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SERIE INCOGNITA

M ario M orales
1. Milenarismo: Mito y realidad del fin
de los tiempos

J uan Merino
2. La alquimia. Una aventura inacabada

B las Carmona
3. Los profetas sospechosos.
Sectas de ayer y de hoy

S heldon B . K opp
4. Guru. Metáforas de un
psicoterapeuta

MICh El G all
5. Yi King. La Biblia china

A ndrE B illy
6. Stanislas de Guaita. Príncipe del esoterismo

M arc E dmund J ones


7. Filosofía oculta. Claves del
pensamiento esotérico
Sheldon B. Kopp

GURU
Metáforas de un psicoterapeuta

S erie I ncógnita / P oderes


Título del origina] inglés:
Guru: metaphors f rom a psychotherapist
@ Science and behavior books, 1971

Director de la Serie Inccógnita:


Alberto Cousté

Traducción: Marcelo Covián

ISBN: 84-7432-119-0

© by GEDISA, S. A., Muntaner, 460, entresuelo l. Barcelona.


Tel. 21105 16, (España). Diseño de la cubierta: Víctor Viano.
Primera edición en Barcelona, en mayo de 1981. Impreso en:
SIDOGRAF, Corominas, 28, Hospitalet (Barcelona). Depósito
legal: B. 13.555 * 1981. Impreso en España. Printed in Spain.
ÍNDICE

Introducción . . . . . 11

Parte I. — Un guía espiritual para cada época 15

1. Curadores, médicos y g u ía s ................... 17


2. El adiestramiento del guru contempo­
ráneo ......................................................... 27
3. La iluminación por la metáfora . . . 37

Parte 11. — Un encantamiento de metáforas . . 41

4. Metáforas de la religión primitiva . . 43


5. Metáforas del j u d a i s m o ............. 55
6. Metáforas de la cristiandad........ 73
7. Metáforas del O r ie n te .................. 91
8. Metáforas de Grecia y de Roma . . . 107
9. Metáforas del Renacimiento 119
10. Metáforas de cuentos infantiles . . 133
11. Metáforas de la ciencia ficción . . . 147
12. Metáforas de la actualidad . . . , 161
Parle III. — El advenimiento de la muerte . 177

13. La inevitabilidad del fracaso 179


14. La tercera fuerza . 191
15. La negativa a lamentarse 217

Epílogo . 231

El duro viaje 233

Notas de capítulos ........................... 245


A Marjorie
que me ama sin tratar de cambiarme.
De esta manera, ayuda a que me convierta en quien soy.
INTRODUCCIÓN

He pasado una parte muy importante de mi vida adul


ta inmerso en ese diálogo tierno y tenaz conocido
como psicoterapia, primero como paciente y luego co
mo terapeuta (y luego como paciente una vez más).
En uno y otro caso, he sentido que finalmente sabía
lo que estaba haciendo. Y una y otra vez he vuelto a
sentir que no sé de qué diablos se trata. Y entonces
hay ocasiones en que siento que sé algo y que si sólo
confío en mis sentimientos, hay mucho que no necec
ito comprender, al menos no de una manera que re
quiera que yo pueda explicarlo todo. Esas son las me­
jores ocasiones.
En algunos momentos a lo largo del camino, varias
veces me he puesto a escribir lo que consideraba
libros perfectamente independientes que describían
primero, la persona del terapeuta; luego la del pa
ciente; y por último, el proceso de psicoterapia. Pero
he descubierto que hay una unidad interior que re­
mite cada obra a las demás.
El aspecto primario de esta vinculación explica que
mi primer libro, Guru, sea una serie de metáforas de
un psicoterapeuta. La mayoría de mis lecturas de psi
coterapia me han hecho sentir más seguro o más con
fuso. Estos estados me parecen igualmente inútiles.
Al principio, parecía muy extraño que las lecturas que
más me ayudaban a confiar en lo que acontecía en mi
trabajo de psicoterapia fueran historias de sabios y
chamanes, de rabinos y jasídicos, monjes del desierto
y maestros zen. Lo que más me instruía era el material
de la poesía y del mito, no el de la ciencia. De ese
modo, decidí escribir este libro de metáforas.
Mi segundo libro, If You Meet the Buddha on the
Road, Kill H im !/ consiste en historias de las pere
grinaciones de los pacientes de psicoterapia. El guru
enseña por medio de metáforas y parábolas, pero el
peregrino aprende narrando su propia historia, Cuan
do niño, a menudo me sentía tan solo y fuera de lugar
que de no haber encontrado las historias de otra gente
en los libros que leí, creo que me habría muerto. Como
terapeuta, soy capaz de escuchar las historias de pere
grinación de mis pacientes y hacerlas propias porque
mutuamente nos damos aliento en este camino a tra
vés de la oscuridad. En cada época, los hombres se
han lanzado a peregrinaciones parecidas. Y en conse
cuencia, en mi libro (así como en mi trabajo) recurro
a historias del pasado para iluminar el camino, histo
rias de Gilgamesh, Chaucer, Dante y Shakespeare, Con
rad y Kafka.
Mi tercera obra, The Hanged Man,** describe la
fuerza de nuestro encuentro en la psicoterapia, y las
oscuras fuerzas con que debemos enfrentarnos. Estas
fuerzas malignas que pueden guiarnos o destruirnos
están más presentes en los sueños como mensajes del
alma sombría que todo lo auna. Así como los sueños
son la voz interior de las luchas, alegrías y ambigüe
dades más básicas de la humanidad, los mitos son su
expresión exterior. El mito es la historia de todos. Por
tanto, en esta obra, he iluminado los motivos recu
rrentes de los sueños y los mitos a la luz del concepto
junguiano de los Arquetipos, esos inconscientes cana
les atemporales a través de los cuales han corrido
desde hace tanto tiempo las oscuras aguas de la vida.
Si mis obras demuestran alguna unidad interior,
ésta ha sido inspirada por la presencia de sus temas
en mi vida privada. Las fuerzas de la oscuridad y de
la luz dramatizaron aún más la unicidad de lo que
debe ser pues insinuaron elementos del argumento de
* Si encuentras al Buda en el camino, ¡mátalo! N. del T.
**
El ahorcado. N. del T.
mi vida personal en la ejecución de mi obra y en la
composición de mis esfuerzos creativos.
Durante la escritura de Gum, fui operado de un
tumor cerebral. Mi sufrimiento sirvió como telón de
fondo a la creación de este manuscrito, y su escritura
me sirvió como empresa terapéutica, una especie de
impulso hacia la vida. A lo largo de esta lucha, mis
diálogos con la gente con quien trabajo como psicote
rapeuta, diálogos expresivos de mi angustia y de la
de ellos, nos unieron más haciéndonos más conscien
tes de lo que teníamos que ofrecernos como seres hu­
manos. Al principio de mi recuperación, quité tiempo
a mi trabajo para escribir una narración de mi calvario
y de nuestros diálogos. La he incluido en Guru como
epílogo, tanto para facilitarle al lector una experiencia
más personal como para dar testimonio de mi propia
concepción de la relación existente entre el guru con
temporáneo y aquellos a quienes él ofrece su ense
ñanza.
El período en que escribí Gura fue de angustia y
enajenación en mi vida personal. Incapaz ya de sopor
tar la negación y caricatura abrumadoras de lo que
yo había denominado «experiencia de crecimiento» de
mi tumor cerebral parcialmente extirpado, me derrum­
bé. La pena y el dolor soterrados de mi indefensión
ante un presente torturante y un futuro amenazador
me arrojaron a una desesperación profunda y suicida.
Recurrí una vez más a la terapia como paciente. Mi
terapeuta fue una ayuda que me salvó la vida, al igual
que mi familia, mis amigos y la gente que yo estaba
tratando. Todos me apoyaron y encauzaron a través
de este período turbulento.
Y entonces, durante la redacción de El ahorcado,
el tumor volvió a crecer y volví a sufrir y sobrevivir
otra terrible operación cerebral. Por fortuna, no hubo
consecuencias catastróficas, pero no fue posible extir­
parlo todo. Debo continuar viviendo con esta bomba
de tiempo en la cabeza. Crecerá nuevamente y mi po­
sibilidad de vivir más tiempo irá acompañada de ma­
yores dolores y limitaciones. Y durante algún futuro
calvario quirúrgico, más pronto de lo que yo quisiera,
moriré. Esto también se ha hecho parte del escenario
de mi trabajo con los pacientes, parte del drama de
mis obras.
Pero me siento contento de disfrutar de la vida que
aún me es disponible, de ser lo que quiero con la gente
que amo, y de morir, tal como he tratado de vivir,
a mi manera. No me sorprendería que el título de mi
próximo libro sea Este lado de la tragedia.
Para aquellos especialmente interesados en el pro­
ceso terapéutico, recomiendo Back to One: A Practical
Guide for Psychotherapists.* Ese libro es una descrip
ción detallada de cómo practico la terapia. Lo ofrezco
únicamente como guía. Éstas no son maneras de tra­
bajar. Simplemente son mis maneras de trabajar. No
necesariamente serán las de ustedes, aunque algunas
les pueden ayudar en su camino. Lo ofrezco para alen
tarles a ser cada vez más claros acerca de los elemen­
tos básicos de su propio estilo de trabajo.

* De vuelta a uno: una guía práctica para psicoterapeutas.


N. del T.
I
Un guía espiritual para cada época
1. Curadores, médicos y guías
En mi oficio u hosco arte...
Dylan T homas

Siempre ha sido cierto que, al buscar consejo, la


mayoría ha dependido de la minoría. En cada época,
en cada sitio, siempre existe una minoría creativa 1 a
la que recurren los demás a la búsqueda de lide
razgo, consejo, aliento, comprensión o belleza. Las
respuestas pueden cambiar, sólo las preguntas son
eternas. Esos pocos que guían están ante los muchos,
no como los portadores ideales de verdades eternas,
sino simplemente como los miembros más extraordi
nariamente humanos de la comunidad.
Los hombres difieren entre sí en cada sociedad.
Y ciertamente difieren aún más radicalmente de una
cultura a otra. Sin embargo, ciertos aspectos de la
condición humana siguen siendo comunes a todos. En
un último análisis, quizá seamos más similares que
diferentes.
Cada persona inicia la vida indefensa y necesitada
de cuidados y debe encontrar su lugar en la familia o
grupo del que depende para su supervivencia. Cada
uno desarrolla capacidades para lidiar con el medio
ambiente físico y con la demás gente. Cada uno crea
su identidad en la infancia sólo para enfrentarse con
los numerosos impulsos y despertares sexuales de la
pubertad. Luego sobreviene la lucha a través de los
cambios de la adolescencia para que el niño se con­
vierta en adulto.
Los roles del adulto y las exigencias para obtener
el éxito deben ser afrontados. Los placeres y penas de
noviazgos y casamiento; la procreación, cría, y aleja­
miento de los hijos, y el eventual ocaso del sexo y la
vitalidad, todo esto debe ser afrontado. Y finalmente,
se debe afrontar la muerte, la muerte de los seres ama­
dos y de los enemigos, y, en el fondo, la siempre pre­
sente inevitabilidad de la propia muerte.
En un mudo reconocimiento de las tormentas que
acompañan a estas crisis, la cultura provee institucio­
nes, rituales y agentes para ayudar a los individuos
en estas transiciones, para ayudar el pasaje. El psi-
coterapeuta es el agente occidental contemporáneo que
ayuda a otros hombres en medio de esas luchas o en
la infelicidad que provoca el fracaso de encontrar so­
luciones satisfactorias a crisis humanas tan normales.
Un guía espiritual que ayuda a los demás a pasar
de una fase de la vida a otra, a veces es denominado
«guru». Es un tipo especial de maestro, un maestro
en los ritos de iniciación. El guru aparece para intro­
ducir a sus discípulos en nuevas experiencias, a niveles
más elevados de comprensión espiritual, a mayores
verdades. Quizá lo que realmente hace es darles la li­
bertad que llega de aceptar su situación humana im­
perfecta y finita. Para mí, la declaración más convin­
cente de Sigmund Freud de lo que debe hacer un psi
coterapeuta por su paciente fue la siguiente: Sin duda,
al destino le resultaría más fácil que a mí aliviaros
de vuestra enfermedad, pero podéis estar convencidos
de que se habrá ganado mucho si logramos transfor­
mar vuestra miseria histérica en una general infeli
cidad.2
Sea lo que fuere lo que proporciona el guru, lo
puede ofrecer de mil maneras. Puede ser un curandero
mágico, un guía espiritual, un maestro, un sabio o un
profeta. Todas estas manifestaciones tienen en común
que cada una es una elección para actuar como agente
de cambio positivo, de crecimiento y de desarrollo
personal. Cada una intenta ayudar a los sufrientes de
enfermedad, mal, ignorancia o quizá simplemente de
juventud. Cada una es importante por el hecho de que
es eficaz para las necesidades del tiempo y lugar en
que aparece.
El guru es capaz de penetrar en la vanidad de
la sabiduría convencional del grupo. Comprende que
la razón, las leyes y costumbres del momento sólo
ofrecen la ilusión de la certidumbre. La gente puede
creer que lo que se les enseña que «se debe hacer» o
«no se debe hacer» constituye algo real. El guru puede
ver que estas formalidades no son más que juegos.
Después de haber pasado él entre vosotros, descubri
réis que se hundió bajo vuestra sabiduría como una
piedra.3
El suyo es el lenguaje de la profecía: no de un
futuro fatídicamente fijo que se puede predecir, sino
de una comprensión de lo que es el hombre, de dónde
ha estado y a dónde va el hombre. Sabe que un hom­
bre no puede escapar de sí mismo sin destruirse. Úni
camente enfrentándose a sus miedos, a veces con la
ayuda del guru, puede convertirse en lo que es y rea­
lizar lo que puede.
En mitos y leyendas siempre ha sido claro que
escaparse de una profecía es hacerla realidad. Le suce­
dió a Edipo. Antes de nacer, su padre Layo se casó
con Yocasta y se le advirtió que moriría a manos de
su propio hijo. A fin de evitar la profecía del oráculo,
Layo no tuvo relaciones con Yocasta hasta que la
poseyó una vez mientras bebía para olvidar su lujuria.
Ordenó a Yocasta que destruyera al niño en cuanto
naciera, pero ella sintió que no podía hacerlo y lo
entregó a una sirvienta que dejaría morir a Edipo en
la intemperie de la montaña. El niño fue encontrado
por un pastor del rey Polibus de Corinto y el rey crió
al niño como a su propio hijo.
Cuando Edipo creció, temió ser ilegítimo y recurrió
al oráculo para averiguarlo. El oráculo profetizó que
regresaría a su hogar, asesinaría a su padre y se casa
ría con su madre. Horrorizado por la profecía, Edipo
huyó pues creía que Corinto era su único hogar. Por
supuesto, es en este viaje de huida de la profecía,
cuando conoce y mata a Layo (sin saber que es su
padre) y luego conoce y se casa con Yocasta (sin saber
que era la viuda de Layo y su propia madre).
El guru, sea cual sea sus manifestación en diferen
tes épocas y lugares, siempre es aquel miembro de la
comunidad que entiende el lenguaje olvidado4 del mito
y el sueño. Los mitos representan la sabiduría popular
del mundo. Aparecen en cada cultura y retienen sus
cualidades de asombro siglos después de su aparición
en épocas y sitios en que los hombres ya no «creen»
en ellos. La razón es que hablan de experiencias fun
damentales, experiencias que suceden a todos los hom­
bres en todos los sitios.
Si el mito es la expresión exterior de las luchas,
alegrías y ambigüedades básicas de la condición hu­
mana, entonces el sueño es su voz interior. Puede ser
que de acuerdo a las normas de cualquier conjunto
de convenciones sociales, somos menos razonables y
decentes en nuestros sueños, pero... también somos
más inteligentes, más sabios y capaces de mejor juicio
cuando dormimos que cuando estamos despiertos.5
Éste es el conocimiento por metáforas que el guru
nos puede enseñar, el confiar en lo intuitivo. Aquí el
sueño es el mejor juicio del hombre, impoluto por la
razón y los convencionalismos. El modo en que el
guru comprende el mito y el sueño pueden aclararse
más contrastado este tipo de comprensión con la com­
prensión psicoanalítica freudiana del sueño.
Para Freud, el sueño (y el mito) era un medio por
el cual el individuo podía evitar la interrupción del
sueño físico o la paz. Por ejemplo, si el reloj desper­
tador empieza a sonar y en ese momento empezamos
a soñar con campanas de iglesias que suenan a la
distancia, cubrimos el sonido irritante para entrar en
una agradable fantasía en la que no necesitamos per­
turbar nuestro descanso. O si, durante la noche, nos
aparece algún impulso preocupante en el inconsciente,
lo disfrazamos de figura onírica a la que no nos es
necesario reconocer. Unicamente si el disfraz no es su­
ficiente, nos despertamos con terror de lo que enton
ces llamamos pesadilla.
El analista ortodoxo puede entonces ayudar al pa­
ciente, de cuyos sueños él ha sido informado, para
enseñarle qué símbolos universales y qué asociaciones
personales constituyen esos sueños. Poco a poco, el
analista y el paciente pueden «traducir» el sueño. Por
contraste, el guru , si tiene el don suficiente, lee la his­
toria como cualquiera que sea bilingüe. No traduce,
comprende. Enseña la comprensión directa, la sabi­
duría de pensar una vez más en el lenguaje olvidado
de los mitos y los sueños.
Entre los mejores curadores, maestros y guías están
aquellos que se pueden describir como «carismáticos».
Tener carisma es poseer el don de la paz. El origen
griego de la palabra se relaciona con las Gracias de la
mitología, esas amorosas diosas del talento que llevaban
alegría, brillo y belleza a las vidas de los hombres.
Aun hoy, el carisma puede ser definido como un don
gratuito o favor... una gracia o un talento.6 A través
del tiempo han aparecido otros matices de signifi­
cado que han aclarado aún más lo que es ser un
gura idóneo.
El término carisma tuvo un significado religioso
cuando apareció en las tempranas versiones griegas
del Nuevo Testamento. Allí, cuando Pablo habla sobre
los dones espirituales,7 ya no está hablando en térmi­
nos griegos relativos al talento musical o artístico.
Habla de esos dones de Dios como profecías, compren­
sión de los misterios, realización de milagros, dominio
de las lenguas y don de la curación. Pero, añadió
Pablo, lo que les da significado a esos dones no es la
mera maravilla, sino cómo son utilizados para ayudar
a otros hombres. Por eso dice: Y teniendo el don de
profecía y conociendo todos los misterios y todas las
ciencias, y tanta fe que trasladase los montes, si no
tengo caridad, no soy nada.8
Entonces no es suficiente que un gura sea un mago
eficaz. Sus talentos no pueden ser usados simplemente
como una celebración de sus poderes por más admira­
bles que estos sean. Sus dones sólo encuentran signi-
ficado cuando son utilizados al servicio de ofrecer una
oportunidad a otro. De otra manera, habla a Dios, no
a los hombres.9
Max Weber introdujo un significado sociológico en
el concepto cuando desarrolló su imagen de valor neu­
tral de esos hombres extraordinarios. Delineó tres ba­
ses para esa autoridad que caracteriza al liderazgo en
una comunidad.10 Éstas incluyen la tradicional, carac­
terizada por dominación... patriarcal; la burocrática,
una definición legalista de la autoridad; y finalmente,
la carismática.
La dirección carismática siempre está por encima
de las otras dos bases porque es «ajena a toda norma
y tradición».11 El líder carismático llega al poder como
alguien a quien los demás se someten porque creen en
sus extraordinarios dones personales. Puede ser un pro­
feta, un chamán, un mago o incluso el líder de una
cacería.* Sus seguidores creen que tiene cualidades
superiores a las de los otros hombres, cualidades que
en el pasado eran valoradas como sobrenaturales.
No importa que estas extraordinarias cualidades del
líder carismático sean reales, supuestas o conjetura­
les. Tal líder aparece cuando el pueblo necesita, en
una época en que se debe desafiar el antiguo orden,
y cuando él tiene razón en oponerse a los poderes tra­
dicionales. Esto ocurre, tal como yo lo veo, en una
situación en la cual el orden establecido reprime cua­
lidades espirituales humanas fundamentales en el pue­
blo al que originalmente ese mismo orden había ser
vido. Él lanza su carisma personal contra la dignidad
consagrada por la tradición, a fin de romper su poder
o forzarlo a ponerse a su servicio.12
Como Jesús, puede venir a restaurar la Ley, pero
Jo hace destruyéndola con una reinterpretación revo­
lucionaria. Recuérdese que, en el Sermón de la Mon­
taña, Jesús señaló al pueblo: ¡No penséis que he venido
a abrogar la Ley o los Profetas!13 Sin embargo, cada
vez que invocaba la Ley, decía; Habéis oído que se dijo

* Para mayor información bibliográfica, véase notas de


capítulos al final. N. del T.
a los antiguos...14 y terminaba cambiando la Ley con
sus invocaciones pero yo os digo...15
Según Max Weber, Jos líderes carismáticos aparecen
en tiempos de cambio social. Sus seguidores les apo­
yan con una devoción que nace de la aflicción y del
entusiasmo.18 En consecuencia, no sugiero que todos
los gurus idóneos también tengan el papel de líder
revolucionario. No obstante, tal vez cada uno de ellos
a su manera puede ayudar a liberarse a la gente que
él guía. Puede liberarles de tomar en serio los juegos
legalistas de los convencionalismos burocráticos. Asi­
mismo, puede ayudarles a ver que no es necesario que
el dominio patriarcal del tradicionalismo enceguezca
a un hombre adulto.
Ciertamente, la propia libertad del guru inspira a
ser libres a los demás y puede señalarles el camino a
seguir. Una de las fuentes de carisma ha sido descrita
como surgida de la aparente imposibilidad de predecir
el comportamiento del líder y su supuesta indiferen
cia a los más terribles obstáculos y peligros. Esta com­
binación de arbitrariedad impredecible y de inocente
carencia de miedo es muy similar a la espontaneidad
inocente del niño...17
En mi propia experiencia con virtuosos gurus de
la psicoterapia, los carismáticos, esas impresiones son
frecuentes. Me parece que la cualidad central de esta
espontaneidad es que un hombre de esas característi­
cas confía en sí mismo. No se trata tanto de que actúe
de maneras que son inaccesibles a los demás (o a tera­
peutas menores). En cambio, parece como si tuviera
superada cualquier preocupación respecto a lo que está
haciendo. Sin esperar ya no temer, o estar seguro o
ser perfecto, se entrega a ser lo que realmente es en
ese momento. Acepta sus miedos, vive con sus incerti­
dumbres, encuentra suficiente su imperfección.
Despreocupado de ser más de lo que en cualquier
momento determinado y satisfecho de poder hacer lo
que está haciendo, es capaz de hacer más de lo que
podría si estuviera distraído por cuestiones de lo bien
o mal que lo estaba haciendo. Por supuesto, los discí­
pulos de semejante hombre se sienten abrumados al
principio por la diferencia entre su supuesta confianza
y poderío, por un lado, y la propia indefensión y falta
de adecuación, por la otra. El guru entonces trata de
ayudar a sus seguidores a ver que no hay diferencia
alguna entre ellos, salvo que el acólito se disminuye
a sí mismo para dar poder al guru. El seguidor man
tiene el desequilibrio para evitar la terrible responsa­
bilidad de ser igual a todos los demás en el mundo y
estar absolutamente a solas, al tiempo que retiene la
esperanza de que el guru se haga cargo de él. Para con
servar su propia libertad, el guru debe tratar de libe
rar al discípulo de sí mismo.
Algunos temen que el liderazgo carismático pueda
ser una engañosa manipulación y, a la larga, algo im­
personal y autoritario. Ven al seguidor carismático
siempre en posesión de una orientación dependiente y
segura, nacida de una identificación jamás resuelta con
el líder, culminada en la devoción ciega y desesperan­
zada de alguien que nunca será libre.
Por supuesto, cualquier forma de poder personal
está sujeta al abuso. La confianza de los demás es
una responsabilidad justamente porque existe la ten
tación de explotarla. Algunos gurus son corruptos y
los que no lo son pueden corromperse. Con el tiempo,
cualquier forma de ayuda que funcione finalmente se
corrompe. Cada tipo de guru sólo puede ser eficaz du
rante un tiempo y situación determinados. El éxito
de toda clase de gurus idóneos inevitablemente con
tiene las semillas de su propio fracaso. Como el roble
que cayó en la bellotas de Dylan Thomas,18 cada prin
cipio implica ya el movimiento hacia el fin. La podre­
dumbre es la otra cara del crecimiento.
Hasta el punto en que cada guru es eficaz, hasta
ese mismo punto llegan sus esfuerzos y allí quedan
expuestos al proceso de la corrupción. En muchos ca­
sos, puede ser verdad que para convertirse en guru,
un hombre debe superar sus vicios y deseos menores.
Pero al mismo tiempo, también puede ser que para
llegar a guru sea necesario que él viva con el mayor
de los deseos la continua tentación de la arrogancia.
Y si un guru en especial no llega a corromperse ínti-
mamente, entonces seguramente su éxito probará ser
una carga demasiado pesada para quienes Je sucedan
en cualquier forma de liderazgo espiritual que él haya
encarnado.
Hay muchas fuentes de corrupción que amenazan
al guru de éxito y a los discípulos que luego ocupan
su lugar. Entre otras, se incluye la posibilidad de ins­
titucionalizarse en una sociedad más numerosa, de ser
deificado por los propios seguidores o de ser tentado
por Ja propia arrogancia a una autoelevación personal.
Los significados que el guru ha traído a sus discípulos
pueden quedar diluidos por una vacía imitación ritua­
lista. Sus metáforas pueden quedar entronizadas por
aquellos que heredan su báculo en las sucesivas gene­
raciones, extendiendo de ese modo la forma de sus
enseñanzas pero sin su substancia.
No obstante, no hay nada que dure. ¿Por qué, en­
tonces, debemos esperar más de aquellos a quienes
nos dirigimos en ¡busca de guía que de lo que nosotros
somos capaces de hacer? En este mundo ambiguo, he­
cho como está de momentos, fragmentos, trozos y
piezas, debemos aprender a tomar el amor donde­
quiera le hallemos. Y entonces, debemos aprender a
sufrir su paso, de modo de que podamos hacer llegar
el próximo momento.
2. El adiestramiento del guru contemporáneo
...todas las virtudes fatales
Dylan T homas

- Una vez que comprendemos que un guru no es de


ninguna manera simplemente un técnico altamente ca­
pacitado, ¿cómo podemos entonces adiestrar a uno
de ellos? Ser guru es tener gracia en el modo, pode­
rosa presencia personal, espíritu de libertad interior e
imaginación creativa e inspiradora. ¿Cómo vamos a
enseñar esas cualidades y cómo se las puede apren­
der? ¿Qué puede significar todo esto para el guru con
temporáneo? ¿Y los actuales psicoterapeutas, ya sean
psiquiatras, psicólogos clínicos, asistentes sociales psi­
quiátricos o consejeros pastorales? Además, el obje
tivo de sus respectivas preparaciones educacionales es
impartir adiestramiento especializado y experto (en
vez de) despertar carismas... cualidades heroicas o
dones mágicos.1
Consideremos los actuales caminos abiertos a quie­
nes quieren ofrecer su ayuda a gente problematizada.
En nuestro tiempo, esas ayudas toman a menudo el
nombre de psicoterapia. Las rutas formales para su
práctica son varios tipos de adiestramiento académico,
prescrito por ciertos tipos de escuelas profesionales.
Si un joven aspira a esa especie de actividad que
tiene el más elevado status social y que le puede re­
portar el mayor beneficio económico, debe asistir a
la facultad de medicina. Allí se convertirá en un «doc­
tor», un curador de «pacientes» que sufren de «enfer
medades mentales». Se espera que su subsecuente re­
sidencia psiquiátrica le ayude a superar el ser un «cu­
rador de enfermedades». Tal adiestramiento especiali­
zado deberá hacer que se acepte como un ser humano
en lucha, dispuesto a colaborar en las luchas de los
demás.
Por desgracia, esto no es normalmente el caso. En
cambio, la impersonalidad clínica queda agudizada por
la tarea imposible de tener que tratar demasiada gente
en demasiado poco tiempo, dentro del marco letal de
la institución monolítica y empresarial que es un hos­
pital mental. Emergerá como «psiquiatra», pero tendrá
que encontrar algún otro camino para la sabiduría si
quiere ser capaz de superar las actitudes dominantes
engendradas por su adiestramiento profesional.
Otra opción abierta a un aspirante a guru puede ser
tratar de obtener un doctorado en psicología clínica.
No es presumible que este sendero termine haciéndole
ganar mucho dinero o mucho prestigio social, pero se
presenta como una empresa más puramente científica
que los estudios de medicina.
El entrenamiento práctico del psicólogo clínico a
menudo estimula una actitud de distanciamiento cien
tífico, el interés en teorizar con modelos abstractos
acerca de lo que es el comportamiento humano, y la
interposición de instrumentos clínicos (tests) entre el
psicólogo y el paciente. Asimismo, el psicólogo clínico
debe encontrar una forma de superar su educación si
alguna vez va a ayudar a otra gente a encontrarse a sí
misma y a resolver sus problemas personales.
Una tercera alternativa para el posible guru es la
profesión de asistente social psiquiátrico. El adiestra­
miento de los asistentes sociales tiene como objetivo
el preparar profesionales que están entrenados para
aliviar problemas sociales y que pretenderán hablar
en nombre de los «sin voz». Sin embargo, en parte
la asistencia social proviene de una tradición aristocrá­
tica y de dominio de Jas damas ricas y muy a menudo
termina como una forma de agencia gubernamental
de administración de casos. Los asistentes sociales son
entrenados para que «capaciten» a sus pacientes a rea­
lizar sus propias aspiraciones, pero el entrenamiento
incluye «selecciones» en agencias cuyas estructuras,
junto con la frecuente presión de demasiados casos
pendientes, hace que el asistente social tenga que decir
«lo que es mejor» para el cliente.
Es verdad que hay líneas de supervisión claras y
de confiar en el entrenamiento y práctica de la asis­
tencia social. De cualquier modo el asistente social
psiquiátrico a menudo está preparado de forma dife-
rente, no mejor, para hacer psicoterapia que los psi
quiatras o psicólogos clínicos al término de sus es­
tudios.
Aquellos que aspiran a una plaza de guru a partir
del entrenamiento en un seminario religioso están en
una posición algo distinta de los practicantes de las
otras tres profesiones. Muchos clérigos que terminan
haciendo psicoterapia, llegan a ese punto debido a una
creciente insatisfacción ante la desesperanza y desam­
paro en el que se desarrolla su trabajo parroquial.
Su entrenamiento para el ministerio parroquial, tan
diverso como es, aún fomenta ciertas actitudes ecle­
siásticas tradicionales, maneras de sentir y de actuar
que son antiéticas con respecto a una eficaz actuación
en un rol terapéutico. El impulso clerical a salvar
almas les inclina a conducir operaciones de rescate
que no facilitan el desarrollo de la gente emocional­
mente conflictuada, a la que el clérigo pretende ayudar.
El ser útil en sí, en lugar de simplemente estar con la
otra persona con la esperanza de que tenga una expe­
riencia útil, puede dar como resultado el fijar objeti­
vos que esa persona tendría que fijarse por sí misma.
Hay demasiada presión para que el clérigo sea «bue­
no», lo que a menudo termina con la negación del mal
en sí mismo; con la insistencia en ser «generoso» y
una indisposición general a luchar abiertamente por lo
que se pretende. Si bien su adiestramiento fomenta
la preocupación por el afligido y una disposición a la
entrega de sí mismo, esto limita su capacidad de ofre
cer un modelo de autoaceptación y de libertad de
expresión a aquellos a quienes aconseja.
Con frecuencia, estos hombres se vuelcan a la vieja/
nueva profesión pastoral de aconsejar y guiar, inmer­
sos en la atmósfera decadente y superficial de la ins­
titución social de la iglesia contemporánea. Llegan in­
cluso a tener su nuevo papel en el contexto de la prác­
tica privada, pero trabajan en una frontera ensombre­
cida, a veces negando que lo que practican sea psico­
terapia y aceptando humildemente que en el campo
profesional competitivo no son más que «consejeros».
Cuando se examinan sus actitudes acerca de su
trabajo, éstas resultan ser una confusa y desorientada
amalgama. Se parecen al «juicio médico» de los psi
quiatras. No obstante, terminan creyendo, en secreto,
que sólo ellos, los consejeros pastorales, participan
en un vínculo verdaderamente profundo con los clien­
tes, pacientes o almas atormentadas; sólo ellos pueden
lidiar con asuntos de «importancia definitiva».
Al igual que el psiquiatra, el psicólogo clínico y
el asistente social psiquiátrico, el clérigo no sólo debe
sobrevivir su adiestramiento, sino también trascenderlo
si quiere llegar a ser un guía espiritual responsable
que sabe lo que está haciendo. También el clérigo
debe buscar un camino de iluminación, para dejar de
lado lo que le han enseñado y aprender lo que simple­
mente no puede ser enseñado.
Cada uno ha tomado un camino distinto hacia el
objetivo común de acceder a una posición desde la
cual sea posible ayudar a los demás a crecer, a ser
íntegros, a ser libres. Sin embargo, cada uno descubre
que elegir un camino específico significa superar un
conjunto particular de experiencias prescritas de en­
trenamiento. Estos distintos adiestramientos son obli­
gatorios para conseguir las credenciales que exige la
ley o la tradición antes de que se le permita ayudar a
los demás. El entrenamiento hace obtener un título
oficial de guru en un oficio determinado, bajo cuya
cobertura el aspirante podrá convertirse en guru: el
carnet profesional del médico, el ordenamiento de
sacerdotes o el título que a cualquiera de ellos le es
imprescindible.
Irónicamente, el elaborado entrenamiento para ca­
pacitarle es lo que más inconvenientes le acarrea cuan­
do trata de ser un auténtico guía personal de otra per­
sona. Los estudios psiquiátricos crean una actitud clí­
nica y empresarial hacia los «pacientes». La psicología
clínica fomenta un examen objetivo y distante de los
«sujetos». Los asistentes sociales psiquiátricos a me­
nudo terminan siendo sentimentales y paternalistas
con los «casos» que ellos una vez pensaron solucionar.
Por último, los seminarios tienden a producir dema­
siados clérigos que se sacrificarían para salvar las
«almas perdidas» a las que deben servir co m o ‘pas
tores.
¿Qué hacer entonces? Si un hombre desea ayudar
a otros seres con problemas, en este momento los prin­
cipales canales que le están abiertos son la psiquiatría,
la psicología clínica, la asistencia social psiquiátrica y
el ministerio religioso. Cada uno de estos caminos da
la oportunidad de asumir el rol de asistente personal;
pero, paradójicamente, todos crean actitudes que limi­
tan la capacidad de satisfacer ese rol.
De modo que los aspectos más importantes del
desarrollo de un psicoterapeuta tienen lugar fuera del
contexto de su entrenamiento académico profesional,
teniendo más que ver con sus sufrimientos, placeres,
riesgos y aventuras personales. En la soledad, y más
tarde en la compañía de alguien que ya es guru, debe
luchar contra sus propios demonios e intentar liberarse
de ellos.
Para un psicoterapeuta contemporáneo esos acon­
tecimientos deben ocurrir en una variedad de diferen­
tes sitios y acondicionamientos. Debe luchar a solas,
así como en compañía de otras personas importantes
para él, con las alegrías y los dolores de su propia
vida personal. Como paciente en su propia experiencia
terapéutica, debe descubrir con su analista las maneras
en que se compromete a sí mismo. Cuando comienza
a asumir el rol de analista de sus primeros pacientes
propios, debe estar supervisado. Entonces, no simple­
mente aprende técnicas, sino que mantiene encuentros
con su supervisor de una manera tan abierta e íntima
que su significado le resultará inolvidable. Esta expe­
riencia le hará asumir la presencia personal de sus
propios pacientes supervisados, de modo que a partir
de entonces le resultará muy difícil olvidar que en
toda terapia no hay nadie más que nosotros; es decir,
gente.
La psicoterapia es simplemente el nombre actual
para una actividad que ha estado llevándose a cabo
entre los hombres desde que alguien descubriera por
primera vez que podía hacerse cargo del sufrimiento
de otros, y que esta persona estaría dispuesta a expo
nerse al dolor de los demás a fin de tratar de pro­
porcionar ayuda y alivio. La naturaleza de estos es
fuerzos por ayudar que se han sucedido desde ese mo­
mento, son tan ambiguos y excitantes como calidoscópicos
. Esta condición de vida libre, de cambio cons­
tante y a la vez de no cambio de un hombre que asu­
me la responsabilidad de ayudar y guiar a los demás,
está amenazada por la presión de los opresivos ideales
modernos del progreso y de la certidumbre objetiva.
Los psicoanalistas freudianos nos enseñaron mucho
acerca de los objetivos desconocidos que guian las
acciones de los hombres; pero nos prometieron expli­
carlo todo, y acabaron por no explicar nada. Los super­
ficiales mitos del psicoanálisis nos dicen que todos
nuestros logros atesorados no son más que sublima
ciones de inaceptables necesidades infantiles. El psi­
coanálisis nos ha enseñado que el verdadero significado
de nuestras vidas tiene poco que ver con las maneras
con que vivimos nuestras experiencias en el mundo.
En cambio, esas cosas sólo son conocidas por los ini­
ciados que leen los símbolos del Inconsciente, símbo­
los que están profundamente soterrados en el pasado.
El psicoanálisis ha sido descrito satíricamente como
una situación en la que el psicoanalista siempre va por
delante del paciente. Se requieren muchas maniobras,
tanto bastas como sutiles para mantener esta recipro­
cidad de posiciones superior e inferior. Por definición
la relación es una en la que el paciente insiste en que
el analista esté por delante, mientras trata desespera­
damente de sobrepasarlo, y el analista insiste en que
el paciente debe seguir detrás a fin de ayudarle a apren
der a pasar adelante?
Al principio se establece este equilibrio debido a
que el paciente busca voluntariamente la asistencia
del analista, yendo a verlo a conveniencia del profesio­
nal, y pagándole grandes sumas de dinero. El paciente
debe echarse en posición supina en un diván mientras
el analista está libre de sentarse por encima o por
detrás de él o desde donde lo pueda observar sin que
el paciente pueda hacerlo con él. El paciente debe
decir todo lo que le viene a la mente, por más irra-
cional, fuera de lugar, o duro que sea. El analista no
necesita decir nada, y por lo general no lo hace.
Lo que es más, acuerdan que el paciente no sabe
realmente lo que está hablando, ni que está motivado
por impulsos inconscientes, y que el analista sabe más
de esos asuntos que el paciente. La reacciones del ana­
lista con respecto al paciente son «interpretaciones»
o verdades. Las respuestas del paciente al analista, por
contraste, son fragmentos de «transferencias» o fan­
tasías. Obviamente el paciente sólo tiene una manera
de compensar este desequilibrio de uno por delante
y otro por detrás. La reacción sana y madura sería
levantarse del diván, dar un portazo y no volver jamás.
Esto tarda 5 años en producirse. Se lo denomina una
cura.
Aparte del psicoanálisis hay un segundo enfoque
contemporáneo para ayudar a la gente en sus proble­
mas personales. Se trata del método de la terapia con-
ductista, una manera de tratar a la gente en términos
científicos, dentro de la cual el comportamiento humano
es considerado como legislable, previsible y contro
lable. Por más eficacia que haya demostrado este en­
foque en cambiar problemas limitados de comporta­
miento, a menudo intratables (como por ejemplo ha­
cerse pis en la cama), se lo debe considerar teniendo
en cuenta su peligro: una élite de empresarios cien­
tíficos que nos programen para que nos comportemos
previsiblemente de formas que sean buenas para todos.
Su adhesión a una neutralidad moral y política, se
convierte, en efecto, en un medio de desviar la aten
ción de los grandes males sociales, y de hecho se los
usa —o se los usaría si funcionaran— para la ingenie­
ría bélica y social, para la manipulación de la gente a
fin de lograr los propósitos político-económico del
poder.3
Enfrentado a todo esto, uno bien se podría pregun­
tar qué sucede con la relación personal entre analista
y analizado, la relación que mediatiza el impacto del
guru de la terapia conductista en su discípulo. La ima
gen se aclara cuando la describe uno de sus practi­
cantes: El terapeuta, como la variable central de la
situación terapéutica, es una «máquina social de re­
fuerzo», programada (sic) por su entrenamiento y ex­
periencia previas... para influenciar la probabilidad de
cambio selectivo de comportamiento en el paciente.4
Existe una alternativa viable al esoterismo paterna­
lista del psicoanálisis, por un lado, y a la programación
deshumanizada de la terapia behaviorista, por otro.
Esta alternativa es la «Tercera Fuerza», la psicología
humanista. Esta Tercera Fuerza está compuesta por
gurus nada dispuestos a sacrificar lo que ellos consi
deran que es fundamentalmente humano. No hacen
ofrendas al altar freudiano de la psicopatología ni al
templo conductista de la Ciencia.
Los psicólogos humanistas responden al psicoaná­
lisis renunciando a la mente cerrada en pro de la
expansión mental. Su respuesta a los terapeutas con-
ductistas es una negación a aceptar la supuesta certeza
de un envasado computarizado de la vida, en vez de
elegir la liberación ante el automatismo. La Tercera
Fuerza ha reclamado los valores humanos que los otros
dos enfoques tienden a ignorar o a disminuir de im­
portancia; como, por ejemplo, la autenticidad, la ima
ginación, el amor o la alegría.
El guru de la Tercera Fuerza, el analista humanista,
se relaciona con el hombre a quien intenta ayudar
como un ser humano que corre los mismos riesgos
que su paciente. Un terapeuta con esa devoción per­
sonal a su trabajo describe de esta manera estupenda
su aventura terapéutica:
Yo manifiesto a mis pacientes que soy como una
malla de seguridad. Ellos pueden atreverse a andar de
puntillas sobre esa red de alambre, por encima de lo
desconocido, y quedarse tranquilos: incluso si su miedo
les hace resbalar y caer, lo único que les sucederá será
una serie de rebotes hasta que puedan volver a poner­
se en pie. Pero ¿y yo? A medida que dejo de lado
cada pieza gastada de la técnica y me aventuró más
lejos para descubrir los límites de mí mismo y de la
terapia, el paciente puede escandalizarse al ver que me
acerco a esas alturas, desde la otra punta de la red
de seguridad. En esas instancias, ambos podemos pre
guntarnos: «¿Quién está tendiendo la red?».5
El psicoanálisis y el conductismo sólo son erróneos
conceptos contemporáneos en la historia de una bús­
queda del hombre: la de una certidumbre eterna para
una vida que es efimera, en un mundo que es final
mente ambiguo. El psicoanálisis y el conductismo han
aparecido muy recientemente en este escenario como
los gurus contemporáneos. O quizás hasta es un poco
tarde para el psicoanalista, que se encuentra en pleno
ocaso. Sólo para el psicólogo humanista está aún
amaneciendo. Aunque, una vez que se afirme, también
le llegará su ocaso.
3. La iluminación por la metáfora
...el hombre sea mi metáfora
Dylan T homas

El antiquísimo interrogante, «¿Cómo sabemos?» ha sido


contestado en términos de tres formas básicas de co
nocimiento: podemos saber y conocer las cosas racio­
nalmente, pensando en ellas. Si parecen ser lógicamente
coherentes en sí mismas y con todo lo demás que co
nocemos, las aceptamos como verdaderas. No creemos
que sean verdaderas si nos parecen ilógicas. Una se­
gunda manera de saber es decidir las cosas empírica­
mente. En este caso, dependemos de nuestros senti­
dos y la verdad es cuestión de percibir con corrección.
La tercera forma es conocer metafóricamente. De esta
manera, no dependemos primariamente de nuestro pen­
samiento lógico ni de verificar nuestras percepciones.
Comprender metafóricamente el mundo significa que
dependemos de una asunsión intuitiva de las situacio
nes, en la que estamos abiertos a las dimensiones
simbólicas de la experiencia, abiertos a los múltiples
significados que pueden coexistir, y otorgando mati­
ces extra de significado a cada una de estas situa­
ciones.
Por supuesto, todos usamos las tres formas básicas
de conocimiento al abrirnos paso a través de las incer
tidumbres con que nos encontramos. Sin embargo, en
nuestra época, se ha dejado mucho de lado el conoci­
miento metafórico. Debido al encapsulamiento de nues
tro siglo dentro de la epistemología empírica, al hom­
bre contemporáneo le resulta difícil estar abierto al
conocimiento simbólico e intuitivo.1 Aquí sería pro
vechoso hacer una pausa a fin de considerar lo que
realmente se quiere decir con el término metáfora,
qué propósito se sirve al hablar metafóricamente y
qué importantes metáforas son especialmente idóneas
para la comprensión de lo que significa ser un guru.
Por lo general, una metáfora se define como una
manera de hablar en la que una cosa es expresada en
términos de otra, uniendo de ese modo a las dos y esta
unión arroja nueva luz en el carácter de lo que está
describiendo. Los ejemplos más simples serían oracio
nes como «María es un ángel» o «Juan tiene un cora­
zón de león». Se pueden realizar distinciones técnicas
entre la metáfora y otras figuras comparativas como
el símil o la analogía. Sin embargo, para nuestro pro­
pósito, consideramos la metáfora en el amplio sentido,
como denotadora de cualquier clase de comparación
como base del tipo de iluminación que denominamos
poética.2
Por supuesto, la utilización de metáforas no queda
de ningún modo restringido a la escritura intencional
de poesía. Se pueden usar estas figuras simplemente
para expresar algo más vivamente, con más claridad
o más memorablemente. Ciertamente, la metáfora pue­
de ser la forma más natural en algunas ocasiones. Por
ejemplo, (en) la mente del infante... todo es suave
como una madre; todo lo que llega a su alcance es
comida. Caerse, incluso en la cama, es el mismísimo
terror... Los niños mezclan sueños y realidad... cada
símbolo tiene una función tanto metafórica como li
teral.3
En las sociedades primitivas se acostumbra tam­
bién el uso de la metáfora. Para ellos el sol puede ser
la fuente de calor y de vida. En consecuencia, com­
prenden que Dios es el sol y que el sol es Dios. No
nos hagamos los superiores acerca de estas cosas sin
recordar que, en la América del siglo xx, alguna gente
cree que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre
de Cristo. Si ustedes insisten en que la religión es el
último bastión del primitivismo, recuerden también
que pueden ir a la cárcel por profanar una bandera
norteamericana, porque la bandera es el país.
Incluso los científicos sofisticados e «iluminados»
encuentran que la metáfora es una forma útil para
formular y resolver problemas. Los biólogos postulan
un código genético, implicando que las semillas orgá­
nicas de la vida humana comparten las características
de algún sistema secreto de comunicación (que luego
puede ser decodificado y comprendido).4
El apoyo a la idea de que la metáfora es un aspecto
fundamental de la experiencia humana no se limita a
las reacciones que se encuentran en los niños y los se­
res primitivos. La metáfora es la ley de crecimiento
de toda semántica. No se trata de un desarrollo, sino
de un principio... los productos más básicos y espon­
táneos de la mente humana son fantasías delirante
mente metafóricas que a menudo carecen de todo sen­
tido: me refiero al simbolismo desenfrenado de los
sueños.5
Comenzando por las fotos en la cabeza,6 quizá se
puede decir que todo pensamiento tiene aspectos me­
tafóricos porque la metáfora es la fuente de toda gene
ralidad.7 Y se intuye un atisbo de verdad en la aseve­
ración de que las ideas genuinamente nuevas... por lo
general tienen que penetrar en la mente a través de
alguna metáfora grande y asombrosa.8
En todo esto, me gustaría tener cuidado de no ale
jarme del uso de la metáfora que es genuina, inten
cional y creativamente poético. Por más que me alegre
el hecho de que la metáfora hace de la vida una aven­
tura de comprensión 9 para todos nosotros, estoy espe­
cialmente agradecido a aquellos poetas que la usan
para sintonizar mis oídos, para dar nueva luz a mis
ojos, para volver a despertar mi alma. Este capítulo
empieza con una cita del cantor galés de las palabras,
Dylan Thomas. Dice una verdad crucial para toda su
poesía cuando expresa, el hombre sea mi metáfora,10
porque él escribió en términos de las preocupaciones
fundamentales del hombre. Creó música y se destruyó
a sí mismo. Dylan es la humanidad.
Sus temas básicos son las grandes polaridades: el
nacimiento y la muerte, el sexo y la violencia, el creci­
miento y el decaimiento. En un poema maravillosa­
mente alegre y triste, lujurioso y amargo titulado «La­
mento» 11 un sátiro desvergonzadamente obsceno, ahora
envejecido, habla de su vida y la describe con ironía,
gusto y humor negro. Este viejo cabrón, «ahora» una
oveja negra con un asta plegada, está muriendo de
mujeres... muriendo de brujas... muriendo de desco­
nocidos.
En la otra punta del espectro, Dylan puede ofrecer
metáforas tan tiernas que todos ganamos capacidad
de amor después de haberlas leído. Un ejemplo sería
su descripción de unos jovenzuelos novilleros jugan­
do: los chicos salvajes e inocentes como fresas.12
Hace mucho tiempo, Paracelso escribió que un guru
no tenía que contar la verdad desnuda. Debe utilizar
imágenes, alegorías, figuras, lenguaje maravilloso (sic)
u otras fórmulas indirectas y secretas.13 Es un buen
consejo todavía. Es verdad que la metáfora orienta la
mente hacia la libertad y la novedad... estimula... una
osada (y) pura alegría.14 Pero más que eso, ofrece una
clase de visión y de verdad inaccesible a la manipula­
ción de las computadoras bancarias.
A fin de estar segura y de ser «científica», la psico
logía moderna ha dejado a un lado mucha de la sabi
duría de miles de años de la lucha del hombre por
comprenderse a sí mismo, por estar con los demás,
por encontrarle sentido a su vida. Ha negado lo inme­
diato de la experiencia de cada hombre, su encuentro
con la atmósfera, y ha reducido a un punto irrecono­
cible las preocupaciones que más humanizan al hom­
bre. La psicología moderna ha perdido la visión de la
vida y del crecimiento en aras de la psicopatología y
de los reflejos condicionados.
Algunos hombres nos pueden hacer regresar a no­
sotros mismos e ir más allá de nosotros mismos. ¿Quién
nos guía en este viaje? No podemos avanzar en esta
búsqueda sin un retorno a la metáfora, sin volver a
comprometernos con la experiencia intuitiva y subje­
tiva. Tal vez esto no sea mensurable, pero es la me­
dida de nuestra humanidad. Debemos transformar
nuestro modo de pensar en los problemas, nuestro
mismo modo de percibir y sentir las cosas. El cambio
que necesitamos es cambiar de la imitación a la expe
riencia, y del espejo a... la lámpara.15 Al volver a incluir
a nuestro propio ser, llegaremos al mundo y a noso
tros mismos y a cada uno como exploradores a una
nueva tierra. El asombro estará de vuelta con nosotros
y debemos vivir con él hasta que el mundo se trans­
forme en un acontecimiento humano.16
II
U n encantamiento de metáforas
4. Metáforas de la religión primitiva

El curandero

Los pueblos primitivos saben que si hay un presente


maléfico o doliente, esto se debe a que alguien lo ha
provocado. Nada sale de la nada. La causa es un con­
cepto impersonal del hombre moderno. La culpa es
la experiencia básica en aquellos que pueden ver que
algo anda mal. Cuando fracasa una cosecha o una
cacería, o alguien se enferma misteriosamente y mue­
re, es hora de descubrir qué ha provocado tal des
gracia. En esas ocasiones, la gente de la tribu recurre
al curandero para que les ayude.
El mal ha sido causado por los espíritu malignos
o por sombras ancestrales, por brujos o brujas. Estos
seres poderosos no provocan el mal sin alguna razón.
A veces se debe a que alguien no ha cumplido cabal­
mente con el ritual o quizás otro no ha ofrecido sufi­
cientes sacrificios en los altares del poblado. D,e ser
así, aquellos con el poder suficiente le echan un em­
brujamiento como castigo por su negligencia. Estos
embrujamientos pueden ir de la terrible pérdida de
un hijo recién nacido a horrorosas pesadillas, o in
cluso simples dolores de estómago. La gente de la
tribu cree que esas calamidades mágicas, grandes o
pequeñas, sólo pueden solucionarse con la magia del
curandero.
Entre los ndembu 1 de Sud África, el curandero es
un especialista llamado chimbuki. Para esta gente, toda
enfermedad persistente o grave tiene una explicación
social. Cuando están sueltos los poderes de la bruje
ría, esto no sólo se debe a una violación del ritual o
la costumbre. Los ancestros muertos también pueden
castigar a los parientes vivos debido a que los parien­
tes no están viviendo en armonía. El conflicto social
entre los treinta y tantos hombres, mujeres y niños
que componen el poblado amenaza toda la estructura
de la vida social. Enconos solapados, celos secretos y
resentimientos pueden vérselas con serios castigos pro­
pinados por las sombras ancestrales. Cualquier invo­
lucrado puede convertirse en chivo expiatorio del gru­
po y recibir un castigo más proporcionado al con­
flicto del pueblo que a la propia falta personal. En ese
punto, la tarea del curandero es adivinar mágicamente
las causas del problema de tal manera que queden al
descubierto las luchas secretas entre los miembros del
grupo o entre facciones tribales.
Entre los ndembu, todo esto se resuelve en el
contexto del culto Ihamba. El mismo ihamba es el
incisivo central superior de un cazador muerto, un
fetiche que sirve como elemento simbólico central en
un complejo sistema de creencias y rituales. Estos
dientes contienen el poder del cazador para matar
animales; son extraídos el día de su muerte y here­
dados por los parientes correspondientes. En tiempos
de penurias, cuando se producen encantamientos, los
ihambas de los espectros ancestrales torturan a sus
víctimas mordiéndolos o clavándoseles o comiéndo­
los; es cuando van «a por carne». La víctima enferma,
sufre o puede incluso morir.
El curandero experimentado, cuando se le convoca
a adivinar (o diagnosticar) la brujería en cuestión,
empieza por estudiar todos los parentescos y las dispu­
tas faccionales del poblado al que ha sido llamado.
Aprende de los chismes de los viajeros, así como de
sus asistentes que actúan como espías e informantes,
la naturaleza de la relación existente entre Ja víctima
y el jefe de la tribu y los linajes importantes del
grupo. Luego puede preguntar con tacto a todo el
mundo acerca de las actitudes y relaciones que cons­
tituyen la matriz social en la que vive la victima. Por
supuesto, algunos tratan de darle información falsa,
pero él debe superar estos obstáculos.
Lo siguiente que hace el curandero es recolectar
medicinas secretas de una manera prescrita y prepa­
rar las ventosas de cuerno con las que debe extirpar
el fantasma ihamba del cuerpo de la víctima. La tribu
se reúne para la ceremonia; se administran las medi
cinas, se atan las ventosas al cuerpo de la víctima y
empiezan a sonar los tambores y los cantos. Todos
los presentes participan. Por desgracia, los primeros
esfuerzos no obtienen éxito; las ventosas no sacan de
inmediato al ihamba.
El curandero se dirige al grupo y hace una descrip­
ción minuciosa de la vida de la víctima y de las rela­
ciones intratribales. A fin de que el ihamba salga
rápidamente, requiere que cada miembro de la tribu
se acerque al altar del cazador y confiese todos los
resentimientos y enconos que pueda tener contra el
paciente. Es necesario que cada uno blanquée su
hígado, es decir, purifique sus intenciones con respecto
a la víctima de la brujería, de otra manera, el diente
no permitirá que se lo aprese. Por último, el paciente
también debe acercarse y reconocer públicamente cual­
quier resquemor que tenga contra sus compañeros de
la tribu.
Todo esto se lleva a cabo durante horas con un
ritmo discontinuo, lo que hace que el grupo desee libe­
rarse del encantamiento como sea y sin importar ya
lo que se confiese o se diga. Por último, vuelve a
atarse las ventosas. El canto y el baile se intensifican
a! compás de los insistentes tambores hasta que, por
fin, el ancestral ihamba, el provocador diente, es ex­
traído mágicamente.
Esto, sin duda, es gran magia. El curandero es un
hombre de prestigio y el principal enemigo de los
hechiceros. Pero a fin de vencer a los brujos, debe
poseer un poder comparable aunque dedicado al bien
de la gente. Su comprensión de las complejas interac-
ciones de la vida tribal es, por supuesto, un poder del
que se puede sentir tentado a abusar; y si se permite
ceder este poder a un enemigo, entonces él mismo se
convierte en brujo.

El sacerdote y el chamán

El dragón de los mandamientos... la ficción social de


la ley moral, ha sido liquidado por el león de auto-
descubrimiento; y el amo ruge... el león ruge; el ru­
gido del gran Chamán de los picos de las montañas,
del vacío más allá de todo horizonte y del abismo
sin fondo.2
Antes de que el hombre conociera a Dios, estaban
los chamanes. Con Dios, aparecieron sus sacerdotes.
Esta distinción entre el chamán y el sacerdote se pro­
dujo en los primeros esfuerzos del hombre por agru­
parse a fin de sobrevivir y aún se la puede hallar en
culturas primitivas que todavía perduran. El más an­
tiguo guía espiritual, el chamán, es el principal asis­
tente y curador de las sociedades cazadoras y reco­
lectoras. Éstas incluyen las bandas paleolíticas y caza­
doras de la Edad de Piedra, así como su progenie con­
temporánea, como por ejemplo los esquimales y los
indios crow. El advenimiento del sacerdote como líder
espiritual se produjo más tarde, cuando los hombres
del paleolítico se establecieron en sociedades agrícolas
más estables. Aún se pueden encontrar ejemplos de
estos grupos agrícolas primitivos entre los hopis, zuñis
y otros indios pueblo. La cultura de los agricultores
es sin duda el modelo básico de las civilizaciones
modernas. Bien puede ser que hayamos ganado y per­
dido en la transición del paradigma del cazador al
del agricultor.
Antes de que podamos comprender las implicacio­
nes de Ja diferencia entre el liderazgo chamanístico
y el sacerdotal, debemos examinar primero lo que sig­
nificaba vivir en las culturas donde se originaron am­
bos. Los cazadores vivían en bandas pequeñas, libre
mente organizadas y nómadas, a menudo en comuni-
dades de no más de veinte a treinta personas. Nin
gún sitio podía proveerles un suministro a largo plazo
de caza y de plantas comestibles de las que vivían.
Viviendas permanentes, posesiones abundantes y un
elaborado orden social eran lujos que no se podían
permitir cuando debían mantenerse en movimiento
para cazar y recolectar plantas y llevar a cabo ocasio­
nales guerras de guerrillas contra rivales de cazadores.
Con la aparición de la economía agrícola, sobrevi­
no una especie de radicación, ya que a los agricultores
les era necesario vivir en el mismo sitio, y entonces
fue posible la existencia de grupos más numerosos.
Tanto el incremento de la complejidad social como
la necesidad dé vivir a tono con las estaciones les lle­
varon a una vida más ordenada. Se hizo posible alma­
cenar alimentos y vivir en un mundo más previsible.
Fue tiempo de multiplicar las posesiones y construir
una casa donde guardarlas. La gente empezó a crear
un orden social más complejo para conservar lo que
poseían.
En la vida menos previsible, más peligrosa y de
rápida movilidad del cazador, las virtudes primordia­
les habían sido la confianza en sí mismo, la iniciativa
personal, la imaginación y la valentía. En este mundo
fue donde el chamán apareció como líder espiritual,
como curador, como ayudante y como guía. Al igual
que los jóvenes de hoy que tienen sus propios «viajes»,
el joven candidato a chamán era considerado un mar­
ginado; y al igual que sus pares contemporáneos, la
singularidad y profundidad de sus propias experien­
cias interiores servían como base para su emergente
capacidad de líder inspirado. El chamán ha sido ca­
racterizado de la siguiente manera: 1) demuestra una
rara y nerviosa irritabilidad a edad temprana; 2) a
menudo parece estar «poseído» por espíritus (por lo
general descritos de modos que sugieren alucinacio­
nes, trances, fobias y ataques); 3) se retira a la soledad
de los bosques o de la tundra a ayunar y meditar;
4) «muere» y su alma viaja por el submundo de la
tierra de los espíritus (en ese período, seres espiritua­
les anuncian su futuro chamanismo y le enseñan a ser
un chamán); 5) finalmente, retorna renacido a la tie
rra de los vivos, a la comunidad a la que ahora sedu­
ce con sus visiones y cura con los poderes aprendidos
curándose a sí mismo. A los miembros de esa comu­
nidad intenta hacerles explorar lo que tienen en sus
propias cabezas 3.
En contraste con la osadía e imaginación que ne­
cesitan los cazadores, la supervivencia de los agricul­
tores depende de la estabilidad, el orden y el sacrifi­
cio de la individualidad y la autodeterminación en aras
del bien común. A cambio, el grupo se hace cargo de
algunas de las necesidades del campesino, necesidades
que un cazador tendría que satisfacer por sí mismo.
De forma creciente, los agricultores se convierten en
especialistas y desarrollan talentos particulares a ex­
pensas de las capacidades más generales.
Centrados en la agricultura, los labradores tienen
que prestar creciente atención al orden del mundo na­
tural del que parecen depender las cosechas. La sali­
da y puesta del sol, las fases de la luna, las estaciones
predeciblemente cambiantes y el tiempo meteorológico
impredeciblemente cambiante, las estrellas constantes
e inconstantes (los planetas), todo esto les hablaba de
un orden universal del que dependían los hombres y
al que aspiraban a dominar. Una forma de lograrlo,
era crear un orden social microcósmico que se ajusta­
ra en tranquila armonía al macrocosmos de la natu­
raleza.
Fue en este contexto que apareció, un rol cuyo ob­
jetivo era funcionar como intermediario con los dio­
ses que gobernaban el mundo. El sacerdote era adies­
trado ceremonialmente y elevado por encima de sus
semejantes porque era el guardián de los rituales y el
administrador de las actividades del culto. La princi­
pal obligación del sacerdote era obligar o persuadir
a la gente a que abandonara su dedicación a sus pro­
pios intereses personales, a sus reacciones intuitivas
y a lo inmediato de sus propias experiencias; en suma,
a su compromiso consigo mismos. El sacerdote les hace
sacrificar los mismísimos asuntos que trataba de in
culcar el chamán. En cambio, los agricultores iban a

48
aprender a identificarse con las necesidades y los sen
timientos del grupo, con lo que funcionaba en el do
minio público y era sostenido por la autoridad y el
consenso.
El día de la caza quedaba atrás y la influencia del
chamán era consecuentemente restringida. L a v i c t o
ria del secerdocio socialm en te u ngido sobre la fuerza
alta m en te peligrosa e im pred ecib le del 4 se­
in d ivid u o
ría dominante en el futuro. Se debía aprender el modo
de vida de las plantas. El individuo no valdría más
que un simple grano de trigo; se le podía sacrificar
para bien de toda cosecha, para la supervivencia del
orden del grupo social.
Entre los cazadores, la sumisión pasiva al grupo
no se consideraba ninguna virtud. No habían vivido
en un mundo unificado, gobernado por dioses, sino
en un sitio salvaje poblado por espíritus que vagaban
libremente y por hombres nómadas. En cada bestia
que se mataba, había un espíritu poderoso que debía
ser vencido. En semejante mundo, no había ningún
sacerdocio nacido del ritual y de la tradición, tampo­
co un siervo de Dios opresor de hombres. En cambio,
estaba el chamán, elevado a su posición de guía espi
ritual en virtud del poder de sus propias luchas, inte
riores y el impacto de sus propias visiones asombro
sas. Su tarea era lograr que los espíritus se sometieran
a él mismo y que los hombres normales se liberaran
para poder experimentar la visión de sus propias almas.
El sacerdote se calificaba aprendiendo actos ritua­
les y las palabras v e r b a t i m , mientras que al chamán
se le requería que demostrara talento en la improvi­
sación y adaptación creativa a situaciones nuevas.
Estos valores divergentes también se reflejan en los
ritos de la pubertad. Estos ritos tenían como objeti­
vo el definir las virtudes que caracterizan la masculi
nidad de cada grupo. En las primitivas sociedades
agrícolas, cuando un niño llegaba a la edad propicia,
era llevado al lugar de los hombres y debía superar
el calvario de un sacrificio ritual. Era lo mismo para
cada niño, algún tatuaje especificado, algunas heridas
o una circunsición llevada a cabo según lo prescrito
junto con el recitado de oraciones tradicionales. Hasta
este momento, al niño se le ha enseñado a creer en
algunas leyendas alegóricas utilizadas para engañar a
las mujeres y los niños. Esto sería el equivalente del
mito mucho menos sistemático de la cigüeña usado
en tiempos recientes para ocultarles a los niños los
misterios de la concepción y del nacimiento. Durante
los ritos de la pubertad, al joven se le permitía cono­
cer «la verdad real» del sentido de la vida, la natura
leza de Dios y la misión de los hombres. Se le revela
ban todos los secretos tribales.
En contraste con las elaboradas ceremonias y éxta­
sis comunales de los ritos de iniciación de los agricul­
tores, la transción del cazador de la niñez a la vida
adulta era algo severo e individual. Lo típico, como
entre los ojibwas, una tribu cazadora americana, cuan
do llegaba la hora, era que el padre llevava a su hijo
a los bosques donde le dejaba para que ayunase a so
las y meditara sobre el sentido de la vida. Como era
un tiempo de autodescubrimiento, no se le decía al
joven lo que podía encontrar. No se le ofrecía ningu­
na imagen socialmente aprobada. En cambio, se le ha­
cía entender que tendría una visión, su propia visión
de quién llegaría a ser y de lo que haría con su vida.
Se le decía que fuera cual fuese esa visión, aprendie­
ra lo que aprendiese de sí mismo y del mundo, debía
confiar en ello y respetarlo. Cuando regresaba la tribu
respetaba su visión simplemente porque era la de él y
porque la había descubierto por sí mismo.
¿Cómo entonces se diferencia de los demás jóvenes
en conflicto el futuro chamán? Por un lado, parece
que es más profundamente vulnerable a su propia pro­
blemática interna, menos capaz de resolverla en comu­
nicación con los demás, y más valiente al arrojarse a
las profundidades de su ser y encontrar lo que hay en
el fondo. El chamán es aquel hombre que, de todos
los cazadores, tiene la visión personal más imponente
y poderosa. Su visión es tan plena que ningún grupo
puede dejar de reconocer al chamán. Puede quedarse
solo si le es necesario. Empieza por tener que resol­
ver una lucha interna crucial, una crisis de su propia
identidad que es de proporciones monumentales, un
asunto de vida o muerte. Aunque entonces se dice que
el chamán lucha contra los espíritus, no lo hace con
tra seres espirituales que están fuera de sí mismo, sino
contra los pensamientos, ideas, sentimientos y mani­
festaciones de su conflicto interno.
Un joven chamán en potencia empieza por ser con­
siderado en la comunidad como un hombre «enfermo»,
atrapado en una abrumadora crisis psicológica que
se expresa en una profunda confusión mental e inclu­
so en enfermedad física. Si se puede curar, entonces
puede ser un chamán; es decir, curar a los demás como
asunto de su propia supervivencia personal. Debe ac­
tuar como chamán, enloquecer o morir. Sus opciones
son limitadas. Su propia batalla triunfal le dota de una
profundidad, una sensibilidad y un conocimiento intui­
tivo que le faculta para ayudar a los otros. Y su propio
proceso de autocuración debe ser renovado una y otra
vez a lo largo de toda su vida.
Las crisis emocionales y espirituales que debe so­
brepasar el chamán representan una experiencia de
muerte y resurrección. Puede considerar que los es­
píritus le han atrapado, consumido y reconstruido; que
le han llevado a las entrañas de la tierra o a las pro­
fundidades de las aguas; o que le han despedazado
animales y se ha reconstruido parte por parte. La ima­
ginería en la que se expresa esta lucha quedará con­
formada y coloreada por su medio local, en un intento
creativo de hablar concretamente de su viaje al cora­
zón del mundo, al meollo de su propia alma. De este
modo, un groenlandés es tragado por un oso; un sibe­
riano es cortado a trozos, cocido y comido, para ser
luego sacado del huevo de una ave; un australiano es
penetrado por una lanza en una cueva, etcétera. Cada
uno expresa su descenso y reaparición de una manera
que se ajusta a su cultura.
La descripción de los acontecimientos de cada fase
de esta lucha se expresa en forma de metáforas, como
si se tratara de eventos externos, mientras que por su­
puesto se trata de hechos internos.5 Estas experiencias
psicológicas tienen lugar mientras el chamán está en
estado de trance, durante el cual se entrega volunta­
riamente a su odisea en el submundo. Empero, estas
experiencias son siempre descritas en términos de imá­
genes del mundo real. Más tarde, los acontecimientos
son recordados como milagros que realmente suce­
dieron. Cada transformación, así como cualquier pér­
dida de lo viejo para ganar lo nuevo, implica un dolor
terrible. El novicio debe superar varías transforma­
ciones de esta clase a fin de poder por último conver­
tirse en un chamán poderoso. Después de años de
una serie de experiencias similares, puede ocurrir la
iluminación y entonces el candidato emerge como
chamán hecho y derecho.
Esta transformación sucede con la ayuda de espí­
ritus que le apoyan, figuras oníricas que le muestran
el camino y le enseñan a ser un chamán. Un chamán
más anciano puede tomar parte en esta iniciación, pero
normalmente en un papel de guía y capacitador en vez
de instructor. El aspirante a chamán llega a la ilumi
nación a través de sus propias visiones y de ellas debe
sacar sus crecientes poderes psíquicos.
Estos nuevos poderes aparecen para ser transmi­
tidos a la gente que él trata de ayudar; o, lo más
probable, hace que surjan poderes similares en ellos.
El chamán ofrece mucho en términos de curación y
guía y puede aportar calma y confianza espiritual a
la tribu ayudando a sus miembros a experimentar
sus propias visiones. Pero los cazadores son tercos y
cerrados y tal vez él deba utilizar la triquiñuela de
un espectáculo mágico preliminar a fin de atraer su
atención y comprometer al grupo con sus manipula­
ciones en una experiencia de total concentración de
las dos partes. Este truco consiste principalmente en
la capacidad de esconder en su persona, y hacerlas
aparecer a voluntad, pequeñas piedras de cuarzo y
trozos de madera; de apenas menos importancia que
la rapidez de sus manos es el poder de parecer sobre
naturalmente solemne como si fuera el poseedor de
un conocimiento inaccesible al común de los mortales.6
Cuando al fin empieza a actuar de chamán, lo hace
en un estado como de trance, dejándose ir en su propia
excitación interior. El mismísimo término chamán pro
viene de una palabra manchú que significa «excitarse,
enfurecerse, golpear o bailar». Este estado de éxtasis
que él domina ha sido descrito como un viaje a la
tierra de las ánimas, al más allá, al submundo o el
cielo, o a vastas zonas geográficas, regiones reales y
conocidas.7 Tan intensos son estos estados internos,
y el chamán los formula de forma tan poética, que
los observadores se encuentran de repente participan­
do en el viaje (en algunos casos, incluso cuando el
observador es un antropólogo profesional).
De esta manera el chamán puede así liberar a los
otros miembros de su comunidad de cazadores exci­
tándolos con sus propias visiones personales. Al libe­
rar a cada uno para enfrentarse a sí mismo, el cha­
mán abre al cazador una fuente de asombro y de poder
interno. No puede ayudar a curar a ningún cazador
en concreto sin experimentar todo lo que el otro
sufre, experimentándolo dentro de sí mismo con una
total intensidad. Para el chamán, la curación es una
repetición o renovación de curarse a sí mismo por
medio de un acto creativo con el otro. Entonces cada
cazador puede elaborar algo de este poder a fin de
conservarlo para sí mismo.
De este modo, el chamán de la sociedad cazadora
mantiene su posición en virtud de sus logros espiritua­
les personales. Según las necesidades del momento,
puede lidiar con los otros de manera individual; impro­
visando, para estar con ellos en el mundo cotidiano y
todas sus cambiantes perplejidades.
Lo inmediato y lo improvisado del chamán pueden
hacer justicia, como no pueden hacer los rituales del
sacerdote, a acontecimientos de cada día y a los pe­
rennes problemas del hombre en los que una ley sin
posibilidades de cambio sólo puede ser discernida
vagamente.8
En contraste, el sacerdocio de la sociedad agrícola
a menudo es un cargo tribal hereditario, sobrenatural,
remoto y de dedicación completa. La guía que ofrece
el sacerdote tiene lugar en momentos ceremonial­
mente fijados; es general en naturaleza y a menudo
de un orden predestinado. El sacerdote sirve a un
poder benevolente y por definición es, en sí mismo,
bueno. Representa el orden moral de las cosas y todo
lo que es cierto en el universo
Un sacerdote bien puede reflejar el trasfondo de
la filosofía de la vida del grupo, pero el chamán está
en otro plano individual. Lidia con él ahora, tal como
es, llevando su persona concreta para encontrar a
cada hombre hacia su propia visión interior.
El chamán esquimal Igjugarjuk nos dice: La sabi
duría verdadera sólo se encuentra lejos de los hom­
bres, en las grandes soledades, y únicamente se puede
adquirir por medio del sufrimiento. Las privaciones y
los sufrimientos son lo único que puede abrir la mente
de un hombre a lo que está escondido a tos demás.10
Muchos de los chamanes contemporáneos, de las
sociedades recolectoras y cazadoras que han sobre
vivido hasta nuestros días, han perdido su pureza de
visión y se han transformado en meros embusteros.
Como ya no es la víctima de la opresión cósmica, no
obtiene espontáneamente un trance real y se ve obli­
gado a inducirse un semitrance con la ayuda de nar
cóticos o la mímica del viaje del alma en forma dra­
mática.11 En esta corrupción del chamán, lo que una
vez fuera una entrega espontánea del ser, se convierte
en una caricatura de simulación para mantener un
papel determinado.
5. Metáforas del judaismo

La Thora es el nombre hebreo del Pentateuco, o pri


meros cinco libros de la Biblia: la historia del pueblo
elegido de Dios. El Talmud es la ley que dice a los
judíos cómo aplicar la Thora en la vida cotidiana.
Por tanto, ser talmudista y maestro de la Thora no
es nada insignificante para nadie.

El maestro de la Thora

A través de los siglos —siglos que sólo son un instante


a los ojos de Dios—, llega a nosotros una parábola.
Nos cuenta que cuando un maestro quiere que un
niño estudie la Thora, un niño demasiado joven para
comprender la importancia de lo que va a hacer, el
maestro le dice: «Lee y yo te daré nueces e higos y
miel». Y el niño hace el esfuerzo, no debido a la dul­
zura de la lectura, sino a la de las golosinas. A me­
dida que el niño crece y ya no le tientan más los
dulces, su maestro le dice: «Lee y yo te compraré
buenos zapatos y buena ropa». Vuelve el niño a leer,
no debido al buen texto, sino a la buena ropa. Cuando
el joven llega a ser adulto y la buena ropa pierde
importancia también para él, su maestro le dice:
«Aprende este párrafo y te daré un dinar o tal vez
dos dinares». El joven estudia ahora no para obtener
el conocimiento, sino el dinero. Y aún más tarde, a
medida que continúa sus estudios en la vida adulta,
cuando hasta un poco de dinero pierde significado
para él, su maestro le dice: «Aprende, así llegarás a
anciano y a juez y la gente te honrará y se pondrá de
pie ante ti, como ahora hacen ante Fulano o Zutano».
Incluso en esta etapa de la vida, el estudiante aprende
no para honrar al Señor, sino para que él mismo sea
honrado por los demás.
Todo esto es despreciable —nos dice Maimónides,
un sabio talmudista del siglo XII—, porque la sabidu
ría no se debe procurar por un motivo, para obtener
honores de lo s hom bres, para ganar dinero o p a r a
b e n e f i c i a r s e u n o m i s m o c o n e l e s t u d i o d e la T h o r a de
D i o s . 1 El único propósito de aprender la Thora debiera
ser el conocer esa sabiduría para vivir de acuerdo con
ella. Un hombre justo, como Abraham, tiene que ver
esto con absoluta claridad y actuar en consecuencia.
Pero precisamente en este punto del discurso, en
este momento de supuesto moralismo, Maimónides se
revela como un maestro en una de las tradiciones más
humanas. Al mismo tiempo que honra su altruista de­
voción a la Thora, señala también que es abrumado
ramente difícil y no todos pueden aprehenderla, y aún
si alguien lo logra, no puede afirmarlo al principio de
meditaciones. Sabe que el hombre casi siempre actúa
para beneficio propio o para evitar problemas y que
resultaría difícil convencerle de la rectitud de actuar
de otra manera. Y así, como en el caso del niño de la
parábola a quien le enseña el maestro de la Thora,
otros pueden tener la esperanza como premio para una
base inicial de fe. Muchos pueden ser fortalecidos en
sus intenciones, y unos pocos pueden aprender y ha­
cerlo por sí solos. Maimónides enseña que debemos
dejar a la gente donde están hasta que se fortalezcan
lo suficiente para hacer lo que deben, simplemente
porque deben hacerlo.
Pero esto sólo era posible en los tiempos en los
que el maestro de la Thora aún podía reconocer la
singularidad de cada uno de sus estudiantes. Más tarde,
se interesaría tanto en el sistema de la Ley y en el
cerco de argumentos en torno a ella que su talmu
dismo se osificaría en un legalismo estricto y en un
árido intelectualismo.2 En parte, el peligro de vacío
emocional de la tradición atada al racionalismo, den­
tro de la cual quedaría atrapado el estudio de la
Thora fue lo que llevó a algunos a elevarse a los
éxtasis místicos de Kábala.

El maestro de la Kábala

La Kábala es una antigua búsqueda judía y mística de


un camino para quedar inmerso en la corriente divi
na, para encontrar la unión con Dios. En sus cumbres
más altas, la misión del movimiento, guiado por esos
sabios maestros del éxtasis, los maestros de la Kábala,
era abrir el alma, desatar los nudos que la atan.3 Los
textos a estudiar instruían por implicación en vez de
aserción directa, y así, el maestro dejaba lugar a la
amplifi cación y la interpretación personal del estu
diante. Se le requería tener dominio académico de las
escrituras sagradas y, al mismo tiempo, lanzarse en
vuelo libre de especulación mística acerca de su im­
portancia. Esta curiosa amalgama de tradición e intui­
ción hizo a este estudio tan profundamente conserva
dor como intensamente revolucionario.4
Pese a la importancia de los textos cabalísticos
estudiados desde hace tiempo —como el Zohar, o
Libro del Esplendor— el meollo de la enseñanza era
una tradición oral, un estudio que debía llevarse a cabo
en compañía de otra persona. De hecho, hay numero­
sas alusiones en la literatura a esas cosas que no hu­
biera parecido idóneo escribir, a la secreta sabiduría
que se debía aprender por contacto personal con el
maestro.
El maestro de Kábala enseñaba las técnicas de me­
ditación y las preparaciones para el éxtasis que po­
dían llevar a la unión con Dios. Un aspecto capital
de esta enseñanza era mostrar al estudiante cómo
evitar la ligereza que supone prestar atención a cosas
o eventos concretos como una flor o el encuentro con
otra persona. En cambio, se le ayudaba a meditar en
asuntos sumamente abstractos y espirituales y concen
trarse en algo capaz de adquirir la mayor importancia,
sin tener ninguna importancia en sí mismo.5 Los obje
tos elegidos eran las letras del alfabeto hebreo, que
por supuesto también se utilizaban como constituyen­
tes del nombre de Dios. Este procedimiento servía
para liberar a un hombre y para hacerle alcanzar un
verdadero éxtasis místico.
Otro desarrollo de esta técnica de liberación de
particular interés para algunos psicoterapeutas poste
riores,6 fue el método de «saltar» de una combinación
de letras a otra. El maestro lo enseñaba casi como un
juego de asociaciones libres, una forma de meditar en
la cual cada salto abre una nueva esfera definida por
ciertas características inmateriales.7 Esto ampliaba la
conciencia del estudiante, abriéndola a la lógica de
Dios de un modo que sugiere la manera en que la
técnica de asociación libre, de Freud, intenta abrir
las mentes de los pacientes a la sabiduría del incons­
ciente.
Posteriormente, los maestros de la Kábala perdie­
ron cualquier contacto real y personal con sus estu­
diantes. Se vieron tan atrapados en su metodología,
cada vez más refinada, que eran como magos distan­
tes o brujos misteriosos, en lugar de los guías espiri­
tuales y personales que una vez habían tratado de ser.

El Tsadik

El líder y maestro espiritual que servía como rabino


a la comunidad jasídica era llamado el Tsadik. El rico
legado de las leyendas jasídicas hablaba por sí mismo
de forma tan hermosa que lo mejor será que empece­
mos con una de esas historias encantadoras:
En la víspera del Día del Juicio, cuando había lle
gado la hora de decir Kol Nidre, todo el jasidismo
estaba congregado en la Casa de Oraciones esperando
al rabino. Pero pasaba el tiempo y él no llegaba. En­
tonces, una de las mujeres de la congregación se dijo:
«Supongo que faltará mucho para que empiecen y yo
tenía tanta prisa y tengo al niño solo en casa. Iré
corriendo a casa y me aseguraré de que no ha des
pertado. Puedo estar de vuelta en pocos minutos».
Corrió hasta su casa y escuchó a través de la puerta.
La abrió suavemente y asomó la cabeza al interior:
allí estaba el rabino, con el niño en sus brazos. Él le
había oído llorar cuando se dirigía al templo y había
jugado con él y le había cantado hasta que el niño
había vuelto a dormirse.8
El jasidismo fue un movimiento judío místico de
los siglos XVIII y XIX, corriente que trajo un encanto,
una vitalidad y una valoración personal que locaron
y reanimaron la vida de un pueblo desesperado. Se lo
comprende mejor en el contexto histórico en que
surgió.
En 1648, una horda de cosacos de Ucrania salió en
furiosa conquista capitaneada por su jefe, Bogdan
Chmielnicki. Fueron a derrocar a los terratenientes po­
lacos, a saquear y pillar en nombre de la justicia. En
su camino, cayeron sobre el pueblo judío porque eran
los siervos de los terratenientes, porque eran judíos
y porque estaban allí. Liquidaban a los hombres y los
despellejaban vivos. Arrojaban a los niños al aire y
los cogían en las puntas de sus espadas ante los espan­
tados ojos de sus padres. Violaban a las mujeres y
después les sajaban el estómago, metiéndoles gatos
vivos por la herida. Incendiaban las viviendas y de­
jaban los carbonizados cadáveres a la intemperie.
Durante los diez años siguientes a la invasión, cien
mil judíos murieron en Polonia de esta forma. La
vida en las comunidades judías sobrevivientes del este
de Europa estaba marcada por el terror y problemati
zada por la llegada continua de refugiados que huían.
Fue un tiempo de dolor y terror y habría sido un
tiempo de desesperación absoluta de no haber sido
por el profetismo kabalístico. En la antigua tradición
de la Kábala, que data de la época medieval y de
antes aún, se adjudicaban significados secretos a las
sagradas escrituras, de modo que esta época fue deno­
minada como la de «el fin de los días». De esta ma­
nera el pueblo judío, saqueado pero sediento de espe­
ranza, consideró que su holocausto era al menos la
señal de que estaba próxima la llegada del ansiado
Mesías.
Los años siguientes fueron tiempo de falsos mesías,
de oportunistas y de delirantes que reaccionaban ante
la necesidad imperante y declaraban ser el Salvador.
La comunidad judía, atormentada y desconcertada,
tratando desesperadamente de poner punto final a sus
padecimientos, resultó presa fácil de los farsantes. El
principal de los falsos mesías fue Shabatai Zeví, un
judío oriental cuya fama fue planeada por su inescru-
puloso apóstol y maestro, Nathan de Gaza. Juntos di
vulgaron la doctrina de que ahora todo estaba permi­
tido, que se debían ignorar las leyes y las tradiciones
y que se debía encontrar el camino de la salvación en
la depravación. Tan hambriento estaba el pueblo por
darle sentido a su sufrimiento que le fue fiel a Sha
batai Zeví incluso cuando él, en vez de morir como
un mártir, aceptó convertirse al Islam y someterse al
poder secular del sultán de Turquía. Nathan de Gaza
también convenció a muchos de que éste era el camino
de la salvación, pues el reino del demonio debía llegar
a su apogeo. Grandes cantidades de judíos se pasaron
con él al Islam, mientras que otros seguirían al falso
mesías y hereje Jacob Frank que les convertiría al
cristianismo. La judería europea quedó diezmada por
las dimensiones internas y desesperada por encontrar
alguna promesa de que sus sufrimientos tenían sentido
y que Dios no les había abandonado.
En su confusión y desesperación, muchos judíos
volvieron al antiquísimo estudio y debate de la Ley
Judía del Talmud con la esperanza de que esto reno
varía su sentimiento de que vivían por algo en lo que
se podía creer. Pero el camino talmúdico y rabínico se
había endurecido en una impersonal obsesión en torno
a legalismos. Se había convertido en una sabiduría
que podía satisfacer sus mentes, pero no sus co­
razones.
Entonces otros volvieron sus miradas a los intér­
pretes de la Kábala, guardianes de las verdades eso­
téricas. De esos maestros del significado oculto de este
complejo sistema teosófico esperaban poder aprender
a apresurar la llegada del Mesías. Pero los autoenga
ñados kabalistas les habían llegado a aceptar los falsos
mesías y sólo ofrecían secretos que la gente no podía
comprender a través de sus propias experiencias.
Fue entonces cuando surgió el jasidismo ofrecien
do un nuevo misticismo, tan personal y significativo,
que durante los siglos XVIII y XIX casi la mitad de los
judíos del este europeo formaron parte del mismo. En
cierta manera, la psicoterapia humanista entra muy
bien dentro de la tradición jasídica. Y también de cier-
ta forma el jasidismo fue tanto un brote de ciertos
aspectos de la tradición kabalística como una protesta
contra ella. Este proceso no se diferenció de Jas ma­
neras en que la psicología humanista se relaciona con
su anterior tradición psicoanalítica, con la que está en
deuda pero de la cual ya se ha liberado.
A fin de ayudar a apresurar la llegada del Mesías
y la redención de Israel y del mundo, un hombre debe
cumplir con la letra de la ley, practicar la oración
mística y poner cierto tipo de intención mística no
sólo en sus oraciones sino en su comportamiento coti­
diano. Esto lo decía la deteriorada tradición kabalís­
tica. Pero al mismo tiempo, el hombre común debe
llegar a aceptar que todo lo que se intenta hacer de
esta manera no está abierto a su comprensión directa.
Al igual que los psicoanalistas ortodoxos, los kabalis
tas señalaban que el verdadero significado de las cosas
estaba oculto y que la vía a estas verdades estribaba
en la interpretación de los símbolos secretos. El cami
no estaba abierto únicamente a unos pocos y genuinos
esotéricos que habían demostrado el logro del estudio
so y la abnegación del asceta.9
Estos últimos analistas de la Kábala asignaban va­
lores numéricos a cada letra según su lugar en el
alfabeto, se añadía la suma de las letras en cada pala­
bra y quedaban en libertad de intercambiar palabras
de idéntica cifra a fin de llegar al significado «verda­
dero» de cada pasaje. De este modo, el significado
literal de los textos a menudo quedaba contradicho
por esas interpretaciones, pero todos se sentían muy
confiados en sus fantásticas especulaciones acerca de
la naturaleza de Dios y del hombre y de cómo superar
su enajenamiento. Como muchos analistas posteriores,
eran investigadores sin sentido del humor que busca­
ban los significados ocultos a las multitudes y se
tomaban a sí mismos demasiado en serio y al mundo
demasiado superficialmente. Había una ausencia abso­
luta de diálogo con el no iniciado. Únicamente si el
hombre común podía ignorar su experiencia inmediata
de sí mismo en el mundo, aceptar un especial voca­
bulario místico y trasplantarse a un universo de ex­
traño simbolismo, se le podía permitir aproximarse a
las enseñanzas secretas.
En contraste con esto, en la tradición jasídica nada
es esotérico, ya que los significados han dejado de
ser misterios sellados a los ojos del hombre común.
En cambio, todo está abierto fundamentalmente a to­
dos y todo se reitera una y otra vez de forma tan
simple y concreta que cualquier hombre de verda
dera fe puede asimilarlo.10 Este mensaje, que devolvió
el significado de la vida y lo puso en manos de todos,
fue introducido por primera vez a los judíos europeos
en el siglo XVIII por el primer tsadik, el rabino Israel
ben Eliezer, conocido como el Baal Shem Tov, el
Maestro del Buen Nombre de Dios.
Al igual que los estudiosos de la Kábala, el Baal
Shem Tov quería ser un maestro y ayudar a los de­
más; pero, a diferencia de ellos, no sería un sumo
sacerdote o sabio que iniciaría a su congregación en
misterios que ellos no pudieran comprender. Ni tam­
poco sería el vehículo o medium impersonal a través
de quien operaban los grandes poderes, ni el gran
estudioso o base de la razón religiosa. En cambio,
como tsadik, primero sería una persona por derecho
propio, alguien que ayudaba a quienes confiaban en
él y a quienes podía ayudar únicamente porque con­
fiaban en él.
Hubo quienes se preocuparon cuando oyeron decir
que el tsadik había entregado un amuleto a cada uno
de sus seguidores, que se decía contenía los nombres
■secretos de Dios. Se le acusó de participar a concien­
cia en la magia que él mismo condenaba. Pero cuando
uno de sus críticos abrió uno de los amuletos, encon­
tró que sólo contenía un pedazo de papel con el nom­
bre de Baal Shem Tov escrito. El amuleto tenía su
nombre y por tanto, le representaba. Era un com­
promiso, nada más que una firma y un juramento
de vínculo personal entre el guía y quien recibía la
ayuda, una vinculación basada en la fianza.
De este modo, la relación entre el tsadik y su dis
cípulo fue el factor crucial en este intento de dar ayuda
espiritual, del mismo modo qué la relación entre ana­
lista y analizado es crucial en su equivalente secular.
La personalidad del maestro toma el lugar de la doc­
trina. Incluso esto debe ser defendido para que no se
convierta en dogma. Cuando leemos las historias de
numerosos tsadikim, vemos que lo que más les carac
terizaba eran sus personalidades distintas y sorpren
dentes. Al principio, esto no fue siempre agradable a
los ojos de gente que no sólo quería ayuda, sino
también un modelo, una manera de comportarse que
pudieran emular. Por ejemplo, en una historia, los
seguidores del rabino Zusya le preguntan: «Rabino,
¿por qué enseña usted de esta manera cuando Moisés
enseñó de otra?». Y el rabino Zusya les contesta,
«Cuando yo entre en el mundo venidero, no me pre
guntarán, "¿Por qué no te pareciste más a Moisés?",
sino "¿Por qué no te pareciste más a Zusya?"».
El tsadik también valora lo que hay de único en
uno de sus fieles. El jasidismo enseña que en cada
persona hay algo precioso, y únicamente suyo, algo
que no puede encontrarse en ninguna otra persona.
Si cada hombre no tiene un sentido especial propio,
entonces lo más seguro es que Dios no puede haber
tenido ninguna razón para ponerlo en el mundo. Pero
si bien cada uno quiere ser especial, demasiado a me­
nudo quiere ser especial emulando a otro en vez de ser
si mismo. Por eso, el jasidismo impuso la tradición
de romper con la tradición. Cuando un discipulo se
convertía en maestro por derecho propio y se le acu­
saba de no seguir el ejemplo de su tsadik, al no vivir
como él lo hacía, el inculpado replicaba, «Por el con­
trario, yo sigo el ejemplo de mi tsadik porque le
abandono de la misma manera que él abandonó a su
maestro».
El tsadik, a diferencia de los últimos cabalistas o
del psicoanalista, no era una figura misteriosa, sepa­
rada de quienes ayudaba o que sólo ofrecía interpre­
taciones simbólicas de lo oculto. En cambio, compartía
su vida con la persona que venía en busca de ayuda.
No era necesario que se revelara directamente, pero se
mostraba como persona de la misma manera en que
se escondía como maestro. Contestaba las preguntas a
un nivel distinto del que se las hacían, con frecuencia
contando historias o compartiendo sus propias experien­
cias. Estas historias tenían un básico sentimiento hu­
mano que se instruía pese a su aparente ausencia de
contenido intelectual. Inspiraban al oyente, en parte
debido a su carácter espiritual primitivo y en parte a
la forma en que satisfacían sus necesidades secretas.
Pero lo más importante era que el tsadik entregaba
algo de sí mismo y todo era expresión de la posibili
dad de fortaleza esencial y de ternura en la relación.
El tsadik era un apoyo que extendía su mano al
necesitado y si esa persona la aceptaba, le guiaba
hasta que pudiera encontrar por sí misma su camino.
No obstante, jamás podía quitarle al ayudado la res­
ponsabilidad de hacer por sí mismo todo aquello que
tuviera fuerzas para hacer. En ningún momento, podía
él aliviar a alguien de la carga de lo que éste debía
hacer por su cuenta. Nadie puede tomar el lugar de
otro. Y como señala el rabino Baer: Lo que no te
procuras con tu propio trabajo, no lo posees.
Al mismo tiempo, el tsadik tenía que participar de
una manera que arriesgaba su compromiso personal
más profundo. Debía estar dispuesto a estar al lado
de los demás y que le atraparan sus problemas. El
Baal Shem Tov nos dice: Si quieres levantar a un
hombre del lodo y la inmundicia, no pienses que es
suficiente permanecer de pie y desde arriba ofrecerle
una mano de ayuda. Tú mismo debes bajar hasta el
fondo, hasta el mismo lodo e inmundicia. No debes
vacilar en ensuciarte.
De una forma curiosa, lo que tenía que ofrecer el
tsadik era a sí mismo. Si alguien realmente aprendía
a estar con él, había aprendido a saber lo que nece­
sitaba. El tsadik no era simplemente el apóstol de la
enseñanza jasídica, sino su portador. No enseñaba la
Thora; se convertía en la Thora. Él era la enseñanza.
Él era, para su discípulo, esa enseñanza en acción.
Lo que tenía valor religioso para sus fieles era su
vida y su libertad personal en vez de su conocimiento.
Como un estudiante dijo de su tsadik: Yo no fui al
Maggid de Meritz para aprender la Thora de él, sino
a verle abrocharse los zapatos.
A veces el tsadik quedaba atrapado entre lo que
sentía que debía hacer, por un lado, y lo que pensaba
que debía hacer, por el otro. El rabino Bunam cuenta
que en una ocasión sintió la necesidad de narrar
cierta historia, pero le pareció que no debía hacerlo
porque era muy mundana y seguramente provocaría
vulgares risotadas. Temía que sus discípulos dejaran
de considerarle un rabino. De cualquier modo, deci­
dió seguir su impulso y contar la historia. El resul
tado —dijo—, fue que los reunidos prorrumpieron en
risotadas. Y aquellos que hasta ese momento se ha­
bían sentido distantes de mí, se me acercaron. De este
modo, el acto del tsadik de arriesgarse nada más que
por ser él mismo y porque confió en su impulso y lo
llevó a cabo, fue lo que consiguió el acercamiento de
sus seguidores.
Lo mismo sucede con el psicoterapeuta. La parte
significativa de lo que es la terapia no es el mero
conocimiento o el estricto cumplimiento del horario
que él impone, sino la manera en que él puede estar
con el paciente. Cuando el terapeuta es fiel a sí mismo
y actúa en base a sus sentimientos, entonces resulta
terapéutico. Esto es menos un asunto de su mera
confianza en sus sentimientos que la predisposición
a entregarse a las cualidades dramáticas de su expe­
riencia con el paciente. Así, se dice que cuando un
famoso tsadik que no se consideraba un curador tuvo
que ver a un niño enfermo, sin ninguna fe en sus pro­
pios dones, debido a la urgente necesidad del momento,
el rabino Yisakhar cogió al niño en sus brazos, lo
depositó en la cuna, le meció, oró y logró curarlo.
No cabe duda que le resulta más difícil al joven
rabino o al terapeuta novato confiar en sus senti­
mientos y de ese modo se le debe guiar un tiempo
por medio de normas y expectativas. Al principio pue­
den tentarse a tomar demasiado en serio sus poderes,
como hizo el rabino Menden cuando fanfarroneó ante
su maestro que por las mañanas y las tardes veía
ángeles que enrollaban la oscuridad y la luz. Sí —le
contestó el maestro—, en mi juventud yo también los
veía, pero más adelante ya no se ¡os ve más. O el prin
cipiante puede exagerar el camino recorrido sin ver lo
lejos que aún tiene que avanzar. Les sucedió a los dis­
cípulos del rabino Pinhas cuando les encontró senta
dos en la casa de estudios discutiendo gravemente
cuánto temían que les acosara el impulso maléfico.
No os preocupéis —les aseguró—, aún no habéis as
cendido lo suficiente como para que os acose. Por el
momento, sois vosotros los que estáis tras él. Por su­
puesto, resulta difícil aprender a tomarse bastante en
serio sin llegar a tomarse demasiado en serio. Como
dice el refrán, un hombre debe tener dos bolsillos
accesibles a un tiempo u otro, según sus necesidades.
En el bolsillo derecho debe guardar las palabras: «El
mundo se ha creado para mi bien». En el otro: «Soy
polvo y cenizas».
Con el tiempo, cuando los jóvenes rabinos logran
un mayor crecimiento espiritual, inventan nuevas for­
mas de servir a Dios, cada uno según su propio ca­
rácter. A medida que cada uno se va convirtiendo en
un tipo especial y personal de maestro, aumentan su
capacidad y predisposición a entregarse a la situación
con los demás, al poner más de sí en ella. Al hacerlo,
pone de manifiesto la comprensión jasídica de los
problemas que acaecen entre las personas;11 es decir,
que al tratar los conflictos que ocurren entre hombre
y hombre, cada uno debe empezar por sí mismo. Un
hombre no es un mero objeto de observación, con
problemas a examinar, sino una persona a la que se
le pide que «se enderece a sí misma». En vez de culpar
simplemente a la otra con la que está luchando, debe
asumir la difícil responsabilidad de prestar atención
a lo que le cabe a él en la situación, sin esperar a que
la otra persona haga lo mismo. Una manera de for­
mular esta tarea en términos jasídicos sería la si
guiente: el origen de los conflictos que experimento
entre yo y los otros debe encontrarse en el hecho de
que demasiado a menudo no sé lo que siento, no digo
lo que quiero decir y no hago lo que digo. En gran
parte, todo es asunto de ser honesto conmigo mismo.
Todo depende de mí y sólo yo puedo resolver mis
conflictos.
El tsadik y el terapeuta, cada uno en sus propios
términos, pueden señalar el camino poniendo sobre la
mesa su propia honestidad y su propia búsqueda es­
piritual. Debe mostrar que todo esto forma parte de la
lucha humana que jamás se resuelve definitivamente
para nadie, por más místico o maduro que se pueda
ser. De este modo, cuando se le preguntó al Baal Shem
Tov cómo se podía saber si un maestro era un ver­
dadero tsadik, él sugirió que se le pidiera al maestro
una idea de cómo liberarse para siempre de la tenta­
ción del demonio y cómo sacarse de encima para siem­
pre los pensamientos negativos. Si podía dar ese con
sejo, entonces no tenía ninguna importancia como
maestro. Porque contra el impulso maléfico, un hom
bre debe luchar hasta último momento y ese es justa­
mente el servicio del hombre en el mundo.
Además, hasta el impulso maléfico es una especie
de vitalidad, una fuente vital más proclamable que
rechazable. Necesitamos estar en contacto con noso
tros mismos, esperando ser dueños de cada una de
nuestras partes, para no continuar en guerra en nues­
tro interior. Si de noche aparece un ladrón y grita­
mos y le asustamos, no se logra nada en ese momento
y seguimos temerosos. Pero si no alarmamos al ladrón,
lo dejamos acercarse y lo cojemos y atrapamos, en­
tonces tenemos la posibilidad de modificar su con­
ducta. Del mismo modo nuestros impulsos volitivos
pueden convertirse en una abundante fuente de reno­
vación de los poderes imaginativos. Nuestra terquedad
puede transformarse en determinación; nuestro afán
de competir puede convertirse en deseo de superación.
Cada hombre debe enfrentarse a sí mismo a fin de
lograr estas transformaciones, este giro del ser.
Este giro está en el mismo meollo de la concep­
ción judía acerca de la vida del hombre en el mun­
do. Cada uno debe dar la cara, no sólo ritualmente
el Día del Juicio Final, sino cada día. Todo instante
de redención. Y como nos dice el rabino David de
Loew, un hombre sólo es redimible cuando se reco-
noce a sí mismo. Debe enfrentarse directamente con­
sigo mismo, afrontar sus problemas y lanzarse a re­
solverlos. De esta manera, es capaz de renovarse desde
adentro y de volver a comprometerse a ocupar su
sitio con los otros hombres en el mundo de Dios.
¿Cuál es el momento apropiado para este giro? Si no
ahora, ¿cuándo?
Pero, ¿cómo puede un hombre guardar este com­
promiso ante las diarias frustraciones y las frecuen­
tes desilusiones, la traición de la gente en la que
confía y la pérdida de sus seres amados? A veces un
hombre necesita consejo y ayuda, que se le extienda
una mano; pero, ¿cómo se puede ayudar en esas cir­
cunstancias? Se dice que al Baal Shem Tov se lo
recuerda menos por sus milagros que por el hecho de
que en el Sabbath su corazón latía tan fuertemente
por temor a Dios que todos podían oírlo. Al cono­
cerle como persona, la profundidad de sus sentimien­
tos era lo que daba esperanzas al pueblo jasídico.
Qué duda cabe que también era poseedor de la sabi
duría, pero ¿de qué clase? Para contestar a esto, el
rabino Hayyim describe el talento con que dirigía
su congregación. Comparaba a sus fieles con hom­
bres perdidos en un bosque inmenso. Ellos se en­
contraron con otro hombre que hacía aún más tiem­
po que se había perdido. Sin darse cuenta de ello, le
preguntaron si les podía sacar del bosque. Su res­
puesta fue: «Eso no lo puedo hacer. Pero puedo
señalar los senderos que se alejan aún más hacia el
corazón del bosque, y después, podemos tratar de
encontrar juntos la salida».
En parte, lo que el tsadik debe hacer para ayudar
es interesar al hombre en la batalla potencial que se
libra dentro de cada uno de nosotros. Sin embargo,
esta batalla no debe ser confundida con la reflexión
autocompasiva que producen las cosas del mundo que
uno no puede cambiar con actos volitivos. Porque
por más que se revuelva el lodo de una u otra, siem
pre seguirá siendo lodo. Y en el tiempo que pienso
en ello, podría estar enhebrando perlas para deleite
de los Cielos.12 La búsqueda del corazón debe impli-
car una genuina predisposición a enfrentarse a nues
tras pérdidas, a enterrar a nuestros muertos y a con­
dolernos por sus muertes mientras les dejamos con
resignación. De otra manera, sólo hay una estéril
tortura, un terco aferrarse que sólo conduce a la
desesperación de no vivir con las cosas tal como son.
Lo que hemos vivido no lo podemos cambiar y lo
que se aproxima no lo podemos impedir. Debemos
aceptar que el momento es de Dios; por tanto, pode­
mos ciertamente prepararnos para el acto, pero no
podemos preparar el acto en sí.13
Este compromiso con las cosas tal como son debe
ser comprendido en parte en términos de la reinter­
pretación del Baal Shem Tov del mito de la creación
de las Chispas Sagradas, originado a fines de la tra­
dición cabalista. En una versión, el problema empezó
en un tiempo primordial cuando los mundos aún
estaban siendo creados y arrasados por Dios. En
otra, la caída de Adán, cuya alma contenía todas
las almas, marcó el tiempo en que las chispas de
la creatividad divina de Dios se esparcieron por el
mundo. En ambos casos, se decía que las chispas
habían permeado toda la materia con el resultado
de que algo de la divinidad de Dios quedaba atra­
pado y, por ende, separado de Él conjuntamente con
el hombre. La tarea del hombre en la tierra es libe­
rar las chispas de la prisión y devolverlas a Dios
obteniendo de ese modo la salvación. Los cabalistas
decían que esto debía ocurrir por medios rituales
secretos. Los falsos mesías dijeron que tenía que su­
ceder mediante un descenso a lo demoníaco. Pero el
jasidismo nos dice que para recuperar las chispas
divinas, que están en todas partes, debemos santificar
la vida cotidiana.
Si Las chispas están presentes en cada concha de
mar, en cada planta y hombre o animal, entonces
deja de haber una distinción entre lo sagrado y lo
profano. Todo se ha vuelto sagrado. Y por eso el
Baal Shem Tov enseñó: Alegría en el mundo tal cual
es, en la vida tal cual es, en cada hora de la vida en
este mundo tal como es ahora.
Ninguna acción determinada era ya crucial. La
dedicación de todas las acciones era entonces lo deci
sivo. El tsadik no enseñaba qué hacer, sino en cam
bio, mediante su relación, comunicaba cómo hacer las
cosas. Enseñaba que la manera de vivir es con todo
el ser, que sea lo que sea lo que uno deba hacer en
un momento u otro, uno debe entregarse a ello.
Alguien le preguntó al discípulo de un gran tsadik,
«¿Qué es lo más importante en la vida para su
maestro?». «Lo que esté haciendo en este momento»,
contestó el discípulo.
El fervor religioso que antes del jasidismo había
sido dirigido al futuro, a la llegada del Mesías, ahora
era dado a Dios y al hombre en el mundo y en el
momento presente. La relación con otros hombres
en el mundo ahora era vista como la máxima aproxi­
mación a Dios. De este modo, el jasidismo no reco­
noce ninguna distinción entre religión y ética. La
devoción se ha convertido en la responsabilidad que
cada uno tiene por su propia vida, por la pizca de
vida que se le ha confiado.
Este compromiso con la vida entre los hombres
no niega la necesidad de estar también en sí mismo,
consigo mismo y para sí mismo. Como ha dicho el
rabino Moshe Leib: Un ser humano que no tiene una
sola hora para sí cada día, no es un ser humano.
A veces, primero es necesario descender a las pro­
fundidades del propio ser solitario si uno quiere ad­
quirir la capacidad de experimentar el mundo en
todas sus dimensiones. La soledad proporciona la subs­
tancia que luego es realizada en la comunión, como
nos dijo el rabino Baal Shem Tov cuando advirtió:
Aprended a guardar silencio a fin de que podáis sa
ber hablar.
Aunque la soledad y la comunión son necesarias
y en parte sirven para renovar la profundidad de cada
uno, el hombre tiene que decidir por sí solo cuándo
entregarse a los demás. Cuando se hacen las pregun­
tas de por qué tenemos cortinas si queremos que la
gente pueda mirar y por qué tenemos una ventana
si no queremos que la gente mire, al rabino Éleazar
contesta simplemente: Cuando queráis que m ire al
guien a qu ien am áis, descorred la cortina.
Además, incluso el estar con los demás no impli­
ca una vida de amoroso servicio. Cuando el rabino
Elimelekh se dio cuenta de que uno de los invitados
a su mesa no había empezado a comer con los de
más, le preguntó por qué era así. Su huésped contes
tó humildemente: «No tengo cuchara». «Mira —le
dijo el sadik— uno debe atreverse lo suficiente como
para pedir una cuchara y un plato, si es necesario»
Y si los demás se ofenden, uno también debe estar
preparado para lidiar con eso, no con una furibunda
rabia destructiva, sino con una especie de furia apla­
cada que pueda llevarse en el bolsillo. Cuando la ne­
cesita, debe asegurarse de sacarla a la luz.
El jasidismo tiene una gran reverencia por la vida
y una apertura hacia el mundo. Transmite no sólo
vigor espiritual y un cálido sentimiento por lo cotidia­
no, sino también una alegría que honra y santifica
la vida. La salvación no es un premio por el autosa
crificio y la negación ascética del cuerpo, sino el éx
tasis de entregarse a la vida. El rabino Israel de Riz
hyn creía que Dios había creado al hombre tal como
es, no para estar enjaulado en sus deseos, sino para
estar libre con ellos. Es la llamada del tsadik y la del
psicoterapeuta para ayudar a los hombres a liberar­
se a sí mismos. Cuando un jasida se entrega al éxta
sis del canto, de hacer el amor, del baile, cada una
de estas actividades se convierte en una forma de
oración.
Como en el caso de los mejores esfuerzos del hom
bre, el jasidismo cayó con el tiempo en un estado de
corrupción. El amor ferviente del jasida por el tsadik
degeneró en una reverencia ante el gran mago. El lu
gar del maestro espiritual fue elevado a una relación
especial con Dios, de la cual él podía utilizar sus exa­
gerados poderes para interceder por sus fieles sin que
ellos tuvieran que esforzarse para lograrlo por sí mis­
mos. La misma posición del tsadik se convirtió en un
don de poder otorgado por sucesión dinástica. Comu
nidades dirigidas por distintos tsadikim competían
entre sí como seguidores del más milagroso, difaman
do a los líderes de las otras comunidades en una com­
petencia feroz por la preminencia. Se habían olvida­
do que Dios había hecho lugar para todos en el mun
do y que la gente sólo se sentía desplazada si desea
ba ocupar el sitio de los otros.
Esta trágica degradación del jasidismo no podría
haber ocurrido si los mismos tsadikim no hubieran
sido tentados por la arrogancia de abusar de sus
dones y situaciones a fin de lograr triunfos misera
bles. Dejaron de lado la «inseguridad sagrada», la
necesidad de vivir sin certidumbres y, sin embargo,
la degradación de sus vocaciones. Si consideramos
este aspecto de la historia del jasidismo, tal vez po­
damos entresacar todavía un poco más de enseñanza
de ese encantador movimiento místico aunque ahora
sea en la forma de una triste lección objetiva.
6. Metáforas de la cristiandad

El curador de alm as

Jesús es el Cordero de Dios y Jesús es el Pastor de


Su Manada. El rol tradicional del pastor como cu­
rador de almas es tan antiguo como la misma cris­
tiandad. Empezó con el ministerio de Jesús; fue for­
malizado dentro de la iglesia católica romana y ha
sobrevivido como una función significativa de la cle­
recía protestante contemporánea. El cuidado pasto­
ral es un ministerio especia] y multifacético que con
siste en actos de ayuda, realizados por personas cris
tianas representativas, dirigidos a curar, apoyar, guiar
y reconciliar a personas afligidas cuyos problemas apa­
recen en el contexto de los significados y preocupacio
nes definitivas.1 En esta definición, la «persona cris
tiana representativa» no implica necesariamente que
se trate de un clérigo. También puede ser un lego
que profesa la fe y la utiliza para aliviar el sufri­
miento de otra persona y para bien de esa otra persona.
El asunto de los problemas que «aparecen en el
contexto de los significados y preocupaciones defini­
tivas», puede resultar confuso. Por ejemplo, en una
ocasión, en un programa de adiestramiento clínico
para clérigos en un hospital mental, había un joven
sacerdote que era tan serio que casi llegaba a ser
grave. Quería estar seguro de tener una oportunidad
de trabajar con un paciente cuyos problemas Fueran
auténticamente religiosos, claramente asuntos de «preo­
cupación definitiva». Se seleccionó un paciente a quien
el sacerdote debía ofrecer su cuidado pastoral. El pa­
ciente era un hombre profundamente deprimido de
unos treinta años que sufría de una sensación pro­
funda de inexplicable culpabilidad. Se quejaba de la
ausencia absoluta de sentido de su vida y estaba obse­
sionado por encontrar respuesta a la siguiente pre
gunta: «¿Quién soy?».
El joven sacerdote se sintió moralmente insatisfe
cho con este paciente que «sólo estaba deprimido» en
vez de que le asignaran a alguien con problemas ver­
daderamente religiosos. El supervisor resolvió la difi­
cultad. Disculpándose, le quitó el primer paciente y
lo sustituyó por un segundo. Se trataba de una mujer
que tenía una única preocupación, esta vez indudable­
mente religiosa. La experiencia central de su vida y
prácticamente de lo único que hablaba era lo que le
sucedía cada noche. Cada vez que se apagaban las
luces de la casa y se hacía silencio, el Señor se le
acercaba a la cama, se metía bajo las colchas y hacía
el amor con ella.
Turbado, el joven sacerdote habló honestamente
con su supervisor. Recibió ayuda del servicio pastoral
que había solicitado y optó por trabajar con el pa­
ciente que le habían asignado al principio. El signifi­
cado y la preocupación definitivas se pueden revelar
de formas inesperadas.
Miremos con atención ahora a las cuatro funciones
del cuidado pastoral, lo que realmente hace el curador
de almas: curación, apoyo, guía y reconciliación. Aun­
que una u otra de estas funciones ha llegado a un
primer plano en distintos momentos de la historia de
la cristiandad, están todas interrelacionadas, así como
cada una de ellas es importante en sí misma.
Cuando el curador de almas cura, no recupera sim­
plemente la salud del enfermo. Además, su curación
tiene la cualidad de hacer «íntegra» a la otra persona,
dejándola en mejores condiciones que antes de con­
traer la enfermedad que se le debió curar. Por ejem­
plo, la enfermedad de una persona puede crear una
crisis espiritual en su vida, en especial si está seria­
mente incapacitada o si corre peligro de muerte. En
ese punto, la curación cristiana puede incluir perfec­
tamente la sacudida espiritual que puede acontecer
cuando un hombre revalúa las prioridades de su vida.
De esta manera, puede terminar estando espiritual­
mente «más sano» después de la cura que antes de la
aparición de la enfermedad.
Tradicionalmente, una de las formas en que se
puede lograr la curación es untando el cuerpo del en­
fermo con aceite que ha sido bendecido. Los proble­
mas y malos sentimientos fueron experimentados ante
riormente como espíritus sucios o demonios. En con­
secuencia, el aceite se colocaba por lo general en los
orificios del cuerpo. ¿Por qué otros portales podrían
haber entrado los demonios?
Una segunda forma de llevar a cabo esta curación
pastoral de la iglesia cristiana es poniendo en con­
tacto al enfermo con reliquias sagradas. Típicamente,
se cree que estas reliquias son trozos y piezas de los
restos de los cuerpos de los santos o artefactos aso­
ciados con la vida de Jesús (como un trozo de la
Cruz en que fue crucificado). Este poder residual de
curación a veces fue institucionalizado con la cons­
trucción de templos a los que podían ir los enfermos
a curarse. Por desgracia, también permitió que seres
inescrupulosos juntaran suficientes restos de la Cruz
como para construir con ellos toda una iglesia.
Otra forma de asistencia curativa cristiana es la
imposición de manos. Aquí la víctima de la aflicción
es tocada por una persona carismática que tiene pode
res especiales de curación. Eso fue lo que hizo Jesús:
Vino también a él un leproso a pedirle favor; e
hincándose de rodillas, le dijo: Si tú quieres, puedes
curarme.
Jesús, compadeciéndose de él, extendió la mano, y
tocándole le dice: Quiero, sé curado.
Y acabando de decir esto, al instante desapareció
de él la lepra, y quedó curado.2

Y finalmente, los espíritus malevolentes o demonios


pueden ser expulsados por medio de rituales especiales
y encantaciones o haciéndoles salir de un cuerpo para
que entren en otro. Así sucedió con cierto orate, un
hombre de espíritu sucio que vivía entre las tumbas.
El hombre, clamando en alta voz le dijo a Jesús:
¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del
Altísimo Dios? En nombre del mismo Dios, te conjuro
que no me atormentes.
Y es que Jesús le decía: Sal, espíritu inmundo,
sal de ese hombre.
Y preguntóle Jesús: ¿Cuál es tu nombre? Y él res
pondió: Mi nombre es legión, porque somos muchos.
Y suplicábale con ahínco que no le echase de aquel
país.
Estaba pac iendo en la falda del monte vecino una
gran piara de cerdos.
Y los espíritus infernales le rogaban diciendo: En­
víanos a los cerdos para que vayamos y estemos den­
tro de ellos.
Y Jesús se lo permitió al instante; y saliendo los
espíritus inmundos, entraron en los cerdos; y con gran
furia toda la piara, en que se contaban al pie de dos
mil, corrió a precipitarse en el mar, en donde se ane­
garon todos.
Los que los guardaban se huyeron y trajeron las
nuevas a la ciudad y a las alquerías; las gentes salie
ron a ver lo acontecido.3

Luego, cuando la gente acudió a ver lo sucedido,


encontraron al loco sentado a los pies de Jesús. Estaba
en paz, finalmente libre de sus demonios y cuerdo.
Este método de curación se denomina exorcismo. Como
en muchos otros casos de cuidado pastoral, también se
pueden encontrar funciones equivalentes, en religiones
no-cristianas.
Otro aspecto de la tarea del curador de almas es
conservar. Tal vez es más complejo y menos concreto
que la curación, pero al menos tiene igual impor­
tancia. Es una tarea que implica, primero, conservar
la situación del enfermo con un mínimo de pérdida.
Lo siguiente es la importancia de hacer ver a la vícti­
ma que, sean cuales sean sus pérdidas, tiene un con­
suelo: ninguna pérdida anula sus posibilidades de
relación con el Señor. Entonces, también resulta nece­
sario ayudar al enfermo a consolidar todos los recur
sos que aún tenga. Y por último, la redención es
posible. Si se acepta realmente la pérdida, puede
ayudar a que la persona continúe viviendo con lo que
tiene por el resto de su vida. De esta manera, en su
papel de conservador, el curador de almas ayuda al
afligido a aceptar sus pérdidas, a enfrentarse a las
cosas tal como son y a continuar viviendo.
Aun otra importante función del cuidado pastoral
es la guía espiritual. Esto implica ayudar a un afli
gido a tomar decisiones importantes en un período
crítico de la vida. Esta guía estaba basada en la sabi­
duría de la cristiandad y abarca desde escuchar con
simpatía al afligido hasta darle consejos directos. En
la Edad Media, el ministerio del guía espiritual estuvo
seriamente implicado en artes demonológicas, es de
cir en ayudar a un hombre a no lidiar a solas contra
el maligno. Más tarde, cambiaron las metáforas del
conflicto, pero continuó el reconocimiento de la im
portancia de la toma de decisiones cruciales en mo­
mentos críticos.
En torno a las funciones del cuidado pastoral está
la reconciliación. En las manos del curador de almas,
esto significa ayudar a establecer o renovar relacio­
nes tanto entre alienados y sus vecinos como entre esa
gente y Dios. Esto se puede lograr inspirando un sen­
timiento de perdón en la persona atormentada. A ve­
ces, se intenta la reconciliación por medio de la disci­
plina, es decir, ordenando a la gente a ser buena. Sin
embargo, lo más eficaz es cuando el curador de almas
logra que la gente se ponga en contacto con esa huma­
nidad esencial que hay en todos nosotros y con el
amor de Dios por el hombre. Así sucedió con Jesús:

Cuando he aquí que tos escribas y tos fariseos


traen a una mujer cogida en adulterio y, poniéndola
en medio,
dijeron a Jesús: Maestro, esta mujer acaba de ser
sorprendida en adulterio.
Moisés en la ley nos tiene mandado apedrear a
tales. Tú, ¿qué dices a esto...?
Mas como porfiasen ellos en preguntarle, se ende­
rezó y les dijo: El que de vosotros se halle sin pecado,
tire contra ella la primera piedra.
Y volviendo a inclinarse otra vez, continuaba escri­
biendo en el suelo.
Mas, oída tal respuesta, se iban descabullendo, uno
tras otro, com enzando por los más viejos, h asta que
d e j a r o n s o l o a J e s ú s y a la m u j e r q u e e s t a b a en m e d io .
E n ton ces, Jesús, e n d e r e z á n d o s e , le d i j o : M u j e r , ¿ d ó n d e
están tus acusadores? ¿ N adie te ha condenado?
Ella respondió: N in gun o, Señor. Y Jesús com pade
cido la dijo: Pues ta m p o co yo te condenaré. Anda y
no peques más en a d e l a n t e .4

Cada una de estas funciones de cuidado pastoral


está sujeta a abuso a manos de gente moralista y ma­
nipuladora que asume el papel de curador de almas.
Es muy tentador decidir lo que más le conviene a los
demás, a confundir nuestras propias necesidades se
cretas con lo que es «por su propio bien».

El confesor

Se tiene la impresión de que los hombres siempre


han sentido la necesidad de compartir sus secretos con
los demás, en especial aquellos secretos de los que se
sienten culpables. Al compartirlos, buscan un alivio en
su soledad, recuperar la confianza en su propia valía
y la expiación de la culpabilidad. En la iglesia cristia­
na, esta inclinación del hombre ha sido elevada a rango
de obligación, ritualizada en su realización y además
se le ha dado un agente formal para su mediación,
el confesor.
La curiosa historia de las confesiones cristianas em­
pieza con la fundación bíblica de cuando Jesús dio a
sus apóstoles la autoridad de lidiar con los pecados
de los hombres: Y a t i t e d a r é l a s ¡ l a v e s d e l r e i n o d e
los cielos; y to d o lo que a ta res en la tierra, s e rá ta m ­
b ié n a t a d o en ¡os c ie lo s ; y t o d o lo q u e d e s a ta r e s s o b r e
la tierra, será ta m b ién desatado en l o s c i e l o s .5 Y más
específicamente: Quedan perdonados Jos pecados a
qu ien es los p e r d o n a r e is ; y quedan reten idos a los que
se l o s r e t u v i e r e i s .6
A fin de que los detentores de ese poder pudieran
juzgar cada caso, debían escuchar las confesiones del
penitente. Esta necesidad de conocer los detalles de
cada pecado fue de hecho conculcada en la ley cris­
tiana durante el Concilio de Tiento. En los primeros
cuatrocientos años después de la llegada de Cristo, Ja
confesión personal en la primitiva iglesia cristiana se
hacía en público. La gente vivía en pequeñas comuni­
dades en las cuales sus pecados por lo general estaban
dirigidos contra sus vecinos. Entonces, parece razo­
nable que los hombres se confesaran e hicieran peni­
tencia ante los miembros ofendidos de su comunidad.
En otro sentido, la misma confesión (más que la peni
tencia) mediatizaba la reconciliación.7
Durante el siglo v, las cosas empezaron a cambiar.
Tal vez se debió a la oposición a confesarse de parte
de algunos de los miembros más poderosos o influ­
yentes de esas comunidades. No es seguro, pero fue
en ese tiempo que la iglesia decidió «sellar» la con­
fesión.8 Lo que esto significó fue que de forma cre
ciente la confesión, el pecado y la correspondiente peni­
tencia, que en un tiempo habían sido públicos, ahora
se convirtieron en un asunto privado entre el pecador
y el confesor. Setecientos años más tarde, esta tenden­
cia se ha establecido como práctica absoluta y uni­
versal de la iglesia.
Toda confesión era secreta y los confesores esta­
ban obligados a no revelar nada de lo que habían
escuchado. Esta privacidad sin duda posibilitó los abu­
sos a los que luego se refirió Martín Lutero. El obje
tivo pasó de la confesión y la reconciliación a la peni
tencia y la absolución. Los confesores podían vender
indulgencias a los ricos que confesaban sus pecados,
protegidos como estaban del escrutinio público. No
cabe duda que la Reforma eliminó al intermediario
humano dejando que cada hombre fuera un sacerdote
directamente responsable ante Dios. De cualquier modo,
hasta la fecha, los feligreses protestantes acuden a
sus pastores para confesarse y buscar la asistencia
que les ofrecen los consejeros pastorales.
Además de la corrupción del rol del confesor, co
rrupción denunciada por Lutero, también se ha desa
rrollado una curiosa corrupción en la persona que se
confiesa. En la iglesia católica apostólica romana, el
pecador se confiesa al confesor; es escuchado, juz­
gado y se le da su penitencia. Si hace la penitencia
y se arrepiente sinceramente e intenta evitar futuras
ocasiones de pecado, se le da el perdón del Señor a
través del confesor. Pero algunos pecadores rechazan
el perdón de Dios: saben más que Dios. Aún son cul­
pables y no se perdonan. Éste es un pecado de orgullo
conocido como escrupulosidad.9
Otro grave problema es sin duda la debilidad del
intermediario, del confesor. No me ocuparé aquí de
problemas teológicos como la relación entre el confe­
sor como hombre y el confesor como intermediario
de Dios. Sin embargo, existe un cuento muy revela­
dor de F. Scott Fitzgerald titulado «Absolución»,10 que
trata el tema de la confesión. En este cuento, el con­
fesor es un joven sacerdote con fríos ojos acuosos que
en el silencio de la noche derrama gélidas lágrimas.
Se revela su problema una tarde calurosa cuando es
incapaz de hacer su trabajo divino y concentrarse en
la confesión de un niño de once años que está sen­
tado incómodo ante el sacerdote en su estudio.
El niño está aterrorizado porque ha pecado. Ha
hecho cosas terribles. Ha mentido a su padre. Ha to­
mado el nombre de Dios en vano. Ha sido malo con
una anciana. Ha fumado en el granero. El sacerdote,
el confesor, experimenta una inmensa dificultad en
asumir su papel de intermediario de Dios y juzgar y
perdonar los pecados del niño. Le resulta difícil fun­
damentalmente porque una y otra vez le distraen los
ruidos de las muchachas suecas que pasan bajo la
ventana. Sus risas y sus suaves voces le hacen pensar
en la noche que en toda la tierra habría estas rubias
niñas del norte y los altos jóvenes de las granjas echa
dos lado a lado en el trigo, bajo la luna.

El Padre Espiritual en el Desierto

Cuatro siglos después de que Cristo anduviese por


la tierra, ciertos religiosos se lanzaron en peregrinacio­
nes espirituales. Se iban a vivir conjo ermitaños en
los desiertos de Egipto, Palestina y Siria. Antonio fue
el primero y otros hombres siguieron sus pasos du
rante cien años. Algunos de estos nombres se recuer
dan hasta hoy, nombres como el del mismo Antonio,
Basilio y Jerónimo. La mayoría de los demás nombres
se han olvidado. No obstante, continúa viva la tradi
ción espiritual de estos Padres del Desierto.
Estos sacerdotes iban a vivir sus vidas en las cue­
vas del desierto. Dirigían su mirada a la eternidad,
sus hábitos a la austeridad y sus personas a la soledad.
Paradójicamente, su ejemplo enseñó a otros hombres
mucho más sobre sus propias vidas cotidianas que
sobre la eternidad. La conciencia de las generaciones
posteriores se ha visto influenciada por la manera en
que los Padres del Desierto negaban la importancia
última de la vida en la tierra. Enseñaron a sus descen­
dientes a evaluar sus experiencias con claridad cen­
trándose más en la calidad que en la duración. En vez
de desacreditar al tiempo comparándolo con la eter­
nidad, volvieron a dirigir la atención del hombre a la
profundidad de significado que puede traer todo mo
mento. Enseñaron a los hombres a ser eternos, hora
tras hora, en este mundo.
Los Padres del Desierto no sólo buscaban su pro­
pia salvación, sino que a menudo daban instrucción y
consejo a los demás. Jóvenes monjes y discípulos se
acercaban a los Padres del Desierto en búsqueda de
guía espiritual. Tradicionalmente, formulaban su pro­
blema, tal vez en la forma de una tentación contra
la que luchaban. El joven entonces le decía al hermi
taño, «Dime una palabra de salvación». Las respuestas
eran generalmente simples, directas y personales.
Los Padres del Desierto no confiaban en las amo­
nestaciones. Su forma primaria de enseñar era con el
ejemplo y sólo después con palabras. Así fue cuando
un hermano se dirigió a Abba Poemen y le dijo:
Algunos hermanos están viviendo conmigo, ¿quieres
que los aleccione?
El anciano contestó:
—De ninguna manera. Primero actúa y si desean
«vivir», ellos mismos pondrán en efecto la lección.
El herm ano dijo:
—A b b a , ellos m ism os qu ieren que los gobierne.
Y el an cian o le rep licó :
—N o , sé un m odelo para ellos y no un l e g i s l a d o r . 11

A veces el Padre del Desierto debía ser severo con


su discípulo. Los hermanos jóvenes tenían momentos
especialmente difíciles con la soledad de esta vida. Re­
currían al Padre del Desierto no en busca de guía sino
para ser rescatados. Le sucedió a un joven que nece­
sitaba una palabra de Abba Moses en Scete. El an
ciano le dijo, «Ve y siéntate en tu celda y tu celda te
enseñará todas las cosas».12 Pero si a veces sus pala
bras eran severas, esto era para ayudar a que el joven
hiciera lo que debía, por más que se desconcertase.
El consejo de Abba Moses, por ejemplo, fue una ma
nera de encauzar al joven a la desnuda realidad de
su propia soledad. Es crucial que las palabras severas
no broten de una necesidad secreta de dominación de
parte del maestro.
Pese al aislamiento de vivir en celdas solitarias, era
fundamental que el joven monje pudiera tener con
tacto directo con un maestro. Dice Antonio que «el
monje debe hacer saber a sus superiores cada paso
que da y cada gota de agua que bebe en su celda
para constatar que no lo está haciendo incorrecta
mente».13
Por supuesto, hay un elemento de ironía en una
soledad que debe ser revelada a los demás. Esta iro­
nía permea la tradición de los Padres Espirituales del
Desierto. El monje busca la soledad del desierto como
condición de salvación y está solo con lo solo.14 Es
una manera de buscar una confrontación con Dios,
cara a cara. Y sin embargo, justamente en ese mo­
mento no se puede ignorar el dolor gigantesco del
mundo.15 Y ciertamente, es Antonio, el primero de
estos ermitaños, que dice, Nuestro vecino es la vida
y la muerte.16
Se debe examinar y reexaminar el significado de
la soledad. Es bastante plausible estar en la celda por
los motivos erróneos. Al final, puede resultar que la
soledad y otros esfuerzos supuestamente virtuosos no
son más que formas sutiles de exaltaciones tercas y
orgullosas del propio ser. En el mejor de los casos, la
vida solitaria en una celda es un modo de aceptar la
soledad. Puede ser útil la ayuda de los demás, pero
primero de todo un hombre debe ayudarse a sí mismo.
En la soledad de la celda, el joven monje debe bata­
llar contra los demonios, enfrentarse a sus ilusiones
y resistir las tentaciones. Y por esa razón se ha des­
crito la vida en la celda como estar en un horno
feroz y cuando no vives santamente en la celda, la
misma celda, por sí misma, te vomita.17
Un elemento importante de la guía espiritual de
los Padres del Desierto es su manera de encaminar
a los jóvenes hacia sus celdas, de hacer que vuelvan a
lidiar consigo mismos. Pero esta instrucción de nada
sirve si no se le ayuda al hermano a comprender que
debe regresar a ceder a la soledad. Si simplemente
vuelve a su celda a entregarse a amargas y hostiles
fantasías sobre los otros hombres, lo mejor será que
no vuelva de ningún modo a la celda. Como nos dice
Abba Lucius, A menos que enmiendes tu vida yendo y
viniendo entre los hombres, no la enmendarás vi­
viendo solo.18 Algunos hombres aún no están prepara
dos para beneficiarse de la soledad monástica.
A unos jóvenes monjes les preocupaba lo poco que
sentían que podían usar la soledad. A uno de ellos
le dijo un Padre del Desierto, Siéntate en tu celda y
haz lo que puedas y no te aflijas, porque lo poco que
hagas es como las grandes y numerosas cosas que hizo
Antonio en el desierto.19 Y hubo otros jóvenes para
quienes la soledad no sería de modo alguno el sendero
a la salvación. A uno de ellos se le apareció una visión
en su celda y le dijo:

—¿Por qué estás tan desolado y afligido?


—Porque busco la voluntad de Dios.
—Es voluntad del Señor que sirvas a la raza humana
para que se reconcilie con Él.
—¿Pregunto sobre la voluntad del Señor y tú me
contestas que sirva a los hombres?
Y repitió (la visión) tres veces:
—La voluntad de Dios es que sirvas a los hombres
para llevarlos a Él.20

Por tanto, hay muchos caminos a la salvación y


pese a su dedicación a la soledad, los Padres del De­
sierto lo comprendían y enseñaban. Cuando a Abba
Nistero le preguntaron qué obra buena podía hacer
un hombre, el anciano contestó, Lo... que tú descu­
bras que desea hacer tu alma cuando sigue a Dios;
hazlo y persevera.21
No obstante, de alguna manera se trata de un
asunto más sutil de lo que parece. La búsqueda de
la salvación es más un estado mental y espiritual que
el escenario físico en que se la lleva a cabo. Y por
eso, también se dijo, Es mejor estar rodeado por
muchos y vivir una vida solitaria por propia voluntad,
que estar solo y que el deseo de tu mente sea estar
con la multitud.22
Aunque las palabras de los Padres del Desierto ten­
drían un sentido general para todos los hombres en
caso que se encuentren en circunstancias similares,
cada una de ellas era primero la respuesta a una pre­
gunta determinada de un hombre determinado. Esta­
ba encaminada a ayudarle, entonces y allí, pero no de
una forma autoritaria. En cambio, la palabra era un
intento de ayudar a que el joven monje descubriera
la naturaleza de la voluntad divina para sí mismo y en
aquel tiempo y lugar.
A veces a los jóvenes monjes les es difícil compren­
der por qué los Padres del Desierto daban respuestas
que parecían contradictorias cuando diferentes mon­
jes hacían la misma pregunta. Por ejemplo:

En una ocasión Abba Joseph fue reprochado por


lo siguiente. Cuando preguntaron cómo enfrentar los
malos pensamientos, le dijo a un monje que les re­
sistiera con todas sus fuerzas y los arrojara de si.
Y a otro que no les prestara atención... El segundo
se quejó de la contradicción. (Y el abba contestó a su
in terro g a d o r más ex p erim en ta d o d i c i e n d o :)... Te ha
blé com o me h ubiera h ablado a mí m i s m o . 23
Hombres diferentes deben buscar la tranquilidad
y el sereno reposo de maneras diferentes.
Los principios que preocupaban a los Padres y las
maneras, en que los enseñaban se aclaran cuando exa
minamos su preocupación por la austeridad. Se pien­
sa que debido a que estos hombres vivían solos y su­
frían las privaciones del desierto y su propio sacrificio,
el ascetismo simple les era de máxima importancia.
Pero resulta que no era así.
Fue Antonio quien señaló que un hombre podía
portar su cuerpo con abstinencia, pero que si carecía
de discreción, aún estaba muy lejos de Dios. Lo mis­
mo sucede a un hombre que ha cedido a la tentación
y entonces busca la penitencia para que se le perdo­
ne. Cuando le preguntó un monje que había cometido
un gran pecado si debía hacer penitencia tres años o
un año o cuarenta días, el Padre simplemente le con­
testó que cada cifra de tiempo era buena. Finalmente,
añadió que sentía que tres días satisfarían a Dios si
el monje se arrepentía de todo corazón.
Además, los Padres del Desierto eran lo bastante
sagaces como para no dejarse impresionar por sim­
ples sacrificios en aras de elevación. Y así fue cuando
comparando los servicios de los jóvenes monjes, un
anciano dijo, Si aquel hermano que ayuna seis días se
colgara de las aletas de la nariz, no podría igualar al
otro que asiste a los enfermos.24
Una austeridad conciente de sí misma no es auste
ridad. Y así fue cuando cierto monje encontró a unas
monjas en el camino y huyó al verlas. Sabiamente le
dijo el abad: Si fueras un monje perfecto, no habrías
mirado tanto como para darte cuenta de que eran mu
jeres
Los Padres del Desierto comprendían que la auste­
ridad no era un fin en sí mismo. Resulta fácil tentarse
con el orgullo de la propia humildad, y por eso, te­
nían que aprender modos de lidiar con esto tanto ellos
como su discípulos. Y así fue como ciertos ancianos
dijeron, Si ves a un joven ascendiendo por propia vo-
luntad a los cielos, cógelo del pie y arrójalo sobre la
tierra porque eso no es bueno para él.26 Esto se lleva
ba a cabo de formas nada ambiguas:
Un cierto hermano, habiendo renunciado al mundo
y tomando los hábitos, de inmediato se encerró di
ciendo, «Estoy decidido a ser un solitario». Pero cuan
do los ancianos se enteraron, fueron y lo sacaron y
le hicieron ir por las celdas de la congregación y ha­
cer penitencia ante cada una diciendo, «Perdóname
porque no soy un solitario, sino que sólo he intentado
empezar a ser un monje».27
Considerada en sí misma, esta forma de correctivo
es algo confusa. Cuando era necesario, los Padres po
dían ser severos, pero también podían ser tiernos,
comprensivos y generosos. Así fue cuando un joven
monje fue a quejarse de lo que le afligían los pensa­
mientos libidinosos y encontró ayuda. El anciano le
alentó a que lidiara con esos pensamientos revelándo­
los en vez de guardárselos en secreto. Y así el joven
volvió una y otra vez al anciano. Después de once
viajes a la celda del anciano, éste le dijo: Créeme,
hijo mío, que si Dios permitiera que pasaran a ti los
pensamientos que atormentan mi alma, tú no los so­
portarías y te entregarías a ellos sin más.28
El abad Pastor comprendía lo difícil que le es a
un hombre perseverar y cuánto aliento necesita. Por
tanto, dijo: Si un hombre ha pecado y no lo niega,
no le riñáis porque podéis romper el propósito de su
corazón. En cambio, decidle: «No estés triste, her­
mano, sino que cuídate a partir de ahora» y consegui
réis que su corazón se llene de arrepentimiento.29
En algún momento de la historia, desaparecieron
de esta tradición los aspectos de generosidad y ter­
nura. La soledad y la austeridad se convirtieron en
fuentes de autotortura y cada uno trataba de superar
a los demás en su entrega al dolor en este mundo a
fin de alcanzar la felicidad del venidero.
Los Padres sucumbieron a sus tentaciones de arro­
gancia volviéndose cada vez más arbitrarios y domi­
nantes. Sus órdenes fueron cada vez menos razonables
a medida que empezaban a insultar cruelmente la
dignidad de los hombres a quienes se suponía que
debían brindar su guía espiritual. Originalmente, los
Padres habían acentuado el ascetismo como un medio
para superar las pequeñas preocupaciones. Más tarde,
fue como si el único objetivo del adiestramiento ascé
tico fuera destruir... la integridad personal... por
(medio) de la obediencia ciega.30

El Amigo de Dios

La Reforma, ese revolucionario movimiento religioso


del siglo XVI, que culminó con el establecimiento del
protestantismo, fue un complejo fenómeno sociopolítico
y hasta económico. El central argumento eclesiástico
de la Reforma hizo su aparición en las protestas de
Martín Lutero contra ciertas prácticas de la iglesia,
pero incluso esas opiniones religiosas se alimentaban
de muchas fuentes. Una importante fuente de inspi­
ración para Lutero fue Johannes Eckhart, el más
famoso de los místicos alemanes del siglo XIV. Este
pío dominicano llamado Meister (Maestro) Eckhart,
este Amigo de Dios, tuvo que defenderse de acusacio
nes de gran herejía mística doscientos años antes de
la Reforma, la que debió sus orígenes a luchas como
la de Eckhart.
No se trata de que Meister Eckhart intentara vol­
ver a los hombres en contra de Dios; él sólo esperaba
volverlos a Dios. Como guía espiritual, admitía que
podía ser culpable de error, pero no de herejía, por­
que lo primero tiene que ver con la mente y lo se
gundo con la voluntad.31 Siempre fue un hombre a
favor de las cosas, casi nunca en contra. Creía en
tratar de superar las mentiras y el mal revelando lo
verdadero y el bien en vez de luchar con críticas y ana
temas. Para este Amigo de Dios, el Ser Divino era afir
mación pura a ser alcanzada no por medio de la lucha
sino sólo por la fe.
Creía que Dios es amor y que la salvación perso­
nal, el centro de la vida, sólo podía buscarse en unión
directa con Dios. De esta fusión mística entre el cono­
cedor y lo conocido habla Meister Eckhart cuando
nos dice: El ojo con que veo a Dios es el mismo ojo
que me ve a mí.32 Anticipa la posterior mayor impor
tancia de la justificación por la fe que por las obras
cuando señala que no se puede lograr esta unión a
través de actos externos de penitencia como el ayuno
o andar descalzo. En cambio dice al pecador que
dirija su mirada a nuestro amado Dios con afecto
imperturbable... Logres lo que logres, tal es tu ca
m in o33
Incluso la inclinación al pecado, dice, es siempre
beneficiosa. Es un asunto de voluntad inclinarse a la
virtud o al vicio. El Reino de Dios está verdaderamen­
te a mano dentro de cada uno de nosotros y todos
los hombres pueden llegar a saberlo. La meditación,
la oración y el abrirse a Dios es lo único que se ne­
cesita, sin la mediación del sacerdote o el sacramen­
to. La gracia y la bondad divinas no necesitan ser
imploradas, sino cogidas sin preguntar.
Cada hombre debe hacer esto a su manera y siendo
s í mismo en su vida. De modo que cuando un sacer
dote le dijo a este Amigo de Dios que desearía tener
el alma de Meister Eckhart en su cuerpo en vez de la
propia, este guru cristiano le replicó: Serías realmente
tonto. Eso no te llevaría a ninguna parte; te beneficia­
ría tanto como si tu alma estuviera en mi cuerpo.
Ningún alma puede hacer nada si no es mediante el
cuerpo al que está atada.34
Lo que se necesita es que todo hombre se vacíe
de las cosas a fin de poder llenarse de Dios. Tiene que
vivir su vida, pero no desear más que la felicidad con
Dios porque cuando un hombre vive en el amor y la
pureza, Dios retoza y se ríe.35 Únicamente un amoroso
Amigo de Dios puede ofrecer una teología tan asom­
brosa como la siguiente: Cuando Dios se ríe del alma,
y el alma se ríe de Dios, las personas de la trinidad
son concebidas.36
Este guru cristiano del Medioevo, en sus sermones
y en sus inspiradas «charlas de instrucción» fue mu
cho más allá de las enseñanzas sistemáticas y graves
de su tiempo. Ofreció reabrir lo inmediato de la expe-
rienda espiritual a todos los creyentes. Una hermosa
leyenda expresa la manera de estar con Dios en el
mundo, leyenda con la que Eckhart inspiró a genera­
ciones de místicos alemanes que siguieron su camino:

Meister Eckhart se encontró con un hermoso niño des-


[nudo.
Le preguntó de dónde venía
Le contestó: Vengo de Dios.
¿Dónde le dejaste?
En los corazones virtuosos.
¿Dónde le encontraste?
Donde yo abandoné a todas las criaturas.
¿Quién eres?
Un rey.
¿Dónde está tu reino?
En mi corazón.
¡Cuídate de que nadie te lo divida!
Lo haré.
Entonces le llevó a su celda.
Llévate el abrigo que quieras.
¡Entonces, no seré rey!
Y desapareció.
Porque era el mismo Dios
que se estaba divirtiendo un poco.37

Las enseñanzas de Meister Eckhart echaron raíz y


florecieron sólo para marchitarse en los restos exánimes
y engañosos del protestantismo moderno, reteniendo su
forma pero no su vitalidad. La justificación por la fe a
menudo llevó a buenas intenciones sin ninguna respon­
sabilidad social, a más cháchara amorosa que a una
acción amorosa. La popularización ha fomentado una
reducción destructiva de las estructuras morales hasta
convertirlas en superficies «agradables». Y la vaguedad
del misticismo ha dado como resultado un insidioso eli
tismo en aquellos que han alcanzado la salvación.
7. Metáforas del Oriente

El Buda compasivo

Se cuenta una historia del Buda,1 el Perfecto, el Posee


dor de las Diez Fuerzas, y cómo enseñó su doctrina a
Kisa Gotami en un tiempo en que ésta se sentía abru­
mada por la pena. Kisa Gotami, llamada la Frágil,
tenía un hijo que había sido la luz de sus ojos. Suce­
dió que apenas supo andar, correr y jugar, falleció.
Tan grande era el dolor de Kisa Gotami que no
podía aceptar la muerte del niño.
En cambio se lanzó a las calles llevando el cadáver
de su hijo a la cintura. Iba de casa en casa golpeando
a cada puerta y pidiendo, «Dadme medicina para mi
hijo». La gente veía que estaba loca. Se reían de ella
y le decían, «No hay medicinas para los muertos».
Pero ella actuaba como si no comprendiera y conti
nuaba pidiendo.
Un cierto anciano sabio vio a Kisa Gotami y com­
prendió que la pena por la muerte de su hijo la había
enloquecido. No se rió de ella, sino que le dijo, «Mujer,
el único que puede conocer la medicina para tu hijo
es el Poseedor de las Diez Fuerzas que es el más pode­
roso de los dioses y de los hombres. Vete al monas
terio. Ve a él y pídele la medicina para tu hijo».
Al ver que el anciano hablaba con la verdad, la
mujer se encaminó con su hijo al monasterio donde
residía el Buda. Ansiosamente, se acercó al Sillón de
los Budas donde estaba sentado el Maestro. «Quiero
medicina para mi hijo, Compasivo», dijo ella.
Sonriendo serenamente, el Buda contestó, «Está
bien que hayas venido. Esto es lo que debes hacer.
Debes ir a cada casa del pueblo y en cada una debes
pedir que te den pequeños granos de mostaza. Pero
no sirve cualquier casa. Sólo debes aceptar granos de
mostaza de casas donde jamás haya muerto nadie».
Gotami estuvo de acuerdo de inmediato y con de­
leite volvió a entrar en la ciudad. Golpeó a la pri­
mera puerta y dijo, «Soy yo, Gotami, me envía el
Poseedor de las Diez Fuerzas. Me daréis pequeños
granos de mortaza. Ésta es la medicina que necesito
para mi hijo». Y cuando le trajeron las semillas de
mortaza, ella añadió: «Antes de coger las semillas,
decidme, ¿en esta casa no ha muerto nadie?». «Oh, no,
Gotami —le contestaron—, los muertos de esta casa
son incontables.» «Entonces, debo ir a otra parte
—dijo Gotami—; el Perfecto fue muy claro al respecto.
Debo buscar granos de mostaza únicamente en casas
que no han sido visitadas por la muerte.»
Y fue de casa en casa. Pero siempre la respuesta
era la misma. En todo el poblado, no había una sola
casa no tocada por la muerte. Por último, entendió
porqué la había enviado en esta misión imposible.
Abandonó la ciudad abrumada por sus sentimientos
y llevó a su hijo al cementerio. Allí le enterró.
Al regresar al monasterio, fue recibida por el Buda
de suave sonrisa que le preguntó: «Buena Gotami,
¿has traído las semillas de mostaza de la casa sin
muertos tal como te dije?».
Y Gotami contestó: «Muy honrado señor, no hay
casas en que se desconozca la muerte. Toda la huma­
nidad está tocada por la muerte. Mi propio hijo ama­
do está muerto. Pero ahora veo que quien nace debe
morir. Todo pasa. No hay medicina para ello sino la
aceptación. No hay más cura que el conocimiento. Ha
terminado mi búsqueda de semillas de mostaza. Tú,
Poseedor de las Diez Fuerzas, me has dado refugio.
Gracias, Perfecto».
Durante la vida del Buda mientras andaba entre
sus discípulos, éstos no separaban su vida de sus ense­
ñanzas. Su manera de ser y su relación con aquellos
que llegaban a él era tan parte de su doctrina que creer
en él era comprender su doctrina. Sin embargo, una vez
que desapareció, sus enseñanzas se vaciaron. Sus fie­
les pueden repetir de memoria lo que él enseñó, pero
con el tiempo se perdió su conexión con la persona
del Maestro.3
El Maestro del Tao

El budismo indio se hizo más y más especulativo des­


pués de la muerte del Buda. Esos conocimientos ya
no tan útiles se desplazaron hacia el norte, a China,
donde se toparon con el toísmo de Lao Tzu (605 a. de C.)
y de Chuang Tzu (330 a. de C.) y se transformaron en
el enfoque a veces humorístico, rebelde ante la tradi­
ción y finalmente pragmático que luego se plasmaría
en el Zen.
¿Quién fue este Chuang Tzu y qué es el Tao? No
es muy fácil contestar semejantes preguntas. En la
China antigua, los filósofos y los sabios de numero­
sas escuelas diferentes estaban todos abocados a un
solo interrogante: ¿Cómo puede un hombre vivir en
este mundo absurdo y caótico, dominado por el sufri
miento humano? La respuesta que ofreció el maestro
taoísta Chuang Tzu fue la siguiente: Libérate del
mundo.3
Esta liberación no tenía nada que ver con una
negación de la realidad o con una huida de la misma.
Más bien se trata de alcanzar el wu-wei o estado de
inacción, un estado ajeno a la lucha en el cual uno se
funde con el Tao, el Camino de la Vida, la unidad
subyacente del hombre, la naturaleza y el universo.
Pero Chuang Tzu no explicó nada de esto a sus segui­
dores; les mostraba el Camino por medio de parábo­
las, chistes o fábulas. Por ejemplo: Había una vez un
dragón de una sola pata llamado Kui cuya envidia de
un centípeto le llevó a preguntar, «¿Cómo puede ser
que uses cien patas cuando yo uso mi única pierna
con dificultad?». «Es muy simple —replicó el centí
peto—, no las domino en absoluto. Se caen en todas
partes como gotas de saliva.4»
Todo hombre debe aprender a vivir tal como tra­
baja el buen artesano, con habilidad, con gracia y sin
tener que detenerse a pensar en lo que se debe hacer
a cada momento. Todo hombre debe empezar por con­
vertirse en lo que realmente es. Cada criatura tiene
sus propios dones especiales. Los buenos caballos pue-
den viajar cien millas por día, pero no pueden cazar
ratones.5
Cuando un afligido fue a visitar al maestro taoísta
Lao Tzu con la esperanza de que le aliviara sus pro
blemas, el maestro le preguntó de inmediato, «¿Por
qué has venido con toda esta multitud de gente?».
Dándose vuelta para ver quién estaba a su lado, el
afligido no vio a nadie. El maestro, por supuesto, se
refería a la abrumadora compañía de conceptos con­
vencionales de mal y bien que el hombre lleva dentro
de sí, «esa multitud de gente» que constituye nuestras
inútiles preocupaciones. Se pueden desechar los males
creados por el hombre y que uno lleva en sí si se
abandona el hábito de calificar las cosas como malas
o buenas. Por ello, Chuang Tzu, nos cuenta la parábola
de una leprosa que cuando da a luz en la oscuridad
de la noche, se apresura a coger una antorcha y a
examinar el niño, temblando de terror por las dudas
de que se pareciera a ella.6
Lo que nos cuesta nuestra felicidad es el batallar
por cosas que realmente no nos pertenecen en vez de
entregamos al Camino. Pero los maestros taoístas sa
bían que esto no era nada fácil de enseñar, en espe
cial cuando el discípulo dependía de un discurso ló­
gico como medio de establecer la verdad. Y en con­
secuencia, los maestros no ofrecían argumentos lógicos.
En cambio contaban historias graciosas, a veces ab­
surdas a fin de liberar a aquellos que iban en su ayuda,
de ayudarles a ver que jamás encontrarían la felicidad
a menos que dejaran de buscarla. He aquí un ejemplo
de estos intercambios:

H uí T zu dijo a Chuang Tzu, «Tengo un inmenso


árbol llamado ailanto. Tiene el tronco tan nudoso e
irregular que no lo puedo medir; sus ramas son dema
siado retorcidas y combadas para cuadrar un compás
o una escuadra. Se la podría poner cerca de un ca
mino y ningún carpintero se fijaría en él. También
tus palabras son grandes e inútiles, y por eso, ¡todo el
mundo las rechaza!».
Chuang Tzu dijo, «Quizá nunca hayas visto un gato
salvaje o una comadreja. Se encogen y esconden espe
rando que pase algo cerca. Saltan y corren al este o
al oeste sin dudar en ir por lo alto o por lo bajo...
hasta que caen en la trampa y mueren en la red.
Luego también está el yac, grande corno una nube que
cubre el cielo. Por cierto sabe muy bien cómo ser
grande aunque no sabe cazar ratones. Y tú tien es ,este
árbol inmenso y te aflige que sea inútil. ¿Por qué no
lo plantas en el pueblo de Ni-Siquiera-Nada, o en el
campo de Extenso-e-I limitado, te relajas y te quedas
a su lado sin hacer nada, o te echas a dormir un buen
sueño acogedor bajo sus ramas? Las hachas jamás
acortarán su vida, nada lo puede dañar. Si no tiene
uso, ¿cómo puede llegar al dolor o a la aflicción?».7

Hay mucha preocupación acerca de si un hombre


es una cosa u otra, si está en un sitio o en otro. Por
tanto, gran parte de la vida de un hombre se consume
haciendo inútiles distinciones cuando, en realidad, las
transformaciones no tendrían que molestamos tanto
mientras dejen libre al hombre en el Tao, del mismo
modo que el pez necesita perderse en el agua. Eso le
sucedió a Chuang Tzu cuando una noche soñó que
era una mariposa. Fue feliz aleteando y yendo de una
flor a otra, deslizándose suavemente en una cálida
brisa y mirando la luz brillante del sol que era trans
formada por los amorosos colores de sus alas trans­
lúcidas. Fue tan encantadoramente una mariposa que
ya no supo más que era Chuang Tzu. A la mañana
cuando despertó, el sueño aún le parecía tan real que
no supo si era un hombre que había soñado ser una
mariposa o que ahora soñaba que era un hombre.8
De este modo, los maestros del Tao enseñan que
la vida se puede comprender mejor, metafóricamente,
como un viaje absolutamente libre y sin destino. Ni
siquiera la muerte puede cambiar esto porque tam­
bién ella forma parte del Camino:

Cuando Lao Tzu murió, Ch'in Shih fue a condoler


se, pero después de pegar tres gritos, dejó la habi
tación.
—¿No era usted amigo del maestro? —le preguntó
uno de los discípulos de Lao Tzu.
—Sí.
—¿Y piensa que es correcto condolerse de esta
forma?
—Sí —contestó Sh’in Shih—. Al principio le con­
sideré un hombre real, pero ahora sé que no lo era.
Hace un momento, cuando entré en la habitación, en­
contré ancianos llorándolo como si lloraran a un hijo,
y a jóvenes llorándolo como si lloraran por su madre.
Para haber reunido un grupo semejante, debe de haber
hecho algo para que hablen de él aunque él no les
pidió que hablasen, para hacerles llorar de esta manera
aunque no les haya pedido que llorasen. Esto es es
conderse del Cielo, dar la espalda al verdadero estado
de las cosas y olvidarse de con qué se ha nacido. En
los viejos tiempos, esto se llamaba el delito de escon­
derse del Cielo. Vuestro maestro apareció porque era
su momento y se ha ido porque las cosas deben seguir
su curso. Si estáis contentos con su vida y dispuestos
a seguir su camino, entonces ni la pena ni la alegría
tienen lugar aquí. En los viejos tiempos, esto se lla
mába estar libre de las cadenas de Dios.
Aunque la grasa se quema en la antorcha, el fuego
continúa y nadie sabe dónde terminará.9
Cuando Chuang Tzu descubrió que sus discípulos
pensaban darle un espléndido funeral, exigió saber por
qué gastaban su energía de ese modo, ya que si no le
enterraban, tendría todo el cielo y toda la tierra, las
estrellas y los planetas a su alrededor. Sus discípulos
protestaron de que si no se le enterraba, lo más se­
guro era que lo devorasen los cuervos y los milanos.
Y el Maestro del Tao replicó: Pues sobre la tierra me
devorarán los cuervos y los milanos, y bajo tierra, las
hormigas y los gusanos. En ambos casos, seré devo
rado. ¿Por qué estáis en contra de las aves? 10
Los Maestros del Tao comprendían que no era fácil
que un hombre se entregara al Camino. Ofrecían dos
alternativas supuestamente contradictorias a estar atra­
pado en la lucha desesperada que no permite que un
hombre sea uno con su propia naturaleza. La primera
solución se ofrece al hombre que intenta obtener lo
imposible de obtener (el don del Tao), un hombre que
persiste en tratar de lograr lo que el esfuerzo no
puede lograr, que insiste en razonar sobre cosas que
no puede comprender. Se le advierte que será des
truido por las mismas cosas que está buscando. Se le
dice que el inicio correcto es dejar de persistir cuando
no puede adelantar más por sus propios actos. La
primera solución es dejar de actuar en esa dirección.
El conflicto inútil con las leyes incambiables de la
existencia simplemente desgastan al hombre. Lo mism
o le sucede si lucha contra ciertos aspectos de su
naturaleza que no ceden. Y por esa razón, para cier­
tos hombres, la primera solución, la de cejar, no fun­
ciona. Esos hombres tienen necesidad de la segunda
solución, la de consentir. Y por eso se cuenta lo
siguiente:

Cuando el príncipe Mou de Wei vivía como anaco


reta en Chungsan, le dijo al taoísta Chung Tzu, «Mi
cuerpo está aquí entre lagos y ríos, pero mi alma
está en el palacio de Wei. ¿Qué puedo hacer?». «Preo
cúpate más de lo que hay dentro tuyo», contestó Chu-
nang Tzu, «y menos de lo que puedes conseguir de los
demás». «Sé que lo debería hacer», dijo el príncipe,
«pero no puedo dominar mis sentimientos». «Si no
puedes dominar tus sentimientos», replicó Chuang Tzu,
«entonces déjalos en libertad. No hay nada peor para
el alma que no dejar en libertad los sentimientos que
no puede dominar. Esto se denomina la Doble Herida,
y de aquellos que la sufren, no hay nadie que consiga
vivir todo el tiempo de su vida».11

Si no puedes dejarlo todo, consiéntelo.


A menudo los hombres se resisten a los dos con­
sejos. Ahora como entonces, a los hombres les inte
resa más mantener la ilusión del control y la certi­
dumbre. Para ese fin, se organizan y entremeten como
si supieran en todo momento lo que es mejor y cómo
serán las cosas. Los Maestros del Tao enseñaban que
organizarse es destruir. Debemos descubrir el orden
natural de las cosas en vez de inventarlo. Esa es cla­
ramente la lección que se desprende de la siguiente:

Fus, el d i o s del océano del sur, y F reí, el d i o s del


o céa n o del norte, se e n c o n tra ro n una vez d e ca su a lid a d
en el re in o de Caos, el d i o s del centro. Caos les trató
con g en erosidad y los d o s discutieron cóm o devolverle
sus am abilidades. S e habían dado cu en ta de que m ien ­
tras todo el mundo tenía siete orificios para la vista,
e l o í d o , la r e s p i r a c i ó n , e t c é t e r a , C a o s n o t e n i a n i n g u n o .
Por tan to, decidieron hacer el experim en to de h acerle
agu jeros. Cada día hacían uno, y en el séptim o, Caos
m u r i ó .12

El taoísmo no continuó teniendo la fuerza que los


maestros originales habían tratado de infundirle. La
idea de olvidarse de la lógica, el control y la organiza­
ción sin saber lo que uno pasivamente está recibiendo
no fue tolerado con facilidad por la mayoría de la
gente. Resultaba tanto más fácil tener un programa
positivo, una metodología clara y ciertos objetivos.
Y el taoísmo, a medida que se popularizaba, degene
raba. Con el tiempo, esta visión sutilmente provocativa,
evasiva y liberadora se redujo a una a m a l g a m a d e
su perstición , alqu im ia, m agia y n a t u r i s m o . 13

El M aestro de E tica

La sabiduría de Confucio, el Maestro de Etica, y la de


los Maestros del Tao, florecieron en China casi al
mismo tiempo (hace unos 2.500 años) y a veces sirvie­
ron como formas rivales de vida para la gente de ese
tiempo y lugar. Los taoístas enseñaban que la orga
nización destruía el orden natural. Enseñaban la inac­
ción, una ausencia de esfuerzo y alentaban a entre­
garse pasivamente al Camino. En gran parte, impartían
estas enseñanzas implicando a sus discípulos con his­
torias absurdamente cómicas que eran tanto irracio­
nales como iconoclastas.
Los Maestros de Etica, por otro lado, enseñaban la
necesidad de un orden social bien razonado, basado
en la elaboración personal de cada individuo de un
enfoque ético. Esta actitud debía centrarse en una con­
sideración por los sentimientos de los demás. Aunque
el respeto a la autoridad y el estudio de las antiguas
escrituras también eran apreciados, se las debía con
siderar de una forma razonable que tuviera en cuenta
las necesidades del momento, en vez de someterse a
ellas con una obediencia ciega y carente de reflexión.
De este modo, los Maestros de Etica se dedicaron a
cambiar activamente el orden social en aras de una
orientación más humanista. No se necesitaba ningún
ideal divino. La medida de cada hombre era a partir
de ese momento el propio hombre.
Los Maestros de Etica enseñaban de una forma más
directa que los Maestros del Tao. Lo hacían amones­
tando acerca de asuntos morales y teniendo al Maestro
como ejemplo de una elevada moral idealista. La ma­
nera ejemplar de los Maestros Confucianos conocida
como ju es descrita de este modo. Al prepararse a
satisfacer una solicitud de consejo, el Maestro debía
empezar por aprender de forma independiente el cono­
cimiento requerido, y, al mismo tiempo, intentar de­
sarrollar integridad y honestidad de carácter. Toda su
persona debía portar el sello de su filosofía, desde el
acicalamiento de su vestido hasta el gran cuidado que
debía ser evidente en sus acciones.

...sus grandes negativas parecen carecer de respeto


y sus pequeñas negativas se parecen a modales falsos;
cuando aparece en ocasiones públicas, su aspecto ins
pira pavor, y en ocasiones íntimas, parece automargi
nado; son difíciles de obtener sus servicios y difíciles
de conservar al tiempo que parece amable y débil... Se
le puede uno acercar con modales amables, pero no
intimidar con la fuerza; es afable pero no se le pue­
de obligar a hacer lo que no quiere; y se le puede
matar, pero no hacerle humillar... Vive con tos mo­
dernos pero estudia con tos antiguos... Su vida puede
estar amenazada, pero no cambia el curso de su con­
ducta. Aunque vive en peligro, su alma sigue siendo la
suya y aún entonces no olvida los sufrimientos del
pueblo.1
4

El método básico de estos Maestros de Etica era


la conversación, lo que dio como resultado las colec­
ciones de proverbios que han llegado a nuestros días
(las Analectas). Pero los proverbios son algo engaño
sos en lo que se refiere a la naturaleza del diálogo
entre maestro y discípulo. Un ejemplo sería la si
guiente declaración de Confucio: «No enseñaré a nin
gún hombre que no tenga ansias de aprender y no
explicaré nada a nadie que no trate de aclararse las
cosas a sí mismo. Y si explico una cuarta parte y el
hombre no se retira y reflexiona y descubre por sí
mismo las implicaciones de las tres cuartas partes
restantes, no me molestaré en volverle a enseñar».15
Porque al mismo tiempo había un elemento de
gran devoción personal en estos intercambios supues­
tamente intelectuales. El compromiso del discípulo
con su Maestro queda perfectamente en claro en estas
palabras de Yei Huei. En una ocasión, él y su Maestro
fueron atacados y se les separó por un tiempo. Cuando
Yen Huei reapareció, su Maestro le dijo, «Pensé que te
habían matado». La respuesta de Yen fue, «Mientras
usted viva, cómo puede ser que me maten». No menos
preocupación fue demostrada por un Maestro al que
le preguntaron porqué lloraba tan amargamente la
muerte de uno de sus numerosos discípulos. Con sim­
plicidad, replicó, «Si no lloro amargamente la muerte
de una persona así, ¿por quién entonces tendría que
llorar amargamente?».
Las enseñanzas de estos Maestros de Etica transfor­
mó muchas vidas y hasta afectó sociedades enteras
cuando sus practicantes fueron los nobles y los gober­
nantes. Pero al cabo de un tiempo, lo que se había
empezado como un diálogo acerca de situaciones prác
ticas, lo que había sido la guía para útiles convencio
nes con las que los hombres podían vivir en paz y
armonía, todo terminó como un conjunto de ideales
codificados por medio del cual se podía alcanzar la
perfección. Eventualmente, si alguien quería ser un
hombre superior, debía saber una tres mil trescientas
normas de conducta y entonces se transformaba en un
actor superior.16

Los Maestros Zen

Los estudiosos pueden rastrear algunas de las etapas


de la evolución del budismo Zen desde sus primerí
simos antecedentes en el budismo «puro» Theravada
del sur de India hace muchos siglos. Pueden remontar
su curso a medida que su contenido cautivaba la ima­
ginación de cada vez más gente, en el norte de India,
luego en China y finalmente en Japón. Los cambios
doctrinales y las permutaciones de estilo pueden com­
prenderse a la luz de cambiantes interacciones cuando
el primer budismo resultó afectado por nuevos modelos
sociales, políticos y culturales a los que se debieron
someter estas creencias mientras pasaban de un grupo
de conversos a otro.
No obstante, hay una historia más Zen y más sim­
ple del budismo Zen. Es así. Sucedió que en una oca­
sión un personaje muy importante recurrió al Buda
para su iluminación. Este noble le ofreció un ramo
de oro y pidió que a cambio el Buda le revelara el
significado de la realidad. El Iluminado cogió la flor
con una mano, la puso delante de sí y la contempló en
silencio. Al cabo de un rato, el noble sonrió. Había
recibido la iluminación. Era la sonrisa de la ilumina­
ción que desde entonces pasó de un maestro a otro.
De este modo creció el Zen y de este modo se con
servó.17
Esta historia en que se muestra al Buda enseñando
el camino de la iluminación sin decir una palabra es
un ejemplo importante de un tipo de técnica de ins­
trucción Zen: 18 el método directo. Al confiar más en
la acción que en las palabras, el maestro Zen inspira
al discípulo a ser sí mismo en cada instante pasajero
de la vida, a ser tal como es, sin darle tiempo de cons­
truir ideas salidas de palabras ni de usar la memoria
para hacer del ahora parte del pasado conocido.
Tradicionalmente, el maestro Zen llevaba un garro
te de madera con el que podía traspasar el filosofar
de su discípulo golpeándole secamente e inesperada
mente en el costado de la cabeza, a menudo gritando
al mismo tiempo: «¡K w ats!». Ni el golpe ni el grito
«significaban» nada. Simplemente retrotraían al discí
pulo de forma rápida y tajante al presente sin ninguna
explicación ni esperanza de explicación porque no hay
nada que explicar. La reflexión sobre la vida no se
debe confundir con la misma vida. La vida es para
vivir. Si señalo la luna con el dedo, cometeríais un
grave error si mirarais mi dedo y creyerais que ahora
habíais llegado a conocer la luna.
Aunque este método directo de instrucción sin pa­
labras es la técnica de enseñanza más característica
de los maestros Zen, ellos también utilizan métodos
verbales. Tal vez el más conocido es el ejercicio del
koan. Un koan es un problema que el maestro da a
resolver a su discípulo. Éste trata de resolverlo de
forma convencional o intelectual hasta que se da cuen­
ta de que no puede. En ese momento, puede alcanzar
la «iluminación» o desesperar.
El koan puede consistir en una oración o en una
pregunta del maestro, como por ejemplo, «Dime cuál
es el sonido de una mano», o «Muéstrame tu rostro
original antes de que nacieras», «La flor no es roja
ni es verde el sauce».
Aveces, el koan es una respuesta del maestro dada
en contestación a una pregunta del discípulo, como
por ejemplo:
El joven monje pregunta, «¿Quién es Buda?».
El maestro responde, «Tres granos de arroz».
El joven monje pregunta, «¿Cuál es el secreto de
la iluminación?».
El maestro replica, «Cuando tengas hambre, come;
y cuando estés cansado, duerme».
El joven monje pregunta, «¿Qué es Zen?»
El maestro contesta, «Aceite hirviendo sobre un
fuego brillante».
El joven monje pregunta, «¿Cómo veré la verdad?»
El maestro contesta, «A través de tus ojos cotidia
nos».
El koan puede parecer directo en el tono, o puede
ser abiertamente asombroso. Siempre resulta paradó­
jico e impenetrable a la lógica. El discípulo puede
pasar meses o incluso años tratando de resolver el
problema hasta que se le ocurre que no hay ningún
problema que resolver. La única solución es dejar, de
tratar de «comprender» (porque no hay nada que com­
prender) y responder espontáneamente. La iluminación
consiste en reconocer que el maestro Zen no tiene nada
que enseñar. El discípulo ya sabe todo lo que tiene
que saber, pero no confía en esta percepción espon­
tánea del mundo. Insiste en que debe haber algo más,
que algún secreto espera ser descubierto. De este modo,
crea problemas muy parecidos al problema de super
vivencia de un hombre que se apreta fuertemente el
propio cuello.
La naturaleza de la enseñanza del maestro y del
Jugar de este en relación con sus discípulos tiene su
mayor encanto en las anécdotas que conforman la
riqueza de la literatura Zen. Por ejemplo, había un
joven discípulo del maestro Zen Bankei que un día
se quejó de tener un carácter ingobernable y pre
guntó cómo podía curarlo. Bankei replicó que real
mente se trataba de algo sumamente extraño y dijo,
«Deja que vea lo que tienes». El joven le contestó que
en ese momento no se lo podía mostrar. Bankei
quiso saber cuándo le podría mostrar su mal carác
ter. El estudiante sólo le pudo decir que le sobrevenía
de forma inesperada. Bankei concluyó: «Entonces no
debe tratarse de tu verdadera naturaleza. De serlo, me
lo podrías mostrar en cualquier momento. Cuando na­
ciste, no la tenías y tus padres no te la dieron. Pién
salo».10
Para algunos, la iluminación es instantánea. Le su­
cedió a un joven monje en busca de iluminación que
llegó al monasterio donde residía el maestro Joshu.
El primer día fue a ver al anciano y le dijo, «Por favor,
enséñame». En respuesta, Joshu preguntó, «¿Has co
mido tus gachas de arroz?». «Sí, las he comido»,
contestó el joven. «Entonces, será mejor que te laves
el plato», dijo Joshu. El joven sonrió sabiendo que en
ese momento había recibido la iluminación.20
De alguna manera, el maestro Zen muestra que
no sólo no tiene nada que enseñar, sino que tampoco
hay nada que aprender. Todo es exactamente como
parece ser. Unicamente el interrogante es lo que causa
los problemas; únicamente la exigencia de tener un
orden, un significado secreto, una certeza. No obstan
te, aunque siempre la iluminación es inminente, a ve­
ces sólo se alcanza mediante largos años de ascetismo,
meditación y estudio disciplinado con un maestro
Zen.
Así le sucedió a Shoju que había estudiado muchos
años con el maestro Mu-nan, de quien sería el único
sucesor. Cuando Mu-nan creyó que moriría pronto,
llamó a Shoju a su lado. Debido a que Shoju era el
único que podía continuar las enseñanzas de Mu-nan,
el anciano ofreció a su discípulo un valioso libro que
tradicionalmente había llegado a representar la su
cesión. Shoju protestó:

—Si el libro es algo tan importante, será mejor


que lo guarde usted... Yo he recibido su Zen sin es
crituras y estoy satisfecho tal como es.
—Lo sé —dijo Mu-nan—. Aún así, esta obra ha
pasado de maestro a maestro durante siete generacio­
nes, de modo que guárdalo como símbolo de haber
recibido ¡a enseñanza. Aquí tienes.
Los dos estaban ante un bracero. Apenas Shoju
tuvo el libro en sus manos, lo arrojó a los carbones
ardientes. No tenía deseo de posesiones. Mu-nan, que
jamás había estado enfadado, gritó:
—¿Qué estás haciendo?
Shoju replicó:
—¿Qué está diciendo?21

El interés en el Zen se ha visto atacado reciente­


mente por dos tipos opuestos de corrupción denomi­
nados Beat Zen y Square Zen.
El Beat Zen es una especie de justificación indis-
criminada de cualquier cosa que ocurra por accidente
o capricho. Tales hechos y acontecimientos son vistos
como más reales, artísticos o libres que cualquier cosa
nacida de la disciplina o el diseño. Esta devoción al
azar es inmensamente distante de los accidentes con­
trolados de los artistas Zen y del simple ascetismo
de los antiguos maestros. El Beat Zen es un Zen
fácil, un Zen falsificado, fruto de rebeliones colorea­
das, de afectaciones bohemias y a menudo mediati­
zado con experiencias de drogas.
El Square Zen, por otro lado, es una disciplina cul
turalista y esotérica que dice que sólo se puede alcan­
zar la iluminación de la manera prescrita por un grupo
determinado (como por ejemplo pasando períodos es­
tipulados de tiempo en posiciones especiales de medi­
tación en un monasterio Zen). Los fieles tienen gran
conciencia de los distintos niveles de iniciación; están
preocupados por el ritual y acuciados por la dificultad
de lo que intentan. El grupo parece haber perdido las
originales cualidades Zen de naturalidad, espontanei­
dad y la multiplicidad de senderos conducentes a la
Iluminación.
8. Metáforas de Grecia y de Roma

El sabio

Alrededor del siglo VI a. de C., en Grecia había gran


ansiedad y malestar nacidos de los éxitos radicales de
un pueblo inteligente. La evolución de las constitucio­
nes democráticas exigió luchas apasionadas. Los jui­
cios y opiniones independientes estaban en la arena
política y el impacto de las personalidades individua­
les se profundizó a todo nivel.
En ese mismo tiempo, empezó a aparecer una ma
nera radicalmente nueva de ver los problemas del hom­
bre en la naturaleza. A medida que los filósofos re­
examinaban el problema de los orígenes, se alejaban
de pensar en términos del «principio», o sea, del mo
mento de la creación del mundo.1 En vez, se dedica
ron a pensar en términos de un «territorio de expe­
riencia», una «primera causa». No tenía importancia
saber quién hizo el mundo y por qué. En cambio, em­
pezaron a preguntar, «¿Qué es lo fundamental en el
universo?». Estos pensadores suponían sin cuestiona
miento alguno que había un solo orden fundamental
en el universo, y que, por tanto, ahora se lo podía con
siderar como una unidad inteligible.
Fue en tiempo que se cuestionaron tajantemente
los antiguos vínculos de fe y moral hasta entonces
incuestionables. Fue un tiempo en que el pensamiento
se emancipó del mito.2 Se vio amenazada la corriente
moral de la vida cotidiana y fue incierta la dirección
ética de los jóvenes. Tal vez en parte como respuesta
a esta necesidad de guía moral, apareció un pequeño
grupo de maestros que luego fue denominado los Siete
Sabios de Grecia. Por lo general, se dice que sus miem­
bros eran Bias, Chilón, Cleobulo, Pitaco, Pittacus, Solón
y Thales.
Estos maestros normalmente participaban de la
vida pública, pero esto parece haber sido más una
cuestión de su propio deseo de comprender y de im
pactar que una respuesta a demandas de sus comuni-
dades. Los Sabios enseñaban en Esparta y Creta, pero
su influencia no fue acusada fuera de estos lugares.
En parte la razón fue que a una comunidad le resul­
taba más político simular ignorancia ante sus vecinos
y que se creyera que su gobierno estaba basado en la
valentía y el poder que no en la sabiduría.
De modo que estos sabios se reunían en privado con
sus estudiantes y éstos debían ocultar lo que apren­
dían ante cualquier forastero con quien se pusieran
en contacto. Sabemos por Sócrates que estos filóso
fos primitivos enseñaban de una manera que permitía
a sus estudiantes en cualquier momento del discurso...
aportar algún dicho notable, terso y lleno de signifi
cado y que daba de lleno en el objetivo; y la persona
con la que hablan (estos sabios) es como un niño en
sus manos.3
Nos han llegado muy pocas de estas breves y me­
morables oraciones, aunque una de ellas es el pivote
del diálogo de Sócrates con el sofista Protágoras. Jun
tos elijen un proverbio del sabio Pitaco, Difícil es ser
bueno. Esto provee a Platón de una herramienta para
examinar la cuestión de si se puede enseñar la virtud.
Se han conservado otros dos proverbios de los
Sabios; más que conservado, en realidad entronizado.
Estos lemas llegaron a grabarse en el templo del
Oráculo de Delfos, el templo del culto a Apolo. A ese
lugar fueron los griegos durante siglos en busca de
consejos. El proverbio de los Sabios dice: Conócete a
ti mismo. Es una frase que se convertiría en la piedra
angular de la psicoterapia desde entonces.4 Si este con
sejo a favor del autoconocimiento parecía una carga
desalentadora, entonces los Sabios agregaron: Nada
demasiado.
Los Sabios empezaron como filósofos primitivos,
como hombres dedicados al problema de iluminar a
los jóvenes y ofrecerles una guía moral y un aliento
para la reflexión ética. Sin embargo, con el tiempo,
en la historia del templo de Apolo, se utilizaron sus
enseñanzas en pro de una humildad ante los dioses.
Cuando dejaron de ser una fuente de apoyo en un uni
verso inteligible, se convirtieron en lemas con los cua-
les los hombres eran capaces de evitar la venganza
divina (nemesis) que se podía desencadenar contra
aquellos culpables de la arrogante presunción de co
nocer el mundo (hubris).

El Oráculo

Hubo un tiempo en el que el templo de Apolo fue un


sitio de gran ayuda en materia de consejos para el
pueblo griego. Allí fue donde Apolo, el dios de la
curación (cuyo hijo Esculapio se convirtió en santo
patrón de la medicina), hablaba como Oráculo. Quie­
nes iban por su ayuda le oían hablar por intermedio
de su sacerdotisa del mismo modo que se dice que
los espíritus hablan por medio de una médium en
una sesión de espiritismo.
Muchos afligidos peregrinaban a ese templo en las
alturas de las montañas de Delfos. Se cree que un
gran número de estos peregrinos no iban con proble
mas personales y psicológicos, sino más bien con la
ansiedad de hombres que vivían en tiempos de cam­
bios radicales. El orden público y social estaba en
estado de fermento; hasta la estructura de la familia
se desmoronaba. Era un tiempo en que emergían
nuevas e impredecibles fuerzas y los hombres debían
enfrentar una lucha individual contra la ansiedad de
nuevas posibilidades.5 Apolo, como dios de la razón,
la forma y la lógica, les podía asegurar cuál era el
propósito tras este aparente caos.
Un griego, al hacer la caminata de dos días desde
Atenas al templo del Oráculo, tenía tiempo suficiente
para concentrarse en sus problemas, tal vez para ver­
los bajo una nueva luz. Al mismo tiempo, podía soñar
en cómo le ayudaría el Oráculo, fortaleciendo sus
esperanzas y su fe y ya siendo parte integrante él
mismo de su propia cura.
Todo lo que sucedía en el templo se mantenía en
gran secreto y disponemos de muy poca información
de fiar acerca del tipo de consejos. Se cree que, al
igual que las posteriores médiums, las palabras de
la sacerdotisa del templo eran bastante crípticas y
poéticas, y a veces hasta vagas. El afligido en busca
de ayuda debía interpretar lo que realmente signifi­
caban. Esto le facilitaba encontrar lo que estaba bus­
cando con sólo leer el significado necesitado en el
mensaje críptico. Podía representar el mismo tipo de
ayuda que puede recibir alguien al encontrar una
verdad en un sueño, la misma verdad que esa per­
sona encontraría absolutamente difícil de asumir como
parte de su pensamiento en estado insomne.
Y así, durante largo tiempo, este templo de Apolo
en Delfos sirvió como una fuente de monumental
confianza a los afligidos de la antigua Grecia. Allí
podían encontrar certidumbres en un tiempo de es­
tructuras sociales en crisis. Allí un hombre podía
aprender a armonizar sus tumultuosos sentimientos
con las formas y el orden constructivos que él mis­
mo buscaba. Se le ofrecía apoyo para vivir una vida
de «pasión controlada». Únicamente más tarde, a me
dida que algunos maestros griegos empezaron a te
mer cada vez más el poder de las pasiones fuertes,
el templo del Oráculo empezó a funcionar como una
fuente de inhibición y represión.

El Dios Loco

No es posible comprender el papel del Oráculo para


la adoración de Apolo sin considerar también el otro
rostro del paganismo griego, el Dios Loco. Si Apolo
es el dios del autocontrol y la moderación, Dionisos
es el dios del frenesí y el abandono. Uno era el espí­
ritu y el otro la carne mientras luchaban para ver
cuál de los dos sería el más importante en la vida
cotidiana de Grecia. Los antiguos griegos a veces de­
cían, «Apolo es la cabeza, pero necesita un cuerpo»,
pero los griegos modernos han sabido señalar que
no se necesita a Apolo en la cama.9
Se dice que Apolo llegó a Delfos montado en un
delfín. Allí mató a la sagrada Pitón con sus flechas
de sol, sus flechas de luz, pureza y verdad. La Pitón
había vivido en el centro de la tierra, el omphalos u
ombligo de Delfos; por tanto, su muerte a manos
de Apolo significó la victoria de la esfera superior
del cielo sobre la baja tierra. Es Apolo quien trae
luz, inspiración artística y belleza... (quien es) obje
tivo, calmo, sereno, universal, unificador y ordenado.7
No sorprende que traiga la luz para eliminar la vulga
ridad y el desorden.
Dionisos, por el contrario, representa el impulso
biológico atolondrado, voluntarioso y perpetuo, una
fuerza de impetuosidad irracional y ciega. No es nin
guna sorpresa que su emergencia sea más sórdida,
más llena de tumulto. El Dios Loco era el producto
medio divino y medio humano de la adúltera unión
de Zeus con la mujer moral, Sémele.
Hera, la esposa de Zeus, enfurecida de celos, no
lo podía herir directamente. En cambio, hizo que su
amante sospechara que estaba siendo cortejada por
un monstruo disfrazado. Sémele no haría el amor
con Zeus hasta que éste realmente le probara que
era el rey de los dioses. Zeus se le apareció en toda
su gloria, con relámpagos y truenos sólo para consu
mirla en las llamas de sus propios rayos incandes­
centes. La pobre Sémele estaba embarazada en ese
entonces, y Zeus, a último momento, pudo arrancar
al nonato Dionisos del fuego divino de su padre. Se
lo cosió en un muslo del que más tarde nació.
Dionisos creció como un niño. Cuando brotaba
una nueva vid de las que formaban su cuna, él y las
ninfas que le criaban probaban el fruto del vino.
Todos entonaban canciones, bailaban, reían y culmi
naban en una feliz intoxicación. Hera, aún furiosa e
implacable, eventualmente enloqueció a Dionisos y
él vagó por el mundo propagando la alegría frené
tica, la intoxicación con la vida y la locura del aban
dono creativo.
Este Dios Loco llegó a representar la fertilidad
sexual y el crecimiento de todos los frutos de Ja
tierra. Los festivales de primavera se celebraban en
su honor y él tomaba la forma de una serpiente, un
toro, un chivo y estaba simbolizado por un gran falo
erecto. Pero también era el violento destructor que
venía en forma de fuego, de pantera, de león y de
lince.
En su mejor forma, «Dionisos sintetizaba y en
carnaba la ambivalencia del espíritu salvaje de las
emociones humanas: amor y odio, vida y muerte,
creación y destrucción, tragedia y comedia. Equili
brada todas estas antítesis».8
Si Apolo aportaba la razón segura, el orden y la
objetividad a los griegos, Dionisos brindaba la locu
ra divina de la creatividad inspirada, la libertad del
éxtasis bendito y la realidad de la sexualidad luju
riosa. A la gente que inspiraba la lanzaba a la vida
de la carne, de la libre expresión, del placer teñido
de locura.
Más tarde cuando este culto del Dios Loco apa­
reció en Roma, decayó a una celebración orgiástica
de libertinaje, en vez de una simple jarana. En estas
Bacanales, se reunían los elementos más decadentes
para tramar crímenes y conspiraciones políticas. Don­
de en un tiempo había habido libertad de la opre­
sión de demasiada bondad y orden, ahora sólo había
una pura y llana maldad.

La comadrona

Por fortuna, las virtudes apolíneas no se habían per­


dido del todo. Sócrates, por ejemplo, sentía gran in­
clinación a encontrar formas de enseñar el bien a los
hombres, en especial por medio de diálogos. En una
discusión con Theatetus,9 Sócrates sugiere la metá
fora de la comadrona como medio de comunicar exac
tamente lo que hace cuando está enseñando a los
jóvenes. Revela el secreto de que es hijo de una
valiente y fornida comadrona llamada Phaenarete y
que él mismo es un partero practicante. Sin saber
que lo es, la mayoría del mundo lo ve como el más
extraño de los mortales... (que) casi enloquece a tos
hombres con sus preguntas incesantes.
Él señala que Artemisa, la diosa del parto, no es
una madre. Esto hace que quienes son sus iguales
simpaticen con ella, pero sin embargo ella no honra
a las mujeres estériles haciéndolas comadronas. No
lo podría hacer «porque la naturaleza humana no
puede comprender el misterio de un arte sin experi
mentarlo». Y de ese modo, por medio de un com
promiso, Artemisa asigna el cargo de comadronas a
mujeres que son lo bastante viejas como para haber
pasado la edad de concebir y criar hijos.
Lo mismo le sucede a Sócrates, él mismo dema­
siado viejo ya para crear y producir sus propias ideas
nuevas. En cambio, es el partero de las ideas de los
demás. Es verdad que asiste a hombres y no a mu­
jeres y ellos tienen preñadas las almas y no los
cuerpos. Aún así, cree que vale la pena extender esta
analogía de la comadrona al maestro. De este modo,
descubre que conoce mejor a quien está por conce­
bir una idea que a quien no lo está. El triunfo de
su arte queda descrito como ocurriendo en su minu
cioso examen de si el pensamiento que crea la mente
del joven es un falso ídolo o si se trata de un parto
noble y verdadero.
Algunos jóvenes que recurren a él aparentemente
no tienen nada en ellos. Es entonces cuando Sócrates
debe engatusarles para que se casen con alguien. Es
decir, debe conducirles a relaciones que les estimu­
len la creatividad. No sirve cualquier matrimonio. La
comadrona también es una astuta Celestina... (que)
tiene conocimiento certero de qué uniones son capa­
ces de producir una buena cría.
Y si un joven preñado de ideas llega a ser discí­
pulo de Sócrates, o si queda embarazado de ideas a
través de su maestro, entonces, Sócrates, la comadro­
na, sabe cómo inducir el parto, cómo producir las
contracciones y cómo aliviarlas. La comadrona ayuda
en el parto, pero se debe recordar que el hijo no es
suyo. De modo que aquellos que conversan con Só­
crates se benefician de estar con él. Aún así, él in
siste que jamás aprenden nada estando con él. Sim
plemente, les ayuda a descubrir las ideas que ya cre
cen dentro de ellos. Por supuesto, se reserva el dere-
cho a examinar el feto y estar al alerta por cualquier
señal de deformidad. Entonces, si lo cree oportuno,
al igual que la comadrona, puede ahogar el embrión
en el útero. Pide que los jóvenes no discutan con él
acerca de esos juicios con respecto a sus concepcio
nes, aunque, como él señala, hay algunos que están
dispuestos a morderme cuando les privo de una fan
tasía encantadora.
En su mejor momento, Sócrates es la comadrona
capacitada que asiste al parto de las ideas de otros
hombres. En su peor momento, todo su enfoque pa­
rece una falsedad. El ejemplo más claro de esto últi­
mo es el diálogo inconvincente en el que Sócrates
usa el esclavo de Meno como conejo de Indias condu­
ciéndole por un sendero con la intención de demos
trar que él ya poseía un conocimiento innato de
matemáticas. El lector tiene la impresión de que Só­
crates sólo demuestra lo bien que puede manipular
a una víctima entregada para hacerle decir lo que él
quiere que diga. ¿Qué razón tenemos para creer que
la virtud era más heroica o la debilidad menos mala
en la antigua Grecia que en cualquier otro momento
de la historia humana?

El monitor

La gente de la Grecia antigua y de Roma lucharon,


tal como siempre han luchado los hombres, con el
problema de vivir en un mundo lleno de desilusiones,
de dolor y de sufrimientos. ¿Qué puede hacer un
hombre con una vida tan llena de maldad, una vida
que él puede controlar tan poco, una vida tan irre
versible y tan pasajera? Una de las soluciones pro
puestas en la antigua Grecia fue la de los epicúreos.
Epicuro identificaba el bien con el placer y el dolor
con el mal, pero se daba cuenta de que el mero hedo
nismo a menudo conducía a la larga a más dolor que
placer. En cambio propuso que un sabio debía con
trolar sus deseos, ser sumamente selectivo en los
placeres que buscaba y vivir una vida simple y mo­
derada.
Un conjunto de preceptos muy diferentes y más
complejos fue propuesto por los estoicos de Grecia
y Roma. La literatura estoica incluye los escritos de
varios filósofos (como Epicteto, Marco Aurelio, Séne
ca y Zeno), que aparecieron en un período que com
prende casi quinientos años (dos siglos antes de Cris
to hasta el segundo siglo después de Cristo). Las ideas
difieren dependiendo de quién las escribe o incluso
del sitio donde un estoico determinado llevó a cabo
su propia evolución ideológica.
Hay ciertos temas centrales en el estoicismo (aun­
que tengan diferente importancia en diferentes mo­
mentos). Los filósofos estoicos urgían que el hom­
bre viviera según la naturaleza y que dependiera de
la Razón para ayudarle a encontrar su sitio en esa
naturaleza. Decían que cada uno debía aceptar las
cosas tal como le venían. Un hombre puede tratar
de cambiar aquellas cosas que él tiene el poder de
cambiar, pero la Razón le dice que la mayoría de los
eventos por los que debe pasar un hombre son deter­
minaciones inmutables de un estado de la natura­
leza ordenado racionalmente. Si algún acontecimien­
to parece maléfico, sólo parece ser así porque el
hombre no es lo bastante sabio para comprender
cuál es su lugar en el orden natural del mundo.
En cualquier caso, nada se puede hacer al respecto.
Simplemente no tiene sentido preocuparse de asun­
tos que no podemos de ninguna manera influenciar
de un modo u otro. Los estoicos trataron de enseñar
ideas útiles para vivir una vida feliz y constructiva
sin ser destruidos por el mundo. Y a diferencia de
los epicúreos que tendían a precisar el alejamiento
del mundo y llevar una vida simple, los estoicos re­
querían una participación activa en la vida política
y social de la comunidad. Alentaban a que la gente
se involucrara de forma eficaz con sus semejantes,
pero sólo como una hermandad humana desintere
sada y desapasionada.
Este desapasionamiento es crucial para la actitud
estoica frente a las muchas desilusiones, frustracio­
nes, pérdidas y traiciones de la vida. La emoción
debe ceder paso a un dominio de la voluntad. El auto­
control de proporciones heroicas es el meollo del
que depende la aceptación estoica de la vida. Pero,
¿cómo puede un hombre vivir una vida que no está
dominada por la añoranza, la pena o la furia?
Si un hombre es débil, puede necesitar a alguien
que le guíe. Ciertamente, incluso un hombre fuerte
puede necesitar de una dirección en las primeras eta­
pas de la evolución de su carácter moral. No cabe
duda de que cualquier hombre es a veces descuida­
do, y en esos momentos, necesita de un guardián
que le llame la atención acerca de lo que se ha olvi
dado. Y hasta los hombres mejores y más sabios
pueden necesitar consejo y apoyo cuando se enfren
tan a las tentaciones o cuando les acontecen grandes
pérdidas.10
Lo que se necesita es un monitor, un consejero
que estipule los preceptos que deben guiar a los de­
más. Durante el primer siglo a. de C., vivía un hombre
así en Roma, un filósofo estoico llamado Lucio An
naeus Séneca. Daba consejos a los demás en forma
de cartas y ensayos morales. Se originaban como pa
labras personales de consejo, de elogio o crítica, de
exhortación y consuelo, y estaban dirigidas a parien­
tes y amigos. Más tarde, algunos de estos pensamien­
tos se extendieron en tratados más filosóficos.
Parte de los consejos generales que ofreció el mo­
nitor Séneca se pueden encontrar en su ensayo Sobre
la Providencia. No esconde que prácticamente el hom­
bre sólo vive contratiempos y penurias, ya que debe
subir y bajar las cuestas, ser oprimido y guiar su
barco por aguas turbulentas; debe mantener su curso
pese al destino. Caerá sobre él mucho que es áspero,
mucho que es duro, pero él deberá pulir lo primero,
suavizar lo segundo.11
¿Puede un hombre protegerse aspirando a la vir
tud? No es una pregunta muy simple:

¿Por qué... a veces permite Dios que el mal caiga


sobre hombres buenos ? Seguramente, no lo hace...
(El) les mantiene alejados del crimen, los malos con
sejos y de proyectos en pos del orgullo, la lujuria
ciega y la avaricia... (Es verdad que incluso) los bue
nos pierden a sus h ijo s... son exiliados... y asesina
d o s... ¿Por qué sufrén ciertos males? ¿Enseñarán ellos
a otros a soportar esos m ales ...?12

Lo único que puede hacer un hombre justo es «ofre­


cerse al Destino». Hasta los justos exageran la muerte,
el fin del sufrimiento, algo que puede acaecer de for
ma tan rápida. No sólo la muerte no debe ser temida,
hasta puede ser bien recibida. De hecho, si un hom
bre sabe cómo morir, el destino no tiene poder sobre
él. Así, el suicidio se vuelve una forma deseable de
superar situaciones que son absolutamente intolera­
bles (situaciones como la esclavitud).
Séneca escribe sobre los otros temas estoicos como
borrar la furia de la mente, responder con misericor
dia, el significado del dar y el recibir y lo breve de
la vida. Lo importante es poder vivirla en vez de sen
tarse y lamentarse.
Como Monitor del espíritu, la función más vivida
para Séneca es la de dar ánimos al afligido. Su lite­
ratura de consolación consiste en consuelos y conse­
jos dirigidos a personas determinadas, pero también
pensados para todos los demás. Por ejemplo, escribe,
un ensayo de consuelo a Murcia, una romana cuyo
padre se ha suicidado como acto de rebeldía política,
y quien también ha sufrido la muerte de sus otros
cuatro hijos.
Otro ensayo de consuelo está dirigido a Polibio,
un admirador funcionario romano que ha sufrido la
pérdida de un hermano. El tercero de los consuelos
de Séneca tiene como destinatario a su propia ma
dre, Helvia, en un esfuerzo por consolarla de que él
mismo está exiliado en Córcega.
El enfoque de Séneca es meditado, considerado,
incluso tierno, como cuando le dice a Helvia que espera
que aunque no puedo detener tu llanto, al menos te
he secado las lágrimas.13
Al mismo tiempo, pone de manifiesto la severidad
del Monitor Estoico cuando señala: Alguno dirá: «¿Qué
clase de consuelo es este, recordar males que están bo
rrados, y poner la mente, cuando apenas puede sopor
tar una pena más, a la vista de todos sus males?»...
mi propósito no es curar con medidas suaves, sino cau
terizar y extirpar
Pacientemente intenta llevar al sufriente a través
de todas las alternativas que suministra la Razón. Ayu­
da a quien consuela a ver que nada es duradero; muy
pocas siquiera duran largo tiempo.15 Además, señala
cómo todo podría haber sido peor. Ofrece ejemplos
de las diferentes maneras en que la gente ha reaccio
nado ante las pérdidas y los resultados exactos que
ha habido. Engatusa, coerciona, apoya y acosa.
No obstante, resulta irónico que quizá la función
más significativa que lleva a cabo es que escribe ex
tensamente acerca de los que están sufriendo y trans
porta al sufriente a través de toda la experiencia en
profundidad. Aunque pueda sugerir que el dolor no
puede ser superado, debe ser escondido, aún así, se­
ñala que compartir el dolor con muchos ya es en sí
mismo una forma de consuelo.16 Y aunque pone de ma
nifiesto que la vida es demasiado breve como para
malgastarla en el dolor, asimismo asegura al sufrien
te que su objetivo es ayudarle a «conquistar», no a
«paliar» su tristeza y dolor.
De esta manera, la actitud estoica puede ser su­
mamente útil cuando no se puede hacer nada más. Sin
embargo, esta misma aceptación de que todo lo que
sucede es una determinación de la naturaleza promue­
ve la aceptación de males evitables. Y también, el in­
tento de evitar situaciones que tal vez conduzcan a la
desilusión y a fuertes sentimientos de pena puede ha
cer que el hombre evite los riesgos que conducen a
la aventura, la libertad y la alegría.
9. Metáforas del Renacimiento

Por lo general, se dice que el Renacimiento empezó


en Italia en 1300 y luego se extendió hacia el norte
europeo llegando a Inglaterra en el siglo xvii. Por su
puesto, al igual que otras categorías históricas, es un
invento académico con la intención de dar una apa
riencia de orden a la corriente tercamente incontro
lable de la historia. Y del mismo modo que sucede
con otras convenciones conceptuales arbitrarias, sólo
es útil mientras no la confundamos con la realidad.
Por tanto, resulta importante comprender más allá de
cualquier fenómeno que le atribuyamos, el Renaci­
miento empieza antes y se extiende después de esta
arbitraria clasificación temporal.
Aún así, ¿qué es lo que se entiende por Renacimien­
to? Se trata de un período de renovación del conoci­
miento y las artes después de otro llamado Medioevo
durante el cual esas producciones humanas supues­
tamente habían desaparecido. No cabe duda de que
esta categoría histórica es bastante arbitraria y con­
fusa. De cualquier modo, había algo en el ambiente
y ciertamente los tiempos estaban cambiando (aun­
que no tan discretamente).
Durante la Edad Media, los hombres vivían en un
mundo severamente ordenado, gobernado por Dios, do­
minado por la simbología cristiana, administrado por
una única Madre Iglesia y reprimido por los señores
feudales. Europa era el mundo, la tierra era el centro
del universo y lo que creían esos hombres era cierto.
El redescubrimiento de los clásicos durante el Re­
nacimiento probaría ser de capital importancia para
el cambio de este orden. De forma creciente, la tra­
ducción y el estudio de los escritos griegos y romanos,
olvidados durante largo tiempo, se convirtieron en una
fuente de renovación y de asombro. En la pintura, la
escultura y la literatura renacentistas, el descubrimien­
to de los personajes, ideas y símbolos clásicos empe­
zó a producirse con una frecuencia cada vez más in­
tensa.
En sí mismo, este fenómeno habría producido nue
vas formas de ver el mundo, pero había algo más su
til involucrado en el proceso. En nombre de la belle
za, los símbolos clásicos aparecieron al lado de imá
genes cristianas hasta ese momento incuestionadas, y
ni los símbolos ni las imágenes fueron tratados como
si unos fueran más importante que los otros. Cuando
Venus y Cristo son igualmente válidos. Cristo ha per­
dido su autoridad absoluta. En este período, la Refor­
ma desafió formalmente la autoridad y la legitimidad
de la iglesia católica.
Un hombre de esa época tenía que ver desmoronar
toda su visión de la vida, que experimentar un colap­
so mental. El Renacimiento sería una edad de curio
sidad y aventura. Aparte de que el renacimiento de
los clásicos hiciera más ambiguos los límites que se
paraban lo religioso, lo artístico y lo literario, los ex
ploradores entonces descubrieron tierras allende los
océanos infinitos. No sólo los mares dejaron de ser
barreras infranqueables, sino que el mismo mundo
dejó de ser plano y se volvió redondo. La tierra no
era el centro del universo ni alrededor de ella gira­
ban el sol y los planetas, sino que en realidad esta
esfera tenía que girar en derredor del sol. El telesco
pio demostró que ni siquiera las fieles estrellas ha
bían sido lo suficientemente conocidas como para con
fiar en ellas.
El desarrollo de la ciencia también sirvió para de
mitificar el mundo de Dios. La explicación sobrena
tural empezó a ceder paso a la concepción naturalista,
una concepción que se pudo percibir directamente y
sin interferencias en la perspectiva realista y la ana
tomía del dibiujo renacentista.
Asimismo, se produjeron cambios sociales y polí­
ticos que ofrecieron un apoyo práctico a la cambian­
te cosmología. Los pequeños mundos del feudalismo
empezaron a consolidarse en poderosos gobiernos na
cionales dirigidos por reyes. En el mismo período, una
nueva clase media de comerciantes y banqueros em
pezaba a llegar al poder.
Anteriormente, el hombre sabía dónde estaba, cómo
era el mundo y dónde terminaba. Ahora los cimientos
se desmoronaban y algunas de las estructuras habían
caído. Ninguna importancia tenía el sitio de uno mis­
mo en el mundo de Dios; ahora lo que contaba era
el hombre y específicamente, el individuo. ¿Qué se po­
día hacer? «Haz lo que te plazca,» se convirtió en el
lema. Todas las apuestas anteriores habían perdido.
No había más garantías. Era un tiempo de libertad,
libertad de buscar la belleza y libertad de desarrollar­
se en todas direcciones. Al mismo tiempo, era un tiem­
po de profunda incertidumbre y graves tumultos. ¿A
quién se podía recurrir en busca de consejo? Estudie­
mos a algunos de los hombres que mediante sus es
critos sirvieron como guías al hombre del Renacimien
to. Los tres representantes que he elegido son: 1) Ni
ccolo di Bernardo dei Machiavelli (1469-1527), conse
jero de las artes del Zorro y del León; 2) Baldesar Cas
tiglione (1478-1529), Instructor en buenos modales; y
3) Michel de Montaigne (1533-1592), ensayista del ser.
Pero hay un hombre que nos ha legado más leyenda
que historia, más modelos míticos que enseñanzas:
4) Phillipus Aurelius Thephrastus Bombast von Hohen
heim, conocido como Paracelso (1490-1541), el Mago.

El consejero en las artes del


zorro y el león

Niccolo di Bernardo dei Machiavelli, tenía profunda


conciencia de la incertidumbre que vivía el hombre
del Renacimiento. Ahora que el mundo era natural,
y por ende, indefinido, sólo era cognocible imperfec
tamente. Ya no se podía depender más de satisfacer
a un Dios que todo lo sabía y todo lo podía. En cam
bio, el hombre estaba más involucrado en su propia
ignorancia y su propia indefensión. Maquiavelo deno
minó fortuna a esta nueva imprevisibilidad del mun
do natural, con lo que quiso decir oportunidad, ca
pricho, circunstancia imprevistamente cambiante.
Temeroso de poder ofender a la poderosa iglesia
(eventualmente le sucedió), hizo lugar para Dios cuan­
do dijo que los acontecimientos del mundo están así
gobernados por la fortuna o por Dios y los pruden
tes no pueden cambiarlos, y. . . por el contrario, no
hay el menor rem edio .1 Empero, no desesperaba por
que creía que la fortuna sólo gobierna la mitad de
los actos humanos mientras que la otra mitad queda
en manos del mismo hombre. Esta última parte de
pende de la virtú del hombre, con lo que Maquiavelo
quería significar su capacidad.
Pero, ¿cómo debe usarse esta capacidad, con pre­
caución o con osadía? Dependiendo de las circuns­
tancias, a veces funciona de un modo, a veces de
otro. Pero en suma, Maquiavelo cree que «es mejor
ser impetuoso que precavido ya que la fortuna es una
mujer y es necesaria. Si queréis dominarla, conquis
tadla por la fuerza; y podréis ver que se deja con
quistar más por el osado que por aquellos que obran
fríamente».2
La mayoría de las conjeturas y consejos que ofre­
ció Maquiavelo en sus escritos acentuaban lo público
en detrimento de lo privado. Aun así, por implica
ción hay mucho material útil para guiar la vida pri
vada del hombre del Renacimiento en esos tiempos
de grandes cambios.
Maquiavelo era un diplomático florentino fasci
nado por el fenómeno del poder y a veces se le con
sidera el padre del poder político. Por supuesto, no
inventó él la motivación del poder, pero fue un
astuto observador de su funcionamiento. No obstan­
te, se le ha llegado a conocer como un cínico satá­
nico cuyo nombre produce escalofríos. Hoy día, un
hombre que manipula fríamente a los demás es cali­
ficado de maquiavélico.
Tal vez parte de nuestra condena y repudio de
Maquiavelo tiene que ver con nuestra indisposición
a aceptarnos como los seres sedientos de poder que
él sugiere que somos. Sin duda reconoce ideales y
ética, pero señala claramente que los «hombres, ya
sea en política, en negocios o en su vida privada, no
actúan según sus profesiones de fe».3
No cree en las antiguas imágenes de un orden cos-
mológico y moral. Ve al hombre en contradicción con
el universo, como un ser «irredentamente inconti
nente, absolutamente deseoso e infinitamente ambi
cioso».4 De esta manera antisentimental y dura, Ma
quiavelo hace todo lo que puede por enfrentarse a
la realidad de las motivaciones humanas mientras
intenta comprender al hombre.
Representa sus ideas en forma de discusiones ins­
tructivas y sus obras más conocidas son El príncipe
y Los discursos. Típicamente* una sección empieza
con la enunciación de una tesis determinada. Enton
ces esto es seguido por documentación histórica de
apoyo a su contención. Este enfoque constituye una
versión humanista de una tradición literaria que se
remonta a la Edad Media. Originalmente se trataba
de escritos religiosos llamados exempla que descri
bían ciertos tipos de comportamiento virtuoso ofre
cidos como ejemplos a imitar.
Ahora bien, ¿qué fue lo que Maquiavelo le enseñó
al hombre del Renacimiento acerca de la naturaleza
de la interacción humana y de cómo conseguir lo que
se desea? Lo enuncia con la mayor claridad cuando
escribe:

Creo que es verdad que rara vez un hombre as


ciende de un rango inferior a otro superior sin em
plear la fuerza o el engaño... Un príncipe que quiere
lograr grandes cosas debe aprender a engañar...
Tampoco creo que jamás haya habido un hombre de
humilde condición que llegara al gran poder emplean
do únicamente la fuerza bruta; pero hay muchos que
han obtenido el éxito únicamente por medio del en
gaño...5

El consejo que brinda al príncipe es asimismo un


consejo a todos los hombres. Dice que todo hombre
debería aprender a

imitar al zorro y al león, porque el león no puede


protegerse de las trampas y el zorro no puede prote­
gerse de los lobos. Por tanto, se debe ser un zorro
para reconocer las trampas y un león para atemori
zar los lobos... Si todos los hombres fueran buenos,
este precepto no seria bueno, pero como son malos y
no observarán las normas contigo, tú no estás obligado
a guardar las normas con e llo s...; quienes m ejor han
podido imitar al zorro, más han triunfado. Pero resul
ta necesario ser capaz de ocultar bien el carácter...
(y) quien engaña siem pre encontrará quienes se dejan
engañar.6

Todo esto puede parecer abrumadoramente cruel y


cínico. Sin embargo, es importante comprender que si
Maquiavelo pensaba que el mayor problema de la so
ciedad era el interés inescrupuloso, también creía que
tenía en su poder el germen de su solución. Después
de todo, la supervivencia del hombre depende de al
gún modo de limitar y renunciar a la gratificación in­
mediata de sus necesidades. Es en el propio interés
del hombre enunciar la necesidad de conservar un
estado duradero que funcione para restringir esos im­
pulsos. Por tanto, cuando Maquiavelo escribe de «en­
gaño», no quiere decir únicamente una deliberada de
cepción. En cambio, también incluía las ilusiones y los
convencionalismos que cree necesarios para conservar
y regular el Estado. Unicamente entonces puede sobre
vivir la cultura.
Pese a las respuestas posteriores que tuvieron los
escritos de Maquiavelo denunciándolos como inescru­
pulosa manipulación, no se produjo ningún escándalo
moral cuando vieron la luz. Unicamente los padres de
la iglesia empezaron a ver amenazada su posición por
la cualidad potencialmente revolucionaria de la obra
y entonces, le contraatacaron. Sólo entonces fue con
denado por la Inquisición y se vio obligado a renun
ciar a su cargo.
A menudo se ha ignorado la dedicación de Maquia­
velo a conservar una sociedad duradera. Ahora cual­
quiera que le use como guía, lo más posible es que se
dedique simplemente a liquidar a cualquiera que se le
ponga por el camino.
El instructor de buenos modales

La obra de Maquiavelo sirvió como guía de acción polí


tica; fue una gramática del poder para el hombre del
Renacimiento. El libro del cortesano, de Baldesar Cás
tiglione, fue un manual para moverse en el mundo
social, una gramática de la conducta. La obra de Cas
tiglione es un volumen de conversaciones sociales y
entretenidas que tienen lugar entre los miembros de
la Corte de Urbino. Es una corte ficticia, idealizada,
una visión nostálgica de ideas medievales de caballe­
ría y refinamiento.
Para el hombre del Renacimiento a la deriva en un
mundo de normas inciertas, El libro del cortesano
llegaría a ser un libro de buenos modales, de educa­
ción y buena crianza. Por supuesto, el analfabeto co
mún no tuvo contacto directo con esta obra, pero
las normas impuestas por los «caballeros» y la élite
del poder tuvieron todos los efectos indirectos que tie
nen en cualquier época.
Castiglione intentó llevar los modales a un nivel de
«moral menor» hasta un punto en que no hubiera dis
tinción entre lo hermoso y lo ético. No sólo no habría
separación entre lo bueno y lo hermoso, sino que el
mismo ser debía ser considerado como una obra de
arte. El papel del cortesano es perfeccionarse a sí
mismo dentro de una sociedad pequeña y perfecta.
Castiglione proponía que había atributos y actitu­
des especiales que marcan el ideal cortesano.7 Por em
pezar, lo que busca un hombre es el desarrollo armo
nioso de todo su ser. No puede haber virtuosismo ni
pericia a expensas de dejar sin desarrollar cualquier
función importante. Puede necesitarse disciplina y con
centración para hacer una cosa bastante bien, pero se
necesita suprimir alguna otra parte de un hombre para
que logre hacer algo de forma brillante. El cortesano
debe buscar la maestría sin exagerar el desarrollo.
Castiglione estaba a favor de un espíritu «aficionado»
con el cual podría llegar a ser necesario sacrificar la
eficacia de la acción en aras de un refinamiento de
los sentimientos.
Otra característica importante del cortesano per
fecto es la gravita, una especie de serena dignidad.
Debe poseer un porte «sin arte» y natural, un aire
majestuoso que es casual, casi fortuito. Esta actitud
impregnará cada uno de sus gestos y hasta se puede
llegar a comprobar en el atuendo que ha elegido como
vestimenta.
La característica más importante del cortesano per­
fecto, y quizá la más difícil de definir, es la grazia.
No es una cualidad que se pueda elaborar en cual
quier persona. Se debe poseer de antemano su ger
men si se quiere aprenderla. La gracia es una especie
de encanto que brota del buen juicio de la clase y
características que se dan en una persona cuyas dife
rentes partes están en un estado de verdadera armo
nía. Es una entrega sin esfuerzo de sí mismo a todo
lo que se hace.
Todo esto puede sonar como monumentalmente aris­
tocrático cuando está presentado fuera del contexto
en que se produjo. Las conversaciones cortesanas del
Libro del cortesano empiezan con las damas y los ca­
balleros de la Corte de Urbio disponiéndose a diver
tirse (de una manera en la que Castiglione espera que
se diviertan e instruyan sus lectores). En vez de escri
bir una serie de sermones o conferencias, el instructor
de buenos modales reúne a sus personajes para que
traten de decidir acerca de unos juegos. El primer
juego propuesto podría llamarse «la locura de todo
hombre».8 Debido a que es mucho más fácil ver el
error del vecino que el propio, un personaje propone
que cada uno conteste la siguiente pregunta, «Si yo
estuviera claramente loco, ¿cuál es el tipo de locura
que más tendería a demostrar y en qué conexión si
me atengo a las locuritas que hago cada día?». De esta
manera los miembros de la corte desarrollan una con
ciencia de sí mismos y de las varias clases de posibi
lidades humanas.
Parte de esta exploración caracterológica implica
el desarrollo de actitudes y comportamientos ideales.
Esta búsqueda da comienzo en un juego que podría
llamarse «El perfecto cortesano».9 En esta parte, des-
cubrimos que Castiglione no está interesado simple
mente en una élite aristocrática, por un lado, y una
masa desahuciada de patanes, por el otro. Un perso
naje señala «que entre la gracia suprema y la locura
absurda debe de haber un camino intermedio, y que
aquellos que no están perfectamente dotados por la
naturaleza, pueden, con esfuerzos y cuidados, pulir y
en gran parte corregir sus defectos naturales».
En suma, el instructor de buenos modales resulta
estar profundamente interesado en el autodesarrollo y
en que los hombres deben moverse hacia la modera
ción, el equilibrio racional y la flexibilidad. Un hom
bre debe ser un agente ético, pero lo debe ser dentro
de un sentido de lo hermoso y con un estilo intensa­
mente personal. Por desgracia, este idealismo estético
decayó en una especie de egoísmo y esnobismo. El
ideal del desarrollo del ser como obra de arte dedi
cada a la armonía y la moderación se convirtió en la
base de un diletantismo vacío y superficial.

El ensayista del ser

Anteriormente, sugerí que el hombre renacentista. vi


vía un tiempo de excitación a costa de incertidumbres,
de libertad sin el apoyo confiable de los valores abso
lutos de la Edad Media y de horizontes sin límites
para viajes aún por realizar. La obra de Maquiavelo
podría decirse que le proveyó una guía para la acción
política. El libro de los cortesanos de Castiglione ofre
ció normas de conducta social. Pero para ayuda en tér
minos de conocer y evaluar su propia persona, tuvo
que esperar la aparición de los Ensayos de Michel de
Montaigne.
En la Edad Media, le hubiera parecido una locura
total al hombre medio (como decía ser Montaigne)
pasarse la vida examinando sus propias experiencias.
Y de haberlo hecho ese hombre común, ciertamente
no habría tenido la arrogancia de presumir que seme
jante exploración de sí mismo podría resultar de algún
interés a otra persona. El cuestionamiento renacen-
lista de la autoridad absoluta y el incremento del valor
del individuo sirvieron como un medio más idóneo y,
a su vez, la obra de Montaigne expandió aún más
estos parámetros.
Montaigne estaba bien versado en los clásicos, pero
no puso por encima de su propia experiencia la ense­
ñanza de ningún maestro. El ser y el examen de sus
experiencias cotidianas son la piedra fundamental y
el meollo de su pensamiento:
i
Prefiero estar bien versado en mi mismo que en
Cicerón. En la experiencia que tengo de mí mismo en
cuentro lo suficiente para alcanzar la sabiduría si yo
fuera un buen estudioso. La vida de César no tiene
más lecciones para nosotros que la nuestra, y ya se
trate de la vida de un emperador o de un hombre
común, aún es una vida sujeta a todos los accidentes
humanos. Escuchémosla: nos decimos a nosotros mis
mos todo lo que básicamente necesitamos.10

Montaigne señala que cada uno es tan mortal como


el otro, sea cual sea nuestra situación en la vida. Nadie
es una excepción. A menos que nos obnuvilen nuestras
propias idealizaciones, nota muy vividamente que «tan
to reyes como filósofos defecan; y lo mismo las da
mas».11 En términos menos escatológicos, «ningún hom
bre está libre de decir tonterías».12
En general, no tiene sentido volver los ojos a la
autoridad cuando se busca la verdad. Uno debe mirar­
se a sí mismo. El lema de cada hombre debiera ser,
«¿Qué es lo que sé?». Y esto se debe tratar de con
testar sin esperanza de una respuesta definitiva. Crear
un sistema racional de respuestas puede ofrecer cier
ta coherencia, pero un sistema así siempre violenta
la experiencia.
Cuando Montaigne enfoca su atención en el ser,
no es de ninguna manera asunto de enfocarla en los
aspectos más elevados del ser interior. Más bien se
ocupa de toda la vida, momento a momento. Contempla
las experiencias cotidianas, las impresiones sensoria-
les, las descripciones de cómo vive su casa, sus acti
vidades, su cuerpo y sus funciones.
Al examinar las propias experiencias y las formas
de reacción, un hombre llega a descubrir en sí mismo
una «forma-maestra», un patrón central de personali
dad individual. Montaigne proporciona en su propia
búsqueda personal una guía para semejante explora
ción. Alienta a los demás a descubrir las asombrosas
verdades individuales en el curso de un intenso viaje
personal hacia el ser.
Sin embargo, él también está profundamente inte­
resado en las visiones universales que se pueden hallar
con respecto a lo que en el ser es simplemente más
humano. Tiene esperanza de esas recompensas por­
que cree que «todo hombre conlleva la forma íntegra
de la naturaleza humana».13 Todo hombre está atra
pado en su propia biología y la tela de la vida de
cada hombre está entretejida en parte por lo trivial,
lo cotidiano, lo humano.
Al acentuar este examen de la propia conciencia,
Montaigne no está presentando un caso a favor de lo
contemplativo sobre lo activo. Más bien recalca la ne­
cesidad de todo hombre de comprometerse en una
reflexión solitaria. Incluso en medio de la vida más
activa, un hombre debe tener los pensamientos íntimos
que son un prerrequisito al juicio independiente. Una
parte del ser de cada hombre debe estar libre de la
mirada de los demás. Una parte del ser debe ser abso
lutamente propia. No hay ninguna exclusión amarga y
resentida de los demás, sino una alegre celebración
del propio ser especial. «Es una perfección absoluta
y algo divina el que un hombre sepa cómo disfrutar
correctamente de su propio ser. Buscamos otras con
diciones porque no comprendemos el uso de la propia,
y nos salimos de nosotros mismos porque no conoce
mos nuestro interior.» 14
Montaigne demostró gran desdén por los sistemas
dogmáticos que gobernaban aquellas partes de la vida
que podían contradecir esas tesis. Y valoraba tanto
lo que era fundamentalmente humano que detestaba
cualquier autoridad que separara a los hombres y les
hiciera intrínsecamente diferentes entre sí. No obstan
te, con los años su propio nombre fue usado para apo
yar un hiperindividualismo egocéntrico, una postura
tan contemplativa y centrada en sí misma que era
totalmente apolítica, un humanismo entonces vacío de
preocupación por los demás hombres.

El Magus

El Magus del Renacimiento no fue ni mago ni hechi


cero. Era un hombre de espíritu y un curador que no
practicó los milagros ni la magia, blanca o negra. Sólo
utilizaba las fuerzas ocultas de la naturaleza y al igual
que un intenso doctor Fausto, inspirado luego en él,
el Magus estuvo tentado en vender su propia alma
para obtener los secretos del universo.
Así era el Magus, nacido como Phillipus Aurelius
Theophrastus Bombast von Hohenheim y conocido en
toda la Europa renacentista como Paracelso. Este hom
bre fue un médico itinerante y sin credenciales. No
es tanto su obra o sus enseñanzas las que sirven como
metáfora al psicoterapeuta, sino más bien el cómo
previo lo que se debía aprender, cómo se lo debía
adquirir y poner en práctica.
La mayor parte de sus enseñanzas son un conglo­
merado de teología, superstición, conceptos médicos
primitivos (a menudo falaces) y una predisposición a
moralizar. Parte de su obra consiste en el estudio, la
enseñanza y la práctica independiente de la medicina.
Pero también fue un «astrólogo, un adivino, un hechi
cero, un alquimista, un fabricante de amuletos y de
sellos mágicos, etcétera, etcétera».15
Entonces, ¿qué nos puede ofrecer? Nos da una nue­
va concepción del papel del curador. Ve a Dios y la
naturaleza fusionados en el hombre; y la práctica mé­
dica es una función sacerdotal que media entre Dios
y el paciente. Sin embargo, el médico sigue siendo una
entidad independiente ya que «cuando Dios quiere
curar a un paciente, no obra un milagro, sino que en
vía a un médico».16 En parte, es la eficacia de la per-
sonalidad del médico, su «palabra curativa», lo que
importa. La ocupación del médico es la aflicción del
hombre, tanto espiritual como física. El significado
más elevado de la medicina es el amor.
A lo largo de su carrera, Paracelso estuvo en guerra
con las autoridades. Tenía la desconfianza renacen
tista en la autoridad absoluta, pero su rebeldía era más
profunda que eso. Creía que nadie es demasiado insig
nificante como para que los demás no puedan apren­
der algo de esa persona. Tampoco rechazaba a priori
a las autoridades reconocidas. Incluso aconsejaba a
los candidatos a médicos que estudiaran todo libro
existente de medicina.
Sin embargo, si un hombre debía aprender algo,
debía salir al mundo y observar las cosas por sí mis­
mo. Los maestros a menudo tienen más ganas de es­
conder sus propios errores que de luchar en pos de la
verdad, son más ansiosos por proteger sus reputacio­
nes que poner todo al servicio de las necesidades de
sus pacientes, sea cual sea el costo personal. En con­
secuencia, el Magus aconsejaba que no se debían
dejar intimidar por el hecho de ser diferentes al bus
car al maestro en la naturaleza. Les dice a los jóvenes
aspirantes a médicos, «Los pacientes son vuestro libro
de texto; la cama del enfermo es vuestro estudio».17
Para aprender, un hombre debe viajar por el mun­
do con los ojos abiertos tanto al exterior como al inte­
rior, listo para enfrentarse con los límites de su propia
alma. Aconseja que «ningún maestro de hombres crece
en su propia casa, ni nadie ha encontrado a su maes­
tro tras la estufa».18 Por supuesto fue criticado, creó
resentimientos, fue incluso perseguido por aquellos
que ya habían descubierto la verdad, hecho sus repu
taciones y perdido más vidas de pacientes de las que
tendrían que haber perdido. Pero Paracelso, el Magus,
estaba demasiado seguro de sí mismo para ser con
temporizador o apologético. La arrogancia de su fe en
sí mismo queda en claro en este mensaje a sus críti
cos y perseguidores: «Incluso en el rincón más remoto
no habrá ninguno de vosotros en quien los perros no
orinen».19
Lo que recomendaba a quienes enseñarían era que
también practicaran. Un maestro debe enseñar tanto
con sus manos como con sus palabras. Pero no todo
puede enseñarse directamente y el alumno sólo puede
convertirse en médico aprendiendo «lo que es inefa
ble, invisible e inmaterial, y sin embargo, eficaz».20 En
parte, Paracelso creía que había algunas verdades que
no serían aceptadas y que algunos voceros de esas
verdades podrían incluso llegar a ser destruidos por
el poderoso y el ignorante.
No obstante, sus precauciones al respecto no fue
ron simplemente prácticas. Además, comprendía que
algunas comprensiones no pueden ser reducidas a de
claraciones simples y concretas. Algunas verdades de
ben ser formuladas de manera que obliguen al oyente
a darles algo de sí mismo en caso que comprenda.
Paracelso nos dice (en especial a quienes vamos a guiar
a otros): «Ningún magus... debe decir... la verdad
desnuda. Debe usar imágenes, alegorías, figuras, pala
bras maravillosas o alguna otra forma oculta o tan
gencial».21
JO. Metáforas de cuentos infantiles

Un niño muy pequeño siempre es sí mismo y forma


parte naturalmente del mundo que le rodea. Tiene
muchas preguntas que hacer sobre el mundo: ¿Cómo
se llama? ¿Cómo funciona? ¿Quién lo hizo? Pero fun
damentalmente vive en el mundo, éste le excita, le
asombra, le golpea. Sabe que él es quien grita o ríe
o llora cuando reacciona, quien puede o no hacer cier
tas cosas, quien siente lo que los demás le hacen y
que también les puede hacer sentir cosas a los demás.
De modo que vive en el mundo y hay mucho en él
que no comprende, cosas por las que siente curiosidad
o temor. Sin embargo, jamás de alguna manera retro­
cede y pregunta, «¿De qué se trata?». Parece vivir en
estado de gracia cuando se refiere a asuntos del espí
ritu. Totalmente implicado en vivir su vida, no tiene
el tiempo ni la perspectiva con que luchar en proble
mas de identidad o propósitos o significados de todo
lo que le rodea.
Si se le acaricia con ternura, sonríe; si se le casti­
ga, llora; si se le brinda a su predisposición positiva
alguna burbuja brillante y saltarina de vida, con toda
seguridad se acercará a ella con naturalidad y libertad.
Se puede contar con que responda de inmediato al
aquí y ahora del momento, pero jamás se detendrá a
preguntarse, «¿Quién soy?», «¿Cuál es el sentido de
mi vida?», «¿Cuál es mi propósito en este mundo su
perpoblado?».
Hasta que el niño es adolescente, no se empieza a
formular estas preguntas. La época fascinante, aterro
rizadora, de altibajos y de transición en que un niño
se convierte en un adulto es el momento en que apa
recen las preguntas espirituales. Se pierde la inocen
cia de la infancia cuando se vive en el mundo, cuando
uno es simplemente parte del mismo y todo parece
ser tal como es; cuando lo único que hay que hacer
es estar allí.
De súbito, uno mira a su vida y ya no hay nada que
sea simple. Las respuestas de los adultos pueden no
ser correctas o pueden no ser apropiadas para un caso
determinado. «Dejad que me mire a mí mismo», dice
uno; «dejadme ver cómo me siento. Dejadme intentar
comprender de modo de poder vivir una vida que ten
ga sentido para mí; que me haga sentir de la mejor
manera lo que yo soy en este mundo y cuál es mi
lugar en él». La adolescencia es un tiempo de búsque­
da de los propios interrogantes.
Esta búsqueda espiritual no comienza hasta la ado­
lescencia. Tal vez por esa razón, los guías espirituales
no aparecen en los cuentos infantiles. En cambio, por
lo general encontramos magos que satisfacen los de­
seos de los personajes buenos y castigan a los malos.
Los personajes que conceden deseos y rescatan de los
peligros (como el Hada Madrina en la Cenicienta y
el hombre del bosque en Caperucita Roja) rara vez
requieren una comprensión del héroe (con quien se
identifica el niño).
Tal vez sea esta misma simplicidad espontánea, tan
apropiada para el mundo infantil, la que es tan abu­
rrida para el adulto que lee o cuenta una y otra vez
las historias a los niños. Pienso en unas contadas excep
ciones, unas pocas historias con personajes preferidos
por los niños y que, sin embargo, cuyos problemas to
can fibras conocidas al adulto que lee la historia. Tíni
camente en los cuentos infantiles de esta categoría los
personajes se meten en problemas debido al modo que
enfocan la vida en vez de que algún malvado les eche
un encantamiento. Y únicamente en los cuentos infan­
tiles como éstos encontramos al guía, al curador que
puede servir como metáfora al psicoterapeuta. Los dos
ejemplos que analizaremos son las narraciones Winnie-
the-Pooh de A. A. Milne y El mago de Oz, de L. Frank
Baum.

El Amigo Sabio

Los cuentos de Winnie-the-Pooh originaron unas histo


rias escritas por Alan Alexander Milne para complacer
a su hijito Christopher Robín Milne. El mismo Chris-
topher es el Amigo Sabio de los cuentos. Los otros
personajes son sus propios juguetes en forma de ani
males que la amorosa imaginación de su padre trae a
la vida de forma deliciosa.
Cada uno de estos personajes tiene una personali­
dad muy definida, que típicamente representa alguna
flaqueza humana. El personaje central, Winnie-the-
Pooh es un «oso de muy poco seso», que no piensa
las cosas con claridad. Evita la realidad desagradable
todo lo que puede. En cambio, se concentra en «si no
será hora de alguna cosita» (como un poco de miel o
leche condensada o pan).
Por otro lado, Eeyore, el viejo asno gris, se pasa
demasiado tiempo pensando sobre todas las cosas te
rribles que le pueden acontecer. Trata de descubrir
las por adelantado y casi nunca se divierte. A su ma
nera tristona, siempre se está preguntando, «¿Por
qué?» y «¿Por qué razón?» y «¿Hasta cuándo?». Está
tan lleno de dudas que a veces le parece que hace mu
cho tiempo que no ha sentido otra cosa.
A menudo, el conejo es utilizado por todos sus
«Amigos y Relaciones» porque es demasiado amable
para decir que no. Tigger, el pequeño tigre saltarín
es exactamente lo opuesto. Es destructivamente impa
ciente en su busca de satisfacciones personales. A fin
de «descubrir lo que les gusta a los tigres», siempre
está molestando a los demás personajes. Esta conducta
agresiva se concentra en el Piglet, el cerdito que tiene
miedo de casi todo. Por supuesto, Piglet simula que
no está nada molesto, como cuando «para demostrar
que no tenía miedo, pegó uno o dos saltos haciendo
una especie de ejercicio».1
Son justamente estas características de personali­
dad, todas estas flaquezas humanas, las que con fre­
cuencia meten en problemas a los personajes. Y cuan­
do están con problemas, normalmente recurren a su
Amigo Sabio, Christopher Robín. Este amigo sabio es
un niño paciente, comprensivo y cariñoso. Lo que es
más, Christopher Robín tiene una perspectiva de la
realidad de la que carecen los otros. A menudo es el
único que ve las cosas tal como son.
Por ejemplo, en un momento Winnie-the-Pooh vag
abundeaba quizás a la pesca de alguna Cosita cuando
encontró unas huellas de garras. Pooh hizo que Piglet
le acompañara (para demostrar que no tenía miedo al
guno). Juntos dieron vueltas y vueltas en derredor de
un inmenso árbol siguiendo la huella de lo que podían
ser «Animales Hostiles». Piglet lo hizo porque estaba
seguro que lo que aparecería sería un inofensivo ani
malito. Pero a medida que los heroicos cazadores daban
más vueltas al árbol, cada vez había más rastros de
animales. Por último, vieron a su Amigo Sabio, Chris
topher Robín en lo alto de una rama de un inmenso
roble. Bajó a hablar con ellos de su problema:

—Oso viejo y tonto —dijo—, ¿qué estás haciendo?


Primero diste dos vueltas solo alrededor del árbol y
luego Piglet vino a tu lado y volvisteis a dar vueltas
juntos, y ahora das una cuarta vuelta...
—Espera un momento —dijo Winnie-the-Pooh le
vantando una garra.
Tomó asiento y pensó de la forma más pensativa
que podía pensar. Luego puso una de sus garras sobre
la huella... y entonces se rascó la nariz y se puso
en pie.
—Sí —dijo Winnie-the-Pooh—. Ya veo. He sido un
tonto y me he engañado y soy un Oso que no tiene
ni una pizca de seso.
—Eres el mejor Oso del mundo —dijo Christopher
Robín para calmarle.2

En este caso, la perspectiva y devolución de con­


fianza del Amigo Sabio fueron suficientes. En otros
casos, su buen consejo únicamente es eficaz si el per­
sonaje con problemas está dispuesto a pagar sin reti­
cencia el precio de sus tonterías.
Tal ocurrió la vez que Winnie-the-Pooh cayó sin
anunciarse a la madriguera del Conejo con la espe­
ranza de encontrar alguna cosita. Por supuesto, el Co
nejo fue demasiado amable como para no complacerle.
Incluso fue demasiado amable cuando Pooh empezó
a comerse toda la miel, toda la leche condensada y
todo e] pan de la madriguera del Conejo. Por último,
cuando no quedaba más para comer, Pooh intentó
marcharse. Digo «intentó» porque para entonces Pooh
estaba tan lleno que apenas pudo alcanzar la salida
de la madriguera. Y allí, a medio camino, se quedó
atascado hasta que llegó Christopher Robin, el Amigo
Sabio. Era claro que Pooh tendría que quedarse atas
cado al menos una semana hasta que volviera a adel
gazar lo suficiente para liberarse.

—¡Una semana! —exclamó entristecido Pooh—. ¿Y


mis comidas?
—Me temo que no habrá comidas —dijo Christo
pher Robin— porque así adelgazarás más rápidamente.
Pero te leeremos.
El Oso empezó a suspirar y entonces se dio cuenta
de que no podía hacerlo porque estaba demasiado
apretado y se le escapó una lágrima y dijo:
—Entonces, ¿me leeréis un Libro de Sustento que
pueda ayudar y consolar a un Oso Encajado y muy
Apretado? 3

Y por supuesto, Christopher Robin hizo exactamen


te eso durante una semana a medida que «el oso se
sentía cada vez más delgado». Algunos maestros son
de la opinión que incluso si la persona con problemas
tiene que llevar a cabo su propia lucha para acabar
con el problema, quien le ayuda puede ofrecer algo
para apoyarle en esa lucha. Como ahora veremos en
el caso del Sabio Maravilloso, algunos guías no tienen
de ningún modo esa opinión.

El Sabio Maravilloso

Terapeuta: —Yo soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Quién


eres tú y por qué me buscas?
Paciente: —Soy Dorothy, la Pequeña y Débil. He
venido en busca de tu ayuda. Estoy perdida en el mun
do y quiero que me hagas volver a Kansas donde
estaré segura y cómoda.
Terapeuta: —¿Por qué he de hacer semejante cosa
por ti?
Paciente: —Porque eres fuerte y yo soy débil; por
que tú eres un gran Sabio y yo soy una pequeñita
indefensa.
Terapeuta: —Pero fuiste lo bastante fuerte para
matar a la Mala Bruja del Este.
Paciente: —Eso simplemente sucedió. No pude ha
cer nada al respecto.
Terapeuta: —Pues te daré mi respuesta. No tienes
derecho a esperar que yo te haga volver a Kansas a
menos que hagas algo por mí a cambio. En este país
todos deben pagar lo que reciben. Si quieres que use
mis poderes mágicos para que vuelvas a casa, enton
ces debes hacer algo por mí. Ayúdame y yo te ayu­
daré.
Paciente: —Haré cuanto me pidas, cualquier cosa.
Sólo dónelo. ¿Qué debo hacer?
Terapeuta: —Mata a la Bruja Mala del Oeste.
Paciente: —No, eso no puedo hacerlo.

La mayoría de los lectores reconocerán este frag­


mento de diálogo como una versión similar del que
apareció en El maravilloso mago de Oz,4 ya que lo he
cambiado para que fuera un intercambio entre tera
peuta y paciente. En 1900, L. Frank Baum, autonom
brado Historiador Real de Oz, publicó la primera de
sus crónicas. La escribió como el inicio de una serie
de modernos cuentos fantásticos. Pero a diferencia de
autores anteriores, esperaba eliminar «todos esos inci­
dentes horribles y sangrientos inventados por los auto­
res a fin de poner una moraleja a cada cuento».
En parte, Baum escribía como una expresión de sus
propias insatisfacciones con las ideas victorianas de
fortalecer el carácter mediante los castigos. Los gra
ves sermones y las luchas interiores de autocontrol y
la negación de sí mismo. En cambio visualizó la posi
bilidad de crecimiento personal a través de la acepta
ción de sí mismo, con sentido de humor de ser nece
sario, y el papel capital de una relación amorosa a fin
de resolver nuestros problemas. Asimismo creía que
todo esto se podía lograr si uno se daba cuenta de que
el poderoso, la autoridad, el mago del que buscamos
ayuda, es nada más que un ser humano como cual­
quier otro.
El éxito continuo del libro y de la película —su per­
petuamente fresca capacidad de comprometernos con
deleite en las aventuras de sus personajes— da testi­
monio de la fuerza imponente de su visión. En todo
esto yo veo ciertos temas que pertenecen al meollo
de la psicoterapia. Por tanto, me gustaría reexaminar
algunos aspectos de E l m a r a v i l l o s o m a g o d e O z como
narración psicoterapéutica.
En la historia original, Dorothy, la pequeña heroína
de la historia, es una huérfana que ha ido a vivir con
sus padrastros, la tía Em y el tío Henry. La casa es
sombría y aburrida como toda la tierra bañada por el
sol e inhóspita de Kansas. La tía Em es descrita como
una mujer tan sobria, delgada y demacrada y que
jamás sonríe, que cuando llega Dorothy por primera
vez queda tan sorprendida por la risa de la niña que
pega un grito y se lleva una mano al corazón. El tío
Henry es un hombre que jamás ha sonreído, parece
severo y solemne y rara vez habla. Sólo el buen cora
zón de Dorothy y su perro Toto la hacen reír y la sal
van de convertirse en un ser tan gris como su medio.
Al principio de la historia, Dorothy es separada por
un ciclón de su familia postiza y de su mundo fami
liar y triste. La tormenta transporta a ella y a Toto,
junto con la casa, lejos de las praderas de Kansas,
hasta la tierra asombrosa de Oz. Es la crisis del desa
rraigo, llena de fantasía y sin más contacto con la
familiar miseria del hogar lo que lleva a Dorothy a
buscar la ayuda del Mago de Oz en su gran palacio de
Emerald City. Parece que la casa de Dorothy ha ate
rrizado sobre la Mala Bruja del Este y la ha matado.
Dorothy, naturalmente, señala que ella nada ha tenido
que ver con esa muerte. De hecho, la tía Em le había
contado que ya no había más brujas. La Buena Bruja
del Norte (una buena madre finalmente) le resulta
de más ayuda. Hace que Dorothy se calce los zapatos
plateados de la bruja muerta y la envía al Mago para
que éste se ocupe de sus problemas.
Y entonces, al igual que muchos pacientes, Dorothy
requiere tratamiento no a fin de lograr cierta pers
pectiva de su prolongada y triste vida familiar, sino
más bien debido a la crisis del momento en que se
separó de su familia o de las formas usuales de lidiar
con las cosas en su casa. A menudo no es la infelicidad
crónica sino la confusión y situación conflictiva del
presente lo que lleva a la gente al consultorio del ana­
lista. Lo único que quiere Dorothy es regresar a su
casa y a la seguridad conocida de su insatisfactoria
vida familiar en vez de tolerar las posibilidades de su
nuevo mundo desconocido. Ella prefiere la seguridad
de la miseria a la miseria de la inseguridad.
En el camino a Emerald City conoce a otras cria
turas desgraciadas que necesitan psicoterapia pero que
desconocen que es posible hasta que conocen a Do
rothy. Son el Espantajo, el Hombre de Hojalata y el
León Cobarde. El problema del Espantajo es que no
tiene sesos. Dorothy le encuentra colgado de un poste
en un campo de maíz acosado por los cuervos. Es el
hombre inadecuado que actúa tontamente y que está
seguro de que no tiene culpa de sus tonterías; simple­
mente carece de lo que necesita para comportarse de
forma competente y sabia. Mientras tanto, la gente no
debe esperar mucho de él, sino protegerlo del fuego
ya que está relleno de paja seca.
Luego Dorothy se encuentra con el Hombre de Ho­
jalata de pie en el bosque con un hacha levantada en
las manos, tan herrumbado que no se puede mover.
Su problema es que pese a parecer muy amable, no
tiene corazón. En un tiempo, fue un hombre de carne
y hueso, pero le hirieron con tanta frecuencia que gra­
dualmente todas las partes de su cuerpo fueron reem­
plazadas por hojalata. Y se quedó sin corazón. Tam­
bién él no es responsable de esta desgracia. Si alguien
llegara a hacer algo por él, entonces podría tal vez
interesarse realmente por la gente en vez de parecer
simplemente amable. Su problema con la herrumbre
requiere tener gente a su alrededor para que le acei
ten, pues de otra manera, no puede funcionar.
El tercer compañero les sorprende en el bosque.
Es el León Cobarde que les amenaza con una farsante
ferocidad injustificada, pero de inmediato demuestra
que no es más que un gran cobarde. Aunque tiene
sesos y corazón y hogar, carece de valentía. Por tanto,
no se puede esperar de él que sea osado, que se arries­
gue y actúe como un hombre, o más bien, como un
león. Ruge para atemorizar a los demás, pero si le
desafían, muestra su cobardía. «¿Y cómo puedo resol
verlo?», dice y luego ruega a Dorothy, ahora que ella
conoce su secreto, que no debe asustarle.
Cuando los cuatro conocen sus problemas, se en­
caminan al consultorio del terapeuta en una aventura
conjunta que uno espera que les dé cierta sensación
de empatia y genuina consideración mutua. En cambio,
después de sus revelaciones, cada uno se dice egoísta
mente a sí mismo.
El Espantajo: «De cualquier modo, pediré sesos en
vez de corazón porque un bobo no sabría qué hacer
con un corazón si lo tuviera.»
El hombre de Hojalata: «Tomaré el corazón por
que los sesos no brindan felicidad y la felicidad es lo
mejor de este mundo.»
El León Cobarde: «Lo que cada uno de ellos quie
re es ciertamente menos importante que el coraje.»
Y finalmente llegamos a la pequeña y dulce Do­
rothy: si puede volver a su casa, realmente no le im­
porta si los demás consiguen lo que desean.
Al parecer, lo único realmente importante es con­
seguir lo que se desea.
Cuando por último llegan al Palacio en Emerald
City, el Mago les concede entrevistas individuales. Y
como siempre sucede con pacientes nuevos, cada uno
tiene una opinión distinta de él. Les hace diversas apa
riciones como una hermosa dama alada en un trono,
como una enorme cabeza, una bola de fuego y como
un monstruo terrible. Cada uno se le acerca como lo
hizo Dorothy: «Soy Dorothy, la Pequeña y Débil. He
venido a pedirte ayuda...» Cada uno está atemorizado
e indefenso y de algún modo este estado le da dere
cho a solicitar especial ayuda y consideración que el
Mago debe concederle sin discusión ya que está capa
citado y es fuerte. El Mago, buen analista, rápidamen
te se muestra como una persona con sus propias ne­
cesidades. En el país de la terapia, todos deben pagar
por lo que obtienen. Eso significa que estos pobres
pacientes indefensos deben dar algo de sí mismos si
desean conseguir algo para sí.
La tarea que les asigna el Mago es que deben ma­
tar a la Mala Bruja del Oeste. Ellos desearían que
el Mago la destruyera por ellos, pero por más pode­
roso y grande que les parece como padre, él no puede
hacer por ellos lo que deben hacer por sí mismos. Ni
siquiera les puede decir cómo deben hacerlo. Cada pa­
ciente trata de encarar el problema a su manera. Do
rothy ya ha matado «accidentalmente» a la Mala Bru
ja del Este, pero esta vez debe matar con premeditación
y no por accidente o sin responsabilidad. Se muestra
remisa porque no puede aguantar un objetivo podero­
so. El Espantajo dice que no podrá hacerlo porque es
tonto; el Hombre de Hojalata, porque no tiene el co
razón para hacerlo; y el León Cobarde porque tiene
demasiado miedo. Sin embargo, a fin de ayudarles, el
Mago no les permite eludir el compromiso.
Con desgana, se encaminan a matar a la Mala
Bruja del Oeste. En el curso de esta aventura, pese
a sí mismos, quedan atrapados como parte de su
misión y sienten una genuina preocupación mutua a
tal punto que el Espantajo toma las decisiones inte
ligentes, el Hombre de Hojalata actúa impulsado por
la lealtad y el León Cobarde se muestra valiente.
Eventualmente hasta Dorothy es capaz de ser feliz
por sus amigos y sus éxitos incluso cuando teme que
jamás satisfará sus propios deseos.
La tarea asignada por el Mago es una especie de
enseñanza indirecta. Como en psicoterapia, insiste en
que no llegarán a nada si lo único que hacen es la
mentarse de su suerte y persistir tercamente que de
bido a que tienen problemas, él debe resolvérselos
mágicamente (o al menos mostrarse tremendamente
comprensivo). En cambio, les dirige la atención a
otra parte.
En la terapia individual, podemos lograr que el
paciente se concentre en la historia de su pasado.
En terapia de grupo, podemos alentar la curiosidad
del paciente en el proceso del grupo. Parte de lo que
ocurre cuando el paciente se hace cargo a desgana
de estas tareas es que puede empezar a abrirse en
el sentido de entregarse al trabajo asignado. Mien­
tras esto le libera de la exigencia autocomplaciente
y miserable de que alguien le alivie de inmediato,
aparece una nueva posibilidad. Ahora el paciente pue
de empezar a experimentar al analista y a los de
más pacientes como gente real con vida propia, como
gente que tiene un significado fuera de su propia per­
sona y que por tanto pueden tener un significado
para él, y que, a la larga, pueden ponerle en con­
tacto con el significado de su propia vida.
Una vez que nuestros aventureros han logrado rea
lizar lo que al principio insistieron que no podían
hacer —es decir, dar muerte a la Mala Bruja—, re
gresaron al Mago, impacientes por recibir su recom
pensa. Aún no se habían dado cuenta de que ya la
habían recibido. Cuando llegan al palacio del Mago,
se percatan de que no es ningún Mago; es simple
mente un «hombre común», o lo que es aún peor,
un farsante. Cuando se le desafía, resulta ser que él
también tiene problemas. Desilusionada, Dorothy le
dice, «Pienso que eres un hombre muy malo». «Oh,
querida mía», contesta él, «en realidad soy muy bue­
no, aunque debo admitir que soy un pésimo Mago».
Entonces el Mago intenta ayudarles a compren­
der las soluciones a las que ya han llegado. Para el
Espantajo, no era su problema el carecer de sesos,
sino el evitar las experiencias que producirían cono­
cimiento. Ahora que puede arriesgarse a estar equi­
vocado, puede de tanto en tanto actuar con inteli­
gencia. Lo mismo con el Hombre de Hojalata: no
carecía de corazón sino de una predisposición a tole­
rar la infelicidad. Y por supuesto lo que necesitaba el
León Cobarde no era coraje, sino la confianza de
saber que se podía enfrentar a los peligros aun cuando
sintiera grandes miedos. Entonces, el señor Baum,
con una comprensiva tolerancia por las flaquezas hu
manas, hace que cada paciente insista en que el Mago
confirme su logro con alguna prueba. En una versión,
el Mago le entrega al Espantajo un Diploma, al Hom­
bre de Hojalata un Reloj de Oro Sólido por Servicios
Leales, y al León una Medalla de Valentía.
En cuanto a Dorothy, ella se da cuenta de que lo
único que debía hacer todo este tiempo para regresar
a su casa era usar los Zapatos Plateados que tenía
puestos. Sólo necesita golpear tres veces las punteras
y los zapatos la transportarán adonde desee. Es decir,
ha aprendido que tiene el poder de ir donde quiere
y de hacer cambios en su vida si está dispuesta a
asumir la responsabilidad de reconocer y utilizar ese
poder.
Por supuesto, el Mago les podría haber contado todo
esto al inicio del tratamiento, pero jamás le hubiesen
creído. ¿Cómo podrían haber aceptado semejante cosa
cuando estaban exigiendo a los demás simples cuali
dades humanas que ya poseían? Las visiones son de­
masiado simples para aprehenderlas, demasiado obvias
para verlas y sólo se pueden obtener cuando una per­
sona deja de exigírselas al poderoso Mago/Padre que
presuntamente debe ocuparse de ella. Debe cesar en
su lucha consigo mismo y comprometerse con un ter
cero y con lo que puede haber entre los dos.
Baum revitaliza viejas lecciones que deben volver a
ser aprendidas una y otra vez: la adquisición de sabi­
duría involucra el riesgo de estar equivocado o de ser
un tonto; ser amoroso y tierno requiere una dispo­
sición a soportar la infelicidad; la valentía es la con­
fianza de enfrentarse a peligros aunque se los tema;
ganar la libertad y el poder exige únicamente una dis­
posición a reconocer su existencia y a afrontar las
consecuencias. Sólo nos podemos hallar a nosotros
mismos cuando estamos dispuestos al riesgo de entre
garnos a otro, a un momento, a una tarea; y el amor
es el puente.
Pero finalmente, ¡no somos Magos! Y sin embargo,
como psicoterapeuta, muchas veces me siento tentado a
unirme al Maravilloso Mago de Oz y decir con él, «Pero,
¿cómo voy a dejar de ser un farsante cuando toda
esta gente me obliga a hacer cosas que cualquiera
sabe que no se pueden hacer?».
11. Metáforas de la ciencia ficción

Entre los entusiastas de la ciencia ficción, hay un


dicho que dice, «ciencia ficción de hoy, ciencia de
mañana». Tal vez los viajes espaciales son el ejemplo
más dramático de que esos sueños se convierten en
realidad. Pero la proyección de los escritores de cien­
cia ficción no se ha limitado a las plausibles extensio­
nes de la ciencia y la tecnología. En algunas ocasiones,
la ciencia ficción implica un intento de ayudarnos a
ver a dónde nos podemos encaminar en otros térmi­
nos. No sólo las herramientas y el armamento del
hombre contemporáneo, sino también sus actitudes e
instituciones sociales aún pueden conducirle al cielo
o a las profundidades del infierno. En alguna ciencia
ficción, podemos descubrir proyecciones de futuros
maestros y guías, así como anticipaciones de sus con
trapartes mortales. Uno de estos siniestros gurus es
el Director de Criaderos y Condicionamientos.

El Director de Criaderos y Condicionamientos

Cada utopía tiene que pagar un precio. ¿Es alguna vez


menos que exorbitante? Este interrogante es examina­
do por Aldous Huxley en su clásico de ciencia ficción,
Un mundo feliz. Escrita en 1932, esta novela fue
un intento de temprana advertencia, aunque nadie le
prestó atención. Antes que nadie, Huxley ya entonces
tenía conciencia de algunos de los peligros que supo
nían el avance del hombre del siglo xx en una escalada
tecnológica, en una distribución injusta de la super
producción y en un delirante consumo de bienes de
lujo.
Se dio cuenta de que el hombre occidental había
llegado a arañar la promesa de la ciencia como pana­
cea, como la posibilidad de convertir a la civilización
en un Edén moderno. Por supuesto, para que esta
sociedad consiguiera su máxima expansión tecnológica
lo suficientemente rápido como para que aquellos que
ya tenían una posición bastante alta pudieran disfrutar
de sus frutos, aquellos que tradicionalmente tenían
una situación de menor privilegio tendrían que sopor­
tar unas penurias mayores. Pero de cualquier modo,
esa forma de vida es la única que conocen.
Ciertamente, todo el mundo tendría que realizar
ciertos sacrificios personales para bien de la huma
nidad. A la larga, lo mejor para todos sería que la
Ciencia y el Estado se fundieran de algún modo en
una especie de tecnología benevolente. Los necesarios
controles iluminados se construirían dentro del sis
tema. Los derechos individuales tendrían menor im
portancia. A la gente se la ayudaría a hacer lo que
más le conviniera (a ellos y a todos los demás). Por
último, todos sabrían de la llegada de un bravo nuevo
mundo, una utopía nacida del conocimiento técnico
del hombre que serviría a las necesidades de todos al
tiempo que decidiría prestarles los mejores servicios.
El bravo nuevo mundo es un tiempo y lu g a r en
el que se resuelven por anticipado los problemas espi
rituales por gracia de la planificación gubernamental
y el control en forma de programación y prevención
científicas. El novísimo guru, el curador, el guía de
este nuevo mundo es el estado tecnocrático personi
ficado por el Director de Criaderos y Condicionamien
tos, el D.C.C. La agencia que dirige el D.C.C. es el más
importante instrumento de estabilidad social en un
planeta cuyo único lema es el siguiente: «Comunidad,
identidad, estabilidad».
La predestinación y el condicionamiento de los in­
fantes empieza antes del parto aunque el D.C.C. se
queja de que «no se puede realizar ningún condicio
namiento eficaz hasta que los fetos han perdido sus
rabos». En esta nueva era científica, por supuesto,
los embriones ya no necesitan desarrollarse en el úte­
ro. En cambio, se los cría con un equipo científico
especializado en el Criadero. De esta manera, se puede
variar su medio ambiente químico de modo que los
bebés puedan ser «decantados» y predestinados para
alguna de las castas sociales (designadas como Alfa,
Beta, Gamma, etcétera).
En el parto (o al ser «decantado»), cada bebé ya
está equipado idealmente desde el punto de vista bio
lógico para su rol social (que puede ir de criado
patán a sensible aristócrata). Lo único entonces que
le queda por hacer al D.C.C. es condicionar que el bebé
esté psicológicamente preparado para su papel en la
vida. Para lograrlo, el D.C.C. tiene los parvularios in
fantiles segregados en castas y que están instalados
como Salas de Condicionamiento Neo-pavlovianas.
Por ejemplo, en un parvulario infantil Delta, a los
niños vestidos de caqui se les prepara para estar satis­
fechos con trabajos mecánicos simples. Se les ponen
en el suelo flores y libros de colores. Estos niños de
ocho meses gatean ansiosos hacia ellos. El D.C.C. da
una señal y la jefa de enfermeras baja una pequeña
palanca. De repente, la tranquilidad ambiental da paso
a chillonas sirenas y alarmas. Entonces, el D.C.C. or
dena que se encienda la parrilla eléctrica del suelo
produciendo pánico y dolor a los niños a fin de que
«aprendan la lección».
Nunca más estos niños Delta se acercarán a libros
o a flores. Carencia de libros significará carencia de
ideas que los pueda transformar en descontentos con
su destino mecánico. Carencia de flores significará el
evitar los problemas económicos del pasado cuando
esas masas vivían en el campo. Estos niños se criarán
y permanecerán en las ciudades y consumirán los
productos manufacturados que necesiten para apoyar
la economía estatal. El consumo es la piedra angular
de esta tecnocracia. Si algo parece estar en mal estado,
hay que tirarlo porque «Es mejor tirar que arreglar».
Éste y otros lemas constituyen el corazón de la educa
ción moral del pueblo de este bravo nuevo mundo.
Estas homilías son enseñadas con cintas grabadas que
funcionan mientras los niños duermen. Esta enseñanza
en sueños, o hipnopaedia, instala todo lo que se nece
sita, desde slogans básicos como «Todos pertenecen
a todos» hasta las enseñanzas específicas acerca de las
castas y del consumo.
Las necesidades y deseos del pueblo son manipula­
dos y encaminados hacia aquellos objetivos que el
Estado cree más útiles, útiles en términos de su pro­
pia perpetuación. Se mantiene a un mínimo la frus­
tración de modo que nadie «se vea obligado a vivir
un largo intervalo entre la conciencia de un deseo y su
satisfacción».1 Cualquier momento de insatisfacción que
se filtra a través de la red de «felicidad» programada
queda borrado por el soma, la droga perfecta. Es
«eufórica, narcótica, agradablemente alucinógena» y
patrocinada por el gobierno. El soma tiene «todas las
ventajas de la cristiandad y del alcohol» sin ninguno
de sus defectos. Si el trabajo del D.C.C. no ha resuelto
todos los problemas en todo momento, entonces unas
dosis de soma proporcionan unas vacaciones de la rea
lidad siempre que se las necesite. Recordad que «un
centímetro cúbico cura diez sentimientos sombríos».2

El Ministro del Amor

El Director de Criaderos y Condicionamientos de


Huxley tiene el trabajo de programar cada niño para
una vida de feliz consumidor. Precondiciona cada una
de sus salas para que se ajuste al papel que mejor
servirá a la perpetuación del progreso en la sociedad
tecnológica. En el proceso, el D.C.C. condiciona las
necesidades de cada ciudadano de modo que este
mundo feliz pueda satisfacerlas sin frustraciones in
necesarias. El precio de este estado de contento es la
pérdida de la libertad individual y de la autodeter­
minación.
La novela de ciencia ficción de George Orwell, 1984,
es otra pesadilla utópica. Huxley nos advirtió acerca
de los peligros a que nos podía conducir la idealiza
ción de la Ciencia. Orwell nos dice que debemos cui
darnos de darle gran poder al Estado en la equívoca
esperanza de que se ocupe de nosotros. Y crea una
fantasía de lo que él ve como una amenaza totalitaria
ya existente. El peligro aparece cuando los que go­
biernan tratan de controlar el pensamiento de una
ciudadanía a la que ellos creen saber lo que más le
conviene.
Winston, el héroe de Orwell, vive en 1984 en medio
de esa aterradora benevolencia. En todas partes hay
inmensos cartelones con el rostro del líder, con ojos
que parecen seguir los movimientos de todos. En
cada cartel se puede leer:

El Hermano Mayor te está vigilando

No hay escape. Incluso en el hogar, hay una panta­


lla obligatoria, una especie de televisión «mejorada»
que transmite propaganda y observa al televidente al
mismo tiempo. No se la puede apagar del todo.
Winston pertenece a la élite afortunada; es miem­
bro del Partido y participa en el gobierno de las cosas.
Trabaja en el Ministerio de la Verdad, la agencia del
gobierno que controla las noticias, la educación, el
ocio y las artes. Su tarea en el Departamento de Archi­
vos es la reescritura de antiguos discursos y noticias
de prensa. Esta «reconstrucción» del pasado permite
al Estado lidiar con nuevos acontecimientos sin correr
el riesgo de estar equivocado jamás.
Por ejemplo, un día hay unas noticias que hablan
de grandes victorias militares y, como es de costum­
bre, a esto le sigue una demanda de mayores sacrifi­
cios. En este caso, la ración individual de chocolate
queda reducida de treinta a veinte gramos por semana.
Unos pocos días más tarde, otra noticia nos cuenta
de una «demostración espontánea» que ha tenido lugar
para agradecer al Líder por aumentar la ración de
chocolate a veinte gramos por semana. Poco después,
Winston recibe órdenes de reescribir uno de los ante­
riores discursos del Hermano Mayor de modo que pa­
rezca haber predicho este aumento en la ración sema­
nal de chocolate.
Pese a la privilegiada situación de Winston, aún
está sujeto al escrutinio de la pantalla y debe parti
cipar en el ritual obligatorio de vilipendiar a los «ene
migos del Estado» durante la Semana del Odio. Se le
requiere adiestramiento físico para que pueda conser­
var las fuerzas necesarias para servir a la patria y debe
mantener la misma actitud de aceptación voluntaria
en ésta como en todas sus demás obligaciones con el
Estado. El ojo y las orejas vigilantes de la Policía
Mental (y de los ciudadanos patrióticos) le hacen nece­
sario cuidar lo que dice para que no se le procese por
algún delito mental. Incluso debe controlar sus expre­
siones faciales porque una mueca en un momento en
que se requiere una sonrisa puede dar como resultado
un proceso por delito facial. Sabe que en cualquier
momento puede ser «vaporizado». Si esto sucede, no
sólo la Policía Mental lo puede hacer desaparecer cual
quier noche, sino que si al Estado le conviene, toda
prueba de su vida en la tierra quedará borrada para
siempre conjuntamente con su existencia.
Pese a todo, Winston tiene una inclinación residual
a pensar por sí mismo, tendencia acentuada por su
conciencia de las contradicciones que puede constatar
en su cargo en el Departamento de Archivos. La cata
lista en esta inestable mezcla de situaciones es Julia.
Aunque lleva puesta la tradicional faja estrecha y
escarlata, este emblema de la Liga Anti-sexo de la
Juventud es violado por el entusiasmo erótico de
Julia. Hace tiempo que el Estado ha tratado de erra
dicar el impulso sexual, junto con todos los demás
placeres que puedan llegar a competir con el deseo de
servir. De este modo, el amorío erótico de Winston y
Julia se convierte en sí mismo en un acto de desafío
político.
Winston se compromete cada vez más a favor de
la libertad política. Ya no puede aceptar más los lemas
del Partido:

La Guerra es la Paz
La Libertad es la Esclavitud
La Ignorancia es la Fuerza

Ahora le perturba el Pensamiento Dual que antes le


había permitido creer que una cosa podía ser verda
dera o falsa dependiendo de cómo estaba relacionada
con el Estado. Llega tan lejos como recordar y hablar
de lo sucedido en el pasado antes de que fuera re­
construido.
Por último, su desafecto político llega a oídos de la
Policía Mental y acaba en los sótanos del Ministerio
del Amor. En 1984, ya no parece nada improbable que
la agencia gubernamental encargada de mantener la
ley y el orden sea una fortaleza sin ventanas, con barri­
cadas, bien defendida y con puertas de acero, un pala­
cio temible llamado el Ministerio del Amor. En esta
época totalitaria, el curador de las almas se ha con­
vertido en un sádico agente estatal, elevado a una
posición de crueldad refinada: el Ministro del Amor.
El encuentro de Winston con O'Brien, el Ministro
del Amor, consiste en la tortura por su propio bien.
Winston ha estado lo bastante loco como para cues
tionar los dictados del Hermano Mayor, y ahora O'Brien
debe «curarlo». La primera parte de la cura implica
condicionar su pensamiento con un dolor controlado
e inducido eléctricamente. El Ministro del Amor dice
a Winston:

Tú sabes perfectamente bien lo que te pasa. Lo has


sabido por años aunque luchaste contra ese conoci
miento. Estás mentalmente descompuesto. Sufres de
una memoria defectuosa. Ya no puedes recordar los
acontecimientos reales y te has convencido de que re
cuerdas otros acontecimientos que jamás sucedieron.
Por suerte, es curable...3

A fin de «curar» a Winston, el Ministro del Amor


debe ser capaz de cambiar su pensamiento, su percep
ción y su memoria. El énfasis en la memoria es cru
cial. Esto queda claro en el lema del Partido:

Quien controla el Pasado, controla el Futuro


Quien controla el Presente, controla el Pasado

Las memorias que no se ajustan a la reconstruc­


ción histórica del Estado son «engaños». Las expe­
riencias que no lo hacen son «alucinaciones».
El Ministro del Amor no está interesado simple­
mente en cambiar el comportamiento de Winston. Pro­
cura la sumisión abyecta necesaria para dejar nada
más que el arrepentimiento de Winston por lo que
ha hecho y un renovado amor por el Hermano Mayor.
La confesión y el castigo no son los objetivos. Ambos
saben que no hay solución si se permite la libertad
de decir que dos más dos con cuatro. O’Brien sabe
que Winston debe pasar por un «acto de autodestruc
ción», que se debe «humillar a sí mismo», antes de
que pueda ser declarado sano. Y entonces el Ministro
del Amor le somete a un programa de tortura cientí­
ficamente sistematizado con el objetivo de hacerle «ver»
cinco dedos si se les muestran cuatro nada más que
porque el Partido dice que hay cinco.
Por último, después de días enteros de pesadillas,
Winston ha sido pateado y azotado e insultado... gri­
tando de dolor (y) revolcado en el suelo... en (su)
propia sangre y vómito».4 Aún así, no ha sido degra
dado lo suficiente. El Ministro del Amor le advierte:
«Te dejaremos vacío y entonces te llenaremos de no
sotros mismos».5
Se necesita una última y definitiva degradación:
que traicione a Julia, no sólo con palabras sino de
todo corazón.
A fin de lograrlo, el Ministro del Amor debe re­
currir a la solución final, la Habitación 101. La Habi­
tación 101 contiene « lo peor en el mundo». Los con
tenidos son diferentes para cada ciudadano. Para Wins
ton, contiene ratas. Ni siquiera puede pensar en ratas
sin sentirse aterrorizado. Ahora se enfrenta a una jau
la de la que saldrán ratas para atacarle el rostro. Sin
pensarlo empieza a gritar, «¡Hacedselo a Julia! ¡No
a mí!»
Ha sido completamente curado por el Ministro del
Amor. Ha cumplido con toda su penitencia y está lleno
de gratitud por el Hermano Mayor por haberle redi­
mido. En su alegría y contento, ya no puede recordar
que cuando aún estaba loco, el Ministro del Amor le
había dicho, «Si quieres una imagen del futuro, ima­
gínate una bota pateando una cara humana, para siem
pre».6
La exploración planetaria y el comité de radicación

No toda la ciencia ficción predice un futuro tan de


pesadilla. Algunas historias describen un mañana lleno
de promesas, mientras otras simplemente exploran las
posibilidades con una curiosidad presuntamente neu
tral. En la historia de Robert Sheckley, «El hombre
mínimo», el protagonista es un hombre inadecuado
que seria una persona absolutamente reconocible en
nuestro tiempo. En el mundo futuro de Sheckley, re
cibe terapia por accidente, como un crecimiento ines
perado de la exploración espacial. Un Comité de Ex
ploración y Radicación Planetarias y sirve como pla
nificador del medio terapéutico y el Robot es su al
ter ego.
Encontramos a nuestro héroe, Anton Perceveral
dispuesto a suicidarse a los treinta y cuatro años.
Siempre hace las cosas mal. No hay accidente ni mal
menor que pueda eludir. Todo lo que sea lo bastan
te pequeño para guardarlo donde nadie recuerde, él
lo pierde. Las cosas de mayor tamaño se las arregla
para romperlas. Pierde trabajo tras trabajo y le re
sulta imposible conseguir amistades satisfactorias. Ha
pasado por Análisis, Sugestión Hipnótica, Hipersuges
tión Hipnótica y Remoción de Contrasugestión. Nin
guna forma de tratamiento ha podido superar el im
pacto de su inadecuación.
Su intento de suicidio tampoco logra el éxito. Es
interrumpido por un telegrama del Comité de Explo­
ración y Radicación Planetarias. Se le ofrece un tra­
bajo como Explorador Extraterrestre, un trabajo para
el que ya había sido rechazado. Protesta ante el Comi­
té que debe tratarse de un error. Haskell, un repre
sentante del Comité le explica que en los viejos tiem
pos sólo elegían a los hombres más competentes como
exploradores, hombres que pudieran sobrevivir en cual
quier parte donde fuera posible la supervivencia hu
mana. Pero ahora el exceso de población creaba una
demanda tan grande de colonización de tierra en la
que pudieran sobrevivir los hombres más comunes
que les había sido necesario cambiar las cualificacio-
nes de los exploradores. Ahora, en vez de utilizar ex
ploradores con las máximas posibilidades de supervi
vencia, buscaban hombres con una mínima cualifica
ción, hombres como Antón Perceveral. Se ponían en
contacto con ellos cuando ya no tenían más esperan
zas y cuando parecía inminente el suicidio.
Anton, al ver que el trabajo era más peligroso que
el suicidio, decide aceptar la oferta del Comité Pla
netario. Se le envía el planeta inexplorado Theta con
un Robot asistente. Pronto descubre que casi todo su
equipo está en pésimas condiciones y se rompe o deja
de funcionar. Se pone en contacto con Haskell sólo
para enterarse de que estos contratiempos son elemen
tos de control para mantener unas condiciones míni
mas de supervivencia.
Anton reacciona ante estos defectos mecánicos (que
por primera vez en su vida no son obra suya) apren­
diendo a reparar, cuidar y usar correctamente todo
el equipo. Sin embargo, estos talentos recién desarro
llados de supervivencia se ven amenazados por el com
portamiento cada vez más destructivo que observa en
el Robot. Se entera por Haskell que el Robot es un
control de calidad flexible para conservar unas míni
mas condiciones de supervivencia. A medida que Anton
se vuelve más capaz y menos víctima de sus errores,
el comportamiento del Robot se deteriora. Y a medi
da que pasa el tiempo, Antón

aprendió a vivir con el Robot... El Robot ahora pa


recía la encarnación de aquel otro lado oscuro de sí
mismo, el Perceveral inepto y propenso a los acciden
tes... El Robot llegó a representar sus propios impul
sos destructivos liberados en el impulso vital y deja
dos a sus anchas. Perceveral trabajaba y su neurosis
seguía detrás suyo, eternamente destructiva y, sin em
bargo —y al modo de la neurosis— protectiva de sí
misma.7

Con la ayuda de algunos habitantes de Theta con


aspecto de topos, Anton entierra al Robot y se pasa
el tiempo mejorando su capacidad de supervivencia.
Por último, no sólo siente que ya es capaz, sino que
está listo para declarar a Theta segura para la super
vivencia de otros hombres comunes. En nombre del
Comité Planetario, Haskell le advierte con el Robot,
la personificación de la neurosis de Anton, quizá sólo
esté temporariamente inactivo y no destruido del todo.
Haskell tiene razón. Con la ayuda de unidades de
autorreparación, el Robot reaparece más destructivo
que nunca. Anton prepara una serie de trampas, pero
ninguna de ellas funciona porque

¿cómo puede un hombre engañar a la parte más en


gañosa de sí mismo? La mano derecha siempre des
cubre lo que hace la mano izquierda y el artificio más
brillante jamás burla al supremo burlador de todos
durante mucho tiempo.8

Por último, Anton se da cuenta de que está hacien


do mal las cosas. Ve que «el camino a la libertad no
va por el engaño». Debe dejar de intentar conquistar
al Robot y concentrarse en superar su parentezco con
él. Cuando deje de ser su neurosis y sólo sea una
neurosis, perderá su poder sobre él.
Lleno de confianza renovada, de entusiasmo y de
alegría, Antón simplemente confía en sí mismo y ac
túa siguiendo lo que siente que es correcto en su in
terior. El torpe Robot cae por su propio peso y fi
nalmente Antón queda en libertad. Ha terminado su
trabajo. Haskell llega a Theta como representante del
Comité Planetario en el vehículo colonial Cuchalain.
Haskell le comunica a Antón que ha cumplido con
éxito su misión. El planeta está listo para la coloniza
ción y Antón puede quedarse allí a recibir las muchas
recompensas que le esperan. Antón quiere explorar
algún otro planeta, pero Haskell le señala que ya no
puede calificarse como una persona de capacidad mí
nima de supervivencia. Antón se desilusiona, tropie
za, derrama un poco de tinta y se golpea la cabeza.
Pero no logra engañar a Haskell. Ahora debe vivir
con sus recién adquirida capacidad.
En esta narración, se mencionan procesos cientí-
ficos para curar neurosis, pero todos fracasan aplica
dos a Antón. La terapia con éxito le llega en la forma
de un Comité Planetario que está a favor de la aven
tura y los riesgos. El Comité Planetario organiza el
escenario, pero no se interesa en que Antón mejore.
El Comité programa que Antón debe encarar las fuer
zas destructivas que lleva en sí mismo (en la forma
del Robot) y no simplemente enterrarlas. En esta his
toria, la Máquina representa la neurosis. En «La ciu
dad perdida de Marte», de Bradbury, la Máquina es
el terapeuta.

La máquina

Ray Bradbury escribe acerca de un matrimonio cró


nicamente mal avenido que pasea por una vieja ciu
dad abandonada en el planeta rojo, Marte. Esta gen
te, que deambula por las calles vacías pasando delante
de los escaparates rotos de tiendas vacías, son el poe
ta Harpwell y su esposa Megeen.
Están discutiendo como siempre. Él es calculado­
ramente obsceno y ella es moralista y agresiva. Ella
resume sus quejas contra él: «Lo único que pasa...
es que has venido sólo para meterle mano a la pri­
mera mujer que pase y llenarle los oídos de mal alien­
to y peor poesía».9 A lo que él sólo puede responder,
«Ay, Dios, me espantas. Cállate, mujer»... y prorrum
pe en obscenidades. Estos interplanetarios Harpwell
son unos Dylan y Caitlin Thomas del futuro.
Por último, el poeta escapa corriendo en un ata­
que de furia, se mete en un edificio abandonado cu­
yas puertas se cierran tras él. Dentro del edificio,
Harpwell, se encuentra en una gran habitación abo­
vedada que cobija a una Máquina inmensa y compli­
cada con una especie de asiento de conductor, con
volante, diales y cambios. Incapaz de alejarse de un
peligro, el poeta toma asiento delante del gran volan
te, mueve una palanca y se aferra a la silla cuando
la Máquina parece temblar, saltar y avanzar hacia
delante.
De repente, se encuentra al frente de un coche
lanzado por una autopista a noventa millas por hora.
Hacia él avanza en dirección opuesta y a la misma
velocidad otro coche que obviamente maniobra para
chocar de frente. No hay frenos ni posibilidad de
escapar del desastre. Sólo se oye su aullido, la te­
rrible colisión, la destrucción del metal, la explosión,
la antorcha en que se convierten los dos coches.
Harpwell yace muerto, pero sólo por unos instantes.
Vuelve a encontrarse vivo otra vez más sentado
al volante de la Máquina, pero lo increíble es que
se siente fascinado, interesado, ciertamente entusias
mado. Por un momento piensa en Megeen y desea
que estuviera allí para ver todo eso, pero sólo un
instante. Nuevamente, usa los controles y toca los
diales a la busca de otra «diversión». Esta vez vuelven
a ser los coches, sólo que a más velocidad. Nueva
mente el choque, la muerte y el renacer para sen
tirse aún más vivo. Era una «rareza superior a cual­
quier rareza».
Una y otra vez, acciona los controles para la vio­
lencia, la muerte y el renacer. Cada vez más rápida
mente, fuerza el ritmo. Eventualmente, sustituye los
coches con locomotoras que colisionan en la misma
vía, jets ultrasónicos, misiles que chillan por el espa
cio para darse de frente.
Poco a poco, empezó a entender de qué se trataba
la Máquina:

Empecé a ver que se usa esto; para gente como


yo, los pobres vagabundos idiotas de este mundo, con
fundidos y heridos por sus madres apenas fueron
echados al mundo, insultados por la culpabilidad cris
tiana, y enloquecidos por la necesidad de destrucción
y de recolectar una herida aquí y una cicatriz allá, y
una inmensa queja matrimonial portátil... Queremos
morir, queremos que nos maten y he aquí el instru
mento que cumple ese propósito de una forma conve
niente y rápida; ¡Vamos, funciona, Máquina, cumple tu
función.. . ! 10
Media hora después, está sentado en la Máquina, y
comienza a reírse. Está contento de modo tan nuevo
y prometedor que no vuelve a necesitar de la bebida
nunca más. Ha sido tan herido y castigado real y
finalmente que jamás volverá a necesitar otro acto de
autodestrucción por el resto de su vida. Su necesidad
de ser destruido por último ha sido satisfecha.
Feliz y también agradecido, encuentra la salida del
edificio. Afuera está Megeen, lista como siempre para
la batalla. Pero el poeta está libre, «libre del gancho
cristiano». Sin necesidad más el castigo mental de su
vida con Megeen, se le aleja riéndose alegremente.
Enfurecida, su esposa abandonada entra en el edifi­
cio que guarda la Máquina. Resoplando y farfullando,
ella busca un nuevo oponente. Las puertas se cierran
tras de ella.
12. Metáforas de la actualidad

E l guía psicodélico

La nuestra es una época de drogas. Ya no hay ninguna


necesidad de enfrentar el dolor y la incertidumbre. Si
eres lo bastante joven, puedes fumar hierba. Si eres
lo bastante viejo como para temer que la marihuana
te convierta en un drogadicto, puedes sentarte y hablar
sobre el problema de las drogas mientras bebes un
buen martini. O como declaró una matrona ama de
casa, «Estoy segura de que mi hija está tomando dro
gas. Esta mañana cuando fui al lavabo, descubrí que
me faltaban unos tranquilizantes».
Por supuesto, las substancias tóxicas hace siglos
que se usan, en especial en Asia y el Cercano Oriente.
Hace mucho que se aprecian las raíces y las hierbas
con el poder de dar placer; se les ha dado un signifi
cado ritual y se las ha utilizado con suma devoción.
Pero en la creciente tecnología del presente, se ha
hecho posible producir substancias sintéticas y quími
cas que rápidamente han alcanzado un amplio consu
mo. Parece que sus productores no llegan a tener el
tiempo necesario para investigar sus peligros en los
laboratorios, ni sus consumidores la paciencia para
estudiar cualquier prueba disponible de sus efectos.
Las drogas más usadas por los jóvenes en nuestra
cultura van desde las productoras de placeres supues­
tamente inofensivos como la marihuana y el haschis
a las drogas letales como la heroína y las anfetaminas
o «speed». Sin embargo, en el medio hay un extraño
territorio de poderosos alucinógenos o drogas psico
délicas como el «ácido», el peyote y los «hongos má
gicos».
Estas drogas psicodélicas, modificadoras o expan
soras de la conciencia son antiguas y modernas, natu
rales o sintéticas. El «ácido» (LSD-25) es un descubri
miento reciente, un producto de laboratorio sintetizado
primeramente en Suiza en 1938. En contraste, el pe
yote se encuentra en las yemas de ciertos cactus que
crecen el sudoeste norteamericano; durante siglos ha
sido usado en ceremonias religiosas indias, y en años
recientes, ha sido sintetizado con el nombre de mes
calina. Lo mismo sucede con los «hongos mágicos»
que desde siempre fueron considerados productos sa
grados de éxtasis por los indios mexicanos, y ahora,
también se pueden conseguir sus efectos con produc
tos sintetizados en laboratorio y conocidos como psci
locibina.
Existen diferencias en los efectos producidos por
las distintas drogas psicodélicas. De cualquier manera
y sean cuales sean estas diferencias, los que están en
favor de su uso, argumentan que hay un efecto central
común a todas: cualquier droga psicodélica puede dar
como resultado la manifestación de zonas inexploradas
de la mente del sujeto. Se le expande la conciencia
hasta cubrir parámetros de su propio ser y de su lugar
en el universo, previamente desconocidos. Experimen
ta un «viaje», un «trip», hacia sí mismo, en su propia
mente y tal vez hacia la conciencia universal.
Es un viaje que puede resultar peligroso si se lo
realiza a solas. Es muy fácil tener un «mal viaje».
El sujeto puede alcanzar estados de paranoia y estan­
camiento, atrapado por una supuesta pesadilla intermi­
nable, termina siendo una experiencia delirantemente
aterradora. A veces se dice que un mal viaje no es
tanto el atropellar algo aterrorizador dentro de uno
mismo, como una huida espeluznante de lo que uno
podría hallar en las profundidades desconocidas de la
propia mente.
¿Quién acompaña al sujeto en este viaje excitante
y aterrador por un territorio desconocido? ¿Quién le
guía y asiste en la exploración de su conciencia ex­
pandida y alterada? Ésta es la tarea de) Guía Psicodé
lico que conduce al sujeto de forma segura y benefi
ciosa a través de esta experiencia. Para hacerlo, el
guía psicodélico necesita haber experimentado él mis
mo con esas drogas. Debe comprender los cambios psi
cológicos que le pueden acaecer, ser capaz de lidiar
con las crisis psicológicas y de «manipular al sujeto...
sin... dominarle».1 El medio necesario para esta expe-
rienda es una atmósfera de confianza que el debe ser
capaz de crear en el sujeto.
La tarea del guía psicodélico puede empezar antes
de la sesión de drogas. Hay un encuentro previo con
el sujeto, a veces varias sesiones previas, durante las
cuales le prepara dándole información, aclarando sus
concepciones erróneas y estableciendo una relación
personal. Durante la sesión, el guía psicodélico ayuda
a que el sujeto sepa a qué atenerse. Posteriormente,
se reúne con él para contestar preguntas y constatar
que todo ha ido bien.
Para la sesión propiamente dicha, el guía propor­
ciona un medio ambiente acogedor, A menudo las cua­
lidades antisépticas, frías y autoritarias del medio clí
nico son vividas como ajenas y amenazadoras por el
sujeto que está viajando. Con frecuencia, a fin de
fortalecer la exploración de la experiencia de drogas
se debe proveer estímulos sensoriales provocativos
como música, pinturas y esculturas interesantes, así
como objetos para oler y tocar, como podrían ser las
flores y los frutos.
El sujeto puede empezar su viaje con un propósito
en mente, como la búsqueda de una experiencia mís­
tica o el intento de resolver un problema interperso­
nal. Si bien se deben respetar esos deseos, el guía
tiene que ayudar a que el sujeto acepte la experiencia
tal como va sucediendo y a seguirla donde quiera
pueda llevarle. Debe facilitar las exploraciones del su
jeto mientras mantiene a un mínimo su propia in
fluencia.
El primer paso de la tarea del guía psicodélico en
la sesión implica conducir al sujeto a través de nue­
vas experiencias en el terreno sensorial. Puede colocar
a la vista varias pinturas y objetos y alentarle a que
«entre en una relación armónica y amistosa» con los
vegetales y las flores, las piedras o las conchas ma
rinas.2
Esta conciencia sensorial intensificada es un mundo
en sí mismo y a menudo da como resultado una con
tinua sensibilización ante la belleza durante algún
tiempo, después de finalizada la sesión. A veces, pue-
de conducir directamente a la segunda etapa durante
la cual el guía puede ayudar a que el sujeto explore
algunos de sus problemas personales. Por ejemplo,
concentrado en la delicadeza de un pétalo, el sujeto
puede desembocar en la delicadeza inexplorada de al­
gunos de sus sentimientos con respecto a otra gente.
A través de esta exploración de problemas personales,
el guía debe apoyar los sentimientos de confianza del
sujeto, animarle a que se entregue a sentimientos po
sitivos e interrumpirle si queda atrapado en la deses
peración o en la autocrítica.
A menudo en esta etapa es beneficioso que el guía,
en las sesiones previas, haya conocido algunas de las
palabras o conceptos claves sobre los que gira la vida
del sujeto. Cuando esto se lleva a cabo con éxito, el
sujeto puede llegar a sentir al guía como una especie
de medio telepático cuando los dos juntos cogen sig­
nificados sutiles, ocultos o múltiples de lo que está
sucediendo. He aquí un ejemplo de una experiencia
de iluminación en la que tanto sujeto como guía están
abiertos a los significados del juego psicodélico:

SUJETO: (Al guía) Sonríes.


G.: La tierra sonríe.
S.: (Acepta una piedra que le entrega el G. y la
examina.) La sonrisa en el corazón de las cosas. Pero,
¿tiene importancia? ¿Algo tiene... importancia?
G.: Métete en la piedra y descúbrelo.
S.: (Estudia la piedra durante varios segundos y
habla sin quitar los ojos de ella.) Sí, la tiene... En lo
más profundo, importo... En el mismísimo centro de
la creación... yo... importo.
G.: ¿Y dónde está la nada de la que te estabas
quejando hace un rato? ¿Dónde está ahora?
S.: (Levantando la vista y llorando de alegría.) Cuan
do el Ser comienza, la Nada no importa.3

La apertura del Guía Psicodélico a la extensión y


profundidad de la experiencia del sujeto puede forta
lecerse inmensamente si el guía posee un amplio co
nocimiento que incluya «historia, literatura, filósofía,
mitología, arte y religión».4 Esto es de especial impor
tancia en la tercera etapa del viaje. Allí es cuando la
experiencia del sujeto puede ser representada en imá
genes simbólicas salidas del mundo de la leyenda y del
mito. Si el guía las comprende, puede ayudar al sujeto
a sentir una sensación de estar en su propio sitio en
el proceso histórico y en la evolución de su especie.
Algunos pocos sujetos parecen estar predispuestos
a que el guía les acompañe a un nivel aún más pro­
fundo de integración. Aquí el sujeto experimenta una
fusión con la corriente mística, una experiencia pro­
fundamente transformadora, que le brinda un nuevo
sentido de su lugar en el universo. Esto puede ser
experimentado como un encuentro con Dios, con el
Ser de Seres, o con alguna Realidad Fundamental.
Tiene las recompensas (y las limitaciones) de una con­
versión religiosa y a menudo se trata de una experien­
cia compartida con el guía psicodélico.

El ex-adicto

Hay quienes elogian las drogas psicodélicas y quienes


las condenan; quienes las ven como una esperanza
para la humanidad y quienes las consideran como se­
millas de destrucción. Pero cuando se trata del uso
de la heroína, nadie parece engañarse ni estar a favor
salvo el autoengañado principiante que está en pleno
proceso de quedarse atrapado o «colgado» y el parasi
tario traficante o «pusher» que se gana la vida con la
miseria de los «junkies» a quienes le suministra la
droga.
El «junkie» puede empezar a usar heroína cuando
está buscando experiencias nuevas, tratando de evitar
la infelicidad o la incertidumbre, o simplemente tra
tando de mantener su «status» entre sus pares. Sin
embargo, si usa la heroína con la suficiente asiduidad,
termina necesitándola porque se lo pide su cuerpo y
porque es la única manera de sentirse bien (al menos
por un rato). Necesitará más y más; pasa la mayor
parte de su tiempo indagando dónde la puede conse-
guir y cómo la ha de pagar. Con el tiempo, estará dis
puesto a mentir, timar, robar, a veces incluso a matar,
para conseguir lo que quiere.
Puede querer escapar de este círculo vicioso de de­
gradación y destrucción, pero si no deshonesto, lo más
seguro es que ahora reconozca que carece de la valen
tía necesaria para llevar a cabo lo que debe hacer y
no dar el brazo a torcer. Su mundo es un mundo de
mentiras y de excusas. No puede soportar vivir sin la
heroína que necesita. Cualquier promesa que haga a
fin de escapar no será cumplida. Los mejores tera­
peutas no parecen capaces de trabajar con él y llegar
a un resultado positivo. ¿Cómo se le puede ayudar a
liberarse de sus excusas? Tal vez, sólo pueda cumplir
su cometido de cambio con la ayuda de alguien que
ha pasado por la misma experiencia. Tal vez el único
que pueda ayudar verdaderamente al adicto sea un ex­
adicto.
El aspecto más importante de que un ex-adicto
trate a otro adicto es que el primero conoce todas las
excusas, ya no las utiliza más para protegerse y muy
difícilmente se le pueda engañar cuando alguien trata
de usarlas con él. La adicción a la heroína es un asunto
muy concreto y simple: «Conseguir el polvo blanco de
la heroína por medio del robo o la prostitución; ca
lentarlo en una cuchara cualquiera; pasarlo a una jerin
guilla e inyectarlo en una vena «viva», describe prácti
camente toda la historia absurda del síntoma de la
adicción a esta droga».5
Enfrentar al adicto cuando trata de explicar su há­
bito es una historia completamente distinta. No sólo
se necesita un conocimiento personal que permita atra­
vesar la pantalla protectora que normalmente presen­
ta el adicto, sino el coraje de hacerle frente en su
propio terreno. El diálogo da comienzo cuando el adicto
llega al habitat comunal en que será ayudado por
otros ex-adictos. Desde el principio, le denominan un
drogadicto en activo. Se le dice que es un estúpido al
destruir su vida de esa manera. Si pretende el res
peto de los demás ocupantes de la casa y de ex-adictos
más veteranos, debe demostrar gradualmente su capa-
cidad de ser honesto, valiente y preocupado por los
demás, y una predisposición a asumir responsabili
dades.
En encuentros de grupos poco numerosos, debe
afrontar una y otra vez primero los rencores perso­
nales que los demás pueda tener en su contra; y luego
las características de irresponsabilidad que se notan
en su comportamiento. Se puede tratar de hacer el
papel de «nene de mamá», de tipo duro o de holgazán.
Recibe reprimendas verbales de ex-adictos mayores
que él y otros miembros del grupo; todo esto se lleva
a cabo sin tapujos en lo que podría parecer una for
ma brutal de terapia de ataque, pero que de cualquier
manera no le da ninguna opción a excusas o justifica­
ciones. La primera vez que intenta formular una larga
racionalización acerca de su comportamiento, alguna
justificación psicológica bien elaborada, el grupo le
anima hasta que mete la pata, momento en el cual
algún ex-adicto le corta la perorata pegando un grito:
—¡Tú, hijo de puta mentiroso! ¡Esto es pura mierda!
Y ante esas palabras, todo el grupo prorrumpe en
risotadas.®
Para vivir en una comunidad de ex-adictos, el adicto
debe observar dos restricciones básicas: nada de dro­
gas, alcohol o productos químicos; y nada de violencia
o de amenazas de violencia. Dentro de estos límites,
el ex-adicto puede ayudar al drogadicto en activo a
enfrentarse consigo mismo, a aprender a asumir res
ponsabilidades y a encontrar el apoyo comunal que le
permitirá soportar las represiones que lo tientan a
volver al uso de la heroína y a alejarse de la vida.

El Líder del Grupo de Encuentros

En su tarea con reducidos grupos de confrontación, el


ex-adicto podría ser visto como el ejemplo especiali­
zado de una categoría más amplia de gurus actuales,
el Líder del Grupo de Encuentros.
Los grupos de encuentro son nuevos, de ahora mis
mo.7 A veces se les denomina grupos-T, grupos de labo-
ratono o más formalmente, laboratorios de adiestra
miento en dinámica de grupo. También se suele refe
rirse a ellos como grupos de adiestramiento de sensi
bilidad, grupos básicos de encuentro o talleres de re
laciones humanas.
Las sesiones del grupo de encuentro pueden durar
varias horas o un día entero. Se pueden repetir dos
veces más o extenderse durante un período de varias
semanas. Estas reuniones tienen lugar en muchas par­
tes del mundo, por lo general en retiros o centros de
crecimiento personal, pero también en instituciones
educativas, religiosas y correccionales, o en despachos
o casas particulares. Los participantes no incluyen úni­
camente a drogadictos, sino también a estudiantes,
maestros, hombres de negocios, párrocos y grupos mix
tos de adultos y adolescentes con ganas de vivir la
experiencia. Por lo general, los grupos tienen de ocho
a dieciocho participantes.
Estas diferencias entre grupos de encuentro impor­
tan menos que los objetivos que comparten y las simi­
lares maneras en que intentan lograrlos. Todo grupo
de encuentro representa intensas experiencias de gru
po que se concentran en la conciencia de sí mismo de
cada individuo y en su relación con los demás.
La responsabilidad del líder es facilitar la expresión
de pensamientos y sentimientos de parte de los miem­
bros del grupo. Debe ayudar a que sientan que se trata
de su propio grupo. Una de las maneras de lograrlo
es que el líder haga que el grupo observe y reaccione
ante lo que sucede en la sesión. Se les pide a los par
ticipantes que permanezcan en el presente en vez de
depender de acontecimientos del pasado y de viejas
concepciones. El núcleo siempre es el ahora y aquí en
vez de entonces y allí.
Los miembros del grupo tienden a pedir que el
líder les diga qué hacer. Él puede empezar por hacer­
les prestar atención a la forma en que ellos dependen
de su dirección en vez de descubrir por sí mismos
dónde están y adónde quieren ir. Además de reflejar
los sentimientos y de fijar la atención, el líder tam
bién puede promover la participación en actividades
no orales. Aprender sobre uno mismo y los demás
observándose en silencio y afirmar la presencia del
cuerpo permitiéndole realizar nuevos e inesperados
movimientos representan la clase de actividades que
puede facilitar un líder de grupo a fin de «brindar
experiencias de gran intensidad y considerables cam
bios personales».
La tarea del líder puede basarse directamente en
su propia participación personal, en su predisposición
a arriesgarse en algo nuevo e inexplorado en el aquí y
ahora del grupo. Tal como dice un líder:

Estoy convencido de que la actitud del moderador


ejerce una profunda influencia. Si tiene confianza, la
gente tiende a tener confianza. Si desconfía y por algún
motivo manipula, la gente tiende a distraerse en su
búsqueda de sus propias fuentes de dirección inte
r i o r Si...
8. yo soy capaz de prestar mucha atención a
lo que siento que está bien y me arriesgo a ser yo
mismo, he descubierto que a su vez los demás se
aceptan y son ellos mismos.9

Como moderador, el líder ofrece innovaciones en


la práctica, brinda su presencia personal, pone énfa­
sis más en la libertad que en la estructura y propor
ciona su apoyo sin manipulaciones. Todo esto se com
bina para permitir que la gente aprenda a conocer
sus propios sentimientos y a valorizarlos, a formar
parte de un grupo sin perder su propia identidad y a
ser ellos mismos en un grupo sin violar los sentimien­
tos de los demás.
La intensidad de la experiencia para cada miembro
y el impacto profundo que puede tener en sus estilos
de vida son difíciles de imaginar dada la brevedad de
los encuentros. Pero se reflejan vividamente en la
respuesta de un participante a los otros miembros
del grupo que hasta hacía poco tiempo le habían sido
unos perfectos desconocidos, «Hubiera dado gratamen
te la vida por cualquier persona que estaba en aquella
sala».10
Nos podemos preguntar el por qué de esta necesi-
dad de intensa interacción personal, de contacto, de
ser conocido. En parte, esta búsqueda desesperada sólo
puede ser comprendida en el contexto del fracaso del
éxito del hombre del siglo xx.

El desconocido

El hombre del siglo xx ha producido una tecnología


que le apoya de formas demasiado complejas como
para que él las comprenda. Depende de la programa­
ción computada que funciona siempre y cuando cada
hombre sea una unidad intercambiable. Vive en comu
nidades tan inmensas y anónimas que él mismo es
anónimo y está solo. Abstraído de lo inmediato de su
propia vida y a menudo sin contacto con los demás,
está muerto para sus propios sentimientos salvo por
una sensación de inefable ansiedad, de angustia sin
objeto.
La religión le parece fuera de lugar. La ciencia, an­
tes una promesa, es hoy una amenaza. La filosofía
académica no tiene respuesta. En tiempos de Platón,
la filosofía fue una labor apasionada. Ahora se ha
convertido en una amalgama tal de palabras que ca­
rece de sentido. Las categorías vacías y los análisis
complejos no pueden ser vividos como partes natura­
les de la existencia humana. En este punto, en parte
como respuesta a la desesperación europea debida a
las dos devastadoras guerras mundiales, aparece una
nueva manera de enfocar la vida. La filosofía existen
cialista es percibida como una nueva, extraña y fasci
nante presencia. En el meollo de esa filosofía está «la
misma personalidad individual humana luchando por
su realización».11 De todo esto sale una nueva dimen
sión psicoterapéutica, una confrontación entre Desco
nocido y Desconocido que tratan de conocerse mu
tuamente.
Una persona a quien aún no conozco es llamada
apropiadamente «el desconocido», es decir, ni yo le
conozco ni él a mí. Cuando ambos nos enfrentamos
a la posibilidad o la necesidad de comprometernos
personalmente en una nueva relación, cada uno encara
hasta cierto punto la ansiedad con que todo hombre
reacciona ante lo desconocido y lo nuevo. En la me­
dida en que puedo vivir el presente y sentirme lo
bastante fuerte para aceptar el desafío y tolerar la
incertidumbre y la ambigüedad, puedo reemplazar la
angustia que aporto a la situación por una sensación
de agradable excitación y una anticipación de algo
nuevo y prometedor. Si éste es el caso, puedo liquidar
o dejar a un lado mis miedos y escuchar realmente
al otro, a fin de permitirle presentarse como una per­
sona por derecho propio, aunque esto sea nuevo y
temible. En él existen las correspondientes posibili­
dades.
Por otro lado, hasta cierto punto cada uno de no­
sotros todavía vive en la oscuridad de su propio pa­
sado inacabado, tratando de ocultarse de los temores
crónicos acerca de quién puede resultar ser. Hasta
donde esto es verdad en mí, la otra persona seguirá
siendo un Desconocido cuyo verdadero ser está oculto
y a quien sólo se le ve a través de la imagen distor
sionada que envían las sombras de mi propio pasado
sin felicidad. El elemento inauténtico de nuestro en
cuentro será aún más profundamente agravado por las
distorsiones que él pueda traer a nuestra reunión.
Estas distorsiones también pueden ocurrir en cual­
quiera de las pasajeras maniobras de estudio usadas
por cualquier individuo comparativamente abierto
cuando trata de conocer a una nueva persona. En un
intento por provocar la admiración del Desconocido,
esa persona, por ejemplo, puede empezar una conver­
sación presentando sus credenciales con algunas pala­
bras introductorias de sus propios orígenes prestigio­
sos, su posición social, «status» laboral o intereses
artísticos o intelectuales. O por el contrario, puede
mostrarse humilde, elogioso o inmensamente interesa
do en los éxitos del otro a fin de agradar al Descono
cido y volverle receptivo. La conversación socialmente
prescrita sobre el tiempo y similares mantiene un am­
biente más neutral en los primeros encuentros, pero
al mismo tiempo ofrece aún menos posibilidades para
que se lleguen a conocer los Desconocidos.
En éstas como en otras técnicas para conocer a
otra persona, tratamos de conservar una imagen de
nosotros mismos que encontramos cómoda mientras
buscamos los elementos que usaremos para que el re
cién conocido encaje en las imágenes estereotipadas
de nuestro pasado. Por ejemplo, ¿con qué frecuencia,
cuándo vamos a conocer a otra persona, nos pregun
tamos «¿Qué hace?» en vez de «¿Quién es?»? A la luz
de todo esto, a veces parece asombroso que lleguemos
a conocemos de algún modo. Sin embargo, la mayoría
necesitamos de estas técnicas como gambitos de aper
tura a fin de que las dos partes puedan estar cómodas
y superar con éxito el primer encuentro.
Por desgracia, en la medida en que alguno sufra
una perturbación emocional, esos gambitos de aper­
tura constituyen una forma de vida en vez de una
momentánea acción de freno. En este sentido, lo que
se ha dado en llamar «enfermedad mental» puede ser
visto como una irónica caricatura de la condición hu­
mana. En todas nuestras relaciones, algunos de los
llamados neuróticos se ponen en papel de atacante
del injusto; otros, en ayudante del débil, en desafor
tunado entre los afortunados, en admirador del fuerte,
o indefenso entre aquellos de quienes tiene que de­
pender. Aparentemente hay un número indeterminado
de variedades de esa toma neurótica de papeles. No
obstante, todas parecen tener una cualidad en común:
a fin de conservar sus pseudo-identidades, esta gente
debe conseguir que los otros asuman papeles recípro
cos, o sea, que jueguen a la madrastra mala de la
buena Cenicienta, el dragón de San Jorge, o a Desdé-
mona con su Otelo. Esto se puede lograr mediante
amenazas, obsecuencias o apelaciones patéticas.
Se necesita ser un psicópata para poder ignorar
completamente la realidad del comportamiento social
de los demás en aras de sus propias expectativas en
gañosas. Sin embargo, hasta el comportamiento más
confuso del esquizofrénico parece tener inconsciente
mente un impacto premeditado en aquellos que le ro-
dean. A la persona menos perturbada sólo le es posi
ble mantener las defensas caracterológicas de estos
papeles sociales asegurando la respuesta recíproca y
de apoyo de la gente con quien hace su papel deses
perado. Cuando los otros no le reciprocan más (debido
a que él va demasiado lejos u ofrece demasiado poco),
el neurótico se ve obligado a volver a las expresiones
más clásicas y menos sociales de infelicidad (como las
obsesiones o la compulsión).
Todas estas distintas defensas caracterológicas son
formas de mantener el status quo y de seguir siendo
un Desconocido ante otro Desconocido. El neurótico
evita las opciones que implican experiencias nuevas;
de ese modo escapa de cualquier encuentro genuino
con otro ser humano. Con esto elude cualquier revela­
ción del misterio de la propia personalidad, y, en el
proceso, le protege de tener que arriesgarse a vivir
nuevos aspectos de sí mismo. Al sortear los riesgos
implícitos en una vida auténtica, jamás pierde nada
salvo por omisión, pero al mismo tiempo jamás gana.
Más bien, queda apartado del juego de la vida.
Estos problemas, como tantos otros que son comu­
nes a todos los hombres en un momento u otro, re­
presentan el alimento diario del neurótico. Y así, aun­
que conciernen a todos los hombres, son de especial
importancia en la psicoterapia.
Desde el principio, el paciente intenta que el ana­
lista siga siendo un Desconocido. Le trata como un
objeto, como un accesorio teatral, a quien él impone
un papel que satisface sus viejas fantasías familiares,
su miedo y deseos simultáneos de decir cómo eran
sus padres. Lo más importante es que no quiere co
nocer al terapeuta como persona. Únicamente como
Desconocido, puede el analista satisfacer sus expec
tativas.
De una forma general, debido al papel consciente
del terapeuta de ayudante profesional, se hará un in­
tento de usarle como fuente de alivio o como basural
donde descargar la pesada carga de responsabilidad
personal para propia desesperación del paciente. Sin
embargo, al deshumanizar de ese modo al analista, el
paciente abandona su propia humanidad. Este mismo
impedimento a cualquier interacción auténtica echa
las bases para el trabajo terapéutico en la medida en
que el paciente sea siempre él mismo. Con esto quiero
decir que en la sesión usa las mismas variantes de
defensa que usa en el mundo.
Supongamos que el analista es una persona relati­
vamente madura, seguro de su conocimiento de quién
es y dispuesto a saber cómo son los demás. Empieza
como un Desconocido preparado a que le conozcan y
se encuentra con un Desconocido a quien le gustaría
conocer.
Aún debe afrontar sus propios problemas en res
puesta al paciente. Por empezar, está en la posición
paradójica de que le pagan para asumir una actitud
de genuino interés en el Desconocido. Su trabajo en
tonces es interesarse en la persona y ayudarla, pero
ésta le pide ayuda de una manera que tiene como obje­
tivo obviar cualquier interacción genuina. Además, el
analista debe eludir la tentación de usar al paciente
como un medio para justificar que le paguen y sen
tirse entonces en su lugar (por ejemplo, obligándose
a hacer algo por el paciente). El paciente, al hacer
todo lo que puede por seguir siendo un Desconocido
ante otro Desconocido, crea unos sentimientos de de
samparo en el analista. Como reacción, éste puede sen
tirse tentado a cubrirse a su manera y seguir siendo un
Desconocido.
El terapeuta debe darse cuenta de que las operacio­
nes de defensa del paciente aún no están dirigidas a él
como persona. Quizá no tenga ganas de aguantar lo
que sí le están dirigiendo a él, pero resulta útil ver
que el paciente puede estar descargando sentimientos
en el analista sin haberse dado cuenta para nada de
qué clase de persona es el Desconocido. Debe estar
dispuesto a interesarse en la infelicidad del paciente sin
sentir la obligación de rectificarla. No debe tratar de
hacer por el paciente lo que éste debe hacer por sí
mismo.
Si el terapeuta es realmente libre de esos proble­
mas, ¿cómo contrarresta entonces las actitudes des-
humanizadoras del paciente? A veces, puede sentirse
tentado a renovar su propia manera de ser y, al menos
transitoriamente, trate al paciente como un objeto en
vez de una persona a quien él podría llegar a conocer.
Todos los terapeutas saben que esto ocurre de tanto en
tanto y los más preparados algo aprenden de esos
errores, algo sobre sí mismos y sobre sus pacientes.
De algún modo, el terapeuta debe contrarrestar el
asalto del paciente manteniendo su propia personali­
dad. Debe seguir dispuesto a hacerse conocer, a mos­
trar quién es. Debe ser capaz de superar las maniobras
defensivas del paciente y tratarlo como a una persona
por derecho propio. El paciente sigue siendo alguien
a quien a él le gustaría conocer pese a todo este pro
ceso. Y éste tiene derecho a sus sentimientos, pero no
necesariamente a la respuesta que exige del analista.
El analista llega como un Desconocido, pero dis­
puesto a que se le conozca. Su propia lucha para ser
abierto y auténtico puede entonces ofrecer alguna es­
peranza al paciente. Puede llegar a aprender que su
libertad consiste en tener la valentía de reconocer su
existencia. Debe elegir esta libertad, sabiendo que cada
hombre es libre de hacer lo que le plazca si está dis­
puesto a enfrentar las consecuencias de sus actos. Ióni
camente entonces, puede él dejar de ser un Descono
cido ante otro Desconocido. Únicamente entonces pue
de él osar a conocerse y a conocer a otro. Y lo mejor
será que lo hagamos porque en este mundo sólo nos
tenemos a nosotros mismos y a los demás. Tal vez no
sea mucho, pero eso es todo lo que hay.
III
El advenim iento de la muerte
13. La inevitabilidad del fracaso
El roble ha caído sobre la be
llota...
Dylan T homas

Nada dura. Todo cuanto vive, muere. La figura de la


muerte acecha en cada momento desde el principio.
Dylan Thomas no tiene una visión trágica de la vida,
sino una visión extensa y profunda de la misma natu
raleza de las cosas. Ve a «los chicos del estío (ya) en
su ruina».1
El morir empieza en el momento del nacer. La vida
es un viaje. La travesía puede ser diferente para cada
hombre, pero el destino es el mismo. Seas quien seas,
«como una tumba en movimiento, el tiempo te atra
pa».2 Los cumpleaños son hitos como cuando Dylan
describe una ocasión como «mi trigésimo año al pa
raíso».3
No se trata de un complot contra el hombre. Las
cosas son así. Sin muerte, no hay vida. Sin destruc
ción, no hay creación. Sin decaimiento, no hay creci
miento. Toda fuerza que otorga algo es la misma que
lo quita. «La fuerza que a través de la mecha verde
conduce a la flor... es mi destructora.»4
Haga lo que haga un hombre para distraerse, para
tratar de olvidarse que debe morir, para apartarse
aparentemente del contexto biológico, el proceso sigue
adelante: «Un proceso en el tiempo del corazón /
humedece lo seco...».5 Puede entregarse a la celebra
ción y la alegría de una vida lujuriosa. Puede ser que
«el roce del amor le haga cosquillas» y sin embargo,
no es libre: «¿Y qué es ese roce? ¿La pluma de la
muerte sobre el nervio?».6
¿Qué puede hacer el hombre? En primer lugar, no
sólo debe ser consciente de la inevitabilidad de la
muerte, sino también del decaimiento que se inicia en
ese mismo instante. Hay cambios en marcha que él
no puede alterar ya que él mismo forma parte de ellos.
Dylan nos lo dice en términos tan vulgarmente escato
lógicos que no lo podemos olvidar: «Olí los gusanos
en mis heces».7 No desvía la mirada. No se engaña. No
vivirá la visión fraudulenta de ver lo que no se quiere
ver. En cambio, se sentará y mirará «el gusano bajo
mi uña yéndose por el atajo».8
Pero no nos equivoquemos. Éste no es un hombre
sin esperanza. Más bien se trata de un hombre que
dice que no hay esperanza si los ojos no se abren al
espanto. Un hombre puede vivir si sabe que va a
morir. El espíritu humano sólo tiene sentido si conoce
las cadenas de las que se libera. Únicamente con la
condición de saber que sólo vivimos un momento, que
somos indefensos y temerosos, únicamente con este
conocimiento podemos encontrar algo más. Sólo si re
nunciamos a la certidumbre, podemos saber. Sólo si
dejamos el control, podemos determinar adonde va
mos. Camus nos dice que es necesario «aprender a
vivir y a morir, y a fin de ser hombre, hay que negarse
a ser un dios».9
Y Dylan, pese a todo su sentimiento de estar atra­
pado en el inevitable decaimiento del crecimiento, en
el fin ineludible que existe en el mismo instante del
inicio, no carece de esperanza. Sabe que «la muerte
no tendrá dominio».10 Si un hombre puede encarar su
muerte y aún estar dispuesto a vivir, si sabe que será
destruido y aún así ama, entonces, «Aunque los aman
tes se pierdan, el amor no se perderá».11
Es imprescindible que un hombre se entregue por
completo a su vida e incluso a su muerte. Hay una
manera lujuriosa y desapacible de irse, y, sin embargo,
hay quietud y ternura también en la partida. El hom­
bre debe morir, pero no hasta su muerte. No debe
ceder ni rendirse ante la muerte. Debe arder en vez
de ser arrancado. Y por eso Dylan le dice a su padre
moribundo, «No te vayas amablemente a esa buena
noche. / Enfurécete, enfurécete contra la muerte de
la luz».12
Dylan canta su visión de «muertes y entradas»,13 de
ningún inicio sin fin. No sólo ve la sequía otoñal en el
brote cálido y verde de la primavera, sino también
sabe que en la quietud, nace la canción. Ve el «pulso
del verano en el hielo».14 Sabe que aunque muere lo
vivo, la Vida continúa. Pero él canta para un solo hom
bre por vez y a cada hombre le pertenece su propia
muerte aunque la Muerte sea de todos. Aunque muera,
un hombre debe arriesgarlo todo, hacer lo que deba
hacer y vivir hasta morir. No debe «temer la manzana
ni la inundación».15
La visión que Dylan dedica a un solo hombre, es
válida para todos. Es decir, el proceso de crecimiento
y decaimiento de cada individuo se refleja en la evolu
ción y deterioro de las actividades de las comunidades
humanas. Los procesos sociales nacen, crecen, se de
terioran y desaparecen, únicamente para volver a em­
pezar.
¡El progreso es una ilusión! Todo lo humano es efí
mero. Todo cuanto construimos empieza y acaba en
un día. Hasta la Gran Pirámide cuyo largo día se llevó
tantas vidas conocerá el polvo de su ocaso. El faraón
para quien fue construida le creó un monumento a su
vanidad y nada más. Y eso también desaparecerá.
Lo mismo sucede con los intentos del hombre de
resolver los problemas de la humanidad sufriente. Cada
solución engendra nuevos problemas. En asuntos téc­
nicos, resolvemos el problema de excesivas muertes
infantiles sólo para descubrir que hemos contribuido
a aumentar la explosión demográfica y las muertes
de los adultos por inanición. Parece que se puede
desplazar el Mal, pero jamás erradicarlo.
Ni siquiera se salva el crecimiento del liderazgo es­
piritual. Él también se eleva sólo para volver a caer.
Nada se logra de una vez y para siempre. A veces me
parece que cualquier cosa que vale la pena tendrá que
rehacerse una y otra vez mientras sobreviva el ser
humano. Algunos de los mejores esfuerzos del hombre
aparecen como respuesta a sus peores fracasos. No obs­
tante, en cada éxito está ya la semilla de nuevos fra­
casos. Y quizá cuanta mayor capacidad de bien tiene
una nueva empresa, más grande es la promesa de males
potenciales en su eventual corrupción y decadencia.
Por supuesto, la corrupción del guru es más com
pleja de lo que mi descripción hasta ahora podría
sugerir. Un líder espiritual determinado puede corrom
perse. El tipo de guía y liderazgo que proporciona
puede decaer. Sus discípulos pueden bajar el nivel que
él originalmente impuso. Y cualquiera de estos cam
bios puede ocurrir de mil maneras y por muchas ra
zones diferentes.
La naturaleza de la decadencia que he citado para
un guru determinado y las causas que he dado para la
misma son simplificaciones de complejos procesos so­
ciales, psicológicos, políticos e incluso económicos. En
cada caso, he elegido y discutido una clase de corrup­
ción que parece más asociada con el guru al que ha
sido asignada. Sin embargo, en ningún momento quie­
ro que la lista de procesos de decadencia sean toma­
dos como una explicación suficiente para la desapa­
rición, el freno o la transfiguración del tipo especial
de liderazgo que ha sido descrito. En ningún caso, ten
go la intención de sugerir que esas sutiles interaccio
nes sociales ocurren de una sola forma o tienen una
única causa. Espero que mis ejemplos permanezcan
como ejemplos instructivos sin parecer erróneamen­
te completos.
Tal vez la mayoría de los modos y causas de la de­
cadencia que he citado tienen lugar en la corrupción
de la mayoría de los guru s, sólo que modelados de
forma diferente, y un proceso determinado puede ser
crucial en ciertos momentos y periféricos en otros.
Mi intención ha sido insistir en que afrontemos el
inevitable decaimiento de todo lo que valoramos, a me-
nos que ignoremos, y de ese modo apresuremos con
tra nuestra voluntad, la desintegración que pretende
mos negar. Quisiera señalar en este punto que no es
mi intención decir que esto o aquello es lo definitivo
y que sólo existe esto y no aquello.
La misma vida parece agotar hasta los movimien­
tos espirituales más fascinantes, y el más electrizan­
te de los líderes espirituales puede volverse abruma­
doramente opresivo. A menudo aparece un líder caris
mático en un contexto revolucionario; se levanta contra
una estructura tradicional o burocrática que está so
focando el espíritu del pueblo. Y sin embargo, al
cabo de un tiempo se produce una transformación
irónica que Weber denomina «el "arrutinamiento" del
carisma».16 Los valores capitales que inspiraron ini
cialmente a los fieles del líder carismático, las ideas
que les motivaron a hacer lo que debían a cualquier
precio, pronto dieron lugar a consideraciones prácticas
y cuestiones tácticas.
Los gurus, antaño dedicados a la inspiración in
dividual del momento, a la flexibilidad y la espon
taneidad, demasiado pronto empiezan a instituciona
lizar sus conquistas. Toman demasiado en serio sus
propios esfuerzos y gradualmente convierten sus orga­
nizaciones en el mismo tipo de instituciones sociales
opresivas que en un tiempo ellos mismos combatieron.
La inspiración o las técnicas qué una vez usaron para
liberar a los hombres, ahora han quedado idolatriza
das y son fuerzas opresivas. Poco predispuestos a per
mitir el riesgo continuo de las incertidumbres que un
día les lanzó a la posición de liderazgo espiritual, re
nuncian a sus dotes carismáticas en nombre de for
mas de actuar más de confiar, más ordenadas y auto-
perpetuadoras.
Las palabras inspiradas que en un tiempo fueron
valiosas, que llegaban a los espíritus de sus fieles, les
conmovían y liberaban, se anquilosan a causa de los
esfuerzos por perpetuarlas. El compromiso se vuelve
tangencial y dedicado a la metodología. Existe la ten
tación de hacer que siga vivo lo que en un tiempo fue
eficaz, sin darse cuenta de que quizá ya no lo sea más.
A fin d e c o n s e r v a r e s e b i e n p a r a e l f u t u r o , el g u r u
puede a m a r t e l a r s e e n el p a s a d o . N o d e j a m o r i r l o
q u e d e b e m o r i r p a r a q u e c r e z c a l o n u e v o . C o m e t e «el
error de tratar a un ser m u e r t o no c o m o un hito sino
c o m o u n p e d e s t a l » . 17
Este ciclo alternativo de liberación y encarcela­
m i e n t o del e s p ír it u h u m a n o a m a n o s de gurus d em a
siad o h u m a n o s tiene claros e j e m p lo s e n el j u d a i s m o .
Los m aestros de la Tora em pezaron sus esfuerzos in
sistie n d o en q ue la s i n g u l a r i d a d de sus estudiantes no
se perdiera ante la m ajestuosidad de la Ley. Con el
p a s o d el t i e m p o , s u t a l m u d i s m o s e o s i f i c ó e n u n r a c i o
nalism o atado a la tradición, en un legalism o vacío
dentro del cual el estrecho estudio de la Tora tenía
muy poco sitio para liberar el espíritu humano.
Los maestros de la Kábala se rebelaron contra esta
trampa a fin de buscar los éxtasis de la experiencia
mística y conducir allí a los demás. El «arrutinamien
to de su carisma» se convirtió en un mayor compro
miso con la metodología compleja. Perdieron cualquier
contacto real con sus discípulos. Pronto se convirtie
ron en autoridades mágicas con privilegiado acceso a
las grandes Verdades. Sus seguidores tenían que su
plicar favores con temor y humildad en vez de buscar
las alegrías espirituales que una vez los maestros de
la Kábala les habían invitado a participar.
El jasidismo apareció en parte como respuesta a
esta opresión a fin de ofrecer una nueva mística, una
aventura espiritual relevante y personal. Por un tiem
po, los nuevos gurus, los Zaddiks, liberaron a sus fie
les de la influencia letal de la moribunda Kábala ins
titucionalizada. Pero a su vez, se disipó el fervor revo
lucionario de los Zaddiks y dio lugar a miserables
preocupaciones burocráticas y un nuevo paternalismo
opresivo.
Las cambiantes actitudes de los fieles del guru tam­
bién contribuyen al «arruinamiento del carisma» y a
la institucionalización del liderazgo espiritual. A veces,
«las doctrinas originales se democratizan, se ajustan
intelectualmente a las necesidades de aquel estrato
que es el principal vocero del mensaje del líder».18
Eso fue lo que sucedió con los seguidores de los gurus
taoístas de Oriente. Cuando más se popularizó el
Camino, más degeneró. A la gente le resultó difícil
permanecer abierta al pasivo dejar del taoísmo. Es
taban más cómodos con programas positivos, metodo
logías claras y objetivos concretos. De esta manera,
la visión sutilmente provocativa y evasivamente libe
radora de los maestros del Tao se vio reducida por
sus seguidores a una superstición, a cultos naturistas,
a la alquimia y la magia.
Los seguidores de Confucio provocaron una deca
dencia similar. Al principio sus discípulos habían sido
inspirados por el maestro de Ética a mantener un
diálogo abierto sobre situaciones prácticas. Les había
enseñado que ciertos aspectos de la conducta eran me
ras convenciones. Al comprenderlo, se podían descu
brir normas generales que facilitaban el vivir en paz
y en armonía. Sus discípulos, a la busca de certidum­
bres y perfección, codificaron este conocimiento en
un conjunto complejo de normas de conducta que
debía dominar el hombre superior.
De este modo, la poca inclinación de los fieles a
dejar fluido y flexible el mensaje del maestro puede
resultar en el análisis y liquidación de la magia, en el
«arruinamiento» de las cualidades de inspiración y
en la idealización de la vida codificando el liderazgo
en una serie de reglas que buscan la perfección.
Otra variación de este problema, el que los discí­
pulos degeneran la influencia liberadora del guru es
el caso de los conversos que no están iluminados.
Entre los seguidores de cualquier guru, siempre hay
quienes están iluminados por una visión directa y trans-
figuradora. Como en el caso de cualquier conversión
religiosa, la persona se siente inspirada por la expe
riencia vivida. Se siente transformada y ve el mundo y
su propia vida de una manera absolutamente nueva.
Pero siempre hay otros discípulos cuya conversión
es menos convincente. Estos seguidores se han conver
tido por «la conveniencia segundona de una especie de
ejercicio social»,19 o imitación, que les permite «actuar
mecánicamente» lo que podrían no haber sido capaces
de vivir por iniciativa propia. Mientras el guru esté
presente para vivificar y dirigir sus inconscientes pa
rodias de las enseñanzas, no hay peligro de desastres.
De hecho, los seguidores por lo general no son cons
cientes de que las enseñanzas puedan estar separadas
de la persona hasta la desaparición del guru. Pero una
vez que ha desaparecido, Ja vida puede también desa
parecer de sus enseñanzas. Ello sucedió con muchos
de los discípulos del Compasivo Buda cuyas enseñan
zas quedaron vacías después de su muerte. La repeti
ción de lo que había enseñado no logró la profundidad
de significado que en un tiempo había inspirado su
presencia personal.
Los hombres, brevemente inspirados, están conde­
nados a volver a ser «racionales». A veces se trata de
una simple cuestión económica. Con la evolución de la
economía agrícola, los fieros chamanes de las socie­
dades cazadoras y recolectoras dieron lugar al sacerd
ote sensatamente ortodoxo. El liderazgo carismático
dio paso al tradicionalismo; la guía imaginativamente
individualista y la inspiración cedieron ante las «ins
tituciones duraderas y los intereses materiales».20 Ca
mus ha señalado que el revolucionario de hoy debe
formarse en el hereje de mañana si no quiere ser el
opresor de futuro.21 Esto lo enseña cada reinado pos-
revolucionario del terror y sin embargo, parece que
somos incapaces de aprender la lección.
El liderazgo espiritual puede corromperse convir­
tiéndose en la institución opresiva contra la que se
rebeló, o paradójicamente, puede fracasar transfor­
mándose en una caricatura exagerada de sí mismo.
Las cualidades y empresas humanas que pueden ser
creativas también son las que pueden llegar a ser más
destructivas. El deseo sexual, la ira, el orgullo, el an­
sia de poder, estas debilidades/fortalezas del hombre
son daimónicos, como «cualquier función natural que
tiene el poder de apoderarse de toda la persona».22
Como gurus, tanto el oráculo apolíneo como el Dios
Loco dionisíaco se convirtieron en exageradas exten
siones de lo que empezaron a ser, caricaturas grotes
cas de su propio impulso inicialmente creativo.
El Oráculo de Apolo, que empezó como portavoz
de la razón, del orden y de la forma, a la busca del
equilibrio y la armonía, terminó siendo un rígido
policía a favor de la inhibición y la represión, exigien
do un autocontrol perfeccionista y la extinción de las
pasiones humanas. El Dios Loco del culto de Dionisos,
que al principio inspiró la celebración de los sentidos,
el abandono extático y la alegría de la creatividad, más
tarde provocó en los decadentes una búsqueda insa
ciable de la depravación más grotesca, una lujuria
frenética en pos de nuevas experiencias.
Otro peligro del liderazgo espiritual es la idola­
tría de la persona del guru, Toynbee señala que una
mayor némesis de la creatividad de los grupos socia
les, una que puede conquistar a la juventud, llevarla
a su destrucción y eventual desaparición, es la «idola
tría del ser efímero» 23 del líder del grupo. Esto puede
ocurrir cuando el guru gradualmente es visto por sí
mismo y por sus fieles como por encima de los demás
hombres. Su enseñanza y los discípulos a quienes es­
taba dirigida pierden valor mientras el grupo es dei­
ficado.
La apoteosis de los Zaddiks se produjo cuando sus
feligreses jasidas les elevaron por encima de los de
más y cuando los Zaddiks fueron tentados por esta,
oportunidad de alcanzar la santidad. Asimismo, la gen
til y amorosa devoción de los monjes ermitaños del
siglo IV, los Padres Espirituales del Desierto, no pudo
aguantar largo tiempo la tentación humana de la arro
gancia. Sus enseñanzas, que empezaron como intentos
de alejar a los jóvenes de asuntos miserables y orgu
llosos, de ayudarles a someterse a su propio mundo
espiritual, devinieron cada vez menos razonables y se
convirtieron en exigencias dominantes de obediencia
ciega y de autodegradación.
Esta situación profundamente humana de quedar
atrapado en el ciclo de la devoción humilde y de ser­
vicio arrogante ha sido conmovedoramente descrita
por Agee cuando narra la lucha espiritual de un chico
católico de doce años, un niño que puede ser cual
quiera de nosotros. Era la primera hora de un Viernes
Santo cuando el chico, Richard, se despertó para dar
comienzo a su vigilia pascua], la mañana en que no
abandonaría ai dulce Jesús a solas en la Cruz.
Richard luchó por resistir una distracción mundana
tras otra. En el pasado, en realidad no se había en­
tregado a la compañía de Nuestro Señor sino que había
pensado en otras cosas, esperando que pasara el tiem­
po, no le había gustado y hasta había maldito el tener
que estar en la capilla. Pero esta vez sería diferente.
Esta vez realmente creía. Amaba a Jesús y estaría a
su lado. No pensó en otra cosa. Le dolían cruelmente
las rodillas y la espalda mientras proseguía cabalmen
te atento a su prolongado arrodillamiento pletórico de
oraciones. Pensó en lo que Cristo debe haber sufrido,
imaginándose tan vividamente lo que debía ser estar
crucificado que en ese momento «sintió un desgarra
dor espasmo de angustia en el centro de cada palma
y con un instantáneo mareo de sorprendido deleite, al
recordar imágenes de los grandes santos, gritó para sí,
"¡Tengo los Estigmas!’"».24
De inmediato se dio cuenta de que lo que había
hecho era blasfemo y absurdo, que debía confesar este
ridículo pecado de orgullo, aun cuando había nacido
de su deseo de entregarse por completo a Jesús. Pero
incluso cuando se puso contrito, cuando trató una vez
más de encarar su humillación y se decidió a decirlo
todo en la confesión, a Richard se le ocurrió que

no mucha gente siquiera sabría que éste era un pecado


tan terrible, o sentiría un arrepentimiento tan profun
do o tendría la valentía total y cabal, en toda su terri
ble desvergüenza, de confesarlo; y una vez más le de
cayeron las fuerzas y la autoestima y le aterrorizó la
idea de que había vuelto a pecar de orgullo y compla
cencia y que debía confesarlo; y una vez más al reco
nocer su último pecado tan pronto como apareció, y
al arrepentirse y decidir confesarlo, en un sentido, ha
bía neutralizado la ofensa y restaurado su bienestar y
su autoestima, y una vez más, en ello estaba el mal,
y nuevamente en el posterior arrepentimiento, hubo
mal y bien hasta que empezó a parecer como si estu-
viera tentado al mal eterno por ci mismo bien, o in
cluso por el mismo deseo del bien y como si estuviera
atrapado entre los dos, el mal y el bien ...25

Tal vez, entonces, no hay escapatoria de la perpetua


ascensión y caída del espíritu humano. Tal vez el
mayor peligro sea provocar la corrupción de una for
ma más rápida y completa antes de lo necesario, debido
a que no asumimos nuestro desamparo ante la inevi
tabilidad de su llegada. Tal vez sólo podemos ser libres
si no tratamos de huir de nuestras imperfecciones, si
sólo vemos que podemos ser lo que queremos ser, de
tiempo en tiempo, y sólo brevemente cada vez. Tal
vez, debemos continuar perdonándonos una y otra vez,
para siempre.
14. La tercera fuerza
Aunque van locos serán cuerdos.
Dylan T homas

La lucha prosigue hoy día. La búsqueda aún continúa


de una forma de ayuda más viable y personal para el
afligido. La psicoterapia es el intento del siglo xx por
conseguir la versión mejorada, definitiva y finalmente
duradera de guía espiritual. Los tres grandes concep
tos de la terapia moderna han sido el psicoanálisis,
la terapia conductista y la «tercera fuerza» de la psi
cología humanista.
Cada uno a su manera ha logrado ayudar a gente
con problemas. Pero sólo una cosa parece segura: que
ninguna de estas formas del nuevo guru resultará ser
la panacea eterna. Cada enfoque es útil, creativo y
todos resultan efímeros. Cada uno no es más que una
formulación confusa y pasajera en la historia de la
búsqueda humana de la ilusión de estabilidad y cer­
teza en una vida que es siempre cambiante y funda­
mentalmente ambigua.
Cuando contemplo el torbellino de fuerzas desatadas
por los gurus de mi tiempo, me doy cuenta de lo sim
ple que me ha sido aceptar las ofertas y las limitacio
nes de los gurus de otros tiempos. Aquí, hoy, en mi
propio mundo, experimento el tumulto de mis propios
compromisos apasionados y furibundos desafectos. Re
sulta tan tentador engañarme y optar entre buenos y
malos, a posar como espíritu libre de disensión contra
el sistema opresivo, a desesperarme pensando en el
pasado y a esperar demasiado del futuro. En su tiem
po, los jasidas, los Padres del Desierto y los taoístas
ciertamente deben haber experimentado similares po
derosos autoengaños. ¿Quién soy yo para no sufrir las
mismas tentaciones?
E l psicoanálisis

El psicoanálisis fue concebido por Sigmund Freud casi


a fines de] siglo pasado. Al igual que otras formas de
guía espiritual, nació en un contexto revolucionario.
El psicoanálisis desgarró la colcha sofocante del pudor
Victoriano para revelar al hombre como un ser instin­
tivo y sexual. Además, este nuevo conocimiento atacó
los métodos físico-mecánicos de la ciencia del XIX, re
abriendo el estudio «científico» del hombre a las tradi
ciones más especulativas que en ese momento estaban
reservadas a la filosofía y a la religión. La revolución
freudiana abarcaba más de cuanto teníamos hasta ese
momento y propinó el tercer golpe científico a la ya
castigada arrogancia del hombre moderno.
El primer golpe fue el heliocentrismo. El hombre se
había creído el centro del universo hasta que llegó
Copérnico a decirle que la esfera sin importancia en la
que vivía no era más que una de las que giraban en
torno al sol. Tal vez el hombre heliocéntrico no era
tan especial en el universo, pero al menos podía estar
•seguro de ser diferente de los animales en la tierra.
Era una creación maravillosa y sin paralelo. Entonces
llegó Darwin con su Teoría de la Evolución. Sus malas
noticias fueron que los ancestros del hombre no se
diferenciaban de los de las demás bestias y, por ende,
que el hombre no estaba separado ni era superior.
Esto dejó al hombre del siglo xx en la obligación
de definir su propio lugar en la tierra en términos de
sus especiales recursos interiores. De todas las bes­
tias, él era el único que sabía lo que estaba haciendo.
Sólo él poseía la Razón. Entonces llegó Freud con su
«Inconsciente» como término divino a enseñarnos que
sólo parecía que actuamos de forma razonable, pero
en realidad lo hacíamos movidos por causas ocultas,
antiguas e irracionales. No sólo desconocíamos estas
impulsoras fuerzas interiores, sino que nos demostró
que el aprendizaje de su naturaleza nos podía asustar
y escandalizar.
El psicoanálisis no sólo era «un método de trata
miento médico para quienes sufren desórdenes ner-
viosos»,1 sino una nueva manera de ver al hombre, una
perspectiva filosófica radical. Por esa razón, la primera
generación de psicoanalistas incluyó numerosos libre
pensadores, hombres que se sentían sofocados por la
visión en la que se habían educado, hombres dispues­
tos a arriesgarlo todo en una empresa con un nuevo
enfoque apasionado y revolucionario del sufrimiento
humano. ¡Cuánto más baja es la ralea que hoy dirige
institutos de psicoanálisis en las que los candidatos
pueden obtener sus credenciales únicamente si logran
salir de allí con ortodoxia en los labios y plomo en el
corazón!
Por supuesto, el psicoanálisis no es un sistema que sa­
lió completamente del cerebro de Freud en un momento
determinado de la historia. Las propias ideas de Freud
cambiaron y evolucionaron con los años y él ha expuesto
generosamente y compartido la lucha y el apasiona
miento de esta metamorfosis en sus obras. Muchos de
sus discípulos contradijeron su teoría y sus métodos
(algunos perdiendo su amistad). Algunos neo-freudianos
y otros defensores del cambio revisaron el psicoaná
lisis, por ejemplo, reconceptualizando el impulso freu
diano sexual como la principal fuerza de motivación,
reemplazándola con el ansia de poder (Adler), con un
impulso vital y universal indiferenciado (Jung), o con
la búsqueda de seguridad interpersonal (Horney y
Sullivan). El desarrollo de éstas y otras variaciones
demostraron valentía e imaginación y vale la pena
estudiarlas en sus propios términos.
Sin embargo, aquí trato al psicoanálisis como si fue­
ra un enfoque más unificado. Esto no se debe a que
yo crea que estas variaciones carezcan de sentido, sino
porque el psicoanálisis ha dejado de fascinarme y por­
que en una posición tan breve prefiero acentuar aque­
llos aspectos que creo que son capitales para el
método.
Asimismo creo que es absurdo cambiar repetidas
veces un enfoque y seguir insistiendo en denominarlo
con su nombre original. A medida que han evolucionado
y crecido algunas posiciones psicoanalíticas, fuerte
mente influenciadas por ideas y prácticas no psico-
analíticas más nuevas, los gurus del psicoanálisis han
sido culpables de una forma insidiosa de imperialismo
académico. Cada evolución interesante es clasificada
como un «nuevo progreso en el psicoanálisis». Es un
poco como los modernos superestados tecnológicos
(como Estados Unidos y la Unión Soviética) que, como
ha señalado Marcuse,2 son capaces de perpetuarse ab
sorviendo, diluyendo y proclamando como propia cual
quier forma de disensión que desafíe su dominio o
amenace con su derrocamiento. Lo que no se puede
incorporar es vilipendiado y marginado como el actual
rechazo tragicómico en Estados Unidos de muchos de
sus jóvenes más imaginativos por «maricones, hippies
y comunistas», y en la culturalista reducción psicoana
lítica de la crítica a «resistencia neurótica» (una de
fensa contra el tener que enfrentar verdades inacepta
bles del propio inconsciente).
De cualquier modo, el psicoanálisis ha sido tremen­
damente eficaz para alguna gente problemática. Tam­
bién ha representado un terreno fértil para el creci­
miento de nuevos conceptos acerca de problemas pe­
rennes, culminando en «la aparición del hombre psico
lógico»,3 reemplazando anteriores concepciones del hom
bre: el hombre político pagano, el religioso cristiano y
el económico del Despotismo Ilustrado.
¿Qué enseñó entonces el psicoanálisis que pudiera
influenciar de forma tan fundamental la visión del
hombre de sí mismo y del mundo? Primero de todo,
el psicoanálisis enseñó que todo acto humano tenía
una causa y, por tanto, que todo el comportamiento
era comprensible. Incluso se podían revelar errores;
las bromas y las meteduras de pata podían revelar
motivaciones ocultas. Los sueños, que antes habían
sido descartados por absurdos, o en el mejor de los
casos, comprendidos únicamente en un contexto má
gico o supersticioso, se convirtieron en importantes
datos científicos. Ciertamente, la interpretación de los
sueños fue «el camino real al inconsciente» porque
«cuando se ha completado el trabajo de interpretación,
se puede reconocer al sueño como una realización de
deseos».4
A menudo estos deseos inesperados son los anhelos
insatisfechos de la infancia. Freud nos ha demostrado
que lejos de ser angelical e inocente, cada niño está
motivado por poderosos instintos sexuales y destructi
vos y dividido por la ambivalencia de amar y odiar al
mismo tiempo. Demasiado débil para hacer lo que de
sea y ansioso ante la amenaza del castigo, la pérdida
o el olvido, «reprime» sus anhelos incestuosos, homici
das o caníbales. No sólo estos deseos resultan activa
mente olvidados, enterrados en el inconsciente, sino
que también se evita cualquier cosa que recuerde las
ansiedades que le han producido. Puede desarrollar
una conciencia razonable como una concesión protec­
tora ante la autoridad paterna vengativa que él teme,
aún dejándose mucho margen para una vida plena y
la expresión subrepticia de sus anhelos secretos. Un
ejemplo de este compromiso de lo que parece ser un
simultáneo ceder y conseguir lo que se desea podría
implicar desplazar hacia otra persona aquellos senti­
mientos originalmente dirigidos a los padres (como
rebelarse contra la autoridad del jefe debido a resen­
timientos contra el padre). Otra forma sería la subli­
mación, en la cual el adulto encuentra una expresión
simbólica del prohibido anhelo infantil, el cual luego
es vivido de una forma socialmente aceptable (como,
por ejemplo, una mujer que se hace enfermera y de
ese modo desplaza secretamente a su madre).
Una persona determinada con demasiada frustración
de sus deseos o demasiado poco apoyo para ocultar o
transformar estos deseos, puede convertirse en un
neurótico, lleno de ansiedades, o fijarse o atascarse
en un nivel infantil de enfrentar el mundo. Si acude a
un psicoanalista, éste estudiará meticulosamente la his­
toria de su infancia. Luego, le indicará que se eche
en un diván y le instruirá acerca del método de libre
asociación de ideas. De esta manera, aprende a decir lo
que le pase por la cabeza, sin censuras ni interrupcio­
nes, por más tontos, superficiales, delirantes u ofen
sivos que sean sus pensamientos. Con la ayuda de las
infrecuentes interpretaciones del guru-psicoanalista
acerca de lo que «realmente» significan sus asociacio-
nes, puede ser conducido al recuerdo infantil de sus
originales luchas psíquicas y entonces, hacer consciente
y manejable lo que anteriormente había estado pobre
mente reprimido (algo no recordado y, sin embargo,
destructivo).
Pero esto no es suficiente. Para que estas visiones
sean verdaderamente transformadoras y liberadoras,
deben ser experimentadas emocionalmente. Esto tiene
lugar dentro del medio de la relación entre el analista
y el paciente. El guru psicoanalítico está sentado
fuera de la vista del paciente, habla en raras ocasio
nes, revela lo menos posible de sí mismo como per
sona y evita cualquier interacción personal o social
con el paciente. Éste elabora fuertes sentimientos
de amor y odio, de anhelos y terrores, que son inter­
pretados como «nada más que» la transferencia de
deseos y temores de la infancia. Ahora la tragedia y
romance de la infancia son transferidos de los pa­
dres de antaño a la pantalla en blanco representada
por el analista. Éste incluso puede experimentar la
contratransferencia de sus propios fragmentos infan­
tiles sin resolver (que debe elaborar por sí mismo o
consultando a su propio analista). Los sentimientos
y deseos del paciente deben revelarse como las fan­
tasías infantiles que representan, y ser analizados
hasta borrarlos de modo que el paciente se libere de
sus fijaciones. La consideración mutua y la íntima
confianza entre guru y discípulo, tan valiosas en el
pasado, ahora son consideradas como una mera fase
instrumental del proceso psicoanalítico. El carisma
del guru «ya no es un don personal... sino una fun
ción técnica».5
Otros aspectos vitales de la original fascinación
del descubrimiento también se han visto reducidos
a los restos absurdamente letales de un sistema cerra­
do que se perpetua a sí mismo. Los escritos que se
pueden leer en las publicaciones psicoanalíticas pre
sumen de analizar, no sólo situaciones clínicas, sino
también la política, el arte y hasta la religión. Al final,
todo queda reducido a «nada más que» una sublima
ción, o a una racionalización, una proyección o intro-
yección de algún conflicto infantil hace tiempo re
primido. El lector asiduo de este material queda tan
anegado de previsibles clasificaciones y de categorías
preconcebidas que más que el estudio de un análisis
conceptual lo que practica es la lectura de un estilo
literario severamente elaborado que puede convertir
a Hamlet, la revolución rusa y la Iglesia católica en
complejas extensiones del supuestamente universal
complejo de Edipo.
En su momento, Freud fue un revolucionario que
llegó para emancipar al mundo Victoriano de la opre­
sión de la mojigatería. En parte, su éxito ha contri­
buido a la creciente libertad sexual de nuestra época.
Ahora quizá nos encaminemos al otro borde del abis
mo, a la soledad que nace de una forma vacía e im
personal de hacer el amor, y hayamos dejado atrás
la lujuria oculta y vergonzante. Pero, ¿cuál ha de ser
el rol del guru-psicoanalista en el mundo post-psico-
analítico? Si tal como parece, Freud y el movimiento
del que él forma parte y han logrado en gran parte
su misión emancipadora, ¿de qué nos puede liberar
ahora Freud?6

La terapia conductista

A los psicoanalistas siempre les ha fascinado imagi­


narse aquellos procesos internos que más humanizan
al hombre: sus deseos, sus miedos y sus sueños. Les
conmueven los conflictos humanos. Desean curar las
enfermedades emocionales viajando hasta las profun
didades de la psiquis. Es verdad que lo que no pue
den curar lo tapan explicando espinosamente que
el paciente «no está preparado para el análisis» o
que ha sido «arruinado para el análisis» por anterio
res tratamientos no analíticos o que se «resiste» al
tratamiento. La explicación reemplaza la evaluación
y la autocrítica. Aún así, han ayudado a muchos, nos
han dado una nueva visión estimulante del hombre
y se han dedicado a aprender «los secretos del co
razón».7
Hacia fines de los años 50, apareció un nuevo guru,
el terapeuta conductista, que se definió como un crí
tico de estos románticos especuladores. La terapia
conductista no fue iniciada por clínicos (para no ha
blar ya de líderes espirituales), sino por científicos
de laboratorio. Su objetivo era evaluar objetivamente
los efectos de distintos tipos de tratamiento, poner
de manifiesto los descubrimientos de los esfuerzos
científicos objetivos y transformar a la terapia de una
búsqueda de visiones profundas en un medio eficaz
y severo de previsibles y lógicos cambios de compor­
tamiento.
Aunque al igual que cualquier otro nuevo guru,
los terapeutas conductistas creen que ellos son quie
nes finalmente mejorarán la situación del hombre, su
ministerio no proviene de una fascinación por los con
flictos que han parecido más humanos, sino de la
observación del comportamiento de los animales de
laboratorio. Los principios que guían el aprendizaje
de los animales son los mismos que los de los hom
bres y la única diferencia es una cuestión de com­
plejidad. El comportamiento de cualquier organismo
es, en última instancia, una previsible respuesta a
un estímulo. Los hombres y las bestias están sujetos
por igual al mismo proceso de aprendizaje y «casi
todo el comportamiento se aprende en un proceso de
nominado condicionamiento por medio del cual se
establecen los vínculos entre los estímulos y las reac
ciones».8
El trabajo de los conductistas con pacientes es un
intento de producir un comportamiento adecuado pro
gramando la secuencia de recompensas y castigos que
establecen los vínculos entre estímulo y reacción. Se
considera que la gente que busca ayuda tiene proble
mas de aprendizaje social, o que son personas con­
flictivas de quienes la comunidad insiste en que ne
cesitan ayuda. Tanto las dolorosas ansiedades de los
que buscan ayuda como el comportamiento antisocial
ansioso de quienes reciben ayuda obligada son sínto
mas a erradicar.
La especulación sobre el significado de sus vidas
o sobre las causas internas de sus síntomas son deja
das a un lado como fantasías improductivas. Sólo se
necesita suponer que los síntomas neuróticos son apren
didos y que la programación idónea de una nueva serie
de experiencias de aprendizaje producirá cualquier nue
va combinación de comportamientos deseables. No hay
más nada que decir, pues el «llamado síntoma es la
neurosis».9
Los conductistas han investigado cabalmente el
asunto y han «probado» que las demás formas de
terapia rara vez funcionan. (Este puede ser otro caso
de examinar la estructura anatómica del abejorro
a la luz de los principios de la aerodinámica y de
ese modo probar que a las pobres criaturas les es
imposible.) Cuando alguna otra forma de terapia tie
ne eficacia se debe simplemente a que sin saberlo y
sin ninguna sistematización han aplicado los princi
pios de la terapia conductista.
Mi impresión es que el conductismo funciona me
jor cuando se trata de cambiar hábitos que los tipos
existenciales y visionarios de psicoterapia son más in
capaces de cambiar: el autismo, la delincuencia, for
mas compulsivas de comerse las uñas, de mojar la
cama y las fobias. Me resulta difícil imaginarme lo que
podría hacer un conductista con un paciente mío cuyo
actual problema es verbalizado de la siguiente mane
ra: «Me siento como si realmente no supiera quién
soy» o «Mi vida no parece tener mucho sentido» o
«Me parece que no puedo amar profundamente a na
die».
Al lograr parte del considerable alivio del sufri­
miento humano para el que parecen ser aptos, los
conductistas aplican descubrimientos de laboratorio
a los problemas prácticos del paciente. En contraste,
los psicoanalistas hacen sus descubrimientos al tra
tar al paciente, descubrimientos que luego pueden
generalizarse en verdades universales aplicables a la
humanidad en su conjunto. Las formas en que los
conductistas aplican estos principios de aprendizaje
se dividen en tres métodos básicos de tratamiento:
inhibición recíproca, terapia de adversión y condicio
namiento operante.
La inhibición reciproca es un método de readies
tramiento conductista usado a menudo para tratar
fobias y otras ansiedades irracionales. Está basado
en el clásico reflejo condicionado de Ivan Pavlov, un
psicólogo ruso que experimentó con perros hace unos
cincuenta años. Esta forma de aprendizaje está tipifi
cada por la situación en que Pavlov hace sonar una
campana antes de dar alimentos a unos perros ham­
brientos. Después de repetir la secuencia un número
de veces, podía hacer sonar la campana sin mostrar­
les alimentos y hacer sin embargo que los perros sa­
livasen (un tipo de reflejo generalmente reservado
para la anticipación de comer). Hay muchas explica­
ciones alternativas para esta clase de fenómeno. A
nosotros nos basta con la noción de que este condi­
cionamiento clásico enseña a las criaturas a asociar
ciertos reflejos automáticos o innatos ante estímulos
nuevos o artificiales que se han presentado junto con
sus evocadores naturales o usuales. Para los perros
de Pavlov, era cuestión de enseñar nuevos estímulos
a una antigua respuesta.
Los conductistas sostienen que las fobias se apren
den de manera similar, es decir, teniendo algo inhe
rentemente aterrador asociado con algún estímulo, el
cual más tarde evoca por sí mismo el miedo. Así su
cede con las neurosis de «laboratorio» inducidas en
ratas que reciben una descarga cada vez que son pues­
tas en una pequeña jaula. Con el tiempo, con sólo
acercarlas a esas jaulas, se produce en el animal un
comportamiento de pánico. Sin embargo, se descubrió
que si tenían hambre suficiente y se las alimentaba
cada vez más cerca de una jaula pequeña, gradual­
mente dejaban de sentir pánico.
Este descubrimiento llevó al originador de la inhi
bición recíproca a formular que «si se puede lograr
que haya una respuesta antagonista a la ansiedad en
presencia de un estímulo provocador de ansiedad, de
modo que sea acompañado por una supresión com
pleta o parcial de las respuestas de ansiedad, se de-
bilita el vínculo entre estos estímulos y las respuestas
de ansiedad».10 O más simplemente, no es posible es
tar relajado y animoso al mismo tiempo. Si podemos
ayudar al paciente a experimentar las cosas que le
asustan en momentos en que puede estar relajado,
con el tiempo no le perturbarán esas cosas ni las si­
tuaciones que anteriormente le causaban innecesarias
penurias.
El hecho de que este tratamiento se haya origina­
do con experiencias con animales nos puede llevar
a esperar que el rol del terapeuta conductista sea
simplemente el de agente o controlador de cambios,
algo que podría hacer igual (o mejor) una computa­
dora. La retórica de los conductistas lo confirma ya
que quita toda importancia a la relación personal en
tre terapeuta y paciente. Y sin embargo, el tratamiento
de los pacientes con inhibición recíproca empieza con
técnicas de relajamiento hipnótico, lo que requiere
gran confianza y sometimiento de parte del paciente.
Seguidamente, se crea una jerarquía de ansieda­
des estableciendo una lista graduada de estímulos ne­
gativos. Para alguien que tiene fobia a los gatos, esto
puede ir desde contemplar una foto de un gato ju
gando a lo lejos hasta tener en la falda a un gato
vivo. El readiestramiento consiste en que el conduc
tista consiga que el paciente se relaje profundamen
te y entonces le hace imaginar el elemento más débil
de la lista. Esto se repite hasta que no vuelve a po­
nerse ansioso. Entonces pasan al siguiente elemento
de la lista hasta que, sesión tras sesión, el paciente
aprende a no tener miedo. Esta densificación puede
ayudar a gente oprimida por miedos irracionales. Sus
premisas suponen que hasta los estilos de vida más
complejos pueden ser reducidos en última instancia
a intrincados sistemas de fobias, que pueden ser di
ferenciadas y resueltas de la misma manera.
Pese a la esperanza de que la inhibición recíproca
puede cambiar todo tipo de comportamientos, por
lo general su uso se limita al tratamiento de miedos
irracionales. Actos indeseables persistentes, síntomas
«compulsivos» como las desviaciones sexuales, la gula,
la práctica exagerada de juegos de azar y cosas pa­
recidas, son tratados en cambio con la t e r a p i a d e
a v e r s i ó n . En esos casos, el comportamiento indesea
ble ha devenido una fuente de placer y satisfacción.
El trabajo del terapeuta vincula el estímulo respon
sable de esos actos con una nueva y desagradable res
puesta, como por ejemplo la obtenida por medio de
dolorosos shocks eléctricos o drogas que le producen
náuseas. Un defensor de este método describe su trata­
miento de una joven obesa de la siguiente manera:

Cuando la srta. H. tuvo los electrodos conectados


a su brazo izquierdo, se le ordenó que levantara el
derecho tan pronto como se hubiera imaginado una
comida apetecible. Cuando ello sucedía, al instante se
le descargaba una corriente casi inaguantable que con
tinuaba hasta que su brazo derecho señalaba que ya
no podía aguantar más la descarga, lo que general
mente sucedía al cabo de un segundo o dos.11

Su descripción objetiva, y carente de excusas o


sentimientos ofrece una visión de cómo, en pro del
progreso tecnológico, la postura científica puede con
vertirse en una manipulación inhumana de la gente
como objetos. El progreso que se logre bajo la guía
del conductismo puede dar como resultado una so
ciedad de sonrientes robots.
La tercera técnica empleada por los conductistas
es el condicionamiento operante, un sistema de re
compensar selectivamente el comportamiento desea
ble. Procede del trabajo realizado con palomas por
B. F. Skinner, de la universidad de Harvard. Si una
paloma o una persona lleva a cabo un acto determi
nado de conducta (picotear a otra paloma o mostrar
se amistoso con los demás), entonces el experimenta
dor o el terapeuta recompensa ese acto (con comida
o con algo que puede ser considerado como trato
preferencial en el hospital o la institución penitencia
ria).
Esta conducta recompensada tiene mayores posi­
bilidades de reaparecer mientras que el comporta­
miento indeseable va desapareciendo. Poco a poco,
las formas de actuación de la gente pueden confor­
marse a los modelos deseados. El condicionamiento
operante ha sido especialmente eficaz con poblacio
nes de pacientes recalcitrantes y nada dispuestos a
colaborar como los delincuentes y los niños autistas.
Al igual que otra formas de terapia conductista,
el uso del condicionamiento operante está sujeto a
una objetividad fríamente imparcial. Como prueba
de la eficacia de esta técnica, un investigador pudo
extirpar completamente lo que había sido un ince­
sante parloteo delirante de una paranoica hospitali­
zada, recompensándola sólo cuando hablaba cuerda­
mente. La recompensa que usó fue apagar un zum­
bido desagradablemente potente al que estaba some­
tida la paciente cuando deliraba. Para demostrar lo
bien que funcionó, luego invirtió el proceso recom
pensando la charla delirante: «Recuperó su parloteo
paranoico después de castigarla siempre que hablaba
de temas normales».12
Los trabajos de los conductistas han provocado
una nueva predisposición a evaluar los efectos de la
psicoterapia de una forma más objetiva. Y asimismo,
estos nuevos gurus han ayudado a mucha gente que
previamente era considerada como casos perdidos de
infelicidad, gente a la que los psicoanalistas tienden
con demasiada frecuencia a diagnosticar como «resis­
tentes» a su cura (una respuesta más fácil que afron­
tar lo inadecuado de su propio enfoque).
Hay un gran potencial de corrupción en la misma
imparcialidad científica que caracteriza la eficacia de
la terapia conductista. Este nuevo gura, al estar de
algún modo fuera y por encima de los intereses hu­
manos comunes, llega a creer con demasiada facili
dad que sabe lo que les conviene a los demás, o, para
dójicamente, llega a ser el técnico experto cuyos co
nocimientos están al servicio de cualquier poder. El
trabajo de Pavlov se ha transformado en la base de
algunos programas rasos y chinos de salud mental
y de control del comportamiento político. Skinner,
a su vez, ha contribuido al eficaz tratamiento de
pacientes hasta entonces desahuciados. Pero también
se ha convertido en el favorito de aquellos que di
rigen y controlan el comportamiento de los obreros
que deben producir más, de consumidores que deben
comprar más y de marginados sociales que deben
llegar al conformismo. Skinner es el héroe de los
hippies utópicos que desean organizar una comuna
idílica en la que cada uno pueda hacer sus cosas.
Paradójicamente, también es la víctima del Sistema
del que ellos se han marginado.

La psicología h u m an ista

La tercera fuerza, la psicología humanista, apareció


en parte como una rebelión tajante contra la farisaica
reducción psicoanalítica del hombre a nada más que
un vínculo, a menudo enfermo, entre los instintos
caóticos y las fuerzas sociales represivas; y contra
la fría deshumanización del hombre que realizaban
los conductistas al rebajarlo al status de problema
técnico a resolver, en nada diferente a un perro a
adiestrar.
A veces esta tercera fuerza es denominada «movi­
miento de potencial humano», pero realmente es de­
masiado nuevo, diverso, demasiado altivamente asís-
temático como para proporcionar un cuerpo coheren
te e integrado de ideas o técnicas. Alimentado por
fuentes tan diversas como el Zen, la educación progre
sista, la danza moderna y la investigación de diná­
mica de grupos, esta tercera fuerza es más una actitud
que una posición, más una amalgama que un grupo.
Sus gurus y sus simpatizantes son de alguna ma­
nera una excéntrica banda de creyentes con esa in­
mensa tolerancia para las diferencias existentes entre
ellos, con que generalmente, en su inicio, están mar
cadas las peregrinaciones espirituales. El «movimien
to» consiste en un grupo libremente constituido de
nuevos peregrinos encantados de ser parte de una
aliánza social que postula;
Una cen tralización d e la a t e n c i ó n en la p e r s o n a que
e x p e r i m e n t a . .. Un énfasis en cualidades tan especí
ficam en te humanas com o la opción, la creatividad, la
evaluación y la realización person al... Una fidelidad
al sen tido com ún en la selección de los problem as a
estu diar... y un in terés y valorización de la dign idad
y valía del hom bre y en el desarrollo del potencial
in h eren te a to d a p e r s o n a .13

Como tantos otros buscadores jóvenes e ilusiona­


dos de un mundo nuevo y mejor, los miembros del
movimiento incluyen unos pocos líderes hermosos,
dedicados y creativos, numerosos aspirantes a líderes
prometedores, pero aún en proceso de consolidación,
una cantidad substancial de simpatizantes (que pro­
veen gran parte del apoyo financiero, hacen las rela­
ciones públicas y llevan a cabo las tareas menores),
y una creciente minoría de excéntricos en busca de
inmediato conocimiento y fácil salvación, o peor aún,
dispuestos a brindar estos dos elementos insubstan­
ciales a los demás a cambio de dinero fácil y de satis­
facción ególatra.
En general, se trata de gente cansada del pesimis­
mo del énfasis psicoanalítico en la neurosis, los com­
plejos universales y los logros que no «son más que»
resoluciones de compromiso de conflictos inconscien
tes profundos; también de gente que desconfía de la
promesa conductista de una mañana brillante a tra
vés de la manipulación científica de sus mentes, una
promesa de felicidad programada. Pero no sólo son
refugiados que desean escapar de la opresión de guras
anteriores, hoy corrompidos. Son viajeros en búsque
da de alegría. Y en esa busca de éxtasis, son gente
esperanzada y en funcionamiento que dirían sí a
la vida.
Tres de los líderes más carismáticos del movimien
to han sido Abraham Maslow, Carl Rogers y Fritz
Perls: el Visionario, el Santo y el Super-Star de la
Psicología Humanista.

Abraham Maslow fue uno de los primeros psicó-


logos que vieron que había sido un error estudiar
únicamente gente «enferma», situaciones problemáti
cas e infelicidades. Habrá distorsión si se mira sola
mente el mal como modelo del futuro humano o
como fuente de comprensión de su naturaleza. Mas
low tuvo la visión de que los gurus recientes habían
estado demasiado dedicados a los sufrimientos y muy
poco a las alegrías, a las enfermedades y no a la
salud, a la curación y no al crecimiento, a la evalua­
ción y no a la trascendencia, demasiado ocupados en
la destrucción y no lo suficiente en la creatividad.
Optó por estudiar la cara creativa y a favor de
la vida del hombre, en parte para reajustar el dese­
quilibrio derivado del anterior énfasis en lo patoló­
gico. Asimismo, reaccionó contra el movimiento o de
someter el estudio del hombre al modelo de las cien­
cias físicas. En cambio, se interesó principalmente
por la persona como un ser singular y único cuya
humanidad no debía perderse al servicio de alguna
concepción científicamente previsible y objetiva que
diluye los colores de la vida. En su estudio del hom
bre, «lo genérico, lo abstracto, lo clasificado, y lo
categorizado (no deben oscurecer) lo fresco, lo crudo,
lo concreto, lo idiográfico».14
Maslow sintetizó su visión de salud psicológica,
de creatividad, del ser, en su concepto de «autorrea-
lización». La gente con problemas está motivada por
déficits, por una necesidad de suplir lo que carecen
(como la protección, la integración o el afecto). Cuan
to más madura es uña persona cuyas necesidades
básicas están satisfechas, ya no lucha de la misma
manera para enfrentar las situaciones. En cambio,
la persona autorrealizada da una imagen de tranqui
lidad, espontaneidad y autoexpresión (en lugar de
tensión neurótica, rigidez y búsqueda desesperada).
Está libre de «dedicarse a una tarea, vocación (o)
trabajo fuera de sí mismo».15 Aunque profundamente
ético, identificado con la humanidad y capaz de pro
fundas relaciones con los demás, no le interesa lo
que los demás puedan pensar de él. Sus característi
cas de desapego, necesidad de intimidad y autoacep-
tación le hacen parecer a veces hostil, poco amistoso
o simplemente egoísta. Él ha superado el preocupar
se por las distinciones entre egoísmo y generosidad,
entre el «yo quiero» y «yo debo», entre trabajo y
juego.
La primera vez que leí el concepto de autorreali
zación de Maslow fue en los años 50, cuando pasó
copias escritas a máquina de un manuscrito inédito
a algunos de los que estábamos estudiando como
graduados en Brooklyn College donde él enseñaba.
La experiencia fue como si me hubieran quitado las
anteojeras permitiéndome ver de una manera que me
llenaba de esperanza. Su fascinante visión empezó a
sacarme de mi reflexiva inmersión en el mundo psi
coanalítico de neurosis y complejos.
Y no obstante, en medio de todo esto, me pareció
raro que algunas de las características del hombre
autorrealizado fueran tan gratuitamente idiosincráti
cas. Por ejemplo, recuerdo que Maslow propuso que
un hombre así disfrutaría pasando un tiempo cada
día haciendo un trabajo como pelar guisantes, de
modo que su mente quedaría en libertad para prodi
garse en fantasías creativas. Todo esto me descon
certó. Luego de repente comprendí estas supuestas
idiosincrasias irrelevantes en su hermosa e imagina
tiva presentación del hombre cabalmente humano.
Estas características eran conclusiones en un estudio
que Maslow hizo de una serie de personas creativas.
Sin embargo, el paradigma, tal vez como el de cual
quier teórico psicológico, era en parte autobiográfi
co, o, al menos, conformado por el propio estilo per
sonal y las ideas del autor. En su inmersión para
producir este autorretrato idealizado, Maslow se había
olvidado simplemente de quitarse el bigote. Lo que
había producido era un modelo que inspiraría a una
generación de gurus, pero había dejado algunos de
talles que no eran más que partículas de sus propias
excentricidades personales. Incluso en esa flaqueza,
Maslow, de forma inadvertida, nos enseña algo acerca
de lo que es ser humano.
La autorrealización no es la imagen de una élite
o aristocracia psicológica. Se trata de algo muy dis
tinto. Cada uno de nosotros ha tenido algunas expe
riencias cumbre, algunos momentos en que estamos
abiertos a la maravilla de nuestro propio ser y del
mundo. Piensen en sus «momentos más felices, de
éxtasis, momentos de trance, tal vez de amor, o de
escuchar música o de repente “ser impactados” por
un libro o una pintura, en un gran momento crea
tivo»,16 Las experiencias cumbre como éstas son «mo
mentos pasajeros de autorrealización».17 El éxtasis está
a disposición de cualquiera. Y cada uno de nosotros
puede hacerse cargo de su vida de una manera que
aumente nuestras posibilidades de felicidad. ¿Cuán
tas veces, cuando nos enfrentamos a una decisión
acerca de expresar nuestros sentimientos o de acep­
tar un desafío, retrocedemos y nos engañamos di­
ciendo que no es el momento oportuno y que tal vez
lo mejor sea esperar? Si pudiéramos autorrealizar
nos, deberíamos entregarnos a la resolución de esos
conflictos «decidiéndonos por la opción de crecimien
to y no por la del miedo».18 Maslow tomó la decisión
de pasarse la vida en el estudio y la afirmación de
su sueño de un mundo de mayor felicidad y más
creatividad, un mundo más humano.
Carl Rogers, como Maslow, ha traído esperanzas
en la forma de una imagen más optimista, más con
fiada y amorosa del hombre. Pero Rogers es menos
teórico que práctico, un guru que inspira más con
su actuación que con sus palabras. Su mayor contri­
bución a la psicología humanista es la psicoterapia
centrada en el cliente. Su foco está en el cliente, el
conflictivo que busca ayuda, y sin embargo, me ha
ayudado más a esclarecer los sentimientos del tera­
peuta y la personalidad del guru.
Al principio de su carrera, a Rogers le disgustó
que el rol del consejero estuviera definido como dis
tante y superior, como la autoridad experta que hace
interpretaciones. Veía al cliente y al terapeuta como
iguales, y de ese modo, pensó que la actitud del ana
lista debía ser respetuosa, abierta y permisiva. Su
orientación debía ser fenomenológica en el sentido
que debía abrirse al mundo tal como lo experimen
taba el cliente, en vez de a «la realidad» (¿comparada
con qué?) o sea como una pantalla para Jos «ocul
tos» fenómenos inconscientes. De hecho Rogers pen
só que cualquier diagnóstico sobre el cliente era pre
suntuoso y negativo. En cambio, el analista no-direc
tivo trata al paciente con una «incondicional consi
deración positiva» y respeta los sentimientos del clien
te. Le puede demostrar que le entiende y ayudarle a
entender sus propios sentimientos con más claridad
al reflejar de una manera no enjuiciadora lo que el
cliente ha dicho. En semejante medio, Rogers cree
que el cliente puede resolver sus problemas.
Las propias palabras de Rogers dan una idea del
personaje y de lo que enseña sobre lo que significa
ser un guru:

Si puedo crear una relación caracterizada por mi


parte por:
una autenticidad y transparencia en las que yo
soy mis sentimientos verdaderos;
por una cálida aceptación y aprecio de la otra
persona como individuo;
por una sensible capacidad de verle a él y a su
mundo tal como él los ve;

Entonces, el otro individuo en la relación,


experimentará y entenderá aspectos de sí mis
mo que previamente había reprimido;
se encontrará m e jo r integrado, más capaz de
funcionar eficazmente;
se parecerá más a la persona que le gusta
ría ser;
se volverá más dueño de su destino y tendrá
más confianza en sí mismo;
será más persona, más única y más autoex
presiva;
comprenderá y aceptará más a los demás;
podrá lidiar con tos problemas de la vida de
forma más adecuada y más cómoda.19
La profunda humanidad de Rogers, su increíble
gentileza y su sobrecogedora preocupación me hacen
difícil escuchar algunas de sus cintas grabadas con
clientes sin sentir que me brotan las lágrimas. Y sin
embargo, me he sentido aún mejor acerca de lo que
está haciendo Rogers cuando, en años recientes, em­
pezó a mostrarse como alguien que ayudaba a los
demás siendo tanto severo como amable.

Si Maslow fue el visionario de la psicología huma


nista y Rogers su santo, entonces Fritz Perls fue su
super-star. Perls fue el fundador de la terapia Gestalt,
un complejo «no-sistema» teórico que se aparta ra
dicalmente de sus raíces psicoanalíticas, diferencián
dose por medio de la concepción alemana de la psi
cología Gestalt. Esto último pone de manifiesto el
hecho de que percibimos de forma organizada partes
significativamente relacionadas con el todo, y con una
interacción dinámica entre la figura que enfocamos
y el fondo que le sirve de contexto. Perls escribió
una cierta cantidad de libros tratando de definir el
aspecto brillante de su posición, pero para la mayo­
ría de quienes algo hemos aprendido de él, su brillo
no ha relumbrado en sus exposiciones sino en sus
actuaciones.
En los últimos años, Perls trabajaba a menudo
con un grupo en el que invitaba a un participante
por vez a sentarse en la silla conocida como «asiento
caliente» a fin de que tratara de elaborar algún pro
blema personal. En un grupo semejante, se puede
aprender lo que él quiso decir con «Nada existe sino
aquí y ahora»;20 nos dice que sólo necesitamos tomar
conciencia de cómo rechazamos el ser libres y no
importa nada el por qué. En esos grupos, de gente
infeliz y a la defensiva, Perls alejaba a una persona
tras otra de palabras intelectuales y la ayudaba a en­
tregarse al poder del momento. Los problemas neuró­
ticos eran vistos como asuntos inacabados (Gestalten
incompletos) que sólo se pueden resolver en el presente.
Todos los elementos necesarios están presentes, pero
nos abstenemos de sentirlos e integrarlos por medio
de chácharas vacías y fantasías inaceptadas, o haciendo
que nuestros cuerpos expresen estos sentimientos por
medio de posturas y movimientos que luego podemos
ignorar.
Perls tenía una presencia personal enormemente
poderosa, una independencia de espíritu, una predis­
posición a arriesgarse yendo donde quiera que le lle­
vasen sus sentimientos intuitivos y una profunda ca­
pacidad para estar íntimamente en contacto con cual­
quiera que esté dispuesto a trabajar con él. No sólo
enseñaba, sino que demostraba vividamente su con­
vicción de que nadie fue puesto en este mundo para
cumplir con las expectativas de los demás. Si podía
reunirse con otra persona, lo hacía encantado; si no
era posible, se encogía de hombros y se olvidaba del
asunto. Solamente era responsable ante sí y de sí
mismo.
Tanto su impacto como guru carismático y las
formas en que su propio comportamiento servía de
modelo, fueron de una inmensa eficacia. Pero tal vez
su mayor genio estriba en su instinto creativo para
crear modos que desarmaban a la gente, que supe­
raban sus palabras vacías y sus convencionalismos
sociales a fin de ayudarles a que dejaran de estar
paralizados. Algunas de estas maneras de hacer se
han convertido en técnicas standard para una gene­
ración de terapeutas humanistas y de líderes de gru­
pos de encuentro.
Algunas de sus contribuciones se perciben clara­
mente en su técnica única de análisis de sueños. A la
persona que está en el asiento caliente y que ha
narrado un sueño, se le solicita que lo vuelva a con­
tar interpretando cada parte del mismo en sus dife­
rentes aspectos. Por ejemplo, un hombre contó un
cuento aterrador de la infancia: «El escenario es una
cadena de montañas y un desierto llano de arena
blanca... (un) cielo muy oscuro con una luna irra­
diando una luz muy pálida sobre todo. Y hay unas
vías de tren que cruzan el desierto en una línea muy
recta. Y se aproxima el tren».21 Perls le hace repre
sentar cada una de las partes: ser, sentir y hablar
como el desierto, la cordillera, las vías y el tren. El
paciente puede interpretar a cada parte o dialogar
alternativamente con una y otra parte. Realmente
cada parte del sueño es parte del soñador. A medida
que asume un aspecto rechazado de sí mismo, vuelve
a cobrar más vida, a sentir más profundamente y a
ser más libre.
Observar un análisis de sueños de esas naturaleza
no es sólo fascinante e instructivo, sino que atrapa
en su proceso a los demás miembros del grupo. No
es extraño llegar a las lágrimas, o quedar exhausto
o alegre después de haber observado a un tercero
pasar por la experiencia. Tan brillante fue su intui
ción y tan poderosas sus técnicas que a veces Perls
sólo necesitaba minutos para convencer a la persona
en el asiento caliente. Podía tratarse de un personaje
rígido, atascado y muerto desde hace mucho tiempo
que buscaba ayuda, y, sin embargo, temía que se
la dieran y se produjeran cambios. Él colocaba a ese
personaje en el asiento caliente y empezaba con su
magia. Si esa persona estaba dispuesta a trabajar,
era como si Perls extendiera una mano, cogiera la
cremallera de su fachada y la bajara con tal rapidez,
que su alma torturada caía al suelo entre los dos.
Pese al poder y el brillo, esas técnicas sólo sirven
como apertura del proceso pues se necesita mucho
más trabajo si se han de elaborar los sentimientos y
de vivir la vida con mayor plenitud. Por desgracia,
con la epidemia de grupos de encuentro22 generados
inadvertidamente por los guras de la psicología hu
manista, el movimiento tiene mucho de las caracterís
ticas de un movimiento religioso de «revival», la tien
da fundamentalista que invadió el sur rural y los
pequeños villorrios norteamericanos a principios de
siglo. «Los centros de crecimiento» han aparecido por
todas partes. Algunos tienen líderes competentes y dan
oportunidades positivas y fascinantes para que la
gente realice su potencial en un medio que da prio­
ridad a su bienestar. Pero hay demasiados que no son
más que un número de teléfono, una pila de folletos
publicitarios y un establo de líderes autodidactas que
organizan reuniones donde quiera haya dinero y ado­
ración disponibles. Sus ambiciones están alimentadas
no sólo por la creciente popularidad y demostrable
valía del Movimiento de Potencial Humano, sino por
el creciente número de «parroquianos» y de «freaks»
con sed de vivir el grupo de encuentro y que existen
de una maratón a la próxima.
Algunas de las desarmantes técnicas Gestalt de
Fritz Perls y muchos de los ejercicios no verbales
de grupos del tipo Esalen son extraordinariamente fá
ciles de aprender a usar. Superan con tanta eficacia
las normales defensas intelectuales, orales y sociales
que pueden poner en contacto inmediato y sorpren­
dente a los miembros de un grupo con poderosos sen­
timientos, a menudo desconocidos, incluso cuando las
técnicas son aplicadas por líderes que carecen de una
profundidad de comprensión de los problemas huma­
nos. Tales experiencias probablemente no hagan gran
daño a los participantes. La gente me parece mucho
más dura de lo que dice; en especial, la gente que in­
siste en que es frágil e inadaptada.
El mayor peligro estriba en el paralelo con las
experiencias de revival. Algunos de estos organizado
res itinerantes son líderes inmaduros y de peso livia
no cuyas únicas credenciales son unas pocas semanas
en un centro de crecimiento con un guru famoso y
una inclinación a la pequeña estafa. Munidos de téc­
nicas de grupo tan poderosas como las prédicas de
condena y salvación eternas y de Evangelio de histe
rismos y griteríos, pueden brindar a los participantes
de un grupo una experiencia tan poderosa y pasajera
como las conversiones religiosas en masa. La combi
nación de testimonio dramático de los adictos a las
conversiones y de presión del grupo puede hacer que
mucha gente pase por cambios poderosos, pero cam­
bios, al fin y al cabo, de muy poca duración.
Lo más triste de esta situación es la desilusión
que implica y la pérdida de oportunidades. Dificulta
a los genuinamente interesados saber a quién diri
girse y que los líderes responsables puedan seguir
manteniendo la confianza pública. El Movimiento de
Potencial Humano ha brindado ayuda a mucha gente
que no la habría buscado en ninguna otra parte. Ha
proporcionado más contacto y ternura humano a mu
chas almas solitarias que estaban rígidamente enca
silladas en roles sociales plastificados. Ha dado a
algunos tímidos la fortaleza que les permite expre
sarse en el mundo. Y a otra gente que ya había con
seguido elaborar sus problemas les ha posibilitado
un mayor crecimiento. Por desgracia, también ha con
fundido a numerosas personas que consideran que la
dinámica de grupo puede sustituir el difícil y prolon
gado trabajo de enderezar sus vidas problemáticas y
mantener la libertad de sus egos aprisionados desde
hace mucho tiempo.
Tan velozmente ha sido la proliferación de gurus
de cartón en la psicología humanista que parece que
la corrupción puede haberse acelerado en esta época
de comunicación instantánea a través de los medios
masivos, en especial cuando lo que se ofrece es inti­
midad inmediata e instantánea resolución de luchas
ancestrales. Aún así, la psicología humanista, según me
parece, sigue siendo una gran promesa, en especial
para la gente que hubiera permanecido ajena a los
esfuerzos psicoanalíticos más elitistas y sin someter
la al peligro de lavado de cerebro que representa el
conductismo. Mucha gente del Movimiento de Poten
cial Humano tiene conciencia de lo vulnerable que es
el movimiento ante el charlatanismo y se esfuerzan
por resolver el problema. La mayoría parece menos
consciente de ese peligro. Parte de la fortaleza de la
psicología humanista estriba en el optimismo del en­
foque de Maslow acerca de la creatividad y la tras
cendencia, y en la promoción del crecimiento de Ro
gers a través de la autoaceptación; pero debilidades y
fortalezas a menudo sólo son diferentes aspectos de
una misma singularidad.
La corrupción de los esfuerzos de los gurus de la
psicología humanista es posible que se produzca de
bido a una rendición daimónica de sus deseos por
alcanzar la alegría. Siento que ya empiezan a ignorar
la cara oculta del hombre. O como mínimo, cuando
no se ignoran la mortalidad, la soledad, la ambigüe­
dad y la inevitabilidad de la decadencia humana, todo
esto es visto como problemas que eventualmente pue
den superarse. Antes de que los gurus de la psicología,
humanista aflojen y se entreguen a la siguiente ola de
líderes carismáticos revolucionarios, aún podrían «ilu
minar» a mucha gente. Pero si presumen de poder
superar la ambigüedad de la condición humana, quizá
puedan ceder su lugar prematuramente.
15. La negativa a lamentarse
Después de la primera muerte,
no hay otra...
Dylan T homas

Parece que siempre que los hombres han buscado


consejo y guía, ha aparecido una minoría creativa de
curanderos, guías y consejeros. Aunque sus palabras
y sus atuendos han sido distintos en los muchos luga­
res y momentos en que han aparecido, estos gurus
han hecho acto de presencia como guías espirituales,
como diferentes tipos de maestros que ayudan a los
otros hombres a realizar su pasaje de una etapa de
sus vidas a la siguiente.
El chamán paleolítico, el Zaddick jasida, los padres
cristianos del desierto y el maestro Zen oriental, en
principio, parecen muy diferentes entre sí. Sin em
bargo, a medida que les conocemos, podemos ver lo
parecido que son. Cada uno es el miembro más extraor­
dinariamente humano de su comunidad; cada uno
enseña distrayendo a la gente a la que ayuda, aleján
doles de la sabiduría convencional y desbaratando sus
formas cotidianas y «racionales» de comprensión. Cada
uno instruye siendo «persona» para sus discípulos en
vez de depender del poder de su cargo formal.
Como en cualquier tarea humana, el tipo especial
de liderazgo espiritual que proporciona un guru, resul
ta ser efímero. Los esfuerzos del hombre son tan rea
les y pasajeros como los castillos de arena que cons
truyen los niños en las playas. Cada uno recibe toda
la concentración que puede darle el niño, toda la ale
gría creativa y su sincera esperanza de duración eter­
na. Trabajando dedicadamente en la arena húmeda y
oscura, los pequeños constructores quitan de en medio
furiosamente a cualquier otro niño que atente con
arruinar lo que están tratando de crear. Lloran sobre-
cogedoramente cuando algún adulto inadvertido estro
pea su trabajo con la pesada huella de su pie descalzo.
Y no obstante, muy pronto, la marea empieza a subir
para tragarse con serena inevitabilidad lo que ha crea
do cada niño en su ciega confianza en el momento.
Los gurus y sus seguidores también construyen for
talezas de arena contra los ritmos eternos de las
mareas. Al igual que los niños, a veces saben secreta
mente que sus castillos espirituales no sobrevivirán a
la marea, una marea que se ha retirado sólo para vol­
ver a avanzar. Al igual que los niños, quizá saben que
sus creaciones están construidas en una zona de in­
tranquilidad que es el presente humano y que después
de bajar, la marea vuelve a subir. Y sin embargo,
¿quién sabe? Tal vez, insisten, en esta ocasión se pue­
da construir algo permanente.
Es a través de esta insistencia de esta predisposi­
ción que no puede ser truncada, que los niños (no
importa a qué edad) a menudo producen la misma
ruina que esperan evitar. Los niños, después de haber
construido un hermoso castillo en lo que hasta enton­
ces sólo era barro informe, pueden seguir desarrollan­
do y viviendo una fantasía de lo que han construido
hasta que tienen que ceder ante el mar incesante. Sin
embargo, con demasiada frecuencia dedican sus es­
fuerzos a la construcción de murallas y rampas pro­
tectoras para frenar al mar. Ponen la arena de este
modo y del otro, pero mientras lo hacen, podrían
estar «hilando perlas para deleite del cielo».
Y peor aún, con sus esfuerzos frenéticos por cons­
truir murallas contra la llegada del mar, a menudo
los castillos son destruidos por quienes quieren per­
petuarlos. En esos melancólicos esfuerzos de grabar
algo permanente en el mundo marginal del cambio
continuo y del no-cambio de la naturaleza, a menudo
se pierde de vista el intento inicial. ¡Cuánto más sabio
es dejar que la naturaleza fluya a través nuestro
que tratar desesperadamente de separarnos de ella
para combatirla!
Los gurus han llegado —y se han ido— a menudo
para dejar tras de sí, algo que vale la pena conservar,
algo de su estilo, de su técnica, de su sentido de lo
necesario, o simplemente de lo que es más humano.
Cada uno trabajó bien por un tiempo, en su propia
época y lugar. Luego su liderazgo se institucionalizó
y daimónicamente se exageró e idolatrizó. Sus ense
ñanzas se osificaron, se diluyeron y popularizaron.
Los mismos gurus se corrompieron por la vanidad.
Sus seguidores se convirtieron en maniáticos, cultu
ralistas o creyentes de una forma dirigida a aclarar
totalmente, de una vez por todas y para siempre, el
significado de la vida.
Parte de lo que aprendemos de estos mágicos mo­
mentos del pasado es que el nuestro también pasará.
Si tratamos de aferramos a ese pasado, insistiendo
en que no debemos perderlo, entonces caemos más
rápida e innoblemente que los gurus del pasado que
desearíamos preservar. Podemos llegar a obtener nues­
tra porción de felicidad humana, pero sólo si somos
capaces de ver que nosotros tampoco podemos cons­
truir nada duradero. Debemos renunciar a lo que no
dura y no podemos cambiar, aceptando nuestras pér­
didas si es que vamos a obtener todo lo que podemos
de los significados y alegrías actuales.
Debemos sentimos tan tristes e indefensos como
nos sea necesario y entonces, debemos seguir adelante.
Los jasidas nos enseñan:
Hay dos clases de penas... Cuando un hombre me
dita sobre los infortunios que le han sucedido, se
refugia en un rincón y desespera pidiendo ayuda. Esa
es una mala clase de pena... La otra, es el honesto
dolor de un hombre a quien se le ha quemado la casa
y sintiendo su profunda necesidad en el corazón, em
pieza a construir una nueva.1

Nuestra decisión acerca de lo que debemos dejar


y lo que debemos conservar de los gurus del pasado,
puede estar vinculada a las propias luchas personales
del individuo. Dentro de la perspectiva de la psicote
rapia que yo practico esta aceptación del desamparo
y esta necesidad de lamentarse son tantos mías como
de quienes solicitan mi ayuda.
La razón de ello es que, hasta cierto punto, cada
uno de nosotros vive en la oscuridad de su propio
pasado inacabado. La negativa a lamentar las desilu-
siones y pérdidas de la infancia, a enterrarlas de una
vez por todas, nos condena a vivir en las sombras.
El dolor genuino son los gemidos y los llantos que
expresan la aceptación de nuestra incapacidad para
hacer algo con nuestras pérdidas. Si en cambio, chi
llamos y nos lamentamos, insistimos en que esto no
puede ser, o exigimos que se nos compense nuestro
dolor, entonces estamos atados para siempre.
Básicamente, la psicoterapia es una laboriosa em­
presa moral. El terapeuta intenta ayudar al paciente
a convertirse en un ser humano decente y a vivir como
tal, por más terribles que hayan sido sus experiencias.
Debe aprender a vivir bien, en el presente, empezando
con las cosas tal como son y abierto a las numerosas
ambigüedades de esta mezcolanza que es el mundo
tal como es. Y debe hacer todo esto pese al hecho de
que ha sido burlado, de que ha tenido que aguantar
indefenso mientras era ignorado, traicionado, robado,
mientras contemplaba la destrucción de sus esperan­
zas, la pérdida de sus más preciadas posesiones y sus
sueños sin realizar. Lo que es más, si se niega a acep­
tar los infortunios del pasado como inalterables, en
tonces no consigue conservar intactos sus sentimien
tos de cariño y amor. Esas alegrías de ayer y de ahora
estarán expuestas a arruinarse de algún modo siem
pre que se sienta indefenso ante cualquier nueva
pérdida.
Tal vez sólo existen diferentes clases de infancia
desgraciada y los recuerdos de infancia feliz sólo sean
meras ilusiones a las que la gente se aferra desespe
radamente. Después de todo, los niños son inevitable
mente indefensos y dependientes, por más recursos
que puedan obtener para lidiar con el violento mundo
en que viven. De una manera u otra, los padres siem
pre decepcionan. Las frustraciones son muchas y la
vida es congénitamente incontrolable. «Mamá puede
tener, papá puede tener, pero Dios bendiga al niño que
tiene lo que le pertenece.» *
* «God Bless the Child», de Arthur Herzog y Billie Holi
day (1941). Copyright de Edward B. Marks Music Corporation.
Con permiso.
Como niños, todos somos realmente incapaces de
cambiar el mundo o de seguir adelante y cuidar de
nosotros mismos. Incapaz de renunciar a la esperanza
en un asunto tan de vida o muerte, el niño se enfrenta
a la desesperada ansiedad que resulta de tratar del
superar y controlar lo que no se puede. Cada niño en
cuentra formas de creer que es menos impotente de
lo que siente. Debe conservar la ilusión que de algún
modo puede lograr que sus padres le quieran tal como
él mismo desea que le quieran. El pánico acerca de
esta impotencia debe ser transformado en una terca
lucha por salirse con la suya, aunque sólo sea imagi
nariamente. Cuanto más se le trate como si sus senti
mientos carecieran de importancia, más grande es su
voluntariedad. Por mantener esta ilusión, puede sa
lirse con la suya, repetir incesante y absurdamente su
comportamiento neurótico y desarrollar su estilo de
carácter autorrestrictivo y temeroso de los riesgos.
De esta manera, aunque a distintos niveles, la gente
insiste en que el mundo tiene que ser justo, que ellos
deben conseguir lo que se proponen o, de otra ma­
nera, alguien debe pagar. Así, por ejemplo, un joven
obsesivamente preocupado señala que jamás puede ser
feliz ni realmente libre para disfrutar de sus éxitos
porque fue criado por un padre egoísta y mezquino
y por una madre en la que no se podía confiar. Su
sufrimiento es su condena y no quiere salir de la
trampa.
Una joven histérica insiste en que debido a que ha
tenido que aguantar tantas desilusiones en el pasado,
ciertamente ahora llegará alguna persona maravillosa
que se ocupará de ella.
Otra nos cuenta lo mala persona que es. No se
trata de que su madre fuera poco cariñosa o egoísta,
sino que incluso cuando era pequeña era mala, anor
mal o que de algún modo no merecía un mejor trato.
Y si ella ahora pudiera mejorar lo suficiente, las cosas
con su mamá, hubieran o pudieran haber sido dife
rentes. O lo serían en el futuro.
Sin embargo, otra persona coge la dirección con­
traria demostrándonos lo poco que necesita de los
demás, lo poco que le importan y lo por encima que
está de todos ellos. Si sólo hubiera dejado que Le
Bret, aquel buen amigo de Cyrano de Bergerac, le su
surrase al oído, «Enorgullécete y amárgate, pero entre
dientes; susurra «ella no me ama», y ésta es la
muerte».2
Por supuesto, hay muchas y variadas formas en las
que los adultos continúan llevando a cabo las batallas
infantiles. Lo que tienen en común es una limitada
dedicación de sus vidas tal como es en este momento.
Más bien, su queja más común es, «Me han engañado
y no lo toleraré. Debo hacer lo que quiero. De no
ser así, al menos otros no podrán volver a jugar con
migo». El adulto en quien sigue morando el niño des
conocido y olvidado, insiste en que tiene el poder de
hacer que alguien le ame, o de hacérselos lamentar si
nadie lo hace. Se llevan a cabo apaciguamientos, enga
tusamientos, sobornos o encubrimientos con la terca
esperanza de que si se es lo bastante sometido, lo bas
tante rastrero, lo bastante pérfido, lo bastante angus
tiado, lo bastante algo, entonces uno se puede salir
con la suya.
Parte de la tarea del terapeuta es evitar enredarse
en los intentos del paciente de chantaje emocional, de
intimidación, de adoración seductora, de exigencias de
dependencia y demás. Por supuesto, es muy probable
que el analista caiga en la trampa al responder a estas
demandas de ciertas maneras, pero entonces el reco­
nocimiento y el liberarse de la trampa hacen que el
paciente empiece a ver lo que él mismo persigue. El
analista trata de despertar la curiosidad del paciente
acerca de su vida. Al mismo tiempo que interrumpe
estas estrategias autoderrotistas del paciente al no
participar en ellas, también insiste en ser reconocido
como una persona por derecho propio y con sentimien
tos que cuentan. Debe encontrar medios para hacer
conocer al paciente lo siguiente:

Mi dolor duele como el suyo. Cada uno de nosotros


tiene lo mismo que perder: todo lo que tenemos. Mis
lágrimas son tan amargas y mis cicatrices tan perma-
nenies como los suyas. Mi soledad es un dolor en mi
pecho, igual que el suyo. ¿Quién es usted para creer
que sus pérdidas significan más que las mías? ¡Qué
arrogancia...! Me enfurece su ignorancia de mis sent
imientos. Yo vivo en el mismo mundo imperfecto en
que usted batalla, un mundo en el cual, al igual que
usted, debo vivir con menos de lo que me gustaría
tener... Y asimismo, usted parece pensar que debe,
triunfar sin fracasos, amar sin pérdidas, alcanzar lo
que sea sin riesgos de desilusiones y jamás parecer
vulnerable o ni siquiera tonto... ¿Por qué? Mientras
tanto, el resto de nosotros a veces debemos caer, he
rirnos, sentirnos inadaptados y volvernos a levantar y
seguir adelante. ¿Por qué se le ocurre que únicamente
usted no debe pasar por estas cosas? ¿Cómo se vol
vió tan especial? ¿De qué manera ha sido elegido...?
¿Usted dice que lo ha pasado mal, que ha tenido una
infancia desgraciada? Yo también. ¿Dice que no tuvo
todo lo que necesitaba y deseaba, que no siempre se
le comprendía o se le cuidaba? ¡Bienvenido al club!

El analista debe ayudar al paciente a ver que la se­


sión representa para los dos una hora de sus vidas
que no será recuperada más por uno que por otro.
Pueden llegar a ser importantes el uno para el otro,
pero únicamente mientras cada uno se desnude, corre
el riesgo de que el otro le pueda herir y de tener nue
vas pérdidas.
Mientras la interacción fija la atención del paciente
en pasadas pérdidas y en lo que tiene que perder en
el encuentro con el terapeuta, no se le debe dar cuar­
tel. Sólo puede conservar lo que realmente tenía. Cuan­
do insiste en que sus padres le amaban «a su manera»,
se le debe hacer enfrentar el hecho de que esto es una
inferencia. Cuando se ofrece el amor paterno de una
manera que toma en consideración los sentimientos
del niño, éste lo puede experimentar directamente.
No es necesario inferirlo. Y si el paciente no consiguió
de sus padres lo que quería o necesitaba o lo que
tenía derecho a conseguir simplemente porque era
su hijo, eso está muy mal, pero así es.
Lo único que ahora puede hacer es tratar de en­
frentar lo mal que se siente y lo atrapado que está
por ello. Luego puede volverse a otros en su vida e
intentar ser lo bastante abierto para que le conozcan.
Puede hacer conocer sus deseos, y si se satisfacen,
mejor. De no ser así, si le conocen pero no le aman,
entonces no hay nada que hacer al respecto. Quizás
algún otro le ame. Pero en cualquier caso, nadie pue
de tomar el lugar de otro. Jamás podrá conseguir lo
que no es dado. Tendrá que pasarse sin ello, le guste
o no, y encarar sus pérdidas y su desamparo a fin
de cambiar esa situación. Debe superarlas llorando,
lamentándose o doliéndose. Debe desengancharse del
pasado para hacerle lugar al presente. Al enterrar a
los padres de la infancia, tiene que sumar el resto del
mundo y restar a dos. Al fin y al cabo, no es una tran
sacción tan mala.
Al negarse a llorar la pérdida de unos padres que
deseó tener pero que nunca tuvo, puede llegar a sal
var lo que realmente estaba allí dispuesto para él.
Puede llegar a saber que el no salirse siempre con la
suya no significa necesariamente que no le amen. Aun
que ya no viva más en el supuestamente ordenado
mundo de la infancia, en el que se supone que se
premian la bondad y el sufrimiento y se castigan la
maldad y el egoísmo, de cualquier modo debe tratar
de hacer todo lo que pueda para vivir decentemente.
Una infancia desgraciada no justifica el abandono y la
renuncia. La vida es una mezcla, en el mejor de los
casos, para todos. Cada hombre debe encarar las desilusiones
, las frustraciones, el fracaso, la pérdida y la
traición, la enfermedad, la vejez y finalmente, la propia
muerte. Y sin embargo debe afrontar el desafío de
Camus: «ser nada más que un hombre en un mundo
injusto».3 Uno encuentra que la vida es arbitraria y
sin embargo las cosas se toman como son, se las enri
quece como se puede y se las disfruta mientras están.
Eso es todo, a menudo insatisfactorio, a veces desilu
sionante, siempre imperfecto. Pero es el único mundo
que tenemos. ¿Se puede tener amor en él y aportarle
el significado de la propia vida y dé la propia volun-
tad? ¿Se puede vivir sin ilusiones en un mundo donde
no hay alicientes? ¿Se puede amar en la ausencia de
ilusiones?
A fin de aceptar este desafío, se deben aprender
(y no una vez para siempre, sino renovándolos una y
otra vez) algunas visiones engañosamente simples y
demasiado fundamentales para ser comprendidas de
una vez para siempre. Como nos dice Hemingway, «Hay
cosas que no se pueden aprender rápidamente, se las
debe pagar con mucho tiempo, que es lo único que
tenemos, para poder adquirirlas».4
Como si no fuera suficiente luchar con los paráme­
tros arbitrarios de la infancia, una vez libres de ellos,
todo hombre debe descubrir verdades tan evasivas
como: Cada uno, a su medida, es vulnerable. Cada
uno es tan débil y tan fuerte como el otro, tan duro
y tan tierno, tan capaz de bien y de mal, y en conse
cuencia, cada uno es tan responsable de sus actos
como cualquier otro. Y asimismo que es algo muy
fascinante y terriblemente duro ser un ser humano
adulto (quizá casi tan duro como ser un niño).
Como adulto, en última instancia todo hombre está
solo. Nadie puede hacer por él lo que él debe hacer
por sí mismo.

Tienes que caminar por ese valle solitario,


Tienes que caminar a solas,
Nadie puede hacerlo por ti,
Tienes que caminarlo tú mismo.6

Ninguna otra solución será eficaz. Todo hombre


tiene que contender con la misma condición funda
mental de estar aquí y ahora, de ser él mismo y no
otro. No obstante, para cada uno es diferente aun
cuando se trate de lo mismo. Difiere básicamente en
que yo no soy usted aunque nuestros problemas sean
los mismos.
La relación de todo hombre con los demás es des
crita irónicamente en la novela de Samuel Beckett,
M olloy.6 Esta historia en dos partes empieza descri
biendo a Molloy, el antihéroe, un vagabundo sin rum-
bo, sucio, desarrapado, lleno de mocos, tullido y hara
piento; tiene una conciencia escatológíca y es una rui
na social. Su viaje al exilio le reduce aún más hasta
que sólo es un desequilibrado, degenerado y paria,
sino que también es avasallado, golpeado y casi muer
to. Hasta sus muletas le sirven de poco cuando ter­
mina solo, aún sin hogar y ahora agotado, apenas
capaz de arrastrarse de noche por el bosque nevado
hacia la luz de las llanuras en la distancia, quizá ha­
cia el amparo, el calor o tal vez un hogar.
La segunda parte de la novela cuenta de Moran,
un hombre de importancia que posee y es todo lo que
no es ni posee Molloy. Tiene una casa y una familia,
un sitio en la iglesia y en la comunidad. Es limpio,
bien vestido, afeitado y manicurado. También tiene
una misión, «Capturar a Molloy». Sin saber por qué
ni quién se lo ordena, se lanza a cumplir con su obli
gación. Jamás está seguro de haberlo capturado, aun
que tal vez así sea ya que, de hecho, fue Molloy a
quien en un momento él da una paliza y casi mata.
Pero en su persecución de Molloy, Moran termina
por perderse y es separado de su familia y de su
cargo, es atacado y herido de modo que debe usar su
paraguas como muleta. Y por último, barbudo, des­
peinado, sucio y hambriento, las ropas destrozadas,
acaba solo, sin hogar y exhausto, apenas capaz de
arrastrarse por la gélida lluvia nocturna hacia una
lejana casa en la que espera encontrar refugio, calor,
o incluso que se le convierta en un hogar.
Por tanto, lo mejor será que nos empecemos a
conocer porque poco hay en este mundo para noso­
tros. Debemos aprender a saber lo que nos podemos
dar y lo que podemos esperar recibir. A veces resulta
muy difícil ser un ser humano: un adulto, limitado, a
veces desamparado, un individuo que lo mejor que
puede hacer es ocuparse de sí mismo porque nadie
más lo hará. ¿Qué es lo que podemos esperar ser no­
sotros dos en este mundo aterrador y fascinante en
el que ambos estamos libres y atrapados? Lo que yo
espero dar a mis pacientes —y lo que también espero
conseguir de mis pacientes— es el coraje y el reconfor-
tamiento de conocer a alguien que enfrenta su vida tal
como es, arriesga el conocimiento, siente lo que yo
siento, pelea como yo peleo, se lamenta de sus pérdi
das, y sobrevive.
Creo que debemos vivir sabiendo que en última
instancia el hombre no es perfeccionable. Se puede
redistribuir el mal, pero jamás erradicarlo. Cada solu
ción crea nuevos problemas y la tentación de renun
ciar a todo siempre está presente. Tal vez lo único
que podemos esperar es comprometernos en la lucha
para hacer lo máximo que podamos mientras seamos
capaces. Y la relación entre analista y paciente, entre
hombre y hombre, es una comunidad de pecadores.
Aunque a veces nos mostremos amorosos y alegres,
«el impulso asesino jamás desaparece, pero con un
poco de valentía uno puede mirarle a la cara cuando
aparece, y con un poco de amor —como al idiota de
la casa—, se le puede perdonar, una y otra vez... para
siempre».7
Al lamentar nuestras pérdidas y enterrar a nues
tros muertos, en la terapia y en el resto de nuestras
vidas, nos abrimos al único contacto real que pode
mos tener con los demás, un contacto emocionante
ahora, de pie sobre las ruinas del pasado. Porque
todos somos judíos. Todos vagamos en el exilio. Su­
frimos y tratamos de creer que hay una razón para
ello. Tratamos de andar nuestro camino y hacer lo
correcto. Pero a veces todos nos olvidamos. Queremos
una certeza, alguna claridad. Queremos que finalmen
te se aclare el rostro del enemigo y que de una vez
por todas ganen los buenos. En ese momento cuan
do cualquier hombre se olvida que es un judío, niega
que está en el exilio. Y en ese momento corre el riesgo
de convertirse en un nazi. En su búsqueda del hogar,
de lo permanente, de la claridad y de un sentido en
que confiar, se puede definir transformándose en quien
define a los demás; y los define como judíos persi­
guiéndoles, o más insidiosamente, separándose de ellos
y negando la común humanidad.
Nuestra única esperanza es una comunidad de
exiliados. Los errabundos son judíos, sean de donde
sean y sea cual sea su religión. Están exiliados de las
ilusiones de la infancia, de la ilusión de la familia
perfecta y de cierto lugar en el mundo donde todo
tiene sentido. Nada importa si un hombre es auto-
exiliado en respuesta a la desilusión y a la búsqueda
de un lugar más significativo, una tierra prometida;
o si a otro hombre le han arrancado violentamente la
ilusión original y reconfortante. Lo que importa es
que la pérdida de la inocencia es permanente. No hay
regreso. Sólo existe la comunidad de errabundos, las
manos acariciantes de exiliados de paso.
Y así también es como debe ser cuando aguanta­
mos nuestras pérdidas ante el deterioro de las pro­
mesas y esperanzas que ofrecieron los santos gurus
del pasado. Debemos aprender de ellos, incluso de sus
fracasos y de su corrupción. Pero no debemos espe
rar que seamos capaces de transcender los límites
humanos de la gracia espiritual pasajera, una gracia
de la cual debemos sin duda caer. Si aceptamos la
inevitabilidad de la caída, quizá podamos volver a le­
vantarnos. Para renacer, primero se ha de morir.
Entonces, ¿qué es lo que guras actuales y futuros
pueden aprender de los guras de ayer? El psicotera
peuta seglar de hoy no es el místico santo que fue
el Zaddick. No se puede entregar al trance visionario
del chamán. No aspira a la austeridad y soledad pia
dosa del eremita. Y no obstante, todo gura del pasado
tiene algo que enseñarle sobre sus propios intentos de
ayudar a la gente.
Permítaseme hablar del mejor jasidismo en estos
términos. Para el jasida, toda la forma de ser del Zad
dik era iluminadora, poderosa y capaz de elevarle por
toda la escala espiritual hacia su unión con Dios. Para
el afligido que llega al psicoanalista en busca de ayu
da, hay en cambio el maestro seglar cuyos poderes
curativos son redentores en el sentido que ayudan a
que el paciente regrese a sí mismo y al mundo. No es
la vida ejemplar ni la santidad del terapeuta, sino
más bien su manera de ser consigo mismo y con el
otro durante la hora de sesión lo que mediatiza la
recuperación y el crecimiento del paciente.
Tal vez lo que a mí como terapeuta me enseña el
Zaddik es que seguramente fracasaré si trato de ayu
dar al afligido desde una posición de separación y
desinterés. En cambio, debo empezar simplemente por
estar dispuesto a estar con él, a llegar a conocerle
como persona y a permitirle que se me acerque. Debo
confiar en mis intuiciones acerca de mis conocimien­
tos y vivir realmente la verdad en vez de tratar de
percibirla. Debo estar dispuesto a temblar sin reti
rarme de la posibilidad de ser personalmente vulnera
ble ante él simplemente como otro ser humano, de
arriesgarme a que se convierta en una persona real
mente importante en mi vida.
El paciente y el psicoterapeuta deben llegar a co­
nocerse de formas que son específicas a este encuentro
de dos seres humanos concretos. Unicamente enton­
ces, podrá ser capaz el que busca la ayuda de traba­
jar eficazmente en la resolución de los problemas de
su vida, problemas que hasta entonces le han imposi­
bilitado ser verdaderamente sí mismo y estar abierto
a los demás. No sólo será una experiencia útil para el
paciente, sino que también el analista terminará re­
novado y expandido.
Ciertamente, como analista, yo también puedo acon­
sejar, enseñar, interpretar, apoyar, ofrecer un modelo,
reforzar selectivamente y desatar contra-estrategias.
Pero si todo esto ocurre fuera del contexto de un ge­
nuino compromiso personal, en la ausencia del amor,
entonces lo único que hago es enseñar nuevos juegos,
quizá juegos eficaces, pero en última instancia única­
mente juegos.
Estoy profundamente agradecido por mi encuentro
con el Zaddik, el Baal Shem Tov del jasidismo, y con
todos los demás gurus de la historia y la leyenda,
gurus del pasado y del presente. Han iluminado mi
vida. El más valioso de los dones que he recibido es
el coraje para ser mi propia versión de guru, para
trabajar con el fin de practicar el tipo de psicoterapia
en el que más libertad tengo de convertirme en quien
soy.
Cuando el rabí Noah, el hijo del rabino Mordecai,
ocupó el lugar de su padre como Zaddik, sus fieles
pronto vieron que actuaba de forma diferente de su
padre. Se preocuparon y fueron a preguntarle el por
qué. «Pero yo hago lo mismo que mi padre», contestó.
«El no imitaba y yo no imito.»
Epílogo
E L D U R O V IA JE

He estado haciendo duros viajes,


pensé que lo sabías.
He pensado haciendo un duro andar
por el camino.
Duro viaje, duro andar,
Bebida dura, póker duro,
He estado haciendo duros viajes, Señor*

Woody Gu t h r i E

(Ésta es la narración de un viaje infernal que rea


licé mientras escribía GURU. Los hombres y mujeres
que habían buscado mi ayuda como psicoterapeuta
formaban parte de mi viaje. He incluido este epílogo
para ofrecer testimonio de mi propia experiencia de
la relación entre el guru contemporáneo y aquellos
a quienes él puede ofrecer su guía. — S. K.)

En los últimos años de trabajo como analista, be


llegado cada vez más a revelarme a ciertos pacientes
en ciertas ocasiones. Con frecuencia esto ha tenido que
ver con alguna fantasía o con algo de mi propia vida

* «Hard Travelin». Letra y música de Woody Guthrie. TRO.


Copyright 1959 y 1963 de Ludlow Music, Inc., Nueva York.
Con permiso.
y que fue evocado por mi experiencia de estar en com­
pañía del paciente.
Más recientemente, he estado involucrado en algo
tan grave, tan incluyente y preocupante que he optado
por discutirlo con todos mis pacientes, tanto en gru­
pos como individualmente. El problema era físico,
pero implicaba muchos sentimientos abrumadores.
Hace unos tres años, sufrí la pérdida súbita y pro­
funda de sensibilidad en mi oído izquierdo. Fue diag­
nosticada correctamente como sordera nerviosa irre­
versible, pero atribuida incorrectamente a un virus
exótico y sumamente selectivo. Los aparatos para oír
fueron ineficaces y después de un breve período de
pánico (de perder el otro oído), acepté con contrafó
bica insistencia el que los demás reconocieran mi limi
tación; lamentaba que tuvieran que hacerlo, pero des
pués de todo yo doy bastante de mí y no había nin
guna razón para que no se acostumbraran a levantar
la voz.
Entonces, en el verano de 1969, empecé a sufrir
vértigos —una pérdida de equilibrio sumamente incó­
moda que se vive como si el mundo girase mientras
las piernas ceden bajo el propio peso—. Se caracte
rizaba por súbitos movimientos de cabeza y en una
sensación general de desequilibrio en los pies. Esto
era preocupante y tenía la cualidad de que un pará
metro de la vida, siempre dado por descontado, de
repente empezara a resquebrajarse. Aún así, sólo ha­
blaba de esto de forma muy selectiva con mis pacien­
tes y únicamente cuando se daba el tema.
Sin embargo, esto me hizo pasar por una serie de
pruebas de diagnosis en uno de los hospitales de la
universidad local y entonces apareció el espectro de
un posible tumor. Eso me alertó. Lo más probable era
la cirugía cerebral. Me preocupó el sentimiento de
que podía morir, la idea de que la gente me iba a
clavar cuchillos dentro de mi cabeza y eso produjo
sentimientos de ser violado, de terminar con lesiones
cerebrales, de recuperarme sólo para darme cuenta
de que ya no era el mismo. A medida que se acumu­
laba la evidencia clínica, pude ver que aún cuando
todo fuera bastante bien, tendría que interrumpir mi
trabajo por uno o dos meses, quizás más. Pero más
que eso, estaba muy afligido Y aún tenía por delante
semanas enteras de espera.
No decidí por adelantado que discutiría mis pro­
blemas con nadie. Simplemente los expuse en un
grupo cuando no pude pensar en ninguna otra cosa.
No quería que mi depresión fuera vivida como una
reacción ante el grupo (pues no era así). Simplemente
les conté a los miembros del grupo lo que me estaba
sucediendo y cómo me sentía. Para ese entonces, mis
reacciones incluían preocupación, dolor, miedo, furia
y una profunda sensación de desamparo. Yo negaba
este desamparo con sueños y fantasías salidos de mi
propio deseo delirante de operarme a mí mismo al
tiempo que instruía a los demás acerca de mis técni
cas. El discutir este ejemplo de desequilibrio y algu
nos de los consecuentes rechazos a la ayuda que me
ofrecía la gente que me quería, fue algo que yo ofrecí
como regalo a una paciente determinada. Hacía tiem
po que estaba muy asustada y avergonzada de su pro
pia locura secreta. En respuesta a mi revelación, ella
reveló más de sí misma y luego me hizo brotar lágri
mas cuando me cogió la mano y la besó.
Casi todos mis pacientes se interesaron vivamente
en conocer todo lo que pudieron acerca de mi pro­
blema. Por supuesto hubo algunas negativas iniciales:
«Realmente es tan difícil imaginarse que algo así pue
da ocurrirle a una persona tan fuerte como usted», o
«Usted es demasiado bueno, tiene demasiado bien
puesta la cabeza como para que le ocurra algo tan
terrible». Sólo unos pocos pacientes fueron decidida
mente siniestros al respecto: «Es demasiado duro
como para permitirme pensar en ello. Realmente no
creo que le vaya a pasar nada». Una mujer asustada
llegó a decir, «Simplemente sé que no hay de qué
preocuparse, que todo va a salir bien». Tuvo mucha
dificultad en comprender por qué mi respuesta fue,
«¡Váyase a la mierda!».
La mayoría de las reacciones fueron mucho más
cariñosas: «Me emociona mucho que usted comparta
semejante problema con nosotros», o «Me preocupa
mucho lo que le pueda pasar», o «Debe sentirse muy
mal», «Tengo miedo por usted y por mí». Asimismo,
hubo bastantes lágrimas y abrazos (de su parte y de
la mía) y hasta me dieron amuletos de la buena suerte.
Algunos pacientes se sintieron abrumados por lo que
me sucedía y tuvieron problemas en no sentirse cul­
pables acerca de sus problemas personales. Pocos pu­
dieron expresar libremente su resentimiento para con­
migo por ser menos de lo que esperaban, aunque algu­
nos pudieron arremeter contra el destino y reconocer
que esto no había sucedido en el momento más opor­
tuno para ellos.
Incluso antes de mi primera hospitalización, hubo
tantas horas de complicados diálogos intercalados por
respetuosos silencios que ahora me resulta difícil do­
cumentarlas de una forma ordenada. Algunas sesiones
fueron excelentes como la que pasamos contando nues­
tras experiencias personales de hospitales y lo que
habían significado para nosotros, y todos aprendieron
algo nuevo acerca de lo que la experiencia podía re­
presentar para los demás. El mejor testimonio que
tengo con relación a lo sucedido en esas discusiones
previas a mi hospitalización es el recuerdo del efecto
que tuvieron en mí. Me sentía conmovedoramente
agradecido y profundamente amado. Hallé un nuevo
medio de aceptar mi importancia en las vidas de
otras personas. Me di cuenta de que algunos pacientes
significaban mucho más para mí que otros. Sentí tanto
el apoyo que me ayudaría a encarar mis propios mie
dos e infelicidad, así como el coraje insistente de
muchos pacientes cuya predisposición a tomar las
cosas tal como eran me ayudaba a mantenerme ho
nesto cuando hubiera preferido huir de lo que temía.
Ciertamente no se trató de que yo no tuviera nada
de esto fuera de mi práctica profesional. Mi esposa
fue una ayuda extraordinaria, como contaré más ade
lante. Y hubo algunos amigos entrañables que me die
ron mucho, aún a costa de hacer suya parte de mi
propia angustia y a todos los cuales les estoy profun
damente agradecido. Sin embargo, con mis pacientes
se produjo una nueva intimidad, una extraña sensa­
ción de comunidad y yo tuve mi primera experiencia
positiva de familia extendida. Mientras estuve hospi
talizado, hubo regalos y muchas cartas. Rara vez las
recibí sin sentirme emocionado y al borde de las lágri
mas. Contadas fueron las expresiones rutinarias de
sentimientos convencionales, sino que la gran mayoría
de las cartas casi siempre estaban basadas en la
verdadera historia de nuestras relaciones.
Mi primera hospitalización fue por mucho la más
fácil de las dos. Sería una tentativa de extirpar parte
del tumor por medio de cirugía acústica, de modo de
reducir los riesgos que podían producirse si se inten
taba una extirpación completa en un solo procedi
miento neuroquirúrgico. El hospital estaba en una
ciudad a cientos de kilómetros de mi hogar ya que
había pocos equipos quirúrgicos en el país que pudie
ran realizar ese tipo especial de intervenciones. Unica
mente mi mujer estuvo a mi lado durante la operación,
pero ella representa un centro crucial de mi vida. Yo
no quise que estuviera nadie más.
El ambiente era perfecto: un personal hospitalario
dominado por enfermeras veteranas y lleno de normas
arbitrarias supuestamente para beneficio del paciente,
pero claramente para facilitar la labor del personal.
En especial, durante los días previos a la operación
en los que se hicieron numerosas pruebas de diagno­
sis, esto me permitió la clase de desafío que necesitaba
para reafirmar el impacto de mi identidad personal
como medio de escapar de lo asustado e indefenso
que me sentía. El personal no me podía dominar
cuando yo lograba con éxito cambiar de habitación,
violar normativas arbitrarias o dar forma a lo que me
sucedía emocionalmente más como un ser humano en
concreto que como un hipotético paciente. La opera­
ción tuvo éxito y me enviaron a casa a los cuatro días
para que me recuperara y pudiera volver a ser ope­
rado.
Aunque me sentía inmensamente fatigado y tenía
algunos dolores de cabeza, el volver a casa repre­
sentó una experiencia muy emotiva. Originalmente, yo
no había previsto que podría estar de vuelta para las
fiestas, de modo que habíamos intentado una celebra
ción anticipada de Navidad en la que toda la familia
pretendió que tenía éxito. En realidad todos nos sen
timos pésimamente engatusados y embaucados. En­
tonces tuvimos una verdadera celebración familiar de
Navidad. Oh, no tan ruidosa y exhuberante como de
costumbre, pero cálida y reconfortante, llena de agra
decimiento, cariño y seguridad. Hubo visitas de ami
gos y por un tiempo sólo buenos sentimientos. Pero
poco a poco, a medida que se aproximaba la hora de
la siguiente operación en enero, empezaban a crecer
nuestras aprensiones. Mis sueños dejaron de ser com­
pensatoriamente fuertes y libres. Ahora tenían un ma­
tiz de trampa que revelaba lo realmente atrapado que
estaba y lo paranoico que llegaría a estar. Evité hablar
por teléfono o ver a ninguno de mis pacientes porque
me sentía atascado y que lo único que podía hacer era
arrojarles encima de ellos y encima mío toda mi de­
presión. Pero recibía con agrado sus cartas que eran
más emotivas de lo que yo me podía haber imaginado.
La segunda intervención quirúrgica fue muy distin­
ta a la primera. El segundo hospital era más grande
y más moderno, el personal más sofisticado y más
educado. En todo caso, esto no me permitió malquis­
tarme con una estructura arbitraria y no pude distraer­
me de mis preocupaciones. Asimismo, ahora se tra­
taría de neurocirugía, algo «muy serio». Una vez más
mi mujer estuvo a mi lado y esta vez su presencia
sería crucial. Durante el primer par de días de obser
vación y preparación preoperatoria, me encontré con
otro paciente con quien me pude relacionar superfi
cialmente como analista y de ese modo, pospuse el
vivir como paciente por un tiempo. Pero eso llegaría
muy pronto.
La mañana del tercer día, entré en la sala de ope­
raciones, temeroso sobre todo de que saldría con algo
de la secuela predicha de parálisis facial o desfigura
ción y/o debilidad o entumecimientos, es decir, alguna
lesión en mi lado izquierdo. Doce horas más tarde
salí de la sala de operaciones no sólo con vida, sino
sin ninguna secuela aparente. Es verdad que tuvieron
que dejar una pequeña pieza del tumor en el cerebro
porque cada vez que el cirujano intentó sacarla, se
me paraba el pulso. Pero esto había sido anticipado y
siempre estaba la posibilidad de que dejara de crecer
debido a una falta de suministro de sangre o que
simplemente dejara de crecer, o que volviera a crecer
al cabo de unos años y exigir otra operación (los mé­
dicos parecen no tener idea de lo que causa los tumo­
res o de lo que les para o acelera el crecimiento).
En suma, pareció que mi futuro personal era simple­
mente más incierto que el de la mayoría de la gente.
Pero no sería tan fácil. Hinchazones cerebrales y
dificultades respiratorias provocaron una «crisis mé
dica» en la que se me volvió a llevar a toda prisa a la
habitación de recuperación donde se me trataría con
drogas y con otros medios de mantención, o de donde
podía volver a salir a la sala de cirujía (quizá para
incluir la extirpación de parte de mi cerebelo). Mi
mujer Marjorie trató de tomar decisiones para difi
cultar que los demás lo hicieran apresuradamente, y
sin embargo, se mantuvo lo suficientemente serena
como para que no la clasificaran de «histérica» y la sa
caran del medio. Tuvo la suficiente eficacia como para
que le permitieran quedarse y participar en los cui
dados médicos.
Pasé casi los dos días siguientes en la sala de re­
cuperación. Se trata de una unidad de cuidado inten­
sivo con luces brillantes y fijas. Pasando del sueño al
dolor, me encontré rodeado por un extraño equipo,
gran parte del cual estaba dolorosamente atado a mi
persona. Unas figuras inmensas, raras y uniformadas
de blanco aparecían y desaparecían ante mi cara
gritándome como si yo hubiera sido un retardado, «Su
operación ha terminado. ¿Cómo se llama? ¿Sabe usted
dónde está?». Y nadie me explicaba lo que estaba su
cediendo. La combinación de los problemas que apor
té a la situación, los efectos desorientadores de la sala
de recuperación, la reacción adversa que tuve a los
compuestos de morfina que me inyectaban y una res
puesta típica a la neurocirugía (casi como ser golpea-
do en la cabeza con un poste de teléfono), dio como
resultado que estuviera salvajemente psicótico durante
los dos días. Sean cuales sean las causas inmediatas
del episodio, lo cierto era que estuvo formado clara
mente por las piezas irresolutas de locura que yo
había llevado a la situación.
Por empezar, estaba confuso, aterrado, no podía
comprender y no sabía si eso terminaría alguna vez.
Un mal viaje. Estaba seguro que intentaban herirme.
Me habían colocado un aparato en la nariz, me dolía
tanto que lo arranqué. Esta lleno de sangre y me con­
vencí de que intentaban asesinarme. Debido a que
yo interfería con sus esfuerzos, me ataron las manos
(luego me enteré de que lo habían hecho con gasas,
pero en aquel momento sentí como si se tratase de
cadenas). Me sentía desamparado, enfurecido y humi­
llado. Traté de golpear en la cara a una de las enfer
meras. En retrospectiva, me doy cuenta de que debo
haberles resultado un plomo de pesado, de que con
tinuaron intentando ayudarme y que yo debo haber
leído correctamente el resentimiento escondido tras
sus intentos de convencerme de que realmente me que­
rían ayudar. Pero yo era demasiado inteligente para
ellos. Me volví mucho más astuto y taimado para en­
gañarles y quitarme los torturantes aparatos que me
-habían enchufado.
Algunas de mis percepciones se volvieron más com­
plejas, pero no claras. El hospital me parecía de algún
modo antisemita y mi persecución formaba parte de
ello. Parte del equipo parecía judío y estaba bien, pero
otros parecían cristianos y eso me afligía. Asimismo,
aunque quería dormir, visualizaba todo esto como una
especie de «tableau» dispuesto de tal modo que si
me dormía, la cinta en video de mi sueño sería uti
lizada como entretenimiento cómico en el programa
de televisión que estaban montando. Por último, re
conocí a mi esposa a mi lado. Me cogió de la mano
y supe que podía confiar en ella. Le dije que se pu
siera en contacto con un comité investigador de la
Unión Norteamericana de Libertades Civiles para que
vieran que me habían atado las manos sin el de-
bido proceso. Ella se dio cuenta de que estaba loco
y me repitió mil veces a su manera, «Oye, querido,
estás confundido. Lo único que quieren hacer es ayu
darte. Ya sé que te duele y que ahora no lo puedes
entender, pero tú sabes q u e yo no les permitiría ha
certe algo malo. Simplemente trata de cooperar y des
cansa».
Y por Dios, funcionó. Me sentí tan aceptado por
ella y confiaba tanto en su amor que me sentí profun­
damente en paz, seguro y dejé de pelear contra el
personal. Pero cada vez que me dormía, me desper­
taba nuevamente enloquecido. Y cada vez ella pudo
convencerme. Por suerte, cuando estaba perturbado
antes de la operación, es decir, lacrimoso y afligido,
le dije que no quería abrirme en ese medio ambiente
por miedo a que me perjudicara algún joven residente
psiquiátrico (que me pudiera haber diagnosticado como
demente incluso si hubiera hablado conmigo cuando
yo estaba más cuerdo). Al recordarlo y aunque tuvo
muchas dudas, no le contó al personal de la locura
que yo gradualmente compartía con ella. Y de ese
modo, me libré de que me trataran como loco, me
bombardearan con drogas o me pusieran en algún
tratamiento «especial».
Una vez en casa, durante unos días sentí como si
tuviera status de fugitivo. Al mismo tiempo, me sen­
tía aliviado por haber sobrevivido y afortunado de
quedarme con unas pérdidas insignificantes (un poco
de entumecimiento facial, una sutil falta de coordina­
ción en mi mano izquierda, aún un poco de vértigo,
todo lo cual me prometieron que pasaría con el tiem­
po). Poco a poco me empecé a sentir yo mismo, tan
intacto física como espiritualmente me había sentido
antes de la operación.
Unas semanas más tarde, empecé a ver a mis pa­
cientes. Debido a que ellos habían podido enterarse
de mi proceso únicamente a través de mis colegas
analistas, no sabían todo lo que me había pasado. Las
comunicaciones entre el hospital en Boston y mis ami
gos en Washington habían sido fragmentarias, a veces
confusas y usualmente equivocadas en aras de una
información optimista. Casi todos estaban claramente
contentos de verme, al principio parecieron aliviados
y luego se conmovieron cuando les conté lo que ha
bía pasado.
Ciertamente, para todo el mundo, incluyéndome a
mí, hubo menos un sentimiento de alegría que de
profundo alivio. Había sido un duro camino. Clara­
mente había sobrevivido. No sólo aún vivía, sino lo
que es más, parecía intacto, es decir, «yo mismo».
Pese al calvario y a los sufrimientos gratuitos a que
habían sido sometidos aquellos pacientes que se sen­
tían especialmente próximos a mí, la mayoría se sin­
tió «contenta de haber sido incluida». Por supuesto,
algunos se lamentaron del episodio, se alegraban de
que hubiera terminado y querían olvidarse de todo el
asunto y estos fueron especialmente poco curiosos
acerca de lo que me había sucedido. Ésta era la gente
más secretamente furiosa que prefería no amar a ser
molestada por el sufrimiento de un tercero.
Mucha gente pensó que se había tratado de una
experiencia muy útil para ellos en el sentido de que
parecía prepararles para sus propias catástrofes así
como hacerles tomar conciencia de que tenían algunas
opciones y responsabilidades aún en situaciones que
no podían controlar por completo. Una paciente expli­
có claramente lo que les había pasado a los otros:
—Tantas veces me sentí tentada a quitarle de mis
pensamientos. Después de todo, yo no podía hacer
nada acerca de la situación. A veces simplemente que­
ría resolver que todo estaba bien y olvidarme. En
cambio, por primera vez en mi vida, realmente me per­
mití vivir todos mis sentimientos de desamparo e in­
certidumbre. Resultó muy difícil, pero ahora me hace
sentir muy bien conmigo misma. Fui capaz de ser yo
misma sin excusarme y ahora me siento muy bien.
Asimismo, estaba haciendo lo que había aprendido en
terapia. Fue una manera de decir todo lo que usted
me importaba. Y todo lo que yo misma me importaba.
Alguna gente quería y no quería escuchar las anéc­
dotas más deprimentes. Pero la mayoría estuvo de
acuerdo en que el compartir ellos mi experiencia me
hacía más humano a sus ojos. De hecho, al revelar
tantos sentimientos y problemas míos aún sin resol­
ver, hice que algunos pacientes se sintieran más libres
y más esperanzados acerca de sí mismos. Si yo aún
era tan imperfecto, quizás ellos no estaban demasiado
lejos de su objetivo. Y asimismo, ahora que me encon­
traba bien, la furia del pasado pudo salir a la super­
ficie más directamente. Esta furia de los pacientes
me estaba dirigida por desilusionarles y abandonarles
debido a mi enfermedad, y ahora yo podía agitar los
puños ante el cíelo por enviarme un golpe tan inespe­
rado e injusto.
Antes de todo esto y a lo largo de los años, yo había
llegado a sentir que finalmente estaba en lo correcto
(y que siempre lo había estado) siendo tal como era.
De forma creciente gran parte de mi experiencia vital
incluía sentimientos de que yo era cariñoso, decente,
fuerte y más merecedor de amor de lo que me había
sentido en todos los largos años de crecimiento. En­
frentado a una posible lesión permanente y a una
desfiguración, me había atrapado la sensación de que
jamás querría estar en una posición en que la gente
me tuviera que ayudar porque me tendría lástima.
Unicamente al cabo de un tiempo, llegué a compren
der que yo temía que, de no estar en una posición
de dar o lograr cosas, tal vez nadie se interesaría
más por mí.
Después de que lo peor de ese sentimiento que­
dara en el hospital, tuve una experiencia estremece
dora con una de las enfermeras especializadas. No
era una persona a la que me sintiera bien predis
puesto naturalmente, pero ella intentó con ahinco ha
cer el tipo de trabajo que sentía que debía hacer para
hacerme la vida más llevadera. A la mañana, me ba­
ñaba a su manera fuerte pero gentil. Me hacía sentir
bien después de tanto dolor y tanta manipulación
impersonal. De repente, me di cuenta de que cuando
niño jamás me habían cuidado tan bien ni con tanto
cuidado. Charlamos y a ella le encantó saber que yo
apreciaba lo que estaba haciendo, pero le resultó muy
difícil comprender por qué me puse a llorar. Ahora,
con todo lo que me han dado en ternura, angustia y
lealtad mi esposa, mis hijos y mis amigos, e incluso,
mis pacientes, creo que me siento más querido que
jamás me haya sentido en mi vida. Espero poder
aferrarme a ese sentimiento.
Me resulta claro que mis motivos para escribir
estas experiencias superan en mucho mi deseo de com
partir con otros analistas lo que para mí es un nuevo
enfoque con mis pacientes. El mismo acto de escribir
las, de contar mi historia, ciertamente me ha sido de
ayuda para volver a sentirme bien.
Además, espero que esta historia tenga la cualidad
no sólo de confesión personal, sino de una celebración
de los seres amados. También me doy cuenta de que
puedo estar exponiendo inocentemente mis propios
problemas irresolutos ante los ojos de los demás. ¡Que
así sea! Todos tenemos que andar un duro camino.
Yo he visto algunos lugares malos y he visto algunas
cosas malas y agradezco al Señor que no todo este
duro camino haya que hacerlo a solas.

S. B. K.
Enero-febrero, 1970
NOTAS DE CAPITULOS

PRIMERA PARTE

C a p ítu lo I

1. Arnold J. Toynbee, A S t u d y o f H i s t o r y , 2 vols., Dell Publish


ing Co., A Laurel Edition, Nueva York, 1:288.
2 . Sigmund Freud, «The Psycotherapy of Hysteria», S t u d i e s
in H y s t e r i a , Hogarth Press, Standard Edition, Londres, 1893,
pág. 305.
3. Leonard Cohen, «Suzanne Takes You Down», S e l e c t e d
P o e m s 1956-1968, Viking Press, A Viking Compass Book, Nueva
York, pág. 209.
4. Erich Fromm, T h e F o r g o t t e n L a n g u a g e , A n I n t r o d u c t i o n
t o t h e U n d e r s t a n d i n g o f D r e a m s , F a i r y T a l e s a n d M y t h s , Rine
hart and Co„ Nueva York, 1951.
5. Ibid., pág. 33.
6. Oxford English Dictionary, 1961, véase «charisma».
7. I . Corintios, 13:1.
8. Ibid.,13:2.
9. Ibid., 14:2.
10. Max Weber, F r o m M a x W e b e r , E s s a y s in S o c i o l o g y , trad.
y editado por H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford Univer
sity Press, A Galaxy Book, Nueva York, 1958, págs. 295ff.
11. Mathew Lipman y Salvatore Pizzurro, «Charismatic Par
ticipation as a Sociopathic Process», Psychiatry 1, febrero de
1965, pág. 249.
12. Weber, Essays in Sociology, pág. 237.
13. M a t e o , 5:17.
14. I b i d . , 5:21.
15. I b i d . , 5:20, 22, 26, 28, 32, 34, 38, 44.
16. Weber, E s s a y s i n S o c i o l o g y , pág. 249.
17. Lipman y Pizzurro, «Charismatic Partícipation», pág. 18.
18. Dylan Thomas, T h e C o l l e c t e d P o e m s , New Direction,
Nueva York, 1953, pág. 173.
Capítulo 11

1. Max Weber, From Max Weber, Essays in Sociology, trad.


y ed. de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford University Press,
Nueva York, 1958, pág. 426.
2. Jay Haley, «The Art of Psychoanalysis», The Power Tact
ies of Jesús Christ and Other Essays, Grossman, Nueva York,
1969, pág. 4.
3. Paul Goodman, «Can Technology Be Humane?», The New
York Review of Books, 13 (20 de noviembre de 1969, págs. 27-34).
4. Leonard Krasner, «The Therapist as a Social Reinforce
ment Machine», Research in Psychotherapy, vol. II, ed. Hans H.
Strupp y Lester Luborsky, American Psychological Association,
Washington D.C., 1962, pág. 61.
5. Vin Rosenthal, «Each Therapist Creates Psychotherapy
in his Own Image», V o i c e s , 5 (Otoño/Invierno 1969-1970, pág. 18).

C a p ítu lo I I I

1. Joseph R. Royce, «Metaphoric Knowledge and Huma


nistic Psychology», C h a l l e n g e s i n H u m a n i s t i c P s y c h o l o g y , ed. Ja
mes F. T. Bugental, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 27.
2. James Dickey, «Metaphor as a Pure Adventure» (confe
rencia pronunciada en la Library of Congress, Washington D.C.,
1968, pág. 2).
3. Susanne K. Langer, P h i l o s o p h y i n a N e w K e y t New Ame
rican Library, A Mentor Book, Nueva York, 1952, pág. 120.
4. Owen Thomas, M e t a p h o r a n d R e l a t e d S u b j e c t s , Random
House, Nueva York, 1969, pág. 4.
5. Langer, pág. 119.
6. Dickey, pág. 9.
7. Langer, pág. 111.
8. I b i d pág. 164.
9. I b i d . , pág. 228.
10. Dylan Thomas, pág. 15.
11. I b i d ., pág. 194.
12. I b i d . , pág. 124.
13. Henry M. Patcher, P a r a c e l s u s : M a g i c i n t o S c i e n c e , Henry
Schuman, Nueva York, 1951, pág. 63.
14. Dickey, pág. 12.
15. M. H. Abrams, T h e M i r r o r a n d t h e L a m p : R o m a n t i c
T h e o r y a n d t h e C r i t i c a l T r a d i t i o n , W. W. Norton and Co., Nue
va York, 1958, pág. 57.
16. Vincent F. O'Connell, «Until the World Become a Human
Event», V o i c e s 3 (verano 1967), págs. 75-80.
SEGUNDA PARTE
Capítulo IV

1. Víctor W. Turner, «An Ndembu Doctor in Practice»,

Magic, Faith and Healing, ed. Ari Kiev, Free Press of Glencoe,
Londres, 1964.
2. Joseph Campbell, T h e Masks o f G o d : P r i m i t i v e M y t h o l o
gy, Viking Press, Nueva York, 1968, pág. 240.
3. Arnold van Gennep, T h e R i t e s o f P a s s a g e , University of
Chicago Press, Phoenix Books, Chicago, 1964, pág. 108.
4. Campbell, pág. 238.
5. Andreas Lommel, S h a m a n i s m : T h e B e g i n n i n g s o f A r t ,
McGraw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 39.
6. Baldwin Spencer y F. J. Gillen, T h e N a t i v e T r i b e s o f
C e n t r a l A u s t r a l i a , MacMillan and Co., 1899 (citado por Camp
bell, pág. 255).
7. Lommel, pág. 69.
8. S. F. Nadel, «A Study of Shamanism in the Nuba Moun
tains», R e a d e r i n C o m p a r a t i v e R e l i g i ó n , A n A n t h r o p o l o g i c a l
A p p r o a c h , ed. William A. Lessa y Evan Z. Vogt, Row, Peterson
and Co., Evanston, Illinois, 1958, pág. 439.
9. Ibid., pág. 437.
10. Ibid,, pág. 151.
11. Mircea Eliade, S h a m a n i s m : A r c h a i c T e c h n i q u e s o f E c s
t a s y , Random House, Pantheon Books, Nueva York, 1964, pág. 24.

C a p ítu lo V

1. Moses Maimonides, «For the Sake of Truth», A J e w i s h


R eader, ed. Nahum N. Glatzer, Schocken Books, Nueva York,
1969, págs. 47-51.
2. Maurice S. Friedman, M a r t i n B u b e r : T h e L i f e o f D i a l o ­
g u e , Harper and Row, Nueva York, 1960, pág. 17.
3. Gershom G. Scholem, M a j o r T r e n d s in J e w i s h M y s t i c i s m ,
Schocken Books, Nueva York, 1965, pág. 131.
4. I b i d . , pág. 120.
5. I b i d . , pág. 132.
6. David Bakan, S i g m u n d F r e u d a n d t h e J e w i s h M y s t i c a l
T r a d i t i o n , Schocken Books, Nueva York, pág. 76.
7. Scholem, pág. 135.
8. Martin Buber, T a l e s o f t h e H a s i d i m : T h e L a t e r M a s t e r s ,
Schocken Books, Nueva York, 1966. (La obra de Buber es la
fuente de todas las historias jasidas referidas en este libro.)
9. Scholem, pág. 329.
10. Martin Buber, T h e O r i g i n a n d t h e M e a n i n g o f H a s i d i s m ,
Harper and Row, Nueva York, 1966, pág. 48.
11. Martin Buber, H a s i d i s m a n d M o d e r n M a n , Harper and
Row, Nueva York, 1966, pág. 157.
12. I b i d . , pág. 165.
13. Buber, T h e O r i g i n a n d M e a n i n g o f H a s i d i s m , pág. 181.
Capítulo VI

1. William A. Clebsch y Charles R. Jaekle, Pastoral Care in


Histórical Perspectiva An Essay with Exhibits, Harper and
Row, Nueva York, 1967, pág. 4.
2. Marcos, 1:40-42.
3. I b i d . , 5:7-14.
4. Juan, 8:3-5 y 7:9-11.
5. Mateo, 16 y 19.
6. Juan, 20 y 23.
7. Clebsch, pág. 59.
8. O. Hobart Mowrer, T h e N e w G r o u p T h e r a p y , D. Van
Nostrand, Princeton, Nueva Jersey, 1964, pág. 17.
9. Ibid., págs. 97, 165.
10. F, Scott Fitzgerald, «Absolution», T h e S t o r i e s o f S c o t t
F i t z g e r a l d , ed. Malcolm Cowley, Charles Scribner's Sons, Nue
va York, 1951, págs. 159-172.
11. Thomas Merton, «The Spiritual Father in the Desert Tra
dition», T h e R . M . B u c k e M e m o r i a l S o c i e t y N e w s l e t t e r - R é
v i e w 3, primavera 1958, pág. 9.
12. T h e D e s e r t F a t h e r s , University of Michigan Press, Ann
Arbor, 1957, pág. 66.
13. Merton, pág. 17.
14. T h e D e s e r t F a t h e r s , pág. 13.
15. Ibid., pág. 15.
16. I b i d . , pág. 13.
17. Merton, pág. 15.
18. T h e D e s e r t F a t h e r s , pág. 16.
19. I b i d . , pág. 90.
20. Merton, pág, 11.
21. T h e D e s e r t F a t h e r s , pág. 62.
22. Merton, pág. 11.
23. T h e D e s e r t F a t h e r s , pág. 13.
24. Merton, pág. 124.
25. I b i d . , pág. 73.
26. I b i d . , pág. 107.
27. I b i d . , pág. 106.
28. I b i d . , pág. 77.
29. I b i d . , pág. 103.
30. T h e D e s e r t F a t h e r s , pág, 19.
31. M e i s t e r E c k h a r t : A M o d e r n T r a n s la t i o n , ed. y trad. de
Raymond B. Blackney, Harper and Row, Nueva York, 1941,
pág. xxiii.
32. M e i s t e r E c k h a r t ; citado por F. C. Happold, M y s t i c i s m :
A Study and an Anthology, Penguin Books, Baltimore, 1967,
pág. 72.
33. M e i s t e r E c k h a r t , pág, 21.
34. I b i d . , pág. 253.
35. I b i d . , pág. 143.
36. I b i d . , pág. 245.
37. I b i d . , pág. 251.
Capítulo VII

1. The Teachings of the Compassionate Budha, ed. E. A.


Burtt, New American Library, Nueva York, 1955, pág. 44.
2. D. T. Suzuki, Zen Budhism: Selected Writings, ed. Wil
liam Barrett, Doubleday & Co., Nueva York, 1956, pág. 30.
3. Chuang Tzu, Basic Writings, trad. Burton Watson, Colum
bia University Press, Nueva York, 1964, pág. 3.
4. Thomas Merton, The Way of Chuang Tzu , New Direc
tions, Nueva York, 1965, pág. 89.
5. I bid,, pág. 87.
6. Chuang Tzu, pág. 4.
7. I bid. pág. 29.
8. I bid., pág. 45.
9. I bid., pág. 48.
10. Merton, pág. 156.
11. Arthur Waley, Three Ways of Thought in Ancient China,
Doubleday & Co., Nueva York, 1956, pág. 48.
12. I b i d pág.
,. 67.
13. Merton, pág. 15.
14. Confucio, The Wisdom of Conf ucius, ed. y trad. de Lin
Yutang, Modern Library, Nueva York, 1943, pág. 99.
15. I bid., pág. 164.
16. Lao Tzu, The Way of Life (Tao Te Ching), trad. de Ray
mond B. Blacknev, The New American Library, Nueva York,
1955, pág. 19.
17. Christmas Humphreys, Buddhism, Penguin Books, Har
mondsworth, 1951, pág. 181.
18. Suzuki, pág. 111.
19. Zen Flesh, Zen Bones: A Collection of Zen and Pre-Zen
Writings, comp. Paul Reps, Doubleday & Co., Nueva York, 1961,
pág. 64.
20. I bid., pág. 96.
21. I bid., pág. 59.

Capítulo VIII

1. Henri Frankfort, B e fo re P h ilo s o p h y , The I n telle ctu a l A d


v c n tu re of A n cien t M a n , Penguin Books, Harmondsworth, 1951,
pág. 250.
2. I b i d . , pág. 237.
3. Platón, T h e D i a l o g u e s o f P l a t o , trad. de B. Jowett, 2 vols.,
Random House, Nueva York, 1937, 1.112.
4. Rollo May, «The Delphic Oracle as a Therapist», T h e
Reach of Mind: Essays in Memory of Kurt Goldstein, ed. Ma
narme L. Simmel, Springer Publishing Co., Nueva York, 1968,
pág. 211.
5. I b i d . , pág. 212.
6. John A. Crow, G r e e c e : T h e M a g i c S p r i n g , Harper & Row,
Nueva York, 1970, pág. 86.
7. I b i d . , pág. 186.
8. I b i d ., pág. 137.
9. Platón, pág. 150.
10. John R. McNeill, A H i s t o r y o f t h e C u r e o f S o u l s , Harper
& Row, Nueva York, 1965, pág. 32.
11. L u c i u s A n n a e u s S e n e c a , M o r a l E s a y s , trad. de John W.
Basore, 3 vols., William Heinemann, Londres, 1928-1936, pág. 1:141.
12. I b i d . , 1:4.
13. I b i d .2:417.
,
14. I b i d . , 2:419.
15. I b i d . , 2:357.
16. I b i d . , 2:391.

Capítulo IX

1. Niccolo Machiavelli, The Prince and the Discourses, Mo


dern Library, Nueva York, 1950, pág. 91.
2. I bid., pág. 94.
3. I bid., pág. xiv.
4. Joseph Anthony Mazzeo, Renaissance and Revolution:
The Remaking of European Thought, Random House, Nueva
York, 1965, pág. 72.
5. Machiavelli, pág. 77.
6. I bid., pág. 64.
7. Mazzeo, pág. 143.
8. Baldesar Castiglione, The Book of the Courtier, trad. de
George Bull, Penguin Books, Baltimore, 1967, pág. 46.
9. I bid., pág. 51.
10. Michel de Montaigne, Selected Essays, trad. de Charles
Cotton y W. Hazlitt, y ed. por Blanchard Bates, Modern Li
brary, Nueva York, 1949, pág. 548. (En el texto original, la
segunda línea aparece primero.)
11. I bid., pág. 563.
12. I bid., pág. 267.
13. I bid., pág. 285.
14. I bid., pág. 602.
15. Paracelsus: Selected Writings, ed. de Jolande Jacobi y
trad. por Norbert Guterman, Pantheon Books, Nueva York,
1951, pág. 29.
16. Henry M. Patcher, Paracelsus: Magic into Science, Henry
Schuman, Nueva York, 1951, pág. 11.
17. I bid., pág. 7.
18. Paracelsus, pág. 79.
19. lbid., pág. 57.
20. lbid., pág. 138.
21. Pachter, pág. 63.
Capítulo X

1. A. A. Milne, W m m c - t h e - P o o h , E. P. Dutton, Nueva York,


1926, 1954, pág. 38.
2. I b i d . , pág. 40.
3. I b i d . , pág. 28.
4. L. Frank Baum, T h e W i z a r d o f Q z , Reill & Lee Co., Chi
cago, 1956, pág. 120.

C a p ítu lo X I

1. Aldous Huxley, B r a v e N e w W o r l d , Bantam Books, Nueva


York, 1967, pág. 30.
2. I b i d . , pág. 36.
3. George Orwell , N i n e t e e n E i g h t y - F o u r , New American Li
brary, Nueva York, 1964, pág. 202.
4. I b i d . , pág. 225.
5. I b i d . , pág. 211.
6. I b i d . , pág. 220.
7. Robert Sheckley, «The Minimum Man», S t o r e o f I n f i n i t y ,
Bantam Books, Nueva York, 1970, pág. 82.
8. I b i d . , pág. 93.
9. Ray Bradbury, «Swing Low, Sweet Chariot», P s y c h o l o g y
T o d a y 2 (abril 1969), pág. 43.
10. I b i d . , pág. 44.

C a p ítu lo X II

1. R. E. L. Masters y Jean Houston, T h e V a r i e t i e s o f P s y


ch ed elic E x p erien ce, Dell Publishing & Co., A Delta Book, Nueva
York, 1967, pág. 131.
2. Ibid., pág. 143.
3. Ibid., pág. 146.
4. Ibid., pág. 132.
5. Lewis Yablonsky, S y n a n o n : T h e T u n n e l B a c k , Penguin
Books, Baltimore, 1965, pág. vii.
6. I b i d . , pág. 150.
7. Carl R. Rogers, «The Process of the Basic Encounter
Group», C h a l l e n g e s o f H u m a n i s t i c P s y c h o l o g y , ed. de J. F. Bu
gental, McGraw-Hill, Nueva York, 1967, págs. 261-276.
8. Hobart F. Thomas, «Encounter —The Game of No Game»,
E n c o u n t e r : T h e T h e o r y a n d P r a c t i c e o f E n c o u n t e r G r o u p s , ed. de
Arthur Burton, Josey-Bass, San Francisco, 1969, pág. 77.
9. I b i d . , pág. 76.
10. I b i d . , pág. 78.
11. William Barret, I r r a t i o n a l M a n : A S t u d y in E x i s t e n t i a l
P h i l o s o p h y , Doubleday & Co., Nueva York, 1962, pág. 13.
T E R C E R A PARTE

Capitulo XIII

1. Dylan Thomas, The Collected Poems, New Directions,


Nueva York, 1953, pág. 1.
2. Ibid., pág. 21.
3. Ibid., pág. 113.
4. Ibid., pág. 10.
5. Ibid., pág. 6.
6. Ibid., pág. 15.
7. Ibid., pág. 9.
8. Ibid., pág. 14.
9. Al bert Camus, The Rebel , trad. de Anthony Bower, Pen
guin Books, Harmondsworth, 1962, pág. 269.
10. Thomas, pág. 77.
11. Ibid., pág. 77.
12. Ibid., pág. 128.
13. I bid., pág. 130.
14. Ibid., pág. 1.
15. Ibid., pág. 13.
16. Max Weber, From Max Weber, Essays in Sociology, trad.
y ed. de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Oxford University Press,
Nueva York, 1958, pág. 54.
17. Arnold Toynbee, A Study of History, 2 vols., Dell Pu
blishing Co., Nueva York, 1965, 1:139.
18. Weber, pág. 54.
19. Toynbee, pág. 1:606.
20. Weber, pág. 55.
21. Camus (citado por I. Stone's BiWeekly, 6 de abril de
1970.
22. Rollo May, Love and Will, W. W. Norton & Co., Nueva
York, 1969, pág. 123.
23. Toynbee, pág. 1:356.
24. James Agee, The Morning Watch, Ballantine Books, Nue
va York, 1966, pág. 107.
25. Ibid,, pág. 109.

Capítulo XIV

1. Sigmund Freud, A General Introduction to Psychoanaly


sis, trad. de Joan Riviere, Doubleday & Co., Nueva York, 1943,
pág, 17.
2. Herbert Marcuse, O n e - D i m e n s i o n a l M a n , Beacon Press,
Boston, 1964.
3. Phillip Reiff, Freud: The Mind of the Moralist, Doubleday
& Co., Nueva York, 1961, pág. 361.
4. Sigmund Freud, The Basic Writings of Sigmund Freud,
trad. y ed. por A. A. Brill, Modern Library, Nueva York, 1938,
pág. 207.
5. Reiff, pág. 188.
6. Ibid., pág. 371.
7. Perry London, The Modes and Morals of Psychotherapy,
Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1964, pág, 43.
8. Hans J. Eysenk, «New Ways in Psychotherapy», Readings
in Clinical Psychology, ed. de Barbara A. Henker, CR M , Del
Mar, California, 1970, pág. 66.
9. Ibid., pág. 72.
10. Joseph Wolpe, Psychotherapy by Reciprocal Inhibition ,
Standford University Press, Standford, 1958. pág. 71.
11. Ibid.t pág. 182.
12. Eysenck, pág. 73.
13. Charlotte Buhler y James F. T. Bugental, Association
for Humanistic Psychology San Francisco, 1970.
14. Abraham Maslow, Toward a Psychology of Being, D. Van
Nostrand Co., An In Sight Book, Princeton, Nueva Jersey, 1968,
pág. 137.
15. Abraham Maslow, «A Theory of Meta-motivation: The
Biological Rooting of the Value-Life», Readings in Humanistic
Psychology, ed. de Anthony V. Sutích y Miles A. Vich, Free
Press, Nueva York, 1969, pág. 155.
16. Maslow, Toward..., pág. 71.
17. Abraham Maslow, «Self-Actualization and Beyond», Cha
llenges in Humanistic Psychology, ed. de James Bugental, Mc-
Graw-Hill, Nueva York, 1967, pág. 283.
18. Ibid., pág. 282.
19. Carl R. Rogers, On Becoming a Person, Houghton Mi
glin Co., Boston, 1961, pág. 37.
20. Frederick Perls, Gestalt Therapy Verbatim, comp. y ed.
por John O. Stevens, Real People Press, Lafayette, California,
1969, pág. 41.
21. Ibid., pág. 90.
22. Véase mi anterior discusión en capitulo IX.

Capítulo XV

1. Martin Buber, T a l e s o f t h e H a s i d i s m : T h e E a r l y M a s t e r s ,
Schocken Books, Nueva York, 1966, pág. 231.
2. Edmond Rostand, C y r a n o d e B e r g e r a c , acto 11.
3. Albert Camus, «Letter to a German Friend», R e s i s t a n c e ,
R e b e l l i o n a n d D e a t h , Modern Library, Nueva York, 1960, pági
nas 3-25.
4. Ernest Hemingway, D e a t h i n t h e A f t e r n o o n , Charles Scrib
ner´s Sons, Nueva York, 1932, pág. 192.
5. Lonesome Valley; A Spiritual in P u b l i c Domain.
6. Samuel Beckett, M o l l o y , Grove Pres, Nueva York, 1955.
7. Arthur Miller, A f t e r t h e F a l l , acto II.
Esta obra, publicada por
GEDISA, S. A., terminóse de
imprimir en los talleres
de SIDOGRAF, de Hospitalet,
en mayo de 1981

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