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El

Pequeño Mundo Propio del Doctor


Crandall

Por

Daniel Ares










“Dios es simple,
todo lo demás es complicado”
Albert Einstein


No sé dónde -en los Estados Unidos-, no recuerdo exactamente cuándo, ni


tampoco quién (sin embargo lo que cuento es verídico), el hombre que por
primera vez denunció ante las autoridades haber visto un ovni, preguntado que
fuera sí es que tenía alguna prueba, sin inmutarse ni trepidar, respondió
irrefutable: "Sí, yo lo vi", dijo.
Tal es mi situación en este caso. Lo que voy a contarles es muy difícil de
creer, pero tengo una prueba irrefutable: yo lo vi. Yo conocí personalmente al
doctor Charles Williams Crandall, y él me mostró a mí, sólo a mí, la mínima y
sin embargo extraordinaria maravilla de su pequeño mundo propio. Y yo lo vi.
Con mis propios ojos. Es mi única prueba, pero es una prueba irrefutable.
Quien quiera creer, que crea.
Durante más de 20 años me vi obligado a guardar semejante secreto porque
así se lo había jurado al doctor Crandall en vida. Y aunque más de una vez
tuve ganas de contárselo a la prensa, al mundo, a un amigo, a un psiquiatra, a
cualquiera que me creyera así no me volvía loco solo... apenas imaginaba el
cataclismo universal que podía desencadenar una sola palabra mía,
inmediatamente me abstenía y me callaba y seguía soportando este silencio
atronador.
Sin embargo, como yo juré guardar el secreto "hasta la muerte", pero en
ningún momento se aclaró la muerte de quién; ahora que Crandall y su mundo
ya no existen, no creo perjudicar a nadie con decir lo que voy a decir, y en
cambio tengo más de una razón para dar conocer aquello que vi. Exactamente
tres razones tengo.
En primer lugar, me gustaría establecer con estas páginas el principio del
reconocimiento universal que como científico le debemos a Crandall, tan
vituperado en vida por los asnos de su tiempo. En segundo lugar, quisiera
dejar aunque más no fuera un testimonio escrito de la maravilla en sí de su
invención, de la novedad que importaba en su momento (que importaría
todavía), y de paso remarcar, para aprender y no olvidar, la gran oportunidad
que la ignorancia nos negó. Y en última instancia -pero primera para mí-,
cuento lo que cuento por la necesidad de alivio que supone la confesión. Son
más de veinte años con un mundo y su humanidad atravesados en la garganta.
Aclarado esto, en atención a vuestra paciencia (y sobre todo a mi ansiedad),
prometo de aquí en más ser todo lo conciso y rápido posible, para así llegar
cuanto antes al punto vital de estas páginas: el pequeño mundo propio del
doctor Crandall.
Perdonen entonces la aridez de estas líneas, pero aquí lo que importa es otra
cosa.


II

Composición de lugar: terminaban los años setenta en la Argentina, la


dictadura militar estaba en su apogeo, y yo -con veinte años-, recién empezaba
en el periodismo profesional como cronista multiuso en una revista bastante
exitosa y lógicamente oficialista, como eran todos los medios por aquellos
días, excepción hecha, claro está, de los medios que no existían.
Entonces la guerra por las Malvinas no había sucedido aún, y las revistas y
los diarios llenaban el mutismo de sus páginas con pequeños escándalos
provincianos -en tanto y en cuanto no incomodaran a ningún militar-, o falsas
investigaciones socioloides en las que siempre los culpables de todos los
males eran los marxistas, los maleantes de toda laya, y con bastante
frecuencia, los pobres en general. Así las cosas, llevados por la necesidad,
cualquier evento sin trascendencia -cualquier gallina, como se le llama en el
ambiente a las notas menores- bien podía convertirse -sin que nadie se pusiera
colorado-, en la nota de tapa y el tema de la semana.
Tales eran la situación y mis circunstancias cuando una tarde de octubre de
1979 (no me lo olvido más), mis jefes -en pos siempre de hacer más dura mi
existencia-, me mandaron -me condenaron- a cubrir un simposio científico sin
relevancia ninguna. De más está decir que yo -poeta inadvertido por la
sociedad que me rodeaba-, no tenía el menor conocimiento sobre el tema que
allí se trataría, ni muchísimo menos, interés alguno en el mismo. Pero allí fui,
por supuesto, y como lo malo si mucho mil veces peor, dicho congreso, supe
al llegar, duraría tres días. Tres días. Setenta y dos horas de mi hermosa,
preciada, irrecuperable juventud. Qué desgracia, me dije apenas lo supe, y allí
nomás me senté a escuchar lo que no iba entender ni me importaba tampoco.
Menos convocante que una cita con el dentista, el simposio se titulaba -según
el folleto-: Ciencia y moral. "Suena a club de barrio", me acuerdo que pensé,
pero que ni siquiera me reí.
De manera que allí me pasé tres días oyendo sin entender cuanto hablaban
los sucesivos expositores mientras dormían a sus oyentes. Cada jornada
comenzaba a las nueve de la mañana -con puntualidad quirúrgica-, y cada
jornada terminaba pasada la medianoche. Y en cada uno de los minutos de
todas esas horas y sus días, a mi lo único que me interesaba, era irme. Pero
mis órdenes eran precisas: "no te muevas de ahí, o no vuelvas aquí".
Y les juro que hice cuanto pude. Pero por mucho esfuerzo y atención que
pusiera de mi parte, me era imposible entender lo que decían aquellos doctos
caballeros, ni siquiera de qué hablaban, cuál era el tema. Así que me confié al
grabador. A la hora de pasar en limpio las cintas, me manejaría por fonética, y
listo. Los monocordes monólogos de todos los habladores, giraban -me
pareció-, en torno a los límites éticos de la ciencia y sus avances, y el lenguaje
que usaban era un lenguaje críptico sólo accesible para iniciados. La mayoría
de los allí presentes, seguramente lo era. Yo recién me iniciaba en el
periodismo.
Pero la cosa es que, iniciados o no, allí, poco a poco, se dormían todos. El
primer día, la concurrencia podía calcularse en ochenta personas, pero hacia el
final del congreso, ya no quedaban ni la mitad. Treinta como mucho. Sin
embargo, aquellos últimos leales, tuvimos nuestra graciosa recompensa al
cabo de tanto calvario, tanto vinagre y tantos clavos. Muertos ya de
aburrimiento, al tercer día resucitamos todos.
Se acercaba el cierre, era la última jornada del simposio, y hacia el final del
día, bien entrada la noche, el último panel de expositores rompió todos los
pronósticos y desató el desastre que hizo de aquella gallina, un dinosaurio
inesperado. Fue cuando apareció en escena el doctor Charles Williams
Crandall y estalló el escándalo y reventó el congreso y comenzó esta historia.
Serían poco más de las diez de la noche y todo venía transcurriendo como
había sido hasta ése momento: un panelista hablaba, los otros asentían, luego
se elogiaban entre ellos, y mientras tanto la concurrencia tosía, carraspeaba, se
iba, o cabeceaba. Precisamente en eso estaba yo y ya me dormía cuando
explotaron los gritos.
Ahí me despierto, abro los ojos, levanto la cabeza, miro el escenario, y
descubro que los que gritan no son sino los panelistas. No entiendo qué pasa
pero discuten cada vez más y cada vez más fuerte. No puedo creer lo que veo
y el resto del público tampoco, todos nos despertamos, es un auténtico
escándalo (tomo conciencia), miro el escenario y los cuento uno por uno, son
cuatro, cinco, seis en total pero suenan como cientos, se cruzan acusaciones y
ya se disparan los primeros insultos y yo trato de entender qué es lo que pasa y
advierto que el blanco de todas las iras es un panelista que está en el centro de
la mesa, un hombrecito diminuto y oscuro que en un primer momento no
detecto hasta que por fin detecto porque destaca entre sus pares como un
carbón entre diamantes.
Son todos contra él y ya no le gritan, ya directamente lo burlan, lo
desprecian a viva voz y no lo dejan hablar, y él se calla y soporta; es un
hombre raro, es decir, no es que tenga tres ojos, pero es raro en contraste con
el contexto, ahora que se pone de pie puedo verlo mejor: tiene cara de indio, es
cetrino y patizambo, panzón y peloduro, y destaca entre sus pares como...
como un carbón entre diamantes.
Rápido busco su nombre en el programa, y cuando leo lo que leo, no lo
puedo creer. Según el orden de los oradores -y su ubicación en el panel-, aquel
hijo de la América precolombina, se llamaba Charles Williams Crandall. No
puede ser, me dije, por supuesto. El folleto decía así: “Dr. Charles Williams
Crandall -biología genética: principio, teoría, proyección y práxis de la
clonación molecular a escala”... No puede ser, volví a decirme, insisto: a
simple vista se trataba de un indio, un indio de traje y corbata pero un indio al
fin: la tez oscura, la cara angulosa, los pómulos altos, la edad incalculable, el
pelo grueso y renegrido, en fin: un inca, un coya, un aymará, pero de ninguna
manera un anglosajón; no, no, no, ese tipo no podía llamarse Charles Williams
Crandall. Más que imposible, resultaba inaceptable.
Pero entonces, justo en ese momento, uno de los científicos que tanto lo
insultaba, ahí nomás le gritó: "usted es un demente, Crandall", y ya no me
quedaron más dudas. Aquel hermano de los pueblos originarios, se llamaba
nomás Charles Williams Crandall.
El griterío no se calmaba, al contrario. Para sorpresa y regocijo de todos
presentes -que por fin se divertían-, el tono de los epítetos alcanzó su punto
más alto, o sea, más bajo: "borracho de mierda", llegó a espetarle un
académico muy circunspecto; mientras un célebre cardiólogo a su lado, le
recomendaba -a Crandall, claro- "largá el vino barato y volvé a tu cueva del
norte", así, directamente, sin ironías ya... Comprenderán ustedes que se trataba
de una escena espantosa, cuya impensada comicidad la hacía más trágica aún.
Es cierto que a simple vista, Crandall tenía todo el aspecto del bebedor
matutino, y en honor a la verdad, el doctor Crandall parecía nada más que lo
que era: un alcohólico. Pero a pesar de ello -o quizás por ello-, en ese
momento, ahí, a mí -tan joven y tan iluso todavía (y bastante bebedor
también)-, el doctor Crandall me inspiró cierta piedad, no digo lástima, pero
no sé, qué sé yo, verlo ahí, así, chaplinesco, abucheado, burlado por sus
colegas, con su desamparo aborigen, enfurecido pero calladito y abandonando
el lugar entre el desprecio y la risa del resto de los presentes… No se ligó un
tomatazo en la nuca por el sencillo motivo de que nadie asiste a un congreso
científico de regreso de la verdulería. Hermanado por el desprecio de la turba,
genio incomprendido yo también, me fui tras él.
Por supuesto que también me fui tras él por no perderme la nota, más vale.
Aquel sainete de laboratorio era lo único vendible de todo ese congreso (al
menos para mi revista), y en dicho contexto, el testimonio de Crandall,
resultaba desde luego imprescindible. Lo corrí por la calle.
Lo alcancé justo a punto de subirse a un taxi que ojalá se lo hubiera llevado,
pero bueno… yo por entonces no sabía nada de todo lo que iba a saber
después (como suele ocurrir), y lo corrí y lo paré, lo agarré del brazo, lo saqué
del taxi al que ya se subía, y lo convencí de charlar unos minutos,
informalmente, ahí nomás, en el café de la esquina de Córdoba y Uriburu, me
acuerdo todavía... Crandall aceptó con reticencias y primero se negó.
-- ¿Para qué quiere hablar conmigo?... déjeme tranquilo, el mundo se
merece la ignorancia en la que se cocina -me acuerdo que fue lo primero que
me dijo y que yo casi lo aplaudo mientras por dentro me preguntaba: ¿Y si
Crandall fuera el genio oculto de este último tramo del siglo a la espera de su
casual descubridor público? ¿Por qué no, eh? ¿Y si ése descubridor público
del genio oculto de este último tramo del siglo, fuera yo? ¿Por qué no, a ver?
(Insisto: yo era muy joven y todavía soñaba con mi propia gran primicia
mundial, y en esa búsqueda, perturbado por la sed típica de los veinte años,
cualquier espejismo me arrastraba en su ilusión. Entonces “por qué no” era mi
pregunta favorita).
El asunto es que Crandall primero se negó y después accedió.
-- Le invito con algo -fue el "abracadabra" de aquella reticencia.
-- Vamos -dijo.
Entusiasmado por mi propia astucia, una vez en el bar, enseguida me
desanimé. Ni bien se acercó el mozo, Crandall, en un gesto automático -casi
un acto reflejo-, se pidió "medio de blanco bien frío, de la casa, sin soda".
-- La soda dejelá pa'los incendios -agregó y me sonrió con los ojos
encendidos del bebedor barato.
Ahí me desanimé. Sonreí cuando me sonrió, pero todavía escuchaba a
sus colegas gritándole "borracho", "largá el vino", y todo eso... Pero bueno,
ya estaba ahí. Me consolé pensando que acaso bien bebido sería más fácil
hacerlo hablar, y así nomás, sin saber por dónde empezar, arranqué por el
final.
-- ¿Por qué cree que su exposición desató este escándalo, doctor?
El vino ya estaba sobre la mesa y Crandall ya había bebido su primer buen
vaso de un sólo trago. Después dijo algo sobre la sed que tenía y yo me
dispuse a repetir mi pregunta porque era obvio que no me había escuchado.
Pero sí.
-- Por lo mismo que se reían de Colón cuando decía que la tierra era
redonda...
(Ahí me sorprendió, debo decirlo).
-- ¿Lo dice por lo de la clona... ción... -abrí el folleto para leerlo mejor-,
¿por lo de la clonación molecular a escala?... ¿Ese es el problema?.
Confieso que en aquel momento yo no tenía muy en claro qué quería
decir "clonación". Pero vale recordar también que hablamos de fines de los
años 70, cuando el concepto era propio de la ciencia ficción y no de las
páginas de información general. En tal sentido, por aquellos años, Blade
Runner y sus replicantes era todo lo que podíamos concebir la gran mayoría de
los mortales.
Pero por suerte Crandall, entre trago y trago, para explicármelo claramente,
en un lenguaje sencillo, y sin entrar en detalles técnicos, inmediatamente
simplificó hasta la reducción su compleja "teoría de la clonación molecular a
escala". Y debo decir aquí, nobleza obliga, que aún así, borracho como estaba
y parecía, en ningún momento Crandall perdió la idea directriz de su
explicación, ni el objetivo didáctico que la inspiraba. En un brutal contraste
con su aspecto primitivo y sus hábitos etílicos, su atlética inteligencia
resultaba más brillante todavía.
Según allí me dijo -hasta donde yo pude entender, hasta donde me dio la
cabeza-, para Crandall era factible clonar células vegetales o animales, sólo
que reducidas a escalas invisibles para el ojo humano, y limitadas en su
crecimiento a una proporción inútil, pero, aún así, vivas y completas para su
evolución natural y su posterior reproducción.
-- Puedo hacer perros de menos de medio milímetro igualitos al original...
vivos, ¿me entiende ahora? -me dijo entre dos hipos.
Como hubiese hecho cualquiera en mi lugar, ahí nomás le pregunté si ya
había experimentado con células humanas.
Crandall sonrió.
-- No sé... por ahora no... pero... -bebió un trago con los ojos fijos en el
fondo del vaso -... si tuviera apoyo... incluso podría clonar la célula a un
tamaño normal, por qué no... es cuestión de desarrollar un poco más la, hic...
Piense lo que sería... duplicaríamos las plantas y los animales, acabaríamos
con el hambre, con la infertilidad, incluso con la muerte y con muchos otros,
hic, problemas... para no hablar de la industria del juguete, ¡juguetes vivos!,
piense lo que sería eso, hic, no?... -sonrió y bebió.
Una vez más allí replicaron en mi cabeza los gritos de sus colegas, sus más
gruesos epítetos y los más finos también, dipsómano, delirante, esquizoide...
“¡Ah... qué poco se distinguen el genio del loco, o qué loco es el genio o
cuánto de genio puede caber en la locura, o cuánta locura debe sufrir el genio
por su genio!”, barruntaba yo mientras miraba a Crandall. “¡La perla es una
enfermedad de la ostra!", había leído no sé dónde. "Todavía no ha sido
demostrado que la locura no sea un estado superior de la inteligencia",
recordé que decía Poe, y así, despacio pero rápido, me convencía yo mientras
bebía él.
De cualquier forma, más acá de mis dudas, cuestiones y divagues -novato
aún, pero consciente ya-, en ningún momento perdí de vista mis objetivos
profesionales. Si aquel científico loco estaba loco o no, a mí me daba lo
mismo y yo no era quién para juzgarlo. Yo era -o quería ser- un periodista, y
como tal, para mí, lo único que importaba, era la noticia. Reconocido
catedrático revela al mundo algo mucho más grande que la teoría de la
relatividad y el descubrimiento de América. Tal era la noticia. Y en primicia
exclusiva. Y lo mejor de todo: mía.
Sentí que había llegado el momento de convertir aquella charla amistosa en
una entrevista formal. Temiendo que Crandall fuera a negarse –y creyéndome
muy listo-, comencé por aplaudirlo.
-- ¡Esto no puede quedar oculto, doctor!, ¡esto que me cuenta es una
verdadera genialidad!, ¡una revolución total!, hay que darlo a conocer, doctor,
imaginesé: su prestigio, su nombre, su...
-- Haga lo que quiera -me dijo para callarme-; publiqueló, hic... igual nadie
se lo va a creer... ¿No ve lo que pasó aquí?... Y ojo que estos son todos
científicos, eh?... Catedráticos, ja... la crema, hic, de la crema... pst... Manga
de monos, hic… -bebió otro trago, chasqueó la lengua, y luego dijo para nadie:
"ma'sí, che, que se mueran burros..."
Su acento porteño tampoco encajaba en absoluto con su aspecto aborigen y
su nombre sajón. Nada encajaba en él. Le pregunté de dónde era.
-- De La Rioja -sonrió-, mi padre era inglés y mi madre era india...
quechua... -aportó con cierto orgullo y se detuvo-... Yo salí a ella, a mi madre...
-y clavó los ojos en el piso, en el pasado. Le pregunté algo pero ya no recuerdo
qué y él ni siquiera me escuchó. Bebió y volvió.
-- Está rico éste vinito, ¿no?.
Le invité otra vuelta y aceptó entusiasmado. Entonces arremetí.
-- Dígame la verdad, doctor... ¿experimentó alguna vez con células
humanas?
Pero en vez de responderme, Crandall me contó su historia.
-- Usted me ve así, con ésta pinta de indio que tengo, pero la verdad es que
soy más porteño que el rezongo... Nací en La Rioja pero me crié en Buenos
Aires... hic... después viví mucho en el extranjero... Mi padre era de
Birmingahn, sabe?, llegó a La Rioja en la década del veinte, era ingeniero,
hic... trabajaba para los ferrocarriles... y bueno, ahí, en La Rioja, resulta que
conoció a mi madre… que era, hic… de ahí, nativa-nativa, quéchua hija de
qué, hic, chuas... un día se casaron, y bue’, se quedó en La Rioja... hic… mi
padre… Con el tiempo dejó el ferrocarril y compró tierras, miles de hectáreas,
en Chumbita, ¿conoce Chumbita?... -yo no conocía Chumbita, pero Crandall
no esperó mi respuesta-, ahí fue cuando se dedicó al vino... al cultivo y a
beber... hic... como yo, je... -se rió, brindó, bebió y siguió-... Nosotros éramos
dos hermanos, John y yo, yo era el menor... a mi, hic, me tocó la mejor parte...
Con los años mi hermano se hizo cargo de la viña y de manejar la bodega y los
asuntos de la familia... hic... y mientras vivió mi hermano fuimos una bodega
muy importante, ¿sabe?, hacíamos vino a granel pero de muy buena calidad...
torrontés, semillón, chablis llegamos a, hic, hacer... ahora ya... hic…
Crandall se quedó callado y quieto, los ojos bien abiertos, en blanco,
inmóvil, catatónico... Pasaron tantos segundos, que al final hablé yo.
-- Y por qué dice que a usted le tocó la mejor parte, doctor?... -le pregunté
sin mucho interés, apenas para hacerlo reaccionar. Pero Crandall me miró
sorprendido.
-- Tiene razón -me dijo impresionado, el ceño fruncido-... no sé por qué digo
que me tocó la mejor parte... hic… tal vez hubiese sido más feliz si me
quedaba allá, en la viña, en La Rioja, entre los campesinos, como el Johnny...
pero bueno... hic… mi padre quería que hiciera una carrera, que fuera
profesional como él, y como a mi hermano no le gustaba estudiar... me tocó a
mi y… hic… así fue que me mandaron a Buenos Aires y aquí hice el
secundario, la universidad... por eso le digo: yo tengo pinta de indio, pero...
hic -volvió a brindar y a beber y después siguió contando-; una vez recibido
me fui becado a Estados Unidos, allá hice un posgrado en la universidad de
Austin, estuve en Yale también, más tarde, hic, hice un master en Alemania; y
después, antes de volverme para la Argentina, trabajé varios años en Francia,
como primer asistente del doctor Yakunari Tawanata, hic… un científico
japonés especialista en ingeniería genética... un genio, le puedo asegurar, ése
sí que es un verdadero genio... hic... él me enseñó todo lo que sé, es un hombre
que estaba adelantado por lo menos en doscientos años, me entiende?... Por
eso acá se arma tanto quilombo, hic... Porque estos todavía se creen que la
tierra es plana... -y entonces me miró fijo, severo-, pero sabe qué... hic… no es
plana, mi amigo, es redonda la tierra, no se deje, hic, engañar: ¡es redonda!...
lo que pasa es que todos estos son una manga de burros... y ya se sabe como
son los burros, hic… se creen que ser burro es lo mejor que hay...
Parecía herido (además de bebido).
-- Esta es una noticia bomba, doctor.
-- ¿Cual?
-- Cómo cual, doctor... la clonación ésta...
-- Ah, sí, vió?... La hic, evolución, es, berp, constante, vea...
-- ¡No hay que permitir que lo silencien, doctor! -dije con el índice en alto y
todo. Crandall sonrió con amargura, y yo, creyéndolo tocado, le metí el uno-
dos.
-- Esto hay que publicarlo, doctor, autoríceme a publicarlo y...
-- Haga lo que quiera, ya le dije... Pero le pido una cosa nada más… hic… si
lo publica, ponga también que yo me retiro, eh?... Informelé, hic, al mundo,
que el doctor Charles Williams Crandall, se retira para siempre de la actividad
científisa (sic)... así me dejan de joder... hic… no voy esperar que ellos se den
cuenta de lo que hago para hacer lo que hago …¿me, hic, entiende?...
Dicho esto, Crandall, confundido como yo –o no-, apuró el último trago y
luego reventó el vaso contra la pared de azulejos que tenía detrás. Los mozos
no lo sacaron a patadas porque yo los calmé y porque pagué los destrozos y
algo más. Crandall, riéndose de todo, me dijo al despedirse: "me retiro, sí: ésta
no es la única realidad que hay... hic". Le pedí su teléfono pero se metió en un
taxi feliz de la vida, y se perdió por la ciudad.
Eran las doce y media de la noche del martes, miércoles ya. Mañana (hoy)
cerraba Todos, y yo -si quería fama y fortuna- todavía tenía que desgrabar y
descifrar, en una sola madrugada, tres días de congreso científico, el escándalo
final, mi reportaje exclusivo con el doctor Charles Williams Crandall, y como
frutilla de la torta, su magnífico descubrimiento. No había tiempo que perder.
Primicias son primicias, me dije, y volé.
Con los ojos rojos de sueño y las ojeras por el piso, a las diez de la mañana
de la mañana siguiente, reaparecí por la redacción de aquel semanario al cabo
de tres días de ausencia, y en pleno pico de un cierre naturalmente frenético.
Habían pasado tantas cosas en esos tres días, que algunos de mis superiores,
comprobé sin sorprenderme, ya ni siquiera me recordaban. Cuando les conté
del congreso científico, se miraron extrañados como si yo hablara de pronto en
un lenguaje desconocido. Cuando les dije que tenía una primicia mundial,
sonrieron con ternura.
No recuerdo exactamente cuál era la tapa que ya estaban cerrando para el
número de esa semana. Seguramente un nuevo ataque militar lejano, o algo
así. El viejo truco de inflar el horror ajeno para consuelo del propio. Esos
tiempos.
Para no hacer esto más largo, al cabo de mucho contar, al fin me
escucharon, y luego los convencí. Se convencieron, bah. De arranque las
teorías de Crandall les causaron gracia pero también curiosidad. Ya más
entusiasmados, pidieron las fotos de la discusión, y cuando vieron a todos esos
médicos tan célebres tan crispados (los puños en alto, los rostros fuera de sí),
enseguida me arrancaron los informes de las manos, leyeron rápidamente los
pasajes más fuertes, se dieron mutua manija durante algunos segundos, y antes
de cinco minutos decidieron parar las rotativas, levantar la nota de tapa que
estaban cerrando, y así, como por arte de magia, aquella absurda gallina se
convirtió en dinosaurio. Ahora Crandall -mi Crandall-, era la nota de tapa. Y
todo el mundo puso manos a la obra.
Pasado el pánico inicial que siempre provocaban sobre cubierta aquellos
bruscos golpes de timón; rápidamente los jerarcas de Todos organizaron el
grupo comando que habría de producir la urgente nueva nota de tapa. Porque
aclaremos algo: aquella revista era una porquería ideológica, pero funcionaba
como las mejores del mundo. Un tema de tapa ameritaba una investigación
rápida y profunda -rápida sobre todo-, y casi toda la redacción era asignada al
caso; para que después, con treinta kilos de exhaustivos informes, alguna
cualquiera de las cuatro o cinco grandes plumas del staff, bordaran con
muchísimo cuidado doscientas líneas inocuas.
Pero qué importa ahora todo eso, importa sí que allí, así, después de un par
de afectuosas palmadas en la espalda, mis jefes se apropiaron de mis informes
y de mi nota. A cambio, para un recuadro, me encargaron la biografía de
Crandall o lo que pudiera conseguir antes de las ocho de la noche, porque
aquello no era la escuela de periodismo y el taller apuraba. Tal era mi nueva y
mínima misión. Del resto se ocuparían ellos. La nota ya no era mía. Ocurre. Es
la canción del soldado: "las balas son de nosotros, las medallas son ajenas".
Manos a la obra, atento al manual del buen cronista, lo primero que hice fue
bajar al archivo en busca del Expediente Crandall, si es que tal cosa existía. Y
no. No existía. Apenas había una carpeta general bajo el prefijo "Cran…", y
nada más. Pero para mi gracia o mi desgracia, no era mucho ni poco lo que
contenía esa carpeta. Dos breves artículos amarillentos y jugosos.
Un recuadro destacado en el diario Mayoría -fechado el 12 de noviembre de
1963-, mencionaba la medalla de oro recibida por Crandall al egresar como
doctor en biología de la Universidad de Buenos Aires. Efectivamente -
confirmaba la nota-, Crandall era natural de La Rioja, hijo de un ingeniero
inglés y de una "nativa del lugar"; y becado por entonces para estudiar en los
Estados Unidos, en la Universidad de Austin. Otro recorte del viejo diario El
Mundo, fechado seis años después -en octubre de 1969-, informaba sobre un
premio recibido por Crandall en Ámsterdam, más abajo recordaba su medalla
de oro, luego inventariaba los masters y los progresos obtenidos en Francia,
Alemania y Estados Unidos, y al fin lo daba por instalado en París mientras
auguraba de remate un estupendo porvenir "para este argentino orgullo de
nuestros claustros". De aquel último recorte, saqué el nombre de un profesor
de Crandall -que allí lo recordaba-, y quise probar si todavía vivía, y lo busqué
por la guía. Y vivía y lo encontré. Primero dí con un familiar de él, y después
con él. Lo llamé y aceptó hablar. Oficialmente me dijo que Crandall era "de
una inteligencia extraordinaria", pero off the record me confirmó sin embargo
que era un alcohólico perdido: "un genio sorprendente quebrado por la
debilidad", me acuerdo que remató aquel viejo profesor, y que eso fue lo más
suave que se dijo de Crandall en aquellas ocho páginas que lo sepultaron para
siempre. Un espanto.
En la tapa de esa edición, en cuerpo pesado, caladas en rojo sobre la cara de
loco de Crandall (los pelos de punta, la mirada extraviada, su cosa aborigen),
se leía el título catástrofe: EL FRANKESTEIN ARGENTINO; y abajo, en
letras más chicas pero pesadas igual, un copete que decía: "Escándalo
científico en Buenos Aires - En el último Congreso de Ciencia y Moral, un
investigador en estado de ebriedad afirmó que podía fabricar seres vivos en
miniatura - ¿Quién es el doctor Charles Williams Crandall? ¿Miente o delira?
- ¿Un genio alcohólico? ¿Un visionario? ¿Un loco? – Informe exclusivo
sobre el Frankestein nacional".
Lapidario, sí.
Porque si el título y la tapa ya eran un escarnio en sí mismos, qué decir del
contenido y desarrollo de la nota, de las opiniones de los otros entrevistados,
de los columnistas... Alrededor de las pocas y fragmentadas revelaciones de
Crandall, durante ocho-páginas-ocho, los mismos catedráticos que lo habían
ridiculizado durante el simposio, allí se alternaban para destrozarlo -ya con
más calma (y por lo tanto con más saña)-, reduciendo las extraordinarias
teorías de Crandall a síntomas lamentables de una mente percudida por el
alcohol de baja calidad, y agotada por el fracaso sistemático de una quimera
inútil. Adiós, Crandall. Así fue sepultado para la comunidad científica de su
tiempo uno de los más grandes científicos de su tiempo. Ya no se discutían sus
teorías, sus propuestas, sus investigaciones, sino y sólo, su salud mental.
"Genio sorprendente quebrado por la debilidad", fue lo más piadoso que le
dijeron.
Nadie me felicitó, pero aquella edición de Todos vendió muy bien. Algunos
diarios y algunos canales levantaron la noticia y se entretuvieron durante un
par de semanas con la polémica y con Crandall. Nadie me felicitó, pero yo
estaba orgulloso igual. No me puse contento porque me daba vergüenza y me
devoraba la culpa, me sentía un traidor y a la vez un profesional. Ya todo un
mercenario.
Como comprenderán entonces, arrasado por el deshonor, una vez publicada
la nota, no quise ver a Crandall nunca más ¿Para qué? ¿Para pedirle disculpas
por un crimen del que era partícipe sin ser responsable? Él tampoco me llamó
jamás. Digno. Durante algún tiempo traté de seguirlo a través de las noticias,
buscaba su nombre en los suplementos de ciencia, en los de cultura, incluso en
las páginas policiales, y desde luego en los avisos fúnebres... pero no, nada.
Muerto o retirado, Crandall ya no existía más. Y en parte por mi culpa...
Pensé que iba a morir sin su perdón, pero no. Quince años después lo volví
a encontrar, y entonces ocurrió todo eso que les quiero contar.
El pequeño mundo propio del doctor Crandall.
Ninguna metáfora.

III

Quince años después, cuando volví a ver a Crandall, las circunstancias


generales, y también las personales, eran muy diferentes. Yo ya no era ningún
novato, ningún ingenuo, ningún iluso. Y no es que fuera más vivo o más
experto, qué va... simplemente ya no me quedaban ilusiones, inocencia ni
juventud. En lo general, ya había pasado la guerra sin que nunca volviese la
paz; los militares no estaban más y la democracia había dejado de ser una gran
esperanza para convertirse en una pobre realidad; y en lo personal, ya me
había casado y ya me había separado, hacía mucho que había renunciado a la
revista Todos, ya me había ido de otra y después de otra, y ya las redacciones
y el periodismo me tenían completamente podrido.
Pero como tampoco servía ya para otra cosa, por entonces sobrevivía como
colaborador independiente (free-lance, me gustaba decir), vendiendo lo que
podía cuando podía a quien pudiera y por cuánto pudiera. Ya no soñaba con
una primicia mundial, sino con pagar las expensas. Ya no me llevaba la
vocación, sino la necesidad. Y ya no me unía el amor porque aquello era un
espanto.
Y de Crandall ni hablar. Para entonces hasta yo lo había olvidado. Habían
pasado quince muy largos años desde aquel congreso y nuestra charla, desde
la tapa aquella, la nota y su bochorno. Muy de tanto en tanto me acordaba de
algo cuando leía o escuchaba la palabra clonación, que todavía por entonces
tenía más de ficción que de ciencia... Pero fuera de esa humana curiosidad de
simio, a mi el tema -la ciencia en general- no me importaba nada, y mucho
menos por aquellos días, cuando mis mejores clientes eran un mensuario de
turismo y el house-organ de una multinacional dedicada al rubro alimenticio.
No me hacía millonario, pero tampoco hipertenso. Mi trabajo consistía en
viajar de tanto en tanto por el interior del país, y escribir breves sandeces
sonoras sobre las virtudes de tal o cual tipo de leche descremada, o sobre el
merecido ascenso de un gerente zonal muy aplicado. Trabajo sencillo y
suficiente. No es rico el que más tiene, tengo para mí, sino el que menos se
esfuerza.
Pero hete aquí que cierto día de noviembre de 1994 –eso tampoco me lo
olvido más-, este house-organ que les digo, me propuso cubrir la gran
inauguración de una nueva planta procesadora en la provincia de La Rioja.
Trabajo liviano y buen dinero. "Clinc-caja", me dije enseguida, y allí partí
hacia La Rioja por un fin de semana y sin siquiera asociar el nombre de mi
destino al benemérito nombre del doctor Charles Williams Crandall. Eso vino
después.
Me acompañaba un fotógrafo intrascendente que ya podemos olvidar,
viajamos en avión, llegamos una mañana, recuerdo que muy calurosa. Por
suerte en el aeropuerto nos esperaba un auto sin chofer que la compañía había
dispuesto para nosotros, y ahí nomás partimos a inaugurar aquella planta
procesadora en la pequeña ciudad de Chumbita. Y ni siquiera allí, ya en
Chumbita, en el pueblo de Crandall, me acordé de Crandall. Eso vino después.
Como era previsible, aquella inauguración fue un rosario de viejos discursos
que nadie escuchó, y de brindis que nunca cesaron. El resto era calor y sudor,
sed y más brindis. Ese primer día en Chumbita, transcurrió así. De Crandall ni
hablar. Eso viene ahora.
Más o menos recuperado de la resaca correspondiente, poco después del
mediodía de nuestro segundo día en Chumbita, bajé a comer algo al bar del
hotel, y como estaba solo, mientras comía, me enrollé en una charla con el
mozo, divertido con su forma de hablar. Recuerdo que de postre me
recomendó unos zapallos en Aníbal. El caso es que así, vaguedad va,
vaguedad viene, en un momento el tipo, me cuenta que ahí, "cerquita nomás",
vivía "un científico loco que antes hasta salía en los diarios y todo: el loco de
los Crandall", dijo y me atraganté.
-- No, pero no se asuste, es un loco tranquilo, no jode a nadie, no se mete
con nadie, no... Le digo más: ya ni se lo ve por acá... Y cuando aparece no se
habla con nadie tampoco, a veces ni saluda... bué: depende el pedo que traiga,
no?, porqueee... je... pasa que le da al frasco, el hombre -y negaba con la
cabeza, empinaba con el pulgar, y se reía-, los padres murieron hace mucho...
–agregó con repentina seriedad-… el "inglés de la india", le decían al padre...
una familia muy bien, muy respetada acá, ojo… tenían viñedos y todo… ¡una
bodega grande!, bárbara la bodega, una bodega de la puta que lo parió, con
perdón de la impresión, no?... como cincuenta mil hectáreas tenían acá, en
Chumbita, pero más para el lau’ del norte... y cuidado que supieron hacer el
mejor vino de la zona, ojo, un vino que importaban para el exterior y todo,
pst… más le digo: cuando murieron los padres, la de ellos siguió siendo la
mejor bodega de toda la región, acá... En ese entonces ya la manejaba el
Johnny, el mayor de los Crandall, porque ellos eran dos: el Johnny, y el loco...
Dijo y se detuvo. Yo no dije nada. El mozo era en un hombre de unos
sesenta años, tal vez menos (qué importa). De pronto siguió.
-- Pero el Johnny, que Dios lo tenga en la gloria, murió allá por el setenta y
pico, una cosa así... Y bueno, ahí fue cuando se vino el loco, que no sé dónde
estaba, en el extranjero dicen que estaba… y nomás llegó agarró las riendas de
todo, de la bodega, de las tierras, del vino... bué: el vino más bien agarró y se
lo chupó, no? -y se rió-, pobre loco... ahora ya casi no le queda ni campo ni
nada, lo fue vendiendo todo de a pedazos... con los años se encerró ahí, en la
casa… cada vez peor, se ve… si hasta empezó a juntar chatarra, un día…
porquerías… existen esos locos, ¿no vió?... ¡a juntarla y comprarla!, más de
loco todavía, no me diga… cachivaches, fierros viejos, cualquier cosa se
compraba, pobre…–se rió y siguió-, mire cómo será que una vez pasó por
Chumbita un parque de inversiones, no?...
-- ¿Un qué?
-- No me acuerdo el nombre, pero le estoy hablando de uno de los buenos,
ojo, uno de los grandes, que tenía de todo: tren fantasma, tiro al blanco, autitos
chocadores, vuelta al mundo, un parque de inversiones de los buenos,
cuidado… ¡si hasta un globo de la muerte, me acuerdo que tenían!, que era así
como una bola toda de fierro, no sé si lo vio alguna vez, ¡que por adentro
andaban dos tipos en moto como a mil kilómetros por hora y no se chocaban
nunca!, increíble, no me lo olvido más, ¡nunca se chocaban!, pobres… pobres
digo porque claro, somos pocos, acá, en Chumbita, y bueno, ja… el parque ese
era muy grande, ya instalarlo les salió más que lo que juntaron nunca, pst…
les fue para la mierda, con perdón de la impresión… a la final tuvieron que
vender un montón de cosas para pagar las deudas, porque claro, mientras se
fundían tenían que mantener a los empleados, darles de comer, en fin…
gastaban electricidad… se endeudaron, y fundieron… aquí, pst, en Chumbita,
qué me cuenta…
Yo ya ni sabía de qué me hablaba.
-- Perdón, pero… ¿qué tiene que ver eso con… el loco de los Crandall?
-- Y no, que bueno, que ahí para mí que el loco se gastó la última guita que
le quedaba, porque fue el que más pedazos se compró del parque de
inversiones, pst … ¡hasta el globo de la muerte se compró, el loco de mierda!
–y soltó una carcajada aunque igual alcanzó a decir: con perdón de la
impresión, no?...
Pero la risa se cortó de golpe.
-- Pobre loco, uff... la madre decía que era un gran científico y que estaba
triunfando en la Uropa, me acuerdo, pero... –miró para todos lados, se me
acercó y bajó la voz- hay que decir que la finada también le daba al frasco,
ojo... Dios me perdone, pero hay que decirlo...
Con marcado desinterés le pregunté dónde quedaba "lo de los Crandall".
-- Aquí nomás... serán unos... cincuenta kilómetros pal'norte, todavía en
Chumbita, pero más pal'norte... Es linda la casa, ojo, una casa grande, con
techos verdes, linda, linda... Yo hace rato que no paso por ahí, ahora me han
dicho que es una ruina, no?, pero bueno... ha sido una de las mejores fincas de
la zona en sus buenos tiempos... uff... y tienen una bodega enorme ¿no le
digo?... ¡la bodega subterránea más grande de América!, dicen que era -dijo
con orgullo y agregó- y ojo: subterránea-subterránea, eh, nada de cualquier
cosa: subterránea abajo de la tierra, mi amigo, pst... Pero bueno... otros
tiempos... ahora ya no queda casi nada de todo eso... la bodega no funciona
más, el loco la tiene cerrada, dicen que la usa pa'guardar todas las porquerías
que junta… pobre tipo… vive solo ahí, con sus perros y sus gatos y nadie más,
ni mujer, ni personal, ni nada... solo, solo… bueno, solo con la botella, no?...
eso sí... y bué...el loco e'así: loco nomás, Dios que me perdone, pero...
Antes de que el fotógrafo despertara, como quien sólo sale a despejarse y
conocer un poco el lugar, secuestré el auto, averigüe bien el camino, compré
un cajón del mejor torrontés, y me escapé para visitar a Crandall bajo el sol
asesino de las tres de la tarde.
Por suerte no era lejos. Poco más de media hora hacia el norte,
efectivamente. Todavía recuerdo un cruce de caminos que por poco me
desorienta y casi me pierdo, pero no. Allí todo el mundo sabía muy bien dónde
quedaba "la casa de los Crandall".
-- ¿Va a ver al loco? -me preguntó un paisano, sonriente y descreído.
Poco antes de las cuatro de la tarde yo ya estaba ahí. De pie frente a una
casa vieja, de techos oscuros (tal vez fueran verdes, por qué no), de estilo
inglés y rodeada por un extenso parque sepultado por la maleza. Era una casa
sobria, grande, y alguna vez, seguramente, también hermosa. Pero ya no.
Ahora parecía embrujada, deshabitada, abandonada, cercada sin entusiasmo
por un alambrado vencido y vulnerable que se cñerraba hacia el frente en una
especie de portón, de tranquera, vestigios de una puerta doble, baja, de fierro
oxidado y sin cerrojo, timbre ni llamador. Batí las palmas y grité buenas tardes
pero me abstuve de entrar. Menos mal.
Una jauría de perros surgió de la nada y se me vino encima ladrando con
hambre (no sólo con furia), y sin otro plato a la vista más que ése boludo ahí,
aplaudiendo de pie, y encima con una cajón de vino para acompañar.
En un microsegundo de pánico sin fondo, mirándolos venir, comprendí sin
pensarlo que el alambrado no bastaría para protegerme, y corrí hacia el auto y
me zambullí de cabeza por la ventanilla. Por suerte hacía calor, así que estaba
abierta. De cualquier forma, los perros no saltaron ni rompieron el cerco, se
quedaron del lado de adentro pero sin dejar de ladrar hasta que se abrió la
puerta de la casa y apareció el doctor Crandall, el auténtico doctor Charles
Williams Crandall allí presente, en persona y en pedo, tambaleándose por la
galería, vestido con un guardapolvo gris -acaso blanco-, y puteando a sus
perros mientras repartía patadas, gritos y golpes con envidiable vigor.
Por supuesto que estaba más viejo (yo también), pero su pelo de indio
seguía siendo negro y seguía todo en su lugar. Por lo demás, de lejos, Crandall
parecía intacto, apenas un poco más gordo, más panzón... más hinchado,
quizás, pero... quién no.
El castigo de los años recién se lo noté cuando lo tuve cara a cara, cuando
Crandall por fin calmó los perros y se acercó hasta la puerta para ver quién era
el desubicado que perturbaba su retiro en su fortaleza inexpugnable, y para
colmo a la hora de la siesta. Bajé del auto y me acerqué hasta la puerta de
fierro con la mano extendida y mi sonrisa más pelotuda.
-- Perdón -dije- ¿Doctor Crandall?... –Crandall asintió como dudando- ¿No
se acuerda de mí, doctor?... Soy Miguel Nogueira, de la revista Todos... nos
conocimos hace muchos años... cuando el simposio aquel en Buenos Aires...
¿no se acuerda?...
Sin salir de su propiedad, Crandall estiró su derecha por encima del portón,
dejó que se la tome, me saludó -o algo así-, y recién entonces comenzó a
asentir con la cabeza, como si ahora sí, por fin, me recordara. Pero no.
-- La verdad que no -me dijo con indiferente sinceridad-, la verdad no me
acuerdo, no... -y así, asintiendo mientras negaba, Crandall se deshizo de mi
mano ya listo para retirarse y volver a lo suyo.
-- Le traje una caja de torrontés Río Manso, doctor...
El abracadabra otra vez.
Crandall giró sobre sus pasos, entornó los ojos para mirarme mejor, y recién
entonces dejó de negar y volvió a asentir y comenzó a sonreír.
-- Sí, claro, claro... ahora, sí... hic, ahora me acuerdo de usted... eeehh...
-- Nogueira, Miguel Nogueira... –(qué se va a acordar, pensé yo).
-- Claro, claro... Miguel Nogueira, de la revista Todos, sí, sí... -y de pronto
agregó-, el Río Manso es el más caro pero no es el mejor, no vaya a creer...
igual es rico, pase, pase, señor... ¿cómo me dijo que se llamaba?...
-- Nogueira -y abrió el cerrojo, el portón o lo que fuera, y yo descargué el
vino del auto y los perros me miraron pasar sin ladrar ni gruñir, y así, todos
juntos ahora, nos adentramos en la casa mientras yo comenzaba a preguntarme
qué carajo estaba haciendo ahí, en no sabía dónde, y detrás de un loco
borracho que ni siquiera me recordaba. Pero ya estaba ahí.
Atravesamos la galería cubierta que corría junto a la casa, nos metimos por
una puerta de dos hojas y vidrios rotos, cruzamos un cuarto vacío y otro
saturado de muebles unos encima de los otros; después pasamos por una sala
más sucia que la anterior y más desordenada, cubierta hasta el techo de libros
llenos de polvo, atanores y fierros viejos, tubos de ensayo, botellas de vino
vacías o rotas (vi un lavarropas desarmado y la carcaza de una vieja heladera),
y todo así: amontonado y amenazante a cada lado del estrecho sendero por el
que avanzábamos nosotros con los riesgos del caso.
-- Disculpe el desorden, hic… “el tiempo es el enemigo que mata huyendo”,
decía Que, hic, vedo..
Por fin llegamos a destino y se detuvo. Estábamos en lo que era -o habría
sido- la gran cocina de la casa, y que entonces funcionaba como centro de
operaciones, despacho y vivienda del doctor Crandall. Aquel reducto
inadmisible era su dormitorio pero también su estudio, su biblioteca,
evidentemente su laboratorio, en fin, allí vivía, dormía, comía y trabajaba.
Cosas, cajas, vidrios, libros, papeles, platos, restos de comida, objetos no
identificables, un montón de gatos, ropa tendida, botellas viejas, olores
indefinibles y vasos sucios por todas partes, hacían del lugar un sitio bastante
repugnante, pero no demasiado real.
-- Usted disculpe todo esto, pero ocurre que no tengo tiempo para mí. No
me puedo dar ese lujo... hic... El dinero va y viene, el tiempo no -dijo severo y
empezó a buscar algo. Un sacacorchos.
-- Páseme una botella y siéntese donde quiera... hic
Saqué una botella de la caja, lamenté que no estuviera fría, y se la pasé.
Algo más le dije, pero no me escuchó. Encontré una especie de silla y me
senté junto a una especie de mesa tan llena de libros y de cosas y papeles, que
ni siquiera encontré un mínimo espacio libre como para apoyar el encendedor
y los cigarrillos.
-- Nogueira, Nogueira... -repetía Crandall mientras buscaba por todas
partes-... Nogueira, claro, sí, ya me acuerdo -decía y revolvía, un cajón, un
rincón, la heladera; mi desasosiego se ahondaba segundo a segundo-
...Nogueira, sí, claro, por supuesto... ¿De qué revista me dijo que era?
-- De Todos... aunque fue hace mucho…
-- De Todos, sí, claro...
-- ¿Se acuerda que estuvimos charlando un rato en el bar de Uriburu y...
--¡Qué vino de mierda, sí, claro que me acuerdo!
-- En ese momento usted me dijo que el vino estaba rico...
-- Y sí… era más joven, hic, yo.
Con la misma euforia del que ve tierra después de tanto mar, Crandall
encontró el tirabuzón. Yo pensé que nunca iba a lograrlo.
--...Cómo no me voy a acordar, sí, claro, por supuesto: usted es periodista...
Descorchó una botella -la primera-, sirvió dos vasos desiguales (más para
él), y luego de brindar, tomamos en silencio. Crandall asentía mientras bebía,
pensaba o qué sé yo. Me miraba. Acariciaba la botella recién abierta, y me
miraba fijo. Pero no sé si me veía.
-- Y a qué debo su visita, hic, ahora, eh? -preguntó de repente.
Y yo casi le digo que venía a pedirle disculpas por aquella nota de hacía
tanto... pero no era del todo cierto, y además, llegado ese punto, comencé a
pensar que Crandall no recordaba la nota porque nunca la había visto. Y
apenas relajado por esa sola posibilidad, me escucho explicar sin explicar:
-- Bueno, yo... en fin... quería... verlo, no?... saber de usted, bah -y no me
salía nada-, yo siempre lo recuerdo... aunque mejor que usted me olvidó, je -
eso sí me salió-, yo... no sé si se acuerda -y de allí no pasaba.
-- Me acuerdo... aunque usted no me crea, yo siempre me acuerdo de todo...
por eso bebo, para olvidar -rió, sonrió-; pero bueno, qué importa, no?...
además, me alegra su visita... nunca viene nadie por acá... y en cierta forma,
hic, mejor así... Por acá todos se creen que estoy loco, y le digo la verdad... es
una comodidad, vea... El enfermo siempre obtiene lo mejor de los otros y los
otros no le exigen nunca nada, porque nada se espera de un enfermo, hic, una
posición muy cómoda, se da cuenta?... Más, hic, fácil vivir así... más
tranquilo... hic... No me molestan más.
-- Claro... -yo no sabía qué decir. Bebía y lo miraba ya convencido de que
no se acordaba de mí, ni muchísimo menos de aquella nota, y también de que
ya era la hora de volver a la ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Esa
visita había sido menos que un error, pensé en ese momento, un paso sin
sentido, tiempo perdido, un recorte inservible de la vida. Abundan.
Me paré para despedirme, y fue entonces cuando Crandall dijo de pronto:
-- El Frankestein Argentino -y se cagó de risa.
Una ola de vergüenza más grande que la que dio vuelta al S.S. Posseidon, se
llevó toda la dignidad de mi postura. La bestia de la culpa renacía de golpe y
ahora me mordía la conciencia a dentelladas rabiosas. Ese genio allí arruinado,
era, en buena medida, culpa mía. Casi me arrodillo para pedirle perdón, pero
no hizo falta. Crandall, en pedo como estaba, se dio cuenta de todo.
-- No se preocupe, mi amigo... no se disculpe, hic... yo ya aprendí a
perdonarlo todo, vea... El perdón es la única esperanza que nos, hic, queda...
¿Otro vasito? -preguntó ya más entusiasmado, y yo, recién indultado, acepté
para celebrar. Y cambié de conversación.
-- ¿Y a qué se dedicó desde entonces, doctor? -pregunté sin pensar, y sin
embargo, al escucharme, tuve la extraña sensación de que justamente para eso
estaba ahí. Para saber algo aunque no supiera qué.
-- ¿Qué hice desde cuándo? -repreguntó Crandall mientras descorchaba otra
botella, la segunda.
-- Desde que... desde que hablamos aquella vez, cuando me dijo que se
retiraba y que...
-- Ah, sí... me acuerdo, claro... en ése entonces yo recién empezaba, no? -
(ahí pensé que el vino había fulminado su memoria, pero no)- me refiero a la
clonación a escala, que recién empezaba con eso, no?.
-- Supongo que...
-- El Frankestein argentino -dijo Crandall sonriendo, ya no riendo.
-- Le pido que...
-- Pero usted pese a todo me creía, no?
-- Bueno, yo...
-- Era difícil creerme, seguro, pero usted... hic -Crandall alzó su vaso lleno
de vino, brindó a mi salud, y se lo tragó sin respirar.
-- Le digo que llega en un momento muy, berp... oportuno, hic...
"Le haría falta vino", pensé en un reflejo, pero igual pregunté.
-- ¿Por qué lo dice, doctor?
--... Porque, hic... sí... porque sí lo digo: muy oportuno... -y me sirvió otro
vaso y se lo tomó también.
El calor de la tarde alcanzaba su punto de hervor, y aquel blanco natural -sin
hielo ni soda- comenzaba a retumbar en mi cabeza. Sumido en el horror y el
caos, sentado frente a un borracho que empezaba a dormirse, volví a
preguntarme por qué no me iba, pero también por qué era que había "llegado
en un momento muy oportuno". Y sin que yo dijera nada, en una sola
respuesta, Crandall contestó las dos preguntas.
-- Los hice nomás, Nogueira... hic ¡Los hice!
-- ¿Los hizo qué? -pensé que estaba en pedo (estaba en pedo), pero no era
para tanto. Volví a preguntarle:
-- ¿Los hizo qué, doctor?
-- Los hic... hice. Los… creé.
Ese era el momento exacto para salir de allí. La última oportunidad que me
quedaba para escapar de la locura.
Y no.
No me fui.
Al contrario.
Le pregunté.
Me arrojé de cabeza en mi destino demente.
-- ¿Qué creó, doctor?...
Y Crandall me contestó.
-- Los humanitos.
-- ¿Perdón?...
-- Seres humanos hic, iguales a nosotros pero de medio milímetro de altura
y menos de un miligramo de hic... peso… Humanos... Perfectos hasta en sus
más perfectas imperfecciones. Iguales, iguales, pero... hic, ínfimos.
-- ¿Me está hablando en serio, doctor?
Crandall sonrió en un suspiró que se resolvió en eructo, y luego se quedó
mirándome fijo (más allá de un incipiente estrabismo), hasta que volvió a
eructar y al fin habló.
-- Le voy a, hic... aceptar algo, Nogüeira (sic)... Yo soy loco, se lo admito...
pero no soy mentiroso... soy loco, y gracias a mi locura, a mi, hic, imaginación
descontrolada... concebí y realicé lo que sólo... -Crandall alzó la vista al cielo,
se topó con el techo deshecho, y reverenció las alturas entre dos hipos
conmovidos.
-- No se ofenda, doctor, pero... Imaginesé lo que me está diciendo, yo... en
fin, soy una persona normal, quiero decir: una persona limitada... no puedo...
concebir tanto... con todo respeto se lo digo, doctor, no se ofenda... pero
coincidirá conmigo en que lo que me dice es un poco... increíble, no?.
Crandall todavía miraba el techo abstraído en el cielo raso hecho pedazos,
pedazos que pronto caerían, y quizá ya, y sobre nosotros.
-- Todo se derrumba -dijo.
-- No se ofenda -repetí para recuperarlo pero mirando el techo yo también.
-- No me ofendo, no, lo entiendo, hic... a veces ni yo mismo puedo creerlo...
si justamente por eso se lo digo... -y me miró de arriba abajo-... por eso... usted
ha llegado en un, hic, momento muy... -y se frenó, pensó (se ve que ahí lo
decidió), y me lo dijo- ... Hagamos una cosa, hic... usted me parece una buena
persona, vea, una persona hic, digna por lo menos... venir a visitarme, después
de tantos años... y de la cagada que me hizo, eh... ¿hic?...eso significa que está
arrepentido, no?... -yo asentía como un perrito de luneta- ...y que esté
arrepentido quiere decir que es una persona, hic, con sentimientos... -y se
callaba y me miraba- ...tal vez, hic, es usted la persona que yo estoy esperando
desde hace tanto, vea... -algo parecido al miedo me vino desde no sé dónde-,
sí, por qué no... -ahora Crandall me miraba con ganas, con un raro deseo, y el
miedo se acentuó: estaba sólo y lejos a merced de un lunático ebrio y de su
jauría de mastines que ladraban afuera-... vamos a hacer una cosa... hic... –y
miró su reloj-, ahora no porque está lloviendo en todo el mundo -(el sol
entraba por todas las ventanas)-, pero hagamos una, hic, cosa... véngase esta
noche, a eso de las tres, cuatro de la madrugada, que ahí vamos a hacer unos
días muy lindos –así como lo leen-, y entonces yo, hic, le muestro el mundo...
-- ¿El… mundo? -me quería ir.
-- ¡El mundo, sí!... ¡Mi mundo! -y ahí se puso de pie, se golpeó el pecho, y
cayó sobre su silla revoleando las cejas en un diálogo interior inexpugnable.
-- Mi pequeño mundo propio -agregó impresionado, sin énfasis.
Antes de acabar la tercera botella de vino, me fui. Huí. Con la excusa de que
tenía que volver por la madrugada, me escapé de Crandall sonriendo por fuera
y jurando por dentro no volver nunca más. Pero volví, más vale.
Para entonces la oportunidad de abandonar esta historia, ya había pasado.
Volví a lo de Crandall. Mil millones de veces me arrepentí, pero volví. La
curiosidad, el ansia, algún tipo de ilusión, qué sé yo. Esa noche, en plena
madrugada, a las tres de la mañana, solo otra vez, yo ya estaba ahí, en la
puerta de la casa del "loco de los Crandall", y rodeado en la oscuridad por sus
perros desquiciados que me ladraban de nuevo y de nuevo sin parar. Allí
confirmé que si Crandall estaba loco, yo estaba diez mil veces más loco que él.
Esta vez no batí las palmas, toqué bocina. Muy astuto. Mientras esperaba
con la esperanza de que Crandall no recordara nuestra cita o estuviera adentro
agonizando en pleno coma alcohólico, la puerta de la casa se abrió más rápido
que a la tarde, y allí apareció otra vez el doctor Crandall, sólo que entonces
más fresco que una foca sobre su roca.
-- Venga, venga, pase, pase, qué suerte que vino, mi amigo... acabo de
descorchar una de las botellas que me trajo -y quiñándome un ojo agregó- esta
tarde las puse en la heladera, están bien frapé, venga, venga... Vamos a hacer
unos días hermosos hoy, va a ver... –dijo lo que dijo, y sin embargo, insisto, no
estaba borracho. Lo seguí.
Entramos a la casa, de nuevo cruzamos aquel sendero estrecho y horrible -y
ahora también oscuro-, de nuevo llegamos a la cocina-vivienda de Crandall, y
una vez ahí, se detuvo y me detuvo. Sirvió en silencio dos vasos de vino bien
frío, me dio uno, alzó el suyo como para brindar, esperó a que yo hiciera lo
mismo -por supuesto lo hice-, y allí me dijo, solemnemente, estas palabras que
nunca olvidaré:
-- Está usted a punto de dar testimonio de un hito sin igual en la historia de
la humanidad... -de pronto la gravedad de su rostro se desbarató por un
instante- ... Perdón... ¿cómo era que se llamaba usted?...
-- Nogueira, doctor, Miguel Nogueira...
-- Ah, sí, claro: Nogueira, Miguel Nogueira, bien... Señor Miguel
Nogueira... está usted a punto de dar testimonio de la más grande creación
humana, de la obra mayor ante la cual sólo Dios podría compararse, y aún así,
de igual a igual... Ya lo verá usted con sus propios ojos, confíe en mí, señor
Nogueira... -ahí paró para servirse otro vaso-... ¿por dónde íbamos?... Ah, sí,
no me diga, ya sé... El hito de la ciencia que soy yo -dijo con toda naturalidad-
; señor Nogueira, pronto verá con sus propios ojos la más grande creación del
universo: la vida, la vida evolutiva en todas sus formas y en toda su
complejidad sin solución, no sé si se da cuenta de lo que le digo... De aquí en
más, amigo Nogueira, escúcheme bien, de aquí en más todos los dioses se
derrumban, todas las certezas caen, todo el ayer no es más que un sueño, y
todo el futuro se astilla en el espejo del presente, señor Nogueira...
Un loco inspirado, dos veces loco, pensaba yo mientras lo oía.
Hoy, en cambio, pienso que entonces debí haberle prestado más atención.
El caso es que una vez dicho lo dicho, Crandall soltó el vaso, y en un sólo
movimiento, me tomó por los hombros y me sacudió como un árbol.
-- ¡Lo único que le pido es que me de su palabra de que no le contará a
nadie lo que va a ver ahora, Nogueira, por favor!... Nadie puede saberlo,
¡júremelo!... Júreme que nunca dirá nada de todo lo que va a ver ahora... y
sepa que si lo hace, no sólo me habrá traicionado nuevamente, sino que hasta
el fin de sus días cargará en su conciencia con la destrucción de un mundo, y
con el exterminio de una humanidad entera...
No entendía nada y se lo dije.
-- Pero si no quiere que lo cuente, doctor, ¿para qué me lo muestra
entonces?
Crandall sonrió y cambió la firmeza de su mirada por un gesto más natural.
-- Ya se lo dije -dijo-: porque hay días en que ni yo mismo puedo creerlo...
Necesito una mirada humana, cuando menos una, alguien más que lo mire y
me mire y me confirme que es cierto, que sí, que lo hice, Nogueira, ¡que no es
un espejismo!...
Sus razones eran raras pero también razonables. Su tono confesional las
volvía creíbles.
-- Sabe qué pasa... a veces los otros, los demás, ganan, y entonces... hasta yo
mismo termino por creer que estoy loco... Estoy satisfecho con lo que hice…
por momentos miro el mundo y veo que todo está en orden, incluso el caos, la
muerte, la guerra, los cataclismo y el progreso, sí, pero... la divinidad es un
oficio muy solitario, Nogueira... usted me dirá: pero doctor, tiene a sus
criaturas, pero no, no, de ninguna manera... ellos son seres simples, viven en
una dimensión que ignora la mía, tal vez muchos crean en mí, puede ser, pero
eso nos los vuelve una compañía para mi... ¿no le digo que a veces creo que
son una ilusión y nada más?... peor aún: ¿y si yo sólo fuese una ilusión de
ellos?... ¿se da cuenta porque necesito que alguien más lo vea todo conmigo?.
Una persona, una sola, con eso me basta... Y esa persona es usted, Nogueira,
usted es el enviado -eso sonó bárbaro-... Júreme su silencio, y yo le muestro el
mundo...
Quien lea estas líneas, que se ponga en mi lugar. Ahí, en ese instante, en esa
situación, con ese personaje y ante aquella propuesta. Y repito: nunca vi a
Crandall tan fresco, tan confiable... ¿Qué podía perder?... Por otro lado, si
Crandall estaba loco o no, aquél era el momento de comprobarlo de una vez
por todas. Y si no lo estaba... allí tenía yo la primicia mundial que ya no
buscaba porque ni siquiera esperaba.
Sin poder imaginar lo que al cabo iba a ver, irresponsablemente, acepté su
trato. Palabra de periodista, me dije por dentro: juraría silencio y después...
después veríamos.
Crandall tomó una Biblia -que luego de mucho buscar encontró adentro de
la heladera-, me pidió que pusiera mi mano derecha encima del gran libro
helado, y en el mismo movimiento, alcé la palma de la mano izquierda hacia
adelante. Él dijo así:
-- Miguel Nogueira, jura usted guardar hasta la muerte el secreto que aquí le
será revelado.
-- Sí, juro -dije yo y me sentí ridículo, falso, y sin embargo conmovido.
-- Si así no lo hicieras -continuó Crandall-, que los muertos de tu perjurio se
encarguen de tu conciencia.
Eso ya sonó escalofriante.
Terminada la rápida ceremonia, Crandall me abrazó, descorchó otro vino,
sirvió dos vasos, y se tomó las dos. Después se acordó de mí y llenó mi vaso.
Luego me mostró su mundo, su pequeño pero grandioso mundo propio.
Ninguna metáfora.
Detrás de sus pasos, ya en las afueras de la casa, bajo la noche negra y sin
luna, cruzamos la maleza durante unos treinta o cuarenta metros hasta llegar a
una doble puerta oculta a ras del suelo, camuflada con ramas todavía verdes, y
asegurada con cadenas y candados y más perros bajo la noche. Brrr.
-- Esta es la vieja bodega de la familia, pero ya no es más bodega, hace
muchos años que no es más bodega... desde que murió mi hermano y yo quedé
a cargo de todo... Ahí fundimos, je... Igual la iba a cerrar, ya estaba decidido...
necesitaba un espacio como éste, así: grande y subterráneo... era perfecto... el
sol grande no sirve para ellos -(todavía no entiendo cómo no salí corriendo allí
mismo)- ... pero cuando yo me hice cargo de todo, imaginesé... de a poco fue
mermando la producción de vino, hubo una mala cosecha, creo, creo que
también cayeron los precios internacionales, y bueno, qué sé yo... enseguida
fundimos, je... encima me había retirado de la vida pública, así que... qué iba a
hacer... me metí de lleno con esto... ya no me quedaba otra que chupar y crear
para sentarme a mirar, je...
Mientras me decía lo que me decía, Crandall abría candados, sacaba trabas y
cadenas, y limpiaba la puerta de las ramas que la cubrían y camuflaban.
Supuse que hacía años que no iba por ahí. Se lo pregunté.
-- ¿Hace mucho que no viene aquí?
-- No, hoy a la mañana estuve.
"Loco de mierda", me acuerdo que pensé y que tampoco entonces salí
corriendo.
-- Ya está -dijo Crandall-, imagínese que acá no puede entrar nadie -sacó la
última cadena, y antes de abrir aquella puerta a ras del suelo, se incorporó para
mirarme, su rostro mudó grave, frunció el ceño, apretó los dientes, me tomó
por los hombros, y cerró sus dedos como pinzas.
-- Nogueira... de su silencio depende una humanidad, un mundo... No me
traicione dos veces.
(Ahí me tocó la conciencia, debo reconocerlo).
-- Quédese tranquilo, doctor -le dije lo más sinceramente posible, y ya no
me detengo más en más detalles.
Abierta la doble puerta que les digo, una luz muy blanca se disparó hacia lo
alto de la noche desde el fondo de la tierra.
-- Le dije o no que iban a ser lindos días, eh?... -me recordó Crandall, y
bajamos.
Y allí estaba.
El pequeño mundo propio del doctor Crandall.
Ninguna metáfora.
Yo lo vi.


IV

A partir de ahora renuncio expresamente a la más remota posibilidad de


apretar o describir aquí la grandeza de la miniatura que me fue dado
contemplar con mis propios ojos. Hasta que vi lo que vi, pensaba que Crandall
se manejaba con metáforas o parábolas a la usanza de los grandes maestros o
de los psicópatas graves. Pero una vez allí, abajo, ya en la bodega, frente a su
mundo, a su pequeño mundo propio; de un solo vistazo se acabaron todas las
dudas, los cuentos y las metáforas. Lo que vi, lo vi. Quien quiera creer…
Crandall no hizo ningún anuncio, ninguna presentación, ningún comentario.
Descendida la escalera, de pronto el mundo estaba ahí, frente a mis ojos. El
Mundo, sí. Demasiado, ya sé. Pero allí estaba.
En ése sótano ignoto del norte Argentino, varios metros bajo la tierra, latía
una reproducción a escala, exacta y viva de La Tierra, un mundo igual al
mundo, con sus mares en movimiento y la tierra de sus continentes, con sus
ríos y sus montañas y sus noches y sus días, un mundo perfecto y pequeño,
poblado y convulsionado y a la buena de Crandall, un borracho genial. Como
se te escapa un gas, se me escapó un aplauso.
Crandall miraba mi cara con el mismo gesto de asombro con que yo miraba
su mundo. Como si recién entonces él mismo pudiera creer lo que él mismo
había hecho.
Y es que era de verdad fantástico.
No sé si pueda proyectarlo para ustedes.
Primero la bodega, esa inmensa bodega subterránea donde cabía el mundo
entero. Un galpón de ochenta metros de largo por cincuenta de ancho y más de
diez de de altura, y todo bajo la tierra. Y adentro un mundo, el mundo. Ahí, en
el medio, en el centro solar de ese templo enterrado, rodeado de aparatos y
cables y caños y poleas y mil cosas, esplendía pujante y tangible el pequeño
mundo propio del doctor Crandall. Allí estaba toda esa chatarra del “parque de
inversiones”: el mundo. El globo de la muerte. Una maravilla maravillosa.
A ver si la ven.
Una pelota magnífica, una bola de unos cinco metros de diámetro que allí
giraba lenta como pesada entre el ruido de sus propios fierros; bañada en agua
pero con grandes pedazos de tierra que tardé en explicarme. Era difícil de
entender porque era difícil de creer porque era perfecto. Una maqueta viva de
la Tierra, giratoria como la Tierra, igual de formidable, monumental y
minúscula. Yo trataba de apresarlo todo y lo miraba todo como quien pretende
comerse un gran banquete de un solo bocado… y me atragantaba con las
imágenes.
Como arreglos florales de un jardín japonés, sobre la superficie del globo,
rodaban exactos los cinco continentes y todas las islas de sus océanos. La gran
bola giraba en torno a un eje inclinado que iba del suelo al techo de la bodega,
y la atravesaba de polo a polo. Y vi hielo sobre los polos. Y vi que el mundo
era como una fuente.
Bajo la esfera, sin tocarla, sobre el piso de la bodega, una especie de pileta
común recogía el agua que caía de los mares y de los deshielos de la Antártica,
y desde allí volvía a derramarse a través de un sistema de mangueras que
corría por el interior de la gran pelota para después fluir sobre la tierra por las
distintas esclusas ocultas aquí y allá en la profundidad de los océanos,
generando así, de paso, las corrientes y sus mareas…Ocho ventiladores
cardinalmente dispuestos a varios metros del globo, distribuían los vientos
necesarios y erizaban la superficie de los mares, cuyas olas rompían sobre las
orillas de las playas de todos los continentes. Una sencilla genialidad, y por
sencilla más genial
También a distancia del globo, arriba y a los costados, contra las paredes y
por el techo de la bodega, vi algunas luces negras; y en lo alto un sistema de
caños y duchas proveía las lluvias camuflado por grandes telones de tul
pintados con los colores del cielo. Todo era tan perfecto que resultaba
inconcebible.
Y allí estaba el sol. Un reflector de 500 watts colgaba inmóvil desde el
techo. Fijo allí, a unos metros del globo, y a la altura de su ecuador, alumbraba
la mitad del mundo que le pasaba por delante, mientras la otra mitad
permanecía en sombras, entre la bruma azul de aquellas luces negras. De un
lado era el día y del otro la noche y todo era así: mecánica pura, cables y
tuberías, motores, poleas, condensadores, correas, manivelas, palancas,
relojes, grifos, en fin, ninguna sofisticación, ninguna cibernética … Si hasta
daba un poquito de miedo de tan genial que era.
Crandall y yo caminábamos por una especie de estructura tubular que se
alzaba con sus andamios alrededor del mundo. Desde allí podíamos ver, sin
mucha precisión, pero panorámicamente, todo el planeta. Como se ve La
Tierra desde la estratosfera. Ahí lo tenía: un mundo, el mundo, exacto, vivo y
pequeño, y por lo tanto escalofriante.
De pronto alcanzamos el lado de la noche y advierto una tulipa blanca,
mediana y esférica (a mano en cualquier comercio del ramo), que giraba
alrededor del globo, lenta pero inquieta, ocultándose y reapareciendo y
cambiando de formas según tu perspectiva y sus fases. Un poco mayor que
una pelota de tenis, brillaba sin encandilar, y al andar por el lado en sombras,
multiplicaba su reflejo sobre las aguas como una luna verdadera sobre un mar
verdadero. Arriba, en el techo, desde los tules y entre las duchas, titilaban
como estrellas cien bombitas de navidad. Ya no quedaban dudas, metáforas ni
dioses.
-- ¡Esto es impresionante, doctor! -no me salió otra cosa.
-- Todavía no ha visto nada.
Crandall caminó hasta una consola de controles que estaba unos metros a su
derecha, operó algunos comandos, miró su reloj, destapó una botella de vino,
llenó dos vasos, y entonces, de repente, desde las duchas que colgaban sobre la
tierra, comenzó a manar un humo blanco y espeso que pronto envolvió al
mundo de Crandall en una niebla impenetrable.
-- Utilería pura, no se preocupe, es para acercarnos más... Tengo que tener
cuidado de que no me vean, sabe?...
-- De quién me habla, doctor -(yo sabía pero no quería).
-- No están preparados. No entienden, ¿me entiende?... Cada vez que me
ven se vuelven locos, se suicidan en masa, inician guerras, éxodos...
¡hecatombes!... Antes aparecía, pero muy al principio, hace muchos años, en
la época de las cavernas... Por entonces los hombres eran tan ignorantes que
podían creer cualquier cosa... en cambio ahora... ahora ya no aguantan ninguna
verdad que los supere.
Asentí sin entender y sin dudar y todavía sin creer aturdido por la realidad.
Dejamos el andamio, bajamos al piso de la bodega y caminamos alrededor
del mundo ocultos en la niebla; y ya más de cerca, pude apreciar mejor la
maravilla incluso artesanal que era el pequeño mundo propio del doctor
Crandall.
La tierra de los continentes era tierra real y todo estaba allí. Las islas, las
penínsulas, los accidentes... Allí estaban Europa y la bota de Italia, y sobre el
norte Inglaterra, y la península Escandinava, y ahora pasaban por mi cara la
India, China, la blanca Siberia en el norte de Rusia, y la isla del Japón y hasta
los mil atolones del Pacífico. Todo igual, perfecto. Aguzando más la mirada,
vi que lo ríos también llevaban agua y surcaban la tierra a través de montañas
y valles, selvas y planicies y cositas que se movían, cositas pequeñas que
apenas se veían, pero que se veía que se movían. Allí estaban, eran ellos: los
humanitos de Crandall.
Los humanitos y sus bestias.
Yo no lo podía creer -no lo podía ni pensar-, y le dije, esperanzado:
-- ¿Tiene hormigas, doctor?
-- ¡¡Ni me las nombre!! -gritó Crandall en un susurro- ¡Por favor! Ni las
nombre... Mire bien... je, son personas, Nogueira... seres humanos... hombres
como usted y como yo; no se acerque mucho, después se los muestro mejor,
pero mire, va a ver...
No se veía bien, pero no eran hormigas, no.
-- Son una clonación a escala perfecta. Los más altos llegan a medir hasta
un milímetro y medio, algunos incluso más... pero el promedio en el hombre
es de un milímetro y medio, y algo menos las mujeres... Los recién nacidos
son prácticamente invisibles -comentó divertido.
Tal vez estaba loco, pero algo allí se movía. Y no eran hormigas.
-- Además hay de todo, no vaya a creer. Hay negros y amarillos, blancos,
mestizos, de todo un poco, bah... Hace muchísimos años que ya no clono nada:
ellos solitos se reproducen y se cruzan... le digo que en ese sentido, hacer un
mundo es una boludez, ojo; mire si no -Crandall abarcó en un solo gesto el
ancho universo de su bodega-, como puede ver, esto no es la NASA ni nada
que se le parezca, no me diga... todos fierros viejos, cables nuevos, agua, luz,
gas, electricidad, en fin... lo mínimo necesario como para mantener un planeta
en evolución, ¿no le parece?...
De pronto me di cuenta que lo miraba sin responderle. Crandall me lo
marcó.
-- ¿No le parece?...
-- Eh?... Ah, sí, claro... mantener un planeta en evolución, lógico... -dije sin
pensar lo que decía.
Todas las preguntas del caso se disparaban en mi cabeza sin encontrar su
expresión oral enmudecido como estaba. Aquello era fastuoso, impresionante,
fabuloso, formidable, agreguen ustedes lo que quieran y más... A simple vista
se veían árboles en miniatura, ríos y cauces de ríos secos, se veía un montón
de arena sobre el norte del África; se veían lagunas y lagos y un gran espejo de
agua encima del Altiplano; y las olas de los mares, y picos nevados y
relevantes, y una cordillera a lo largo de América, y ciudades en movimiento,
centros urbanos incipientes y breves, y por eso mismo asombrosos. Yo lo vi.
-- Impresionante, doctor -volví a decirle, no me salía otra cosa, los quiero
ver en mi lugar.
-- Más o menos -dijo con evidente pesar-... con apoyo hubiese hecho algo
mucho mejor, pero bueno... funciona... Me ayudó mucho el jardinero de la
familia, don Cosme, que en paz descanse... Con él preparé la superficie y las
profundidades... le dimos forma a los continentes, a las islas, a las cordilleras,
plantamos casi todas las selvas, abrimos los ríos y los lagos... Pobre don
Cosme... se murió sin ver completada la obra, pocos meses antes de que
implante la vida... Yo pensaba compartirlo únicamente con él... pero bueno,
tenía 93 años ya... de lo contrario usted no estaría acá, je... Era un hombre
simple don Cosme, un hombre noble, gente de campo, sabe?, un tipo
confiable, yo lo quería mucho, por eso lo cloné así que por ahí debe andar
ahora, je... él también pensaba que yo estaba loco, pero bueno, ¿quién no?... o
acaso usted no pensaba lo mismo, eh?...
-- Bueno, yo...
-- No, no se disculpe, Nogueira... -por primera vez desde que nos
conocíamos, Crandall me palmeó un hombro-, para qué se va a disculpar si
además es cierto: yo estoy loco, o se cree que no me di cuenta... Esto es una
locura –dijo señalando su mundo con la cara-, siempre lo supe... Justamente
por eso se lo muestro, porque precisaba que lo viese alguien más... en el
fondo... supongo que... siempre temí que fuese una alucinación simple, ¿me
entiende?... a veces la bebida... ¡Pero que es una locura lo supe siempre, pst!...
Eso no hace falta que me lo diga nadie... -ahí se detuvo, se quedó pensativo,
perdió la mirada en la niebla del mundo, y después agregó resignado: la
imaginación es un combustible muy inflamable, sabe?... a veces basta una
mínima chispa para que entre en combustión y... bueno, ya ve... por eso el
reino de los cielos será de los simples de espíritu, Nogueira... míreme a mi, si
no, eh?... mire yo en el quilombo que me metí, eh?... usted cree que puedo ser
feliz así, eh?... Esclavizado a un mundo que depende de mí?... atado a una
humanidad entera que vive y sobrevive y evoluciona gracias a mí?... -
comenzaba a desesperarse- ¡Cómo no voy a beber! -dijo y bebió. Un vaso
lleno. De un sólo trago.
Y allí nos quedamos, los dos en silencio al sur de la Tierra. Mirábamos el
mundo. Crandall bebía sin hablar mientras yo recorría el Atlántico con los
ojos: las Malvinas, la Tierra del Fuego, más arriba Cuba y las Antillas y todo
igual, todo perfecto... hasta que descubrí un error casi contento.
-- Se tragó el Canal de Panamá, doctor.
-- Me remití a la obra de la naturaleza -respondió sin sacar los ojos de la
niebla-; el resto que lo hagan ellos... además todavía es temprano para el canal
de Panamá...
-- ¿Temprano?
Crandall me miró y sonrió.
-- Claro, le explico… Por razones de volumen y proporción, les tuve que
programar una frecuencia de tiempo acorde, me entiende?... Cada día de ellos,
dura media hora nuestra: quince minutos de día, quince de noche... por eso la
tierra gira tan despacio, ¿no ve?... o sea: al cabo de un día de los nuestros,
ellos vivieron cuarenta y ocho días, casi siete semanas, algo así como dos
meses... ¿se entiende?... En números redondos, cada dos años nuestros, ellos
viven un siglo…
-- Cuánto hace que tiene esto acá, doctor...
-- ¿El mundo?
--...El mundo, sí -ya no cabían dudas, metáforas ni dioses.
-- Y... lo terminé en 1974, 1975… pero la vida la implanté en el 76, por
ahí… saque cuentas... mil años más o menos... Cómo pasa el tiempo, qué lo
parió...
-- ¿!Mil años?!
-- Y sí... Ahora estamos en 1994, así que pasaron veinte años, y veinte años
son más o menos unos novecientos, mil años de ellos, hic... pasa el tiempo,
hic, la puta si pasa…
-- O sea que ahora tienen... ¿diez siglos?...
-- Más o menos... bien no lo puedo saber, porque justamente ahí está lo más
increíble, ve?... el Tiempo es el gran misterio, sin dudas... Porque, hic, la
clonación en sí, digamos, es una técnica, una técnica de posibilidades infinitas,
es cierto, pero una técnica y nada más... A mi me la enseñaron, y yo la fui
desarrollando... En su momento, hic, acuerdesé, yo quise anunciarlo
públicamente, pero bueno... usted bien sabe lo que pasó, hic... Lo que digo es
que la clonación en sí, es una pavada, y la resolución a escala,
específicamente, es apenas una limitación momentánea, nada invencible...
Pero lo increíble no es eso... –dijo y revoleó las cejas- ¡Lo increíble es que
estos seres evolucionan repitiendo la misma historia de la humanidad hito por
hito, guerra por guerra, conquista por conquista!... como si el destino fuese
uno solo, ¿me entiende?... eso es lo increíble... Hic... y encima, más increíble
todavía: lo hacen más rápido, aceleradamente...
-- No entiendo, doctor, disculpe.
-- Le explico mejor -percibí que su paciencia me inspiraba cierto afecto- Yo
puse al hombre sobre la tierra hace nada más que mil años, mil años de ellos,
se entiende, no? Bien. Pero qué ocurre... Ocurre que yo ya lo puse en un
estado de evolución bastante avanzado, ya convertido en homo sapiens,
porque yo no tenía cepas del neardenthal o del crogmanon, ¿se da cuenta lo
que le digo? –sus pupilas se dilataron y estiró la boca en una de esas sonrisas
tan propia de los dementes-, entonces lo implanté ya hecho todo un homo
sapiens, ¿me sigue?... O sea: con respecto a nosotros, esta humanidad largó
con ventaja, ya con una larga evolución resuelta, digamos... y ya ni bien
empezaron a reproducirse, enseguida se organizaron y se movieron, migraron
y poblaron la tierra, abandonaron las zonas cálidas, se enfrentaron a los
inviernos, y así, en menos de doscientos años de existencia de ellos, ya habían
descubierto el fuego, la rueda, la ropa, la pesca, la agricultura, los principios
de la navegación y la albañilería... es decir: los mismos pasos que nosotros,
pero a una velocidad acelerada con respecto a la nuestra, ¿ahora me
entiende?... hic... Con decirle que en quinientos años ya habían descubierto
América, por ejemplo... un día vi que todos los barquitos de Europa
empezaban a cruzar el Atlántico de repente, y bueno... después vi las matanzas
de indios, la masacre de los Aztecas, Pizarro, Cortés, en fin, cosas horribles, le
juro, sobre todo para mí, que tengo sangre india, imaginesé... pero bueno, así
es el hombre, qué se le va’cer...
En ese momento su mirada perdida y su tono resignado y dolorido, me
confirmaron que sí, que de verdad había visto lo que decía que había visto.
-- Eso es lo increíble, y lo, hic, horrible, Nogueira... y también lo más
interesante, porque si siguen así, repitiendo nuestra misma evolución de
manera acelerada ¡pronto veré el futuro, me comprende? –y volvió a sonreír
de aquella manera-... Si ellos repiten nuestra historia, al paso que van, no falta
mucho para que crucen el siglo XX, y después... ¡después veré lo inédito,
Nogueira, lo inédito! –y de pronto en su voz había tanto de entusiasmo como
de miedo-, según mis estimaciones, por estos días están cruzando el siglo
XIX... y puede ser, porque ya hace rato vi un enanito a caballo alborotando
Europa, ja...
Perdidos en la niebla, caminábamos despacio alrededor del mundo. De tanto
en tanto, Crandall se detenía a revisar o ajustar conexiones, cables, enchufes,
juntas. Por momentos espantaba la bruma con la mano, y echaba su mirada
rojiza y paternal sobre la Tierra.
-- A veces me siento culpable, le confieso... tanto horror, tanta locura... pero
le juro que yo no hice más que poner cada cosa en su lugar: los negros en
África, los amarillos en Asia, los indios en América, los blancos entre los
Cárpatos... después ellos solitos, sin que yo les dijera nada, empezaron a
mezclarse, fueron y se movieron, se cruzaron y se reprodujeron... y después ya
no hubo cómo pararlos... Yo lo vi todo, Nogueira, todo... Alejandro, los
mongoles, el Imperio Romano, los vikingos, incluso el cristianismo... aunque
ahí la cagada medio me la mandé yo, debo reconocerlo...
-- ¿La cagada?
-- Lo más increíble fue lo de la virgen- dijo divertido.
-- ¡¿Lo qué?! -ya no quedaban metáforas, dioses ni gramática.
-- Lo de la virgen... Eso fue para morirse... Fue hace mucho, claro, al
principio, para cuando los romanos eran lo único, hic, interesante que había
para mirar... los egipcios también eran interesantes, pero muy rígidos, se creían
dioses… ¡en cambio los romanos!... esos sí que chupaban más que yo -y se
cagó de risa-... hijos de puta, cómo escaviaba esa gente... ya era un descontrol,
vea, orgías, guerras, crueldades de todo tipo, crucificados por todas partes,
masacres por toda Europa... un paganismo que a mí, como creador, le
confieso, ya me ofendía, qué quiere que le diga, hic... y bueno, ahí fue que yo,
por ayudar, por hacerles una gauchada, un día me dije: acá lo que les hace falta
a estos es un mesías, un enviado, un iluminado… ¿Y entonces qué hice?...
Fácil: seguí las escrituras. Agarré, con muchísimo cuidado, y fui y saqué un
tipito de Palestina... En esa época yo todavía sacaba gente cada tanto, para
estudiarla, despacito, con un tubito de aproximación y unas pinzas muy finas,
pero… son tan frágiles que se me morían así nomás, se me rompían en cuanto
los agarraba, piense que son como un moquito, no?... En fin, el caso es que
después dejé de hacerlo, pero en la época en que le digo, un día, con
muchísimo cuidado, fui y saqué un tipito; traté de buscar uno joven, uno más
chiquito de lo normal, de ser posible un adolescente, porque la idea cuál era: la
idea era avivarlo y decirle "vos andá, contales a todos que yo existo, que estoy
acá para cuidar del universo y que son todos creación mía, y que por lo tanto
son como hermanos, así que tienen que amarse y cuidarse y respetarse, que
después, cuando se mueran, yo les tengo preparada una sorpresa
maravillosa"… todo fábula, no?, pero bueno... quería darles una esperanza,
una ilusión, ¿si no por qué razón iban a ser buenos, no?... Después qué sé yo lo
que pasaría cuando se murieran, si es que tenían un alma o no, me entiende?...
Yo cloné células, nada más, el resto, qué sé yo... tal vez haya un dios de
dioses, Nogueira, vaya uno a saber… un dios que tenga un pequeño mundo
propio a su vez regido por otro dios que él no ve y que así se repite en
sucesivos dioses y sucesivas dimensiones del mismo mundo, ¿no cree?...
-- Sí, más vale –dije. Ya no quedaba lógica tampoco.
-- He pensado mucho en esa posibilidad, sabe?... Imaginesé, acá, metido
todo el día, solo, al pedo, hic, en pedo, mirando pasar la vida, el mundo... uno
piensa cualquier boludez, pst... A veces se me ocurre que cuando comience el
siglo veinte me voy a clonar yo mismo y me voy a poner ahí –justo pasaba
ante nuestros ojos el noroeste argentino-... ¿quién le dice que mi clon no hace
un mundo dentro del mundo y así hacia el infinito en la escala descendente,
eh?... Después de todo, yo también debo ser un plan preconcebido de alguna
otra divinidad, ¿no cree?
-- Si... más vale.
-- Yo y usted, usted también.
-- ¿Yo? -pregunté sobresaltado, como si me hubiera acusado de algo.
-- Todos somos un plan dentro de un gran plan que ignoramos, Nogueira -
dijo con una euforia que se esfumó de golpe-... sí, es muy probable que haya
un plan, sí, muy probable... pero también es muy probable que ese plan no sea
un plan tan perfecto como creemos, hic, o queremos creer... Es posible que ese
plan sea un plan fallido... y nada más.
Crandall se quedó mudo, como aterrorizado por dentro. Yo también.
--...Y fue cuando lo de la virgen justamente cuando empecé a pensar que tal
vez fuéramos parte de un plan erróneo, de un accidente y nada más, cuando
saqué aquel tipito de Palestina... bueno, en realidad, yo me creí que era un
tipo, porque yo quería un tipo, pero resulta que cuando lo puse en el
microscopio y lo enfoqué bien, adivine qué, eh... adivine, vamos, adivine...
Y ahí se quedó Crandall, mirándome fijo, mudo, esperando que yo adivine,
como un chico...
-- No sé, doctor, la verdad, yo...
-- ¡Vi que no era un tipo, Nogueira: vi que era una tipa! ¡Una mujer!... -y se
me quedó sonriendo, los ojos redondos, bien abiertos, la boca también, cara de
loco total-, ahí se me encarajinaron todos los planes, ¿se da cuenta?, porque yo
no había pensado nunca en una mujer, yo había pensado en un hombre, en un
mesías como... pero bueno, qué iba a hacer, no me quedó otra que improvisar,
y ahí nomás le dije: "mirá, chiquita, vos ahora vas a tener un hijo y ese hijo
será bla, bla, bla...
-- ¿Pero y usted cómo sabía que estaba embarazada?
-- No, yo no lo sabía, pero fue lo único que se me ocurrió en ése momento, y
me tiré el lance... ja.
-- ¿Ella le hablaba?
-- Sí, claro -sonrió Crandall orgulloso.
-- ¿Y qué le decía?
-- Ah, no sé, qué sé yo lo que me decía si no se le entendía nada,
seguramente me hablaba en arameo, qué sé yo... además ni se les oye,
imaginesé la vocecita de esta gente, no?... Así que tampoco sé si me entendió
o no me entendió lo que le decía yo, se da cuenta?... Una confusión total –
chasqueó la lengua y negó con la cabeza-... Por suerte no se me murió y la
pude volver a poner más o menos en el mismo lugar de donde la había sacado,
ahí por Palestina… bah, lo que en ese momento era Palestina, que era donde
estaban los judíos, ¿no?...
-- ¿Y?
-- No sé, nunca supe más nada de ella... pero siempre la recuerdo como la
virgen, sabe?... Pobrecita el cagazo que se llevó cuando me vio, cuando la
alcé, cuando vio el microscopio... Se arrodillaba y todo del miedo que tenía...
Y le digo que algo habrá pasado, porque unos meses más tarde, ahí mismo por
Palestina, vi multitudes y multitudes que iban detrás de un barbudito, y unas
semanas más tarde, vi que Roma se prendía fuego, y más tarde vi las
Cruzadas, la inquisición, en fin... me arrepentí.
-- Nuestra misma historia -repetí yo como si agregara algo.
-- Desesperante, no?
En ese momento Crandall se metió calzado y todo en la pileta bajo el
mundo, y comenzó a revisar las serpentinas de hielo de la Antártida, que
hacían agua por todas partes.
-- Encima ahora parece que se me derriten los polos... ¿será la revolución
industrial? -allí nomás ajustó algunos cables, abrió (o cerró) una llave de paso,
y chasqueó la lengua- Esto no da más -dijo y salió de la pileta con sus pies
chorreando.
-- ¿Y qué, no tiene arreglo?
-- Sí, tiene, pero ni pienso arreglárselos… -respondió como un látigo-. Que
se jodan y aprendan. La materia será siempre perecedera. Generar la vida no
significa suplir la muerte.
Glup.
Luego de dar como 80 vueltas alrededor del mundo, Crandall detectó sobre
el sur de la India una llamita de fuego. Me la señaló.
-- Eso que ve ahí, así como lo ve, son hectáreas y hectáreas de boques que
se incendian... Venga, vamos a soltar una lluvia y de paso se los muestro
mejor.
Lo seguí, cómo no.
Volvimos a los andamios de la estructura tubular detrás de las redes
celestiales que envolvían el espacio del mundo y ocultaban a los ojos de
aquella humanidad la verdadera -y precaria- mecánica del cosmos.
(Ahora ya no creo ni siquiera lo que escribo; sin embargo nada más
describo).
Una vez arriba, Crandall volvió a su consola mayor –no si antes procurar la
botella-, llenó de nuevo su vaso, operó algunos comandos mientras bebía, la
niebla se condensó entre el cielo y la tierra, y luego un vasto diluvio barrió el
Océano Indico desde el Golfo de Bengala hasta las costas de Omán. El agua
caía con violencia, torrencialmente, en gotas mínimas, como vaporizada. La
llamita de fuego de aquel inmenso bosque en llamas, se apagó enseguida.
-- Ya está -dijo serio.
Me gustó lo que hizo, y se lo dije.
-- Es un dios generoso usted, eh?...
-- Depende el humor que tenga... También hice volcanes con salidas de gas
y encendido magnético, mire...
De pronto explotó una montañita en la península de Yucatán y toda la zona
ardió durante segundos.
Glup.
Crandall activó un interruptor y las mismas duchas que recién llovían,
absorbieron enseguida la niebla que flotaba sobre la Tierra, y el cielo se abrió.
En occidente brillaba el sol y del otro lado las estrellas. Sobre el Asia la luna
llena alumbraba los campos y plateaba las aguas del mar de la China.
Y entonces me los mostró.
Los seres, digo.
Los humanitos.
(Ahora ya no creo ni siquiera lo que recuerdo, pero todavía lo veo).
Sobre aquel andamiaje, en un rincón opuesto a donde estaba la consola, es
decir, sobre el norte del planeta, y del lado del día, oculta detrás del sol, se
alzaba una especie de plataforma o mirador ya casi en los límites del último
cielo. Subimos.
Efectivamente, era un mirador. La plataforma en sí no tenía más de dos
metros cuadrados de superficie, ninguna baranda protectora, nada más que una
silla, y junto a la silla, un telescopio en su trípode.
-- Un microtelescopio de aproximación y aumento -me corrigió Crandall y
se sentó en la silla. Yo me quedé a su lado. Él regulaba las lentes.
-- Le diría que esta es mi única distracción -dijo mientras enfocaba-:
sentarme a mirar... El gran vouyerismo es un privilegio divino, ¿no cree?: Dios
no toca nada, pero lo ve todo.
No contesté. No pude. Miraba. Allí estaba la Tierra, ahí, el mundo, su
humanidad… Si aquello era una locura, entonces todo lo era. Me refiero a
todo, a nosotros, a la gran humanidad, al gran mundo, a Crandall y a su globo
de la muerte lleno de vida.
-- Ahí los tiene -dijo y me cedió la silla, y la lente.
Con miedo a mirar y ver lo que no podría creer pero tampoco olvidar, puse
el ojo en la mira y me arrojé al vacío. Y sí. Allí estaban los hombres y las
cosas, La Tierra, la vida, las bestias, las calles, las casas, en fin: todo lo que
vemos a diario, sólo que en su más minúscula versión. Y todo vivo.
Crandall había focalizado el mediodía de Europa. Multitudes imparables
marchaban y se enfrentaban por todas partes. Como si fuese un corto circuito,
de lejos se veía chispear un rosario de fueguitos que de cerca eran batallas,
cruentas batallas, destrucción y muerte.
Ajusté el foco y los ví partirse en dos los unos en manos de los otros, sin
caras todos -tal vez era la lente que no alcanzaba tanta definición-, pero sus
rostros eran borrosos como los rostros de los soldaditos de plomo con los que
yo jugaba de chico y que allí se mataban en serio sobre caballitos verdaderos
que ardían al galope entre cañonazos inaudibles, silenciosos pero mortales, de
verdad mortales. Le grité a Crandall:
-- ¡Doctor, se están matando! ¡¡Doctor!!...
Crandall ya no estaba a mi lado. Había bajado en busca de la botella y los
vasos.
-- ¡¡Doctor!! -volví a gritar, horrorizado por la masacre pero sin dejar de
mirarla.
-- ¿Usted no vio el sacacorchos, Nogueira? –me gritó desde abajo, lejano y
ajeno.
-- ¡Se están matando, doctor!
-- ¿Qué?
-- ¡¡Que se están matando!!
-- Ah, sí... y... siempre se están matando, son humanos, qué quiere, pst...
Mire el África y va a ver que es peor.
Cierto, sí. Miré y los vi. Por todas partes, y mucho más sobre la costa del
Atlántico, humanitos blancos cazaban humanitos negros, los atrapaban y los
mataban, y a los que no mataban los encadenaban y los metían de a montón en
barquitos ínfimos como cáscaras de avellanas. Por suerte para mi gusto, allí
apareció una hormiga descomunal que la emprendió contra los negreros.
-- ¡¡Una hormiga se comió un hombre!! –vivé entusiasmado.
Para qué.
Crandall desesperó. Subió al mirador volando, entre gritos, agitado, parecía
nervioso... si hasta se olvidó de la botella.
-- ¡¡No la pierda de vista, Nogueira, no la pierda de vista!! -gritaba mientras
subía.
-- ¿A quién?
-- ¡A la hormiga, pelotudo, a quién va ser! -evidentemente, estaba nervioso.
Nunca me había hablado así. Una vez arriba, ya en el mirador, Crandall me
arrancó el microtelescopio de las manos y buscó la hormiga por todo el África,
hasta que por fin la encontró.
-- Hija de mil putas, asesina de mierda, ta'que la parió, carajo, de dónde
habrá salido... -decía ahogando los gritos- ¡háganle frente, boludos, háganle
frente entre todos, vamos, vamos, matenlá, matenlá!... -(imaginen mi asombro
a su lado)-... Eso, así, eso, vamos... así, ¡descuartícenla, carajo, así!, ¡dale en la
cabeza!... -de pronto giró y me miró con entusiasmo- je, deben ser franceses:
¡son feroces! –comentó y volvió a los negreros que masacraban la hormiga.
-- Esos conquistadores se la pasan matando gente -le recordé.
-- Ese ya es problema de ellos. Pero las hormigas son otra cosa. Las
hormigas son un problema mío, un desequilibrio que yo tengo que resolver.
Una hormiga es una amenaza exterior irreal para ellos, como las ratas, lo
mismo... No están en proporción, no tienen nada que ver... para eso ellos
tienen sus propias hormigas que yo mismo les cloné, ¿me entiende?... Ahora,
si ellos mismos se matan entre ellos, ése ya no es asunto mío; al contrario, le
diría... Justamente ése es mi mayor orgullo: porque es en su imperfección
donde reside la perfección de mi logro... Yo no hice androiditos autómatas o
robotitos, Nogueira: yo hice hombres de verdad, hombres con libre albedrío y
todo, con capacidad moral ¿me entiende?... Ahora, si ellos se quieren matar...
que se maten, qué se yo, después se verá... yo no soy quién para juzgarlos...
¿O sí?...
El mundo giraba llevándose el África y todo el Occidente hacia su inmensa
noche.
Crandall soltó el microteloscopio, y ya más relajado muerta la hormiga,
perdió la vista entre sus cielos y suspiró como abatido.
-- A veces veo que siguen el mismo camino que nosotros, y no sé... me dan
ganas de prenderle fuego a todo, se lo juro, Nogueira... A veces me dan ganas
de bañarlos con la misma nafta con que les hago los días y las noches, y chau,
adiós pampa mía, a la mierda con todo el mundo... –volvió a suspirar- Pero no
puedo, no puedo...
Crandall se puso en pie, me devolvió la silla y el microtelescopio, y bajó a
buscar más vino. Y tropieza y casi se cae al bajar por la escalera.
-- Un día de estos me mato -comentó sonriendo.
Y entonces me lo pregunté y se lo pregunté. Ni lo pensé.
-- Disculpe que le diga, doctor, pero... ¿alguna vez pensó qué será de ellos si
a usted le pasa algo?...
En mitad de la escalera, Crandall se paró y me miró, cambió su tono jocoso,
y me dijo:
-- La muerte es lo único que puede salvarlos de la locura, Nogueira... no
olvide que son ínfimos pero humanos...
Y sí, allí estaban, pequeñitos pero iguales, brutales, laboriosos, ilusos, casi
tiernos, frágiles, venales, febriles y pujantes, disparados todos por un mismo
impulso misterioso que acaso nunca podrían descifrar –que a la gran mayoría
seguramente ni siquiera le importaba descifrar-, y todos así, echados a vivir en
un mundo físico y finito que ellos creían eterno por la gracia de un dios al que
gracias a Dios no conocían.
Enfoqué el Egipto y vi las pirámides y el hilo azul del Nilo corriendo junto
al Mar Rojo entre un rosario de pueblitos llenos de seres que a mi también me
ignoraban.
El mundo giraba, los días pasaban y la Tierra y sus aguas.
Cruzado el Atlántico, ya en Sudamérica, también se mataban los hombres
entretenidos en gloriosas batallas. Quise ver si descubría el Machu Pichu antes
que nadie, cuando volvió Crandall con su botella y los vasos.
-- El torrontés aburre un poco, ¿no le parece?... Muy dulce. Yo prefiero los
vinos secos, pero... el vino es vino siempre –sonrió y sirvió. l
-- ¿De dónde sacó la vida, doctor?.
(Yo ya no podía creer ni siquiera lo que me oía preguntar).
Pero entonces, a continuación, mientras el sol y la luna iban y venían,
mientras los hombres se asesinaban sin descanso, mientras los ventiladores
fabricaban el viento para los barcos y las aves y los huracanes del Caribe, y
mientras los pequeños grandes días corrían sobre la tierra, dijera Pessoa; el
doctor Crandall resumió para mí la prehistoria de esa historia que yo ahora
resumiré para ustedes como pueda y recuerde.


La mayoría de las células originales que fueron la base de su humanidad, se


las había regalado oportunamente su muy reverenciado y anciano maestro
Yoshiro Tawanata, el gran científico japonés del cual Crandall fuera primer
asistente en Alemania y en Francia.
Hacia 1971, al morir en La Rioja su hermano mayor –John Michael
Crandall-, el doctor Charles Williams Crandall se vio obligado a volver a la
Argentina para hacerse cargo de los asuntos de su familia. Fue entonces, allí,
al partir de París, cuando el doctor Yoshiro Tawanata le regaló aquella
colección única en el mundo, compuesta de una plantilla germinal de 76.500
células vivas -la mitad animales, la otra mitad vegetales-, y ya todas
acondicionadas para su inmediata clonación. En pocas palabras: la flora y
fauna del mundo en una heladera portátil.
De lo mucho que me explicó Crandall aquel día, y de lo poco que yo pude
entender, nada retuve tanto como el método de conservación de aquellas
células germinadas.
-- Hidrógeno-dos-oxígeno, y cloruro de sodio: agua y sal, Nogueira, nada
más... Piense que nuestra verdadera madre, la primera bacteria, no precisó más
que de agua y sal para vivir, desarrollarse, crecer, multiplicarse, y bueno, je:
ser nosotros, ¿no?... Ya lo decía Einstein, mi amigo: "Dios es simple, hic...
todo lo demás es complicado".
Durante sus primeros tiempos en La Rioja, Crandall intentó sinceramente
reemplazar a su hermano en el manejo de la bodega y la viña. Pero rápido se
rindió. Más bien fracasó. Primero fundió la empresa, luego secó la viña, al
cabo se bebió la bodega, y al final lo cerró todo. Y desde entonces, tal como
me había dicho el mozo del hotel, Crandall sobrevivía -y costeaba sus
experimentos-, vendiendo hectárea por hectárea las muchas hectáreas que
fueran de su familia.
-- Ya casi no me queda nada... -dijo sonriente y triste- Me queda el mundo,
nada más, pero bueno... el mundo y nada.
Una vez liquidada la empresa, cuando pasó por allí aquel parque de
inversiones, y sin que nadie en el pueblo entendiera jamás para qué, Crandall
se compró el globo de la muerte.
-- Aquello fue como una revelación, le juro…Se ve que ya todo estaba
escrito, ¿se da cuenta?... porque hasta ahí yo muy bien no sabía cómo resolver
la estructura física del mundo… hasta llegué a pensar en hacerlo plano, en un
estanque… je, imaginesé, un mundo plano, ¡qué antigüedad, ja!... pero
entonces apareció por Chumbita un parque de diversiones … y cuando vi el
globo de la muerte lo vi todo, Nogueira, ¡todo!... Fue como una epifanía, le
juro… una epifanía…
Comprado aquél globo, con la sola ayuda de su inestimable don Cosme, sin
prisa ni descanso, Crandall y su jardinero lo trasladaron pieza por pieza a su
bodega subterránea, y allí, despacio, pieza por pieza, lo rearmaron, lo
montaron sobre su eje, tendieron sus cañerías; un electromagneto en su núcleo
imantaba toda la estructura generando así el efecto de gravedad suficiente para
sus seres y sus cosas; después le dieron forma a los continentes, a los mares y
a sus islas; instalaron las duchas y el sistema de vientos, construyeron los
andamiajes de control, la consola y las luces, el sol, la luna y las estrellas; y
una vez terminado el mundo, congelados sus dos polos y desplegado el cielo
en el espacio, ya muerto don Cosme, solo, sin más testigos que el gran Dios -
con aquellas células que le había regalado su maestro Tawanata-, en menos de
siete días, Crandall sembró toda la tierra de plantas y de bestias, y se hizo la
luz.
Así de sencillo fue el origen del mundo.
El de la vida humana, en cambio, era un poco más complejo y por lo tanto
más divertido.
-- Cuando el maestro me regaló las células, no sólo fue porque yo me venía
para la Argentina, sino que él estaba muy enfermo, y ya no le quedaba
tiempo… entonces yo le prometí que iba a intentarlo, que iba a experimentar
con células humanas...
Y sí. Apenas vuelto a Chumbita, impelido por ese mandato, muerto su
hermano, fundida la bodega, solo y sin destino, Crandall puso en marcha su
plan.
Con la excusa de la vocación y la superviviencia, abrió un modesto
laboratorio de análisis clínicos en el centro del pueblo, y a su vez se ofreció
como voluntario para el servicio de hematología del hospital regional de
Chumbita. El resto fue tiempo y paciencia. En pocos meses, así, extracción por
extracción, Crandall consiguió la pasta base de su inminente humanidad. Cada
muestra de sangre era en sus manos una nueva cepa que él sabía seleccionar,
desechar o clonar; según su variedad, necesidad y calidad. Lo quería todo:
arios, indios, hugonotes, amarillos, sefarditas...
-- Lo más difícil fueron los negros, hic -hipaba y recordaba con la vista
perdida en las alturas insondables de su bodega cósmica-; indios y blancos hay
un montón en La Rioja, eso fue fácil, hay sajones, latinos, celtas, semitas,
eslavos... como suele decirse, esto es un crisol de razas, ja, pero... negros-
negros, negros-afro, eso no hay, ve... desde que los mandamos a morir en la
guerra del Paraguay, eso falta... Con la raza amarilla no tuve problemas porque
en Chumbita vive una familia de coreanos y otra de japoneses y una vez me
cayó un chino en el hospital, así que gracias a ellos, más o menos pude
resolver el Asia... pero con los negros estaba jodido...
-- Pero lo resolvió.
-- Sí, claro -y me miró y sonrió como quien recuerda una travesura-, tuve
suerte. Resulta que una vez, ya estaban los milicos, no sé para qué torneo o
cosa así, vino a Chumbita una delegación de atletas brasileros, mixta, mujeres
también, imaginesé... casi todos negros de muy buena calidad... Ni bien los vi
me planté y dije que era imperioso hacerles un examen médico a todos, porque
podían traer alguna peste, alguna enfermedad contagiosa, no?... y vio como
eran los militares, con tal de cagarle la vida a alguien, cualquier historia les
venía bien... y mucho más si eran negros, no?... El asunto es que aceptaron, y
ahí les saqué un poco de sangre a todos los negros, y allí me quedé con el
África lista... El resto ya lo ve. Una vez que tuve los cultivos hechos,
implantar la vida humana fue cuestión de días, meses para ellos... después la
historia avanzó solita, ahí vino la guerra del fuego, las primeras tribus
organizadas... la vida, el progreso y su muerte, bah. Porque le digo una cosa,
Nogueira… la palabra progreso está sobreestimada.
No sé cuántas horas llevaba yo allí cuando al cabo desperté, ví bien lo que
veía, y por fin lo acepté. Dejé de negarlo, por lo menos.
El doctor Crandall tenía un pequeño mundo propio y no era ninguna
metáfora. Era el descubrimiento más alucinante del hombre, y era, a la vez, -
para mí, toda para mí-, la más grande noticia de la historia universal del
periodismo y del Universo. La noticia que había esperado y buscado toda la
vida. Y en exclusiva. Y para mí. Ahora sí. Toda para mí.
Y también, pensé, era una especie de venganza. De Crandall y mía. Contra
todos y contra Todos, contra los necios y su conjura, sí señor, pensé... Cómo
un relámpago de gloria, vi destellar en mi cabeza la apertura de aquella nota
en las mejores revistas internacionales: una gran foto de Crandall de pie junto
a su mundo, mi nombre en letras de molde, y arriba, calado en letras rutilantes,
su título inexcusable: "REPORTAJE EXCLUSIVO: HABLA DIOS".
Sin dejarme arrasar por la fiebre de la euforia -ya viejo lobo de mar-,
mientras Crandall me explicaba no sé qué, yo pensaba cómo resolver la
producción fotográfica de aquella nota extraordinaria. Primero decidí que
correría hasta el pueblo y antes de una hora estaría de regreso con el fotógrafo
y con treinta rollos... Pero después no, mejor no, pensé. Mejor suprimiría
socios e intermediarios: correría hasta el pueblo, compraría una máquina
fotográfica y treinta rollos, volvería, y listo. Sin socios. Todo para mí. Hecha
las fotos, escrito el texto, no tenía más que romper mi juramento (mi palabra
de periodista), y luego sí, por fin, ser rico, famoso, inmortal.
Y si bien es cierto que ahí fue cuando decidí traicionar a Crandall, también
quiero decir en mi defensa, que antes de traicionarlo traté de convencerlo.
-- ¡Esto hay que darlo a conocer, doctor, usted es un genio!
Fue como tocarle el ego a Dios.
Crandall sonrió.
-- Ni lo piense, Nogueira... Esto no tiene que saberlo nadie, mi amigo...
Imaginesé lo que sería de mi pequeña humanidad si la gran humanidad supiera
de su existencia, eh?... Piense que estos bichitos humanos, no saben de
nosotros, y a su manera, ellos también se creen los únicos del universo, y
también tienen sus ilusiones, y sus misterios, y sus distancias insondables, y
sus propias aspiraciones... -entonces los dos, en ese momento, miramos al
cielo, la red celestial, su sistema de duchas y las estrellitas de navidad-, son
lucetitas de cinco mangos, todas baratijas, ya lo sé... pero ellos no, ellos no, y
ahí está la cosa... Son sus misterios, y los precisan, Nogueira… es lo que no
saben lo que los hace crecer, buscar, pensar, aprender, creer... hic...
evolucionar, bah... Usted me dirá para qué dejarlos evolucionar si siguen el
mismo camino que nosotros, pero... quién le dice… yo todavía tengo una
esperanza, vea… a lo mejor reaccionan, y vaya a saber... Tiene que ver cómo
se esfuerzan, cómo buscan, avanzan, retroceden... hic... y así viven sus vidas, a
su manera, claro, con sus cabecitas, con sus sueñitos, con sus horrorsitos y sus
luchitas... como nosotros pero en miniatura, igual... Piense entonces cómo se
sentiría usted, Nogueira, o qué pasaría en nuestro grandioso mundo, si de
pronto aparecieran un par de colosos descomunales, hic, idénticos a nosotros,
y se asomaran desde el espacio exterior, y nos miraran y nos agarraran, y nos
aplastaran con sus dedos inmensos, con las uñas, imaginesé: ¡de pronto nos
vemos reventar los unos a los otros como piojos, eh?, ¿qué le parece eso, hm?
¿Usted alguna vez vió reventar un piojo, Nogueira?.
Sí, lo había visto. Temblé. Ya no hablaba. Miraba y escuchaba. Trataba de
encajar el mundo que veía con la imagen de su creador allí presente: ese
patizambo mestizo, borrachín y brillante.
-- Olvídelo, Nogueira... Esto no lo tiene que saber nadie. Nunca. Piense la
desazón de estos tipitos si supieran que son nada más que el experimento de
un tipo como yo... un alcohólico... No, Nogueira, hic... no... Yo los hice, yo los
creé, y yo soy responsable por sus vidas... y ahora que lo sabe, usted también.
Ahí me tocó, lo reconozco.
-- Ellos no son culpables de haber nacido... Piense lo que les pasaría si el
gran mundo llegara a saber de este mundo, eh?... Piense lo que harían la
televisión, el estado, los políticos, los mercaderes, imaginesé... esta humanidad
no está preparada para eso, hic... y la nuestra tampoco… pero estos ni se
imaginan que la luna se las hago con una lámpara de plástico y que el sol
depende de la Central Eléctrica de La Rioja.... Imaginesé si de repente les caen
los periodistas, los grandes laboratorios, los empresarios, el mundo, bah, el
mundo grande, las cámaras y los reflectores, los flashes de los fotógrafos, los
gritos... otra que el Apocalipsis, Nogueira, no lo soportarían, no, de ninguna
manera... Y usted tampoco lo soportaría, piénselo bien... Imagine qué final
horrible para esta humanidad, para estos seres al fin y al cabo inofensivos a no
ser para ellos mismos... ¿Usted podría cargar con todo eso en su conciencia,
hic, Nogueira? Dígame la verdad, ¿Podría?...
No, la verdad que no. No se lo dije, pero no.
-- Venga... Es hora de ponerle nafta al universo -y bebió y volvió a reírse
con su carcajada de loco.
Bajamos al piso de la bodega y lo seguí hasta un rincón oscuro del que
extrajo un bidón de veinte litros cargado hasta la mitad. Después vació su
contenido en la boca de un tanque oculto allí mismo, bajo los andamios
tubulares.
-- Aquí lo que no es electricidad ni gas, funciona a gasolina, sabe? -me
explicaba mientras hacía-: la rotación de la tierra y de la luna, por ejemplo, los
ventiladores del viento, la refrigeración de los polos, los generadores de luz,
incluso, porque a veces la Central la corta, y… ¿todo eso quién cree que lo
mueve, eh?... Mire, después de tantos años en esto, le puedo asegurar una
cosa: por cachivache que sea un mundo, Nogueira, siempre alguien lo tiene
que mantener, no hay vuelta... hic.
Y mientras Crandall le echaba nafta al universo y ajustaba algunas clavijas
de la Tierra, yo volví al mirador y al microtelescopio. El mundo giraba y las
horas pasaban con sus días y sus cosas. Recorrí Europa, la península Ibérica,
crucé los Pirineos, vi Córcega y la Sicilia, y al llegar al Peloponeso capté un
remanso de paz. Sobre un campo soleado labraban los campesinos, pastaban
sus cabras, fornicaban dos caballitos, niños mínimos corrían por los prados, y
todos parecían muy felices. Ahí supe que era incapaz -yo- de cargar con la
muerte de esa gente por minúscula que fuera. Adiós primicia, me dije, adiós
fama, adiós millones. En vida de Crandall y de su mundo, no le contaría nada
a nadie así me reventara la cabeza.
Y permítanme antes de continuar un comentario que no hace a la crónica de
los hechos, pero que -como testigo único de los hechos-, quisiera dejar por
escrito. Como cualquiera puede colegir, para mí hubo un antes y un después de
aquella visión, de su experiencia. Desde que vi lo que vi, (desde que me pasó
lo que me pasó), cuando alguien viene y me cuenta que se le apareció una
virgen, que fue abducido por una nave intergaláctica, o que un gato barcino le
ganó al ajedrez, yo, ahora, le creo. Le creo y lo compadezco. Cuando uno ha
visto lo que nadie nunca va a creerle, una forma de la locura le ha sido
inoculada, y ya no habrá paz. La soledad del elegido es para siempre
insalvable.
Sólo el que ha vivido una experiencia semejante -inconcebible para el resto,
literalmente fantástica-, sabe cuánto desgarra el instante de la aparición, de la
visión o de los hechos. Uno va, ve, mira, y cree pero no cree. En ese momento,
entonces, se abre una grieta dolorida entre la realidad, la razón y los sentidos;
y ya nunca más las tres partes recuperan la armonía. Ahí la locura. Ver para
creer y no poder creer una vez que se ve.
Vuelvo a los hechos.
Todo concluye al fin, y al cabo dejé la bodega, a Crandall, su mundo y esa
visión. Ya sobre la superficie de la Tierra (la nuestra), vi que era noche de
nuevo, plena madrugada. Las cuatro de la mañana. Había pasado -vivido-, yo,
unas 24 horas en el mundo de Crandall. Más de un mes de su tiempo allá por
el siglo XIX... Estaba confundido, más vale, quién no... Bajo la tierra giraba el
sol, rodaba el mediodía, pasaban los meses, y afuera, por encima de la tierra,
la lenta noche sin luna era una realidad evidente, es cierto, la mía, la de
Crandall también, la de una mitad del mundo, tal vez, sí... pero ya no la única.
Nunca más.
Antes del adiós, Crandall me recordó innecesariamente mi juramento. Pude
decirle que se quedara tranquilo mirándolo a los ojos. Después, siempre
rodeado por sus perros que nunca se callaban, me acompañó hasta el auto, en
pedo nos abrazamos, y a punto de arrancar le dije que volvería a visitarlo y le
dejé mi dirección por si quería escribirme.
Nunca más volví a verlo.
Seis años después, Crandall había muerto y su pequeño mundo propio había
desaparecido.
En esos seis años que fueron de nuestra despedida a su final, el doctor
Crandall me escribió cuatro cartas anunciándome ese final y su muerte.
Acaso -yo- pude evitarlo todo. Pero no lo hice.
A continuación expongo los hechos y mi descargo, y doy fin así a mi
testimonio.

VI

No hace falta decirles que durante todos esos que pasaron desde mi último
encuentro con el doctor Crandall hasta su muerte, más de una vez tuve el
impulso de volver a La Rioja para visitarlo y ver de nuevo su pequeño mundo
propio. Pero nunca me animé.
A poco de volver a Buenos Aires, descubrí que lo visto en La Rioja me
había perturbado mucho más de lo que pude prever en un principio. Imágenes
inmanejables de aquella visión inaudita, volvían a mi cabeza en flashes
imprevistos, o yo mismo las recuperaba voluntariamente para mirarlas mejor,
para entenderlas un poco más, para creerlas por fin, y para torturarme también.
Después de lo visto, nada más fue lo mismo.
La vida, el mundo, los otros, el destino, la muerte, el albur y la fe, habían
cambiado de lugar y contenido, y de dueño también. Los días pasaban y el
desasosiego crecía. La sensación de ser humano, así, perdía de a poco su
importancia, ya consciente yo de la posibilidad más que posible de ser un
moco sin nombre en manos de un borracho nunca visto... La idea de Dios,
ahora -y sin que yo pudiera evitarlo-, se fundía cada vez más seguido con la
tosca imagen de Crandall, sosteniendo vaso en mano su precario universo para
bien de una humanidad que ni siquiera lo creía... Así la lluvia dejó de ser la
lluvia, el cielo no fue nunca más el cielo, y la luna y el sol se convirtieron a
mis ojos en un par de artefactos bastante sofisticados, sí, pero ya nunca más
impresionantes. Los otros y yo, la humanidad entera, el mundo todo, la vida
misma, se redujeron de repente a un gran experimento que tal vez alguien, no
sin generosidad, desde una dimensión desconocida, contemplaba y controlaba
mientras bebía y se moría.
Por eso muchas veces tuve ganas de volver a ver a Crandall y a su mundo
pero nunca me animé. Quería olvidar, no volver a ver. Ya había visto más de lo
que podía cargar en mi memoria sin posibilidad de compartirlo amordazado
por mi juramento... En un principio traté de pensar que el tiempo con el
tiempo iba a borrar esas visiones, o por lo menos las rompería en pedazos
inconexos de una pesadilla vieja, en fragmentos de una borrachera, en
estropicios de la memoria, en fin, en algo así como el olvido. Pero no, qué
va…
Sin quererlo cada mañana esperaba en la tapa de los diarios la gran
revelación universal. Así la certeza de que un mundo paralelo existía enterrado
en La Rioja, más la certeza de que una humanidad entera estaba en manos de
un argentino alcohólico y solitario, más la certeza de que todas las barreras de
la ciencia habían sido vulneradas, más el horrible privilegio de que nadie
excepto yo lo sabía… así todo eso se devoró mi calma desde entonces. Quería
olvidar, era lo único que quería. Pero cuando parecía a punto de conseguirlo,
una nueva carta de Crandall desbarataba mis intentos.
En total fueron cuatro -las cartas- y todas ellas están aún en mi poder. Desde
ya las pongo a disposición de la prensa, del gobierno, de la justicia, de la
ciencia, del Vaticano, de la NASA, de la CIA y del que me las pida. Están
escritas a mano y es fácil cotejar su autoría. De alguna manera, son
manuscritos sagrados, y como tales, no alcanzan para probar lo que cuentan...
pero valen la hondura de su misterio y la posibilidad de sus profecías.
Las cuatro son breves y las cuatro fatales. La primera la recibí a los dos años
de nuestro último encuentro.
Aquí está.


Chumbita, setiembre de 1996.

Estimado Señor Nogueira:
Espero que usted se encuentre bien al recibo de la presente, y permítome
saludarlo por las fiestas que se avecinan, tanto a usted, como a su respetable
familia.
Por mi parte, me encuentro muy bien de salud, aunque muy desalentado con
respecto a la humanidad. El tiempo pasa y las cosas empeoran. He dotado a
mis seres de una mente poderosísima, y lo que es más grave, de una
imaginación incontrolable. El hombre es el abismo del hombre. La evolución
del mundo, por lo que pude observar, sigue tal cual nuestra historia. En
Europa se cocina algo muy feo. Hay un imperio que se expande desde el
norte. Algo me dice que no durará mucho, pero que venderá cara su derrota.
El virreinato del Río de la Plata no existe hace rato, la República Argentina
ha comenzado. Últimamente es mi mayor distracción. Fueron muy
entretenidas las invasiones inglesas. El cruce de los Andes es una epopeya
todavía por descubrir. Hasta hace poco, el país parecía estar en guerra civil,
pero algún acuerdo hubo porque de un tiempo a esta parte se los ve más
calmos. Hace un par de meses prendieron fuego París. ¿Será La Comuna?
Todo indica que estamos a fines del siglo XIX. Sobre las aguas ya casi no se
ven grandes barquitos a vela, son todos a vapor. Me temo que el siglo XX se
acerca peligrosamente. Luego veré lo inédito. No aliento grandes esperanzas.
Lo mantendré informado.
Confío en que pronto vendrá a visitarme, y le deseo de todo corazón muy
felices pascuas.
Siempre suyo...
C.W.C


No sé a qué pascuas se refería, pero por la caligrafía, y por el aspecto
general de la carta, era fácil deducir que el autor estaba ebrio. De vino tinto,
certificaban algunas máculas sobre el papel. Pero nada de esto debilitaba lo
que decía, la desesperanza de sus palabras. Todavía me invitaba a visitarlo,
pero todavía yo intentaba olvidar.
Y ya casi lo conseguía cuando llegó su segunda carta... según el tiempo de
Crandall, un siglo más tarde.


Chumbita, octubre de 1998

Estimado Nogueira:

O se destruyen ellos o los destruyo yo. Alcanzaron nuestro tiempo y nuestra


ignorancia. El siglo XX llegó y pasó ¡Pasó! La Primera Guerra fue una
carnicería. La miré toda. Más de dos meses de horror, más de cuatro años de
muertos ¡Empezaron a volar! Así que poco después tuve que ver la Segunda, a
la luz de la cual la Primera pareció un festival folklórico. Los nazis fueron
terribles, sin dudas. Pero más terrible es que los hombres fueron nazis. Hacia
el final ocurrió lo que más me temía: ¡los muy insectos lograron la fusión del
átomo! No me lo explico, pero lo vi. Esperé durante días enfocando el Japón
¡Pero ni siquiera me hizo falta el microtelescopio! El hongo de fuego se vio a
simple vista desde la consola. Y después, Nagasaki. Estuve a punto de
intervenir, pero ¿qué podía hacer? Ya todo estaba hecho. Ahora veré lo que
viene. La carrera espacial ya comenzó. Desde hace meses pequeñas capsulitas
plateadas se elevan más allá de la atmósfera y revientan contra los caños de
las duchas o se quedan sin fuerzas y caen al piso. Un día de estos van a
romper la luna o van a reventar contra el sol. No me preocupan los repuestos,
pero temo que descubran la verdad. No sé qué harían si ven el universo tal
como es. Cada vez más seguido me dan ganas de destruirlos a todos antes de
ver cómo se destruyen entre ellos... pero no tengo valor. Mi consuelo es el
vino.
Abrazo en usted a todos los suyos por más que ninguno de nosotros seamos
gran cosa.
Atentamente...

C.W.C.



En un intento por negar lo que leía, atento a que Crandall consideraba la
posibilidad de destruir su mundo, pensé que antes, mejor, ya que estaba, era
darlo a conocer. Destruido por destruido, quise evitar la locura, y de paso,
ganarme esa primicia que venía persiguiendo(me) desde hacía tantos años...
Pero al cabo de semanas y meses de pensarlo y repensarlo -paralizado por el
miedo-, antes de escribirle a Crandall con la propuesta, o de viajar para
decírselo, llegó su tercera carta... y entonces deseché la idea para siempre.


Chumbita, agosto 1999

Nogueira:
La conquista del espacio se desató irrefrenable. No sé qué buscan ni qué
pretenden. Perdieron el rumbo, los ganó la insensatez. Llenaron las alturas de
satélites y de naves y cositas así. Algunas explotan contra las duchas y
chamuscan los tules. Un día van a incendiar el cielo. (Esas telas tienen mucho
nylon). La luna ya la pisaron hace rato. No le hacen nada, se posan sobre la
superficie, caminan un poco por la tulipa, pegan banderitas y se vuelven. Es
evidente que quieren ir más allá. Para distraerlos, les colgué de apuro
algunas pelotas aquí y allá como planetas distantes y desiertos. Pero me temo
que no falta mucho para que descubran la verdad. Como se imagina, mi
trabajo de manutención se hace cada vez más difícil y riesgoso. Desde que
viajan por el cosmos, ya no sé dónde ponerme para que no me vean... y para
protegerme de sus naves. Ya van dos que me pegan en la cabeza, y duelen. A
veces pienso que lo hacen a propósito. Sí:¡ que me atacan! Estudié la primera
cápsula que se me clavó (en la frente), y al abrirla, comprobé que tenía dos
seres, dos hombrecitos muertos (víctimas tal vez del impacto contra mi
cabeza). Pero en cambio la última cápsula que se me clavó (en la ceja
izquierda, casi me saca un ojo), estaba vacía a no ser por una sustancia
extraña, de color amarillo, que analicé sin resultados. ¿Serán misiles? Por
qué no. Tal vez ya saben de mi existencia y han decidido aniquilarme culpado
por todos sus males. El descaro los gobierna. Quizás piensan que no me
necesitan más, pero se equivocan. Los polos ya casi no existen, están los
caños al aire, algunas islas desaparecieron bajo el agua, y el nivel de los
océanos crece peligrosamente. En busca de arena arrasaron casi todas las
playas. Sobre el norte del Pacífico hay un continente nuevo del tamaño de la
India ¡es de basura! ¡Basura urbana! ¡Plástico, cartón y espanto! ¡Y crece y
crece!... Si no me dejan acercar para hacer algo, pronto sucumbirán bajo su
propia ignorancia. No sé que buscan. Perdieron el rumbo. El futuro llegó y no
lo quieren. Tal vez me odien. Yo tampoco siento por ellos lo que sentía antes.
No venga, lo mantendré informado.
C.


La siguiente carta, la cuarta, fue la última. En sus pocas líneas terminales, se
anuncia -y al mismo tiempo se resuelve- el misterio que luego le sigue.


Chumbita, abril 2000

¡Me atacan! ¡Me descubrieron y me atacan! No son naves extraviadas: son
misiles teledirigidos, bombas, como quiera llamarles. Me atacan. Los estudié.
Son misiles o algo así. No me dejan marcas, apenas un pinchazo, pero al
abrirlas bajo el microscopio, encontré un compuesto raro. No sé con qué lo
hacen, es una sustancia nueva, desconocida para nosotros. Se lo inyecté a un
ratón y murió a los pocos minutos. Ahora cada vez que aparezco por el
espacio, tengo que ponerme un casco y un chaleco blindado. Pronto ni eso
servirá. La tecnología se desmadró. Los hombres están a merced de sus
propios inventos. Tal vez quieren reemplazarme. Siempre que aparezco voy
vestido de negro y tengo mucho cuidado de moverme por las zonas de la
noche y entre la niebla. Pero igual me detectan y me atacan. Disparan sus
mierditas envenenadas desde todos los puntos de la tierra. No conseguí que
me amen, ni siquiera que me respeten. Dudo lograr que me teman. Todo
terminó. Se acabó la filosofía, estalló la metafísica. Sólo un dilema queda:
sobrevivir, o progresar. Una de dos.


La carta llegó así, no tiene encabezado ni firma. Pero la letra, a la luz de las
otras, resulta inconfundible.
Un día por fin viajé a La Rioja y fui a visitar la casa de Crandall y su
bodega. Sin embargo no fue por esa última carta, ni por las anteriores. Me
llevó finalmente un recuadrito que apareció en un diario a fines de aquel año
2000, y cuyo título, bajo la escueta volanta “La Rioja”, anunciaba, fría,
secamente: "MUERE EN INCENDIO CONOCIDO CIENTÍFICO".
Era Crandall, sí.
El recuadro aquel –lo conservo todavía- dice así:

(TELAM, 2 – La Rioja) -Victima de un terrible incendio fue hallado muerto
en el interior de su finca de Chumbita, al este de esta capital, el doctor Charles
William Crandall, científico de origen riojano, cuyas teorías genéticas
despertaron airadas polémicas dos décadas atrás.
Según informaron las autoridades locales, el incendio se habría iniciado
hacia la madrugada del último martes. La finca, que poseía una bodega
subterránea ya inactiva, ardió durante más de doce horas hasta que tres
dotaciones de bomberos lograron controlar el siniestro.
Una vez ingresados al interior de la mencionada bodega, los efectivos
hallaron el cuerpo del doctor Crandall completamente calcinado.
El fuego se habría desatado allí mismo, en dicha bodega, que desde hacía
años funcionaba como depósito de trastos y maquinarias en desuso. Otrora
famosa en toda la región por su producción vitivinícola, la viña, propiedad de
la familia Crandall, cerró sus puertas hace ya varios años, y desde entonces el
fallecido académico era el único habitante de la propiedad.
Según testimonios de sus vecinos, el doctor Crandall, reconocido
internacionalmente durante su juventud, pasó sus últimos años recluido allí,
sin contacto con el mundo exterior, y afectado seriamente por el alcoholismo.
Los investigadores sospechan que tal vez el propio doctor Crandall, en
estado de ebriedad, habría desatado el trágico siniestro accidentalmente.
Entiende en la causa el doctor Mario Moreno Nieves; juez de instrucción del
juzgado número 8 de Chumbita, quien caratuló el expediente “Muerte
dudosa”, a la espera de los resultados definitivos de la autopsia ordenada por
dicho magistrado.


En cuanto pude, viajé a La Rioja y llegué a Chumbita.
Tarde, más bien.
Alcohólico famoso como era, los resultados de la rápida autopsia
confirmaron la más cómodas sospechas de los investigadores: "muerte por
accidente". La bodega había sido el foco del incendio, y allí hallaron a
Crandall calcinado, así que “según los indicios”, rezaba el informe,
“posiblemente en estado de ebriedad”, el propio doctor Crandall “habría
originado” el incendio que le diera muerte. Listo. Cosa juzgada.
Por un momento pensé en contarles todo a las autoridades y pedir una nueva
autopsia en busca de sustancias extrañas o... ¿pero con qué pruebas? ¿con sus
cuatro cartas, con su fama y su pasado?... ¿y para culpar a quién, a una
humanidad que ya no existía?... ¿quién iba a creerme? Muerto Crandall, La
Rioja tendría su nuevo loco. Desistí.
Por decisión judicial, sin herederos manifestados, la finca y lo que restaba
de sus tierras, ya estaban en venta con su bodega incluida. Fingiendo ser un
posible interesado, fui a verla.
Para qué.
La casa se había salvado del fuego, pero la gangrena del abandono se la
comía rápido. Buena parte del techo había volado o caído, el esqueleto de sus
vigas se pudría al sol, las ventanas desvencijadas, los vidrios rotos, una puerta
descoyuntada, la maleza asomando desde su interior… seguí de largo, fui
directamente a la bodega, foco del incendio.
La doble puerta a ras del piso ya no existía, ni la escalera para bajar. Eran de
madera. Sólo quedaba el agujero negro de la entrada… y me asomé para mirar.
Aquello era el Horror después del Horror.
Allí estaba el globo del mundo, quieto por fin, callado, inmóvil para
siempre, carbonizado por completo, con sus fierros al aire, perdido como
difuso entre un amasijo de vestigios chamuscados, ya casi invisible, devorado
por la negrura total que lo envolvía… eso era todo.
Eso y un cartel a la entrada de la finca como una absurdo epitafio que decía
en grandes letras blancas contra un fondo rojo: “REMATE:
OPORTUNIDAD”.
Yo lo vi.

F I N


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