israel se seguía llamando curiosamente la casa de Saúl. Recordad que entonces no
teníamos una palabra que designara a la familia, y seguimos sin tenerla. Abner montó su
cuartel general muy lejos, en Mahanaim de Galaad, con aquel figurón inútil de Is-boset,
nacido Isbaal, aquel cobardica, hijo ilegítimo de Saúl y de una puta cananea desconocida
que debía de ser más fea que el pecado, si es que su hijo se parecía algo a ella.
Exceptuando la tetona de Rizpa, Saúl tenía gustos de filisteo en cuestión de mujeres.
Una vez instalado yo en Hebrón como rey de Judá, Abner e Is-boset se vieron
obligados a buscarse una base en algún lugar remoto al otro lado del Jordán, pues los
filisteos controlaban totalmente el valle de Jezreel, situado en medio de Israel. Y
Mahanaim de Galaad era un sitio tan bueno como el que más. Dio la casualidad de que
Mahanaim de Galaad fue el mismo refugio al que fui a retirarme yo una generación
después, cuando huí de Jerusalén ante las fuerzas insurrectas de Absalón, que me
buscaban por todos los rincones de la tierra para darme muerte. Yo no sabía que querían
darme muerte hasta que unos espías leales a mí me trajeron noticias del plan diabólico de
Ahitofel —que antes había sido el más prudente de mis asesores, siempre en posesión de
un juicio tan penetrante que corría la voz de que su inteligencia era divina— de salir
aquella misma noche con una fuerza móvil de refresco para matarme. Yo no habría tenido
posibilidad de sobrevivir si su sabiduría hubiera prevalecido sobre los consejos
astutamente halagüeños de mi agente secreto, Husai el arquita. No tratéis de decirme que
no hay nada nuevo bajo el sol. Ya sabéis que a mí me coronaron rey en Hebrón, y allí fue
donde anuncié por primera vez que reinaba en Judá: en Hebrón, la misma ciudad que
eligió mi hijo Absalón para alzarse en rebelión sediciosa una generación después y hacer
sonar la primera trompeta para anunciar que allí reinaba él. ¡Qué golpe fue aquello para
mí! Creedme, lo que fue es lo mismo que lo que será, lo que ha sido hecho es lo mismo
que se hará, y no hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá
memoria en los que serán después. Lo torcido no se puede enderezar, aunque según creo
hay psicoterapeutas que podrían estar en desacuerdo con esto último.
Como dice Betsabé, la vida sigue. Tomé más esposas en Hebrón mientras seguía
combatiendo por Israel, y empezaron a nacerme hijos, casi todos ellos, por suerte, igual
que le pasó a mi antepasado Jacob, varones. Como mujeres, para empezar, cuando llegué
a Hebrón me traje a Abigail y a Aihonam. Con Ahinoam de Jezreel tuve a mi primogénito
Amnón, que se hizo un chico muy guapo, pero que era increíblemente mimado y
vanidoso, un sinvergüenza tan afectado y egoísta que se sirvió de mí desvergonzadamente
para que lo ayudara a preparar a su hermanastra Tamar para su nefanda violación. Me
dejó como un imbécil. ¿Por qué la echó después de su casa con tamaño asco y odio?
¿Porque ya no era virgen? Ni siquiera él me pudo explicar su conducta anormal cuando
más adelante tuvimos una conversación entre padre e hijo. Ni siquiera logré que dijera
que lo sentía, aquel primogénito mío habido con Ahinoam de Jezreel. Mi sumisa y
amante Abigail sufrió abortos naturales hasta que por fin parió a Quileab, el pobrecito,
que siguió siendo mongoloide incluso cuando le cambiamos el nombre por el de Daniel
en Crónicas. Quileab se fue pronto a su larga morada, y las plañideras no pasaron
demasiado tiempo lamentándose en las calles. Mi siguiente esposa, Macea, la hija de
Talmai, rey de Geshur, me dio a Absalón y Tamar. Siempre tuve el instinto de casarme
con buenos partidos, hasta que tomé por esposa a Betsabé, y aquél fue el matrimonio que
más me enriqueció. Con ella me casé por amor. Ella era la que no tenía un céntimo y yo
el acomodado; pues una mujer, si es ella la que mantiene a su marido, está llena de ira,
insolencia y grandes reproches, excepto Abigail. Betsabé se limitaba a pedirlo todo para
ella, y lo sigue haciendo. Tomé a Haggit, con la que tuve a Adonías; a Abital, con la que
tuve a Sepatías; a Egla, con quien tuve a Itream, y a Betsabé, con quien tuve a Salomón
después de que Dios matara a nuestro primer hijo tan inmediatamente después de nacer
que no tuvimos tiempo ni de ponerle un nombre. Yace en una tumba anónima. Conmigo
fue fértil, aunque no con Urías ni con los innumerables que me precedieron en ella. Y
después de Betsabé tomé aún más esposas y concubinas, y me nacieron todavía más
hijos, e incluso algunas hijas después de Tamar, pero ésa es otra historia.
Mis batallas con Abner fueron por lo general a escala pequeña y no decisiva.
Ninguno de los dos bandos tenía tropas suficientes para ocupar el territorio del otro.
Unidos, calculaba yo, seríamos suficientes para superar en número a los filisteos, que se
mantenían políticamente en ciudades-Estado separadas, pero estábamos divididos y en
guerra fratricida. Era Judá contra Israel, el sur contra el norte, y a mí me resultaba
evidente que tarde o temprano tendría que haber algún tipo de rendición voluntaria y una
paz negociada.
Desde Judá hacíamos incursiones contra Israel, y Joab, mi sobrino, actuaba con un
profesionalismo feroz en aquellas ocasiones. Un torneo en el estanque de Gabaón entre
doce de los nuestros y doce de los suyos se convirtió en un combate en toda regla cuando
cada uno de los combatientes echó mano a la cabeza de su adversario, clavándole su
espada en el costado, de manera que todos cayeron muertos juntos. ¿Podéis
imaginároslo? Siento no haber estado allí para presenciarlo, ni el combate general que
siguió. Aquel día hubo una batalla en regla, y Abner y los hombres de Israel sufrieron una
severa derrota. El ágil Asael, el más joven de los hijos de mi hermana Sarvia, perdió la
cabeza con el éxito y un delirio de grandeza, la idea absurda de que podía matar a Abner,
le llevó a la tumba. Ligero de pies como una gacela del campo, persiguió a Abner para
matarlo, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda y sin obedecer a las exhortaciones de
Abner de que se apartara y echara mano de algún otro hombre. Abner no tuvo más
alternativa que defenderse contra su atacante joven e imprudente. Tras la muerte de
Asael, Abner gritó sensatamente a Joab desde la cumbre de un collado:
—Apártate. ¿Consumirá la espada perpetuamente? ¿No sabes tú que el final será
amargura? ¿Hasta cuándo no dirás al pueblo que se vuelva de perseguir a sus hermanos?
Y Joab, al oírlo, decidió sensatamente dejar de seguirlo aquel día. Tocó el cuerno y
todo el pueblo se detuvo y no persiguió más a los de Israel, ni peleó más aquel día. Y
Joab también volvió de perseguir a Abner para tomar a su hermano Asael y enterrarlo en
el sepulcro de su padre, que estaba en Belén, y caminaron toda aquella noche y les
amaneció en Hebrón. Y volvió a producirse una pausa en la batalla y hubo tiempo para
que todos los protagonistas hicieran balance de la situación.
Ya sabéis que la ciudad de Hebrón de Judá no es precisamente Versalles, y que el ser
rey de Hebrón no es precisamente una juerga constante. Por lo general, no hay mucho que
hacer en cuanto a vida social, aunque sea uno el rey. Ese fue uno de los motivos por los
que tomé tantas esposas: me ayudaban a pasar el tiempo. Y después de Abigail me
encontré verdaderamente capacitado para gozar con las mujeres; también eso me lo
enseñó ella. Betsabé me enseñó todo lo demás y me dio el diploma, y desde entonces
nunca he logrado gozar tanto con el resto de ellas, ni siquiera con mi bienamada Abigail.
¡Cómo echo de menos el comportamiento de Betsabé al principio, y la forma en que
estaba con ella el tiempo que pasábamos juntos! Estaba enamorado, y nunca había estado
enamorado de esa forma hasta que me mudé a Jerusalén desde Hebrón y la encontré, y la
poseí más de una vez. La primera me corrí demasiado rápido. Ya estuve a punto de
correrme la primera vez que la vi desde mi terrado y ordené que me la trajeran. El
aburrimiento de Hebrón fue también uno de los motivos por los que persistí en combatir a
Abner y al cobardica quejumbroso al que mantenía enfrentado conmigo. Otra de las cosas
que me hacían seguir adelante era la ambición, y la guerra también me entretenía y al
mismo tiempo me infundía ánimo. Perseveré de modo tanto más asiduo a medida que
veía que la casa de David se iba haciendo más fuerte y la de Saúl tanto más débil.
Intensifiqué la presión por todos los medios que pude. Y por fin llegó la ansiada
ruptura entre mis dos adversarios, una división tan crítica como inevitable. Aunque
parezca mentira, fue un asunto de encoñamiento por un culo de lo más corriente, al que se
añadió un montón de vanidad machista. Para ser un pueblo que carece de términos para
designar a los órganos genitales, no cabe duda de que hemos tenido problemas más que
de sobra por culpa de ellos, ¿no? A Is-boset le turbaba la mera idea de que Abner se
hubiera acostado con la cachonda de Rizpa, la concubina de Saúl, mientras el rey todavía
estaba en vida, y lo acusó verbalmente de ello. Por cosas tan triviales se suelen resolver
las historias de las grandes naciones. Lo creáis o no, por falta de un clavo se puede perder
una herradura, por falta de una herradura se puede perder un caballo, por falta de un
caballo se puede perder una batalla, y por falta de una batalla, ¿quién sabe? Is-boset habló
sin prudencia. Se olvidó de que era un mero instrumento y se dejó seducir por la
temeridad llevado de la fantasía de que era verdaderamente rey. Y Abner se puso hecho
una furia al verse sometido a insultos tan impertinentes.
—¿Soy yo cabeza de perro que me haces cargo hoy del pecado de esta mujer?
¿Quién te crees que eres? No te he entregado en mano de David. ¿No podría, de haber
querido, haber trasladado el reino de la casa de Saúl, y confirmado el trono de David
sobre Israel y sobre Judá, desde Dan hasta Beerseba? ¡En un solo día! Aunque fuera yo
culpable del pecado del que me acusas, ¿puedes hablarme de esa forma? ¿Te crees,
gusano, que de verdad eres rey?
E Is-boset no pudo responder ni palabra a Abner, porque le temía.
Apuesto que para entonces Abner había visto lo que se le venía encima y tengo la
leve sospecha de que en los mensajes que me empezó a mandar en secreto había algo más
que orgullo ofendido. Envió mensajeros para sugerir un pacto. También Is-boset empezó
a hacerme llegar sugerencias. No necesité una bola de cristal para saber que entonces era
yo quien estaba en posición dominante; advertí que tenía todas las cartas en la mano, si se
me permite que mezcle las metáforas, y jugué esas cartas con una astucia impecable.
Insistí en que se me devolviera a mi esposa Mical como condición previa para tratar con
el uno o con el otro. Las cosas claras: podían tomarlo o dejarlo. Mis exigencias no eran
negociables.
—No vengas a verme —envié a decir imperialmente a Abner, como el monarca
absoluto en que habría de convertirme con el tiempo—, sin que primero traigas a Mical,
la hija de Saúl. Tráeme a mi mujer, a la que desposé a cambio de cien prepucios de
filisteos.
—¿No preferirías los prepucios? —fue la cínica respuesta que me dio Abner. Cuando
Joab lo mató, hubo ocasiones en que eché de menos a Abner.
Debería haber dicho que sí.
Arrebataron a Mical a su otro marido Paltiel, hijo de Lais, para devolvérmela. Y
Paltiel fue con ella, siguiéndola y llorando hasta Bahurim, hasta que Abner le dijo:
«Anda, vuélvete.»
Paltiel hubiera debido reír. Yo era el que hubiera debido llorar, porque desde el día en
que ella volvió a cruzar mi umbral no me dio ni un momento de paz ni de placer. Hacía
más de diez años que no nos veíamos. Pero lo primero que hizo mi amargada esposa
cuando volvió a mí fue recordarme una vez más que ella era princesa. No le gustaba la
vista que había desde sus aposentos: desde su niñez en Gabaón estaba acostumbrada a
una vista mejor. Consideraba Hebrón un sitio vulgar, y objetaba a la presencia de mis
otras mujeres y sus hijos en lo que ella calificaba de su palacio. Quería tener un hijo
propio. Tuve el placer de negárselo. No necesité mucho tiempo para advertir que más me
hubiera valido quedarme con los prepucios de aquellos filisteos.
—No quiero ver a todas esas mujeres en mi palacio —se me quejaba agriamente.
—No es un palacio —le respondía yo inmediatamente—, y tampoco es tuyo.
Mis anteriores sensaciones de intimidación e inferioridad habían ido desapareciendo
durante nuestra separación. Ahora no me importaba una mierda.
—No es más que un par de casas blancas de adobe, comunicadas entre sí y con
techos llenos de goteras. Además no les vendría mal una mano de pintura por dentro y
otra por fuera.
—Yo soy princesa —replicaba ella con esa altivez habitual y característica suya que
habría de durarle hasta la muerte—, y dondequiera que viva yo es un palacio. No te
olvides que a ti te encontré en la calle.
—¿Otra vez en la calle?
—Nunca debería haberme casado con un plebeyo.
—¿Otra vez estamos con ésas?
—Yo me crié en Gabaón —se jactó—, y tú no eres más que de Belén de Judá. Soy
hija de un rey.
—¡Y yo soy el rey! —troné.
Pero no le entraba en la cabeza, por mucho que gritase. ¿Os extraña que me pusiera
tan contento cuando me enteré de que se estaba muriendo? ¡Cuánto tiempo, Señor, cuánto
tiempo esperé liberarme de ella y cuántos años me llevó! Cuando me dieron la noticia de
que estaba enferma bailé una jiga. Le hicieron lo de siempre: médula espinal y biopsia.
Mis sueños se hicieron realidad: la biopsia era positiva y entonces no teníamos
quimioterapia. «¡Mi copa está rebosando!», grité de alegría. Canté como un jilguero. Al
cabo de poco tiempo Mical estaba al borde de la muerte. Di saltos de alegría. Pidió
verme. «Que espere», repliqué. No corrí junto a su lecho hasta que estuvo justo a las
puertas de la muerte, y lo hice sólo con el objeto de contemplarla con una sonrisa y negar
con un gesto todo lo que me pidiera entonces. Tenía la voz desmayada.
—Creo que esto se acaba.
—Estupendo —dije.
—¿Quieres mi bendición?
—No seas idiota.
—Seguro que te alegras.
—Nunca me has dado una alegría mayor.
—¿Y cuando estuve llena de diviesos?
—Aquello también estuvo muy bien.
—Seguro que bailarás sobre mi tumba —predijo.
—Con todas mis fuerzas.
—Cuando me haya ido podrás bailar con todas tus fuerzas siempre que quieras, ¿no?
—Ni siquiera voy a esperar. Voy a empezar ahora mismo —y para demostrarlo,
empecé a bailar en torno a su cama con todas mis fuerzas, y terminé con un bugui-bugui
bien enérgico, un jitterbug y un cha-cha-chá muy movido.
—Tengo un último deseo —dijo ella cuando me quedé sin aliento—. Prométeme que
me lo concederás.
—Ni hablar.
—No es gran cosa.
—No sabes lo que dices.
—Aunque mientas y luego no lo hagas, David. No podré irme a la tumba en paz
hasta que te oiga decir que vas a cumplirlo.
—No lo dirás en serio.
—¿No vas a acceder a él?
—Ni pensarlo.
No la he echado de menos más que en situaciones en las que sé que se hubiera
cabreado si hubiera vivido tanto tiempo como yo.
¿Tiene algún misterio que yo apreciara a Abigail todavía más cuando volvió Mical a
despreciarme y atormentarme? ¿O que, una vez establecido en Jerusalén, prefiriese
siempre los movimientos libidinosos y sinuosos de Betsabé a los aullidos rechinantes y
los gruñidos de descontento de Mical? Creedme, es mejor vivir en un desierto entre los
escarabajos que en una buena casa con una mujer que no se satisface con nada, mejor
residir con escorpiones que con una resentida cuya voz nunca se detiene. Es mejor
casarse que arder, pero si tu mujer no hace lo que tú desearías, es mejor arder: mejor
cortarla de tu carne y darle el divorcio, y dejar que se vaya, pues toda maldad es poca
comparada con la maldad de una mujer. La maldad de una mujer le cambia la cara y le
oscurece la faz como una arpillera. Su marido se sentará entre sus vecinos y cuando lo
escuche suspirará con amargura. Que caiga sobre ella la parte de la pecadora, pues de la
mujer vino el principio del pecado, y por ella moriremos todos. De su vestido viene la
polilla. Por otra parte, si encuentras a una mujer tan virtuosa como Abigail, deja que sea
como la corza enamorada, que sus pechos te satisfagan en todo momento, que su amor te
fascine siempre. Por desgracia para Abigail, y dada la fragilidad del corazón del hombre,
lo que me consumió siempre fue el amor de Betsabé, y seguiría consumiéndome en el
amor de Betsabé si ella me lo diera una vez más, si se metiera conmigo en la cama y me
ayudara a abrirla de piernas. He tratado de inducirla:
—Hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía —le adulo—. Hazme oír tu
voz. Has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla de tu cuello. Ven a
mí, porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto. ¡Cuán hermosos son tus pies en las
sandalias!
—Eso ya no funciona —respondió ella, tan tranquila.
—¿Por qué?
—Antes tenías fuerza suficiente para obligarme.
Probablemente dice la verdad cuando murmura ahora que está harta del amor.
Entonces solía emitir en su lujuria unos gritos tan deliciosos y delirantes que Mical nos
oía a los dos desde mi harén —yo tampoco me quedaba mudo, precisamente— y se roía
las palmas de las manos hasta hacerse sangre mientras esperaba a que yo acabara y pasara
junto a su puerta al salir. Muchas veces entraba corriendo yo en los aposentos de Abigail
para huir de los estallidos de Mical. O le hacía un corte de mangas mientras ella se
desgañitaba, y seguía adelante con una sonrisa desdeñosa.
—Cuán glorioso estuvo hoy el rey de Israel —gruñía ella, siseando y
espumarajeando y pataleando.
¡Cuántas maldiciones no le echaría yo a Hiram, rey de Tiro, porque sus arquitectos
no me hicieron un harén con una distribución cómoda! Mical no se mordió la lengua
desde el principio:
—Mi padre —se ocupó de recordarme el día en que nos reunimos— era rey de todo
Israel —más adelante ordené yo que aquel día de nuestra reunión fuera fiesta nacional y
le di el nombre de Tishah b’Ab—. Tú no eres más que rey de Judá.
De momento, aquello era lo único por lo que podía humillarme. Pero el punto
siguiente en mi agenda era Israel, y Abner ya estaba difundiendo rumores favorables a mí
entre los ancianos para ganárselos a mi causa. Se comunicaba con ellos primero aquí y
después allá, y les recordaba cómo, anteriormente, cuando estaban irritados con Saúl o
inquietos con Is-boset, muchas veces habían hablado entre sí para ver quién me pedía que
fuera su rey. Tampoco se olvidaba de decir todo lo que parecía favorable a mi causa a los
oídos de los combatientes y a toda la casa de Benjamín, la tribu de Saúl. No resultó difícil
convencerlos, dado el lamentable estado del mundo y la débil posición que ocupaban
ellos en él. ¿Qué alternativa les quedaba?
Cuando llegó el momento, cuando se dieron los consentimientos y se intercambiaron
apretones de manos, cuando la propuesta de que fuera yo el único soberano universal
empezó a sonarles a todos los gobernantes de Israel tan bien como me sonaba a mí desde
hacía mucho tiempo, Abner vino por invitación mía a mi casa de Hebrón, acompañado de
veinte hombres, para concluir el pacto. Conferenciamos y nos estrechamos la mano. Con
ambos bandos exultantes, lo envié en paz a concluir las disposiciones que por fin me
permitirían reinar sobre todo lo que mi corazón había deseado.
Todo el mundo estaba contentísimo, pero Joab, aquel perenne aguijón, aquella piedra
colgada a mi cuello, Joab casi se puso frenético cuando volvió a la ciudad con un gran
botín tras otra incursión rapaz en Israel y se enteró de que yo me había visto con Abner,
de que lo había tenido totalmente a mi merced en Hebrón y de que después le había
permitido marcharse con vida. El carácter primitivo de Joab no le permitía apreciar las
sutilezas. Su cólera fue terrible.
—¿Qué has hecho, imbécil? —me aulló. Eran los tiempos en que yo no era rey más
que de Hebrón, y ninguno de los dos tenía demasiado respeto por el otro. Para él, yo no
era más que el tío David, y medio me suponía que más de una vez me mencionaba con
ese nombre despectivamente—. ¿No comprendes que no ha venido más que para espiarte,
para engañarte, para espiarnos a todos nosotros, para saber de tus idas y venidas, y para
enterarse de todo lo que sabes? ¿Cómo puedes ser tan putz?
—Joab, Joab —lo aplaqué, con la esperanza de calmar su ira con mis palabras suaves
—. Estamos en Hebrón, no en Ai ni en Jericó. ¿Para qué iba a venir nadie a espiar? ¿Qué
va a averiguar nadie aquí que no se sepa ya?
Pero Joab era implacable y rígido. Sin decirme nada, envió mensajeros a Abner para
que lo hicieran volver a Hebrón con la excusa de que iba a transmitirle un mensaje en mi
nombre con algunas ideas diplomáticas de última hora. Joab lo saludó cálidamente en la
puerta de la ciudad. Lo llevó aparte con el ademán de quien desea hablar en secreto con
un colega a quien estima mucho o contarle el último chiste verde, mientras su hermano
Abisai se quedaba en las inmediaciones como quien no quiere la cosa, listo para saltar en
ayuda de Joab si hacía falta. Cuando Abner quedó así distraído y pensando en otras cosas,
se le echó encima sin avisarle y le hirió de repente, justo debajo de la quinta costilla, de
manera que Abner cayó allí mismo y murió.
Pasó todo tan rápido que apenas si pude creerlo. La ciudad se quedó estupefacta.
Hacía siete años y seis difíciles meses que yo deseaba la muerte de Abner y ahora,
cuando por fin lo necesitaba vivo, Joab, mi sobrino Joab, lo mataba con Abisai de testigo.
Verdaderamente, aquellos tres hijos de mi hermana Sarvia eran demasiado duros para mi
gusto.
—Lo he hecho —me repitió Joab obstinado, con gesto impasible, cuando parecía
como si todo se derrumbara en torno a nosotros, y le exigí que viniera a rendirme cuentas
para dar salida a mi furia— para vengar la sangre de mi hermano Asael.
Aquella vez fui yo quien no pudo contenerse:
—¡Mientes, mientes, mientes como un miserable y un bellaco! —le grité con tal
violencia que supuse que se enteraría todo el país, desde Dan hasta la lejana Beerseba—.
Mientes como un cabrón, Joab. ¿Por qué coño tenías que matarlo ahora? —mientras le
echaba la bronca mantuve la mano en el pomo de la espada, con el codo del otro brazo
cubriéndome el costado para protegerme la quinta costilla.
—Y no me gusta tener rivales —siguió diciendo sombrío Joab, sin cambiar de
expresión ni modificar en lo más mínimo su justificación inicial. No apartó su vista de la
mía ni un segundo—. Lo habrías hecho jefe aún por encima de mí, ¿no es verdad?
Eludí hábilmente la pregunta:
—Iba a entregarme todos los ejércitos de Israel que habían sido leales a Saúl y ahora
son también leales a Is-boset —dije.
—Y ¿cuánto tiempo habría pasado —me respondió Joab— antes de que
empezáramos a preguntarnos si estaba conspirando para deponerte con esos ejércitos?
David, te he hecho un favor. Piensa. Te conozco. Conozco tu corazón. No te gustan las
discusiones. Quieres que todo el mundo te elogie, que no haga más que elogiarte. Quieres
llevarte bien con todo el mundo si crees que eso te beneficia. He estado contigo desde el
principio, en Adulam y en Keila y en Siclag. ¿Quieres de verdad que en nuestro momento
de triunfo acepte servir a las órdenes de un hombre que lleva años persiguiéndonos? ¿Del
que mató a mi hermano?
—Aquello fue en la guerra, Joab —le recordé—, y Abner ni siquiera quería luchar
con él. Pero tú, Joab, tú te llevaste a Abner aparte, en paz y como aliado confiado, y lo
mataste en su inocencia con la hoja afilada de un cuchillo.
—De una espada, David; de mi espada corta, David —corrigió Joab—. La tuve
escondida dentro de la túnica mientras empezaba a contarle un chiste verde...
—¿Has dicho un chiste verde?
—¿Por qué no? —reconoció encogiéndose de hombros—. Ese nuevo del caballero
errante que va con su armadura y la mujer de Bath. Y cuando vi que bajaba la cabeza y se
me acercaba para oírme mejor, saqué la espada y se la clavé.
—¿Se la clavaste así, sin más?
—Sin más.
—La verdad es que te gusta matar gente. Es evidente que te gusta.
—Es lo más fácil del mundo. ¿A ti no?
—No me importa —reconocí— cuando es necesario. No diría que me gusta. Pero a ti
te gusta de verdad herir, ¿verdad? Herir a quien sea.
—Prácticamente —asintió con autosatisfacción evidente—. Bajo la costilla izquierda
lo herí. ¡Vaya zetz que le arreé!
—En la quinta costilla es donde más te gusta, ¿verdad?
—Es el mejor sitio, David, sobre todo cuando le das a alguien de lado. David, David,
dime la verdad, mírame de frente: ¿de verdad querías que Abner siguiera vivo? ¿Por qué?
—¿En qué nos perjudicaría que siguiera vivo?
—¿En qué nos perjudica haberlo matado? ¿Tanto te gustaba? ¿Tan buen amigo tuyo
era? Tarde o temprano te habrías dado cuenta de que tenías que destruirlo. ¿No quieres
ser rey?
—¿Qué le voy a decir a la gente?
—Dile la verdad —dijo Joab virtuoso—. Que lo hice para vengar la sangre de mi
hermano Asael, a quien mató ese mismo Abner en Gabaón.
—Eso no es la verdad —aduje.
—La verdad —dijo Joab— es lo que la gente cree que es la verdad. ¿No sabes
historia?
—Sé historia y la hago, de manera que no me hables a mí de historia. ¿Por qué se lo
van a creer? Algunos pueden creer que fui yo quien organizó su asesinato. Ay, Joab, Joab,
¿qué me has hecho? En aquella batalla Abner no pudo hacer otra cosa, ¿no? Todo el
mundo sabe que Asael lo siguió sin apartarse a derecha ni a izquierda. ¿No le pidió Abner
una vez tras otra que se detuviera? ¿Cuántas veces, cuántas veces no le pidió que se
apartara y que echara mano a otro? ¿Cuántas veces? ¿Dos? ¿Tres? ¿Era Asael rival para
Abner? ¿Escuchó Asael? ¿Qué le pasó? El mismo se buscó lo que le sucedió.
—Aun así era mi hermano.
—Entonces, ¿por qué no le hiciste parar? ¿Dónde estabas mientras pasaba todo
aquello? Estabas allí. Estabas al mando. Probablemente no hacías más que azuzarle todo
el tiempo, ¿no? ¿No tengo testigos? Y después tú mismo concertaste una tregua con
Abner, ¿no? Y ahora vas y lo matas, lo asesinas a sangre fría. Ay, Joab, Joab. ¿Y llamas a
eso una venganza de familia? Eso es una gilipollez, Joab, una gilipollez pura y simple, y
tú lo sabes igual que yo.
Era verdad que yo tenía testigos. Aun hoy todos los hombres buenos que estuvieron
presentes en aquella batalla del estanque de Gabaón cuentan a sus hijos cómo se lanzó
Asael tras Abner en la retirada desordenada que siguió al torneo y cómo no se apartó ni a
derecha ni a izquierda en su persecución. Implacablemente fue reduciendo la distancia
que les separaba con su velocidad mágicamente armoniosa y deslumbrante. Un galgo o
un leopardo no corren con más agilidad que la que tenía entonces Asael. Así fue como lo
identificó Abner. ¿Quién más que Asael podía correr como un gamo o ser más rápido que
las águilas del cielo?
—¿Eres tú, Asael? —le gritó Abner cuando miró tras de sí y vio que lo seguía
alguien.
—Sí —replicó Asael con una sonrisa temeraria.
—Entonces, apártate a la derecha o a la izquierda, y echa mano de alguno de los
hombres, y toma para ti sus despojos. Créeme que te lo digo por ti, no por mí —pero
Asael no quiso dejar de perseguir a Abner. Y Abner, que en realidad era un hombre
práctico y justo, trató una vez más de desalentarlo—: Apártate de en pos de mí —le pidió,
y le advirtió—: Te lo digo una vez más, y sin mala intención. ¿Por qué he de herirte hasta
derribarte? ¿Para qué? ¿Cómo levantaría yo entonces mi rostro delante de Joab tu
hermano? Hazte a ti mismo un favor y házmelo a mí. ¿No ves el lío que se va a armar al
final si no dejas de perseguirme y me obligas a matarte?
Pero Asael no quiso apartarse. Se lanzó sobre él como un halcón, se lanzó como una
flecha por el espacio que los separaba. Abner intentó hasta el final no combatir con él,
hasta el extremo de darle la vuelta a la lanza cuando lo alcanzó para golpear al muchacho
con el regatón. Asael, como un león joven y fuerte, se lanzó sobre el maduro veterano, y,
como un imbécil canijo, confuso, asombrado y adolescente, se encontró empalado
mortalmente cuando Asael lo hirió con el regatón de la lanza para apartarlo. La lanza le
salió por la espalda bajo la quinta costilla. El pobre Asael estaba liquidado. El muchacho
cayó allí y murió en aquel mismo sitio.
Y éste era el momento elegido por Joab para obtener venganza matando a Abner, y
encima en la puerta de la ciudad, donde todos podían verlo y contárselo a todo el mundo.
La verdad es que nunca he tenido mucha suerte con mis parientes, ¿no? ¿Recordáis a mi
suegro Saúl? ¿A mis hermanos Eliab, Abinadab y Sama? ¿Y a los tres hijos de mi
hermana Sarvia, la que era dura como el pedernal? ¿Joab, Abisai y Asael? Todos ellos
fueron siempre muy duros para mí.
Me expresé claramente en esos términos, exactamente con esas palabras, donde
todos pudieran tomar nota y difundir la noticia de que condenaba aquel acto de vileza.
Maldije a la casa de Joab al lamentar ruidosamente la muerte de Abner, aquel israelita
amable y heroico, y denuncié el crimen bárbaro y a traición. Juré airado no comer antes
de que acabara el día, ni gustar pan o cualquier otra cosa antes de que se pusiera el sol. La
gente advirtió mi sufrimiento y aplaudió mi ayuno. Todo el pueblo supo esto y a todo el
pueblo le agradó lo que hice aquel día. «Abner murió como un villano confiado», lloré
por las calles, con gritos que partían el corazón y lágrimas copiosas, «y sus manos no
estaban atadas, ni sus pies ligados con grillos. Yo no tuve nada que ver con ello. Tengo las
manos, estas manos, bien limpias». Y no me paré ahí. Hice que todos mis criados se
rasgaran sus vestiduras y se ciñeran el cilicio y lloraran a Abner conmigo: «Caíste como
los que caen delante de malos hombres», dije levantando la voz en tan clamoroso lamento
que pronto pasé a admirar mi propio dolor. Me sentí tentado de declamar «¡Cómo han
perecido los valientes!», pero ya había utilizado ese noble tema tres veces en mi famosa
endecha. «¡Oh, qué gran caída!», fue lo que me salió en lugar de aquello. Con la cabeza
baja seguí a aquel hijoputa cetrino en su ataúd y lloré ante su tumba, y todo mi pueblo
también lloró. ¡Cómo endeché a aquel hijoputa terco, egoísta y picado de viruela! «¿No
sabéis que un príncipe y grande ha caído hoy en Israel?», exclamé angustiado ante
aquella enorme asamblea, como si nadie más que yo tuviera ni siquiera idea del motivo
por el que nos habíamos reunido allí. «¿No era éste el más noble de todos los israelitas?»
Los espectadores lo sentían más por mí que por él.
Ahora bien, Abner no era un príncipe y no era especialmente grande. Y, desde luego,
no era el más noble israelita de todos. El más noble de todos era yo, aunque seguía siendo
de Judá. ¿Hubiera podido suponer nadie que me observara aquel día que aquellos grandes
homenajes estaban dedicados a la memoria de un ser que, mientras vivió, había
significado tanto para mí, precisamente, como una piedra en el zapato o una flema en la
garganta? Utilicé algunas de mis mejores frases en honor de aquel oportunista insensible
que durante siete años, siete largos años, había tratado de investir de autoridad
monárquica a cualquier superviviente, a cualquiera, de la familia de Saúl, y lo había
hecho, sobre todo, con objeto de conservar una parte de esa autoridad para sí. Mical era
ya la única descendiente legítima que quedaba de la casa de Saúl, y Mical me pertenecía
a mí. Quizá ya supiera yo lo que estaba haciendo cuando la recuperé.
No sé cómo, como por milagro, todo salió bien. El pueblo se enteró de mis
lamentaciones en el funeral y todo Israel pudo ver que yo no había querido la muerte de
Abner, hijo de Ner, ni había estado al tanto de ella.
Al final, todas las piezas acabaron por encajar. De hecho, yo estaba en mejor
posición de lo que hubiera estado si Joab se hubiera portado con más prudencia, pues
ahora ya no tenía enfrente a Abner. Y con Abner fuera de combate, los días de Is-boset
estaban contados. Las manos se le debilitaron cuando oyó que Abner había sido muerto, y
todo Israel fue atemorizado al verlo tan débil y cobarde. Dos de sus capitanes más
emprendedores decidieron actuar. Entraron en la casa pretextando ir por trigo, lo hirieron
bajo la quinta costilla, le cortaron la cabeza y escaparon con ella caminando toda la noche
por el camino del Arabá. Trataron de obtener mi favor al ponérmela en las manos. ¿Para
qué necesitaba yo una cabeza? Me hacía tanta falta como un loco a Aquis, rey de Gat.
Allí se quedaron expectantes, confiando en recibir mi bendición. Recompensé su
iniciativa haciendo que los ejecutaran. Después les corté las manos y los pies y colgué los
restos sobre el estanque de Hebrón, como pública lección. No quería que nadie abrigase
la idea de que se podía matar impunemente ni siquiera a un rey ilegítimo, ni que nadie
creyese ni por un minuto que yo había tenido nada que ver con la muerte de éste.
La liquidación de Is-boset terminó prácticamente con todos los pretendientes a la
corona de la casa de Saúl. Pero yo estaba cada vez más inquieto en mi desconfianza hacia
Joab, y decidí poner coto a aquel hombre tan brutal y feroz y tan independiente, que
acababa de demostrar que no titubearía en hacer lo que le diera la gana sin tener en
cuenta mis deseos. Creí advertir la oportunidad perfecta de formalizar y hacer definitiva
su degradación cuando decidí tomar la ciudad de Jerusalén a los jebuseos y establecer mi
capital en aquella fortaleza montañosa cerca de la frontera entre Benjamín y Judá. Tenía
más sentido político mudarme más cerca del centro neutral de la nación unificada, de la
cual ya era yo el líder reconocido, que quedarme en Judá, lejos de mis nuevos súbditos
potencialmente antagónicos, o establecer mi sede en Gabaón, la ciudad que tan
relacionada estaba con el reinado de Saúl. Ya sabéis que él había reinado dieciocho años.
Deseaba evitar totalmente dar la impresión de que yo descendía en modo alguno del loco
de Saúl, ni de que le debía maldita la cosa. Ya os podéis imaginar cómo reaccionó mi
princesa Mical ante aquella decisión mía de dejar caer en el olvido del descuido la ciudad
en la que había debutado en sociedad y que, de otro modo, podría haber quedado
inmortalizada como su hogar ancestral. Rebuznó como una burra.
Completé el ataque a Jerusalén con todo éxito en una sola noche y con un puñado
escogido de mis valientes. Las murallas de la ciudad eran inexpugnables, y de haber
intentado escalarlas, habríamos fracasado. Los pacíficos jebuseos estaban muy seguros de
sí mismos, y nos gritaban desde dentro que les bastaba con los cojos y los ciegos para
defender los bastiones contra nosotros. Y probablemente tenían razón. Pero yo había
estudiado la cosa atentamente y había averiguado que los canales subterráneos que
alimentaban a la ciudad eran poco profundos y no tenían protección, además de ser
accesibles a pie desde las cuevas de fuera. Empezó a parecerme que la captura de
Jerusalén iba a ser más fácil que robarle a un ciego.
Antes de ponernos en marcha reuní a mi brigada de valientes ante mí para echarles el
discurso tradicional de moralina y para leerles un breve manuscrito con la artística y
alentadora proclama que había ideado expresamente para frustrar las aspiraciones de mi
sobrino Joab. El primero que trepase por el canalón del pozo grande y entrase en la
ciudad para matar a los defensores jebuseos y abrirnos las puertas al resto de nosotros
sería toda su vida jefe y capitán de mi hueste por encima de todos, cargo que Joab daba
por hecho que era suyo, y para el que suponía tácitamente que estaba a punto de
nombrarlo yo. Vi el gesto de sorpresa encolerizada que puso al oír mis palabras. Me
quedé mirándolo tan tranquilo.
Imaginaos lo que pasó. Habéis acertado.
Mi estrategia salió bien y mi estratagema salió mal. ¡Para variar! El jodido de Joab
fue el primero que trepó por el canalón del pozo principal de la ciudad y permaneció en
pie, desafiante e insolente, con los musculosos brazos cruzados, después de saltar los
cerrojos y abrir las puertas para que todos los demás entrásemos a la carga. Naturalmente,
yo hice todo lo posible por faltar a mi palabra.
—Ahora soy legítimamente capitán y jefe —se jactó sin perder tiempo en cuanto los
jebuseos capitularon sin ofrecer resistencia y terminó la ocupación de la ciudad—. Soy
comandante vitalicio de tus huestes, ¿no?
Hice como que me quedaba sin aliento ante el asombro y el disgusto que me
producía una afirmación tan atrevida e injustificada.
—Eso ni pensarlo, Joab —exclamé—. ¿De qué diablos hablas?
Tendríais que haber visto la cara que puso. Cada vez que lo recuerdo me río solo.
Nuestra discusión tuvo lugar a la luz de las estrellas, en medio de un círculo de
administradores jebuseos sumisos que nos contemplaban boquiabiertos.
—¿Que de qué hablo? —gritó Joab incrédulo cuando por fin se recuperó de su
asombro inicial. Y continuó con una voz que la angustia había vuelto estridente hasta el
punto que parecía casi afeminada—. Es lo que prometiste, ¿no? ¿No lo prometiste?
—¿Que yo lo prometí? —objeté tan fresco—. ¿Dices que lo prometí? ¿Qué prometí y
cuándo lo prometí? ¿Quién lo prometió? Yo no.
—Sí que lo prometiste —medio escupió encolerizado—. Diste tu palabra de rey.
—¿Que di mi palabra de rey? —negué con la cabeza lenta y tercamente—. Yo no.
—Sí que lo dijiste, sí que lo dijiste —insistió casi histérico—. Dijiste que todo el que
hiriese a los jebuseos y subiera por el canal e hiriese a los cojos y los ciegos sería el jefe y
capitán.
—¿Que yo he dicho todo eso? ¿Cuándo?
—Antes.
—¿Antes de qué?
—Antes de ahora. No trates de zafarte, David. Sabes que lo dijiste.
—Nunca he dicho tal cosa —le informé majestuosamente, mintiendo con toda la
cara.
—¡Sí que lo dijiste! —chilló—. Está escrito. Lo sabe todo el mundo. En una
proclama. Tu propia proclama. ¿Dónde está el pergamino? ¿Quién coño tiene el
pergamino?
Vi que mis posibilidades de ganar se desintegraban cuando alguien le pasó el cilindro
de papiro al que había dado yo lectura. Durante un instante pensé en ordenar que mataran
inmediatamente al hombre que le pasó el manuscrito. Joab me puso el papel ante las
narices con mano temblorosa, mientras trataba torpemente de desenrollarlo.
—¡Toma! —rugió—. ¿Lo ves? Léelo.
Lo miré en silencio y después le di la espalda con aire de disgusto, ofendido.
—Eso no lo he escrito yo —le informé con tono de frío reproche.
Volvió a responder como si considerase imposible dar crédito a sus oídos:
—¡Te oyó todo el mundo! —gritó, con una mezcla de rabia impotente y de miedo.
Parecía dispuesto a deshacerse en lágrimas.
Al final tuve que ceder. Esta vez era él quien tenía testigos. Y desde entonces Joab,
pese a todas mis tentativas para deshacerme de él, ha sido el capitán de mis huestes.
Salvo de mi guardia personal de palacio, compuesta de cereteos y peleteos y que están
exclusivamente a mis órdenes, al mando de Benaía.
¡Qué raro es que yo haya envejecido tanto y Joab no! Antes teníamos la misma edad.
Yo estoy en cama con escalofríos, gimiendo de amor por mi robusta esposa Betsabé y
temblando de decrepitud desapasionada con mis brazos arrugados en torno a Abisag, y él
siembra cebada, lino y trigo y ayuda a mantener la paz como hombre fuerte de Adonías.
Me ha resultado imposible degradarlo, ni siquiera tras su error casi fatal de Transjordania,
cuando se lanzó frontalmente con todos sus hombres a la tierra de nadie entre el ejército
de los amonitas frente a la ciudad de Rabá y el ejército de los sirios de Soba, de Rehob,
de Is-tob y de Maaca tomados a sueldo por los amonitas para venir a aliarse con ellos
contra nosotros cuando vieron que se habían hecho odiosos ante mí. Joab nunca
consiguió meter en su mente de militar obtuso la evidencia de que en la guerra lo que
para un bando es un saliente para el contrario es una pinza. Se lanzó de cabeza por el
centro y me lo comunicó muy chulo cuando se estableció en aquella posición.
—He avanzado sin encontrar oposición y he ocupado posiciones entre los dos
ejércitos. ¿Qué te parece?
En cambio, la estrategia siempre ha sido mi fuerte.
—Más te valdría mirar atrás —respondí inmediatamente—, porque ahora te pueden
atacar por los dos lados, so idiota, te pongas donde te pongas. Divide a tus hombres.
Joab vio la luz inmediatamente y dedujo de mis sugerencias que ahora tenía un
campo de batalla frente a él y otro detrás. Logró triunfar, cuando estaba al borde de la
derrota, al hacer lo único que de verdad sabe hacer bien: combatir. Se quedó con los
hombres más fuertes y los puso frente a los sirios, y el resto se los dejó a su hermano
Abisai para que se enfrentara con los hijos de Amón. Las órdenes que dio a Abisai fueron
bien sencillas.
—Si los sirios fueren más fuertes que yo, tú me ayudarás; y si los hijos de Amón
pudieren más que tú, yo te daré ayuda. Ten valor. No tenemos nada que temer más que al
temor mismo.
¡Oh, maravilla! Cuando se acercó Joab, los sirios huyeron delante de él. Y los hijos
de Amón, viendo que los sirios habían huido, huyeron también ellos y se refugiaron en la
ciudad. Así que Joab pudo retirarse indemne de Amón y volver a Jerusalén, sin haber
logrado nada con su misión en Transjordania, salvo salir con vida.
Entonces tomé las riendas yo, para enseñarle cómo se hacían las cosas y demostrar la
superioridad del intelecto sobre la fuerza bruta. Dirigí personalmente el ejército hacia el
norte, a Helam, contra Hadad-ezer y los demás reyes sirios, y me enfrenté osadamente
con los leones en su propia guarida al atacarlos donde estaban agrupados en terreno
propio. ¿Qué sentido tenía dejarlos en libertad para organizarse y marchar hacia el sur en
contra mía? Los golpeé con tal fuerza que los devasté. ¡Qué bien lo pasé! Aquello fue una
fiesta. Matamos de los sirios a la gente de setecientos carros, y cuarenta mil hombres de a
caballo, e incluso herimos a Sobac, general del ejército, quien murió allí. No les quedaba
nada. Y cuando Hadad-ezer y todos los reyes que lo ayudaban vieron cómo habían sido
derrotados, hicieron rápidamente paz con Israel y aceptaron servirnos, y nos vienen
sirviendo desde entonces mansamente. Y de allí en adelante temieron ayudar más a los
hijos de Amón, y los dejaron a nuestra merced; pero había terminado el verano, en casa
empezaban a caer las hojas del otoño y ya era hora de volver a nuestro país para cosechar
nuestros dátiles, nuestras aceitunas y nuestras uvas, y para sembrar nuestro trigo y nuestra
cebada al principio del invierno, y ponernos ropa limpia y seca. Ya sabéis, cada cosa a su
tiempo.
Así fue cómo cuando expiró el año y volvieron a florecer los almendros, en el tiempo
que salen los reyes a la guerra, los amonitas se volvieron a encerrar en su ciudad de Rabá,
en previsión del asedio que esperaban les volviéramos a poner nosotros, y quedó el
escenario listo para mi encuentro con Betsabé y la relación casi cataclísmica que siguió.
Para entonces ya tenía yo una reputación grande y gloriosa, y podía conseguir
prácticamente todas las mujeres que me apetecieran sólo con pedírselo. Joab se vino a mi
puerta en cuanto oyó el primer cuco de la primavera y me reveló entusiasmado sus planes
de invadir tanto Europa como Asia. Me parecieron forzados. Le dije que no y vi cómo
sacaba los dientes y me volvía a gruñir con una irritación furiosa. Este Joab mío es
francamente un poco demasiado, ¿no? Me veo obligado a sacudir la cabeza cada vez que
recuerdo cómo le incendió Absalón el campo de cebada a este guerrero impulsivo y sin
corazón y juró que además le prendería fuego al resto de sus campos. También mi
Absalón tenía lo suyo. ¿Quién podía no amarlo, aunque sólo fuera por eso, e incluso por
su increíble insolencia al alzarse para usurpar mi trono? Su fracaso me inspira
sensaciones ambiguas. Gracias a Dios, la única posibilidad que tenía de vencerme la
desperdició por descuidado.
Para la época de la insurrección de Absalón ya había creado yo, en contra de la
oposición vociferante de Joab, mi guardia personal de palacio de cereteos y peleteos
mercenarios, y había conferido el mando exclusivo de aquellos soldados a Benaía, el hijo
de Joiada. Inicialmente fue Joab quien tuvo la idea de que nos convendría disponer de un
cuerpo de élite de combatientes extranjeros a sueldo no interesados en los conflictos
internos e inmunes a las influencias subversivas. La idea de organizado y después ponerlo
a las órdenes de Benaía fue exclusivamente mía. Naturalmente, mi sobrino Joab se
escandalizó.
Benaía, tipo musculoso de gran pecho y cuello grueso y bronceado, era uno de mis
treinta valientes legendarios. Una vez, nada más que con un palo, mató a un egipcio
armado que medía cinco codos de altura, le arrebató al egipcio la lanza de la mano y lo
mató con ella, según contaba él. Otra vez, decía, descendió a un foso cuando estaba
nevando para matar a un león. Por qué decidió descender a un foso para matar a un león
es algo que no me he molestado en preguntarle. Benaía es un hombre fuerte y sencillo sin
ideas propias, lo cual era otro factor para darle el cargo; yo quería que no respondiera más
que a las mías. No me sorprendió que a Joab casi le diera una apoplejía cuando elegí a
Benaía para mandar mi guardia de palacio y lo puse a mis órdenes exclusivas.
—¡Eres un tío malísimo! —estalló cuando se abrió camino a la fuerza para verme—.
En principio, yo soy el jefe y capitán de todas las huestes. El jefe de la guardia de palacio
debe estar a mis órdenes.
—El jefe de la guardia de palacio —respondí serenamente— debe estar, entiendo, a
las órdenes del jefe de palacio. Y soy yo.
—Yo estoy a tus órdenes —trató de razonar conmigo—. De forma que Benaía
seguiría estando a tus órdenes aunque lo pusieras a las mías.
Ese razonamiento me pareció especioso.
—Tú pasas demasiado tiempo fuera —dije para oponerme.
—De todas formas, ¿para qué lo necesitas? Tienes que decirle que recurra a mi
autoridad cuando no estés tú cerca para darle órdenes.
—Siempre estaré a su lado para darle órdenes —comuniqué a Joab pausadamente—.
Benaía irá siempre donde vaya yo.
—Bueno, de todos modos, habla con él —cedió Joab con un mohín—. Dile que
siempre puede confiar en mí. Recuérdale que el comandante de toda la hueste soy yo, y
no él.
En eso cabía algo de concordia. Convine lacónicamente:
—Hablaré con él. Le diré que puede confiar en ti.
Yo ya había observado con qué odio mortal contemplaba mi sobrino Joab, con ojos
medio cerrados y ponzoñosos, a Benaía, y consideré mejor alertar cuanto antes a aquel
joven guerrero musculoso.
—Joab. ¿Joab? —empecé con Benaía, hablando con una especie de abreviatura
acelerada, en voz lo bastante baja para aproximarse a un susurro furtivo, que esperaba no
pudiera oír nadie. Aferré a Benaía de un codo y lo conduje a paso ligero de un lado de
este aposento de mi palacio a otro, como precaución contra posibles curiosos escondidos
arteramente tras un tapiz o una de las paredes—. ¿Mi sobrino Joab?
—Te escucho —Benaía esperaba atentamente.
—Si alguna vez te diera órdenes, como si estuvieses subordinado a él...
—¿Sí?
—No le hagas caso. O si te transmitiera órdenes como si las hubiera dado yo...
—¿Las desobedezco?
—Benaía, Benaía, tienes una cabeza judía estupenda encima de los hombros. Tu
madre debe de quererte mucho. Y si alguna vez ves que te mira de modo extraño...
—Creo que lo veo a menudo mirándome de modo extraño.
—Extraño en un sentido muy diferente.
—Creo que quizá esté empezando a apreciarme.
—Eso quería decir, ésa es la advertencia que quería hacerte. Si alguna vez lo ves
mirándote con un afecto inesperado, si empieza a tratarte con cordialidad y alegría, como
si fueras el amigo más querido del mundo y al que más quería él ver en ese momento, si
te echa un brazo por el hombro amistosamente, como para apartarte a un lado y contarte
un secreto de Estado interesantísimo, o el último chiste verde...
—¿Joab?
—Sí, no te dejes engañar. Sobre todo el del caballero andante de armadura y la viuda
de Bath. O si te saluda de repente como si fueras un primo favorito al que no ve hace
mucho tiempo...
—De hecho, Joab y yo somos primos lejanos, porque el padre de la madre del primer
marido de su segunda mujer, que era hijo de...
—Como si fueras su primo hermano más querido, con tal cariño que te induzca a
creer que va a hacerte su heredero, lo cual lo lleva a echarte encima un brazo, o los dos...
Si te pregunta con la mayor solicitud cómo éstas de salud y te agarra de la barba como si
fuera a besarte, aunque lo haga con la mano derecha...
—¿Sí? Te has interrumpido. Me tienes intrigado.
—¡Huye si aprecias en algo tu vida! Aléjate de él a toda la velocidad que puedas y la
mayor distancia que puedas. Como si fuera veneno. Corre más que en toda tu vida, por
Dios, y echa mano a tu espada como si estuvieras haciendo frente a la muerte. No esperes
a ver sí te has equivocado. Si tratas de jugar limpio, se acabó. Cuando estés con él, nunca
apartes la vista de sus manos, nunca. Mírale las dos como si estuvieras contemplando a
una víbora. Joab puede golpear igual con la izquierda que con la derecha. Nunca te pelees
con un hombre airado ni vayas con él a un lugar solitario. ¿Te acuerdas de Abner? ¿Te
acuerdas de lo que pasó?
—Lo mató. En la puerta de la ciudad.
—Bajo la quinta costilla lo hirió. Con Joab siempre hay que tener cuidado de
protegerse la quinta costilla.
Y también mató a Amasa, exactamente de la forma que he descrito yo, cuando
regresamos victoriosos de matar a mi hijo y enemigo Absalón y me volví a encontrar con
problemas en forma de otra insurrección, la de aquel israelí hijo de Benjamín llamado
Seba. Al tratar de aplacar a Israel con los honores debidos a Judá yo casi había logrado
alienarme a ambos, y cuando no era una mitad de mi país la que me repudiaba, lo más
probable era que fuese la otra. A veces resulta difícil explicar la gran reputación de
gobernante de que gozo hoy día. Seba tocó la trompeta para llamar a las tribus de Israel a
deponerme y alejarse de mí. Para acabar con aquel Seba delegué a una gran unidad
militar y designé para mandarlos a mi sobrino Amasa, que últimamente había servido de
capitán de Judá cuando se amotinó del lado de mi finado hijo Absalón. Resultó ser una
mala elección, incluso como acto de apaciguamiento. Le di tres días para ponerse en
marcha. Salió con retraso. El ascenso de Amasa era el primer paso en un plan que había
ideado yo para aplacar a Judá y, simultáneamente, pasar por encima de Joab por haber
desobedecido sus órdenes y matado a mi hijo Absalón. Nunca hubo un segundo paso. Yo
podría haber previsto que a Joab no le gustaría mi plan, podría haber previsto que Joab lo
esperaría por el camino y manifestaría su desaprobación de una forma que era imposible
contrarrestar.
Tendió una emboscada a Amasa cerca de la piedra grande que está en Gabaón y dijo
a su primo que se había quedado atrás:
—¿Estás bien, hermano mío?
Amasa jamás sospechó nada cuando Joab lo tomó con la diestra por la barba para
besarlo. Y ni se dio cuenta de lo que pasaba cuando Joab lo hirió con la daga en la quinta
costilla y derramó sus entrañas por tierra y le mató sin darle un segundo golpe. Amasa se
revolcó en sangre en mitad del camino. Y todos los que estaban a sus órdenes se
detuvieron, como petrificados, hasta que uno de los hombres de Joab apartó a Amasa del
camino al campo y echó sobre él una vestidura. Entonces, claro, el propio Joab tomó el
mando de la persecución y siguió implacablemente a Seba y lo destruyó.
Benaía todavía no ha cesado de darme las gracias por alertarlo al peligro de Joab.
Desde luego, estaba muy agradecido cuando nos llegaron a Jerusalén las noticias del
asesinato de Amasa.
—Ahora tengo una nueva deuda contigo —dijo el taciturno Benaía—. Una vez más
te debo la vida.
—¿Qué puedo hacer con un tipo como Joab? —imploré encogiéndome de hombros.
A deciros verdad, Amasa no me importaba más que Abner. Si acaso, me importaba
menos, porque lo que era complacencia en Abner era impertinencia en aquel mozo. Lo
que más me irritaba de ambas muertes era que Joab había actuado deliberadamente en
contra de mi voluntad. Prácticamente se burla de mis deseos cuando no coinciden con los
suyos. Eso es lo que de verdad me cabrea: su independencia. Siempre he querido
sentirme como un rey, y Joab nunca me lo ha permitido. Supongo que hasta el propio
Dios quiere a veces sentirse rey. Si no, ¿por qué iba a crear el mundo? ¿Nos hizo un
favor? Pero si de mí depende, nunca va a volver a sentirse rey, por lo menos hasta que me
presente excusas. Con eso me contentaría. ¿Qué daño podía hacerle a El excusarse:
«David, lo siento. No sé en qué estaba pensando cuando asesiné a tu hijito. Perdóname.»
Sí. He dicho bien: asesinar. Cuando el buen Dios hizo que muriese mi niño para
hacer que me arrepintiera de mi pecado eso fue un asesinato, ¿no? ¡Quién diría que Dios
es un asesino! Ya os dije que mi historia era la mejor de la Biblia, ¿no? Yo siempre he
sabido lo que era Dios. Tarde o temprano nos asesina a todos, ¿no?, y volvemos al polvo
del que vinimos.
De manera que ya no me asusta desafiarlo. Lo más que puede hacerme es matarme.
Lo que hice con Joab a partir del día en que conquisté Jerusalén y me encontré con
que lo tenía instalado irrevocablemente de capitán de mi hueste fue aprovecharlo al
máximo en todas mis hazañas militares. En campaña funcionábamos bien juntos; mis
expediciones fueron triunfando en rápida sucesión. En la guerra estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa por mí, a jugarse la vida por mí, a enviar discretamente a Urías a la
muralla de los amonitas a que perdiera la suya. Entonces, cuando todavía tenía vigor para
combatir en ellas, me agradaban las guerras hasta aquel día en que me cansé en un
combate de poca importancia contra una banda de filisteos impenitentes y Abisai tuvo
que salvarme. Inmediatamente mis hombres dijeron: «Nunca más de aquí en adelante
saldrás con nosotros a la batalla, no sea que se apague la lámpara de Israel.»
Me decían con mucho tacto que mi mano derecha había perdido su capacidad.
Aquello fue el principio del fin. Llega un momento en las cosas de los hombres en el que
ya no está uno tratando de eludir la verdad intrusa e ineludible de que ya no está uno
puramente cumpliendo años, sino que se está haciendo viejo, en que ya está uno metido
en ese viaje cuesta abajo del que no regresa ningún viajero.
Entonces me alegraba con las guerras, porque tenía fe en que iba a ganarlas con
facilidad. Y las instigaba casi todas, comprendidas las dos decisivas contra los filisteos en
la llanura de Refaim. Gracias a las guerras salía de casa. Me permitían tener un sitio
donde ir mientras se construía mi palacio, y algo estimulante que hacer, pues a deciros
otra verdad, Jerusalén tampoco era gran cosa cuando entré en ella.
Era una pocilga, un establo, un lugar sórdido y hacinado. Los jebuseos eran
constitucionalmente metódicos en todo menos en cuestión de la limpieza, y se acostaban
temprano. Era una ciudad aburrida, monótona y mezquina, más fea que la peste, pequeña,
amurallada, aburrida y claustrofóbica. Era un poblacho maloliente y multitudinario.
¿Dónde iba a vivir yo con todas mis mujeres y mis hijos? Estaba siempre esperando a
marcharme yo solo los fines de semana a mi tienda del campo, o a marcharme veranos
enteros a la guerra, cuando se cierra el cielo y no llueve. No es una blasfemia el hablar así
de nuestra ciudad sagrada, pues Jerusalén no fue una ciudad sagrada hasta que yo la
convertí en tal, gracias a mi presencia en ella, y no fue una ciudad santa hasta que la
consagré yo al traer el arca del pacto y colocarla en su sitio en medio del tabernáculo que
había erigido para contenerla. Dios me prohibió construir un templo, pero no me planteó
ningún problema con el arca. Aquella magnífica procesión la encabecé yo, y rompí con
Mical para siempre cuando se lanzó sobre mí como un lince por exponerme en la calle a
las miradas de cualquier criada que quisiera ver cómo estaba hecho un rey. Hasta una
criada puede mirar a un rey, y ellas tendrían más oportunidades de contemplar a éste, le
informé con ardiente fervor igualitario, y no volví a acostarme con ella. Para entonces,
claro, Jerusalén ya era el escaparate resplandeciente del mundo occidental. Jerusalén no
fue ningún escaparate hasta que yo construí mi palacio y lo transformé en todo aquello.
Cuando llegué yo las calles eran estrechas y oscuras, las casas bajas y embarradas
exudaban humedad y se recostaban las unas en las otras. El alcantarillado era
abominable, y los hedores de la ciudad eran repulsivos y tiraban para atrás. Olvidad lo
que os hayan dicho del aire limpio de la montaña: el nuestro apestaba, y sigue apestando,
a basura, a ganado y a excrementos humanos. ¿Por qué creéis que quemamos tanto
incienso y echamos tanto perfume? Hasta el olor de incienso de china y de mirra es
preferible a nuestra atmósfera natural. Jamás he logrado despertar el interés de ninguno
de mis hijos por el problema de un sistema de alcantarillado. Los he mimado demasiado
para que sepan lo que es un trabajo honrado. No sé que ninguno de ellos, por salvarse a sí
mismo o salvar el mundo de Dios, esté dispuesto a meterse en la arcilla, pisar el mortero
y ponerse al molde de los ladrillos. Se hartaron de oírme decirles que yo había empezado
en la vida como pastor de ovejas.
—No, por favor —dijo Amnón.
—No empecemos otra vez —dijo Absalón.
En la ciudad propiamente dicha no había espacios abiertos cuando llegué yo. Al
principio me alojé en la fortaleza y empecé a construir en torno a ella a partir de Mello y
hacia adentro. Durante el invierno todo estaba húmedo y se ponía rancio. La lana no se
secaba. Los días eran cortísimos. Era como vivir en la maldita Edad Media, y una de las
primeras cosas que hice fue un contrato con Hiram, rey de Tiro, para que se encargara de
mis obras, pues su gente sabía trabajar la madera, la piedra y los metales preciosos.
Hiram me envió mensajeros, y cedros, montones de cedros, y carpinteros y albañiles y
picapedreros y broncistas, para erigirme aquella estupenda casa de Jerusalén, el palacio
que a juicio de Mical no merecía habitar nadie que no fuera de cuna tan alta como la
suya, con sitio suficiente para un harén destinado a ella y a mis otras mujeres, y con un
gran terrado por el que pasearse al final del día, desde el cual podría yo contemplar todas
las demás casas de la ciudad. Resultó después que el harén podría haber sido mayor, con
pasillos secretos que llevaran a algunos de los apartamentos privados, pero ¿quién se iba
a imaginar entonces que me iban a seguir gustando las mujeres tanto como me siguen
gustando ahora? Recordaréis que desde aquel terrado vi a Betsabé desnuda. Al cabo de un
momento me quedé sin aliento. Al cabo de un momento me hirió el rayo y me enamoré
total y repentinamente. No des a las mujeres tu corazón, he escrito, no les des tu fuerza.
Pero aquello lo escribí solamente por guardar las apariencias en mis obras sobre la
sabiduría, y no pretendía que se interpretara como una verdad, lo mismo que mis notables
secuencias de los sonetos sobre el jinete pálido y la dama oscura. ¿Queréis saber la
verdad? Si alguna vez tenéis la oportunidad de volveros a enamorar, aprovechadla,
siempre. Es posible que lo lamentéis, pero jamás encontraréis nada mejor, y nunca sabe
uno si le va a volver a ocurrir o no.
A Hiram, rey de Tiro, como una de las condiciones del contrato, le envié trabajadores
para que cortaran madera y tallaran la piedra. ¿Trabajos forzados? Yo no los llamaría
exactamente trabajos forzados. Pero eso es lo que eran: trabajos forzados. Aunque en
escala ni parecida a la que me dice Salomón que proyecta él si alguna vez llega a tener
poder para construir cosas propias en mi reino. ¿Que mil mujeres parecen muchas? ¿Que
lo de los pavos reales y lo de los monos parece pretencioso? Pues eso no es más que el
principio. Salomón es un hombre horriblemente atento a los detalles exactos, y a veces
me aterra pensar que de verdad piense hacer lo que dice. Está dispuesto a reclutar treinta
mil hombres para mandarlos a cortar madera al Líbano, y quizá ciento cincuenta mil más
para traer piedra de las montañas.
—Mucha madera es —le señalo delicadamente—, y mucha piedra. ¿Qué vas a hacer
con todo eso?
—Construir.
—¿Qué?
—Montones de cosas. Un palacio nuevo. Una casa mayor y mejor, de piedras caras y
con montones de oro molido de Ofir. No tendría oro más que del más fino molido.
—¿Para mí? Yo voy a morir dentro de poco.
—Para mí. Construiría un harén enorme, mucho mayor que el tuyo, para todas las
mujeres que tendría.
—¿Lo de mil lo dices de verdad?
—Mil justas, setecientas esposas y trescientas concubinas, todas ellas princesas. Si
yo fuera rey, trataría de casarme con la hija del Faraón. Imagínate: yo, un judío de Judá,
casado con la hija del Faraón.
—¿De verdad te gustan tanto las mujeres?
—No, las mujeres no me gustan nada.
—¿Y por eso quieres tener tantas?
—Me las tiraría a todas. ¿Qué hiciste tú con aquellas diez concubinas que dejaste
cuando Absalón te persiguió y tú te fuiste de la ciudad?
—Las puse en reclusión y les di alimentos; pero nunca más me llegué a ellas, sino
que se quedaron encerradas hasta que murieron, en viudez perpetua.
—Yo me las hubiera tirado a todas.
—Me daba miedo del herpes.
—Yo hubiera confiado en Dios y corrido la suerte. Construiré almacenes para el trigo
en ciudades como Hazor, Megido y Beerseba, y caballerizas con cajones para más de
cuatrocientos cincuenta caballos de carros cada uno. Esos caballos no valen de mucho
aquí arriba. Me haré un templo con un altar de bronce macizo y con un mar fundido de
diez codos de un lado al otro, que descanse sobre doce bueyes que mirarán hacia afuera.
Tendré querubines gigantescos tallados, con las alas extendidas, de quince pies de alto, de
madera de olivo cubierta de oro, y figuras talladas de palmeras y de flores abiertas, y
todas las paredes y los techos de mi templo también estarán totalmente cubiertos de oro.
Pondré a la gente a trabajar construyendo torres en el desierto y excavando cisternas.
—¿Por qué?
—No tengo ni idea.
—Hubo una época en que yo pensé en edificar un templo —recordé con una punzada
de melancolía—. Pero Dios dijo a Natán que no me lo permitiría. «¿He pedido yo una
casa de cedro?», fue, según Natán, la forma en que Dios le había dicho que no, pero creo
que tras aquella negativa había algo más. Todos nosotros hacemos muchas preguntas,
¿no? Hasta Dios. «¿Dónde está tu hermano Abel?», preguntó Jehová a Caín cuando Caín
acababa de matarlo. ¿No lo sabía Dios?
—Te apuesto lo que quieras a que a mí sí que me lo permite —se jactó Salomón, sin
hacer caso de mi digresión—. Y Natán opina lo mismo que yo. ¿Sabes por qué no se te
permitió a ti construir el templo? Natán me ha dicho que fue porque tú habías derramado
sangre en abundancia y hecho grandes guerras. Yo no tendré que hacer más guerras,
gracias a ti, porque ya las has ganado tú todas. Para las paredes y para los cimientos
emplearé piedras de las montañas, y haré que se corten y se midan en la cantera, de modo
que no se oiga en la casa martillo, ni hacha, ni ningún instrumento de acero mientras se
construye el templo. Durará eternamente.
Toda esta conversación resultaba sorprendente en un hombre de temperamento tan
avaricioso que invertía dinero en amuletos para protegerse contra la inflación, que
contaba el número de lentejas o de granos de cebada que contenía una taza cuando pedía
una prestada o la prestaba él, y que siempre comía y bebía exactamente el mismo número
de bocados o de tragos comiera con quien comiera, nunca más y nunca menos, aunque
estuviera cenando con su madre.
—¿No te parece todo eso muy dispendioso? —no pudo por menos de preguntar al
idiota de mi hijo—. ¿Cómo vas a costearlo?
—Estableceré impuestos y los gastaré y más impuestos y los gastaré —respondió
muy serio, visiblemente animado por mi interés—. Cederé veinte ciudades a Hiram, rey
de Tiro, si hace falta, ciudades del extremo norte de Israel en Neftalí, que nadie echará de
menos por aquí. Decretaré una leva de trabajadores en todo Israel, de treinta mil hombres,
que enviaré al Líbano, con diez mil de ellos que trabajarán un mes por turno de cada tres.
Estarán un mes en el Líbano y dos meses en casa, y pondré a ciento cincuenta mil más a
trabajar en el monte cortando piedras y cargándolas.
—¿De verdad? —pregunté reprimiendo una sonrisa. Me daba la sensación de que se
me iban a saltar los ojos de la cara al escuchar aquellas locuras.
—Sí —respondió pausadamente Salomón—. Setenta mil para llevar las cargas y
ochenta mil cortadores en el monte. Así es como llego a mis ciento cincuenta mil.
Además daré a Hiram veinte mil coros de trigo para el sustento de su familia y veinte
coros de aceite puro. Y todavía comeré mejor que tú.
—A ti la comida te da igual.
—Eso no tiene que ver.
—Entonces, ¿para qué quieres comer mejor que yo?
—Tengo que vivir como un rey. Dividiré a todo Israel en doce regiones.
—¿Una por tribu?
—Una por mes, y les asignaré gobernadores. Haré que cada región me mantenga a
mí y a mi casa. Cada uno de ellos estará obligado a abastecerme un mes en el año. Cada
día pediré treinta coros de flor de harina, sesenta coros de harina, diez bueyes gordos,
veinte bueyes de pasto y cien ovejas; sin contar los ciervos, gacelas, corzos y aves de
corral. No silvestres, sino de corral.
—Parece mucho.
—Prefiero pasarme que quedarme corto.
—¿Qué vas a hacer con la gente que no tenga suficiente pan para alimentarse?
—Que coman pasteles —dijo tan tranquilo—. No sólo de pan vive el hombre.
—Has dicho eso —comenté agriamente— con una sabiduría salomónica.
—Gracias —replica—. Me viene de ti.
—Salomoncito, eres muy duro.
—Gracias otra vez. Mi corazón no sangrará por mi pueblo. Los cargaré con pesado
yugo, y los castigaré con azotes.
—¿Y si se oponen?
—Tú ya has unificado el país, centralizado el gobierno, consolidado la gobernación.
Tienes el mayor ejército del mundo, guarniciones y milicia en cada encrucijada, fuerzas
bien entrenadas de mercenarios, una guardia de palacio formidable al mando de Benaía,
espías por todas partes y se lo puedes legar todo a tu sucesor. Lo tienes todo atado y bien
atado. ¿Por qué va a objetar nadie?
—Ahora que lo tengo todo atado y bien atado —observé con ironía—, resulta que
me estoy muriendo.
—Sí —reconoce mecánicamente—. Cuando más motivos tienes para vivir —y
después continúa, con esa manía heredada de su madre de no hacer caso de lo que se
acaba de decir—: Yo no dormiría en una cama como la tuya, de mera madera de
manzano. Los patricios de Megido viven mejor. Yo querría dormir en una buena cama
con tallas de marfil, en un aposento con colgaduras magníficas de color púrpura oscura
de paño de Tiro. En todas partes envidiarían las suntuosas cortinas de Salomón. Mis
vasos y utensilios de mesa serían de bronce, plata y oro. No utilizaría nada de arcilla.
Esto lo dice mientras ve cómo me humedezco el gaznate con vino de un frasco de
terracota.
—Salomoncito —le digo mientras dejo a un lado, un tanto cortado, mi frasco de
terracota—, ¿has comprendido alguna vez por qué nunca has sido mi predilecto?
—No. Nunca he comprendido por qué no he sido nunca tu predilecto.
—Y supongo que nunca lo comprenderás. A los tontos no les interesa comprender.
—¿Quieres que anote eso?
—Haz lo que quieras.
—¿Qué significa?
—Por mí no lo vas a saber.
—¿Se lo explicarías a Adonías? Es tu predilecto, ¿verdad?
—Adonías no querría saberlo. Y no es mi predilecto. No tengo predilectos.
—Absalón era tu predilecto. Yo me daba cuenta.
—Y también Amnón, antes de que Absalón lo matara. Salomón, no seas envidioso.
Tu madre me dice que eres muy frugal.
—Sí —responde Salomón—. Con mi propio dinero, soy muy frugal. Invierto con
prudencia y siempre acumulo todo lo que puedo. Pero con la riqueza de las naciones, no
existe límite a lo que podría gastar.
—¿Por el bien del país y a la mayor gloria de Dios?
—Por el bien de mí mismo. A mí no me importa nadie más que yo, Padre. Y tú, claro.
—¿Y tu madre?
—Haría cualquier cosa por mi madre. Y por ti.
—Si fueras rey —le pregunto—, y tu madre te viniera con la petición de que
permitieras a Adonías casarse con Abisag, ¿qué harías?
—Haría que lo mataran.
—Ya veo que has estado pensándolo.
—Pienso mucho. Trato de pensar por lo menos una hora al día. Y ¿sabes lo que
pienso? Pienso que si alguna vez se me apareciera Dios en un sueño y me ofreciera lo que
le pidiera, creo que escogería la sabiduría. Porque entonces, si fuera lo bastante sabio,
podría tener todo lo demás que me apeteciera. También he estado pensando en edificios.
—Los hijos y la construcción de una ciudad perpetúan el nombre de un hombre —le
comunico.
—Eso es lo que digo yo también. Aunque yo no me llamo David ni tú Isaí. Por eso
quiero edificar un templo, para perpetuar mi nombre.
—Por eso quería yo construir el mío.
—Voy a construir y construir —prometió Salomón, poniéndose bastante excitado
para lo que era habitual en él—. Y todo lo que yo construya será famoso y durará
eternamente y llevará mi nombre. Haré donativos a los hospitales.
—Las erecciones del hombre son sólo pasajeras —entono con falsa seriedad, pero él
no se sonríe.
—Las mías durarán una eternidad —afirma, por el contrario—, cien años, o hasta
que las ranas críen pelo, o las estrellas se aparten de sus trayectorias, hasta que venga el
Mesías, hasta que se levanten los asirios o hasta que los babilonios sean lo bastante
fuertes como para vencer a Judá. Y ya sabes que todo eso es muy improbable.
—En Amón una vez —trato sin grandes esperanzas de instruirlo una vez más—
tropecé con un viajero de un viejo país que me dijo que en el desierto había dos grandes
piernas de piedra sin tronco. Fui a verlas por mí mismo. Cerca de ellas, en la arena,
medio hundida, yace una faz rota, cuyo ceño arrugado, boca desdeñosa y gesto de frío
mando, dicen qué escultor conocía bien las pasiones que aún sobreviven, estampadas en
esas cosas inanimadas. Y en el pedestal estas palabras aparecen: «Mi nombre es
Ozymandias, rey de reyes. Contemplad mis obras los poderosos y desesperad.» A su lado
no queda nada. En torno a la ruina de ese coloso destruido sin límites y desnudo, las
arenas solitarias y llanas se extienden en la distancia.
—¿Qué significa eso? —pregunta Salomón.
—¿No adviertes la moraleja?
—Yo allí construiría torres y excavaría cisternas.
—No llueve.
—¿Qué más da? Tampoco hay gente. Antes de que haya terminado habrá un templo
de Salomón y un palacio de Salomón, los establos de Salomón y las minas de Salomón.
No te preocupes, tú también serás famoso. Todo el mundo recordará que eres mi padre
cuando entonen hosannas a mí y a mis obras eternas. Y todo este tiempo, mientras yo me
disciplino pensando por lo menos una hora al día, mi hermano mayor Adonías malgasta
el dinero y se exhibe con cincuenta carros y cincuenta hombres que corren delante de él,
igual que hacía Absalón, y en banquetes dispendiosos que son más efímeros que la paja
del trigo y que no te honran para nada. ¿Vas a asistir a su cena, padre? Me han dicho que
la va a servir un profesional y que toda la comida estará recalentada. Madre me lo ha
dicho y me ha dicho que te pregunte si vas a ir.
Siempre me resulta difícil recordar que la cachonda de Betsabé es la madre de
alguien.
—Todavía no me han invitado.
—A mí tampoco —dice Salomón—. Tampoco han invitado a madre, ni a Natán, ni a
Benaía. ¿No te empieza a parecer que se trata de una conspiración de Adonías para
usurpar tu reino?
—Eso no lo haría Adonías. Es demasiado indolente. Dime, ¿han invitado a alguien?
¿Ha mandado ya las invitaciones? ¿Han dado la fecha?
—No lo sé. Si no invita a madre, yo no estoy dispuesto a ir. Salvo que me lo ordenes
tú, claro.
—Ni siquiera le he dado permiso todavía a Adonías para que celebre su fiesta.
—¿Le has dicho que no la celebre?
—¿Te ha dicho Betsabé que me preguntes eso?
—Madre me dijo que te dijera —replica sistemáticamente— que si decías lo que
acabas de decir, yo debía responderte que si Adonías puede pasearse por ahí diciendo que
va a reinar, no hay ningún motivo para que no vaya también por ahí diciendo que va a dar
una fiesta.
—¿Eso es lo que te dijo que me dijeras?
—Eso es lo que me dijo que te dijera.
—Salomón, sabio hijo mío, ¿cómo diablos has logrado recordar todo eso?
—Me lo anotó en mi tablilla. Además, me puso este cascabel al cuello, para que me
acordase de mirarlo.
—Antes o después te iba a preguntar para qué llevas ese cascabel. Creía que podía
ser por si te perdías. Tú y tu madre os queréis mucho, ¿verdad?
—Creo que sí, y me gusta —responde Salomón, que asiente con la cabeza—.
Cuando estamos juntos, siempre se sienta a mi derecha. Siempre pensamos lo mejor el
uno del otro. Ella cree que yo soy un dios y yo que ella es una virgen. Dime, padre —
pregunta con enorme gravedad—, ¿es posible que mi madre sea virgen?
—Ahora sí que me dejas sin respuesta.
—Ha estado casada dos veces.
—Yo no extraería conclusiones apresuradas.
—He estado pensando mucho en eso.
—Ya me parecía que olía a madera quemada.
—También he estado pensando que tendría cuarenta mil caballos y doce mil jinetes.
Quiero pronunciar tres mil proverbios y creo que escribiré unos mil cinco cantares. Desde
Dan hasta Beerseba, cuando mande yo, cada uno vivirá seguro bajo su parra y debajo de
su higuera, si es que les dejo sus parras y sus higueras. Quiero partir un niño en dos.
—¡Cielo santo! ¿De verdad?
—De verdad.
—¿Por qué?
—Para demostrar lo imparcial que puedo ser. Todo el mundo pensará que soy muy
imparcial.
—Todo el mundo pensará que estás majara —considero que debo decirle—. Creo
que pasarás a la historia como el imbécil mayor del mundo si tratas de hacer ni una sola
de las cosas que has mencionado hoy. No voy a decir ni una palabra de tu estupidez a
nadie, y tampoco tú dirás nada a nadie. Será un secreto entre tú y yo.
—Quiero crear una marina.
—¡Ay, Dios mío!
—Puedo traer flotando madera de cedro y madera de arce por el mar en barcazas
desde...
—¡Abisag!
Mis propias y múltiples transgresiones de las libertades ajenas eran como pedos en la
tormenta cuando se comparaban con la montaña de actos tiránicos que meditaba este
estólido producto de mis tórridas cópulas con Betsabé. Nos conocimos en primavera y
nos casamos en otoño, cuando Urías había muerto y su vientre empezaba a hincharse con
el bebé que iba a morir. Ella y yo no podíamos soportar la separación en aquel comienzo
febril y asombroso y vertiginoso de lujuria. Nos tocábamos las carnes sin parar, con
caricias suaves y pellizcos de la cintura, las caderas, los brazos, la espalda y los muslos.
Nos robábamos contactos con los dedos. Seguíamos tocándonos suavemente cuando no
estábamos abrazados violentamente. Siempre estábamos calientes el uno con el otro.
—Me pongo tan húmeda —solía suspirar ella.
Nos refocilábamos sin cesar en nuestro extraordinario éxtasis de descubrimiento y
satisfacción reiterados. Otras mujeres sacian los apetitos que alimentan, pero yo tenía más
hambre de Betsabé cuanto más me satisfacía de ella. No es de extrañar que me quedara
en Jerusalén mucho más tiempo de lo que había proyectado y que no me lanzara a las
arenas de Amón para sumarme a Joab en Ramá hasta que la ciudad estaba a punto de
caer.
Al principio, yo seguía teniendo enemigos extranjeros a montones. Hay algo en el
hombre que requiere un enemigo, algo en la humanidad que requiere un equilibrio de
fuerzas hostiles. Cuando no existe, todo se derrumba. Absalón atacó en un momento de
paz, cuando se habían eliminado las causas de todo enfrentamiento nacional, y Saba se
levantó cuando ya había desaparecido Absalón. Tuve suerte al tener tantos enemigos
extranjeros que nos hacían unirnos cuando mi reinado era nuevo e inseguro.
La victoria en la guerra también resultaba exultante. Dios estaba de mi lado. ¿Os
apostáis algo? Mis conquistas se lograron con tan pocas batallas y tan pocos reveses que
lo lógico era que el mundo concluyera que el Señor me amaba y se ocupaba de
preservarme dondequiera que yo decidiera expansionarme. Los amonitas fueron los
últimos en caer, de hecho, y en realidad no crearon demasiados problemas cuando le
saqué a Joab las castañas del fuego en la campaña del año anterior y rechacé a los pocos
reyes sirios que quedaban con cojones suficientes para enfrentarse a mí unidos a los
amonitas. Aquel asedio final no fue más que cuestión de tiempo: tiempo suficiente para
que yo dejara preñada a Betsabé y liquidara a su marido cuando éste se negó a hacerme el
juego y acostarse con ella. Prefirió quedarse en mi palacio y emborracharse allí en lugar
de irse a su casa con su mujer. No logro imaginarme cómo habría logrado yo eludir aquel
escándalo de otro modo y conservar mi carisma de figura religiosa legendaria merecedora
de la veneración de la que soy objeto hoy día. Tuve muchas menos dificultades con toda
la serie de adversarios extranjeros de las que Sedequías tuvo después con sólo
Nabucodonosor y los babilonios: mataron a los hijos de Zedekia delante de él y después
lo cegaron y lo ligaron con grilletes de bronce. La verdad es que esta época nuestra es
muy difícil, muy difícil. No nos andamos con chiquitas.
Claro que el primero de mis objetivos militares eran los filisteos, que se sentían cada
vez más confusos ante los progresos y el aumento de la fuerza de su antiguo vasallo y
protegido, pero tardaron demasiado en adoptar medidas para ponerme freno. Los filisteos
son siempre muy lentos cuando se trata de adoptar decisiones. Nunca han formado una
sola comunidad. Y esta vez nosotros sí la formábamos. Yo estaba mejor organizado. Y
sabía que tenía que terminar con la dominación de aquel pueblo antes de enfrentarme de
forma realista con ninguno de los demás. Cuando estuvieron dispuestos a tratar de
frenarme, yo ya tenía prácticamente la superioridad numérica.
Si se considera lo larga que fue su historia de dominación, yo vencí a los filisteos con
más facilidad de lo que cabría suponer. Los siete años de guerra civil no habían sido
inútiles: yo ya disponía de un ejército permanente y de milicias en todas las comunidades
importantes del norte y del sur, a las que se podía movilizar al toque de una trompeta o de
un cuerno y poner en marcha en un solo día. Los filisteos se daban por satisfechos con tal
de que Judá e Israel estuvieran separados y enfrentados, y con tal de gozar de fácil acceso
a sus bastiones del norte por el valle de Jezreel, que separaba las montañas de Galilea de
Samaría, y a las ciudades de Judá que consideraban rentable ocupar. En aquel momento
hasta mi pueblo natal de Belén estaba dominado por indeseables filisteos que habían
pasado a ocuparlo.
Pero ahora la situación había cambiado mucho. Eramos una nación, indivisible. Los
filisteos me habían comunicado que les inquietaba el que también me hubieran hecho rey
de Israel. Cuando vieron que me aseguraba contra unas represalias fáciles al tomar la
ciudad fortificada de Jerusalén y convertirla en mi capital, consideraron que aquello era
una provocación todavía mayor. Me enviaron mensajeros que portaban ultimátums de
desaprobación. Respondí insolente que aquélla era la tierra prometida por el Señor a mis
padres Abraham, Isaac y Jacob, y que podían volverse todos ellos a Creta y a todas las
demás islas griegas si no les gustaba.
En lugar de aceptar mi sugerencia de que se volvieran a las colonias del Egeo de las
que habían emigrado sus padres marineros, vinieron a Jerusalén en son de guerra y se
extendieron por el valle de Refain. Para mí, estupendo: los filisteos nunca combatían bien
en terreno alto. Bajé a la fortaleza por mor de la seguridad e hice un llamamiento a las
armas. Me sentía totalmente confiado mientras esperaba a que llegara mi gente y fueran
en aumento mis fuerzas. Por si acaso, hablé con Dios:
—¿Iré contra los filisteos? —pregunté a Dios en un lugar solitario en el que nadie
podía escucharnos—. ¿Los entregarás en mi mano?
—¿Que si los entregaré en tu mano? —repitió el Señor con inflexión interrogante,
como si mi pregunta fuera tan tediosa como innecesaria.
—¿Los entregarás?
—Pero ¿por qué me lo preguntas? —me dijo el Señor—, Ve, ve, porque ciertamente
entregaré a los filisteos en tu mano.
De manera que fui, y fui porque en aquel entonces la palabra del Señor me bastaba.
Los filisteos habían llegado casi en plan de paseo, en una pequeña expedición de castigo,
y sus números no eran aterradores. De hecho, aquella vez nosotros éramos más que ellos,
y los atacamos de frente, directamente, y les dimos la gran paliza —sin que el sol se
detuviera, sin granizadas turbulentas ni tormentas enviadas por el cielo que los
confundieran o los aterraran—, en la primera batalla frontal que habíamos ganado desde
el principio del mundo. Si hubiéramos gastado sombrero, los habríamos tirado al aire con
el optimismo de nuestra primera victoria. Como no los usábamos, me limité a dar órdenes
acerca de las imágenes de culto que habían abandonado los filisteos en el campo de
batalla al huir —imágenes de Dagón, el dios-pez, y de Astarté, la diosa con pechos de
mujer al aire y pantalones de hombre—, y las quemamos. Las quemamos en una hoguera
y lanzamos otro hurra cuando se deshicieron en llamas.
Los filisteos no tardaron en volver, y esta vez de verdad. Ahora llegaron con todos
los efectivos de regimientos, batallones y pelotones que pudieron reclutar en todas sus
grandes ciudades, y las filas en que fueron avanzando hacia Jerusalén desde sus
asentamientos en las llanuras de la costa y se extendieron por segunda vez en el valle de
Refaim estaban muy engrosadas y eran formidables de contemplar. Joab tembló de
alegría en previsión de lo que se avecinaba cuando los vimos llegar. Jamás he visto a
nadie tan deseoso de entrar en combate.
—¡Han venido todos! —No podía esperar. Aplaudió solo y le venteaban las aletas de
la nariz, como a un caballo de batalla que huele el fuego—. Vamos corriendo y hagamos
que una veintena de ellos lo sientan un rato.
—¿Por qué no vamos andando —pregunté—, y hacemos que todos ellos lo sientan
para siempre?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero pensarlo. —Esta vez iba a ser la de verdad. Le pedí prestado el efod a
Abiatar y me fui yo solo al bosque a pedir garantías a Dios. Y pregunté al Señor—: ¿Iré
contra los filisteos igual que la otra vez? ¿Los entregarás en mi mano?
Y el Señor dijo:
—No.
Me sentí momentáneamente estupefacto:
—¿No?
—No.
—¿Qué es eso de que no? —me indigné—. ¿No los vas a entregar en mi mano?
Y el Señor dijo:
—No vayas contra los filisteos como hiciste antes.
—Entonces, ¿qué?
—No subas, sino rodéalos, y vendrás a ellos enfrente de las balsameras.
—¿Las balsameras?
—Las balsameras.
—Y ¿qué hago?
—Los cercas. Les tiendes una emboscada y los hostigas.
—No te lo vas a creer, oh, Jehová —dije yo—, pero se me había ocurrido la misma
idea de meterme hacia ellos entre las balsameras por los lados de la llanura y atacarlos
desde allí y hostigarlos por los flancos.
—Claro, claro que sí.
—Lo que me preocupa, Señor, es que podemos hacer ruido al irnos acercando a ellos
por el bosque y prepararnos para la carga. ¿Es posible que no nos oigan? ¿Los entregarás
en mi mano?
—¿No me has preguntado eso ya?
—¿Me diste una respuesta sincera? Dime que sí o que no.
—Los entregaré, los entregaré —dijo el Señor—. ¿Qué más quieres que te diga?
—¿Qué hacemos con el ruido?
—Rodéalos y ven a ellos enfrente de las balsameras. Ya te he dicho que los rodees,
¿no? Cuando estéis todos apostados, espera.
—¿Que espere?
—A que sople el viento. Sin decir ni palabra. Cuando oigas ruido como de marcha
por las copas de las balsameras, entonces te moverás. Que el movimiento de las ramas te
sirva de señal. Avanza cuando el bosque empiece a moverse. No sabrán que estáis ahí
hasta que ya estéis encima de ellos. Así es como los entregaré en tu mano.
Y ahora me doy cuenta de que aquélla fue la última vez que Dios habló conmigo. El
tiempo vuela. Han pasado treinta años y parece que fuera ayer. Y salvo aquellos siete días
de oración cuando mi niño quedó herido de enfermedad y yo me pasé la noche acostado
en tierra, no he vuelto a hablar con El más que una vez, cuando envió aquella peste sobre
todo Israel por el censo que yo había ordenado y que todo el mundo censuraba. Unas
veces nos salva y otras nos mata. La gente caía como moscas con aquella enfermedad,
pese a que todo el mundo se había colgado al cuello bolsitas de lino con alcanfor de olor
de los viñedos de En-gadi. El alcanfor es bueno contra las paperas, pero no sirve de nada
contra la peste bubónica. El país entero apestaba a alcanfor. Hasta Joab se opuso a que
censara a los seres humanos, que pertenecían a Dios, y no a mi gobierno.
—Moisés lo hizo —aduje—. Lee Números.
—¿Eres tú Moisés?
De todos modos seguí adelante, porque necesitaba tener las listas para facilitar la
leva y los impuestos. Fue el diablo el que me inspiró. Y murieron del pueblo, desde Dan
hasta Beerseba, setenta mil hombres y mujeres, y también niños. Cuando vi que el ángel
extendía su mano sobre Jerusalén para destruirla, me arrepentí de aquel mal y grité lleno
de pánico: «Yo pequé, yo hice la maldad; ¿qué hicieron estas ovejas? Te ruego que tu
mano se vuelva contra mí, y contra la casa de mi padre. ¡Para, para! ¿Qué coño pasa con
todos vosotros, en todo caso?»
Yo no estaba seguro de si le estaba hablando al ángel o a Dios. En todo caso, Dios se
abstuvo conspicuamente de responderme y, por el contrario, le habló tan tranquilo al
ángel, diciendo: «Basta ahora; detén tu mano.» La ciudad de Jerusalén se salvó por los
pelos. Y por conducto de mi profeta, El me dijo: «Compra la era en la que estuvo el ángel
y levanta un altar.» Al final, no hacía falta más que eso para apaciguar a nuestra Deidad
encolerizada, otro maldito altar. ¿Necesitaba El un altar? Tanto como Gilead necesita
bálsamo o Hesbón estanques. ¿Para qué quiere El tantos altares? Fue una estupidez lo que
hicimos, tanto Dios como yo.
Fuimos mucho más inteligentes al atacar a los filisteos, cuando actuamos de
concierto en la ejecución impecable de nuestro plan de utilizar la cobertura de las
balsameras en la segunda batalla de Refaim. Aquello funcionó a las mil maravillas.
Cuando llegó hasta nosotros la brisa matutina del mar de los filisteos, después de que los
hubiéramos rodeado, avanzamos bajo el ruido creciente y penetrante de las hojas de las
balsameras. Aquélla era nuestra señal. El ruido de nuestras pisadas quedaba sofocado por
la conmoción natural de los murmullos del bosque, y lanzándonos casi todos al tiempo,
corriendo desde los flancos con gritos de guerra enloquecidos que helaban la sangre en
las venas, nos arrojamos sobre filas y filas de hombres entorpecidos por sus armaduras
pesadas, organizados rutinariamente en filas para la batalla y enfrentados con... el vacío.
Los tomamos completamente por sorpresa. ¿Qué cabía esperar de una gente que no tenía
cabeza más que para venir por segunda vez al mismo campo en que hacía poco habían
sufrido una derrota, en lugar de dividirse en columnas separadas y seguir directamente
hacia arriba, hacia la ciudad, para ponerle cerco? Atrapados sin advertencia por aquellos
asaltos por los flancos, no supieron reorganizarse y no podían atacar a nadie, ni golpear
más que los unos a los otros. ¿Qué iban a hacer más que volver la espalda y huir? Los
perseguimos implacablemente. No me contenté con las cinco ciudades principales. Los
perseguimos y los herimos desde Geba hasta llegar a Gezer, derrotándolos por todas
partes hasta que logramos que se rindieran incondicionalmente y extinguimos para
siempre aquella ridiculez que ellos calificaban de una cultura.
Puse alguaciles en Gat. Me llevé su hierro. Me llevé su pescado. Convertí sus
espadas en arados y sus lanzas en ganchos para la recolección, y ya no pudieron hacer la
guerra salvo a mis órdenes. Me llevé sus herreros y sus fundidores y sus mineros y los
obligué a enseñarnos los usos del metal, y recluté a Itai geteo y a otros seiscientos
filisteos para que me sirvieran: a aquel mismo Itai que, cuando volvió a quedarse sin
patria por segunda vez, me conmovió con su lealtad cuando decidió seguirme siendo fiel
después de que yo lo liberase de su juramento de servirme para que pudiera buscar un
puesto seguro con mi enemigo Absalón. Casi de un día para otro hice dar un salto
quántico al mundo moderno: saqué a mi pueblo de Israel y lo llevé de la Edad del Bronce
a la Edad del Hierro, que para nosotros resultó ser una edad de oro.
Reforzado ahora con el hierro y los combatientes filisteos, obtuve una victoria tras
otra. Resultaba difícil llevar la cuenta. Moab cayó ante mi fuerza y se convirtió en estado
tributario. Puse guarniciones en Edom y en el país de los amalecitas. De Aqaba de Edom
extraje el mineral de cobre y de hierro necesario para alimentar nuestra nueva y próspera
industria metalúrgica, que en seguida empezó a competir con nuestro excelente centro de
ropa de confección en cuanto a fama y productividad. Las oportunidades de aumentar la
expansión y la expropiación me caían en las manos como manzanas de oro de un árbol de
plata. No pude ni creerme mi buena suerte cuando unos viajeros, que iban de paso para
comerciar en la ruta de Egipto, me comunicaron que Hadad-ezer, el hijo de Rehob, rey de
Soba, se iba al norte contra Toi de Hamat a recuperar su frontera en el Eufrates dejando
los altos del Golán y el resto de su frontera sur prácticamente desguarnecidos. Yo había
decretado ya la movilización general y estaba buscando nuevos mundos que conquistar.
Esta partida era más difícil. La Fortuna sonríe a los valientes.
—Ordena a los hombres que se ciñan las espadas —ordené a Joab en cuanto decidí
aprovechar la oportunidad—. Diles que no vayan a sus mujeres.
—¡No jodas!
—Y nada de joder. No quiero que el campamento esté impuro.
—¿Vamos a la guerra?
—Contra Hadad-ezer.
—¿Quién?
—Hadad-ezer.
—¿Hadad-ezer?
—Hadad-ezer.
—Ah.
En aquel entonces había mucha gente a la que le ponían nombres así de raros, y
muchas veces, en mis especulaciones sobre lo esotérico, he expuesto la teoría de que el
motivo singular por el que las corrientes del destino han elegido a hombres como José,
Moisés, Abraham, Jacob, Samuel y yo para distinguirnos del común de los mortales ha
sido que todos tenemos sólidos nombres ingleses, reconocibles y familiares. No me
extraña nada que mi cronista Josafat pegue un salto cada vez que lo llaman. Yo también
pegaría un salto si me llamara Josafat o Hadad-ezer.
Hadad-ezer saltó, y bien, cuando le di un zetz, porque me lancé a toda velocidad a
atacarlo, y le tomé mil carros, y setecientos hombres de a caballo, y veinte mil hombres
de a pie. Y desjarreté todos los caballos de todos los carros, pero dejé suficientes para los
cien carros que decidí quedarme. Y cuando los temerarios sirios de Damasco vinieron
para dar ayuda a Hadad-ezer, los destrocé como pasa el cuchillo por la mantequilla y
maté a veintidós mil hombres. Los sirios fueron hechos siervos míos sujetos a tributo, y
tomé los escudos de oro que traían los siervos de Hadad-ezer y los llevé a Jerusalén. De
Beta y de Berotai, dos ciudades de Hadad-ezer, tomé gran cantidad de bronce, pues el
vencedor se merece su botín. Y en el camino de vuelta gané fama al matar a más sirios en
el Valle de la Sal, dieciocho mil esta vez. Miré hacia atrás en aquel valle, que estaba lleno
de huesos secos, y me pregunté, ¿pueden esos huesos secos vivir realmente? Entonces me
parecía que todas mis tribulaciones habían pasado. Aposté guarniciones en Damasco y en
los altos del Golán y supe que los sirios ya no volverían jamás a constituir un problema
para los hijos de Israel. Aquél fue otro año muy bueno.
Desde luego, a mí me iba magníficamente, pues entre mis batallas con los filisteos y
mi reducción de Moab también había llevado a Jerusalén el arca del pacto. Claro que
Mical seguía siendo un problema, pero incluso los reyes tienen que estar a las duras y a
las maduras, a las buenas y a las malas.
Cuando tuve descanso de mis enemigos y tiempo para respirar, pude mirar en
derredor con calma y medir todo lo que había logrado. Me quedé impresionado. No era
poco lo que había hecho. Desde el Eufrates al norte hasta Egipto al sur, prácticamente
todo lo que había sobre la faz de la Tierra me pertenecía, desde el mar de los filisteos
hasta el desierto del este, salvo los asentamientos dispersos de los amonitas, que todavía
no habían empezado a serme abominables. Si quería, podía ponerme en pie en una
cumbre de Darién, mirar en torno a mí en todas las direcciones y saber que yo era el
dueño de todo lo que veía. No es de extrañar que me sintiera satisfecho de mí mismo.
Estaba más contento que unas pascuas. Y ¿quién no iba a estarlo? Me sentía más
orgulloso que un pavo real, pues había tomado un reino del tamaño del estado de
Vermont y había creado un imperio tan grande como el estado del Maine.
Más dura sería la caída.
10
Desnudos estábamos
Casi no me acosté con Betsabé en absoluto aquel primer día en el terrado, cuando me
trajeron la información de que aquella mujer que tanto deseaba yo era Betsabé hija de
Eliam, mujer de Urías el heteo, mi leal siervo, que en aquel mismo instante estaba con
mis tropas luchando en el campo de batalla contra los amonitas. ¿Urías el heteo? ¿Qué
podía hacer yo? Después de todo, ¿sabéis?, no carecía totalmente de conciencia. Empecé
a flaquear. Pero justo a tiempo me habló el Diablo para reanimar mi espíritu y darme el
impulso necesario para deshacerme de mis últimos temores y seguir esta inspiración bien
distinta. Al Diablo hay que darle el mérito que le corresponde.
—Ve por ella —oí que me decía una voz llena de risa y de ironía—. Llévatela,
imbécil. Vamos. Tíratela sin más. La deseas, ¿no? ¿A qué esperas, estúpido? Eres el rey,
¿no?
—¿Eres tú Dios? —pregunté tímidamente.
—Soy Mefistófeles.
—Ah, mierda —dije con un gruñido de decepción—. ¿Quieres mi alma?
—¿Necesito yo almas? —me respondió burlón—. Quiero jaleo, no almas. Quiero
divertirme, reírme. Quiero ver cosas. Tráetela aquí. Rápido. Antes de que termine de
secarse y se meta en casa. Mira qué tetas. ¡Aaaah, aaaah, aaaah!
—¿No importará? ¿Puedo?
—Claro que puedes. ¿No eres el rey?
—¿No lo prohíbe la ley?
—Si la ley lo prohíbe, es que la ley es idiota. Varón y hembra os creó El, ¿no?
—¿Qué debo hacer?
—Lo que quieres. Adelante. Tíratela. Fóllatela. Echale un viaje.
¿Quién era yo para oponerme?
¿Quién podía resistirse a una persuasión tan sutil?
Así que envié mensajeros y la tomaron a una sala de mi palacio por una puerta
lateral; siguiendo sus indicaciones, ella vino velada y con un manto. Y me acosté con ella
aquel mismo día, pues estaba purificada de su inmundicia, y cuando la hice volver a su
casa la eché de menos, de manera que me volví a acostar con ella al día siguiente, y al
siguiente, y al siguiente, porque cada vez que se iba la echaba más de menos y más quería
que volviera. Sencillamente, cada vez que volvía dábamos por hecho que estaba
purificada de su inmundicia. O era que no nos importaba. Purificada o no, ¿qué más
daba? De todos modos, íbamos a hacerlo. Siete días me acosté con ella, y después me
acosté con ella siete más. La verdad es que no podía dejar de pensar en ella ni de desear
estar con ella, ni de desear incluso oír su voz. No podía dejar de ansiarla. No podía
quitármela de la cabeza. En todos los momentos, en medio de todo género de actividades,
me daba vueltas en la cabeza y me obsesionaba. No podía concentrarme mucho tiempo
en otra cosa.
—Nunca había sentido una cosa así —tuve la sinceridad de admitir una vez, con un
suspiro de abandono.
Así que hice que me la trajeran una vez por la mañana y otra por la tarde, pues me
había dado cuenta de que quería tenerla siempre en mis manos, y tener sus labios
húmedos en mi boca, y su aliento cálido en mi cuello, y dio la casualidad de que en un
abrir y cerrar de ojos empezó a pedirme miríadas de cosas que jamás me había pedido
ninguna mujer.
—Y ahora, David —me dijo estrictamente al final de la primera semana—, ¿qué
vamos a hacer? Tienes que decidir.
—¿Decidir qué? —estábamos frente a frente y yo no tenía ni la menor idea de a qué
se refería.
—Lo que vamos a hacer. No vas a querer privarte de mí, y lo sabes. Ningún hombre
ha querido nunca.
Urías fue el primero, según descubrí para mi gran pesar.
—Te haré concubina.
—No quiero ser concubina. Olvidas que estoy casada. ¿Qué vas a hacer cuando
vuelva Urías?
—Le haré capitán de un millón y lo volveré a enviar al frente.
—Y otra cosa que tampoco me gusta es la forma en que tratas de hacer como si no
nos conociéramos cada vez que me traen aquí. Nunca me tocas ni me besas cuando hay
alguien delante. No me dices que me quieres más que cuando estamos a solas.
—¿Estás loca? —exclamé, prácticamente incapaz de dar crédito a mis oídos—. ¡Soy
un hombre casado! No quiero que Mical, Abigail, Ahinoam, Maca, Haggit, Abital o Egla
se enteren de lo nuestro.
—¿Qué importaría? —respondió hosca—. ¿Te crees que el resto de tu pueblo no
sabe para qué me traes aquí?
—Podrían lapidarte por adulterio.
—También a ti.
—Yo soy un hombre. Y además, el rey. Y no quiero que haya ni una palabra de
escándalo por esto.
—Entonces, dame una casa para mí sola y ven tú a ella. Te sorprenderá ver cuántas
veces quieres venir a verme.
Quise ir a verla mucho más de lo que hubiéramos podido imaginar ninguno de los
dos. A veces me reprendía ella por presentarme sin avisar e interrumpirla en sus tareas.
Creo que es verdad que a mí me gustaban mis mujeres mucho más que yo a ellas, y que
disfrutaba más yo acostándome con ellas que ellas en mi compañía, hasta que llegó
Betsabé. Era una calentona. Le apetecía por lo menos tanto como a mí, y pronto descubrí
en ella otra excentricidad: si yo no terminaba tan pronto como yo mismo deseaba, ella
estallaba como una serie de petardos atados a la cola de una zorra, y estallaba en un
clímax propio, con aquellos tumultos maravillosos y escandalosos que resultan
incomparablemente provocativos y que empezaron a causar murmuraciones por todo el
barrio. ¿Quién había oído jamás nada parecido? A eso lo llamaba orgasmo. Me asignó un
sistema de puntos cuando se los daba múltiples.
—¡Cuánto ruido hago cuando estoy contigo! —observaba a menudo con una especie
de agotamiento confuso y satisfecho, con la cara limpia y tostada todavía encendida—.
¡Pufff!
Tenía el don de hacerme sentir estupendo. Es una cualidad inapreciable en una mujer,
y añadía una dimensión más a nuestro vigoroso comercio sexual, igual que su precioso
espaldarazo de que yo era como un egipcio, con un miembro como el de un burro y una
emisión como la de un caballo. No todos los días regalan a uno con exageraciones así.
—La primera vez que te la vi —me confesó para gran sorpresa mía—, fue el día en
que tocaste ante el Señor y bailaste con todas tus fuerzas a la cabeza de aquel desfile y te
mostraste a todo el mundo. Miré bien y me dije que tu esposa era una mujer de suerte. La
envidié. No dejaba de maravillarme lo grande que la tenías. Entonces fue cuando decidí
que tenía que conocerte. Rey y encima eso..., ¿quién podía resistirse? Por eso empecé a
bañarme todas las tardes en el terrado, para atraerte. —Sin duda, cuando por fin la vi,
debía tener el cuerpo más lavado de todo Israel.
¡Cuántas leyes no rompimos en aquellos primeros días felices de frenesí pecaminoso
e impulsivo! ¡Cuántas horas no pasamos empapados de sudor hasta la cintura! Se nos
quedaba el pelo lacio y enredado, lleno de aceite, sudor y perfume. Su cuerpo era como
claro marfil cubierto de zafiros; sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como
fragantes flores; sus labios, como lirios que destilan mirra fragante. Así era mi amada,
que me inició en tantas cosas y me llenó el alma de una dulzura tan inefable: me enseñó a
decir «te quiero» y a decirlo de verdad, y a ponerle delicadamente la mano encima
aunque hubiera otros presentes. Yo era insaciable. Cuando estaba a punto de llegar la hora
de volver a reunimos, caía en un estado frenético de anticipación y no veía el momento
de entrar en su jardín una vez más y comer sus dulces frutos, llenarme y no sentirme
nunca saciado. Betsabé, más que yo, se sorprendió al descubrir que pronto era ella la que
tendía a preguntar: «¿Cuándo te volveré a ver? ¿Será pronto?»
Al principio casi siempre era pronto. Yo gozaba con ella más que con ninguna otra
mujer que jamás hubiera conocido. Evidentemente, ella creía entonces estar enamorada
de mí, y ni siquiera ahora lo niega. Y yo estaba enamorado de ella. Y me sentía
espléndidamente contento conmigo mismo de saber que lo estaba. Solamente su piel,
aquella membrana porosa y luminosa que delineaba para mí su identidad única, era para
mí el más bello de los milagros. Aquí y allá tenía una señal —un lunar, un rasguño, una
espinilla—-, no como mi perfecta Abisag, que no tiene un solo defecto. No importaba. Yo
idolatraba el hecho de su existencia. Reverenciaba su contacto. La contemplaba y la
contemplaba, y ella a su vez me contemplaba, se me bebía con los ojos. Hasta los huesos
de sus rodillas resultaban fascinantes, al igual que la curva de sus calcañares y sus pies
grandes, como si fuera ella la única mujer del mundo que poseyera unos rasgos tan raros
y torpones. Me gustaba mirarla desnuda. Me encantaba estudiarla cuando estaba absorta
en su bordado vestida con su camisón o sus bragas, con las gafas puestas y el cerco de
madera firmemente sostenido entre los dedos. Sobre todo, me encantaba mirarle la carita,
los ojillos azules traviesos e intrigantes, para perderme descifrando los matices rielantes
del cálculo en su media sonrisa inconsciente. Adoraba el peso y la rotundidad excitante
de su culo. No podía creerme la ternura de las emociones que experimentaba por ella, ni
acostumbrarme a sentirlas. Soñaba constantemente con ella. Mi primer deseo al
despertarme cada mañana era telefonear a mi adorada y dejarle mensajes de amor y de
cariño encendido en su contestador automático; pero, claro, entonces no teníamos
teléfonos ni contestadores automáticos. Horas y horas seguidas la abrazaba, y
sencillamente daba por hecho que seguiría yaciendo con ella todos los días que yo
quisiera, hasta que llegó aquel día terrible en que ella tuvo la enfermedad de las mujeres y
empecé a apostrofar en voz alta a los hados, desesperado por la necesidad de abstenerme.
Betsabé se quedó algo sorprendida al principio por la aversión a su estado que había
expresado yo inconscientemente; después, al ver que continuaba, me obsequió con la
mirada de burla condescendiente que se suele dedicar a los retrógrados maleducados.
—Como tú quieras —me dijo.
Tan altanera era su actitud despectiva que me sentí torpe y me puse a la defensiva.
—No estarás bien —protesté mansamente.
—¿Y qué? —dijo ella.
—¿De verdad que está permitido?
—¿Quién nos lo va a impedir?
—Si alguien se enterase, nos aislarían del pueblo. Durante siete días.
—¿Quién se va a enterar? Y si se enteran, pasaríamos más tiempo juntos.
—¿De verdad que es posible? —pregunté ingenuo—. ¿Durante la regla?
—¿Si no fuera posible habrían promulgado una ley en contra de ello?
—¿No está mal?
—No está mal.
—¿Lo has hecho antes?
—¿Es tan escrupuloso todo el mundo?
—¿Y si me quedo con tus flores?
—Te lavas.
—Quedaré impuro durante siete días.
—No se lo digas a nadie.
—Y toda cama en la que me acostara quedaría impura.
—No le digas eso a nadie tampoco.
—No sé si me apetece.
—Como quieras —me volvió la espalda y me dejó sintiéndome como un tonto.
Aquella vez lo hice como ella quería, otra vez en la postura del misionero, y gocé
tanto con el mero conocimiento de lo que estaba haciendo -—mirabile dictu, no caí
fulminado, ni fui aislado del pueblo— que no podía esperar a que le llegara el siguiente
ciclo de la menstruación para volver a hacer lo que ella quería. Por desgracia, no llegó a
ocurrir, porque el hombre propone y Dios dispone. Llegó la Pascua y pasó, sin festejos,
aunque no os lo podáis creer, y entonces, en lugar de llegarle el período en sus fechas, lo
que me llegó a mí fueron esas dos palabras que raras veces dejan de suscitar una reacción
melodramática incluso en la más vulgar de las relaciones extramatrimoniales. Betsabé
mandó a buscarme y dijo:
—Estoy embarazada.
—¡Puñeta! —fue la forma en que expresé de un grito mi reacción.
Me encontré con una amante embarazada en las manos. Entonces el aborto era ilegal,
naturalmente, y Betsabé no era de esas altruistas capaces de poner en peligro su seguridad
a cambio de la mía. Hacía casi tres meses que no se acostaba con su marido. Aquello
podía plantearme un peligro mayor que la muerte de Abner. ¿Qué podía hacer?
—Esta vez —le advertí— es posible que de verdad te lapiden. Has cometido
adulterio.
—Te lapidarán a ti también —respondió ella—. Tú también has cometido adulterio, e
incluso has deseado a la mujer de tu prójimo.
—Yo soy hombre. A los hombres no los lapidan por eso.
—¿Crees que te va a valer de algo? Está escrito que si un hombre cometiere adulterio
con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera indefectiblemente serán muertos. O
sea, que tú también.
—¿Cómo es que sabes tanto del asunto?
—¿Te crees que no lo he consultado? Me gusta saber cuáles son mis derechos. Estás
en situación igual de grave que yo. Si fuere sorprendido alguno acostado con una mujer
casada con marido, ambos morirán. Verás que también está escrito. Más te vale idear algo
rápidamente.
—Sí, pero además yo soy el rey, y soy yo quien decide a quién se ha de lapidar y a
quién no.
—¿Crees que sobrevivirás?
—Tú no me denunciarías.
—¡No estés tan seguro!
—¡Que me traigan a Urías! —He de reconocer que creo que fui yo quien lanzó aquel
grito.
Y así surgió aquel sórdido contratiempo de vaudeville que degeneró inexorablemente
en lo patético y después en una tragedia en la que me sentí abrumado por un dolor
insoportable y quedé postrado por aquel conocimiento temible de que mi hijo recién
nacido estaba enfermo y condenado a morir prematuramente por culpa mía. Eso dijo
Natán. El pobrecito ardía de fiebre y se moría de sed y de hambre. Se secaba y se
marchitaba, y yo no podía mirarlo, igual que Agar, un milenio antes, no pudo mirar y
echó al muchacho Ismael debajo de un arbusto y se fue y se sentó enfrente, a distancia de
un buen tiro de arco, porque no podía verle morir. E Ismael ya había cumplido los trece,
edad suficiente para burlarse de Isaac y ponerlo en peligro. Mi niño era pequeñito y
estaba todo colorado. Sus ojos, que no había llegado a abrir, eran como agallas inútiles.
Mil veces en siete días me resonaron en la cabeza las palabras antiguas y conmovedoras
de aquella sierva egipcia, Agar, expulsada con su hijo del seno de Abraham al desierto de
Beerseba con sólo una hogaza de pan y un odre de agua que pronto se agotó.
—No veré cuando el muchacho muera.
Pero Dios respondió a Agar con el don de la supervivencia.
—Levántate, alza al muchacho, y sostenlo con tu mano —llamó a Agar desde el cielo
—, porque yo haré de él una gran nación.
Una gran nación, prometió Dios, cuya mano estaría siempre contra todo hombre.
A mí no me quería dar ni los buenos días. Hizo que muriese mi hijo. Otra vez
actuaba de forma misteriosa. ¿Cómo podría yo olvidar aquello? Natán me dijo que El sí
lo olvidaría. Todavía no se lo he perdonado, aunque siento que necesito a mi Dios ahora
más que nunca, y Lo echo de menos más de lo que me gustaría que El supiera. Y no creo
que El me haya olvidado.
Yo no tenía malas intenciones cuando envié a decir a Joam que me trajera a Urías
heteo del campo de batalla de Amón so pretexto de ponerme al día sobre lo que estaba
pasando. Lo único que quería yo era que Urías se acostara con Betsabé. Si yo podía
acostarme con ella, ¿por qué no iba a poder él? Mi plan era hacerle un recibimiento de
héroe, animarlo con un poco de vino y echárselo a su esposa, mi excitante amante. ¿Qué
mejores intenciones podía tener? Así proyectaba yo ocultar mis embarazosas
indiscreciones a los que aún quedaran en la ciudad que no estuviesen enterados del
auténtico estado de nuestra relación. Era una idea estupenda... para cualquiera menos para
Urías. La falacia de mi inspiración era la engañosa teoría, nada rara en los hombres recién
enamorados, de que los demás miembros del sexo masculino deseaban tanto como yo al
objeto de mi pasión. Urías no lo deseaba. ¿Quién se lo podía imaginar?
Resultaba difícil mirarle a los ojos cuando me lo trajeron. «Ven, amigo mío,
muchacho», lo saludé con efusiva cordialidad, pues quería que se sintiera cómodo. «Ven
aquí, mi buen Urías, y lávate los pies. No sabes lo contento que estoy de que hayas
venido.» Eso sí era verdad. «Cuéntame, cuéntame lo que pasa en Rabá de Amón. ¿Hace
falta que vaya yo?» No podía interesarme menos lo que le pedía que me relatara y apenas
lo escuché cuando empezó a contarme celosamente lo bien que les iba a mis hombres y
cómo nuestra empresa prosperaba, aunque despacio. Tenía correos que iban y venían
todos los días con las noticias, incluso el sábado. «Bien, bien, bien», dije instándole a
terminar rápidamente, tan deseoso de que se metiera en la cama con Betsabé como tantas
veces me sentía de meterme yo. «Ahora toma algo de vino. Me has traído las noticias que
quería y me has hecho feliz. Ahora descansa, relájate. ¿Quieres seguir lavándote?»
—Creo que ya estoy bastante limpio.
—Sí, creo que sí. Desciende a tu casa y descansa. Diviértete. Te enviaré presentes de
la mesa real para que lo festejéis tu mujer y tú.
—Yo no —dijo Urías enfáticamente, lo que me asustó mucho.
—¿Por qué no? —exclamé.
—No puedo mientras estoy de servicio.
—Considérate rebajado de servicio esta noche —le dije con una risita falsa—. ¿Te
gusta el vino? Bebe más. Llévate toda la frasca. Cuando te envíe la carne añadiré unas
cuantas botellas. Ve a tu casa ahora, Urías. Sé que tienes una mujer muy guapa.
Desciende a tu casa ahora, y al shtupp. Echale un polvete o dos. Te lo has ganado.
Déjame ya y vete a casa con tu mujer.
¿Creéis que aprovechó la oportunidad? Por fin abandonó mi presencia tras beber algo
más, bastante escorado a babor, como si estuviera borracho y cansado. Cuando se fue
suspiré y eché un buen trago de la botella. Pero en lugar de irse del palacio como
esperaba yo, el tozudo hijoputa de él se dispuso a pasar la noche en el suelo cerca de una
de las puertas, con el resto de mis soldados apostados allí. Cuando me enteré fui allí
corriendo, sin congratularme ya con la extravagancia de antes.
—Urías, levántate y vete a casa —empecé a gritarle, con un tono de mando que
degeneró totalmente a la segunda o la tercera palabra y se convirtió en una ruina patética
de súplica abyecta—. ¿Para qué vas a estar aquí, tan incómodo?
Cuando me respondió apestaba a vino, e hinchó el pecho:
—No me iré mientras mis camaradas de Israel y de Judá estén bajo las tiendas —
declaró, para gran sorpresa mía.
—Y ¿de qué les sirve a ellos que te quedes tú aquí? —razoné con él—. Vete a tu
casa, a dormir en una cama blanda. Con tu mujer guapa y calentita. Ya he enviado comida
y unas botellas de vino fuerte. ¿Por qué hacer el schmuck?
—No me iré mientras mi señor Joab, y los siervos de mi señor, estén en el campo;
¿he yo de entrar en mi casa...
—Sí, vete a tu casa —respondí.
—... para comer y beber, y dormir con mi mujer? Por vida tuya —juró—, y por vida
de tu alma, que yo no haré tal cosa.
—Hazla, hazla, por favor —le pedí, conteniéndome únicamente gracias a un esfuerzo
gigantesco de autodisciplina para no agarrarlo del cuello y matarlo a sacudidas, o
agarrarme la melena con las manos y arrancarme el pelo en un ataque de frustración—.
Urías, por favor, vete a casa —gemí—. Tus compañeros de armas querrían que te
divirtieras. Pues no tiene el hombre bien, sino que coma, beba y se alegre. ¿No lo sabías?
Toma más vino —añadí al final, cuando no se movió para obedecer.
Lo de emborracharlo resultó un grave error. Debería haber recordado yo que en las
cosas sexuales la bebida aumenta el deseo, pero limita el rendimiento. Me quedé
estupefacto cuando se atizó un trago gigantesco y chasqueó ruidoso los labios. Tras un
segundo trago considerable, soltó un grito de alegría y se lanzó a ejecutar un baile
marinero tambaleante, emitiendo chillidos de hilaridad mientras bailaba, hasta que
tropezó y casi se cayó de cabeza. Yo me estaba cabreando. Dio otro trago enorme y
entonces vi cómo aquel borracho estúpido se olvidaba totalmente de mí. El alma se me
cayó a los pies y tuve que limitarme a presenciar cómo se dejaba caer agotado al suelo en
medio de una canción obscena que cantaba en tono desafinado acerca de un estudiante de
no sé dónde que le pidió a una chica que se dejara.
—¿Que se dejara qué? ¿Qué se iba a dejar?
Pero él ya se había dormido, y no me ilustró.
Betsabé se puso de muy mal humor con aquel revés. ¿Cómo podía sentirse una tía
tan estupenda al descubrir que su marido, después de tres meses de privación, no quería
acostarse con ella?
—Shicka es un goy —fue la respuesta despectiva que dio, apretando los labios,
mientras yo la miraba con circunspección buscando en su persona defectos que podían
haber escapado a mi atención, y de los que Urías heteo, por conocer su cuerpo desde
hacía más tiempo, podía estar al tanto—. ¿Crees que tendrá otra mujer consigo, allá en
Amón? No me extrañaría nada.
—Quizá tengas razón —respondí animado—. Cantaba una canción de una chica que
se dejó.
—Esa fui yo —respondió ella secamente.
Decidimos de común acuerdo que se quedara en Jerusalén más tiempo, para volver a
intentarlo al menos una vez, pero al día siguiente fue todavía peor. Empezó de manera
propicia cuando se despertó con resaca y amnesia total.
—Puf, debo haber sido un desastre —se excusó con una sonrisa de humildad—. No
me acuerdo de nada de lo que hice anoche. De nada.
Inmediatamente se reanimó mi esperanza.
—¿No te acuerdas de nada?
—De nada en absoluto —me aseguró Urías heteo—. No me acuerdo de nada de lo
que me pasó anoche, ni de una sola cosa, después de que decidiera quedarme a dormir en
el suelo a la puerta de tu casa y pasar la noche allí con tus guardias, en lugar de irme a mi
casa.
Yo sentí que mis esperanzas se desvanecían.
—Pero de eso sí te acuerdas, ¿verdad? —«Pedazo de imbécil», añadí para mis
adentros. No recuerdo haberme sentido jamás tan desalentado con nadie.
—Por favor, ¿podrías darme un pelo del perro que me mordió anoche?
—Urías, vete a tu casa ahora mismo —le ordené paternalmente, y después lo agarré
del hombro y traté, con un gran esfuerzo, de aparentar que yo era el déspota más
benévolo que jamás haya habido en este mundo—. Hay mucho vino en tu casa, el que te
envié ayer. Así que vete inmediatamente, en este mismo momento, y lávate los pies. Se te
han vuelto a ensuciar. Míratelos. Ha sido una campaña larga para los dos. Diviértete, te
doy permiso. Sí, mi permiso. Lo que te envié ayer, las viandas, el presente de la mesa
real, se estropeará todo si no lo disfrutas hoy. —El no reaccionaba a mis exhortaciones, y
estaba tieso como un palo, así que ataqué por otro lado—: Me han dicho que tu mujer es
hermosa, muy hermosa, y te está esperando apasionada en casa con una túnica
transparente y una minifalda muy corta que termina muy arriba de esas rodillas tan
atractivas. Ha enviado a preguntar por ti mientras dormías, ha enviado a preguntar
muchas veces. Amorosamente me han dicho que te espera, amorosamente, te espera, con
gran amor. ¿No te gusta?
—Yo quiero mucho a mi mujer.
—Entonces, vete a casa y tíratela.
Y para mis adentros añadía yo: «So imbécil, cretino, terco, hijoputa, ¿por qué me
haces pasar por esta prueba?»
—Jamás —declaró en voz alta y orgullosa, sacando el pecho como quien se ha
consagrado a la gloria de una vida de privaciones y de honor—. Jamás, mientras Israel y
Judá estén bajo tiendas en el campo abierto de Amón. Me marcho inmediatamente a
reunirme con ellos.
¡Una mierda! ¡Eso sí que no!
—No, mi buen y leal Urías —es lo que le repliqué—. No puedes irte todavía. Tienes
que llevar unos despachos que no estarán terminados hasta mañana. Tienes que quedarte
otro día. Y otra noche. Considera que estás de licencia. Tus compañeros de armas
esperarán de ti que descanses y que goces con tu mujer mientras tienes la oportunidad.
No los decepciones. Te desean lo mejor. ¿Cómo vas a saludarlos a tu regreso si no lo
aprovechas? Los dejarás en ridículo si no te portas como hombre bien macho con una
mujer tan atractiva como me han dicho que es la tuya. Me han dicho que es muy guapa,
que es vibrante, que es apasionada. ¡Ay, ay, ay, sinvergonzón! Así que vete a casa, Urías,
vete a casa ya, ¡corriendo! Haz lo que te digo. Vete a casa con tu mujer. Seguro que se
deja.
—Quedaré impuro si me acuesto con ella.
—Pues queda impuro.
—No podría volver a la batalla hasta tres días después.
—¿Por qué no? Tú eres gentil, ni siquiera eres judío —le recordé con aspereza.
—Algunos de mis mejores amigos son judíos.
—¡Vete a casa y tírate a tu mujer! —le grité.
—Por vida tuya —juró tercamente, negando con la cabeza— y por vida de tu alma...
—Yo te absolveré —le prometí, recuperando el control de mis nervios. «Hijoputa de
mierda», juré para mis adentros—. Te permitiré volver a la batalla inmediatamente —«So
cabrón»—. Así que te ruego que te vayas a tu casa —me acerqué a él con un guiño de
camaradería y seguí diciéndole al oído—: Ah, me imagino a la mujercita que te aguarda
llena de deseo, suspirando y jadeando con la espera, plena del amor que desea darte tras
una ausencia tan larga de felicidad. ¡Ay, Urías, Urías, cómo te envidio, cómo desearía
estar yo en tu lugar! —le incité, y decía verdad. Jamás ha silbado una serpiente sus
tentaciones con más sutileza, jamás un lago ha actuado de forma más siniestra—.
Apuesto a que sus labios son como hilos de grana. Me la puedo imaginar. Su vientre es
como montón de trigo cercado de lirios. Los contornos de sus muslos son como joyas,
obra de mano de excelente maestro, y sus pechos semejantes a racimos. Es hermosa, tu
amiga. Y seguro que en ella no hay mancha —aunque yo sabía que las tenía a montones
—. Sus ojos son como palomas junto a los arroyos de las aguas, que se lavan con leche, y
a la perfección colocados. Sus dientes como manadas de ovejas trasquiladas. Aprisa,
Urías, y sé semejante al corzo, o al cervatillo, sobre las montañas de los aromas.
—¿Podrías darme otro pelo del perro que me mordió ayer?
Aquello me desinfló. Le pasé la botella. Empecé a renunciar, aunque aún seguí
intentándolo todo el día. No fue nada divertido. Incluso comí con él y bebí con él,
mientras le repetía «¡Urías, ve a tu casa!» a cada bocado —su compañía era tan aburrida
como la de Salomón—, y cuando vi que por mucho que le dijera no valía de nada, incluso
volví a emborracharlo. «Urías, ve a tu casa», importuné a aquel imbécil terco, hasta
quedarme ronco del esfuerzo, y harto de repetir: «Urías, Urías, ve a tu casa y tírate a tu
mujer.» Pero cuando llegó el anochecer, se separó de mí sin cambiar de opinión, para
volver a dormir en mi palacio con los siervos de la guardia, mas no descendió a su casa.
Y yo me quedé bebiendo sombrío, hasta que se acabó el vino que tenía en mis aposentos.
¿Qué podía hacer yo con Urías más que lo que hice? ¿No era mejor para la seguridad
de la nación encubrir aquel escándalo gubernamental si podía? ¿Quién podía acusarme
por intentarlo? Dios podía acusarme, según se vio, si Natán me decía la verdad. Natán se
pasa la vida soñando con todo género de cosas, de forma que algunas veces tiene que
acertar en algunas de ellas. Natán es la única persona que yo conozca que sueña con Dios.
Los demás tenemos cosas más urgentes de las que ocuparnos cuando nos acostamos.
No sé quién tuvo la idea de enviar a Urías de regreso a la guerra de Amón para que
pereciera. Digamos que fue obra del Diablo, aunque a Natán no le convenció esa defensa
cuando me trajo las malas noticias de los desastres que se avecinaban. Pero fui yo el que
hizo volver a Urías con la carta para Joab que decía: «Poned a Urías heteo al frente, en lo
más recio de la batalla, y retiraos de él, para que sea herido y muera.» Joab obedeció y
envió a Urías a un lugar donde combatían los hombres más valientes, donde cayeron
algunos de los siervos de mi ejército, y murió también Urías heteo.
De manera que Urías heteo se sumó al número de quienes en la historia de la guerra
han sacrificado su vida heroicamente por Dios, patria y rey.
Y en cuanto pasó el luto, su fértil viuda se convirtió en mi mujer y se vino a vivir a
mi palacio, donde se apropió los mejores aposentos del ala de las mujeres, hizo tirar
tabiques para disponer de más espacio y requisó una bañera a medida en cuanto se enteró
de que hacía poco había adquirido yo gran cantidad de piedra de alabastro.
Mis problemas habían terminado.
No habían hecho más que empezar.
Pues lo que había hecho yo había desagradado al Señor, y no puedo decir que me
parezca mal por su parte, aunque nunca le perdonaré que matara al niño en castigo. Ese
fue un acto de la Providencia perverso e inhumano.
He renunciado a toda esperanza de hacer una lista de todas las leyes que violé
solamente en esa experiencia con Betsabé y su difunto marido. Había infringido algunas
del Levítico, de lo cual esperaba que ni Natán ni Jehová se hubieran enterado, y me temo
que más de una vez, en las delicias inconcebibles de las que gozaba con Betsabé, había
tomado el nombre del Señor en vano. Caray, qué cantidad de leyes teníamos: leyes para
todo. Antes de abandonar, llevaba contados seiscientos trece mandamientos, lo cual me
parecía un número extraordinariamente grande para una sociedad con un idioma que
carecía de vocales escritas y tenía un vocabulario total de sólo ochenta y ocho palabras,
diecisiete de las cuales podrían definirse como sinónimos de Dios.
Me sentí escéptico, pero no totalmente sorprendido, cuando se presentó Natán para
denunciarme por haber incitado el descontento del Señor, y para comunicarme la lista de
los castigos que me esperaban. Le había decepcionado. Pero aquello no era nada en
comparación con la forma en que me iba a decepcionar Dios a mí dentro de poco.
—¿Cómo se ha enterado El? —quise saber.
—Tiene sus medios.
—No sabía dónde estaba Abel cuando lo mató Caín, ni dónde se escondió Adán
cuando comieron la manzana.
—Esas eran cuestiones difíciles.
—¿En qué idioma —pregunté— te habló Dios? —esa pregunta difícil me la había
inventado yo.
—En yiddish, naturalmente —dijo Natán—. ¿En qué idioma va a hablar un Dios
judío?
Si Natán hubiera dicho que en latín, yo hubiera sabido que se lo estaba inventando.
Empezó con aquella parábola (¿es de extrañar que yo las deteste tanto?) del pobre
propietario de una sola corderita a quien se la quita el rico propietario de un gran rebaño
para preparar un banquete a uno que había venido de camino. Y cuando yo pronuncié el
veredicto previsible contra el rico, Natán saltó contentísimo:
—¡Tú eres aquel hombre!
—¿Qué me va a pasar? —pregunté fatalista—. La Ley del Talión, supongo. ¿Ojo por
ojo y diente por diente?
—Más o menos —dijo Natán—. Va a impartir un castigo digno del crimen.
—¿No puede El volver la otra mejilla?
—No me hagas reír —al igual que mi hijo Salomón, con el cual está ahora unido en
una extraña alianza, Natán siempre ha sido impermeable a mis ironías más elípticas—.
¿No tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? —
continuó con un movimiento de cabeza, hablando en estilo exhortatorio y didáctico y
pronunciando cada palabra como si se hubiera educado en Oxford—. Tomaste por mujer
a la mujer de Urías heteo, y a él lo mataste con la espada de los hijos de Amón. Por lo
cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada. Así ha dicho Jehová: «He aquí que
yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus
ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la vista del sol. Porque tú lo
hiciste en secreto; mas yo haré esto ante todo Israel y a pleno sol. Por cuanto con este
asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová.»
Ni soñé que pudiera estar hablando de Absalón, y aunque me lo hubiera dicho no me
lo habría creído. A fin de abreviar su discurso, reconocí mi pecado.
—Pero no te preocupes, no te preocupes —se apresuró Natán a tranquilizarme—.
También Jehová ha remitido tu pecado.
Aquello me tranquilizó. Yo sobreviviría. Pero se me heló la sangre en las venas
cuando me dijo que el hijo que me iba a dar Betsabé ciertamente moriría.
Pero ¿qué diablo de justicia era ésa? No podría haberme causado más dolor si me
hubiera dado muerte de golpe. ¿Vengar a los culpables con la vida de un inocente? No me
lo quise creer de verdad hasta que vi que empezaba a cumplirse.
—¿Está bien el niño? —pregunté cuando Betsabé lo tuvo.
—El niño está bien —me respondieron.
—¿Está bien el niño? —preguntaba yo cada mañana y cada tarde.
Hasta que pronto llegó el día en que el niño no estaba bien, sino que estaba muy
enfermo. Como el agua para un alma sedienta pedí gracia para él. «No veré cuando el
niño muera», rogué entonces a Jehová con las mismas palabras tristes que Agar. No podía
soportar ser el testigo culpable, y me fui a una sala y pasé la noche acostado en tierra. Y
se levantaron los ancianos de mi casa y fueron a mí para hacerme levantar de la tierra,
mas no quise, ni comí con ellos pan, ni comí nada con nadie de los que vinieron a
socorrerme. Mis suspiros fueron múltiples y mi corazón débil. Siete días pasé acostado en
tierra y rogué a Jehová por la vida del niño, aunque sabía en mi corazón que mis
oraciones eran desesperadas y que estaba perdiendo al mismo tiempo al niño y a mi Dios
con cada momento que pasaba. Y al séptimo día murió el niño.
Ya me lo sospechaba antes de que me lo dijeran. Me lo podía imaginar por las voces
bajas que oía fuera de mi cuarto. Mis siervos temían decírmelo, temerosos del efecto fatal
que podría tener en mí la información. Habían visto mi aflicción mientras el niño vivía
todavía. Me quedé acostado en tierra unos minutos más, llorando en silencio en el polvo,
y después abandoné toda esperanza y comencé a dominarme. A fin de facilitar las cosas a
todos, puse a mal tiempo buena cara.
—¿Ha muerto el niño? —pregunté directamente.
Y mis siervos, aliviados de la carga de traerme noticia, dijeron:
—Ha muerto.
Cuando terminó la vigilia y el niño murió, me lavé a solas y me cambié la ropa sucia
por otra limpia, y después, para gran asombro de mis siervos, dije que tenía hambre y
pedí que me preparasen una comida digna de un rey.
Estaba cabreado con Dios y con el hombre. No podía dar sentido a la paz que reinaba
en el universo. Quería que el mundo entero tuviese el corazón destrozado, que se ahogase
de pena y de horror ante un acontecimiento tan cruel. Lleno de ira e impotencia, ansiaba
levantar los puños a la montaña más alta y aullar: «¡Gritad, gritad, pastores y llorad!»
¿Cómo podía nadie que tuviera conciencia no sentirse afectado, como si no acabara de
ocurrir algo tan monstruoso y tan universalmente pérfido como la muerte de mi hijo?
«¡Oh, hombres de piedra sois!»
La muerte violenta de Absalón, ocurrida después, yo sabía que habría de lamentarla a
solas. No me sentí ofendido: ahí había que hacer justicia. Pero éste era un niño recién
nacido. Cuando Raquel lloró por sus hijos era como la apatía misma en comparación con
lo que yo sufrí ante la muerte de aquellos dos míos, pues Raquel llorando por sus hijos no
era más que una figura de dicción.
No dije ni una palabra de esos sentimientos cuando me levanté de la tierra, y me
lavé, y me ungí, y cambié de ropa, y entré a la casa de Jehová y adoré. Ya podéis
imaginaros lo reverente y dispuesto a perdonar que en realidad me sentía en mi fuero
interno.
El comportamiento de que hice gala se ha convertido ahora en tema de leyenda. Vine
a mi casa y pedí que mis siervos me pusieran pan y comí como un lobo. La verdad es que
ya tenía mucha hambre. El silencio que me rodeaba era extraordinario. Mis dóciles
siervos me contemplaban como si se hubieran quedado mudos de sorpresa, alarmados y
sorprendidos por la terrible peculiaridad de mi duro carácter y por la flexibilidad con que
me recobraba y por mi apetito. Cuando murió Abner hice ayuno. Cuando murió mi hijo,
comí. Por fin uno halló fuerzas para preguntar y me dijo:
—¿Qué es esto que has hecho? Por el niño viviendo aún ayunabas y llorabas; muerto
él te levantaste y comiste pan.
Hasta que se lo expliqué, creyeron que estaba poseído. Respondí pausadamente. No
quería derrumbarme ante ellos.
—Viviendo aún el niño —dije, y logré mantener una voz firme—, yo ayunaba y
lloraba, diciendo: ¿quién sabe si Dios tendrá compasión de mí y vivirá el niño? Mas
ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Todos van al
mismo sitio, todos son del polvo y al polvo todos volverán. No volverá jamás, jamás,
jamás, jamás. Yo voy a él, mas él no volverá a mí.
—El Señor te lo dio y el Señor te lo quitó —entonó Natán untuosamente, y me
entraron ganas de darle un buen puñetazo en la jeta.
—Amén —entonaron a coro sus acólitos—. Alabado sea el nombre del Señor.
Consoladores molestos eran todos ellos, con sus santurronas frases de «alabado sea
el nombre del Señor», y yo deseaba que no hubiera existido el día en que nacieron.
¿Habían olvidado todos ellos que el Señor ni siquiera nos permitía conocer su
nombre?
En mi soledad, insultaba al Señor y hervía con una beligerancia despectiva y me
moría de ganas de enfrentarme con El. Verdaderamente, no podía dominar mis nervios.
Quería pelearme con El. Estaba dispuesto a maldecir a Dios y a morir. Pero El no aceptó
mi reto. Nunca recibí de El la justificación que yo quería por la muerte del niño. Por el
contrario, recibí la respuesta que menos esperaba.
El silencio.
Es la única respuesta que he recibido de El desde entonces.
Hubiera preferido que me rugiese. Quería oír cómo atronaba El majestuosamente
contra mí en la tormenta, ansiaba ver cómo reaccionaba, y así lo desafiaba y lo pinchaba
a El para que me dejara oír, en vez de aquel silencio inmenso e impenetrable, su voz
todopoderosa ordenándome desde lo alto:
—¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría? Ahora ciñe
como varón tus lomos.
Ya me gustaría a mí que tratase El de responderme con mierdas así. No contestaría
yo con la paciencia de Job.
—¿Quién tienes que ser? —le gruñiría a modo de respuesta.
Lo desafío a que me conteste El: «Yo te preguntaré, y tú me contestarás. ¿Dónde
estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia.»
—¿Qué coño importa eso? —me oigo replicando para dejarlo en ridículo con sus
impertinencias.
Entonces que me responda El en la tormenta y diga:
«¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel?
¿Quién encerró con puertas el mar, cuando se derramaba saliéndose de su seno? ¿Has
mandado tú a la mañana en tus días? ¿Has mostrado al alba su lugar, para que ocupe los
fines de la tierra? ¿Has entrado tú en los tesoros de la nieve, o has visto los tesoros del
granizo? ¿De qué vientre salió el hielo? Y la escarcha del cielo, ¿quién la engendró?
¿Podrás tú atar los lazos de las Pléyades o desatarás las ligaduras de Orion? ¿Vuela el
gavilán por tu sabiduría, y extiende hacia el sur sus alas? ¿Se remonta el águila por tu
nombramiento y pone en alto su nido? ¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo o con cuerda
que le eches en su lengua? ¿Quién creó los cielos y la tierra? ¿Quién repartió conducto al
turbión, y camino a los relámpagos y truenos, haciendo llover sobre la tierra? Declara si
sabes todo esto.»
«Pero eso ya no importa», respondería yo a mi Dios todopoderoso y le añadiría en
respuesta mordaz: «¿No lo entiendes? Eso ya no importa en absoluto.»
Me fue mejor con Betsabé que con Dios. Betsabé y yo no nos dijimos prácticamente
nada, nada en absoluto, en la tierna reunión que tuvimos tras la muerte del niño, y las
pocas palabras que intercambiamos fueron murmullos oídos a medias y cayeron como
endechas melancólicas entre nuestros largos y profundos silencios. Fui a sus aposentos
cuando murió nuestro hijo para confortarla mientras ella estaba en cama y le sostuve la
mano mientras ella estaba en su lecho, y ella lloró en silencio durante más de una hora.
Sus lágrimas corrían lentamente.
11
Y así ocurrió
Dulce era la voz suya, y hermoso su aspecto, y así ocurrió que Betsabé me dio otro
hijo cuando llegándome a ella dormí con ella otra vez. Le dimos el nombre de Salomón y
Jehová lo amó, según ella, aunque todavía me resulta imposible figurarme por qué.
—¿Cómo fue —le había preguntado antes y me vi obligado a preguntar otra vez—
que nunca tuviste hijos con Urías? ¿O con cualquiera de los muchos hombres que se
llegaron a ti antes que él?
—Tomaba mis precauciones —me explicó esparciéndose atentamente un ungüento
de malaquita en torno a los ojos para sombrearlos de verde—. Tomaba la píldora.
—Entonces, ¿cómo es que sigues teniendo hijos conmigo?
—Quiero ser madre de un rey algún día. Ese fue uno de los motivos por los que me
vine a vivir aquí.
—Te has equivocado —le dije—. No puedes ser madre de un rey.
—¿Y Salomón?
—Ahora mismo es el último en la línea de sucesión.
—Pues ponlo el primero.
—Imposible, hermana mía, amiga mía...
—Entonces métete las manitas en los bolsillitos.
—... paloma mía, perfecta mía.
—No estoy dispuesta a volverme a acostar contigo hasta que dejemos este asunto
resuelto de una vez para siempre.
—Tú eres hermosa, amiga mía; he aquí que tú eres hermosa.
—Para, David. Eso no te va a valer hoy. Ya sabes lo que deseo y quiero que me lo
des. Quiero ser reina.
—Nosotros no tenemos reinas. ¿Tengo que explicártelo otra vez?
—Entonces haz que yo sea la primera —persistió ella—. Puedes hacer lo que
quieras. Me gustaría ser famosa. Algún día me gustaría figurar en la Biblia. Ni siquiera tu
propia madre sale con su nombre en la Biblia.
Al llegar aquí tuve que reírme:
—¿Crees de verdad que caerás jamás en el olvido después de lo que hicimos entre tú
y yo a Urías? —volví a reírme—. No te preocupes, ya saldrás en la Biblia. Quizá no te
guste lo que diga, pero saldrás en ella.
—Urías será más famoso que yo —predijo Betsabé pesarosa—. Le darán más
espacio como marido mío que a mí como mujer suya, o tuya, o como madre de Salomón.
—Nadie te va a reconocer mucho tiempo como madre de Salomón si sigues
intrigando de forma tan descarada. El chico estará en peligro en cuanto yo muera y tú
también. Amnón es un egoísta y Absalón un vanidoso. Hay gente que ha cometido
asesinatos con menos motivo.
—Entonces promete ahora mismo que lo nombrarás tu heredero. En todo caso, lo vas
a hacer por mí tarde o temprano, de modo que bien podrías prometérmelo ya.
Aquel descaro resultaba asombroso y sonreí:
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Porque yo te la chupo, por eso. Y porque conmigo follas como nunca.
—Vamos a verlo.
—Prométemelo. Quieto ahí, he dicho que no. No me toques ahí. No me rasques así.
Lo digo de verdad, David, David. Te lo aseguro.
Reconocí que gran parte de las cosas de las que presumía ella eran verdad, pero no
tenían mucho que ver con el asunto.
—No hay ni una posibilidad entre un millón de que tu pequeño Salomón sea rey
jamás —le advertí—, de modo que más te vale dejar de pensar en eso y dejar de hablar
del asunto. Ya tiene por delante a Amnón y Absalón, y después viene Adonías, eso por no
mencionar más que a los que empiezan por A. De manera que échate atrás, mi amor,
déjame entrar en tu jardín y comer tus agradables frutos. Tus ojos entre tus guedejas son
como de paloma. Tu ombligo es como una taza redonda que no le falta bebida. Tu vientre
como montón de trigo cercado de lirios. Tus dientes como manadas de ovejas
trasquiladas.
—Ay, David. No, David.
—Tus pechos son semejantes a los racimos. Los contornos de tus muslos son como
joyas, obra de mano de excelente maestro. Tu cuello como torre de marfil. Mi bandera
sobre ti es amor. Déjame que te la meta por la oreja.
—No, David. Ay, David. Ay, David, David... No, David —y diciendo que nunca
consentiría, consintió y no lo lamentó después—. David —suspiró encantada cuando
descansamos—. Eso ha sido divino. ¿De dónde sacas unas frases tan bonitas?
—Me las invento todas —le dije, bastante contento con ellas yo también—. Hubiera
podido forzarte fácilmente, cariño, ya sabes.
—Y ¿qué habrías sacado? —replicó burlona—. Igual podrías forzar a Ahinoam o a
Abigail o a Mical, lo que no te iba a producir ningún placer, y eso es por no mencionar
más que las que empiezan por A.
—Abigail no está mal —me sentí obligado a decir por lealtad.
—Pero ¿puede compararse conmigo? —dijo Betsabé con razón—. Escucha, David,
eso de la sucesión... Tú no eras precisamente el mayor cuando te escogió Samuel,
¿verdad?
—Samuel no me escogió —le revelé—, y hubiera preferido con mucho a cualquiera
de mis hermanos. Samuel no estaba precisamente loco por mí. Fue Dios. Si Dios me
habla, naturalmente tendré que hacer lo que El diga.
—Entonces háblale tú a El —exigió ella—. Te debe un favor, ¿no?
—Me debe disculpas —corregí—. ¿No ves la diferencia?
—No quiero verla.
—No tiene que expiar nada conmigo; no tiene más que presentarme excusas. Y no
voy a hablar con El hasta que El hable conmigo. Ya hablará El cuando crea que tiene algo
que decirme, no te preocupes. Amnón es el primero y después viene Absalón, si viven los
dos. Y nombre el que nombre yo, se deshará inmediatamente del otro, si tiene la cabeza
bien puesta encima de los hombros.
—Y ¿si no vive ninguno de los dos?
—Entonces viene Adonías. Pero ¿por qué no van a vivir? ¿En que estás pensando,
zorrita?
—Voy a clavar agujas en imágenes.
—¡No te atreverás!
Y mis dos hijos desaparecieron de una forma tan asombrosa y monstruosamente
definitiva que incluso ahora tengo que controlarme para no llegar a la conclusión de que
quizá lo organizó ella. Amnón mandó a avisar de que estaba enfermo. Yo ya había oído
decir que hay gente con facultades para causar enfermedades a otros mediante alfileres y
agujas, polvos de insectos y otras variedades de magia negra y, naturalmente, mediante el
veneno. Pero resultó que Amnón mentía (de forma que Betsabé quedó exculpada) y lo
que estaba haciendo era engañarme como a un bobo crédulo para que enviara a mi
inocente hija Tamar, su hermanastra, a su casa y a servir sus perversos designios. Ni
siquiera Betsabé, pese a toda su doblez y aunque hubiera tenido todos los alfileres y todas
las agujas del mundo, hubiera podido preparar un enredo así. Tengo que exonerarla a ella,
por tentador que sea aferrarse a cualquier explicación de la concatenación de
acontecimientos que llevaron a la desintegración de mi familia sin que yo tuviera culpa
de nada. La culpa era de otros, porque cada uno de nosotros (Amnón, Absalón y yo)
contribuyó agresivamente a los clímax brutales que nos abrumaron, y Amnón y Absalón
murieron por la espada.
Tamar era la única inocente.
Como Tamar, la hermana de Absalón, era muy hermosa y virgen, Amnón pensó que
le resultaría difícil conseguirla si le hacía la corte abiertamente. Sin embargo, creía estar
enfermo de amor por ella, y se sentía angustiado. Amnón, mi primogénito, era guapo,
ocioso y tenía demasiados privilegios; era uno de esos muchachos vanidosos para quien
el menor capricho se convierte en una exigencia imperativa, y la menor negativa en una
desgracia aplastante imposible de soportar. De manera que organizó su nefanda
conspiración para violarla, y yo me tragué totalmente la ficción de que estaba enfermo.
Con él me había olvidado de que la letra con sangre entra; al no castigarlo de nuevo,
preparé el escenario para algo mucho peor. Quizá me lo mereciera. Nunca me había
peleado con Absalón hasta que ocurrió aquello entre Amnón y Tamar. Después mis peleas
con Absalón no hallaron fin hasta que Joab le clavó tres dardos en el corazón y luego hizo
que lo bajaran del árbol y lo echaran en un hoyo asqueroso en el bosque, como un animal
indigno de un entierro humano ortodoxo. La muerte se cernía en el aire.
—Yo te ruego —me dijo Amnón cuando fui a ver a mi hijo, que me había enviado a
decir que estaba enfermo— que venga mi hermana Tamar a cuidarme —estaba acostado,
como si adoleciera de alguna enfermedad.
—Probablemente será un virus.
Asintió, con aspecto débil y deprimido:
—Que haga delante de mí dos hojuelas para que coma yo de su mano, a ver si me
animo.
¿Qué padre hubiera dicho que no? De niños habían jugado juntos. Tenía siervos en su
casa; no estarían solos.
—Ve ahora a casa de Amnón tu hermano —le dije a Tamar cuando volví a la mía—,
y hazle de comer. Está enfermo y en cama y ha pedido que vayas a verlo.
Y fue Tamar a casa de su hermano Amnón, y llevaba un vestido de diversos colores
que era tan luminoso, tan alegre y tan brillante como las túnicas ricas y resplandecientes
que lleva a diario mi guapa sierva Abisag. Quizá fuera aquel bonito vestido de virgen el
que la hizo irresistiblemente deseable para Amnón, pues de otro modo no hay forma de
entender cómo la trató después.
Amnón se había asegurado de que tenía un aspecto patético allá en la cama cuando
llegó Tamar. Esta se arremangó y se puso a trabajar como una negra con las cosas que
había venido a hacer. Tomó harina y amasó, e hizo hojuelas delante de él y las coció.
Tomó luego la sartén y las sacó delante de él, mas él negó con la cabeza y no quiso
comer.
—¿No tienes hambre? —preguntó la chica, tímida y solícita.
—Tengo hambre —respondió él, desanimado—, pero estoy muy cansado. Echa fuera
de aquí a todos. Por favor. Me siento tan débil. Me vuelven loco —y cuando todos se
fueron dijo a Tamar—: Trae la comida a la alcoba, donde hay más espacio, para que yo
coma de tu mano. Ayúdame a levantarme, hermana mía. Creo que puedo andar, pero te
ruego me ayudes.
De modo que Tamar tomó las hojuelas que había hecho y las llevó a su hermano
Amnón a la alcoba, donde estaba acostado en una cama mayor. Dejó sitio a Tamar para
que se sentara a su lado con la sartén y le diera de comer. Pero cuando le ofreció las
hojuelas de la sartén, la agarró con una fuerza y una brusquedad que no esperaba ella y le
dijo:
—Ven, hermana mía, acuéstate conmigo.
La chica, asustada, trató de echarse atrás. El la agarró fuerte.
—No, hermano mío —le suplicó aterrada Tamar—, no me hagas violencia.
—Por favor —le dijo él hosco—. Tengo que poseerte.
—No me hagas violencia —insistió ella—, porque no se debe hacer así en Israel.
—No lo lamentarás.
—No hagas tal vileza.
—No acepto que me digas que no.
—¿Y yo? ¿Adonde iría yo con mi deshonra? —intentó ella tímida,
desesperadamente, convencerlo—. Y aun tú serías estimado como uno de los perversos
en Israel. Te ruego, pues, ahora, que hables al rey, que él no me negará a ti.
No suponía mal la chica. Desde el Levítico, está prohibido que un hombre se acueste
con la hija de la esposa de su padre, pero yo hubiera dicho que sí si las intenciones de
Amnón hubieran sido buenas y hubiera pedido casarse con ella. Esas leyes muchas veces
se violan más de lo que se respetan, y yo hubiera hecho la vista gorda y habría bailado en
su boda. Pero Amnón no pensaba en casarse. No la quería oír, sino que la aplastaba bajo
su propio peso.
—No grites —amenazó—, o mis siervos también se enterarán de lo que hacemos.
Y pudiendo más que ella, la forzó a la cama. Le levantó las faldas. Y después la
violó.
¡Ay, cuánto daño hizo, cuánta ruina causó! Y también para sí, pues no fue Tamar la
única víctima. Por culpa suya tuve yo que huir de mi ciudad de Jerusalén para salvar la
vida siete años después. El tiempo vuela cuando miramos atrás, ¿no? Más bien parecía
que hubieran transcurrido siete segundos. Por eso y por lo que ocurrió después, pues
cuando Amnón terminó ya no la amaba. Por el contrario, la aborreció con tan gran
aborrecimiento, que el odio con el que la aborreció fue mayor que el amor con que la
había amado. El no sabía por qué ni se lo preguntaba. ¿Qué coño esperaba de una virgen?
—Levántate y vete —le ordenó con crueldad, desprecio y repulsión. Y la apartó de sí
de un empujón.
La muchacha, confusa y violada, estaba a punto de desmayarse.
—No hay razón —le dijo llorosa—. Mayor mal es éste de arrojarme que el que me
has hecho.
Mas él no la quiso oír tampoco ahora, y la envileció más al llamar al criado que lo
servía, y mientras ella se encogía ante sus palabras, como si fueran latigazos, dio las
siguientes órdenes al hombre:
—Echame a ésta fuera de aquí, y cierra tras ella la puerta. No la dejes entrar si
vuelve a buscarme.
Entonces aquel hombre, su siervo, con una risa burlona, la sacó de la casa sin decir
palabra y cerró la puerta tras ella.
Amnón la echó. ¿Por qué? Hay muchas cosas escondidas al oído que oye y al ojo que
ve.
Y Tamar, expulsada de modo tan rudo, tomó ceniza y la esparció sobre su cabeza y
sobre la ropa de colores festivos de que estaba vestida e hizo lo mismo que haría si
hubiera de llorar a alguien que hubiese muerto. Puesta su mano sobre su cabeza, se fue
gritando hasta que se encontró con su hermano Absalón, que lo supuso todo por su
aspecto afligido, de modo que no necesitó decírselo.
—¿Ha estado contigo tu hermano Amnón? Pues calla ahora —le ordenó—; tu
hermano es —y ella se quedó desolada en casa de su hermano Absalón y no quiso salir.
—Has hecho muy bien, Absalón —lo felicité cuando me planteó el asunto. Lo que
más temía yo era encontrarme otra vez con problemas graves y con decisiones difíciles.
Al principio, mi pesar mayor y más desmoralizador se debía a que mi hijo mayor me
había puesto en ridículo—. Lo que le dijiste a ella estuvo muy bien.
—Y ¿qué vas a hacer? —preguntó Absalón, y me contempló atentamente en espera
de mi respuesta.
—¿A Amnón?
—Para castigarlo.
—Es mi hijo.
—Y mi hermana es tu hija.
—No es más que una chica. Y no gritó, ¿no?
—¿Quién iba a acudir? Amnón es el hijo del rey.
—Eso no importa. Cuando toman a una chica en la ciudad y no grita, tanta culpa
tiene ella como él.
—¿De verdad? —dijo Absalón, casi apático. Pero levantó las cejas.
—Sí, está en la Biblia. Puedes consultarlo.
—¿Puede el Diablo citar la escritura en su propio beneficio?
—Yo no soy el Diablo, Absalón. Y tu hermana Tamar ni siquiera está prometida. En
realidad no hay ninguna ley que prohíba violar a una mujer que no está prometida. ¿Lo
sabías?
—Pues imponla tú —dijo Absalón—. Quizá mi hermano Amnón imponga una ley
contra las violaciones cuando sea rey.
Yo no sabía que Absalón poseía esas dotes para el sarcasmo enigmático. Eso me
preocupó. No podía imaginarme lo que estaba pensando.
—¿Has hablado con Amnón? —sentía grandes deseos de saberlo.
—No he dicho a Amnón nada, ni bueno ni malo.
—Bien hecho —lo elogié.
—¿Para qué? —dijo con gesto inescrutable, pero no dejaba de estudiarme con sus
ojos oscuros y penetrantes—. Lo único que quiero es aprender.
—No valdría de nada. Amnón es tu hermano.
—Y Tamar no es más que mi hermana —no comprendí que lo decía con ironía.
—Sí.
—¿Vas a hablar con Amnón? —quiso saber Absalón.
—Le voy a echar una bronca —repliqué—. Te lo prometo.
—¿Quieres verla?
—¿A quién?
—A Tamar.
—¿Para qué?
—Para hablar con ella.
—¿De qué?
—Está en mi casa y no quiere salir. No es la misma. No quiere hablar con nadie.
Jamás.
—Entonces, ¿para qué voy a hablar con ella? ¿Qué puedo decirle que le sirva de
algo?
—Tú la enviaste a verlo.
—Dijo que estaba enfermo.
—Te mintió.
—Se lo reprocharé.
—Está desolada en mi casa. Llora todo el tiempo.
—¿Puedo yo consolarla?
—Cree que no hay ningún sitio de Israel donde pueda esconder su vergüenza.
—Podemos hacer que no se sepa. ¿Quién ha de saberlo?
—¿Puede esconderse de sí misma? Hizo que la echara de su casa un criado, como si
fuera algo obsceno.
—Te voy a hacer una pregunta —le dije—. ¿Qué puedo decirle yo? ¿Que obligaré a
Amnón a casarse con ella?
—Eso no es lo que quiere ella ahora —respondió Absalón.
—¿Qué quiere?
—No quiere volver a ser vista en Israel.
—¿Dónde puedo enviarla?
—¿Puedo enviarla a Gesur, a casa del rey, el padre de nuestra madre?
—Me gusta esa idea —consentí inmediatamente—. Llévala tú mismo.
—Y ¿qué vas a hacer tú?
—¿A Amnón? —era una pregunta difícil de contestar—. Escucha las palabras de tu
padre, hijo mío —traté de evitar la respuesta; me puse en plan profesoral.
—Escucho —declaró Absalón, esperando—. Estoy intentando aprender con todas
mis fuerzas.
—Entonces, escucha estas palabras de tu padre. No es más que tu hermana, Absalón.
No es como si fuera tu mujer, o tu concubina, o tu hija.
—Tamar es hija tuya.
—¿Debo vengar a una hija o salvar a un hijo? Dímelo tú, si lo crees tan fácil.
—¿Qué vas a hacer?
—¿De verdad esperas que lo haga matar?
Al final, claro, no hice nada más que tratar inútilmente de echar una bronca a mi hijo
Amnón a ver si daba indicios de arrepentimiento. A veces resulta mucho más fácil hacer
la vista gorda. Y Absalón nunca me perdonó. Ahora lo comprendo. Entonces ni siquiera
quise comprender que me echaba la culpa a mí. Pero ¿cómo esperaba que castigase yo a
Amnón? ¿Cómo diablos hubiera podido yo castigar al mismo Absalón si no lo hubiera
hecho Joab por mí? ¿Tenerlo encadenado?
La verdad es que yo estaba muy enfadado con Amnón —o intentaba estarlo—
cuando hablé con él a solas, y de nada me valió. El adoptó una actitud lánguida y
aburrida y no le importó un pito que le echase una bronca por lo que había hecho.
Pretendió llevarme la corriente con una sonrisa de despego y superioridad, dando por
seguro que no le iba a imponer ningún castigo. En medio de mi reprimenda se peinó los
rizos. Los llevaba recién aceitados y llevaba en el brazo más argollas de las que me gusta
ver en un hombre. Se arrepentía de haber violado a Tamar tanto como de haberme
ofendido irreverentemente al reducirme de modo tan engañoso a mí, su padre y su rey, a
la condición de proxeneta. También por eso le eché una buena bronca, y tampoco logré
que se arrepintiera de aquella transgresión más que de la otra.
—No deberías haberme utilizado a mí en tu plan —le reproché—. ¿Por qué tenías
que dejarme en ridículo?
Mi objeción le divirtió.
—Quería ver si era posible. ¿No se te puede gastar una broma? Estás enfadado
conmigo, ¿verdad? Ya lo noto.
—Estoy muy enfadado.
—Ya noto que estás enfadado. En realidad no veo por qué estás enfadado. Yo amaba
a Tamar y me sentía tan angustiado de amor que no podía comer y adelgazaba a ojos
vistas. Cuando la poseí, dejé de amarla. ¿Resulta tan difícil de comprender? ¿Es tan
infrecuente? En realidad, gran parte de la culpa es suya. ¿No crees que me provocó? No
debería haber venido a mi casa si no quería que la forzara.
Lo contemplé un momento con la boca abierta:
—Fui yo quien te la envió.
—No hubieras debido hacerlo —me amonestó blandamente.
—Me lo pediste tú.
—Y desde luego no hubiera debido quedarse a solas conmigo en mi alcoba.
—Tú hiciste que se fueran tus criados.
—Pero ella no gritó, ¿no? Estábamos en la ciudad, ¿no? Tenía que gritar. Si no, tiene
tanta culpa ella como yo y se la puede matar a pedradas.
—¿Quién hubiera ido en su ayuda? Tú eres el hijo del rey.
—Eso no importa —replicó—. En la ciudad tiene que gritar.
—Entonces, ¿la culpa es de ella?
—¿Por qué te enfadas tanto? —preguntó plácidamente Amnón—. Algún día seré yo
el rey y todo esto no importará nada, ¿no?
—La chica está avergonzada, Amnón —traté de convencerlo—, y no deja de llorar.
No quiere salir de casa.
Amnón se encogió de hombros:
—Si tuviera que preocuparme de cada chica que se siente avergonzada, no podría
violar ya a ninguna más.
—¿Tenías que echarla de casa después?
—Me daba asco, padre. ¿Qué iba a hacer yo? El odio con el que la aborrecí fue
mayor que el amor con que la había amado, de modo que la quería ver fuera de mi
presencia lo antes posible. No podía soportarla ni un instante más. ¿No te ocurre a ti eso
muchas veces con las mujeres después de haberte acostado con ellas?
—Nunca —le dije y, tras reflexionar, añadí—: Salvo algunas veces, cuando quieren
hablar mucho.
—A mí me resulta peor —reconoció él introspectivo—. Me ocurre casi siempre. Es
la única parte de todo este asunto que de verdad me preocupa. Quizá tenga yo un
problema. Tiendo a sentir repugnancia por las mujeres en cuanto he terminado con ellas.
¿Por qué me miras así?
—Creo que quizá te espere un grave problema cuando seas rey —me sentí obligado a
informarle—. Voy a dejarte un harén enorme. Quizá no logres triunfar en eso. Vas a tener
una casa llena de mujeres que se considerarán tus esposas y amantes y que, según me
dices, te llenarán de asco. ¿Cómo vas a soportarlo? Es como vivir dentro de una jaula
llena de pájaros. Tu harén será un infierno. En el mejor de los casos nunca es demasiado
agradable. El tuyo será una pesadilla.
—Es algo que me preocupa —me confió pensativo—. Me pregunto si quizá en el
fondo de mi alma no haya algo malo, algo misterioso, como ocurría contigo y con
Jonatán.
Lo contemplé fríamente:
—¿Qué coño quieres decir con eso?
—Bueno, ya sabes —dijo con leve impaciencia—. No sé por qué reaccionas así
cuando se habla de eso. No soy yo el único que comenta el asunto, ya sabes.
—¿Qué asunto? —pregunté. Temblaba de ira.
—Aquella amistad tuya con Jonatán —respondió, tan tranquilo—. Ya sabes que no
es ningún secreto. Incluso tú mismo lo dices directamente en aquel poema tuyo. ¿No
dices que te gustaba más su amor que el amor de las mujeres?
—No digo nada de eso —refuté violentamente. Resultaba terriblemente inquietante
ver que de pronto era yo el que estaba a la defensiva—. Lo que digo —expliqué con
precisión— es que más maravilloso me fue su amor que el amor de las mujeres, no que
me gustara más, lo cual es completamente distinto.
«Eso lo dirás tú», era lo que parecía pensar al mirarme con aire escéptico:
—¿Qué diferencia hay?
—Yo estaba exaltando la amistad —traté de elucidar—. Y cuando tienes en cuenta
que las únicas mujeres que había conocido hasta entonces eran Mical, Abigail y
Ahinoam, tampoco es mucho decir, ¿verdad?
—Ya has oído las historias que corren por ahí, ¿no?
—Son apócrifas. Vuelve a leerlo, léelo atentamente. Lo único que yo intentaba decir
es que Jonatán había sido un buen amigo y me resultaba tan íntimo como un hermano.
Nada más.
—¿Como Absalón y yo? —preguntó Amnón con una mueca, arreglándose las
mangas de la túnica como si tuviera ganas de irse.
—Exactamente —me sentía en terreno más firme al volver al tema principal de
nuestra discusión. Jonatán y yo... ¡Cómo se le ocurría a este hijo mío salir ahora con ésas!
—. Sí, igual que Absalón y tú. ¿Ha hablado contigo tu hermano Absalón?
—¿Mi hermano Absalón? —me pareció que jugaba conmigo con aquel aire de
laxitud afectada—. ¿De qué?
—De su hermana Tamar.
—¿Por qué iba a hablarme? Mi hermano Absalón no ha hablado conmigo de nada
bueno ni malo.
—¿No parece estar enfadado?
—¿Por qué iba a parecer enfadado? —dijo Amnón—. ¿A quién le importa una
hermana?
Yo podría haberle contestado, de haber pensado en ello, que sí les importó a Simeón
y Leví, a aquellos dos hijos feroces y tercos de Jacob y de Lea que vengaron la deshonra
de Dina y mataron al príncipe enfermo de amor de Siquem y a todo varón de su ciudad.
Simeón y Leví cayeron sobre la ciudad osadamente con sus espadas cuando llegó el
momento, mientras que los hombres de Siquem seguían doloridos de los actos de
circuncisión brutal a los que se habían sometido como parte del acuerdo nupcial espúreo
que habían propuesto los dos a fin de que los hombres de aquella ciudad no pudieran
defenderse. Los mataron a todos y no perdonaron al príncipe ni a su padre. Y el pobre
viejo que era el patriarca Jacob no se sintió nada contento con los peligros que habían
causado. «Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra»,
amonestó furioso a Simeón y Leví, y ordenó que levantaran las tierras y reunieran el
ganado y los zarcillos que estaban en sus orejas y los ídolos de dioses ajenos escondidos
debajo de una encina que estaban en Siquem, en preparación para la huida que ahora
preveía iba a ser necesario. «Teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me
atacarán y seré destruido yo y mi casa.»
Y así fue como Jacob, mi antepasado respetado, complicado, lleno de problemas, se
vio obligado a huir otra vez para salvar la vida, aunque no, como me ocurrió a mí, para
escapar a un hijo, a pesar de que él había huido mucho antes de su hermano Esaú, a quien
había robado la bendición, y cuya primogenitura había comprado por un plato de lentejas
cuando Esaú volvía de la caza y tan cansado que creía que se iba a morir de hambre.
Absalón tuvo paciencia. No cabe duda de que yo hubiera debido ser más severo con
Amnón. Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los
hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal. Por lo menos eso era lo
que se podía decir de Absalón. Con una paciencia, una astucia y una autodisciplina que
no le hubiera supuesto nadie que lo conociera, no hizo más que sonreír durante dos años,
y sin embargo era un villano. No hizo nada. Pero en su corazón Absalón aborrecía a
Amnón, porque había forzado a Tamar su hermana. Y ahora sé que también me aborrecía
a mí. Sabía que yo lo amaba. Tenía que saber que lo amaba, y debió de aborrecerme tanto
más porque veía que yo estaba chocho por él. Debió de saberlo por la forma en que por
fin le di la bienvenida a mi presencia tras su largo destierro. Quizá lo había dejado allí
demasiado tiempo: tres años en Gesur y dos aquí en Jerusalén, sin dejarle que viera mi
faz. Quizá cinco años de separación fuera demasiado.
Me pregunto en qué pensaba él de verdad cuando me pidió que fuera, junto con todos
sus hermanos, a la fiesta del esquileo, a la que invitó a Amnón en una emboscada fatal.
Me niego a pensar en los planes de emergencia que hubiera podido poner en marcha de
no haberme negado yo. Los primeros informes de la matanza que llegaron a gritos a la
ciudad fueron espantosos: las voces gritaban histéricamente que Absalón había matado a
todos mis príncipes, a todos sus hermanos, a todos mis hijos. Me abandonaron los
sentidos. No pude respirar. La gente se desmayaba en las calles de la ciudad. Entonces
empezaron a llegar mis otros hijos en apresuramiento desordenado con la horrible noticia
de que el enorme odio de mi hijo Absalón se había centrado sólo en Amnón. Lo creáis o
no, en comparación con aquellos primeros rumores, abrumadores e increíbles, de
fratricidio en masa, aquello era una buena noticia.
Absalón había trazado sus planes de represalia tan cuidadosamente sólo en contra de
Amnón, y había dado órdenes a escondidas a sus criados, diciendo:
—Os ruego que miréis cuando el corazón de Amnón esté alegre por el vino; y al
decir yo: herid a Amnón, entonces matadle, y no temáis, pues yo os lo he mandado.
Esforzaos, pues, y sed valientes.
Y en el momento oportuno, Absalón les ordenó:
—¡Herid a Amnón! —e hirieron a Amnón.
De manera que Amnón murió borracho y no tuvo tiempo ni siquiera para tratar de
saber por qué. Y Absalón huyó a Gesur, donde era rey su abuelo, y pasó allí tres años. Yo
no lo perseguí ni envié a pedir que me devolvieran al fugitivo. No cabe duda de que
hubieran atendido a una solicitud de extradición, pues Gesur está en Siria, y toda Siria era
vasallanía. Lo dejé quedarse allí, lo dejé vivir. Pero de golpe había perdido a ambos, en
un momento terrible durante una fiesta normal del esquileo. Por Amnón pronto me
consolé, pues había muerto, pero mi alma ansiaba ir a Absalón. Joab lo sabía. Todos los
días lamentaba yo la pérdida de aquel muchacho mío tan guapo y espléndido que
sobrevivía y a quien siempre había admirado de forma tan irreprimible. Me preocupaba.
Vivía con un temor morboso de no volverlo a ver jamás.
Joab advirtió que mi corazón se inclinaba hacia Absalón y al final tomó el toro por
las astas. Yo trataba de disimular que quería tenerlo cerca de mí. Pero la ley, temblaba
yo..., la ley. ¿Cómo podía perdonar yo al único de mis hijos que había asesinado a otro,
recuperar como sucesor mío al joven que había matado a su hermano mayor que lo
precedía en la sucesión? Pero tranquilos, que Joab demostraría lo fácilmente que se podía
hacer.
Empezó con la ayuda de la mujer astuta de Tecoa, a la que envió por delante para
romper el hielo y abrir el camino a lo que él mismo deseaba propugnar. Hizo que viniera
ante mí como si fuera una viuda vestida de duelo. La mujer astuta de Tecoa se postró en
tierra ante mí al entrar e hizo reverencia y después se me echó encima con una historia
convincente y dolorosa que decía ser verdad y que al final no resultó ser sino otra irritante
parábola.
—¡Ayúdame, oh rey! —dijo.
Y yo le pregunté con simpatía:
—¿Qué tienes?
Y ella comenzó su triste charada respondiendo:
—Yo a la verdad soy una mujer viuda y mi marido ha muerto. Tu sierva tenía dos
hijos, y los dos hijos riñeron en el campo; y no habiendo quien los separase, hirió el uno
al otro, y lo mató. Y he aquí que toda la familia se ha levantado contra mí, diciendo:
entrega al que mató a su hermano para que le hagamos morir por la vida de su hermano, a
quien él mató. Así apagarán el ascua que me ha quedado, no dejando a mi marido nombre
ni reliquia sobre la tierra. ¿Es que con eso lograrán que reviva mi hijo muerto?
Vi que tenía ella la razón y me dispuse a tener compasión.
—Vete a tu casa —dije—, y yo daré órdenes con respecto a ti. Al que hablare contra
tí tráelo a mí, y no te tocará más.
Entonces dijo ella:
—Me han dado miedo. Te ruego, oh rey, que te acuerdes de Jehová tu Dios, para que
el vengador de la sangre no aumente el daño, y no destruya a mi hijo.
Y prometí:
—Vive Jehová, que no caerá ni un cabello de la cabeza de tu hijo en tierra.
Entonces la mujer continuó decidida, como si estuviera empeñada en obtener más:
—Te ruego que permitas que tu sierva hable una palabra a mi señor el rey.
¿Cómo podía yo negarme?
—Dime, dime.
Y la mujer dijo:
—Hablando el rey esta palabra, se hace culpable él mismo, por cuanto el rey no hace
volver a su desterrado —tembló de miedo momentáneamente cuando me oyó sofocar un
grito de asombro—. Porque de cierto morimos —siguió a toda velocidad, como para
frenar toda ira que pudiera mostrar yo ante tan increíble resolución—, y somos como
aguas derramadas por tierra. Ni Dios quita la vida, sino que provee medios para no alejar
de sí al desterrado para siempre —y la mujer concluyó—: Que hable ahora mi señor el
rey.
—¿Quién te ha ordenado hacer esto? —fueron las palabras con las que por fin
respondí al mismo tiempo que la aseguraba que estuviera tranquila, puesto que no
pretendía hacerle daño—. Yo te ruego que no encubras nada de lo que yo te preguntare.
¿No anda la mano de Joab contigo en todas estas cosas?
Y la mujer astuta de Tecoa, que desde luego era lo bastante astuta para usar con
destreza la táctica del halago, replicó lo siguiente:
—Vive tu alma, rey señor mío, que mi señor es sabio conforme a la sabiduría de un
ángel de Dios, para conocer lo que hay en la tierra. Porque tu siervo Joab, él me mandó, y
él puso en boca de tu sierva estas palabras.
—He aquí —dije al hacer que se marchara aquella mujer— lo que has de hacer: di a
Joab que has hecho esto y hazlo volver a mí. A propósito, y sólo por curiosidad personal,
¿a que no es verdad que un hijo tuyo haya matado a otro?
—No, señor, no. Y no soy viuda.
—Ya empiezo a darme cuenta.
Con el propio Joab sucumbí de buena gana a sus argumentos, que desde el principio
esperaba que fueran irrefutables. Me sentí más agradecido de lo que puedo describir
cuando le oí expresar su precepto universal, tan realista, de que no hay ley legítima y, en
consecuencia, no existe el delito. Y no pude seguir discutiendo con él cuando me propuso
la celebrada norma de oro sobre la que gira el mundo hasta hoy mismo:
—Haz a tu prójimo lo que mejor sea para ti mismo.
Ante aquello, desapareció toda resistencia que hubiera podido seguirle oponiendo:
—Ve, y haz volver al joven Absalón —cedí magnánimo, como si fuera yo el que le
estaba haciendo a él el favor.
Y entonces Joab hizo algo muy sorprendente, algo que jamás he olvidado y que quizá
jamás se ha perdonado él. Se postró en tierra sobre su rostro e hizo reverencia, y me dio
las gracias, incluso se calificó a sí mismo de siervo mío y a mí de su rey y señor. ¿Todo
aquello en boca de Joab? Hasta hoy día no he logrado saber qué fue lo que le pasó. Me
sentí tan asombrado ante una sumisión tan abierta y reverente por su parte que casi me
eché a llorar. En aquellos tiempos llorábamos mucho.
—Hoy ha entendido tu siervo —profesó Joab, en un estallido de emoción
extrañísimo en él— que he hallado gracia en tus ojos, rey señor mío, pues ha hecho el rey
lo que su siervo ha dicho.
Me llevó un minuto recuperarme de mi sorpresa:
—Pero váyase a su casa —ordené— y no vea mi rostro. Y dile que tenga cuidado,
pues el pueblo lo aborrecerá.
Así que Joab se levantó y se fue a Gesur y trajo a Absalón a Jerusalén. Hasta mucho
después, cuando huía a escondidas de Jerusalén hacia el Jordán, no se me ocurrió que los
motivos de Joab para suplicar así podrían ser otra cosa que humanitarios. Cuando nace la
sospecha es difícil sofocarla, y todavía me siento inclinado a dudar de él. Es posible que
Absalón lo fastidiara todo con lo del campo de cebada.
De modo que, al cabo de tres años de exilio, Absalón volvió a su propia casa y no vio
mi rostro durante dos más. Y para gran sorpresa mía, nadie lo aborrecía por haber matado
a su hermano. Y al cabo de poco tiempo no había en todo Israel ninguno tan alabado
como Absalón. Lo alababan por su hermosura. Yo me alegraba mucho. Y le nacieron a
Absalón tres hijos —nietos míos, naturalmente— y una hija que se llamó Tamar, por su
tía deshonrada y destrozada, mi hija. Y era mujer de hermoso semblante, pero eso no le
sirvió de mucho, porque de todos modos pronto se quedó huérfana de padre en la guerra.
A las mujeres que se llaman Tamar no les va muy bien en la Biblia, ¿verdad? La primera
fue aquella mujer cananea que se quedó viuda dos veces, la segunda de su marido Onán,
que prefirió echar su semilla en tierra para no dejar embarazada a la viuda de su hermano
muerto y continuar el linaje de su hermano, por lo cual el Señor lo mató. Tuvo que
vestirse de ramera, con la cara tapada por un velo, para seducir a Judá, su suegro, y
conseguir que se casara con ella, como tenía ella derecho, y que la dejara embarazada con
el hijo que le debía un miembro de la familia de su marido muerto, La segunda Tamar fue
mi Tamar, que tuvo la mala fortuna de que la violase su hermanastro Amnón. Y esta
pequeña Tamar que perdió a su padre en la batalla del bosque de Efraín y nunca se volvió
a saber de ella. Y estuvo Absalón por espacio de dos años en Jerusalén y no vio mi rostro
ni vino al palacio del rey ni siquiera una vez. Yo gozaba indirectamente con la
popularidad que sabía tenía él. Sentía grandes deseos de ver su cara, y su hermosa mata
de pelo que era la maravilla de todos los que lo veían, pues tan larga y poblada era y tan
negra y brillante como el alquitrán. Me sentía deliciosa y maliciosamente vindicado cada
vez que me decían que quería venir a verme. Perversa y santurronamente lo prohibía, y
me sentía extrañamente virtuoso al frustrarnos a ambos. Absalón era irritable y al cabo de
aquellos dos años estaba intratable y listo para estallar. Por eso envió a buscar a Joab para
pedirme plena amnistía en su nombre. Pero Joab no hizo caso de su petición. Cuando
Absalón le envió a buscar por segunda vez, Joab siguió sin acudir. Entonces Absalón dijo
a sus siervos:
—Mirad, el campo de Joab está junto al mío, y tiene allí cebada; id y prendedle
fuego.
Entonces se levantó Joab y vino a casa de Absalón, y le dijo:
—¿Por qué han prendido fuego tus siervos a mi campo?
Y el caradura de Absalón, sin pestañear siquiera, respondió a mi general:
—He aquí que yo he enviado por ti, diciendo que vinieses acá, y no quisiste venir.
He aquí que yo incendiaré todos tus campos si no vienes cuando te llame.
—¿Qué es lo que quieres? —no pudo por menos de preguntar Joab: Sabía que tenía
las manos atadas.
—Ve al rey, mi padre —le ordenó Absalón—, y habla por mí para que me permita
ver su rostro. ¿Es que soy un desconocido? Dile que para qué vine de Gesur si no voy a
volver a ser su hijo. Mejor me fuera estar aún allá. Y dile que si hay en mí pecado,
máteme. Si no, vea yo su rostro.
Para entonces empezaba a parecer que mi hijo Absalón estaba tan desesperado por
ver mi rostro como yo por ver el suyo, y que haría todo lo posible para que se efectuara
aquella reunión que tanto deseaba. Sintiendo una gran calidez en mi interior, escuché
cómo contaba Joab indignado lo que había ocurrido. Me agradaba ver a mi eminente
general hecho una furia. Nunca lo había visto tan frustrado, exasperado y cabreado.
—Ha jurado que incendiará todos mis campos —anunció mi capitán y jefe de todas
mis huestes. Yo tuve que sonreír y después reír—. ¿Para qué lo hiciste venir de Gesur si
no le dejas ver tu rostro? Te ruego que haya paz entre él y tú. ¿De qué vale todo esto?
Mejor nos fuera a todos que estuviera aún allá en lugar de pelearnos los tres.
Bueno, como ya sabéis, dije que sí.
Absalón no se humilló cuando hice que lo trajeran ante mí. Entró contoneándose,
como si fuera él el ofendido, y sin una palabra ni una mirada de gratitud ni de disculpa,
inclinó su rostro a tierra ante mí. Me agradó su aire de confianza y de orgullo. Lo agarré
por los hombros cuando se levantó y lo encerré en mis brazos con un gemido. Y lo besé.
De nuevo lloré. El no me besó.
12
Una serpiente en la hierba
Por la mañana nos levantamos con el canto del primer gallo y viajamos hacia el norte
hasta llegar a Mahanaim de Galaad, la misma ciudad en la que había sentado sus reales
Abner con Is-boset cuando me hacía la guerra. Y fue en aquella parte de Galaad donde
me socorrieron con una amabilidad y una lealtad que hubieran sido más de agradecer si
las hubiera recibido de mis súbditos más cerca de casa, en Judá e Israel.
Mientras descansábamos y nos bañábamos y comíamos y bebíamos, Absalón cruzó
el Jordán con su ejército de milicias reclutadas a toda prisa entre sus seguidores, que iban
a la guerra como a un festival y que acudieron a reunirse bajo sus banderas para
combatirme en Galaad como bailarines que asisten a una decapitación o a una
coronación. Absalón llevaba de capitán de su hueste a Amasa, mientras que yo, gracias a
Dios, tenía a Joab. Desde el principio fue evidente su inexperiencia cuando se lanzaron a
la tierra de Galaad con la espalda contra la pared que formaba el bosque de Efraín, en el
cual no podían replegarse en una maniobra hábil si lo deseaban, y del cual no podían
retirarse ordenadamente si era necesario. Eran muchos; podrían habernos cercado por
ambos lados. Nos preguntamos por qué se encerraban allí, ante el bosque de Efraín, que
sigue siendo una selva sin caminos que no permite seguridades de reagrupación. Y así
ocurrió que cuando se rompieron sus líneas fueron más los que destruyó el bosque aquel
día, que los que destruyó la espada. No habían dejado a nadie en reserva para hacer una
maniobra de diversión por el flanco. Observé sus errores evidentes con sentimientos
ambivalentes. No sabían lo que hacían. Yo no quería ver derrotado a mi hijo. No quería
ver vencidos a mis compatriotas que iban con él. Dividí a mi ejército en tres y el enemigo
quedó confundido. No tenían idea de cómo enfrentarse con nosotros, de cómo atacarnos
ni defenderse.
Antes incluso de que llegaran ellos, pasé revista al pueblo que tenía conmigo y lo
dividí en tres fuerzas iguales, una tercera parte al mando de Joab, otra tercera al mando de
Abisai y otra al mando de Itai geteo. Yo proyectaba salir con Joab, igual que antaño. Pero
mis jefes no querían tenerme consigo todo el día, e insistieron que para el enemigo yo
valía como diez mil de ellos, pues podía destruir el todo si destruía a uno, y renunciar a
todo con tal de caer sobre mí. Yo convine en quedarme junto a las puertas de la ciudad y
esperar al mensaje. Me quedé junto a la puerta mientras salía todo el pueblo en grupos al
campo de batalla contra Absalón. Me encontraba sometido a una tensión terrible. Tenía el
corazón en la boca.
—Tratad benignamente, por amor de mí, al joven Absalón —ordené y supliqué,
primero a Joab, después a Abisai y a Itai—. Mirad que ninguno toque al joven Absalón.
Repetí suplicante esas palabras mil veces, a fin de quedarme absolutamente seguro
de que toda la gente que salía aquel día al campo de batalla conocía la orden que había
dado a los capitanes en relación con Absalón; y aquel primer soldado desconocido que
encontró a Absalón con la cabellera enredada en una encina recordó mi deseo y desafió la
ira de Joab al negarse a levantar la mano contra el hijo del rey mientras él estaba allí
colgado.
—¿Has visto al hijo del rey y no lo has matado? —a Joab le quedaba todavía una
operación de limpieza que hacer y fue ferozmente breve—: Me hubiera placido darte diez
siclos de plata, y un talabarte, si lo hubieras echado a tierra.
Y aquel hombre, que tenía agallas, replicó a Joab:
—Ni aunque me pesaras mil siclos de plata extendería yo mi mano contra el hijo del
rey. Porque ¿no oímos nosotros cuando el rey te mandó a ti y a Abisai y a Itai, diciendo:
«Mirad que nadie toque al joven Absalón»? Por otra parte, habría yo hecho traición
contra mi vida, pues al rey nadie se le esconde, y tú mismo estarías en contra —he
deseado muchas veces que Joab hubiera tomado nota del nombre de aquel soldado.
—Llévame a donde está —exigió Joab—. No tengo tiempo para discusiones.
El hombre lo llevó a aquel árbol del que estaba Absalón colgado de la cabeza. Joab
no malgastó su tiempo, sino que liquidó el asunto con los tres dardos que tomó en su
mano. Se los clavó en el corazón a Absalón, quien estaba aún vivo en medio de la encina.
Joab no me ahorró ninguno de los horrorosos detalles cuando vino después a mi aposento
a hacerme unos reproches despectivos y a ayudarme a serenarme cuando yo me derrumbé
al llegar la noticia terrible de que mi hijo Absalón había muerto.
—Entonces —dijo Joab cuando terminé de llorar y me quedé contemplándolo con un
agotamiento embotado— hice que mis diez jóvenes escuderos lo rodearan y lo hirieran, y
acabaran de matarle.
—Joab..., ten compasión —dije levantando la mano débilmente.
—Después hice que lo bajaran y lo echaran en un gran hoyo en el bosque.
—Por favor, te lo ruego.
—Y que levantaran sobre él un montón muy grande de piedras.
—Hijo mío, hijo mío.
—No vuelvas a empezar.
—¿Sin entierro? ¿Sin oraciones?
—Había levantado su mano en rebeldía contra el ungido de Dios.
—Basta, te lo ruego, basta.
Pero aquello ocurrió después del pequeño error de los mensajeros de la batalla que
me dieron la primera falsa esperanza de que todas las noticias iban a ser
maravillosamente buenas. Joab mostró su buen juicio al escoger a alguien distinto de
Ahimaas para decirme lo peor.
La batalla en sí fue casi un trámite. La gente de Absalón murió y quedó derrotada y
esparcida por todo el país en torno al bosque de Efraín. Y Absalón también huyó cuando
se encontró con mis siervos. Huyó en un mulo, y el mulo entró por debajo de las ramas
espesas de una gran encina, y se le enredó la cabeza en la encina, y Absalón quedó
suspendido entre el cielo y la tierra, y el mulo siguió adelante, dejándolo colgado de la
encina, vivo pero indefenso, hasta que llegó Joab al lugar y lo remató con aquellos tres
dardos que llevaba en la mano. Había acabado la guerra. Y Absalón había muerto. Pero
yo no lo sabía.
Entonces Ahimaas, hijo de Sadoc, habló ansioso y dijo a Joab:
—¿Correré ahora y daré al rey las nuevas de que Jehová ha defendido su causa de la
mano de sus enemigos?
Pero Joab era sensible y supuso instintivamente que no debía ser aquel muchacho el
que se me enviara para decirme toda la verdad:
—Hoy no llevarás las nuevas —le dijo Joab calmadamente—; las llevarás otro día;
no darás hoy la nueva, porque el hijo del rey ha muerto, y no te conviene ser el que vaya
a decírselo.
Envió en su lugar a Cusi el etíope para que viniera corriendo a decirme lo que había
visto. Pero Ahimaas no podía quedarse quieto y pidió otra vez salir corriendo detrás de
Cusi y dar también su información.
Y Joab dijo:
—Hijo mío, ¿para qué has de correr tú, si no recibirás premio por las nuevas?
—Sea como fuere —dijo el muchacho excitado y titubeante de juventud y
entusiasmo—, yo correré. Fui a darle al rey noticias tristes cuando salió de Jerusalén.
Déjame que ahora vaya al rey a darle noticias buenas.
Entonces Joab cedió y le dijo que corriese, seguro de que Cusi el etíope llegaría antes
a mí para darme la horrible noticia.
Pero Ahimaas fue más rápido y corrió por el camino más corto de la llanura, y pasó
delante de Cusi y llegó primero con las noticias.
Yo estaba sentado en un banco entre las dos puertas cuando el atalaya que había en el
terrado gritó al portero que veía a un hombre que corría solo hacia nosotros. Casi me
caigo del salto que di para levantarme a fin de verlo antes, porque se me había dormido
una pierna y tenía tiesas las articulaciones de las rodillas. Ya no era tan joven. Pero no era
tan viejo como nuestro reverenciado juez el gordo de Eli, en el que no pude evitar pensar
durante aquellas largas horas, mientras esperaba sentado en mi banco; el viejo gordo de
Eli, penúltimo juez de Israel y mentor de Samuel, no antepasado mío, gracias a Dios.
También el gordo de Eli, recordé, se había quedado sentado en un banco junto a la puerta
de una ciudad, en espera de las noticias del campo de batalla, y se cayó hacia atrás del
asiento y se desnucó cuando le informaron de una derrota ante los filisteos en la cual el
Arca de Dios había sido tomada y todos los hijos de Israel habían huido a sus tiendas. Eli
tenía noventa y ocho años cuando ocurrió aquello y era hombre pesado. Yo era más joven
y tenía mejores motivos para esperar un triunfo. Mi agitación se debía a algo mucho más
importante.
—Si viene solo —razoné en voz alta muy cerca del mensajero que corría hacia
nosotros—, buenas nuevas trae.
Entonces el atalaya llamó que había visto a un segundo hombre. Calculé que también
traía noticias, y no podían ser noticias de derrota, pues entonces hubieran venido en
desbandada. Después el atalaya llamó para decir que creía que le parecía el correr del
primero como el correr de Ahimaas hijo de Sadoc, y yo solté un grito de alivio al oírlo.
—¡Entonces las noticias deben ser buenas! —exclamé alegre—. Pues Ahimaas es
hombre de bien, y sólo vendría con buenas nuevas.
E incluso al verlo acercarse, su aire jubiloso parecía confirmar mis expectativas
optimistas, pues Ahimaas me gritaba, con la cabeza echada atrás y el pecho esbelto, del
color de la hoja de otoño, jadeante, y decía:
—Paz, paz.
—¿Paz?
A mí me pareció aquello el mayor de los milagros: había un Dios, y El respondía a
las oraciones. No sabía cómo, pero todo lo que había deseado desde lo más hondo de mi
ser había ocurrido: la victoria era mía y Absalón seguía vivo. Me temblaban las piernas,
se me llenaron los ojos de lágrimas. Con una incoherencia histérica, me eché a reír.
Deseaba agarrar a este muchacho de las mejillas y abrazarlo cuando llegó a tropezones a
donde estaba yo y se inclinó a tierra delante de mí.
—Bendito sea Jehová Dios tuyo —proclamó Ahimaas, aspirando aire a grandes
bocanadas, cuando le dije que se levantara—, que ha entregado a los hombres que habían
levantado sus manos contra mi señor el rey. Han muerto o se han dispersado.
—¿El joven Absalón está bien? —quise saber. Aquello era lo único que quería saber
yo.
Vi que se quedaba con la boca abierta. Contemplé cómo se ponía blanco como un
fantasma y me quedé sin aliento. Miró hacia la derecha con expresión de culpabilidad y
después empezó a tartamudear, y yo supe intuitivamente que cualquier respuesta que me
diera no sería sincera:
—Vi yo un gran alboroto cuando me envió Joab, mas no sé qué era.
Le ordené con un temor incontrolable que se hiciera a un lado, a fin de dejar paso al
siguiente mensajero, que en aquel momento se aproximaba a la puerta, y corrí a oírlo.
Casi no pude abstenerme de hablar primero, de interrumpirlo antes incluso de que
empezara.
—Reciba nuevas mi señor el rey —me gritó el mensajero etíope sin aliento, con los
pulmones carraspeantes—, que hoy Jehová ha defendido tu causa de la mano de todos los
que se habían levantado contra ti.
Y yo le grité en la cara:
—¿El joven Absalón está bien? —quería agarrarlo en mis puños y sacarle más rápido
la respuesta a fuerza de sacudidas.
Y aquel extranjero de Etiopía, que no estaba demasiado familiarizado con nuestras
costumbres incomprensibles y sentimentales, respondió animadamente:
—Como aquel joven sean los enemigos de mi señor el rey, y todos los que se
levanten contra ti para mal.
Yo estaba demasiado conmovido para decir nada más. Me di la vuelta, gimiendo ya,
y subí a la sala de la puerta y lloré, y yendo arriba lloré con todas mis fuerzas y me oí
gritar:
—¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo
en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!
Y no paré.
Lloré inconsolablemente. No podía parar. No quería parar. No me importaba no parar
nunca. Me parecía mucho más fácil seguir llorando que ni siquiera pensar en hacer otra
cosa jamás en mi vida.
No podía pensar en nada más, y en mi dolor había olvidado que con este dolor
rebajaba a quienes habían combatido por mí, y que convertía nuestra victoria de aquel día
en una ocasión de trágico dolor. En la ciudad todos oyeron cómo me lamentaba sin parar
de la muerte de mi hijo en aquella sala sin luz de encima de la puerta:
—¡Hijo mío Absalón, hijo mío! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!
Y mis soldados que volvían de la batalla entraron en silencio en la ciudad, como si
volvieran con ignominia, como suele entrar a escondidas el pueblo avergonzado que ha
huido de la batalla. Todos los que pasaban por la puerta me oían sin necesidad de
acercarse más, pues yo lloraba en voz alta y exclamaba agarrándome la cabeza con las
manos:
—¡Hijo mío Absalón! ¡Absalón, hijo mío, hijo mío!
Y yo lloraba y gritaba más alto cada vez que sentía que empezaba a disminuir el
dolor de mi pena y que empezaba a apoderarse de mí el deseo de dejar de llorar. Era
sordo y ciego a todo lo que no fuera mi pena hasta que desde abajo, horas después, oí a
alguien que decía claramente:
—¿Sigue con ésas?
Y reconocí la voz de Joab.
—No quiere parar.
Había enviado al campo de batalla a decir a Joab cómo lloraba y penaba yo por
Absalón. A los que estaban en la puerta había yo dado órdenes de que no dejaran entrar a
nadie. Joab se abrió paso a golpes y sin una sílaba de pésame ni un segundo de silencio
compasivo me dijo bruscamente:
—David, basta ya. Acaba de una vez.
—Mi hijo, Joab. Mi hijo Absalón, hijo mío...
—Estás dando un espectáculo.
—No comprendes —traté de explicar—. He perdido a mi hijo, a mi hijo Absalón.
—El que no entiendes eres tú —me interrumpió implacable—. Estás perdiendo un
ejército. Tus hombres se sienten avergonzados —me acercó la cara—. Sí, estás haciendo
que tus hombres se sientan avergonzados, avergonzados de sí mismos y avergonzados de
ti.
—¿Avergonzados ?
—Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos —me reprendió ásperamente,
con la boca torcida en una mueca—, que han librado tu vida, y la vida de tus hijos y de
tus hijas, y la vida de tus mujeres, y la vida de tus concubinas. Y ahora los insultas. Los
tratas como a gente sucia y culpable de actos de maldad.
Sus modales ásperos y su fantástica acusación me hicieron detenerme. No sabía de
qué hablaba y dejé de gemir el tiempo suficiente para averiguarlo. Me limpié las lágrimas
sucias de los ojos y las mejillas y los mocos de la nariz.
—¿Cómo he hecho eso? —le pregunté con voz débil.
—Hoy —dijo Joab, sin titubeos— has demostrado que amas a los que te aborrecen y
aborreces a los que te aman; porque hoy has declarado que nada te importan tus príncipes
y siervos; hoy me has hecho ver claramente que si Absalón viviera, aunque todos
nosotros estuviéramos muertos, entonces estarías contento. Por nosotros no hubieras
llorado así, ¿verdad?
Lo reconocí abyectamente y le respondí lloroso:
—No.
—Que eso quede entre nosotros —dijo Joab, con voz más moderada.
—Era mi hijo, Joab. Ha muerto.
—David, él nos hubiera matado a los dos. ¿Lo has olvidado? ¿No te han dicho cómo
se le iluminó la cara y lo dispuesto que estaba cuando Ahitofel habló de matarte?
—¿Cómo ocurrió? No se lo he preguntado a nadie. Dime cómo ocurrió —ya
empezaba a controlarme.
—Seguimos nuestra estrategia y avanzamos lentamente en tres partes, dejando un
gran espacio entre cada una, y esperamos a ver cómo iban a atacar ellos.
—Me refiero a cómo murió —interrumpí—. Dime cómo murió.
Apenas había dicho esas palabras cuando lamenté haberlo preguntado y le imploré
que se detuviera. Pero él siguió adelante con una satisfacción sádica que no trató en
absoluto de disimular ni suavizar, y me contó con minucioso detalle la muerte de mi hijo,
lo del mulo y la encina y los dardos que llevaba él en la mano, y el hoyo en el bosque y el
montón de piedras apilado encima de los restos mutilados y ensangrentados, hasta que
tuve que cerrar los ojos con todas mis fuerzas, pues estaba a punto de sollozar.
—Sí, diez de mis jóvenes escuderos rodearon e hirieron a Absalón y acabaron de
matarle, y después lo tomaron de la encina y lo echaron en un gran hoyo en el bosque.
—Por favor —rogué—. Basta, basta. Ten corazón. Muestra compasión. Apiádate.
—Cuando te laves —dijo Joab— y te vistas y vayas a felicitar a los hombres que han
combatido por ti y que estaban dispuestos a morir. ¿Es que te han hecho algo malo hoy
que no quieres dejar que vean tu faz? Dales la recompensa que se han ganado y
permítelos que te saluden y que lo celebren.
—¿Que lo celebren? —dije pesaroso.
—Ay, David, David, eres un schvantz...
—¿Que celebren la muerte de mi hijo?
—... Eres un teivel egoísta, un naar. ¿Cuándo vas a aprender a ser rey? ¿Has olvidado
que hoy has ganado una batalla, que tienes un país que gobernar? No somos populares,
David, no lo somos tanto como nos gustaría creer. ¿No te dice nada esta rebelión? Nunca
hemos sido populares en el norte, y ahora resulta que, en Judá, Absalón también era más
popular. Ay, David, David, tío mío, tío mío, ¿por qué has sido tan ciego como para no ver
en él las mismas astucias que utilizaste tú mismo cuando tratabas de robar el corazón del
pueblo de Saúl? Mira que enviarlo a pacificar a los descontentos..., no tenía más que
retorcerse las manos y chasquear la lengua para ir consiguiendo partidarios suyos en
contra tuya. No tenía ni que matar a un filisteo.
—¿Por qué no me lo advertiste?
—¿Me hubieras escuchado?
—Joab, dime una cosa. Llevo tiempo preguntándomela. ¿Por qué no te fuiste con
Absalón?
—El tenía que perder.
—¿Cómo lo sabías?
—Nosotros teníamos la experiencia.
—Tú le hubieras podido dar tu experiencia.
—Te soy leal a ti.
—¿Por qué me has sido leal?
—Estoy acostumbrado a ti. Nos conocemos.
—¿Nada más?
—Con Absalón habría tenido peleas. No respetaba a nadie. Nunca puede gobernar
más que una persona.
—¿Quién va a gobernar en Jerusalén ahora?
—Puedes gobernar tú —dijo Joab—. Pero yo soy como la paja con la que se agita la
bebida. Puedes hacer las leyes tú, con tal de que yo sea el que tiene la autoridad y la
fuerza para imponerlas. Absalón hubiera querido las dos cosas, tenía la energía de la
juventud, y no hubieran hecho falta leyes.
—Joab, ¿por qué lo mataste? —como un perro que vuelve a su vómito, me impuse la
pregunta. Tenía que hacerla—. Ya habíamos ganado. ¿Por qué tenías que matar a mi hijo?
—¿Querías ser tú el que lo hiciera? —respondió.
—¿No se le podía castigar de otro modo?
—Dame un ejemplo.
—Es un dilema difícil, ¿no? —reflexioné.
—Es grave el peso de la púrpura —replicó flemático.
—Saúl solía decir eso.
—Ese es uno de los motivos por los que me contento con que la lleves tú —dijo
Joab, y sonrió—. David, David, despierta. Lo que ha ocurrido hoy ha sido un acto de
guerra, no una pelea de familia.
—Para mí —le dije honradamente— ha sido una pelea de familia.
—Pues que eso también quede entre nosotros —dijo Joab—. O si no, habrá
rebeliones por todas partes y no te quedará ningún soldado para sofocarlas.
—Joab, mi hijo, mi hijo Absalón...
—No empieces otra vez con ésas.
—¿Es que no tienes sentimientos?
—Déjame que te cuente una cosa —respondió—. Juro por Jehová que si no sales, no
quedará ni un hombre contigo esta noche; y esto será peor que todos los males que te han
sobrevenido desde tu juventud hasta ahora.
—¿Peor que el día de la muerte de mi hijo? ¿A manos de mis propios soldados?
—Una vida entre muchas —dijo Joab casi al desgaire—. ¿Por qué diablos armas
tanto jaleo?
—¿Aunque sea la de mi hijo?
—¿Qué más da? Del mismo molde ha sacado El millones de seres como nosotros y
seguirá sacándolos.
—¿Podemos seguir siendo amigos? —era la mejor respuesta que podía hallar a su
lógica perfecta e inimitable en aquel momento, y confieso que después tampoco he
podido encontrarla mejor.
—Con tal de que ahora te laves y salgas y hables bondadosamente a tus siervos —
regateó Joab.
El resto fue silencio. Hice lo que me había dicho él: me lavé, me peiné, me puse ropa
limpia y me senté ante la puerta para que todo el pueblo me viera y viniese a mí, y
aquello me resultó mucho más fácil de lo que yo había temido. ¿Es de extrañar que lo
odiara? ¿Y que lo siga odiando?
Al atardecer, al son del zumbido lúgubre del cuerno de carnero, celebramos nuestros
pequeños servicios privados por los muertos. El sacerdote dijo el Kaddish, Natán aportó
su parte pontificial al mencionar, y no por primera vez, que todos nosotros somos polvo y
que todo el polvo volverá al polvo, y que lo que es del agua volverá al mar, y hubiera
seguido discurseando sobre esas cuestiones del polvo y del agua si Joab, con el que ya
entonces estaba empezando a pelearse, no lo hubiera interrumpido. En el minuto de
oración silenciosa que siguió, bajé la cabeza y rogué para que mi hijo Absalón volviera a
la vida. Sabía que no volvería. Y después recé a Dios para que me enviase otro Joab que
me ayudara a deshacerme del que tenía. Creo que lo reconocí en mi sobrino Amasa y
encargué a éste que persiguiera y destruyera al rebelde Seba. Comprendí que me había
equivocado cuando Amasa salió con retraso. Cuando se presentó aquel torpe schmuck,
Abisai ya estaba en camino con la brigada que le había asignado yo y Joab había hecho
planes para emboscar y matar a Amasa cerca de la gran piedra que está en Gabaón.
Salvo eso, todo marchó muy bien después de ganar la guerra y mi restauración en el
trono fue un paseo. Creí disimular bien mis sentimientos de dolor acongojado por
Absalón. Abigail hubiera visto por las ventanas de mi alma y sabido la verdad, pero
Abigail había ido al sueño eterno con sus padres. Betsabé, que ahora se dedicaba a la
astrología, así como a la quiromancia, quería verme todos los días, deseosa de empezar a
sacar beneficio político ahora que sólo quedaba Adonías por delante de su Salomón. No
era un tema del cual quisiera yo ocuparme entonces. La mantuve en el lugar de la
caravana que le correspondía, lejos de mí. No tenía ganas de follar. Abisag la sunamita
tenía entonces un año de edad.
En la situación política desordenada que ahora tenía yo que recomponer, existía la
perspectiva desalentadora del caos. Deliberadamente, tardé en levantar el campo a fin de
dar a la gente de la ciudad tiempo para comprender que volvía a Jerusalén como rey suyo,
tanto si me querían como si no. Con Absalón muerto, no tenían otro.
La gente del norte, la de las tribus de Israel, fue la primera que percibió la
conveniencia de solicitar mi restauración, y se decían unos a otros, según mis enviados,
que los había librado de manos de sus enemigos y los había salvado de manos de los
filisteos, y ahora que Absalón, a quien habían ungido, había muerto en la batalla, ¿por
qué no hablar de volverme a traer como rey suyo? Aquello estaba bien. Lo celebré
cuando me lo dijeron.
—Y ¿Judá no?
Todavía no había llegado de Judá ningún mensaje de reconciliación. Empezaba a
percibir el gusto agrio de los problemas de que se había quejado Dios anteriormente de
tener que tratar con un pueblo de cerviz tan dura. Envié mensajes tajantes a Jerusalén, a
mis sacerdotes Sadoc y Abiatar, para que hablasen con los ancianos y preguntasen por
qué los pueblos de Judá venían detrás de Israel en las peticiones de que volviera como
gobernante. ¿No era yo pariente suyo?
—Decidles —ordené severamente— que ellos son mis hermanos; mis huesos y mi
carne son. Y decid también a Amasa si no es él también hueso mío y carne mía y que así
me haga Dios, y aún me añada, si no fuere el general del ejército delante de mí para
siempre, en lugar de Joab. Decid todo eso.
Ya sabía yo que aquella última cláusula era muy atrevida. Pero ¿qué tenía que
perder? La vida de Amasa, según se vio después.
Acababa de hacer a Amasa un ofrecimiento que éste no podía rechazar. Aceptó con
alacritud y pronto Israel y Judá se encontraron enfrentados peleando como el perro y el
gato por el servil honor de ver cuál era el que se sometía a mí de manera más abyecta y
más rápida, mientras los ancianos de Israel sostenían que ellos eran quienes tenían más
derecho porque tenían en mí diez partes por conducto de diez tribus. Por alguna parte
debíamos haber perdido una tribu, pero yo no la echaba de menos. Los hombres de Judá
replicaban que yo era su pariente. Y yo me alegraba de que se pelearan por mí.
Mi confianza en que el reino estaba bajo mi control se hizo completa a medida que
avanzaba lentamente hacia casa por Galaad, hacia los vados del Jordán por donde había
huido hacía tan poco tiempo. Mi estado emocional era otra cosa. No tenía nunca claro si
era una procesión triunfal o un funeral lo que yo encabezaba. Cuando más en paz me
sentía era en compañía de Barzilai galaadita, el viejo, que no era de los que están sólo a
las maduras: era uno de los que habían venido a ayudarme libre y valerosamente en
Mahanaim. Era de esas personas tan raras como el vino viejo, un tipo anciano y afable de
edad avanzada que no era gárrulo, reiterativo ni olvidadizo, y que además tenía buen
oído. Después de la batalla descendió de Rogelim y se ofreció para acompañarme al otro
lado del Jordán para asegurarse de que llegaba sano y salvo. Lo invité a continuar
conmigo hasta Jerusalén y quedarse a vivir allí; le prometí que podría disponer del
palacio a sus anchas, que podría vivir como un rey. El se negó con su cabeza canosa y se
rió:
—Llévate a mi siervo Quimam —dijo, negándose amigablemente— y haz a él lo que
bien te pareciere, para que goce de las cosas buenas de la vida.
—Y ¿por qué no tú?
Le chispearon los ojos reumáticos y amarillentos:
—¿Cuántos años más habré de vivir —replicó calmosamente—, para que yo suba
con el rey a Jerusalén? De edad de ochenta años soy este día. ¿Tomará gusto ahora tu
siervo en lo que coma o beba? ¿Oiré más la voz de los cantores y de las cantoras?
—Tienes mejor oído de lo que dices.
—¿Para qué, pues, ha de ser tu siervo una carga para mi señor el rey? Pasará tu
siervo un poco más allá del Jordán con el rey hasta que los otros te saluden y te reciban a
salvo. Después, te ruego que dejes volver a tu siervo, y que muera en mi ciudad, junto al
sepulcro de mi padre y de mi madre.
—No hay vino como el viejo ni amigo como el antiguo. Todo lo que tú pidieres de
mí, yo lo haré.
Y yo sabía que jamás me pediría nada, porque Barzilai galaadita tenía ochenta años e
iba a irse a su casa en paz para morir en su propia ciudad y ser enterrado junto al sepulcro
de su padre y de su madre. ¿Qué más podía esperar un hombre cuando había cumplido
sus días? Nos dijimos adiós cuando llegamos al Jordán. Besé a mi compatriota Barzilai y
lo bendije, y lo dejé que se volviera a su casa.
—Espero que te consueles pronto de la muerte de tu hijo —me confortó al
separarnos.
—Espero que tu vestido sea siempre blanco —lo ensalcé— y que no te falte
ungüento para la cabeza.
No estuvo presente para presenciar cómo su odioso contrario, el hipócrita adulador
de Simei, volvía, pese a la vigilancia de mis guardias, para ser el primero de los
penitentes que buscaba mi perdón. Las multitudes junto al río eran enormes y devotas.
Cuando llegué allí, Judá había venido junto con Gilgal para reunirse conmigo y
acompañarme a cruzar el Jordán. Y también habían venido mil hombres de Benjamín
para escoltarme. Y en el río había un transbordador que iba y venía para transportar a toda
mi casa y hacer lo que a mí me pareciese bien. Y entonces, ya al otro lado, de repente,
avanzó corriendo hacia mí aquel cretino indigno y babeante de Simei, hijo de Gera, que
se lanzó con un grito de animal y se postró a mis pies con una petición balbuceante y
frenética de perdón por los insultos que me había lanzado cuando más desesperada
parecía mi suerte y yo salía de Jerusalén destronado y en desgracia. Temblé de repulsión
en el momento en que reconocí a aquel enano huesudo, odioso y patizambo, y temí que
me tocara.
—No me culpe mi señor de iniquidad —volvió a chorrear el hijoputa abyecto y
mezquino, retorciéndose y temblando en la tierra a la que se había lanzado. ¿De qué coño
creía que iba a culparle, más que iniquidad?—. Ni tengas memoria de los males que tu
siervo hizo el día en que mi señor el rey salió de Jerusalén; no los guarde el rey en su
corazón. Porque yo tu siervo reconozco haber pecado, y he venido hoy el primero de toda
la casa de José, para descender a recibir a mi señor el rey.
Pues menudo negocio, me dije a solas, mientras fruncía el ceño y me mordía la boca
por dentro y preguntaba qué era lo mejor que podía hacer con aquel bellaco. ¡Pero cabía
confiar en el comportamiento extremado de aquellos hijos de mi hermana Sarvia para
ayudarme a decidirme! Esta vez lo hizo Abisai, que ya había llevado la mano al pomo de
su espada.
—¿No ha de morir por esto Simei, que maldijo al ungido de Jehová? Te ruego que
me dejes quitarle la cabeza.
—¿Otra vez la cabeza? —le respondí en tono de reproche. Y comprendí al
responderle que yo tenía más necesidad de súbditos agradecidos que de cadáveres
decapitados.
—¿Hay que dejarle vivir?
—¿Ha de morir hoy alguno en Israel? —pregunté santurrón, transfigurando sobre la
marcha en el epítome mismo de la benevolencia—. Ah, Abisai, Abisai —me burlé—,
¿qué tengo yo con vosotros, hijos de mi hermana Sarvia, para que hoy me seáis
adversarios? En un día como hoy estoy dispuesto a perdonar al mundo entero. ¿Pues no
sé yo que hoy soy rey sobre Israel?
Y Simei añadió ansioso:
—Bendito sea mi señor el rey.
—Simei —le dije como veredicto—. No morirás este día —me interrumpí un
momento y añadí astuto—: Te juro por Jehová que yo no te mataré a espada.
Aquella pequeña trampa que hice en mi promesa sigue escapando a la percepción de
Salomón, aunque he intentado señalárselo una docena de veces y me he peleado con su
madre igual número de veces por lo estúpido que se muestra al no darse cuenta. Si le
diera la orden explícita, quebrantaría mi promesa.
—Yo sé lo que quería decir —vuelvo a quejarme a Betsabé—, tú sabes lo que quería
decir, Abisag sabe lo que quería decir. ¿Por qué no lo sabe él?
—Se lo diré.
—De la boca de los niños y de los que maman se funda la fortaleza en palabras de
verdad —observo yo.
—Ay, David, David —exclama Betsabé—. Qué bonito. Podría seguirte escuchando
eternamente.
—¿Te pone caliente?
—Pero sigue.
—¿Por qué coño no puedo conseguir que hable con sentido ni una vez?
—Se lo diré—me prometió ella— si dices que será rey.
—He tratado de explicárselo una docena de veces. No absolverás a Simei, y harás
descender sus canas con sangre al Seol. Ni siquiera entiende lo que es el Seol.
—Me sentaré a su derecha y se lo explicaré.
—¿Sabría qué hacer?
—Y lo hará Benaía. Te lo prometo si haces rey a Salomón. Pero tienes que hacerlo
rey ahora. Adonías se mueve mucho y la ciudad está tensa.
—A la gente de la ciudad le importa un rábano.
—No hablan más que de Adonías y su fiesta. Y tengo miedo. Pregunta a Natán,
pregunta a Sadoc tu sacerdote, pregunta incluso a Benaía. ¡Todos tenemos miedo!
Miedo de Adonías y tanto más de Joab, que comprendería en un segundo lo que
deseo yo a Simei y ejecutaría mi deseo sin titubeos si le diera la señal. Pero Joab es otro
de los supervivientes a quien me gustaría que matasen, y no puedo contar con que Joab se
mate a sí mismo, ¿verdad? Es un auténtico dilema, me digo, y no me preocupo
demasiado, pues pronto moriré y no dejaré detrás de mí más que mis hijos y mi reino.
Hubiera estado bien dejar un templo, pero Natán dijo que no, y el tener una estrella con
mi nombre no es mucho de lo que presumir. Sería vanidoso añadir que ya no me queda
vanidad. El dilema con el que me enfrento es algo de lo que me gustaría hablar con Dios
si alguna vez condescendiera yo a volver a buscar la orientación divina, pues puedo oír en
mi imaginación lo que me diría.
—¿Debo prometer a Adonías que el reino será suyo? —preguntaría yo a Dios.
Y El me diría:
—Prométeselo a Adonías.
—Pero ¿no debo prometer a Salomón también que le haré rey?
—¿Por qué no? —respondería Dios—. Dile también a Salomón que le harás rey.
Entonces yo me encontraría perdido en mis pensamientos durante un momento y me
rascaría la cabeza con gesto reflexivo:
—Pero si prometo a Adonías que le haré rey y prometo también a Salomón que le
haré rey, ¿no tendré que romper la promesa hecha al uno o al otro?
—Y ¿qué? —dice el Señor—, Pues rompes la promesa.
En aquellos tiempos nos llevábamos perfectamente El y yo.
El problema es que, pese a mi éxito en la batalla, yo no me hallaba en posición de
auténtica fuerza para hacer todo lo que quería cuando volví a Jerusalén, y desde entonces
no he sido un gobernante muy firme. Tengo la sensación de que el reino se va a hacer
pedazos poco después de que desaparezca yo.
Por ejemplo, aquella nueva rebelión que surgió casi al mismo tiempo que volvía yo a
mi trono lleno de gloria, y con gran fuerza militar. Desde el Jordán me llevó a Gilgal todo
el pueblo de Judá, y también la mitad del pueblo de Israel, y cada uno de los grupos
competía con el otro para estar más cerca de mí. Ambos me habían rechazado por
Absalón; ahora rivalizaban en presentar sus excusas. Ninguno de los dos estaba
satisfecho con una división por igual de las influencias, y a mí no se me ocurría ninguna
solución viable para neutralizar sus diferencias. Además, justo cuando la controversia
entre mis súbditos se hacía más honda y más rencorosa, yo estaba obsesivamente
preocupado con la traición y la muerte de Absalón por encima de todo lo demás. Lo que
decían los hombres de Judá era más grave que lo que decían los hombres de Israel —se
comportaban tan mal como si fueran hijos de Benjamín—, y apenas había vuelto yo a mi
palacio cuando Seba, hijo de Bicri, hombre también de Benjamín, tocaba descaradamente
la trompeta para impedir que me siguiera todo el pueblo de Israel y decía: «No tenemos
nosotros parte en David, ni heredad con el hijo de Isaí. ¡Cada uno a su tienda, Israel!»
Y he aquí que el pueblo de Israel empezó a dejar de seguirme para seguirlo a él.
Aquello me despertó de mi apatía. Y aproveché la oportunidad que advertí para poner a
Amasa delante de Joab. Le di tres días para reunir a los hombres de Judá y lanzarse con
ellos en persecución de Seba. Al cuarto día todavía no había indicios de él. ¿Dónde coño
estaba?
—Dicen que ya llegará —me dijo mi cronista Josafat.
—¡También llegará la Navidad! —repliqué y dije a Abisai que se pusiera en marcha
inmediatamente—. Si no, Seba hijo de Bicri nos hará ahora más daño que Absalón; toma
tú los siervos de tu señor y ve tras él, no sea que halle para sí ciudades fortificadas y nos
cause dificultad.
Y entonces envié a Joab en pos de él para supervisarlo e informarme si las cosas iban
peor de lo que imaginábamos. Cuando el torpe de mi sobrino Amasa por fin llegó a
trompicones a la ciudad, se le había olvidado ponerse una ropa decente y se le había
olvidado la espada. Empecé a tener premoniciones desalentadoras de que me había
equivocado al juzgarlo. Le dejé que se llevara una túnica y una espada que pertenecían a
Joab. Ambas cosas eran demasiado grandes y pesadas para él —parecía un bufón cuando
se fue tropezando con ellas— y le encargué que alcanzara a Joab y a Abisai y tomara el
mando. Incluso le di una autorización por escrito.
Dormí mal. En medio de la noche, me senté de golpe en la cama, con una
clarividencia vivida y repentina, y emití mi exclamación de sorpresa característica:
—¡Mierda!
Mis criados entraron corriendo con las espadas desenvainadas y los jubones
desatados. Llamé a mi cronista, llamé a mi escriba. Comprendí sin lugar a dudas lo que
acababa de hacer sin darme cuenta.
—¡Enviad un telegrama! —grité.
—No tenemos telégrafo —me recordó Josafat.
A las doce del día siguiente ya era demasiado tarde, como me había anunciado
ominosamente mi intuición.
—¿Estás bien, hermano mío? —preguntó el hipócrita de Joab a Amasa con una
sonrisa fraterna, tomándolo de la barba para besarlo cuando se encontraron cerca de la
piedra grande que está en Gabaón, donde había estado esperándolo como el destino
mismo para atraparlo.
—Me alegro de encontrarte aquí, primo —replicó Amasa con prisa—. ¿Por dónde se
han ido?
—Déjame que te eche una mano —ofreció Joab socialmente, y le hirió en la quinta
costilla y derramó sus entrañas por tierra en medio del camino, para no tener que volver a
darle.
—¿Qué puedo hacer con un tipo así? —estallé yo en casa con Benaía cuando me
trajeron la noticia.
Entonces, nada. Porque Joab era el león de Judá cuando el pueblo de Abel-bet-maaca
cortó la cabeza a Seba y se la arrojó desde el muro, y cuando volvió a Jerusalén tras
sofocar la oposición en todos los territorios de Israel. Yo era el rey, pero él era el héroe
triunfante, en verdad cual la paja que agita la bebida, y yo no me sentía muy rey. Ya sabía
yo lo que era sentirse héroe, y no quería volver a sentirme así otra vez.
La verdad es que nada me ha apetecido mucho desde que murió mi esposa Abigail y
mi hijo Absalón me traicionó y murió. Todavía no sé cuál de esas dos cosas de Absalón
me duele más. Sé que no me sentía muy victorioso cuando inicié mi regreso desde
Mahanaim tras aquel triunfo tan triste. Por el contrario, me sentía como un fugitivo y me
sigo sintiendo igual, como un fugitivo perseguido desde hace tiempo por demonios
invisibles a los que ya no cabe rechazar. En los intervalos de mi sueño interrumpido, me
siento como una presa agotada al final de una caza fatal. A medida que se acerca el día en
que voy a morir, recuerdo con envidia a Barzilai el galaadita. No tengo la sensación
serena de satisfacción natural de que disfrutaba él cuando se iba acercando su fin y se
cumplían sus días. Llamo a Abisag cuando quiero tenerla cerca, y siempre viene. Pero no
me da calor, y cuando se va estoy igual de desolado que antes. Sin embargo, sé que la
quiero. Hay algo que me aprisiona y de lo que no me puedo deshacer y ahora ya sé lo que
es ese algo: se llama Dios. He visto su cara y he vivido: lleva unas gafas gruesas y no
sólo nos induce a la tentación, sino a muchos errores. La conquista de la tierra de Canaán
que El había prometido a Abraham no fue mi mayor victoria. Ni lo fue el liberar al pueblo
de Israel de la mano de sus enemigos, aunque entonces quizá me lo pareciese a mí. No. El
derrotar a mi hijo en combate fue mucho más importante para mí, pues ese tipo de
victoria es una derrota, y así lo sigo sintiendo. Dios sabe lo que quiero decir. Me siento
más cerca de Dios cuanto más angustiado estoy. Entonces es cuando sé que El vuelve otra
vez, y ansío gritarle ahora lo que he deseado decirle anteriormente, dirigirme a mi Dios
todopoderoso con las palabras que dijo Acab a Elias en la viña de Nabot: «¿Me has
hallado, enemigo mío?»
Pero Acab edificó altares a Baal y mató a creyentes en Jehová y él y Je2abel fueron
aborrecidos por Dios por aquellos males y la multitud de otros que él y su mujer hicieron.
Lo único que hice yo fue tirarme a otra mujer.
—Y enviar a su marido a la muerte —me parece oír que me corrige Dios como si nos
habláramos igual que en el pasado.
—Me tentó el Diablo —le recordaría para defenderme.
—No existe —aduciría El en respuesta.
—Y ¿el jardín del Edén?
Y El me diría:
—Aquello fue una serpiente. Puedes consultarlo.
Ya sé que la culpa no la tenían las estrellas, sino yo mismo. He aprendido tantas
cosas que no me valen de nada. El cerebro humano tiene una mentalidad propia.
13
En la cueva de Macpela
Reyes