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Ustedes están al corriente, hay transferencia

psicótica.
Jean Allouch
Ustedes no tienen idea hasta donde llega el delirio sobre mí.
Jacques Lacan, el 19/3/1980

Hay una transferencia psicótica, una modalidad de la transferencia específica de la


psicosis. ¿En qué consiste esta especificidad? ¿De qué se sostiene?

Pero, ¿no sería más simple reconocer que se trata de la transferencia y que el
psicótico se inscribe en ella exactamente de la misma manera que cualquiera?

Basta considerar la manera en que esta transferencia juega ya fuera del análisis para
tener que admitir que no podemos satisfacernos con esta solución. En estado salvaje
se especifica en efecto por una extensión que va mucho más allá (y entonces también
de otra manera) de todo lo que podemos observar en otras partes. Mal que les pese
a aquellos que creen decir algo al hablar de autismo, el psicótico está mucho menos
separado del grupo social, mucho más sensible a ciertos acontecimientos que allí
ocurren, que lo que pueden estar en regla general el neurótico y el perverso. Esta
extensión, esta repercusión de la transferencia psicótica está de acuerdo con esta
extraña connivencia psicosis-sociedad de la que el estatuto de la psiquiatría en la
URSS[1] nos da el más escandaloso testimonio.
Pensemos en Fliess. Todavía hoy hay quiénes se consagran en considerar como
científicas las elucubraciones de su delirio. Pensemos en Jung quien logró abrochar
a su nombre este ismo, valioso para Nathalie Sarraute, consagración de una corriente
socialmente reconocida del análisis psíquico. Pensemos más aún en Rousseau y en
el formidable impacto de su decir paranoico sobre la manera en que una civilización
elige responder a las cuestiones más fundamentales con las que todos tienen que ver.

Estos hechos —y otros más que podrían ponerse en la misma lista— nos invitan a
plantear de manera diferente a como lo había hecho Freud, lo que sería de un logro
allí donde el paranoico fracasa. Invirtamos el mensaje, hagámoslo legible: ¿qué es
un fracaso allí donde el paranoico triunfa? ¿El éxito relativo pero incuestionable del
junguismo otorga su logro a la paranoia de Jung?
¿Sería justo atribuir esta clase de éxito a la transferencia psicótica? ¿No será que a
veces por su contenido, el delirio interesa, suscita la adhesión y hasta provoca el
compromiso? Sin descuidar estos contenidos no podemos, sin embargo, hacerlos
únicos responsables del contagio de la psicosis. Un contra-ejemplo se nos ofrece
además en esos casos donde la locura parece reducida sólo al pasaje al acto y donde
el alboroto que suscita en su público no es menos vivo, incluso cuando no hay
ninguna transmisión de un delirio articulado. Tal es el caso de las hermanas Papin.

No nos está permitido hacer sólo de los contenidos del delirio la razón de las
consecuencias propiamente sociológicas de la psicosis. Al reconocer que están
sujetas al decir psicótico, estaremos más advertidos. Pero este decir no está fuera de
la transferencia. Si se trata no de enunciados sino de un modo enunciativo, habría
que articular cómo ese sujeto de la enunciación plantea una transferencia a la que
estaremos quizás en condiciones de ofrecerle la acogida que le conviene.

Marquemos la especificidad de la transferencia psicótica con una fórmula: el


neurótico transfiere, el psicótico plantea transferencialmente. Esta fórmula conjuga,
en un corto-circuito, la puesta al día de la transferencia en Freud y un enunciado
retomado de la lectura lacaniana de Schreber. Esperemos de este corto-circuito la
cristalización de cierta disparidad. Intentemos explicitarla.

El muro
El descubrimiento del fenómeno de la transferencia fue uno de los logros, tanto más
notable como inesperado del psicoanálisis. Freud ratifica el hecho de esta
transferencia alrededor de 1912 con el pasaje del uso de Übertragung ya no más en
plural sino en singular.
Se podría esperar que sea solamente después de haber despejado este concepto de
transferencia, que se concluya a partir de allí que no había transferencia en las
psicosis. Y bien, no, en absoluto. Es en el mismo tiempo en que se despeja, y en
simultaneidad con la elaboración del complejo de Edipo, que el concepto freudiano
de transferencia excluye la existencia de una transferencia psicótica. Así, desde 1906
Freud afirma que no hay en la paranoia esta parte de libido flotante de la que se toma
el psicoanalista para el tratamiento de la neurosis. En el caso de la paranoia, debido
a la regresión al autoerotismo, no se encuentra disponible: y entonces por la falta de
esa transferencia la paranoia es psicoanalíticamente incurable[2].
Esta afirmación altamente teórica de la inexistencia de transferencia en las psicosis:
¿no constituye para nosotros el más neto reconocimiento de su especificidad? Este
decir implica efectivamente que Freud localizó que en las psicosis había una
ubicación de la cuestión de la transferencia que difería sensiblemente de lo que él
constataba en otra parte.
¿En qué se sostiene en el análisis, que el reconocimiento de la especificidad de la
transferencia en las psicosis haya tomado de entrada el sesgo de una afirmación de
inexistencia? En 1924, Freud, escribía: “Se empieza a comprender — acaso sobre
todo en Estados Unidos— que sólo el estudio psicoanalítico de las neurosis puede
brindar la preparación para entender las psicosis, y que el psicoanálisis está llamado
a posibilitar una psiquiatría científica futura…”[3]. Freud ¿habrá hecho del estudio
psicoanalítico de las neurosis una condición sine qua non para la comprensión de las
psicosis? Parece que así es si se juzga por su “solo” que viene a dar fuerza a la insípida
y vaga “preparación”.
Como quiera que sea, queda que este abordaje de las psicosis a partir de las neurosis
tuvo por efecto la erección de un muro casi infranqueable en relación al cual
psicoanálisis y psicosis no se encontraban del mismo lado. Así Freud escribe en un
texto contemporáneo al que acabo de citar. “En particular, desde que se empezó a
trabajar con el concepto de narcisista se consiguió echar una mirada por encima del
muro, ora en este, ora en este otro lugar”[4].
Abordar las psicosis con los resultados obtenidos del estudio analítico de las neurosis
sería como proponer su conquista armado de un cierto número de consideraciones
cuya cuestión operaba en su seno una discriminación —algunas deberán ser
revisadas, incluso invalidadas, mientras que se podría apelar a otras para confirmar,
sobre este nuevo terreno, su alcance heurístico. Sin embargo no se puede decir que
se haya efectuado siempre esta discriminación, de tal modo que, desde sus primeros
pasos, el abordaje psicoanalítico de las psicosis estuvo ampliamente hipotecado.

Una de esas “adquisiciones” que tuvo una función de bruma es la afirmación de que
existiría un camino preestablecido desde el autoerotismo al amor objetal. Este
supuesto camino jugó como una de las bases de la idea de que no había transferencia
en las psicosis. Esta “base” ¿forma parte verdaderamente de la mera médula del
psicoanálisis? El análisis ¿está condenado a desaparecer si cesa de afirmar la
primacía de lo auto?
Fue necesario Lacan para que el análisis reconozca que la primacía de lo auto sobre
lo hetero no le era consustancial. Lo auto, aún erotizado, incluso neutralizado en los
ropajes del ello, no es un dato primario: el desarrollo demostró que el haber
sustituido un narcisismo primario al autoerotismo primero, a fin de retomar de otra
manera el problema de las psicosis, no llevó sin embargo a rectificar verdaderamente
ese falso punto de partida.
Fue necesario — dije— Lacan. Esto quiere decir otro punto de partida, otro y muy
especialmente aquél que inaugura su recorrido estudiando de entrada las psicosis.
Al salir al cruce con su problematización analítica opera allí lo que llamaremos con
Nietzsche una transmutación de los valores. Damos algunos nudos, los principales
de esta transmutación.

 El autoerotismo no es estar vuelto hacia sí, sino tiene que ver con el “desorden
de los pequeños a” (Lacan). El autoerotismo es pues “cuando uno falta de sí”. No
hay pues allí nada de auto, siendo precisamente lo que se produce cuando no hay
auto.
 El delirio, correlativamente no es un solipsismo sino, en el pleno sentido del
término, una creación, a la vez delirio de relación y en relación. Se entra con el
delirio “a velas desplegadas del dominio de la intersubjetividad” (Lacan, el
11.04.1956) Mientras en Freud predomina el delirio de grandeza, en Lacan lo que
se destaca es el delirio de persecución[5].
 La pérdida de la realidad en las psicosis ya no es más una noción aceptable, así
como tampoco la de una despersonalización, y por la misma razón. Una y otra en
efecto derivan de un mismo proceso que en las psicosis, no va lejos[6].
Así pues, la afirmación de la inexistencia de la transferencia en las psicosis, al mismo
tiempo que representa para nosotros un reconocimiento de la especificidad de la
transferencia psicótica, nos parece sostener su peso de su solidaridad con un cierto
número de aserciones intempestivas aplicadas a las psicosis y cuyo origen es
principalmente la clínica analítica de las neurosis. Habrá sido necesaria la ruptura
lacaniana para que la transferencia psicótica pueda ser, no aislada como tal — pues
numerosos psicoanalistas, comenzando por Federn, habían rechazado ratificar la
posición de Freud— sino para que su ubicación pueda ser reglada sobre la función
del sujeto supuesto saber.

En fin, esto sería comenzar por no desconocer sistemáticamente lo que el análisis


debía, para su puesta en lugar, al paranoico Fliess.
El llamado
Lacan concluía así su análisis del delirio schreberiano: “En este delirio he querido
mostrarles cómo se esclarecía en todos sus fenómenos, y aún puedo decir en su
dinámica, esencialmente considerada como una perturbación de la relación al Otro
sin duda, y como tal, pues, ligada a un mecanismo transferencial!”[7]. ¿Cuál es
ese mecanismo transferencial perturbador de la relación al Otro como tal?
Partamos de una notación clínica al alcance de todos. La insistencia del alienado de
no admitirse como tal ¿no es sorprendente? tanto porque encontramos en ella una
formulación explícita en la mayoría de los casos como porque en cada uno de ellos
ese rechazo es singularmente acusado tomando incluso a veces un sesgo
estratégicamente elaborado. “Toda discusión con el interpretador es vana — escriben
Sérieux y Capgras—[8] frecuentemente irrita, jamás persuade”.
Esta constatación debería ser suficiente por sí misma para descartar por vana la
noción de “crítica del delirio”. Pero, en el fondo, ¿no se tratará de obtener del
alienado a través de no se qué maniobras, que se reconozca un buen día como
enfermo mental? Es entonces cuando nos devuelven, en el peor de los casos, esas
respuestas estratégicamente construidas que evocaba hace un instante. Algunos,
como ese enfermo de Sérieux y Capgras pueden llegar a formular su astucia. Él
escribe en efecto: “Lo que los alienistas impugnan, tratan como demencia, es querer
ser papa sin formar parte del cónclave y pertenecer al sacerdocio… aunque en el siglo
VIII los lombardos hayan elegido de improviso a un simple laico para la tiara.
Entonces, desde el momento en que tratan de locura las aspiraciones de un simple
laico a la tiara papal, dado que no soy loco, digo (subrayado por él) que yo no quiero
el papado”[9]. Y otra enferma, cuyo caso relata Marandon de Montyel[10], después
de haber hecho todas las excentricidades públicas necesarias para ser conducida al
asilo — habiéndole dicho un ángel que ella tenía que expiar allí un tiempo por el alma
de su madre— declara: “Ven ustedes muy bien que no soy una alienada, estoy aquí
en expiación. En cuanto haya completado mi tiempo el ángel me advertirá y las
puertas deberán abrirse ante mí”[11].
¿Qué localizamos como enfermedad mental? Aspirar a ser papa si se es laico puede
ser una gran ambición, pero ciertamente no una enfermedad mental. Y se puede
tener una buena razón para venir a expiar al asilo mejor que en otra parte, no siendo
este acto más aberrante que tantos otros a los que da lugar la vida religiosa.
El interrogante de la transferencia psicótica sólo es susceptible de ser planteado
como tal, si excluimos, como los hechos que acabo de informar nos lo indican, lo que
llamaré de aquí en adelante la roca de la alienación (destacar esto nos sugiere que
no está menos artificialmente construido por el discurso psiquiátrico que lo que el
discurso psicoanalítico considera como roca de la castración). Lasègue y Falret dan
de ello la siguiente formulación: “El alienado vive ajeno a la opinión de los otros, se
basta a sí mismo y poco le importa, en tanto su creencia se impone con una autoridad
irresistible, que se quiera seguirlo o no, sobre el terreno del que no podrá ser
despojado”[12].
La falsedad de estas afirmaciones es sensible ya en el célebre chiste de la gallina y del
grano de trigo. Aquél que se tomaba por un grano de trigo aceptaría de buen grado
no serlo; a decir verdad allí no está el nudo del asunto; pero ¿cómo saber, a partir del
primer encuentro con una gallina una vez fuera del asilo, que ésta no lo tomará por
tal? Este chiste es tan llamativo sólo porque nos conduce al corazón mismo de la
cuestión de la locura, de esta perturbación de la relación al Otro ligada a un
mecanismo transferencial, como se ve nítidamente aquí.

He aquí un caso de Sérieux y Capgras que nos ayudará a desplegar esta perturbación
y este mecanismo transferencial. Se trata de una nueva Juana de Arco, seguida por
un gran número de personas que tomaron en serio su decir, al punto de
escandalizarse vivamente de que la hayan considerado loca e incluso de haberlo
hecho saber a quien correspondía. Una interpelación en la Cámara inquietó a los
médicos, intimados a justificar su decisión.

¿Cómo llegaron las cosas hasta allí? Una noche, durante un sueño, ella se vio,
estandarte en mano, a la cabeza de un ejército invisible. Ella interpreta este sueño
como una “analogía” con Juana de Arco, y no sin haberla vinculado, muy
freudianamente con un incidente de la víspera: como ella miraba una estatua de la
Doncella de Orléans, los paseantes expresaban, mediante su asombro, el
sorprendente parecido de las dos figuras, la suya y la de Juana de Arco. Después de
estos acontecimientos muestra a diversas personas una imagen de la Doncella y
todos constatan la asombrosa similitud. Un día en una iglesia, y mientras pensaba
en este parecido, unos niños que estaban sentados delante de ella se volvieron para
mirarla; ¿estaría ella llamada a jugar el papel de Juana de Arco?
Lo increíble es que esta interpretadora, conforme al
tema de su delirio, haya terminado por tener su ejército de defensores. Lo menos que
podemos hacer para dar cuenta de este prodigio de la psicosis es no descuidar que
viene en respuesta a un decir. Según este decir, ella no se toma por Juana de Arco,
sino, ella es tomada (en pasivo) por tal y especialmente por los paseantes.
¿Diremos que es ella quien se toma por Juana de Arco por el sesgo de lo que cree leer
en la mirada sagaz de los paseantes? ¿Llegaremos a creer que ella proyecta? Allí
donde testimonia haber sido tomada por Juana de Arco, no hay ninguna razón para
suponer que ella se toma, aún proyectivamente, por tal. Esta suposición vuelve a
dejar todo el asunto en una elipsis cuyo carácter lamentable no hay que demostrar,
como tampoco el impasse en el cual nos acantona.
Mantengámonos firmes pues sobre esta pasiva mirada del cual la psicosis se da no
como una acción, sino que vale como reacción este ”ser tomado por” juega en cada
uno de los fenómenos propiamente psicóticos: en el automatismo mental, donde el
”él orina” toma al sujeto por un meón; en la interpretación delirante que sólo inventa
un saber reactivamente a una interpelación originada en el Otro; en la intuición
delirante en donde la existencia de una significación, por enigmática que sea, es
primero planteada y reconocida en el Otro[13], y en el delirio mismo a propósito del
cual es un poco abusivo hablar de tentativa de curación.
Primeramente es en el lugar del Otro que el sujeto psicótico es tomado por. Este
hecho masivo, decisivo no será absorbido por el delirio, aunque aún en ciertas
condiciones, el delirio puede permitir al sujeto asumir esta nominación.
La interpretadora de Sérieux y Capgras no se reconoce en la estatua ecuestre de
Juana de Arco. Por el contrario, ella plantea transferencialmente que los paseantes
la toman como tal. El saber que soporta esta nominación está en el lugar de los
paseantes. Y lejos de hacer suya esta imagen, héla aquí, en lo sucesivo, cuestionante:
“¿Es que verdaderamente existe el parecido que dicen?”.
Este interrogante por sí solo nos es suficiente para asegurar que en este caso no hay
precisamente identificación resolutiva a la imagen a la cual se la quiere adherir, lo
que confirma por otra parte la ausencia total de júbilo en la experiencia de este
encuentro de tres: estatua ecuestre, ella misma y los paseantes.

¿Podemos precisar lo que es entonces no advenido de una identificación resolutiva?


En este no advenido, propongo que se reconozca el defecto de una impresión. Resul-
ta extraño que uno se haya interesado tan poco en la impresión, cuando el problema
de la identificación no cesa de plantearnos dificultades. La impresión no es un
significante: es huella pero no borrada; la impresión es la huella en tanto que
constituye identificación de una singularidad.

La impresión como transcripción parece garantizar


la validez del parecido. Es pues en el campo de la pintura que encontramos la
interrogación en acto del estatuto de este parecido, la pertinencia de esta
validación. La Verónica en efecto, subraya para nosotros el malabarismo. Aparente
grado cero de la creación pictórica, pretendida pura transcripción sobre el lienzo
tendido, del real pasaje del rostro de Cristo, ¿no nos significa ello que al darse allí
por nula la actividad creadora se revela en su cima, tan milagrosa en su invención,
como este milagro pretendidamente histórico que declara querer simplemente
conmemorar?
Pero sigamos la metáfora. El fracaso de la identificación resolutiva, el defecto de la
impresión no equivale a un mantenimiento de la virginidad del lienzo después del
encuentro. Todo pasa más bien como si la impresión hubiese sido hecha pero con
tinta simpática; el caso es aquí calificable como tal: es con esto que el sujeto va a
sufrir.

 Un primer lugar está presentificado por los paseantes. Allí el parecido es cierto.
Para esta mirada la tinta simpática es y permanece visible.
 Un segundo lugar es ella misma. Viendo que el Otro ve, no puede sin embargo
ver por sí misma. La aserción del Otro sorprende pero sin embargo no la hace
suya y esto no en razón de alguna impotencia o incapacidad, sino por una im-
posibilidad de estructura: estando virtualmente ella misma en la cuestión, no
puede estar en el lugar desde donde esta cuestión puede ser decidida. De allí
surge…
 Tercer lugar, presentificado por aquellos que ella interroga: “¿la aserción del otro
está fundada?”.
Este lugar que aquí llamo “tercero” fue completamente descuidado por pura
comodidad. Su localización, estaba sin embargo al alcance de la mano, con aquello
que la historia de la psiquiatría nos testimonia haber problematizado bajo el nombre
de folie à deux. Su ejemplariedad, reconocida por Lacan, apunta a lo que presentifica,
mejor que toda otra realización de la psicosis, esta exigencia de un reconocimiento
(aceptación o rechazo) de lo que se encuentra de entrada articulado en el Otro bajo
el modo neutralizado del se-dice.
Así en el caso ya evocado, de Marandon de Montyel, el marido, denominado
codelirante, declara gritando al psiquiatra que quiere mantener en el asilo a la mujer:
“mi mujer jamás ha sido loca, y no lo está más hoy que antes, ha cometido a
sabiendas actos excéntricos para obedecer a la voz de Dios; hoy quiere salir, ya se ha
pasado el tiempo de pruebas, nadie puede retenerla”.

En la folie à deux, el compañero es aquel que dice que en su testimonio el loco dice
la verdad. Otros, además de mí podrán testimoniar con qué frecuencia esta posición
fue presentificada en el auditorio de la presentación de enfermos de Lacan: “¡Pero
él — o ella— no delira! ¡Es la exacta verdad!”. Incluso se llegó a preconizar esta
propensión al codelirio como curativa. Siguiendo esta corriente llamada antipsiquia-
tría, una “terapia sistémica” toma hoy sus fundamentos. Tomémonos, en principio,
a nosotros mismos, tal vez no estaríamos allí de no haber descuidado tanto la
incidencia de la folie à deux y su ejemplaridad para nuestro abordaje de la locura.
¿No resulta notable que hoy descubramos que Schreber padre no fue un pedagogo-
sádico, sino un delirante?, ¿Que se trataba pues de un caso de folie à deux?
La locura llama. Esta fórmula tiene múltiples resonancias: se trata de un llamado a
los pequeños otros pero también un llamado a la transferencia que ella provoca. Sólo
tiene esta pregnancia y actúa como fuerza aspirante, que nada tiene que envidiar al
fantasma, porque posee un modo de enunciación específico y ordenado según los
tres lugares que proponemos distinguir.
 El lugar de aquél o aquélla a los que se llama psicóticos es fundamentalmente el
de un testigo. Escribamos incluso t´es moins[14] a fin de entender lo que implica
infaltablemente de herida narcisística su postura.
 El lugar del Otro, es aquél desde donde se origina una asignación desubjetivante,
persecutoria por esto mismo. La absolutización de la aserción es tal que queda
excluido que el sujeto pueda dirigir su llamado y hacer reconocer la validez de su
testimonio. Esto quiere decir que nos prohibimos sistemáticamente toda
interpretación en el sentido del juego sobre el equívoco significante en los análisis
de psicóticos.
 El lugar del otro— escrito con una pequeña a— es aquél donde el sujeto hace valer
su testimonio. El llamado está formulado aquí como una instancia que sería el
Otro del Otro y que entonces no existe, y que sólo puede ocuparse como pequeño
otro. Al parecer, no hay otra alternativa que la de recusar el testimonio o codelirar
con él.
¿Sorprende que nuestro léxico sea aquí ostensiblemente jurídico? En efecto, se trata
del derecho en tanto que él vendría a regular la economía del goce.

La discriminación de estos tres lugares nos ayudará para orientamos dentro de la


transferencia psicótica. En efecto, no se trata del mismo destinatario cuando un
psicótico nos dice, como quien lo entiende todo: “¡para que hablarle, usted está al
corriente!”[15] y cuando nos hace el regalo y el honor de tomarnos por testigos de
su testimonio, demandándonos sancionar su validez pero desde un sitio desde
donde está excluido que podamos hacerlo.
En el primer caso nuestra respuesta, que para ser coherente con ella misma sólo se
ofrece como no formulada, es: “No, comment” listo para desenvolvernos como
podamos con la infaltable angustia que nos provoca la asignación a un lugar de
perseguidor, asignación que agudizará aún más nuestra respuesta de abstención. A
veces, puedo testimoniarlo, este rechazo de rehusar sostener el lugar de perseguidor
puede servir de apoyo a una intervención que puede tener un efecto de sopladura del
delirio. La sedación que sigue no merece sin embargo el empleo de la mala palabra:
“curación”.
Por el contrario, podemos intervenir cuando, dirigiéndose a nosotros como a un
semejante, como a un codelirante potencial, el psicótico espera de nosotros una
confirmación de la experiencia que él sufre y de la que se hace entonces para nosotros
el testigo. Pero tenemos que merecer a sus ojos, ese lugar de pequeño otro; él está
lejos, en efecto, de ofrecernos de entrada la confianza que nos acuerda entonces. ¿De
qué manera podemos merecerla? ¿Después de qué prueba?
Es aquí que aparece manifiesta la especificidad de la transferencia psicótica, que es
ante todo, Lacan lo observaba, una transferencia al psicótico. Él no está sin saber e
incluso sin tener razón en su saber. Nada obtendremos de él si le rechazamos eso. Y
por una razón de estructura.

Él tiene, Lacan lo formulaba así, su objeto a en el bolsillo. Es él quien, en la


disparidad subjetiva de nuestra relación con él, es el eromenós, mientras que para
nosotros corresponde la función de erastés.
Nos comprometemos en el análisis con su sujeto psicótico. Solo porque no
excluimos a priori que allí se produzca esta báscula por la cual el eromenós vira
al erastés.
Porque es notable, destaquémoslo al pasar, que refiriendo la transferencia al deseo
del analista Lacan haya puesto fin a la situación defectuosa de la transferencia en el
análisis (que, como él lo señala, al aparecer en un segundo momento jamás se la pudo
situar correctamente) pero haciendo valer en ella, con el neurótico, un modo de
inscripción del psicoanalista en la transferencia que tiene su pertinencia primera al
nivel de las psicosis. De parte de Lacan no hay allí ningún artificio, sino el
reconocimiento de que, en todos los casos, el análisis instaura la subjetividad de la
única manera posible: en la destitución subjetiva.

Los pliegues
Concluyamos sobre la ubicación teórica de la transferencia psicótica. Hay razones
para mantener juntas las dos determinaciones siguientes: 1/ se trata enteramente de
una transferencia y 2/ esta transferencia es específica. Si 1/ es exacto tendremos algo
que esperar de la escritura matesística[16] de la transferencia que tenga también
validez para la transferencia psicótica: si 2/ es exacto, podremos esperar que nos
ayude a cernir su especificidad.
La solución será ésta: una misma escritura pero una lectura diferente de lo escrito.

Leamos de más cerca los textos de Lacan que abren paso a la escritura de este
matema[17]. Una cosa nos sorprende de entrada: la proximidad del interrogante que
abre este recorrido con una cuestión planteada, no tanto por la psicosis sino por la
relación que se instaura, usualmente, con ella. Tanto en un caso como en el otro, en
efecto, es cuestión de discordancia, y aún más precisamente todavía, de una
discordancia con la realidad.
Desde Pinel, tratar médicamente la locura sería reabsorber esta discordancia. Pinel
lo intenta entrando teatralmente en el juego del delirio. Hoy se trata de sofocar el
delirio bloqueando la alucinación con la ayuda de sustancias químicas, o aún,
sugiriendo al delirante que entre en el juego de una crítica de su delirio. Lo notable
apunta a que una discordancia semejante se encuentra presentificada por Lacan
cuando está en el punto de articular el fenómeno de la transferencia con la función
del sujeto supuesto saber. Al abocarse a la discusión de un artículo de Szasz sobre la
transferencia, Lacan formula así la cuestión: “Es en relación a lo que se manifiesta
de actual en el tratamiento que, en la ocasión apuntará, para el paciente, lo que se
produce en forma más o menos evidente como efectos de discordancia con respecto
a lo que se llamará “la realidad de la situación analítica”, a saber, “los dos sujetos
reales allí presentes”[18]. De este modo se significará a la paciente que sueña con
una relación sexual con su analista[19], que éste no tiene la bella y rubia cabellera
con que generosamente su sueño lo disfraza, que hay entonces error sobre la persona
y que sería bueno tomar nota de ello.
Con tales “interpretaciones de la transferencia” —que tienen la misma inspiración
que las respuestas hechas al delirio, aún si la discordancia con la realidad no tiene
aquí el mismo estatuto — es el análisis como paranoizando al sujeto quien muestra
la punta de su nariz, como nos lo indica que en última instancia, en Szasz, todo queda
entre las manos de lo que él llama “la integridad del psicoanalista”.

La ruptura lacaniana respecto a esta manera de problematizar la transferencia se


sostiene, desde un principio, en el señalamiento, olvidado aquí, de que en el análisis
alguien habla a alguien, se dirige en su búsqueda de la verdad a un otro “supuesto
saber”. Así se presenta por primera vez el supuesto saber el 22 de abril 1964.
Lacan habla aquí “casi fenomenológicamente” de la “relación del uno al otro”. Que
uno suponga al otro un saber, proyecta, en el horizonte de esta suposición, la figura
de un otro supuesto saber. Entonces no se tratará precisamente de esta figura hacia
la cual tendería muchos hilos de la teoría lacaniana, en primer lugar la definición del
inconsciente como “discurso del Otro” (cuando aparece por primera vez en
el Informe de Roma la fórmula es escrita: “discurso del otro”)[20].
Hay pues allí una vía cuyo punto de partida está señalado pero que, justamente, no
será elegida, sino más bien interceptada con la denominación “sujeto supuesto
saber”. Esta exclusión se hace efectiva ese 22 de abril de 1964 antes de ser
simbólicamente efectuada un mes más tarde. La cosa se deja aquí captar en un nivel
estilístico con el señalamiento de que Lacan no cierra la frase que introduce el saber
supuesto. Este saber supuesto está contenido dentro de una relatividad, luego un “y
que” abre una nueva relatividad; ahora bien, éste introduce absolutamente otra cosa,
algo que entrará en colisión con el saber. He aquí esta frase interrumpida (su
transcripción adopta aquí las convenciones propuestas por stècriture[21]):
En efecto, no nos vamos a sorprender de que —es lo que Szasz constata erróneamente
para deplorarlo— en esta relación de uno al otro se instaure la dimensión, en efecto,
de una búsqueda de la verdad donde el uno es supuesto, es supuesto saber —al menos
saber más que el otro— y que, de aquél que es supuesto saber, surge inmediatamente
la dimensión de un pensamiento /que pensar/ que es que no solamente no debe
engañarse sino igualmente que se lo pueda engañar, que el “engañarse” /engañe/
también al mismo tiempo, es arrojado sobre el sujeto, que no es simplemente que /el
sujeto es si puede decirse/ el sujeto esté, si se puede decir: “de una manera estática”
en la falta, en el error sino /esto es/ que, de una manera móvil en el/en eso hacia lo
cual se adelanta en lo que articula mediante su discurso puede, debe, está
esencialmente situado en /a/ la dimensión del engañarse, que aún…
¿Qué es este saber supuesto al otro si, en el movimiento mismo de esta suposición,
admito que el otro puede engañarse, y que puede al mismo tiempo engañarlo?
Plantear que no debe engañarse implica que no le supongo saber más que eso, no
ser sin no saber. O bien, ¿es necesario evitar a todo precio que se engañe
precisamente para mantenerlo como soporte posible del saber supuesto?
En el primer caso la suposición no es en absoluto consecuente consigo misma; en el
segundo caso el engaño no es verdaderamente uno. Ahora bien, él es, para Lacan, el
índice patognomónico de un sujeto (el animal deja sus huellas y hasta las borra: pero
sólo el ser hablante(hableser)[22] [parl’etre] deja sus verdaderas huellas para que se
las piense falsas).
Así, uno se da cuenta que, fenomenológicamente el interrogante queda mal
planteado, que allí hay algo de fracaso cuando se despliega con estos dos polos de
una relación “de uno al otro”. La solución propuesta es tan insatisfactoria pues, como
aquélla que se proponía regular el problema de la discordancia con la realidad. Esta
solución sería una metonimia, aquélla propuesta por Lacan ese día en que él definió
la transferencia como “puesta en acto de la realidad del inconsciente”[23].
Captamos que esta definición, por más acabada que sea, no conviene pues no arregla
sus cuentas con la figura del Otro supuesto saber, muy por el contrario, está colada
por esta figura, empuja a su erección[24]. Si el inconsciente es el discurso del Otro y
la transferencia la puesta en acto de su realidad, ¿está realidad no es, ipso facto, la
de este discurso? Y si este discurso es el portador de un saber como Lacan lo
machaca, ¿no es necesario concluir que la puesta en acto de su realidad es aquélla
del saber del Otro? La escritura del matema de la transferencia excluirá esta
conclusión silogísticamente imparable.
Podemos ver cómo el trazado de este matema se apoya de una manera decisiva en
la psicosis. Apoyarse es también rechazar eso mismo sobre lo cual se apoya. La
psicosis está aquí tanto más activamente presente cuanto que su potencia es la de lo
negativo.

He aquí una prueba de la manera en que Lacan se apoya sin decirlo sobre la psicosis;
nos interesa tanto más en la medida en que concierne a la definición del inconsciente
como discurso del Otro. En la p. 794 de los Escritos, Lacan precisa que el “del” en
esta fórmula hay que entenderlo en el sentido del genitivo subjetivo. El “del” del
“deseo del Otro” derivaría de la posición del genitivo objetivo[25]. A fin de precisar
el estatuto del primero, Lacan al retomar su latín, traduce: de Alio in oratione, y
agrega: completen: “tua res agitur“. ¿Por qué este agregado? ¿A quién se dirige este
“completen”? La cosa queda enigmática si se ignora que en la psiquiatría francesa de
principios de siglo corría este tua res agitur. Sérieux y Capgras hacían notar en estos
términos: “tua res agitur, se decía, tal podría ser la divisa del interpretador”[26].
Porque inauguró su recorrido estudiando la psicosis, Lacan puede problematizar la
transferencia de otra manera que a la moda psicótica. “A la moda” en el sentido de:
“saben ustedes plantar los repollos a la moda…”; y se trata de plantear (como dicen
los hispanizantes) de otra manera el problema de la transferencia. Es planteándola
con la psicosis que Lacan la posiciona de otra manera que a la moda de la psicosis.
Así pues, desde el primer paso de este recorrido, hay un rechazo efectivo, aunque no
efectuado aún, del Otro supuesto saber, aquel por el cual se toma en cuenta en lo que
sigue inmediatamente de la emergencia del saber supuesto, del engaño.
Engaño y certeza son homólogos, y el pasaje más allá de esta exclusión será realizado
con la lectura lacaniana de Descartes cuando en el lugar del Otro supuesto saber
rechazado, vendrá a inscribirse el sujeto supuesto saber.

La continuidad de este recorrido ve todavía más pronunciada su proximidad con la


problemática psicótica. Descartes hace posible la forclusión del sujeto en el discurso
de la ciencia, pero lo importante no es entender esto como una afirmación
descriptiva que compete a la historia de la ciencia tomada en su generalidad. Lo
importante apunta a la modalidad, particular en Descartes, del acceso a la
afirmación. Descartes suspende, con su duda hiperbólica, la incidencia de los saberes
y alcanza así la certidumbre del cogito. Los comentaristas observaron que la
experiencia del cogitans sólo encontraba su consistencia en Dios. Sin embargo, es a
propósito de este Dios cartesiano que Lacan forja el término: sujeto supuesto
saber[27].
No es solamente que este Dios garantice que la experiencia del cogito no es soñada,
que no sea engañador (volvemos a encontrar aquí la confrontación saber/engaño).
Lo decisivo es que no sea engañador en esto (que Descartes le deja): tiene la carga de
las verdades eternas. Las cosas son lo que son porque él las quiere de ese modo;
podría también quererlas de otra forma. Es un asunto suyo, el nuestro está en otro
lado (medimos el paso franqueado, aunque más no sea en relación al Dios de un
hombre de su tiempo: Kepler). El campo de este en otra parte, científico por lo tanto,
se encuentra abierto por la atribución a Dios de las verdades eternas, por el sesgo de
una transliteración. He aquí en qué términos Lacan describe transliteración, -“una
de las más extraordinarias estocadas de esgrima que jamás haya sido asentada en la
historia del espíritu”:
“Descartes sustituye las minúsculas a, b, c, de su álgebra por las mayúsculas. Las
mayúsculas son, si ustedes quieren, las letras del alfabeto con las cuales Dios creó al
mundo y ustedes saben que tienen un anverso y que a cada una corresponde un
número. La diferencia que tienen las minúsculas de Descartes con las mayúsculas es
que las minúsculas de Descartes no tienen número, son intercambiables y sólo el
orden de las conmutaciones definirá su proceso”[28].
Las mayúsculas sólo son tales por estar preñadas de otra transliteración, no
efectuada y que las carga de números. Así los judíos deben prohibirse escribir el
número 15 como se lo indica la ortografía numérica que han adoptado (5-10) por la
razón que al escribirlo de esta manera escribirían las dos primeras letras del nombre
de Jehová y que Jehová no puede valer 15. La operación cartesiana descarga a las
letras mayúsculas de su pesada carga. Las minúsculas no tienen más la función de
re-presentar pero, por esta forclusión de una transliteración potencial que las
constituye “minúsculas”, helas aquí y en más markovianamente definidas por su sólo
juego conmutativo. A partir de allí no nos sorprenderemos demasiado que sea en el
análisis que la instancia de la letra haya sido vuelta a poner en la superficie como
transliteración.

Eso que representan las mayúsculas no cesa de existir. El paso cartesiano


desembaraza al sujeto de la ciencia girándoselo a la cuenta de Dios. Que se las arregle
como él lo entienda con el juego de las verdades eternas, nos dejará en paz para
consagrarnos al manejo de nuestras minúsculas. La voluntad divina es dejada aquí a
su entera libertad; no se trata mas de forzar a Dios significándole, que por más Dios
que sea, no puede hacer otra cosa que reconocer que 2 + 2 = 4. Pero, precisamente
porque su trascendencia es de allí en más reconocida como absoluta, no puede
tratarse más que de un sujeto: Dios es sujeto supuesto saber.
!La puesta en evidencia del sujeto supuesto saber adviene al lugar cartesiano donde
nos desembarazamos de él! La alteridad divina es aquella de una voluntad
insondable[29], por lo tanto, es necesariamente la de una subjetividad. Es necesario
allí pues dar lugar a la figura no de un Otro sino de un sujeto supuesto saber.
Como toda nominación pertinente, abre un interrogante. He aquí pues una semana
más tarde:

“De este sujeto supuesto saber (que sea Freud o reducido a este término, a esta
función) [algunos] /puede/ pueden sentirse plenamente investidos. Pero esa no es
la cuestión. Y primero la cuestión de cada sujeto [es] desde dónde se ubica para
dirigirse al sujeto supuesto saber”[30].
Este lugar “desde dónde” permanece enigmático, y es cuatro años más tarde,
haciéndose muy simple que Lacan responde escribiendo, al mismo tiempo, esta
respuesta y el matema de la transferencia. Si se trata de un sujeto y de nada más en
esta dirección hacía el sujeto supuesto saber, sólo puede localizarse aunque sea por
esta dirección con un significante que lo representa frente a otro significante. Lo
“simple” consiste en la aplicación a ciegas de la fórmula:
El matema de la transferencia se presentará, desde entonces, como un desarrollo ad
hoc de esta escritura: si se trata precisamente de un sujeto supuesto saber y no del
saber del Otro, entonces será posible escribir el saber supuesto lindando con el s, en
el sujeto él también supuesto, colocado debajo.
Correlativamente el indice 1 de S1 ya no conviene: no se trata más del significante
sino de un cierto significante y que, por otra parte, no pertenece a la serie de los
significantes en el inconsciente. Es con este significante que el sujeto se dirige al
sujeto supuesto saber, se aplasta en el s y lo plantea como en espera de los
significantes inconscientes. Decir sujeto supuesto saber equivale a ratificar la
posibilidad de este aplastamiento, el de la transferencia.
¿Por qué otro significante, ese S desprovisto de su índice, va a representar al sujeto?
Aquí la respuesta de Lacan es del mismo orden que aquélla de Shakespeare
inventando to be or not to be —al menos si creemos en un chiste célebre relatado por
Lacan. Shakespeare estaba en el atolladero; con su escritura paralizada comienza por
anotar: “to be”, después duda: “¿or not?” después repite a la vez su pregunta y su
vacilación: “¿to be or not? ¿to be or not? Eureka: “to be or not to be, that is the
question”. De la misma manera Lacan: “¿por cuál significante?” Sino por uno
cualquiera, no siendo tal precisamente el primero, lo que marca la pérdida de su
índice.
Tenemos entonces al final del recorrido:

Hay transferencia en tanto que su significante no cesa de no representar al sujeto


para un significante cualquiera. El tiempo, puntual —Lacan decía: “un relámpago”,
donde S→Sq equivaldrá a un S1→S2, es aquel del soplo de la transferencia, de la
instauración de la subjetividad en la destitución subjetiva. Está en el horizonte y hace
límite al campo de aplicación del matema de la transferencia. Es ese punto
catastrófico donde ese matema cesa de ser operante.

El significante de la transferencia, cuando hay transferencia, queda entonces no


subjetivado. ¿Pero de cuál(es) manera(s)? Con este plural intervienen varias
maneras de inscribirse en él. Estamos ahora en condiciones de precisar qué lectura
de este matema especifica la transferencia psicótica.

El neurótico transfiere, el psicótico plantea transferencialmente, decíamos. De


entrada, esta diferencia apela a una implicación diferente del sujeto en el significante
de la transferencia: en el primer caso ese significante no subjetivado es del Otro (esto
resulta de su carácter no subjetivo), y en el sentido del genitivo objetivo; con el
“plantear transferencialmente”, es también el Otro pero en el sentido del genitivo
subjetivo.

El matema de la transferencia nos obliga, de aquí en más, a adelantar que éste


“plantear transferencialmente” equivale a un “prestarse a soportar una
transferencia”, conclusión que conviene a la experiencia de la transferencia
psicótica: Schreber “planteando transferencialmente una erotomanía divina” nos
muestra cómo ello tiene que ver con “él me ama, aún si no lo sabe” de origen divino,
primer tiempo, clásicamente reconocido, de la erotomanía.

De allí se desprende que admitimos una identidad de posición del psicótico y del
psicoanalista, en cuanto a la manera de estar situado en una transferencia. ¿El
psicoanalista no es este sujeto, sujetado, que por su acto, plantea
transferencialmente toda demanda que le es dirigida?
Esta identidad de posición si bien puede chocarnos, no debe sorprendernos.
Bastantes escritos analíticos sobre la psicosis nos lo muestran.

Tal vez este allí la razón de la afirmación según la cual no habría transferencia en la
psicosis así como condición de posibilidad, ofrecida al psicoanalista, de sostener,
con el psicótico, la función de erastés.
La Proposición de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela[31], más allá
de que nos haya otorgado el matema de la transferencia, nos ayuda ahora a precisar
cómo esta identidad de posición es actuada de manera diferente por el psicoanalista
y el psicótico. Si la transferencia psicótica tiene de específico que el sujeto se
encuentra allí asignado al lugar de esta formación no real sino “de
inspiración”[32] del sujeto supuesto saber ofrecida al psicoanalista, ocurre que el
psicótico no responde del mismo modo que el psicoanalista.
La Proposición indica que este lugar es aquel del s, de este sujeto ficticio supuesto
por el significante de la transferencia y respecto al cual el saber es colindante. Dos
rasgos caracterizan este lugar del que nosotros señalamos la incidencia en el
psicótico y en el psicoanalista. Tanto uno como otro en este lugar, no puede hacer
otra cosa más que tener que saber.
En este “hay algo que saber” juega la demarcación. Es de notar que Lacan en
la Proposición formula la cosa en tercera persona. Y nosotros encontramos una
confirmación de la justeza de esta formulación tanto en nuestra experiencia como en
un texto que se presenta como testimonio decisivo sobre la transferencia psicótica, a
saber, El Sobrino de Wittgenstein de Thomas Bernhard. No hay en este libro un sólo
“tú”, solamente “yo” y “él”, lo imaginario de la relación del narrador con este
psicótico sobrino de Wittgenstein se encuentra, de golpe, fijado a un nivel
propiamente estilístico, lo que no deja de provocar en el lector un efecto de captura
apropiado para interrogar lo que, en él, se refiere a la amistad. Pues este testimonio
de una transferencia al psicótico es también un texto sobre la amistad[33].
El psicoanalista se ubica en s, soportando allí la función del sujeto supuesto saber,
dejando jugar “en reserva” su propio saber. Es no poniendo allí “demasiado sus
pliegues” que él se comprometerá efectivamente —dicho de otra manera en tanto que
psicoanalista. El psicótico está en el mismo lugar pero lo ocupa de manera diferente.
No puede, él, no poner demasiado de sus pliegues —y allí se origina su demanda de
análisis. Es partiendo de sí lo que no puede evitar que espera no comprometerse, y
es en lo que –ahora podemos adelantar tras lo que recordamos de la lectura
lacaniana de Descartes —él se engaña.

“Pongo demasiado de mis pliegues”, esta formulación de la demanda de análisis


psicótico debe ser tomada por lo que es. Lo que en otras circunstancias
denominamos una demanda de control. Con esta demanda, en esta demanda, el
psicótico es “analista supuesto”[34].
Entonces volvemos a encontrar aquello sobre lo que desembocó nuestro estudio
“fenomenológico”: es a un semejante, a un pequeño otro supuesto saber vérselas ahí
de otra manera con la persecución que esta demanda está dirigida.

De Littoral No 21, octubre de 1986


Traducido por Pedro Palombo (efectuó la 1a revisión el cartel integrado por Bertero,
A. Larramendy, E. Degracia y M. Olivera.)
[1] Este acrónimo se refiere a lo que durante varias décadas se conoció como la
“Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas” desaparecida el 25 de Septiembre de
1991. (N. de unoauno).
[2] Sesión de la Sociedad psicoanalítica de Viena del 21.11.1906. Cf. Actas de la
Sociedad psicoanalítica de Viena, T.I, Edit. Nueva Visión, Bs. As. 1979, p. 81-82
[3] Freud, S. Breve Informe sobre psicoanálisis. O.C. T. XIX. Amorrortu, Buenos
Aires, 1979 p.216.
[4] Freud, S. Presentación Autobiográfica. O.C. T. XX. Amorrortu, Buenos Aires,
1979 p.57.
[5] Cf. “Todo delirio de persecución en la demencia precoz contiene implícitamente
un delirio de grandeza”. La fórmula es de Abraham. Fue ratificada por Freud: “Las
ideas de Abraham fueron mantenidas e incluso se convirtieron en los fundamentos
en nuestra toma de posición respecto de la psicosis”.
[6] No busquen esta frase en la transcripción oficial, no la encontrarán. Entonces: J.
Lacan, Las psicosis, seminario Inédito, sesión del 4 de julio de 1956. La transcripción
es mía.
[7] Cf. Lacan, J. La familia. Argonauta, Barcelona, 1978.
[8] Sérieux, P & Capgras, J. Las locuras razonantes: El delirio de la interpretación.
Madrid, Ergon, 2008, p. 36.
[9] Ibid, p. 93.
[10] Cf. Montyel, M. De la imitación en sus relaciones con la locura
comunicada en La folie à deux. Edelp colección documentos, Córdoba, 1995. p. 56
[11] Una megalómana: “no hablo más, me tomarían por loca. ¡Es increíble!”. Cf.
Sérieux y Capgras, op. cit. p. 21.
[12] Laségue, C & Falret, J. La folie à deux o locura comunicada en La folie à
deux. Edelp colección documentos, Córdoba, 1995. p. 13.
[13] Cf. La función determinativa en Allouch, J. Letra por letra. Edelp, Buenos
Aires, 1993, p. 196 y subsiguientes.
[14] En francés temoin -testigo- y t´es moins – tú eres menos – responden a idéntica
pronunciación, consuenan. (N. de T.).
[15] “Por otro lado, ¿por qué interrogarlos?” Ustedes lo saben, dicen, están al
corriente”. Sérieux y Capgras. op.cit, p. 68.
[16] En griego los sustantivos terminados en el sufijo ma designan el resultado de la
acción significada por el verbo de igual raíz, los sustantivos terminados en sís marcan
el despliegue de la acción misma. Se introduce aquí este “matesístico” con respecto
a esta oposición, excluyendo así el inconveniente “matemático”;
el matema lacaniano es matesis, aún no matema.
[17] He aquí este paso a paso: el 22 de abril de 1964, introducción del saber supuesto,
el 3 de junio del mismo año introducción del sujeto supuesto saber, el 10 de junio
primera escritura: SsS y emergencia de un interrogante, el cual sólo será respondido
en el texto de la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la
escuela con la escritura del matema como tal.
[18] Este texto lo encontramos distintamente establecido en: Lacan, J. Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 1987, p. 142-143.
(N. de los editores).
[19] Podría creerse que sólo se sabe hablar de transferencia en relación a la situación
caricaturesca de una bella y joven dama cuya única meta es: ir a acostarse con su
analista. Es verdad que Freud contribuyó de manera decisiva a la promoción de esta
caricatura (Cf. Freud, S. Puntualizaciones sobre el amor de transferencia:
Nuevos consejos sobre la técnica del psicoanálisis III. O.C. T. XII, Amorrortu,
Buenos Aires, 1986, p. 159-174. (el texto más cómico de Freud).
[20] Lacan, J. Escritos. T. 1. Siglo XXI, México, D.F., 1987, p. 286. (N. de unoauno).
[21] Por cuestiones técnicas, aquí no hemos podido realizar las anotaciones
propuestas para el establecimiento por Stécriture, al margen del texto citado, sino
que las hemos incluido entre diagonales. Consúltese: Annexes Transcription (N. de
unoauno).
[22] Pasternac, M & Pasternac, N. Comentarios a neologismos de Jacques Lacan.
Epeele, México, D.F., 2003, p. 224. (N. de unoauno).
[23] Op. Cit, Los cuatro conceptos… p. 152 (N. de unoauno).
[24] Agreguemos que tuvo de inmediato un gran éxito. Lo desviado de este suceso se
distingue por lo tanto en esto: ¡generalmente olvida, cuando se cita la fórmula… la
realidad!
[25] Lacan, J. Escritos. T. 2. Siglo XXI, México, D.F., 1984, p.794 (N. de unoauno).
[26] Op. Cit, Las locuras razonantes. p. 23
[27] Cf. Los cuatro conceptos… p. 233. (N. de unoauno).
[28] Op. Cit, Los cuatro conceptos… p. 234. (N. de unoauno).
[29] Esta lectura lacaniana de Descartes es hoy sorprendentemente clarificada y
confirmada por los trabajos de J. L Marion: Sur l’ontologie grise de Descartes, Vrín,
2a edición 1981, igualmente: Sur ta théologie blanche de Descartes, PUF, Paris,
1981.
[30] Op. Cit, Los cuatro conceptos… p. 240-241. (N. de unoauno).
[31] Lacan, J. Proposición del 9 de octubre de 1967 en Ornicar? V.1. Petrel,
Barcelona, 1981, p. 11-30 (N. de unoauno).
[32] I“de veine”; tiene también el sentido de reencuentro (tyche). (N. de T.).
[33] Bernhard, T. El sobrino de Wittgenstein. Anagrama, Barcelona, 1988.
[34] Lacan, J. Psicoanálisis, Radiofonía y Televisión. Anagrama, Barcelona, 1977, p.
84.

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