Está en la página 1de 69

¿Qué harías si te

encontraras con un
hombre pez, si un árbol
te persiguiera, o si un día
llegara a tu casa un extraño
niño...? En este libro te
encontrarás con situaciones
como estas, donde lo
cotidiano, de un momento
a otro, se vuelve extraño
y desafía los limites de tu
imaginación.
HABÍA UNA VEZ UNA MAMÁ que tenía tres hijos
absolutamente insoportables. Hacían todas las
tonterías y maldades imaginables y las impensa-
bles también. Varias veces habían estado a punto
de incendiar la casa, cien veces la habían inunda-
do. Rompían los muebles, quebraban los platos,
se peleaban y gritaban como malos de la cabeza,
daban vuelta los tinteros arriba de las sábanas
blancas y se columpiaban en las cortinas como
si fueran monos en la jungla. Y para qué decir
cuando los echaban a jugar afuera: sembraban el
pánico en todo el barrio.
E l papá no estaba casi nunca en la casa y la po-
bre madre no se la podía con estos tres pequeños
demonios. De tanto correr detrás de ellos, termi-
naba los días completamente exhausta.
—Hijos míos —les decía—, por favor dejen
de hacer tonterías aunque sea por una sola vez.
M i r e n el estado en que me tienen: cada una de
sus maldades y cada uno de sus gritos es una
arruga más en m i cara. Estoy hecha una anciana.
Y era verdad. Esta mujer, que había sido gran-
de y bella, se arrugaba y se encogía día a día.
Sus hijos no se daban cuenta de nada. Pero u n
día en que ella los fue a esperar a la salida del
colegio, sus compañeros, asombrados al verla, tanto que ya no podrán verme siquiera.
les preguntaron: Pero ella nunca pensó que lo que decía se iba
—¿Por qué ahora viene a buscarlos la abuelita ? a cumplir. U n día, después de cenar, se arrastró
Por u n instante los niños se sintieron mal: muy cansada hasta su pieza. Se puso la camisa de
no les hacía ninguna gracia que su m a m á fue- dormir, en la que ahora cabía cien veces. Trepó
ra confundida con la abuelita... Pero no pensa- luego hasta su cama y enrollándose como una
ron mucho tiempo en ello, ¡tenían tantas cosas bolita, se quedó profundamente dormida.
que hacer! A l día siguiente, al despertarse, los tres niños
Y la pobre señora continuó arrugándose y en- hicieron lo de costumbre.
cogiéndose a una velocidad increíble. Llegó u n Saltaron como unos demonios sobre sus ca-
momento en que ya casi no podía caminar: sus mas y comenzaron a gritar:
piernas se habían convertido en unos palitos tan —¡Mamáaaaaa, tráenos el desayunoooo...!
delgados que parecían dos tallitos de cereza y su No hubo respuesta.
espalda estaba tan encorvada que apenas veía ha- Gritaron más fuerte, sin ningún éxito. Volvie-
cia adelante. No por ello sus tres hijos dejaron de ron, entonces, a aullar, una vez, dos veces, diez
inventar cosas cada vez más espantosas. veces, treinta veces.
—¡Desplumemos los almohadones! A l grito número cincuenta y uno, con las gar-
—¡Arranquémosle los pelos al perro! gantas ya adoloridas, decidieron i r hasta la pieza
—¡Cortémosle las orejas al gato! de la m a m á .
—¡Hagamos u n hoyo en el pasto para que se Encontraron su cama deshecha, pero ella no
caiga en él el jardinero! estaba en ninguna parte.
La madre, ahora, se había achicado tanto que Los niños se dieron cuenta de que algo raro
de pie no llegaba a la altura de la rodilla del me- sucedía. De pronto, el más chico se inclinó sobre
nor de sus hijos. Y suspiraba: la almohada y dio u n alarido.
—Hijos míos, ¡basta! M i r e n m i tamaño, m i - —¿Qué te pasa? —le preguntaron
ren mis arrugas... Si esto continúa, me encogeré sus hermanos.

10 11
—¡Miren..., miren..., ahí..., ahí...! durante todo el día. De vez en cuando, para
Entre los pliegues de la camisa de dormir de asegurarse, uno u otro se acercaba a la pasa y la
la madre había una bolita oscura. Era una pasa. llamaba: "¡Mamá!". La pasa, invariablemente,
Los niños se asustaron. Llamaron cada vez se movía.
más fuerte: ¡Mamáaa, mamáaaa...! Cuando cayó la tarde, el padre llegó.
No hubo más respuesta que las otras veces, Abrió la puerta, dejó su maletín, se sacó el
pero el mayor se percató entonces de que, a cada sombrero, el abrigo, y llamó desde el vestíbulo a
llamado, la pasa en la almohada se movía leve- su mujer:
mente. Se quedaron mudos, mirándola: la pasa se —¡Ohé!... ¿Estás ahí? ¿No vienes a salu-
quedó quieta. Gritaron "¡mamá!", la pasa se me- darme? ¿A abrazarme? ¿A servirme u n vaso
neó u n poquito. devino?
Entonces se acordaron de las palabras de su E n vez de su mujer vio aparecer a sus tres h i -
mamá: "Si esto sigue, me encogeré tanto que al jos que venían, uno detrás del otro, con la cabeza
final no podrán verme...". gacha. E l mayor traía una cajita entre sus manos.
Y, horrorizados, se dieron cuenta de que —¿Qué significa esto? ¿Por qué no están ya
esa pasa que se movía cuando ellos gritaban acostados? ¿Y dónde está la m a m á ?
" ¡ m a m á ! " era todo lo que quedaba de su madre, — E s t á aquí, en esta caja —contestaron los n i -
que así trataba de hacerse reconocer por ellos. ños en u n tono lúgubre—. Se convirtió en pasa...
¡Cómo lloraron y se lamentaron! E l padre montó en cólera:
—¡Pobres de nosotros! ¿Qué vamos a hacer —¡Saben de memoria que odio las bromas!
ahora con una m a m á convertida en pasa? ¿Y qué ¡Vayan inmediatamente a acostarse!
va a decir el papá cuando llegue y la vea? Luego buscó a su mujer por toda la casa. Inútil
E l padre había salido en viaje de negocios por decir que no la encontró.
algunas semanas, pero justamente regresaba esa Se dijo entonces:
misma noche. Los niños, asustados y sin saber —¡Habrá salido a dar una vuelta!
qué hacer, se quedaron esperándolo en el cuarto Pero una hora más tarde, como aún no

12 13
aparecía, comenzó a preocuparse de veras. E l padre no se daba cuenta de nada. Pero los
Se puso su sombrero y salió. D i o una vuelta tres niños comprendieron de inmediato que la
por el barrio, fue donde los vecinos, donde los pa- madrastra era mala y desconfiaron de ella. Ade-
rientes, donde los amigos. A todos les preguntaba: más, sabían muy bien que su verdadera m a m á
— ¿ N o han visto a m i mujer? seguía viva allí, en esa pequeña caja que guarda-
Luego se fue a la policía. Pero ellos tampoco ban tan celosamente. Estaban seguros de que u n
pudieron decirle nada. día ella dejaría de ser una pasa y volvería a ser la
Pasó otra noche, otro día y otra noche. de antes.
Y a medida que el tiempo transcurría y su A menudo, en la noche, los niños se reunían
mujer continuaba sin aparecer, el padre con m u - alrededor de la cajita, la destapaban y llama-
cha pena empezó a preguntarse si ella no se ha- ban dulcemente:
bría muerto. —Mamá..., mamá...
—¡Seguramente se fue a pasear al borde del Y cada vez, la pasa les respondía balanceándo-
lago y se ahogó! ¡Y lo peor es que nunca lo sabré! se suavemente.
—se lamentaba angustiado. U n día en que el papá estaba de m u y buen hu-
Pasaron los meses sin ninguna noticia. Final- mor, se animaron a pedirle otra vez que subiera
mente, este hombre, que se sentía m u y solo, deci- a la pieza de ellos para mostrarle lo que sucedía
dió casarse de nuevo. con la pasa. ¡Quizás comprendería!
—Una nueva esposa me ayudará a cuidar a es- Pero el padre no quiso saber nada. A l contra-
tos tres salvajes... rio, se enfureció:
Eligió, entonces, a una mujer no tan bonita —¡Hasta cuándo van a seguir con esa broma
como la anterior —por no decir horrorosa—, estúpida! Demonios..., si empiezan de nuevo con
pero que parecía dulce y abnegada. E n realidad, sus cuentos, les va a i r muy mal... ¡No quiero oír
fea era su cara como malo su corazón: le hacía más hablar de esa pasa!
creer que adoraba a los niños, mas la verdad era Los niños, asustados, guardaron la cajita.
que los detestaba. Mas, ¡oh, desgracia!, la madrastra, que estaba

14 15
en ese momento detrás de la puerta, había oído E l mayor tuvo el tiempo justo para coger la
toda la conversación. ¡Y ella sí que les creyó! Ha- cajita. Gritó a sus hermanos que lo siguieran y
cía ya u n buen tiempo que sospechaba de esa ca- se lanzó a toda carrera escaleras arriba. A l pasar,
jita que los niños llevaban siempre consigo, cui- empujó a su madrastra, que cayó al suelo con u n
dándola con tanto afán. tremendo ruido de huesos, ya que era m u y flaca.
E n u n comienzo no dijo nada. Pero días des- Los niños subieron al desván, cerraron la
pués, una tarde en que el padre no estaba en casa, puerta y, corriendo u n armario contra ella,
llamó a los niños y les dijo: la tapiaron.
—Niños..., voy a hacer u n queque con pasas y La madrastra, en tanto, se levantó, acomodó
me falta una sola. Creo que ustedes tienen una. adolorida sus huesos y subió a su vez rápidamen-
¡Vayan inmediatamente a buscarla! te hacia el desván.
La madrastra estaba con una cara terrible —¡Abran, truhanes! ¡Abranme, monstruos!
y daba vuelta los ojos. Los niños no se atre- ¡Verán lo que les va a pasar cuando llegue
vieron a protestar. Se fueron a su pieza y allí su padre!
se preguntaron: Pero los niños, mudos de terror, no se movieron.
—¿Qué hacemos? ¡No le vamos a dar a nues- Entonces, una furia fría, malvada y tremenda
tra madre para que la meta en el horno! la invadió.
El mayor decidió: —Subamos al desván. — ¿ N o me quieren abrir? ¡Muy bien! Se que-
Esconderemos la cajita y le diremos que la he- darán ahí encerrados todo el tiempo que sea ne-
mos perdido. cesario. Y cuando estén muertos de hambre... ¡se
Lamentablemente para ellos, la mala mujer comerán la pasa! Sacó una llave de su bolsillo y
los había seguido y, una vez más, escuchó su con- dio tres vueltas a la cerradura de la puerta. Luego
versación, escondida detrás de la puerta. Entró se r i o tres veces: ¡ja! ¡ja! ¡ja!, con una carcajada
como una tromba a la pieza y les gritó: estridente y malévola, que no se parecía en nada
—¡Ni sueñen con engañarme! ¡Denme inme- a las risas musicales que le hacía oír a su marido.
diatamente la pasa, ya tengo encendido el horno...! Entrada la noche, este llegó a la casa y preguntó:

17
—¿Dónele están los niños? hacer lo posible...
Ella contestó haciéndose la sorprendida: Pero ahora urgía encontrar la manera de f u -
—Pero vamos... ¿no te acuerdas?, partieron garse. Caía la noche y, junto con ella, sintieron
por unos días donde su abuela al campo. las primeras señas de frío y de hambre. E l ma-
Mentía con tal seguridad que él dijo, distraído: y o r suspiró:
—Es verdad, se me había olvidado. —¡Si solamente tuviese m i cama y una bue-
Mientras tanto, arriba, en el desván, los tres na frazada!
niños saboreaban el triunfo de haber escapado de —¡Y u n gran vaso de leche caliente! —agregó
la cruel mujer. Mas, pasadas las horas, cansados el segundo.
de estar prisioneros, comenzaron a pensar en una — Y a la m a m á tan linda como antes... — m u r -
manera de escapar. muró el más chico.
La única abertura, aparte de la puerta sellada, Y sin saber qué hacer, se tendieron en u n r i n -
era una pequeña claraboya muy difícil de alcan- cón del suelo, abrazados el uno contra el otro,
zar, que se encontraba en lo alto del techo, entre con la cajita entre ellos. Así permanecieron hasta
las vigas. Pero esta quedaba por lo menos a diez quedarse dormidos.
metros del suelo, sobre el jardín. Por la mañana, una gran sonajera de tripas los
— N o podremos saltar jamás —se dijeron—. despertó. Estaban hambrientos a más no poder.
Necesitaríamos u n paracaídas o u n cordel. —¡Es absolutamente necesario que comamos
Pero en el desván no había nada parecido. De algo! —se dijeron.
pronto, en medio de sus reflexiones, los tres niños Entonces miraron la cajita.
se dieron cuenta, con sorpresa, de que hacía m u - —¡Ah, no! — h a b l ó el mayor—. No nos va-
cho tiempo que no se habían peleado entre ellos, mos a comer la pasa... ¡eso nunca!
que no habían aullado, que no habían inventado Y luego, después de reflexionar, continuó en
horrores. ¡Portarse bien era posible! Estaban tan tono grave:
contentos con este descubrimiento que se abra- —Hermanos, acuérdense de las historias de
zaron y se prometieron seguir así, o en todo caso exploradores perdidos o de náufragos que se que-
dan sin alimentos. Terminan por comerse cual- miaron los grandes al más chico, que estaba
quier cosa o a no importa quién... ¡Eso no nos equilibrándose sobre ellos en la punta de la torre.
puede pasar! —Sí..., ya topo... ¡pásenme la caja!
E l menor dijo entonces: — ¿ C ó m o ? , ¿no la tienes tú?
—Separémonos de nuestra m a m á para estar —¡Pero no! Si la dejé en el suelo...
seguros de que no la vamos a comer. ¡Había que empezar todo de nuevo!
—¡Sí! —agregó el segundo—, si la tiramos Hubo una pequeña discusión: cada uno acu-
por la claraboya, aterrizará en el pasto del jardín saba al otro de ser el culpable de este desastro-
y, como es livianita, no le pasará nada. so olvido.
Los niños miraron por última vez el granito Pero se reconciliaron rápidamente.
de pasa. Los ojos se les llenaron de lágrimas. ¡Qué — ¡ A n i m o ! — d i j o el mayor—. Comenzare-
terrible era para ellos separarse de su m a m á ! mos otra vez.
Pero ¿cómo llegar hasta lo alto de la claraboya Y nuevamente se subieron el uno sobre el otro:
para lanzarla al jardín? el mayor en la silla, el mediano sobre el mayor, el
Podían trasladar el armario que estaba contra chico sobre el mediano. U n verdadero número
la puerta y subirse a él, mas corrían el peligro de acróbatas. E l pequeño tocaba ya la ventana,
de que la malévola mujer eligiera ese momento iba a abrirla, cuando de repente: ¡crac!, la silla se
para entrar a buscarlos. ¡No! Lo mejor era tratar quebró en dos y los niños cayeron al suelo con
de subirse el uno sobre el otro hasta alcanzar el gran estrépito.
techo. E l mayor se subiría a una silla, el segundo E n ese mismo momento, el papá venía entran-
treparía a los hombros del mayor y el más peque- do a la casa. O y ó el ruido y le dijo a su mujer:
ño, sobre ellos dos, alcanzaría la claraboya. —¡Sube a ver qué sucede!
Y es lo que hicieron. O es lo que casi hicie- Ella desapareció u n instante y volvió diciendo:
ron, porque la silla estaba coja, lo que no ayudó a — ¡ N o es nada! Son los ratones que corren por
la operación. el desván.
—¿Ya alcanzas?, ¿tocas la claraboya? —pre- Mientras tanto, en el desván, los tres herma-

20 21
nos lloraban. Grandes lágrimas de dolor —pues Mientras tanto, en el primer piso, el papá se-
se habían hecho daño en la caída— y de impo- guía haciendo conjeturas sobre los extrañísimos
tencia — ¿ c ó m o iban a llegar hasta la claraboya, ruidos que venían del desván.
ahora que la silla estaba rota?— corrían por sus Hasta que, intrigado a más no poder, le dijo fi-
mejillas. Para consolarse, abrieron la cajita y se nalmente a su mujer:
quedaron mirando la pasa. Pero el solo hecho de —Esos ratones del desván tienen una manera
verla los entristeció aún más y se pusieron a llo- muy rara de chillar hoy día. Se diría que están
rar sobre ella con todas sus fuerzas. llorando. Dame las llaves..., voy a i r a ver qué pasa.
Las lágrimas de los tres niños caían y caían a La mujer procuró detenerlo por todos los me-
torrentes en la cajita, tanto que esta se anegó y la dios. Pero sus esfuerzos fueron en vano.
pasa quedó flotando en u n pequeño charco tibio. Subió, trató de abrir la puerta con la llave y,
De pronto, el hermano menor gritó: al no lograrlo, empujó con todas sus fuerzas. E l
—¡Miren! ¡Está creciendo! armario cedió y él pudo entrar. ¡Cuál no sería
Era verdad. La pasa, hinchada por las lágrimas su sorpresa al encontrarse con sus tres hijos en
de los hermanos, se empezó a agrandar. Cuanto brazos de su primera y bellísima mujer! Y los
más lloraban, más crecía la pasa. Y los niños al cuatro, estrechamente abrazados, lo miraban sin
verla crecer más lloraban, pero ahora de alegría. decirle nada.
La pasa continuó inflándose, alargándose, en- Entonces, este hombre, que no era tan malo
sanchándose, aumentando más y más de tama- como parecía, se sintió casi m o r i r de remordi-
ño. Hasta que..., ante la mirada estupefacta de los mientos y de alegría. C u b r i ó a sus hijos de besos
tres niños, cambió de forma y... v luego se arrodilló a los pies de su mujer pidién-
—¡Mamáaaaa! —gritaron. dole perdón por haber dudado de ella.
¡Era ella! Tan grande y tan linda como antes Tan pronto pidió perdón, fue perdonado. Y
de haberse arrugado. La m a m á tomó a los niños padre, madre e hijos bajaron de la mano a comer,
entre sus brazos y, riendo y llorando, los apretó con el corazón lleno de alegría.
contra ella, muy muy fuerte y m u y m u y largo. La madrastra no los había esperado. A d i v i -

22 23
nando lo sucedido, hacía ya u n buen rato que ha
bía partido a toda carrera con sus maletas.
E l queque de pasas en el horno estaba comple
tamente quemado.
La m a m á , entonces, lo echó a la basura y rá
pidamente hizo otro delicioso, lleno de f r u
tas confitadas.
Toda la familia comió feliz y con mucho ape-
tito ese nuevo queque sin una sola pasa.

24
LA SEÑORA PÉREZ estaba regando el huerto
cuando alguien tocó a la puerta de su casa. E n
ese momento, ella miraba perpleja u n nuevo ár-
bol que había aparecido entre los otros árboles
frutales. E l huerto de los Pérez era muy pequeño
v por eso ella estaba segura de que esa planta no
estaba ahí antes. A simple vista parecía u n na-
ranjo igual a los demás, pero... tenía algo extra-
ño: su ojo de campesina, acostumbrado a conocer
cada planta de la tierra, le decía que allí había
algo equivocado... ¿ C ó m o no lo había visto an-
tes? ¿Por qué sus escasas hojas tendrían ese b r i l l o
raro, como metálico?
Sus hijos interrumpieron sus pensamientos.
Venían los tres corriendo desde la casa gritando
muy agitados.
— ¡ M a m á ! ¡Mamá! H a n dejado u n paque-
te en la puerta... — d i j o Manuel, el mayor, casi
sin aliento.
—No... ¡Tonto! ¡No es u n paquete! Es u n bulto
envuelto en sábanas... — h a b l ó Melisa.
—Mamá..., mamá..., ¡ven a verlo! Parece que
es u n bicho enorme, porque se mueve y hace u n
ruido rarísimo... — d i j o José, el más pequeño.
La señora Pérez, secándose las manos en el de-
lantal anudado a su cintura y dando u n suspiro,

29
caminó lentamente hacia la casa. hacia atrás. Inmediatamente, el género voló por
Entró por la cocina, atravesó el viejo come- los aires y se deshizo como si fuera una telaraña
dor y llegó a la puerta principal, que estaba en- barrida por el más feroz de los huracanes. Y lo
treabierta. La empujó u n poco más y... allí en el que quedó ahí en el suelo, entre la señora Pérez y
suelo estaba lo que había causado tanta cons- sus tres hijos, era tan inesperado que los cuatro se
ternación en los niños: era u n paño blanco, tan quedaron boquiabiertos mirándolo.
blanco que reflejaba los rayos del sol como si fue- Acostada de espaldas y completamente des-
se nieve. nuda, una guagua gorda y rosada los miraba con
Bajo él, algo se movía y crujía, con u n ruido dos enormes ojos negros. Pataleaba, manoteaba y
como de papeles que se estuviesen arrugando. hacía u n ruido tan curioso que no parecía llanto,
La señora Pérez se quedó ahí parada sin atre- sino, más bien, el grito de algún pájaro. Su carita
verse a tocarlo. estaba bañada en lágrimas.
—Pero niños..., ¿no vieron quién dejó esto La señora Pérez, sin vacilar u n instante, se i n -
aquí? —les preguntó. clinó y tomó a la guagua entre sus brazos. Y esta,
— N o , m a m á . Golpearon a la puerta y cuando inmediatamente, dejó de chillar,
yo f u i a abrir no había nadie — d i j o Melisa. —¡Pobrecito! ¡Pobrecito! — e x c l a m ó la buena
—Yo incluso miré hacia el camino —agre- señora, mientras lo mecía. Por el momento no se
gó Manuel—, pero solo se veían las piedras y le ocurría otra cosa que decir.
los árboles. Los niños, en cambio, la atiborraron de pre-
— ¿ Y no lo vas a mirar, m a m á ? ¿Qué estás guntas:
esperando? —gritó José, el menor, tirándola de — M a m á , ¿de quién será?
la falda. —¿Quién lo habrá dejado aquí?
Entonces, la señora Pérez les contestó: —¿Qué vamos a hacer con él?
—¡Aléjense u n poco por si es algo que salta! La madre, entrando a la casa con el niño, les
Y agachándose, tomó con mucha precaución contestó:
el albo paño por una esquina y le dio u n tirón —Por el momento, lo abrigaré y le daré de

30 31
comer. Luego, veremos... señor Pérez.
Por la tarde, cuando se puso el sol y las faenas — ¡ L o dejaron en la puerta! — d i j o Melisa, que
del campo terminaron, el señor Pérez volvió a su estaba a su lado.
casa. En cuanto abrió la puerta, los niños se aba- E l señor Pérez apretó los puños y comenzó a
lanzaron a darle la noticia. hablar con voz extremadamente calmada:
—¡Papá, tenemos una guagua! — d i j o Manuel. —¿Que-rrían ex-pli-car-me, antes de que me
—¡Papá, encontramos u n paquete en la puer- dé u n ataque de furia, de qué se trata es-to? — Y
ta! — h a b l ó Melisa, agitada. señaló con su dedo a la guagua que lo miraba plá-
—¡Papá, no me gusta como llora... ¡parece u n cidamente desde los brazos de la señora Pérez.
horrible pájaro! —agregó José. Ella, entonces, le contó en detalle y con calma
—¡Pero qué tonterías hablan! ¿Dónde está la cómo la habían encontrado.
m a m á ? —preguntó el señor Pérez. Cuando terminó, su marido dio media vuelta
—¡Está con la guagua! —contestaron los tres y salió de la casa diciendo:
a coro. —¡Esto no puede ser! Iré a averiguar quién lo
—¡Si es una broma... —los amenazó el padre dejó aquí.
medio enojado—, van a ver lo que les pasará...! Se fue donde los vecinos más próximos y lue-
Y en dos pasos atravesó la sala y entró a la co- go siguió hasta el pueblo. Habló con toda la gente
cina. Allí estaba la señora Pérez, sentada en u n que conocía y finalmente preguntó en la iglesia
banco, dando u n biberón de leche a una robus- y a los carabineros. Pero nadie pudo decirle nada.
ta guagua vestida con unas ropas que le queda- Volvió a su casa cabizbajo y preocupado. En-
ban enormes. contró a sus hijos ya durmiendo y a la nueva
— ¿ Y este niño? ¿Quién lo dejó a t u cargo? guagua junto a la cama de su mujer en una vie-
—le preguntó a su mujer. ja cuna rescatada del desván. La señora Pérez le
—No lo sabemos... —contestó ella con preguntó por el resultado de sus averiguaciones
voz compungida. y, al saberlo, se quedó largo rato en silencio. Lue-
— ¡ C ó m o que no lo sabemos! —vociferó el go, cuando el señor Pérez ya se dormía, le dijo:

32 33
—¿Sabías que hoy también apareció u n árbol quererlo! Además, nos ha traído buena suerte:
nuevo en el huerto? Es u n naranjo que no parece justo el día de su llegada descubrí el nuevo árbol.
naranjo... M u y raro, m u y raro... Ahora tenemos cuatro hijos y cuatro naranjos!
—Déjate de hablar tonterías —le contestó — ¿ U n niño de la suerte? ¡Vamos, vamos, m u -
malhumorado su marido—. No sabemos qué ha- jer! Con esta sequía tremenda no hay niño n i
cer con esta guagua y tú preocupada de u n árbol... suerte que valgan.
La señora Pérez miró a la criatura y los ojos se Pasaron los días y pasaron los meses. Y la se-
le llenaron de lágrimas. quía interminable resecaba la tierra y los campos.
—¡Pobrecito! Me va a costar mucho entregar- Ya nada brotaba, n i el pasto n i la maleza. Pero en
lo... ¿Y si nos quedáramos con él? ia casa de los Pérez había dos seres que crecían a
—¿Quedarnos con él? ¿Estás loca? ¿Justo una velocidad increíble: el niño abandonado y el
ahora que tenemos una sequía tremenda y la co- árbol raro.
secha será mala? Además, no me gustan sus ojos, En cuanto al niño, a quien todos se habían
son demasiado grandes y negros, no parecen hu- puesto de acuerdo en llamar Galo — d i m i n u t i v o
manos... de regalo—, este ya caminaba por toda la casa.
— ¡ E l loco eres tú, tiene unos ojos preciosos! Era realmente enorme para su edad, pero no ha-
— d i j o ella, enfurecida. Y levantándose, tomó al blaba n i una sola palabra.
niño en brazos y salió con él de la pieza. —Yo creo que Galo es medio tonto, m a m á
E l señor Pérez, que quería mucho a su m u - —le decía Manuel.
jer y conocía su buen corazón, la siguió y le ha- —¡Y es tan torpe! ¡Se tropieza en todas partes!
bló suavemente: Todo lo que toca lo rompe —seguía Melisa.
—Bueno..., finalmente eres tú quien lo cuida- — Y esa forma espantosa de llorar que tiene...
rá. A l fin y al cabo una boca más... t no la soporto! —agregaba José, el más pequeño.
No alcanzó a terminar la frase, cuando su m u - En realidad, los tres hermanos le tenían unos
jer estaba ya abrazándolo. celos tremendos. No les gustaba que su madre
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Verás cómo llegarás a se preocupara tanto de él. Y en esto el padre

34 35
los apoyaba: mujer para que se lo llevara.
— ¿ N o crees, mujer, que exageras en los cuida- — A d e m á s de que este árbol es más duro que
dos de este niño? Además, nuestros hijos tienen una roca, tengo que soportar a este tonto y sus
razón: Galo es extraño, torpe y mudo. ¡Quién graznidos...
sabe cómo serían sus padres! —Es que es su árbol predilecto —le dijo Me-
Entonces, ella, para cambiar de tema, le habla- lisa—. A lo mejor cree que los hachazos le due-
ba a su marido del árbol: len...
— ¿ H a s visto cómo ha crecido ese naranjo —Cada vez que rompe u n juguete y lo re-
raro? En unos pocos meses ha pasado a todos los tamos, se viene a esconder detrás de este árbol
otros árboles. ¡Está tan alto como u n álamo! —añadió Manuel.
— S í —contestaba el señor Pérez—, lo he vis- — U n día yo lo encontré abrazado al tronco,
to muy bien y pienso cortarlo m u y pronto. No como tonto que es —terminó diciendo José, el
sé si te has fijado que no tiene n i u n solo botón y más chico y el más picado.
apenas unas cuantas hojas. ¡Jamás producirá una Pero aunque la señora Pérez se llevó a Galo
naranja! Tenemos que conservar la poca agua de para que no se oyera su llanto y el señor Pérez le
riego que nos queda para los otros pobres árbo- pegó al árbol todo lo que quiso, no logró sacarle
les. Si lo corto, ¡por lo menos servirá su leña! n i una sola astilla.
Y u n día m u y temprano se fue al huerto con —¡Arbol maldito! —gritó el señor Pérez, ago-
u n hacha y se dispuso a cortar el árbol. Galo lo tado y furioso—. ¡Mañana le cortaré las raíces!
había seguido en silencio, como de costumbre, Esa noche, Galo no quiso comer n i siquiera
pero al verlo pegar el primer hachazo se puso a un pedacito de pan, y la buena señora pensó que
gritar como u n loco. Gritaba como si el hacha estaba enfermo. Varias veces se levantó a mirar-
lo estuviera cortando a él en pedazos y, avan- lo y lo encontró despierto en su cama, con los
zando torpemente, se colgó del brazo de su pa- enormes ojos negros muy abiertos, que la mira-
dre adoptivo. ban angustiados.
E l señor Pérez, soltándose furioso, llamó a su A l día siguiente, el señor Pérez tomó la picota

36 37
y el chuzo y se fue directo al árbol. E l niño trató tamaño tan desmesurado que ya estaba más alto
otra vez de seguirlo, pero la señora Pérez lo en- que el mayor de los hermanos. Pero seguía sien-
cerró en la casa y le dio una aspirina, pues pen- do lerdo para moverse y no hablaba n i una sola
só que estaba afiebrado. Galo lloraba y lloraba y palabra. Solamente hacía ruido cuando lloraba.
trataba con dificultad de abrir la puerta que daba Y la única manera de hacerlo callar entonces era
al huerto. Los hermanos se reían de él diciéndole dejando que fuera a abrazar el tronco de su árbol,
que su árbol ya estaba en el suelo. aunque hiciera frío o hubiera caído la noche.
Mientras tanto, el señor Pérez trataba deses- Llegó el verano, los campos se quemaron, no
peradamente de arrancar las raíces con el chuzo. quedaba ya casi nada que comer salvo las naranjas
Estas eran tan grandes, tan duras y tan profun- del huerto. E l señor Pérez se desesperaba, la seño-
das como él no había visto nunca antes. Parecían ra Pérez rezaba el rosario. Manuel, Melisa y José
haber crecido tanto hacia abajo como las ramas trepaban por los tres tristes naranjos buscando
de la copa hacia el cielo. las frutas que quedaban más arriba. Galo trataba
—¡Árbol del demonio! — e x c l a m ó el señor también de subir, pero, aunque de gran tamaño,
Pérez, luego de tres horas de esfuerzo y ya agota- era tan poco coordinado que terminaba siempre
do—. ¡Para sacar estas raíces tendría que destruir en el suelo, dándose u n gran costalazo. Los her-
la mitad del huerto! — Y entró a la casa, vencido manos se reían de él y se comían solos las últi-
y furioso. Galo, por suerte, al ver su árbol en pie mas naranjas. Galo corría a acurrucarse junto a
todavía, se había calmado. su gran árbol y desde allí los miraba entristecido.
Así siguieron pasando los días y los meses sin —¡Cómete las naranjas de t u árbol! —le grita-
que ninguna gota de agua cayera del cielo. Pero el ban entonces Manuel, Melisa y José, burlándose.
árbol raro, sin frutos n i hojas, al cual el señor Pé- Pero una tarde en que el señor y la señora Pé-
rez no había regado más, seguía creciendo igual. rez habían ido a la iglesia a rezar por la lluvia y
Los otros tres naranjos, en cambio, a duras penas los niños estaban solos en el huerto mirando si
seguían vivos con los pocos litros de agua que les todavía quedaba alguna naranja escondida entre
tocaba a cada uno. Galo, por su parte, tenía u n las hojas, José, el menor de los hermanos, gritó:

38 39
—¡Miren! ¡Miren! A r r i b a en el árbol de Galo, —¡Ay, ay...!, este árbol tiene algo que pincha...,
allá en la punta... ¡Una naranja enorme enorme...! ¡ay, no puedo m á s . . . !
Y era cierto. En la punta del gigante, diez veces Y de otro salto se dejó caer a tierra.
más arriba que las más altas ramas de los otros Galo, que se había quedado mirando emboba-
tres naranjos, una naranja dorada y única se me- do la gran naranja dorada que colgaba en la pun-
cía levemente con el viento. ta de su árbol, parecía no haberse dado cuenta de
— ¡ C ó m o no la habíamos visto antes...! ¡Voy lo que les sucedía a sus hermanos.
a cogerla! — d i j o Manuel, el mayor. Y comenzó En ese momento, el señor y la señora Pérez
inmediatamente a encaramarse por el árbol. Pero llegaron de vuelta a casa. Adoloridos, los n i -
no había subido metro y medio, cuando ¡cata- ños les mostraron la naranja y les contaron de
p l u m ! , cayó al suelo. sus fracasos en alcanzarla. E l padre les contes-
—-Ay! — g r i t ó — . Este árbol parece estar em- tó vociferando:
betunado con aceite..., es resbaloso. —¡Arbol miserable! Yo iré por esa fruta, n i -
—¿Resbaloso? —le contestó Melisa—. ¡Vas a ños...
ver cómo yo subo! Pero el señor Pérez no llegó n i a la segunda
Trepó entonces hasta la primera rama, luego rama: apenas había abrazado el tronco cuando
hasta la segunda, y ¡pum!, cayó también al suelo. cayó al suelo como u n saco de papas. Su mujer y
— ¡ N o es que sea resbaloso! ¡Sus ramas se sa- sus hijos, m u y asustados, corrieron hacia él y lo
cuden! — r e c l a m ó enojada, mientras se sobaba ayudaron a levantarse.
el trasero. Poniéndose de pie, medio cojo, alzó los puños
—¡Ustedes los mayores se creen la muerte y y le gritó al árbol, como si este pudiese oírlo:
no saben hacer nada! — h a b l ó José—. ¡Mírenme —¡Ya verás, árbol detestable! Echaré ácido en
a mí! tus raíces, te pondré una bomba, llamaré al ejér-

De u n salto comenzó a trepar al árbol, como cito para que te destruya...


Y la naranja, en la punta, parecía reírse de los
un mono. Pero llegado a la tercera rama empezó
esfuerzos que hacían los Pérez por alcanzarla.
a gritar:

40 41
En eso estaban padre e hijos, sobándose sus —¡Llegó! ¡Llegó hasta la segunda rama! ¡La
piernas y espaldas, cuando oyeron u n susurro rama se está doblando...! ¡Se va a caer! ¡Ayyy!
que venía desde lo alto, como el que hace la brisa —gritaron los niños.
en el follaje. M i r a r o n hacia arriba y vieron que Mas Galo, a pesar de toda su torpeza y de los
Galo subía penosamente por el tronco del árbol feroces tumbos que daba el árbol, no se caía n i
y que este, aun cuando no soplaba viento alguno, se asustaba. Y cuando llegó a la tercera rama y
se había puesto a temblar entero, entrechocando siguió hacia arriba, los Pérez se dieron cuenta de
las puntas de sus ramas. que estaban presenciando u n milagro: el árbol
—¡Se va a matar! — d i j o Melisa. en verdad estaba ayudando al niño a que trepara.
—¡Caerá sobre nosotros! —gritó Manuel. Todos esos temblores y sacudones de las ramas
—¡Y otra vez se pondrá a llorar! —excla- no tenían otro objeto que ponerle apoyos en los
m ó José. pies y en las manos cada vez que Galo vacilaba.
E l señor Pérez, asustado, le ordenó: Las ramas más gruesas se doblaban como brazos
—¡Galo, baja inmediatamente! humanos para sostener y empujar hacia arriba a
Y la señora Pérez, desesperada, le rogó: ese niño, que n i una sola vez había mirado hacia
el suelo donde estaba su familia adoptiva.
—¡Galo, hijo mío, ese árbol te matará! ¡No su-
bas! ¡Te vas a caer! ¡Baja, por favor, baja! —¡Dios mío! ¡Dios mío! —lloraba en silencio
Pero Galo parecía no oírlos y ya había alcan- la madre, viéndolo cómo se achicaba y se perdía
zado la primera rama. E l árbol se movía ahora en la altura inmensa del naranjo tembloroso.
como si u n huracán lo azotara y el silbido agudo E l señor Pérez, pálido, no movía n i u n múscu-
del aire ahogaba los gritos de la señora Pérez: lo de su cara.
—¡Qué horror! ¡Se caerá! ¡No quiero mirar! —¡Alcanzará la naranja! —gritó Meli-
—lloraba con la cara entre las manos, mien- sa aplaudiendo.
tras su marido y sus tres hijos veían inmóviles Y al fin, en la copa del árbol zumbante, sos-
y boquiabiertos a Galo, que seguía, impertérri- tenido por sus más débiles ramas que lo ceñían
to, trepando. como largos dedos, Galo extendió su brazo y co-

42 43
gió la gran naranja. Y entonces, de repente, el ár- interior de la altísima esfera.
bol se quedó inmóvil y el silbido ensordecedor se U n estremecimiento sacudió la tierra. Luz,
acalló. La señora Pérez, sin saber por qué, lanzó estruendo y temblor se juntaron, y el árbol de
u n grito horrible. La naranja, tocada por Galo, se Galo, convertido en u n cohete plateado, se alejó
encendió como u n farol y comenzó a hincharse lentamente del suelo.
más que u n melón, más que u n zapallo. Y desde Los cinco Pérez se quedaron parados en el
la punta hasta el pie del tronco, el árbol se i l u m i - huerto sin habla. Los tres niños, aferrados a sus
nó por dentro como si estuviese hecho de vidrio. padres y muy asustados, no se atrevieron a abrir
A medida que crecía, la naranja fue perdiendo el los ojos durante u n largo rato. En el silencio de la
color, hasta que se transformó en u n globo blan- tarde y desde el fondo de la tierra, allí donde u n
co radiante, a cuyo lado Galo apenas se veía. N i el profundo orificio marcaba el lugar donde había
señor n i la señora Pérez podían gritar o moverse estado el árbol, se comenzó a oír u n ruido sor-
y los niños abrían y cerraban los ojos, muertos de do y lejano. ¡Blup! ¡Bluuup! ¡Bluuuuuuup! Cada
miedo ante esa torre de luz en que se había con- vez más fuerte, como si u n sacacorchos gigante
vertido el árbol. E l niño, en ese momento, desde estuviese destapando una botella del tamaño de
la cumbre, se volvió hacia ellos, agitó una mano una casa, el ruido subía y subía. Los Pérez, que se-
y, abriendo la boca, les gritó con una voz potente guían inmóviles, paralizados de asombro, tenían
como ninguna: ahora sus ojos fijos en ese hoyo en la tierra.
—KIKLI KILI NITI LISI N I F L I TIKLI — ¡ B l u u u u p ! ¡Bluuuuuup! ¡BLUUUUUUU-
MILI... U U U U U U U U U P ! E l sonido aumentó y aumen-
Y entonces, en u n lado del globo se abrió sua- tó, hasta terminar en u n estampido como el de
vemente una especie de escotilla y Galo, sin vaci- una colosal botella de champaña que se destapa.
lar, entró por ella. La escotilla volvió a cerrarse y, Y desde el hoyo del árbol de Galo, u n gran cho-
a pesar de la luz enceguecedora, los Pérez todavía rro de agua pura se elevó, altísimo, por los aires.
pudieron ver la pequeña sombra de aquel que En u n dos por tres los Pérez tenían frente a ellos
había sido su hijo y hermano moviéndose en el lo que hacía meses y meses les faltaba desespe-

44 45
radamente: u n pozo ancho y profundo, repleto como si fuera de piedra, n i se abolló con los gol-
de agua. pes que le dio la niña.
—¡Agua! ¡Agua! —repetía el señor Pérez —¡Pásenmela! —ordenó el señor Pérez. Pero
como atontado—. ¡Agua para mis cosechas! ¡Es- a pesar del cortaplumas con que trató de cortarla,
tamos salvados! no logró hacerle n i u n hoyito. Cansado al fin, se
Los niños se habían acercado a la orilla del la pasó a su mujer para que esta la guardara en
pozo y tocaban el agua con las manos. recuerdo de Galo. La señora Pérez la tomó en sus
—¡KIKLI K I L I N I T I LISI N I F L I TIKLI manos y en ese mismo momento la naranja co-
M I L I ! —gritaban a coro, sin saber si reírse de las menzó a pelarse sola desenvolviéndose y dejan-
extrañas palabras o estar tristes por la desapari- do caer su cascara. Unos gajos rojos como el rubí
ción de Galo. aparecieron dentro y la madre, sin dudarlo u n
La señora Pérez sonreía y lloraba. instante, sacó uno y se lo comió. E l señor Pérez
De pronto, José dijo: y los niños se la quedaron mirando para saber,
—¡Miren allí! Algo brillante flota en el agua... por la expresión de su rostro, qué gusto tenía esa
Melisa corrió a buscar una rama. Y con ella en fruta tan rara.
la mano y estirando el brazo, Manuel hizo llegar —¡Ay, m i pobre Galo, hijo querido, ahora en-
a la orilla una gran naranja dorada. tiendo! — e x c l a m ó la señora Pérez, mientras que,
— ¡ L a naranja de Galo! —gritaron los niños. con los ojos llenos de lágrimas, les daba a sus h i -
—¡Será otra igual! —los corrigió el se- jos y a su marido los gajos que quedaban.
ñor Pérez. Y cuando estos comieron, ellos también se pu-
—¡Yo la pelaré! — d i j o Manuel, y trató de sieron a llorar mirando hacia el cielo que, entre-
enterrarle las uñas. Pero no pudo n i siquie- tanto, se había llenado de estrellas.
ra rasguñarla. Gracias a esa naranja, las únicas, últimas y ex-
—¡Déjame a mí! — h a b l ó José. Mas tampoco trañas palabras que le habían oído a Galo resona-
tuvo éxito. ban ahora con toda claridad en sus oídos, como
—¡Yo trataré! —gritó Melisa. La naranja, si lo estuviesen oyendo hablarles en castellano:

46 47
K I K L I K I L I N I T I LISI N I F L I T I K L I M I L I
"Madre de la tierra: gracias por haberme cria-
do. Parto a buscar a los míos. Seré para siempre tu
hijo en las estrellas".

48
C Ó M O E M P E Z Ó EL OLVIDO
L A B I B L I A NOS D I C E que el primer hombre que
existió fue Adán y la primera mujer, Eva. Luego
habla de Caín y Abel, sus hijos mayores, y de m u -
chos otros que fueron poblando la tierra. Pero lo
que la Biblia no cuenta es que Dios envió u n últi-
mo regalo a Adán y Eva, cuando estos envejecie-
ron: tuvieron unos trillizos morenos y unas t r i -
llizas rubias, que les alegraron sus últimos días y
ayudaron a sus padres, ya ancianos, a terminar su
tarea en este mundo.
Una tarde en que se paseaban por el campo,
Adán mostró a su mujer unos arbustos y le dijo:
—¡Mira, Eva, qué lindos rosales!
—¿Rosales? —le contestó Eva sorprendi-
da—. ¡Pero si son hibiscos!
—Hibiscos..., ¡tienes razón! Ahora que lo
pienso... —susurró Adán, sin terminar la frase.
—¿Estás mal de la vista?
—No, no son mis ojos... Creo que es la memo-
ria la que me está fallando.
—Eso es m u y grave, Adán —aseguró Eva,
preocupada—. T ú eres el que le puso nombre a
cuanta cosa hay en la Tierra y si comienzas a ol-
vidar... ¡Será espantoso!
Tienes razón, mujer, como siempre —asintió
Adán—.Tendré que pensar qué hacer al respecto...

53
—¡Ya sé! — d i j o ella—. Antes de que pierdas sabemos—, sino para qué servían las cebras, los
la memoria del Paraíso, ¿por qué no recorres la lobos, las gaviotas y las moscas —cosa que hoy
Tierra con nuestros tres últimos hijos, les vas hemos olvidado.
nombrando las cosas, y les explicas, además, para León volvió de su largo viaje con la cabeza
qué sirve cada una de ellas? dándole vueltas y m u y cansado.
—¡Eva! ¡Eva! —le contestó él abrazándola—. —¡Papá, eres u n genio! —le d i j o — . Me has
¿Qué haría yo si tú no me dieras ideas? nombrado a todos los animales de la Tierra.
Entonces llamó a sus tres hijos: León, Laurel y ¿Cómo puedes tener tan buena memoria? Yo, en
Oro, y los invitó a u n largo viaje. cambio, estoy totalmente confundido...
Partió primero con León y recorrió con él las Adán no alcanzó a responderle, porque tenía
selvas, las montañas y los océanos. Y le nombró que partir de prisa con su otro hijo. No podía
los animales de la Tierra y sus cualidades: cuáles perder n i u n m i n u t o en esta tarea; su memoria
eran mansos y cuáles fieros, los que eran escasos cansada por los años ya estaba fallando...
y los que abundaban, los que se podían domes- Se fue entonces con Laurel a las planicies, a las
ticar y los que eran salvajes. Le mostró pájaros montañas y a los valles. También estuvieron en
de m i l colores y peces de los mares más lejanos. las selvas y en los desiertos.
También los caracoles, las chinitas, las hormigas, —Ese, hijo, es u n cardenal, y sirve para que las
los murciélagos y los dromedarios. niñas chicas se pinten las uñas. Esta es una ama-
—Ese con cola larga es u n mono tití —le de- pola, en cuyos pétalos duermen siesta las mari-
cía—, que despierta con sus gritos al cazador que posas. Y aquí está el álamo temblón, que hace oír
se queda dormido. Y esa de más allá es una abeja, el ruido del mar a los que viven tierra adentro.
que sirve para hacer miel, el mejor de los man- Así, le mostró a Laurel los árboles, las plan-
jares. Y ese es u n pájaro que le enseña al hombre tas y las flores: tanto las de los campos como las
cómo se danza en primavera. de los desiertos, las que flotan sobre las aguas y
Así, León no solo supo qué hacer con el caba- las que viven sumergidas. De todas ellas, Laurel
llo, la gallina o el perro — l o que hoy también conoció sus nombres y cualidades. No solo supo

54 55
para qué servían las lechugas, las encinas y los plata y el plomo y supo qué hacer con ellos — t a l
manzanos — l o que hoy sabemos—, sino tam- como lo sabemos nosotros hoy d í a — , sino que
bién qué hacer con los sauces llorones, los cactos, aprendió de su padre muchos usos de las rocas,
las enredaderas y los yuyos —cosa que hoy he- las aguas saladas y la tierra de los pantanos —los
mos olvidado. que hoy hemos olvidado completamente.
Laurel volvió a la casa mareado con tan- Oro volvió a su casa con los pies deshechos
tos nombres. por haber caminado tanto y tan ligero. Además,
— ¿ C ó m o puedes saber tantas cosas? —le pre- muy preocupado por la cantidad de nombres que
guntó a su padre. E n cuanto a mí, no sé lo que tenía que memorizar.
haré para recordar tal infinidad de vegetales y —¿Qué haces tú, papá, para acordarte de tan-
sus usos. tas cosas? —le preguntó—. Yo estoy agotado y
Adán lo dejó pensando solo, porque no tenía confundido, igual que mis hermanos. Temo olvi-
tiempo para contestarle. Partió con su hijo O r o dar los nombres y los usos.
a recorrer por tercera vez la Tierra y hacerle co- Adán, al oírlo, levantó los brazos al cielo y ex-
nocer el nombre y la utilidad de las rocas, las tie- clamó dirigiéndose a Eva:
rras, las aguas, las nieves y los minerales. —¿Por qué estos niños de hoy no retienen
—Estos son los diamantes, que endurecen el nada y se cansan con cualquier cosa? ¿Será que
corazón de quien los posee — c o m e n z ó diciéndo- no te has preocupado bien de su alimentación y
le—. Y este es el hierro, que brilla en los arados, y no les has dado pasas, n i hormigas fritas, tan bue-
aquí está el carbón, que calienta los cuerpos avi- nas para la memoria? ¿Qué va a ser de los hom-
vando el fuego... bres si ellos se olvidan de lo que les he enseñado?
Caminaron recorriendo la Tierra lo más rápi- — C á l m a t e , Adán, y no me eches la culpa
do que daban las viejas piernas del padre, a quien, —le dijo Eva—. Hablaré con las trillizas y les
por suerte, de todo lo que vieron, nada se le ha- propondré algo que se me ha ocurrido, ¡ya verás!
bía olvidado. Y se fue, dejando a Adán m u y intrigado.
Y así O r o no solamente conoció los rubíes, la Eva llamó entonces a sus hijas Calígrafa, Car-

56 57
pintera y Pintora, que eran m u y dotadas para zar! —le dijo Eva a Adán una mañana. Y le contó
trabajar con las manos, y les dijo: lo que había organizado.
—Tendrán que ayudar a sus hermanos, que —Eva, Eva, tú siempre sabes cómo ayudarme...
tienen m u y corta memoria, para que no termi- —le contestó Adán, abrazándola emocionado.
nen olvidados los nombres de la Tierra. Para esto Y así fue como las tres hermanas rubias se
les propongo construir muchos carteles y pin- dispusieron a trabajar en los carteles. Pero antes
tar en ellos los nombres de animales, vegetales exigieron a los trillizos morenos que les trajeran
y minerales que Dios creó. Sus hermanos, que muy buenos materiales. No querían estropearse
todavía los recuerdan, se los irán diciendo uno las manos con cerdas duras, n i con maderas tos-
a uno. Luego, ustedes irán colgando los carteles cas, n i con tierras ásperas.
del cuello de las bestias, de los pájaros y de los Calígrafa, que se llevaba m u y bien con León
insectos; en las rocas y en las plantas. Así nada desde que era chiquitita, le pidió a este:
será confundido y el mundo quedará nombrado. —Hermano, ¿podrías traerme pelos de zorro,
—Pero, mamá... —respondieron las hijas—, de visón y de mosca para hacer mis pinceles?
no sabemos n i escribir, n i pintar, n i hacer carte- Y Carpintera, que ya en la cuna jugaba con
les. ¡Es m u y difícil y m u y largo! Laurel, prefiriéndolo a los otros hermanos, le
— ¡ N o sean flojas! ¡Nada es difícil cuando se dijo a este:
quiere! ¡Yo les enseñaré a trabajar! —Necesitaré que me traigas madera de enci-
Y con mucha paciencia enseñó a Calígrafa na, de rosal y de junco para fabricar los tableros
a escribir letras grandes y chicas con pinceles de los carteles.
gruesos y finos; a Carpintera a cortar madera y Pintora, por su parte, que era m u y dominante,
a lijarla, y a Pintora a fabricar las pinturas mez- exigió a O r o que le trajera de inmediato tierra
clando tierra de colores. de colores, gruesa, fina e impalpable para hacer
Ellas, que eran hábiles y despiertas, aprendie- las pinturas.
ron m u y rápido. —¡Y que sean las mejores! —añadió, en
—¡Nuestras trillizas están listas para comen- tono perentorio.

58 59
Las trillizas resultaron m u y trabajadoras y en — m á s que una calle comercial de hoy d í a — , que
pocos días habían fabricado tableros de muchos el viento hacía sonar como si fueran cascabeles.
tamaños, pinceles de variados grosores y p i n t u - Era una labor interminable y a la semana los seis
ras de m á s colores que el arcoíris. Tenían enor- hermanos comenzaron a cansarse.
mes letreros para colgar de los elefantes y de las —Los animales salvajes rompen sus carteles
brontosaurias (hoy extinguidas), de los pinos i n - apenas nos damos vuelta —se quejaba L e ó n — .
signes y de las montañas. También carteles d i m i - Tendremos que estar cambiándolos a cada rato.
nutos para las hormigas, las hierbas y los granos —Las lluvias borran los nombres que hemos
de arena. puesto en los árboles —alegaba Laurel, cansa-
Una vez todo listo, las tres hermanas rubias do—. Tendremos que reponerlos cada año.
se despidieron de Eva y de Adán y salieron a re- —La tierra y el polvo oscurecen las letras
correr la Tierra junto con los trillizos morenos. —agregaba O r o — . ¡Nos lo pasaremos viajando
Estos tres iban delante con unos pesados sacos para repintar carteles! ¡Esto no acabará nunca!
al hombro, llenos de tableros grandes. Luego los — Y nosotras —reclamaban las rubias Calí-
seguía Carpintera, con u n bolso repleto de ta- grafa, Carpintera y Pintora— ya no tendremos
blas pequeñas. M á s atrás iba Calígrafa, con sus tiempo para peinarnos, n i para pasear, n i para
pinceles de cien tamaños, y al final Pintora, con buscar u n novio. Trabajamos y trabajamos sin
u n montón de tarros de pintura de diferentes co- parar día tras día, y cuando llega la noche ya no
lores. Cada vez que se detenían para colgar u n tenemos ganas de divertirnos, de tan cansadas
cartel de u n árbol, u n animal o una roca, Calí- que estamos. ¡Esto no es vida!
grafa escribía en el tablero el nombre y el uso, Adán, que había ido a ver cómo les iba en su
con buena letra y mucho cuidado, untando sus empresa, los retó, escandalizado:
pinceles en la pintura de su hermana. Trabaja- —Hijos, ¿hasta cuándo se quejan? ¿No nos
ban el día entero sin parar y recomenzaban, muy han visto a su madre y a m í trabajar duramente
temprano, a la mañana siguiente. Los lugares por todos los días de nuestra vida? Yo luego me voy a
donde pasaban iban quedando llenos de carteles morir... Ahora son ustedes los responsables de la

60 61
memoria de la Tierra. ¿Qué pasará con las cosas lo dejaron mal colgado! Ahora no sé cómo se lla-
y sus nombres si no lo hacen? ma n i para qué sirve... ¿No podrían i r a ponerle
Luego se dirigió a Eva añadiendo: uno nuevo? —les decía u n p r i m o esquimal, que
—¿Será que los hemos malcriado? vivía en el polo.
Trillizas y trillizos, avergonzados, no volvie- —Hay una montaña negra, cortada en la pun-
ron a quejarse más y siguieron colgando carteles ta, que echa humo y que no tiene cartel. No sabe-
por toda la ancha Tierra. mos si subir con agua a su cumbre para apagar el
Llegó el día en que Adán murió. Eva, que esta- fuego, o dejarla tranquila y ver lo que pasa. ¿No
ba enferma, lo siguió muy pronto. Y los herma- podrían i r ustedes allí para nombrarla de nue-
nos morenos y las hermanas rubias, huérfanos vo y contarnos para qué sirve? Es seguro que el
ahora, prometieron ante la tumba de sus padres viento destruyó su letrero... —les venía a decir
no desmayar en ese trabajo infinito que ellos les un pariente de piel amarilla y ojos rasgados.
habían encargado. Trabajaban desde que aparecía —Hay u n bosque de árboles que se ha ex-
el Sol hasta que se ocultaba. Y tanto se esforzaron tendido por nuestras tierras, pero su cartel está
que llegó u n momento en que no hubo animal, borrado; no sabemos si sus frutos se comen o
vegetal o mineral que no tuviese u n letrero que envenenan, n i si sus raíces son u n remedio para
lo identificara y dijera para qué podía servir. el dolor de muelas o para el de estómago — l l e -
Los demás hombres, hermanos y primos, garon diciendo unos primos negritos que vivían
cercanos y lejanos, los aclamaban como si fue- en el África.
sen unos héroes. Pero no los dejaban descansar Y los trillizos morenos y las trillizas rubias
u n segundo. Cuando u n lejano cartel se estro- partían a cualquier lugar del mundo, por alejado
peaba, rápidamente llegaba algún pariente leja- que fuese, a cumplir su tarea con tesón y calma.
no reclamando: Los raros días en que no había reclamos, las t r i -
—Hay u n animal negro, con el vientre blanco, llizas se quedaban en casa fabricando más carte-
que camina en dos pies como los humanos y que les, más pinturas y más pinceles. Los hermanos,
anda por ahí sin cartel hace meses. ¡Es seguro que por su parte, salían separados a revisar cada uno
el reino cuya memoria estaba a su cargo: León ron calmándolos.
a los animales, Laurel a los vegetales y O r o a —¡Insensatos! ¿Qué sacan con pelearse así?
los minerales. ¡Es normal que en el mundo ocurran accidentes!
Uno de esos días, León volvió a la casa muy —habló Calígrafa, enojada.
tarde y con cara de pocos amigos. Saludó a las —Por si se les ha olvidado, les recuerdo que ya
hermanas y luego se dirigió a Laurel diciéndole se acabó el paraíso en que vivían papá y mamá,
en tono agresivo: el de antes de la manzana... —siguió Carpintera,
—Una maldita planta tuya envenenó a una de enfrentándose a ellos con las manos en la cintu-
mis jirafas. ¿Por qué no haces algo para prevenir ra—. ¡Hoy el mundo está desordenado!
esos accidentes? — Y ahora la tarea de los nombres de las cosas,
—Por si no lo sabes, tus cabras arrasaron hoy que ayudará a reordenarlo, depende de ustedes...
una preciosa pradera de lirios mía... Pero yo no ¿Es que echarán todo a perder con sus gritos y
te he gritado —le contestó Laurel poniéndo- rabietas? —terminó diciéndoles Pintora.
se pálido. Los tres hermanos se callaron, avergonzados,
—¡Qué bueno que hayan tocado el tema! y se sentaron a la mesa a comer. Pero día tras día
—los interrumpió Oro plantándose entre los recomenzaban las discusiones.
dos—. Porque han de saber que las algas de Lau- Cuando León iba a revisar los carteles de sus
rel ensucian mis mares y los sapos de León infes- pájaros se encontraba con que estos habían muer-
tan mis lagos... to debido a la erupción de u n volcán. Y Laurel, al
— ¿ Y qué hablas t ú ? —gritó entonces L e ó n — . ir a cambiar los letreros de unos arbolitos fron-
Una avalancha de t u nieve sepultó a u n rebaño dosos, los hallaba secos y sin hojas, comidos por
de mis ciervos... las cebras. Y cuando O r o salía a revisar los nom-
—¡Y la lava de tus volcanes incendió mis arbo- bres de sus tierras, las encontraba pisoteadas por
ledas! —agregó Laurel, enfurecido contra Oro. una manada de búfalos.
Estaban los tres de pie, mirándose con ojos Por la tarde, las trillizas rubias veían llegar,
furiosos, cuando las hermanas intervinie- uno a uno, a los hermanos morenos con la cara

64 65
de siete metros, m u y enfurruñados. a ellas, los hermanos se mantuvieron mucho
—¡Ya empezaron otra vez! —se prevenían en- tiempo sin pelearse y cada uno de los seres de la
tre ellas con u n suspiro—. ¡Nuevamente tendre- Tierra exhibió su nombre y utilidad.
mos que aplacarlos! Los demás hombres aprovechaban esto y su
Entonces, Calígrafa, con santa calma y pacien- vida durante algunos años pareció una fiesta,
cia, se llevaba a León aparte y le decía: tanto cambiaban y mejoraban las cosas gracias a
—Hermano..,, ¡escúchame! ¿Qué haríamos los carteles de los últimos seis hijos de Adán.
tú y yo con los puros pinceles, sin la madera de Pero u n día gris y terrible, León se adentró
Línsrfi pin I™ tableros de Carpintera, o sin las en el bosque en busca de u n ciervo al que quería
tierras de color de O r o para las pinturas de Pin- más que a los otros ciervos, más que a las bestias
tora? ¡No podríamos completar u n cartel más! de los valles y a los pájaros del aire. E l animalito
Luego, Carpintera le decía a Laurel, en era ágil y movedizo, por lo que a cada rato perdía
voz baja: su letrero, enredándolo en las ramas.
—Hermano..., ¡tranquilízate! ¿Qué haríamos León caminó durante mucho rato sin en-
tú y yo con los puros tableros, sin los pelos de contrarlo, pese a que lo llamaba a viva voz y lo
León para los pinceles de Calígrafa y sin la tierra buscaba debajo de cada arbusto, en las cuevas y
de color de O r o para los colores de Pintora? ¡No en los huecos de los árboles. Esto no le había su-
habría más carteles! cedido nunca: su cervatillo lo conocía tanto que
Por último, Pintora conversaba con Oro: siempre, al oírlo, salía a su encuentro trotando.
—Hermano..., ¡serénate! ¿Qué haríamos tú y E l joven siguió andando y llamando durante
yo con las puras pinturas, sin los pelos de León horas, hasta que, ya casi perdidas las esperanzas,
para los pinceles de Calígrafa y sin la madera de llegó a u n gran charco de lodo. Y allí estaba el
Laurel para los tableros de Carpintera? ¡Se ter- cervatillo: apenas se veía su cabeza y sus grandes
minarían los carteles! ojos lo miraban pidiéndole auxilio. Eran arenas
Y los trillizos morenos atendían refunfuñando movedizas que se lo estaban tragando. Desespe-
las razones de las trillizas rubias. Así, gracias rado, León hizo todo lo posible por rescatarlo po-

66 67
niendo palos y ramas, pero ya era m u y tarde y no tragó el yacimiento de diamantes más bello de la
logró impedir que se hundiera. Desaparecieron Tierra, de una luz sin igual, que yo adoraba...
los ojos, luego los cuernos, hasta que en la super- Pero León, que ya no podía más de tristeza y
ficie de la arena h ú m e d a no quedó n i una huella. de furia, y que hasta entonces se había callado,
León volvió a su casa enfermo de pena y de agarró por el cuello a O r o gritándole:
rabia. En el camino se encontró con su hermano —¿Quién eres tú para hablarme así? ¿No
Laurel, que también venía con la cara tensa y los sabes lo que le pasó a m i cervatillo en t u are-
puños apretados. na asesina?
— L e ó n , tus estúpidas cabras se han comido Los gritos de León hicieron que Calígrafa,
m i maravilloso rosal rojo..., ese que yo regaba día Pintora y Carpintera llegaran corriendo. Pero ya
a día y que tanto amaba... ¡Dios santo! Cada vez era m u y tarde. Los hermanos estaban tan furio-
que me acercaba a él sus rosas exhalaban nubes sos que no quisieron oír ningún consejo de sus
de perfume saludándome. Y esta tarde cuando lo hermanas y, separándose, se fueron cada uno por
f u i a ver me encontré con la horrible sorpresa: su lado.
¡no le quedaba n i una sola flor, n i u n solo pétalo, Las trillizas rubias comieron solas esa noche.
n i una sola hoja! Apenas u n tallo mustio al que Y al día siguiente, cuando se levantaron para con-
n i siquiera le dejaron espinas... ¡Esto se acabó! ¡Es tinuar su trabajo, se dieron cuenta de que casi no
el colmo! ¡De t i no quiero saber nunca más nada! les quedaba madera, n i pelos, n i tierra de color.
—gritó Laurel, con la voz ronca y alterada. Calígrafa partió m u y decidida en busca de
Y dando media vuelta, se alejó de León. León. Lo encontró sentado en u n claro del bos-
No bien hubo desaparecido Laurel de la vista que, con la cara entre las manos, mirando vo-
de León, se acercó Oro vociferando: lar una mosca que llevaba u n cartelito colgado
—¡Yo te mato! ¡Yo te mato! Tus castores cor- del cogote.
taron el curso de m i arroyo más querido, el más — L e ó n —le dijo suavemente—, tendrás que
escondido, el más puro y el más rápido. ¡Ahora traerme más pelos de zorro para los pinceles
es u n pantanal! Y la maldita selva de Laurel se gruesos, de visón para los medianos y de mosca

68
para los finos. Los que tengo están muy gastados. ¡adiós! ¡No quiero saber más de mis hermanos!
—De acuerdo —le dijo é l — , te daré los que Acto seguido, le dio vuelta la cara.
quieras mientras no pintes para Laurel n i para Pintora, por su parte, se había ido en busca de
Oro. Solo escribirás el nombre de mis animales. Oro, el tercero de los hermanos. Y le dijo, agitada:
—Pero León, eso no es posible, tú lo sabes. — M e falta tierra para mis pinturas. No me
Laurel no me dejaría usar sus maderas, n i Oro queda rojo, n i blanco, n i verde. ¡Tendrás que dár-
las pinturas hechas con su tierra... mela cuanto antes!
— ¡ E s m i última palabra! —respondió León, —Te traeré la tierra que quieras —respon-
en tono seco— y si no estás de acuerdo, no te daré dió él—, siempre que sirva solamente para
n i u n solo pelo más. mis minerales,
— ¿ D e qué me servirían así? —se preguntó — O r o , ¿qué dices? ¿Estás loco? —le pregun-
ella alejándose. tó Pintora, alarmada—. ¿Qué podríamos hacer
Carpintera, en tanto, había corrido donde Lau- sin la madera de Laurel y sin los pelos de L e ó n ?
rel porque requería más madera para sus tableros. — L o que oyes —le contestó su hermano, fu-
—Necesito encina para los grandes, rosal para rioso—. ¡Y es m i última palabra!
los medianos y junco para los chiquititos. Y esta vez las trillizas, aunque trataron por to-
— M u y bien —le contestó Laurel—, te traeré dos los medios de cambiar el terrible humor de
mis más bellas maderas de mis mejores plantas, sus hermanos, fracasaron rotundamente. Enton-
siempre que los carteles sean para colgárselos ces, aburridas de tanta tozudez, decidieron aban-
únicamente a mis vegetales y no a las cosas de donarlos, dedicarse a buscar novio y a v i v i r una
mis hermanos. vida más descansada. Y a pesar de que los otros
—¡Laurel! —exclamó ella—. ¿ C ó m o es eso? hermanos y primos, cercanos y lejanos, blancos,
¡Sabes que eso no se puede hacer! ¡Ellos no nos amarillos, cobrizos y negros, vinieron una y m i l
darán n i tierra de color n i pelos! veces a rogar a los trillizos que continuaran su
—¡No me importa! —contestó este tarea, estos no quisieron saber más uno del otro,
enojándose—. Y si no estás de acuerdo, entonces n i de los letreros.

70 71
Los carteles de la Tierra poco a poco se fueron
gastando, agrietando, borrando y desaparecien-
do. Y con ellos, millones de nombres e inconta-
bles usos de las cosas se perdieron en el olvido.
Así es como hoy existen seres cuyos nombres
no recordamos n i sabemos para qué sirven, y
otros que creemos inútiles, pero que entonces
servían a los hombres. ¿Quién se recuerda hoy
para qué son las moscas, qué se puede hacer con el
yuyo, cuál es el uso que se le puede dar al polvo?
Eso y mucho m á s lo sabía Adán y se lo dijo
a sus hijos, quienes, por pelear unos con otros,
lo olvidaron.

72
CUANDO CARLOS Y CLEMENCIA se casaron, par-
tieron de luna de miel en u n crucero de lujo.
— O h , Carlos..., ¡qué felices somos! —excla-
maba Clemencia, mientras estiraba sus brazos,
recostada en una silla de lona sobre la cubierta
del barco. Carlos, con shorts blancos y zapatillas,
se paseaba sonriendo con una paleta de p i m p ó n
en la mano.
A bordo del navio blanco, todo era magnífi-
co: las comidas, el champán, la música y las m i l
diversiones hacían sentirse a los pasajeros en
una fiesta permanente, pero debajo del barco, en
las aguas profundas del océano, había quienes
no participaban del júbilo de los pasajeros. Los
cruceros de lujo que surcaban esas aguas siem-
pre ponían de m a l h u m o r a todos los grandes
y pequeños habitantes del mar, sirenas y trito-
nes incluidos.
—Ya no se puede v i v i r con tanta polución
—reclamaba u n tritón viejo, pegándole u n cole-
tazo a una botella de champán desocupada que
caía desde lo alto.
—¡Tanta basura en el agua tiene tapada m i
trompeta de nácar! —agregaba otro con rabia.
A bordo del barco, por supuesto, estos proble-
mas no existían.

77
U n día en la tarde, Carlos y Clemencia entra- —¡Maldita mujer! ¡Tendrás u n hijo pez, que
ron a su cabina a cambiarse de ropa para la co- será desgraciado toda su vida!
mida de la noche, que era de gala, con orquesta Por suerte para Clemencia, el Rey Tritón, que
y baile. Cuando Clemencia estuvo vestida, con andaba cerca y era de buen corazón, al oír las pa-
sedas y gasas, le dio u n toque final a su toilette labras de la reina se asomó también de entre las
poniéndose unas gotitas de perfume detrás de olas. Y viendo a la recién casada pálida de miedo
en lo alto del barco, dijo a viva voz:
las orejas.
— ¡ O h , Carlos! — d i j o de pronto a su marido, —¡Qué reina tan exagerada! Yo te digo, mujer,
que t u hijo será desgraciado solo hasta el día en
con voz consternada—, ¡se me ha terminado el
que encuentre, bajo el océano, este mismo frasco
perfume! — Y luego, sonriendo, agregó—: Iré a
de perfume que tú lanzaste...
botar el frasco vacío al mar, dicen que trae buena
—¿Qué te metes tú a cambiar m i maldición?
suerte...
—le gritó la sirena, alterada.
—¿Buena suerte? ¿Qué superstición has i n -
—¡Será como digo! ¡Yo soy el rey! —le contes-
ventado? —le contestó Carlos. tó este, con voz de trueno.
Pero Clemencia, sin responderle, salió de la
La Reina Sirena, azul de ira, se sumergió
cabina y se dirigió a la cubierta. Una vez allí, lan-
echando chorros de espuma en el agua. Y el Rey
zó con toda la fuerza que le permitió su delgado
Tritón saludó a Clemencia con la mano, y des-
brazo el envase vacío al mar, pero con tal mala apareció a su vez bajo las olas.
suerte que cayó justo en la cabeza de la Reina de
Clemencia, que los había estado mirando pa-
las Sirenas que estaba allí asomada entre las olas.
ralizada de terror, en cuanto ellos se hundieron
A ella, muy molesta ya con los desperdicios que
corrió al camarote donde estaba su joven esposo.
hacía días y días iba botando el barco, le acome-
—¡Carlos! ¡Carlos! —le dijo, sin aliento y
tió entonces la ira más grande que podía tener
toda despeinada—. U n señor y una señora que
una sirena reina. Y levantándose todo lo que
estaban en el mar me gritaron algo terrible...
pudo fuera del agua, vio a Clemencia apoyada en
¡Eran muy extraños!
la baranda y le gritó:

78 79
—Dios mío. Clemencia, ¡estás viendo visio- —Es u n precioso niño, señora —le dijo el mé-
nes! Eso te pasa por ser tan supersticiosa... dico en cuanto lo vio. Y como se hace siempre
—No, Carlos, estaban allí entre las olas. Y me con los recién nacidos, le dio una palmada en las
hablaron, me gritaron..., ¡ella me dijo que tendría nalgas para que se pusiera a llorar y a respirar.
u n niño pez! Pero el niño, en vez de llorar, comenzó a ponerse
— ¿ U n niño pez? ¿Un hombre y una mujer azul primero y luego morado.
bañándose en alta mar, tan lejos de la tierra? ¡Me —¡Pronto, oxígeno! —gritó el doctor—. ¡El
parece increíble! ¿No estarás mareada? niño se asfixia!
—¡Aunque te parezca raro o imposible, re- Las enfermeras corrieron y en u n m i n u t o el
sulta que así fue! T ú no me crees nunca nada... niño estaba conectado a u n balón de oxígeno. Sin
—le dijo Clemencia, llorando. Y salió de la cabi- embargo... ¡horror!, aun así se ahogaba. E l mé-
na dando u n portazo. dico, nerviosísimo y sin entender lo que pasaba,
Esta fue la primera pelea del joven matrimo- comenzó a examinarlo entonces por todas partes
nio. Pero como se querían mucho, rápidamente con gran cuidado. De pronto, detrás de las orejas
se perdonaron el uno al otro por haberse habla- le descubrió unas aletitas muy raras.
do en forma alterada. Y lo sucedido con el frasco —¡Aja! — d i j o , y gritó—: ¡Agua! ¡Agua! Trái-
de perfume fue u n tema que ninguno de los dos ganme u n gran recipiente con agua... ¡Rápido,
volvió a tocar. que se ahoga!
"¡Serían unos locos, pasajeros de u n yate que Todos se afanaban obedeciendo la orden del
no v i ! " , se dijo Clemencia, tranquilizándose. médico, aunque no entendían nada. Le trajeron,
Pasaron los días y el viaje de luna de miel ter- así, u n enorme balde lleno de agua, y de inmedia-
minó en calma y felicidad. Los recién casados se to el doctor sumergió en él al recién nacido, con
instalaron en su nuevo hogar y muy pronto Cle- cabeza y todo. Lentamente, la guagua, que a estas
mencia se dio cuenta de que estaba embarazada. alturas estaba con la cara casi negra por falta de
A los nueve meses, como es normal, nació respiración, comenzó a cambiar de color debajo
la guagua. del agua y se puso rosada. Luego dejó de agitarse,

80 81
cerró los ojos y se d u r m i ó plácidamente. y vuelos. Cuando sus amigas venían a verla, ella
Las enfermeras miraban absolutamente atóni- las corría y mostraba orgullosa a su hijo que dor-
tas. Y Clemencia, que desde su camilla no podía mía tranquilamente en su colchón de plástico al
ver lo que sucedía, alarmada por el súbito silen- fondo de la pecera.
cio le preguntó al doctor: —Se llama Delfín —les decía—, como
—¿Qué pasa?¿Qué pasa con m i guagua? su abuelo.
E l doctor se le acercó y, tomándole una mano, Lo más complicado para ella era cuando tenía
le dijo gravemente: que amamantarlo: estaba obligada a meterse con
—Señora, su hijo ya está bien, pero siento de- él dentro de la tina del baño, con el agua hasta el
cirle algo que la va a impresionar... E l niño no cuello. Carlos, para levantarle el ánimo, le había
tiene pulmones, sino que branquias, como los pe- regalado una colección de trajes de baño.
ces... En todo lo demás es sano e igual a nosotros. Delfín crecía m u y rápido. Tenía una mirada
En ese instante, Clemencia recordó, como si vivaz, parecía muy inteligente. En vez de decir
hubiese sido ayer, lo sucedido con el frasco de agú, como todas las guaguas, sacaba la cara del
perfume vacío cuando lo arrojó al mar. Su cora- agua y decía gugú, gugú, cuando su m a m á lo
zón dio u n vuelco y casi dejó de latir. ¡No podía miraba. A l cumplir u n año, ya casi no cabía en
ser! ¡Era una pesadilla, u n sueño malo! Pero allí su pecera.
estaba su hijo, vivo y con branquias, respirando —¡Habrá que hacer una piscina en el jardín!
en el balde, debajo del agua. ¡No era u n sueño...! — d i j o Carlos.
Carlos y Clemencia eran valientes, por lo que — Y comprarle algún pez para que lo
tomaron esta desgracia con fuerza y calma. Em- acompañe, ¡no tiene con quién jugar! —agre-
pezaron por vender la cuna que habían prepara- gó Clemencia.
do y comprar en vez de ella una gran pecera, que — S í — a p r o b ó Carlos—, le regalaremos u n
instalaron sobre una mesa al lado de su cama. cardumen de peces de colores. Serán sus mascotas.
Clemencia, para no sentirse tan rara, la cubrió Verdaderamente, la vida no era fácil para Del-
con unas cortinas celestes, adornadas con flores fín n i para sus padres.

82 83
—¡Se me está arrugando la piel de tanto estar su madre.
con él en el agua! —se quejaba Clemencia. Clemencia, cuando lo veía asomar la cabeza
—¡Y yo no dejo nunca de estar resfriado! entre las olas, le gritaba desde la ventana de su
—agregaba el padre, que muchas veces en la no- casa en la playa:
che tenía que tirarse al agua para i r a ver a su hijo —¡Hijo, no te alejes! ¡Cuidado con los pulpos!
cuando este sacaba la cabeza del agua y lloraba. ¡No te vayas m u y al fondo!
U n día decidieron consultar al mejor médico Lentamente, y a medida que crecía, Delfín co-
especialista en trasplantes para saber si podría menzó a hablar. A l principio lo hacía entrecorta-
operar a Delfín y ponerle pulmones de hombre. damente, como u n tartamudo, porque no podía
—¡Imposible! —les dijo el doctor—. ¡No se estar mucho rato con la cabeza fuera del agua.
puede poner pulmones a alguien que no los ha Pero poco a poco aprendió a contener la respira-
tenido nunca! ción y a estar más tiempo al aire en la playa, igual
Entonces, sin más esperanzas, Carlos y Cle- que los buceadores que aguantan mucho rato
mencia decidieron irse a v i v i r al lado del mar, a debajo del agua. Claro que a veces se interesaba
una casa en la playa. mucho en una conversación, se le pasaba el tiem-
Llevaron todos sus muebles y ropas en u n ca- po y comenzaba a ponerse morado. Entonces, su
mión, y en otro, que tenía u n gran estanque de padre tenía que tomarlo de la mano y llevarlo a
agua atrás, a Delfín con sus peces de colores. A l toda carrera hasta el agua.
llegar, los echaron al mar, m u y asustados de que a — ¡ N o vuelvas nunca más a hacer esta gracia!
Delfín no le conviniera el agua salada, pero a este, —le decía Carlos, retándolo, mientras Delfín
igual que a los salmones, le gustó tanto esa agua desaparecía en la espuma.
como la dulce a la que estaba acostumbrado. —¿Por qué habré nacido así, m a m á ? —le pre-
La vida, entonces, cambió bastante para Del- guntaba casi todos los días a Clemencia—. ¿Por
fín: tenía u n enorme espacio para nadar; el mar qué soy distinto a todos los hombres?
estaba lleno de peces con los que se entretenía y Y su madre, que no quería contarle a Delfín
recogía conchas del fondo, que luego regalaba a de la maldición de la sirena para que este no le

84 85
echara la culpa a ella, le contestaba siempre: por la orilla del mar, Clemencia notó que Delfín
—¡Ay, hijo!, porque Dios lo permitió, porque estaba más animado que de costumbre.
Dios lo permitió... — M e alegra verte tan contento, h i j o —le dijo
Cuando Delfín se convirtió en u n joven gran- mientras braceaba.
de y buenmozo, lo único que quería era estar más —Mamá... es que... ¡creo que estoy enamorado!
y más tiempo fuera del agua. Muchas veces salía — ¿ E n a m o r a d o ? — d i j o Clemencia y de la
del mar y llegaba corriendo hasta la casa de sus impresión casi se hunde.
padres, donde se sentaba en el living imaginán- —Sí, m a m á , estoy terriblemente enamorado...
dose que era como todos los humanos. — ¿ C ó m o ? ¿De quién? —le gritó ella, angus-
— M e aburro con los peces, m a m á , ¡son tan si- tiada, pensando que se había enamorado de algu-
lenciosos! —le decía a Clemencia. na corvina.
Para poder conversar más rato con sus padres —Ya hemos conversado tres veces...
y respirar sin dificultad tenía u n gran recipiente —¿Conversado? ¿Dónde? ¿ C ó m o ? Y...¿quién
con agua al lado de su sillón, y cada dos o tres es ella? — l o atiborró de preguntas Clemencia.
minutos metía en él la cabeza. También había —Es esa muchacha rubia que se pasea en las
descubierto que los días de lluvia podía perma- tardes por la playa... ¡Se llama Estela!
necer más tiempo al aire libre, fuera del mar. Le —¡Uffff! —respiró la madre, aliviada al sa-
bastaba con bajar la cara y dejar correr la lluvia ber que a su hijo le gustaba una mujer y no u n
por las aletas detrás de sus orejas para oxigenarse. pez. Pero inmediatamente se dio cuenta de que el
Pero la verdad es que Delfín era u n joven triste. asunto era terrible para Delfín.
—¡Nunca podré tener amigos, n i en la tierra — ¿ Y ella... sabe cómo eres tú? —le pregun-
n i en el mar! —se decía apesadumbrado. tó suavemente.
Carlos y Clemencia se entristecían al oírlo. —No, mamá... Hemos conversado m u y poco,
—¿Qué será de él cuando nosotros le falte- porque a mí con los nervios de estar junto a ella
mos? —se preguntaban acongojados. se me acaba la respiración m u y luego, y tengo
Mas una mañana en que madre e hijo nadaban que correr al agua...

86 87
Clemencia no supo qué contestarle y siguie- Estela, efectivamente, iba con u n paraguas en una
ron nadando en silencio, aunque ella quedó tre- mano, mientras daba la otra a Delfín. Este iba a
mendamente preocupada. su lado a cabeza descubierta y siempre en traje de
Por su parte, Estela, la joven que Delfín ama- baño. E l joven estaba enfermo de amor por Este-
ba, estaba muy intrigada. la, pero no se atrevía a contarle su secreto. Ella
—-Conocí a u n tipo fantástico —le contaba a lo encontraba raro y excéntrico a más no poder,
una amiga. Creo que me enamoré al verlo, pero... pero también se había enamorado perdidamente.
¡es muy raro Un día Clemencia llamó a Delfín desde la ori-
—¿Por qué m u y raro? —le preguntó la ami- lla y cuando este apareció le dijo:
ga, curiosa. —¡Esto no puede ser! ¡No puedes engañar así
— N o sé... Anda todo el día en traje de baño a esa niña, hijo! ¡Tienes que contarle la verdad!
metiéndose y saliendo del agua sin parar. Con- — M a m á , no querrá saber más de mí... ¡Y yo no
versa dos o tres minutos y ¡pum!, corre y se lanza podría v i v i r n i u n solo día sin verla!
al mar. No está nunca tranquilo... Clemencia, con el corazón destrozado, tomó
—¿Será hiperquinético? —le dijo la amiga. una determinación: ella iría a hablar con Estela.
—No, tonta, no es eso. Lo que me extraña es No estaba bien engañar así a una pobre mucha-
que siempre está en la playa al borde del mar, i n - cha... La abordó una tarde en la playa y, haciendo
cluso cuando está lloviendo. Y ahora que lo pien- un gran esfuerzo, le contó toda la historia de su
so, cuando llueve es cuando más lo veo... hijo nacido pez, aunque sin mencionarle tampo-
—¡Ja! ¡Ja! —se rio la otra n i ñ a — , ¡tendrás que co a ella la maldición de la Sirena Reina.
pololear con u n paraguas! Estela la escuchó en silencio y luego se puso a
Pero a Estela no le hizo ninguna gracia la bro- llorar a mares. A Clemencia se le paralizó el alma.
ma y siguió callada y pensativa. "Dios mío. Dios m í o . . . —pensaba—, no que-
Pasaron los días y Delfín y Estela conversaban rrá ver más a m i hijo... ¡Dios mío! ¡Dios mío!
cada vez u n poquito más. Cuando llovía sus pa- ¿Por qué se lo habré dicho?".
seos eran más largos y llegó u n momento en que Pero se equivocaba. Estela, después de llorar

88 89
unos veinte minutos, levantó la cabeza y le dijo: gía en busca de peces. A veces se encontraban con
—Yo lo amo. Y me casaré con él, sea hombre otros yates, cuyos tripulantes al verla a ella sola
o pez... manejando el timón le gritaban:
Las dos mujeres se abrazaron. Luego, Estela se — ¡ E h ! ¿Quieres compañía?
fue a poner u n traje de baño y se lanzó corriendo —No, gracias..., tengo a m i marido y me basta
al agua. —contestaba ella.
—¡Delfín! ¡Delfín! A m o r mío, ¿dónde estás? Delfín, entonces, oyendo esas conversaciones,
¡Delfín! A m o r mío, ¡lo sé todo! ¿Por qué no me subía rápidamente al yate conteniendo la respi-
lo dijiste antes? ¡Cómo habrás sufrido todo este ración y se quedaba al lado de Estela hasta que el
tiempo! —gritaba Estela. otro barco se alejaba.
Apareció, entonces, Delfín entre dos olas. Y Durante las tardes calmas en alta mar, Estela
ambos se besaron llorando de alegría y decidie- se apoyaba en la baranda a mirar la puesta de sol
ron fijar fecha para la boda. mientras Delfín bajaba a las profundidades. Su-
Luego salieron del agua a contarles a Carlos y bía luego cargado de regalos para ella: u n día una
a Clemencia. Delfín, que ya no necesitaba disi- ostra con perla, otro día u n coral rojo, otro algu-
mular más ante Estela, pudo respirar delante de na estrella de mar de brillantes colores, cosas to-
ella metiendo la cabeza en u n gran recipiente de das con las que ella se adornaba. A veces nadaban
agua. De esta manera celebraron el compromiso juntos si el tiempo estaba bueno. Los días m u y
junto con los padres durante casi toda la noche. fríos, desde la distancia se contemplaban.
Carlos los felicitó diciéndoles: Y de esta manera, la vida transcurría para
—De regalo de bodas les daré u n yate. Podrán ellos con tranquilidad y calma. Eran todo lo feli-
v i v i r todo el tiempo en el mar y todo les será más ces que podían ser viviendo ella arriba del barco
fácil... y él en el agua.
Así fue como Delfín y Estela se casaron y par- Pero u n día se desencadenó una horrible tor-
tieron a v i v i r navegando por los mares. Ella ba- menta. Los truenos rugían, las olas con el viento
rría la cubierta cantando, mientras él se sumer- bramaban, y levantaban el yate m u y alto sobre

90 91
sus crestas espumosas para lanzarlo luego con Adivinando su tristeza, Delfín la consoló:
toda su furia hacia u n negro abismo de aguas. — N o te inquietes. Construiré uno mejor, al
Tan mala se puso la cosa que Delfín, viendo des- que ninguna tormenta podrá hundir.
de el agua que la embarcación naufragaría en Y agregó:
cualquier momento, le gritó a Estela: — A h o r a trataremos de llegar a tierra. Yo te
—¡Salta al mar! ¡El yate se va a hundir! ayudaré. Creo que no estamos muy lejos.
Ella se lanzó sin pensarlo dos veces y una vez Pero con respecto a esto último, Delfín se
en el agua sintió que su marido la abrazaba su- equivocaba. Pasaron uno, dos, tres días y no avis-
jetándola por sobre las olas que trataban de su- taban tierra n i barcos. Delfín no tenía ningún
mergirla con una fuerza salvaje. Se alejaron unos problema, porque como hombre-pez que era, no
metros nadando dificultosamente y luego, al vol- necesitaba tomar agua. Mas Estela, pese a los pes-
verse para mirar, vieron que su yate era tragado cados que su esposo le traía para que se alimenta-
como una pajita por una inmensa ola. ra y que ella tenía que comerse crudos, comenzó
Después de horas y horas de furia, la tormenta a morirse de sed.
lentamente se fue calmando. A l fin, el mar quedó —Delfín..., daría cualquier cosa por tomar
convertido otra vez en una llanura apacible y el agua. Sueño con agua cada vez que me duermo,
cielo en una bóveda celeste. con jugos de naranja...
Estela en ningún momento había pasado sus- —Estela..., ten paciencia y no pienses en lo
to: siempre supo que su querido Delfín, hombre imposible...
pez, estaba allí para protegerla. Mientras las olas Pero la joven estaba exhausta. Su piel tenía
se agitaban, él la había sostenido sobre ellas con el color de u n camarón, tostado; su cara apenas
más fuerza y seguridad que el mejor flotador. dejaba aparecer los ojos, tan hinchada estaba. Le
Pero ahora que los dos, de espaldas en el agua y daba frío en las noches y en el día se asaba. Del-
con los ojos semicerrados, descansaban, Estela fín la llevaba casi todo el tiempo a horcajadas
pensaba con pena en su yate desaparecido, al que en sus hombros, nadando poderosamente. Pero
había llegado a querer como a su propia casa. cuando se sumergía a pescar o cuando descansa-

92 93
ba, Estela tenía que ponerse a flotar y la sal del abajo como la montaña más alta del mundo sube
agua en su piel le ardía terriblemente y se le ha- hacia el cielo. Bajó y bajó por las aguas que se en-
cía insoportable. negrecían y helaban, hasta que, a tientas, como
— ¡ O h , Delfín querido! —se quejaba—. No u n ciego, llegó al fondo del mar. Allí había me-
resisto más. ¡Odio el mar, odio las olas, odio estar nos luz que en la más oscura de las noches de la
empapada! M i cuerpo está entumecido, m i piel tierra. Palpó con sus manos la arena y las rocas
arde, tengo la garganta seca como u n desierto. ¡Yo desnudas. Buscó y buscó. De pronto, en el hueco
no puedo, como tú, v i v i r en el agua! de una piedra, sintió algo que le pareció una gran
—Estela... ¡querida!, aguanta u n poco. Ya lue- ostra. La cogió rápidamente y comenzó a subir
go encontraremos u n barco o llegaremos a algu- con ella hasta la superficie. Iba llegando ya a la
na playa... luz de arriba, cuando vio a Estela que, desmaya-
Transcurrido otro día más, la joven creyó que da, venía hundiéndose. Desesperado, la tomó en
se moría: sus brazos y, pataleando con todas sus fuerzas, la
—Agua..., agua..., Delfín..., ¿no ves que me es- subió con gran dificultad hasta sacarle la cabeza
toy muriendo? —le dijo, con u n h i l i l l o de voz y fuera del agua. Ella entonces respiró profunda-
los labios todos partidos. mente, abrió apenas los ojos y susurró:
— A m o r mío..., bajaré hasta el fondo del mar —Agua..., Delfín, agua...
y te traeré unos mariscos llenos de jugo. ¡Cómo La angustia de Delfín no tenía límites. Estela
no se me había ocurrido antes! Mientras tanto, se moría... ¡y era por su culpa!
por favor... ¡aguanta!, ¡aguanta! — N o te mueras, Estela, te traje agua —le dijo,
Y dejándola flotando sobre el mar, Delfín se su- y tomando del bolsillo de su traje de baño lo que
mergió en las profundidades oceánicas dispuesto había traído desde el fondo del mar, se aprontó a
a bajar miles de metros y pelearse con pulpos, pe- abrirlo con u n cuchillo, pero... ¡horror de horro-
ces espadas o tiburones, con tal de encontrar al- res! ¡A la luz del sol, lo que había creído u n ma-
gún marisco jugoso para su mujer, que se moría. risco al palparlo abajo, resultaba ser u n pequeño
Pero allí el mar era m u y hondo. Tan hondo hacia y viejísimo frasco de vidrio! ¡Una basura tirada

94 95
de u n barco! —¡Querida mía, te tengo entre mis brazos!
Delfín, ahora, estaba absolutamente desespe- ¡No te puedes ahogar, estás con la cabeza fuera
rado. Levantó u n brazo para arrojar lejos el fras- del agua!
co, cuando Estela dio u n débil grito: — M e ahogo, no puedo respirar, me muero,
—¡No, Delfín, no lo tires...! ¡Tiene agua! ayyyy... — g i m i ó Estela. Y con u n brusco movi-
Efectivamente, el frasco todo manchado y ra- miento de desesperación, se soltó de los brazos de
yado estaba lleno de u n líquido transparente. su marido y cayó de bruces al mar, hundiéndose
—¡Será agua de mar! — d i j o Delfín, desconso- por completo.
lado—. ¡Pero la probaré de todas maneras! Es el —¡Estela! —gritó él, enloquecido. Y se sumer-
último recurso que nos queda... gió tras ella.
Y abriendo el frasco con mucho esfuerzo, por- Lo que vio Delfín entonces no lo olvidó en to-
que la tapa estaba m u y apretada, se lo puso entre dos los días de su existencia: Estela había recupe-
los labios, mojándose con el líquido la punta de rado la vida bajo el agua y venía nadando hacia
la lengua. él como u n pez. E l color rosado había vuelto a
— ¡ E s agua dulce, Estela, es agua dulce! — g r i - sus mejillas, el b r i l l o a sus ojos, la risa a sus labios.
tó, maravillado. No podía creer lo que veía: ¡era como u n milagro!
Entonces, levantando u n poco la cabeza de su Una vez a su lado, ella lo abrazó, y le dijo
mujer, que flotaba de espaldas a su lado, le dio de al oído:
beber u n trago y luego se la quedó mirando. Ella — A m o r mío..., ¡respiro!; ahora respiro debajo
movió los párpados y sonrió, como aliviada. Pero del agua...
u n instante después comenzó a ponerse celeste, Justo en ese momento pasó al lado de ellos la
azul, morada... Reina de las Sirenas. Estaba muy vieja y m u y ca-
—¡Se muere! —gritó Delfín, con una voz des- nosa, pero ya se le había pasado el ataque de rabia
garrada—. ¡Qué veneno le he dado...! contra la madre de Delfín.
—¡Delfín,Delfín! ¡Me ahogo! — h a b l ó Estela, —Bebiste el elíxir de las sirenas —dijo,
con la voz entrecortada. dirigiéndose a Estela. Y luego refunfuñó—: Lo

96 97
que no me explico es cómo el Rey Tritón llegó
a llenar el frasco... ¡Con lo escaso que está! — Y
dando u n suspiro se fue nadando lentamente a
coletazos cortos.
Delfín y Estela, ahora ambos habitantes del
mar, volvieron lo más rápido que pudieron a la
tierra lejana donde estaban sus padres. Carlos y
Clemencia lloraron de alegría al saber que al fin
su hijo tenía una pareja de verdad. Y desde ese día
fueron felices.
Los jóvenes instalaron su hogar submarino
en una gruta, allí donde rompe la ola grande,
al frente de la playa en la que se conocieron. Y
guardaron con infinito cuidado el frasco con el
líquido encantado en u n cofre de nácar, bajo u n
colchón de algas. Algún día tendrían hijos con
branquias, y si alguno de ellos se enamoraba
—igual que Delfín— de una jovencita o de u n
joven en la orilla de la playa, el elíxir de las sire-
nas haría de nuevo milagros.

98
H A B Í A U N A VEZ, E N E L FONDO D E L MAR, una
familia de peces que era m u y feliz. M a m á Pez
nadaba oronda mientras sus numerosos hijos
jugueteaban, se alimentaban y crecían entre las
algas y los corales. Todo transcurría en perfecta
calma y tranquilidad, hasta el instante en que el
más pequeño de los peces dijo a su madre:
—Mamá..., ¡tengo sed!
— ¿ S e d ? —contestó la señora Pez, consterna-
da—. ¡Eso es algo que no conocemos nosotros
los peces!
—Tengo sed, m a m á , una sed terrible... Daría
cualquier cosa por beber u n poco de agua dulce.
— ¿ A g u a dulce? — d i j o la señora Pez, sin sa-
ber mucho lo que era eso—. ¡Déjate de decir
tonterías, hijo mío, mejor harías cuidándote del
pulpo! — Y molesta, le dio u n coletazo.
Pero el pececito seguía con sed. Y tan obsesio-
nado estaba con su deseo de beber que dejó de j u -
gar con sus hermanos, dejó de comer y comenzó
a vagar sin rumbo fijo a través de las aguas. Una o
dos veces, el pulpo, que lo vio solo, llegó a rozarlo
con uno de sus ocho tentáculos. Mas el pececito
siguió nadando y nadando, hasta que u n día lle-
gó al borde del mar donde, envuelto por una ola,
fue arrojado sobre la arena de la playa.

103
—¿Dónele estoy? —se dijo, aturdido—. ¿Y — S í —contestó—. Y ustedes, ¿quiénes son?
dónde quedó el agua del mar? ¿Y esa luz tan — ¡ C ó m o que quiénes somos! Tus hermanas,
fuerte que me ciega?... ¡Uy!... No puedo respi- pues...
rar. .., me estoy ahogando..., me voy a morir... —Pero si mis hermanos quedaron en el fondo
Y el pececito tembló, se estremeció y comen- del mar. ¡Yo soy u n pez!
zó a sentir una rigidez que le endurecía todas — E s t á s completamente chiflada —le contes-
sus escamas. taron—. ¿No ves que eres igual a nosotras, una
—¡Ay!, es la rigidez de los muertos... — g i m i ó . tortuga de carne y caparazón? ¿O quieres hacer-
Pero pasaban los segundos y pasaban los m i - te la graciosa?
nutos, y él seguía respirando, seguía tiritando E l pescadito se miró en el agua y se dio cuen-
y no se moría. De repente sintió u n cosquilleo ta, estupefacto, de que era en verdad una tortuga.
extraño. Se miró y vio que dos pequeñas patitas Desde entonces comenzó a v i v i r su nueva vida
asomaban como por encanto en ambos costados en la tierra, a calentarse al sol sobre las piedras, a
de su vientre: en u n dos por tres se encontró de comer hierbas y hojas. Por u n tiempo fue feliz y
pie. Y entonces, lenta, muy lentamente, comenzó bebió mucha agua.
a caminar. Pero u n día en que caminaba con otras tortu-
Se demoró mucho en avanzar ("qué lentitud gas en busca de u n buen lugar donde pasar el i n -
—pensaba—, en el mar todo era mucho más rá- vierno, comenzó a desesperarse.
pido"...) y, después de una larga caminata y cuan- — Q u é atroz es esto de caminar tan tan len-
do ya no daba más de sed, vio agua: u n agua dulce, to. .. ¿No les dan ganas, a veces, de correr o de sal-
fresca y cristalina que manaba de una vertiente y tar? —preguntó a sus hermanas.
corría por entre las piedras. Empezó a beber y be- —¿Saltar? ¡Qué tonteras andas diciendo!
bió muchísimo, con u n placer inmenso. Cuando —le contestaron—. ¡Las tortugas no saltan!
ya no pudo más, levantó la cabeza y vio que al- —¡Para mí no son tonteras! —alegó con furia.
rededor suyo había varios animalitos mirándolo. Y diciendo esto, hizo u n gran esfuerzo y trató de
—¡Vaya sed! —le dijeron. saltar. Pero todo lo que logró fue darse una vuelta

104 105
y quedar patas arriba. que su caparazón había desaparecido, sus patas
— ¿ N o querías saltar? ¡Ja! ¡Ja! —se rieron las habían crecido y tenía el cuerpo cubierto de pe-
otras—. Da ahora otro salto y ponte de pie; lo los. Ya no era más una tortuga y de u n salto se
que es nosotras, tenemos mucho que caminar... puso de pie.
¡Adiós! ¡De u n salto! ¡Qué maravilla! Ya no caminaría
E l pececito, que ahora era una tortuguita, no más como una tortuga, tan leeentaaaameeeente.
podía más de rabia. Se movía y movía furiosa, Su vida cambiaría para siempre.
balanceándose sobre su caparazón de u n lado a Se subió a u n árbol y comenzó a brincar de
otro, tratando de enderezarse. Pero no había caso. rama en rama. Allí encontró animalitos iguales
Por mucho que agitaba sus patitas, seguía de es- a él y, luego de discretas averiguaciones, supo que
paldas en el suelo. él era ahora u n mono.
— ¿ Y qué voy a hacer ahora? —pensó asusta- Saltando, brincando y comiendo plátanos
da—. Me voy a m o r i r de hambre y de frío aquí, todo el día vivió feliz con sus hermanos monos
dada vuelta... durante meses. Pero una tarde en que estaba so-
Pasaron muchas horas, llegó la noche, llegó el bre la copa de u n árbol altísimo, miró hacia aba-
frío de la aurora y la tortuguita seguía patalean- jo y comenzó a sentirse mal.
do. De pronto comenzó a sentir que su caparazón — ¡ U y ! Qué miedo estar aquí tan arriba, todo
se ablandaba y que u n cosquilleo muy raro le re- se me da vueltas... ¡Creo que me voy a caer! ¡Ami-
corría todo el cuerpo. gos, ayúdenme! ¡Ayúdenme a bajar...!
— A h o r a sí que me muero —se d i j o — . Me es- Pero los otros monos, en vez de ayudarlo, co-
toy deshaciendo... ¡esto es el final! menzaron a burlarse de él y a gritarle: ¡Cobar-
Y cerró los ojos, dispuesta a morirse. de! ¡Cobarde! ¿Dónde se ha visto u n mono con
Pero el final no llegaba. Y si bien sentía escalo- vértigo? ¡Cobarde! Y él, en la cima del árbol, es-
fríos, tirones y cosquilieos extrañísimos en todo taba cada vez más asustado. Se quedó pegado al
su cuerpo, seguía viva y respirando. tronco, con los ojos cerrados, mientras los otros
Cuando salió el sol, la tortuguita se m i r ó y vio le lanzaban todo tipo de proyectiles: cascaras de

106 107
plátano, ramas y cuescos. Pasó u n tiempo largo tan largo y tan frío!
aguantando la lluvia de golpes, hasta que los mo- No pasó mucho tiempo antes de que se encon-
nos, cansados de burlarse de él, se fueron. Pero él trara con otras serpientes y supiera así, por ellas,
siguió arriba sin atreverse a abrir los ojos, aferra- quién era él ahora. Y gozando de la seguridad
do al árbol, tieso de miedo. que le daba el suelo, comiendo huevos de pájaro
—Nunca más me subiré a u n árbol —se de- y ratones de campo, vivió contenta y sin vérti-
cía—, nunca más... Quisiera vivir pegado al suelo go su nueva vida de serpiente durante muchísi-
el resto de m i vida... ¿ C ó m o voy a bajar de aquí? mos días.
¿ C ó m o voy a llegar vivo al suelo? Mas u n día estornudó.
Cayó la noche y el monito comenzó a aflojar. —Eso es alergia al polvo — d i j o u n escarabajo
Brazos y piernas ya no tenían más fuerzas para que por ahí pasaba.
sostenerlo en la copa del árbol. Creyó en ese mo- Y la serpiente siguió estornudando y estornu-
mento que su última hora había llegado. dando. E l contacto con el suelo, con la tierra y
Pero, entonces, cuando sus miembros se solta- con el polvo llegó a desesperarla. Dejó de reptar
ban y él ya se caía, comenzó a sentir —como las y de arrastrarse. Pasaba los días y las noches su-
veces anteriores— u n cosquilleo y u n temblor. bida a una roca pelada, hecha u n nudo, y aun así
Su cuerpo se estremecía con tal fuerza que todo estornudaba. Dejó de alimentarse. Tenía los ojos
el follaje del árbol se movía como empujado por rojos y la nariz hinchada. Era el hazmerreír de
el viento. Los pelos de sus patas y manos se caían, las otras serpientes que pasaban al lado suyo bur-
el cuerpo entero se le transformaba. Se convirtió lándose con sus silbidos.
al fin en u n ser largo largo, sin manos n i patas, — N o es vida v i v i r arrastrándose por el pol-
que se deslizó enroscado por el tronco del árbol vo... ¡Qué asco! ¡Qué tormento! —se lamentaba.
hasta el suelo. Debilitada por la falta de comida y desmorali-
—Por lo menos ya no me podré caer —fue lo zada, a más no poder, se echó a morir.
primero que se dijo mientras reptaba—. ¿Quién Pero entonces la sacudió u n escalofrío que la
seré ahora? ¡Qué r a r o m e siento en este cuerpo recorría de cabeza a cola. Tanto tiritaba que daba

108 109
grandes saltos, y en uno de ellos se cayó de la mundo. ¡Qué ridículos son mis saltos compara-
roca... ¡horror!, al suelo, sobre el polvo y la tierra. dos con ese vuelo! ¿Y si tratara de volar? Yo lle-
Estornudó, se retorció, se estremeció y su cuerpo garía tal vez más alto que todos los pájaros del
empezó —una vez m á s — a cambiar de forma. mundo...
Cayeron sus escamas y en su lugar le crecieron Entonces, sin más, se lanzó por la ventana des-
pelos largos y brillantes, unos bigotes enormes y de el tercer piso de la casa.
una sedosa cola. Y cuando cuatro patas termina- —¡Ayy! —gritó la vieja dama—. ¿Qué has
das en garras la levantaron del suelo, sobre ellas hecho, gatito? Te vas a estrellar en el suelo..., ¡qué
salió corriendo a toda carrera, alejándose de ese espanto!, ¡morirás! — Y bajó corriendo las esca-
lugar polvoriento. leras hasta salir a la calle.
Atravesó el bosque y llegó a una ciudad donde Pero el gatito... ya no era u n gato, por lo que la
ya no había tierra en el suelo, sino baldosas y ce- viejita, n i vivo n i muerto, pudo encontrarlo ja-
mento. Allí se sentó en la vereda, a limpiarse con más. A l i r cayendo le habían crecido alas, los pe-
la lengua hasta el último grano de polvo adheri- los se le habían vuelto plumas y, aligerado así su
do a sus patas. cuerpo, volaba ya lejos lejos, más allá de la ciudad
—¿Quién seré ahora? —se preguntó. y de las nubes.
— O h , ¡qué gatito tan lindo!... — d i j o una vieja —¿Quién seré ahora? —se preguntó el gato
señora que pasaba por ahí. Y se lo llevó a su casa. mientras aleteaba sintiéndose poseído por una
Vivió el gato muy l i m p i o y feliz con la viejita felicidad total.
durante u n mes. D o r m í a sobre cojines y camina- Y entonces lo alcanzó una bandada de golon-
ba por alfombras. Lejos habían quedado el polvo drinas, rodeándolo, y como ninguna lo miró si-
y los estornudos de cuando era serpiente y todo quiera, él se dio cuenta de que ahora era una de
fue perfecto, hasta u n día en que, asomado a la ellas. Voló con las golondrinas de u n país a otro
ventana, vio a u n pájaro que pasaba volando. siguiendo la primavera. Lejos había quedado el
— ¡ O h , qué maravilla! —se dijo el gato—, tiempo en que era gato, o el tiempo en que era
si yo pudiera volar así sería el ser más feliz del serpiente, o el tiempo en que era mono, o el tiem-

110 111
po en que era tortuga, o el tiempo en que era pez. le pesaban menos y menos. Se miró y no se vio
Hasta que llegó una tarde en que el pescadito, el cuerpo.
que ahora era golondrina, se quedó mirando las "¿Y qué es esto ahora?", pensó. En ese mo-
estrellas que comenzaban a aparecer en lo alto. mento oyó u n coro de voces que parecía venir
— E s t á s volando muy lento, ya cae la noche de una altura mayor que la de las estrellas y que
y todavía tenemos que encontrar u n lugar don- lo llamaba:
s y

de dormir. Te quedarás atrás —le dijeron las —"¡Angel! ¡Angel! ¡Ven acá! ¡Sube! ¡Sube!".
otras golondrinas. Más rápido que la luz subió, pasó la luna, el
—Es que no puedo dejar de mirar hacia arri- sol, y llegó donde u n millón de ángeles radiantes
ba y de pensar en lo que habrá detrás de las estre- como él que volaban de estrella en estrella.
llas. Volamos tan bajo... Y como uno más de ellos, con u n cuerpo de
—Tan arriba no se puede llegar. Olvídate de luz pura, vivió lejos de la tierra durante u n tiem-
las estrellas y no te quedes rezagada. Sola, mori- po que no se puede contar en días n i en noches
rás... n i en años.
— N o puedo seguir... Tengo que subir. Esta — A h o r a sí que me quedaré tal cual soy —se
misma noche tengo que subir y alcanzar las es- dijo el ángel—. ¿Qué más podría ya desear?
trellas... Pero una vez más se equivocaba. Porque llegó
Y, dejando abajo a sus hermanas, remontó por u n día en que experimentó u n vacío tremendo
los aires, cruzó las nubes y siguió subiendo, has- en el estómago y, sintiéndose m u y débil, comen-
ta que sus alas ya no tuvieron aire que batir y zó a quejarse...
la oscuridad la envolvió por completo. Entonces —Pero ¿qué te pasa? —le preguntaron los
comenzó a perder altura y a caer. otros ángeles—. Tu luminosidad se está apagan-
Caía y caía vertiginosamente. Había descen- do y te estás poniendo muy pálido...
dido tanto que estaba ya por estrellarse contra —¡Ay!..., es que me siento tan mal..., tengo
u n picacho, cuando u n escalofrío la estremeció. como u n hueco en la barriga, creo que... tengo
Sintió que su cuerpo se alivianaba y que sus alas hambre. Sí, hambre..., hambre es lo que tengo.

112 113

i
— C ó m o . . . ¿un ángel con hambre? Si nosotros que estar.
no tenemos estómago..., eso no nos puede suce- Los ángeles tomaron, entonces, al desvaneci-
der... do, descendieron con él y lo depositaron en la
Pero a estas alturas, el ángel, de tanta hambre, plaza de una bella ciudad.
ya se había desmayado. Se despertó tendido en el pasto, a la sombra de
Los otros, entonces, turbados a más no po- u n árbol. A su lado, una joven preciosa lo miraba
der, lo tomaron en sus brazos y corrieron hacia comiendo una manzana.
San Pedro. — ¿ Y quién seré esta vez? —se preguntó en
—Señor... ¡Parece que este ángel se voz alta, mientras examinaba su nuevo cuerpo.
ha enfermado! — ¡ C ó m o ! ¿Que quién eres? —le contestó la
San Pedro lo miró, se rascó la barba, lo volvió joven riéndose—. T ú eres Juan... m i novio, y has
a mirar, se rascó la cabeza y les habló: dormido una larga siesta.
— L o que pasa es que desde el comienzo aquí —Tengo u n hambre terrible —le dijo Juan.
hubo u n error, porque resulta que este ángel no —Toma esta manzana y vamos. Ya es tarde
es ángel... —contestó la joven.
— ¿ C ó m o que no es ángel? Y Juan partió con ella mordiendo la manzana,
—No, no lo es. En realidad, toda su vida ha feliz, olvidado ya de su sueño.
sido una equivocación. E l tampoco fue pez, n i Llegaron junto a la fuente de la plaza. Unos
tortuga, n i mono, n i serpiente, n i gato, n i golon- peces rojos, con aletas azules y verdes, nadaban
drina... en sus aguas transparentes. Juan se los quedó m i -
— ¿ Y qué es entonces? —le preguntaron los rando extasiado y dijo de pronto a su novia:
otros, asombrados. —¡Qué maravilla! ¡Qué ganas me dan de ser
— E n verdad, él ha sido siempre, es y será... u n pez... ¡Míralos como nadan!
u n hombre. Sí, u n hombre. Porque solamente — S í —le contestó ella—, pero imagínate que
u n hombre puede v i v i r deseando ser algo distin- una vez vuelto pez y sumergido en el agua te die-
to a lo que es. Y ahora... llévenlo adonde tiene ra... ¡sed!..., ¿qué harías?

114 115
U N A TARDE EN QUE DEMETRIO se entretenía a
solas en el bosque cercano a su pueblo buscando
nidos de pájaros e insectos raros, se fue internan-
do en la espesura más de la cuenta. Cuando el sol
pareció perderse en el follaje y sus rayos apenas
llegaban hasta el suelo negro de hojas, Demetrio
miró la penumbra que lo rodeaba y descubrió
que se había perdido. Pero como era u n m u -
chacho seguro de sí y orgulloso, no se asustó en
absoluto; en cambio, sintió sed. Echó mano, en-
tonces, a la cantimplora de plástico que llevaba
colgada del cinturón: para su sorpresa, la halló
completamente vacía. La examinó por todos la-
dos hasta que descubrió una grieta por donde el
agua se había escurrido gota a gota sin que él se
diera cuenta.
La sed de Demetrio, ahora que no podía sa-
ciarla, aumentó en forma violenta. Pero en vez
de tratar de volver al pueblo, el muchacho siguió
adentrándose en el bosque, pues creyó oír —no
lejos de donde estaba— u n sonido de agua que
corría. A cada paso que daba, más claro escuchaba
el ruido inconfundible y maravilloso de u n arro-
yo y más crecía su sed. Pero los árboles gruesos y
tupidos no querían dejarlo avanzar, y cruzaban
ante él una infinidad de ramas y asomaban enor-

119
mes raíces con las que frecuentemente tropezaba. el regreso a su casa: los árboles habían logra-
Sin embargo, la obstinación del muchacho fue do amedrentarlo.
mayor que los obstáculos que el bosque ponía en E l camino de vuelta le pareció despejado. Ya
su camino. Así, luego de mucho esforzarse, de no tropezaba a cada paso en las raíces, n i las ra-
caer una y otra vez, de rasmillarse rostro, piernas mas se cruzaban frente a él como para detenerlo.
y manos logró al fin apagar su sed. Había llegado Pese a esto, sentía una extraña sensación: habría
a una vertiente cantarína que llenaba una gran jurado que lo estaban siguiendo. Armándose de
fuente con el agua más fresca y exquisita que De- valor, de tanto en tanto se volvía para comprobar,
metrio había probado en su vida. con alivio, que detrás suyo solo había árboles y
Después de beber hasta hartarse, se puso a ju- más árboles. ¡Nadie lo seguía!
guetear, en cuclillas, al borde de la fuente. H u n - Buscando y buscando su camino llegó, cuan-
día sus brazos en el agua, sacaba guijarros del do ya anochecía, al linde del bosque; dio u n sus-
fondo y los lanzaba para que rebotaran en la su- piro muy hondo y salió a la pradera. Pero enton-
perficie líquida. ces escuchó u n estruendo a sus espaldas, como el
De repente, algo lo hizo quedarse inmóvil. de ramas y troncos que se estuvieran quebrando.
En las sombras y en el silencio del atardecer Se volvió, sobresaltado, y vio con horror que una
le pareció ver que los árboles que lo rodeaban se fila de árboles salía del bosque y caminaba tras él
estremecían, movidos por u n fuerte viento. ¡Pero por la pradera. Traqueteaban moviendo sus raí-
no soplaba n i una brisa! Algo rozó su nuca y De- ces como si fueran piernas retorcidas y se bam-
metrio, aunque no era asustadizo, sintió que su boleaban igual que gigantes borrachos.
corazón daba u n vuelco. Se dio vuelta y vio que Demetrio, loco de miedo, se puso a correr a
una rama de hojas negras se balanceaba, amena- todo lo que daban sus piernas, pero su preci-
zante como u n sable, sobre su cabeza. pitación fue tal que tropezó y cayó de boca al
E l muchacho llenó rápidamente su cantim- suelo. La cantimplora que llevaba colgada del
plora en la fuente, olvidando que estaba rota, cinturón saltó, se estrelló contra una piedra y,
y se levantó para emprender inmediatamente partida en dos, derramó el poco de agua que le

120 121
quedaba. Medio atontado, el muchacho sintió parar. Llegó por u n sendero al camino de tierra
temblar el suelo con el peso de los árboles que se y por este a la callejuela iluminada donde vivía.
acercaban. Se puso en pie y, despavorido, siguió Entró a su casa como una tromba. Su madre, que
su loca carrera. estaba preparando la comida, lo reprendió por
Corrió y corrió por el campo abierto. Cuando su tardanza.
ya no daba más de tan cansado, oyó relinchar a — M a m á , ¡no sabes lo que me ha pasado!
u n caballo y ladrar de perros, y esos ruidos fami- — e x c l a m ó Demetrio, sin aliento.
liares lo tranquilizaron a tal punto que se animó Y tartamudeando como una rana, le contó
a detenerse para recuperar el aliento. A la vista a ella y a sus hermanos los detalles de su terri-
de las luces del pueblo que empezaban a encen- ble aventura.
derse igual que todos los días, Demetrio dudó De más está decir que nadie le creyó. Su madre
de lo que acababa de vivir; pensó que quizás la golpeó cariñosamente su hombro como diciendo
penumbra del anochecer y la soledad lo habían "otra vez tú y tus sueños" y sus hermanos solo se
hecho imaginar cosas extrañas. ¡Cómo se reirían burlaron de él.
de él en su casa si llegaba a contar que una hilera —¡Arboles que caminan! ¿No te fijaste si te-
de árboles lo perseguía! nían también colmillos y cuernos?
Volvió la cabeza y miró hacia atrás para con- — ¿ N o serían brujas harapientas?
vencerse de que había delirado, pero lo que vio — ¿ O dragones con plumas?
hizo que sus piernas temblaran y que u n esca- La llegada del padre, a quien todos tenían m u -
lofrío recorriera su espalda: u n grupo de árboles cho respeto, cortó de golpe las burlas y Demetrio
enormes y oscuros había hincado sus raíces en la se fue a la cama, herido en su vanidad y todavía
pradera, justo en el lugar donde se había caído y m u y asustado.
su cantimplora había derramado el poco de agua. A la mañana siguiente se levantó al alba y co-
Y estaban tan quietos como si hubieran crecido rrió a casa de su mejor amigo para contarle su
ahí desde siempre. historia. ¡El sí que creería!
Demetrio echó a correr de nuevo, ahora sin Pero se equivocaba: n i su amigo n i ningún

122 123
otro habitante del pueblo creyeron su historia. timplora y se encaminó hacia el pueblo, dejando
Y tampoco quisieron acompañarlo a la pradera a caer gotitas de agua a cada paso.
ver el lugar donde los árboles se habían detenido. Los árboles no se hicieron esperar. Como
Ganó, en cambio, fama de inventor de historias la vez pasada, una larga fila india de inmensas
locas para hacerse el interesante. encinas, robles y eucaliptos salió del bosque y
Demetrio, que como dijimos era muy orgullo- se puso a seguirlo, haciendo temblar la tierra.
so, reaccionó ante la incredulidad general y las E l joven, a su vez, temblaba de miedo, pero más
burlas y se puso furioso. Y juró que se vengaría fuertes eran las ganas que tenía de mirar al pue-
demostrando con pruebas tremendas la verdad blo atónito cuando lo vieran llegar a la cabeza
de los árboles que caminaban. de esos gigantes verdes. Atravesaron la pradera,
Así fue como tres días después, tomó la can- llegaron al camino de tierra y se dirigieron por
timplora nueva de su hermano y, sin decir nada él hacia el pueblo, que ya empezaba a iluminar-
a nadie, partió otra vez al bosque. se con sus faroles. Demetrio no dejaba de verter,
A pesar de su furia y de sus ganas de desqui- a cada paso, una gota de agua de la fuente, cal-
tarse, iba bastante asustado. ¿Qué pasaría si los culando que esta le alcanzaría hasta llegar a la
árboles lo reconocían? ¿Tratarían de aprisio- plaza. Y los árboles, como si fueran gallinas a las
narlo con sus ramas? Llegó al linde del bosque que hubiera ido atrayendo con granos de maíz, le
y tranquilizado al ver la quietud de la espesura, seguían obedientemente.
respiró hondo y se adentró decididamente. Pero al entrar al pueblo se produjo la hecatom-
Avanzó con dificultad sorteando los m i l obs- be: las raíces, gigantescas y durísimas, rompieron
táculos que la naturaleza parecía i r poniéndole, el empedrado de las calles, y los tremendos gol-
y después de muchos golpes y caídas, llegó una pes de los pasos derribaron faroles y murallas.
vez más hasta la gran fuente donde se apresuró a ¡Era peor que u n terremoto! La gente, aterrori-
llenar la cantimplora. zada, salió gritando de sus casas, pero Demetrio,
Era casi de noche cuando Demetrio, muy ignorando el desastre y feliz con su fenomenal
cansado, salió al fin del bosque. Destapó la can- demostración, seguía adelante, impertérrito. Fi-

124 125
nalmente, dio una vuelta triunfal alrededor de A l otro día, en la mañana, lo despertaron
la plaza para que los árboles se ordenaran en cír- la tenue luz del sol y una voz dulce y llorosa
culo, dejó caer la última gota de agua y se detuvo. que gemía:
Así, mientras muros, veredas y faroles parecían —¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!
haber sido bombardeados, la plaza del pueblo, Demetrio se incorporó de u n salto y m i r ó ha-
donde solo unos minutos antes se elevaban unos cia todos lados: no se veía a nadie en el claro que
pocos arbustos decaídos, quedó convertida en rodeaba la fuente. C a m i n ó unos pasos, descon-
una explanada de u n verde monumental. certado, y entonces volvió a escuchar la triste voz:
Poco le duró el triunfo al pobre Demetrio. E l —¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!
pueblo entero, enfurecido por la catástrofe, lle- Las palabras sonaban ahogadas, como si fue-
gó corriendo por las calles destruidas y llenas ran dichas tras u n velo espeso. Se acercó al borde
de escombros y se le echó encima vociferando de la fuente, miró el agua y, asombrado, vio que
e insultándolo. Querían apalearlo, encarcelarlo; en la superficie se dibujaba u n rostro de mujer,
le gritaban que se fuera para siempre; agitaban hermosísimo, con los ojos llenos de lágrimas y
palos y lanzaban piedras. E l muchacho, más ate- unos cabellos largos, tan largos que se perdían en
rrorizado ante esa gente enfurecida que ante m i l las profundidades.
árboles andantes, aprovechó la oscuridad y la Demetrio estuvo a punto de lanzarse al agua
confusión, se escurrió como una ardilla y escapó creyendo que la mujer se estaba ahogando, pero
del pueblo, huyendo hacia el bosque. Corrió, cru- pronto cayó en la cuenta de que ella flotaba sin
zó la pradera y, palpando como u n ciego, se metió esfuerzo, como una flor acuática o u n reflejo.
entre los árboles. Nunca supo cómo pudo llegar —Señora, ¿qué le pasar ;Por que llora?
a tientas hasta la fuente escondida. Y allí, bajo —balbuceó.
el negro techo del follaje, angustiado y muerto —Soy la Ninfa de la fuente —le respondió
de cansancio, se acurrucó junto a u n tronco y se ella—. Lloro porque he perdido a mis hijos. — Y
quedó profundamente dormido, arrullado por el gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y se fun-
sonido de la vertiente. dieron con las aguas azules en que flotaba.

126 127
—Señora, por favor... ¡déjeme ayudarla! pájaros pueden atravesar por lo caluroso que es.
—exclamó el joven, conmovido. E n el centro de ese desierto viven unos pobres
—¿Ayudarme tú? —gritó la Ninfa, enfureci- seres humanos que no saben lo que es la sombra
da—. ¡Por culpa tuya, por t u orgullo y vanidad de u n árbol. Si tú quisieras llevarme hasta allá
ha pasado esta desgracia! E n este mismo mo- en t u cantimplora, dejándome caer gota tras gota
mento en t u pueblo están cortando, despedazan- en el camino, para alimentar a los hijos que me
do y quemando a mis hijos los árboles. T ú los sigan, ¡crecería u n oasis en medio del desierto! ¡Y
llevaste allá para probar que no habías inventado eso sería una maravilla!
u n cuento y ahora ellos se mueren. —La voz de —¡Sí, por supuesto que lo haré! ¡Sí, lo prome-
la Ninfa se quebró, las aguas de la fuente se es- to! —se apresuró a declarar Demetrio, que esta-
tremecieron y su rostro se hundió dejando sentir ba dispuesto a hacer cualquier cosa para borrar
u n lamento desgarrador. su falta y consolar a la Ninfa.
— ¡ N o se vaya! ¡Perdón, perdón! —gritó De- — N o creas que será fácil —le previno ella—.
metrio, tremendamente arrepentido de lo que A l contrario, será una prueba terrible para t i . No
había hecho—. ¡Por favor, señora Ninfa, perdó- podrás beber una sola gota en el camino porque
neme! Haré lo que me pida para borrar m i falta, si lo hicieras, mis hijos y yo nunca llegaríamos
;lo que m e p iida!
' al lugar donde viven esos pobres hombres. Pero
Las aguas temblaron y reapareció otra vez si logras llegar, aunque no sea más que con una
el rostro de la mujer, rodeada por sus cabellos, gota al fondo de t u cantimplora, en esa gota es-
como por algas de oro. Lo quedó mirando u n taré yo entera, y de ella brotaré de nuevo, igual
rato en silencio y luego dijo: que en esta fuente. Y a m i alrededor, como aquí,
—Sí. Podrías hacer algo por mí y por mis ár- hincarán sus raíces encinas, robles y eucaliptos;
boles. Escucha: estos hijos míos que me rodean, con ellos llegarán los pájaros, las nubes y las l l u -
va no me necesitan. Son grandes, sus raíces pro- vias, y el centro de ese gran desierto se convertirá
fundas: podrán v i v i r solos. Pero más allá de este en jardín.
bosque se extiende u n gran desierto, que n i ios Sin pensarlo dos veces, Demetrio se puso a la

128 129

¡I
tarea sumergiendo su cantimplora abierta en la u n día y una noche internándose en el desierto.
fuente. Entonces vio maravillado cómo el ros- E l muchacho se moría de sed y tenía la lengua
tro de la Ninfa y su cabellera desaparecían len- convertida en u n ladrillo cocido. E l suplicio de i r
tamente a medida que el pequeño recipiente se derramando agua de su cantimplora gota a gota,
llenaba. Y cuando cerró la tapa, la fuente ya no sin poder probar una sola, era verdaderamente
tenía rostro. atroz. Los árboles que lo seguían se ponían más
Para salir del bosque, el muchacho partió en mustios a cada paso y, como ya casi no quedaba
dirección contraria a la de su pueblo. Mientras agua, pensó que morirían de sequedad y que todo
avanzaba, con la cantimplora firmemente sujeta sería en vano.
a su cinturón, le parecía oír los gemidos de los E l horizonte, adelante, no mostraba más que
árboles sobre su cabeza. ¿Sabrían que su Ninfa el desierto vacío.
madre los abandonaba? Cuando llegó al linde y — ¿ E s aquí, es aquí donde vamos a fundar el
salió al descampado, dejando atrás el m u r m u l l o oasis? —le preguntaba a cada rato a la Ninfa, y
triste de las hojas, vio extenderse ante su vista la apoyaba su oreja en la boca de la cantimplora
infinita planicie de piedras y arena que tendría para oír la respuesta.
que atravesar y el corazón se le encogió de espan- Pero la Ninfa nunca respondía. Y el sonido del
to. Pero acordándose del dolor que había causado concho de agua bailando al fondo lo enloquecía
a la Ninfa y de su promesa, respiró hondo para de sed.
darse fuerzas, dejó caer una gota de agua y em- A l caer la segunda noche de viaje, afiebrado
prendió la marcha. Detrás de él escuchó ruidos y con los pies convertidos en una miseria.
de ramas que se quebraban y de pasos que cami- Demetrio no pudo seguir andando y se tendió
naban trabajosamente por la arena. Era la m u l t i - en la arena. Se quedó dormido, con los pobres
tud de árboles que se había puesto a seguirlo, con árboles reunidos a su alrededor y apoyados unos
sus raíces ennegrecidas y sus hojas lacias, de tan contra otros para sostenerse. Y al día siguiente,
seco que era el suelo y tan caliente el aire. apenas emprendió otra vez la marcha, tropezó
Demetrio y sus gigantes marchitos caminaron y cayó al suelo, exhausto. A su espalda, unas

130 131
encinas ya convertidas en puras ramas secas, se bras de la Ninfa de la fuente y de la trágica expe-
derrumbaron también, muertas de sed. dición para traer u n bosque al desierto.
Entonces, Demetrio no pudo más y se llevó — Y ahora, sin más agua, ¡ya no hay nada que
las manos a la cantimplora. hacer! —terminó diciendo, con u n h i l o de voz.
Estaba a punto de beber el resto del agua A l escuchar el final de la historia, una tristeza
cuando oyó u n quejido. Tendido en el suelo, pues infinita invadió a la niña, y se echó a llorar des-
ya no tenía fuerzas para levantarse, giró la cabe- consoladamente. Por su culpa —pensaba— no
za y vio a una niña acurrucada en la grieta de habría ya fuente y todos esos preciosos árboles
una gran roca roja. Vestía u n traje blanco, como morirían. Por su culpa, por haberse bebido las úl-
los que usan los habitantes del desierto, su cara timas gotas de agua de la cantimplora.
estaba requemada por el sol y parecía desmaya- Se puso de pie sollozando y ayudó a Deme-
da. Demetrio, con u n enorme esfuerzo, se puso trio a incorporarse. Luego, afirmándolo por la
en cuatro patas y gateó hasta ella. Se tendió a su cintura, lo hizo caminar hacia una delgada co-
lado y al ver sus labios agrietados y sus mejillas lumna de humo que recién había aparecido en
resecas, comprendió que ella también se estaba el horizonte.
muriendo de sed y sin pensarlo u n segundo le — N o desesperes —decía la niña, entre sollo-
dio a beber las últimas gotas de agua. zos—. Por lo menos a t i te salvaré.
Como si hubiera tomado u n jugo mágico, la Avanzaron así, ella sosteniéndolo a él, vaci-
niña se reanimó de inmediato. Abrió unos enor- lando bajo el sol del desierto. Pero no habían ca-
mes ojos oscuros y preguntó: minado cien pasos cuando tras ellos oyeron u n
—¿Qué es eso? — y señaló, asustada, los gran- trueno retumbar. Ambos se volvieron, y ante su
des árboles que se bamboleaban detrás del joven. sorpresa vieron que los árboles resecos, en vez de
E l muchacho, moribundo de fatiga y de sed, quedarse a m o r i r allí donde estaban, seguían el
apenas si podía hablar. Pero animado por la ma- rastro de lágrimas que dejaba el llanto de la niña.
ravillosa mejoría de la niña y sacando fuerzas de Y cuando llegaron hasta el campamento de
no se sabe dónde, logró contarle en pocas pala- los hombres del desierto con una m u l t i t u d de ár-

132 133
boles a la siga, la niña continuaba llorando, pero
ahora de alegría.
Una última lágrima cayó de sus ojos en la are-
na. Y entonces, como u n milagro, fluyó una gran
fuente alrededor de la cual los árboles se apre-
suraron en enterrar sus raíces. E n la superficie
del agua apareció el hermoso rostro de la Ninfa,
que sonriendo dulcemente, invitó a Demetrio
a beber.
Desde ese día en adelante, Demetrio recorrió
los desiertos guiando a los árboles con su can-
timplora llena de agua de la fuente y hacien-
do brotar oasis doquiera encontraba gente. Y la
niña, que se llamaba Fátima, fue para siempre su
fiel acompañante.

134
TE CUENTO QUE JACQUELINE BALCELLS...
...es una destacada autora chilena de literatura
infantil y juvenil. Comenzó a escribir a los
veinticuatro años para contarles historias a sus
hijas. Mientras vivía en Francia publicó La pasa
encantada, cuento que da título a este volumen
y que llegó a ser uno de los más leídos por los
niños franceses. En Chile, algunas de sus obras
más renombradas son El polizón de la Santa
María y Simón y el carro de fuego, títulos que
fueron destacados en la lista de honor de IBBY
en 1990 y en 2006, respectivamente.
Además, Jacqueline ha escrito entrañables
historias en dupla con Ana María Güiraldes,
como Trece casos misteriosos, Querido fantasma,
Terror bajo tierra y la serie protagonizada por
Emilia, una curiosa adolescente, que da lugar a
los títulos Emilia. Intriga en Quintay, Emilia y la
Dama Negra, Emilia. Cuatro enigmas de verano,
Emilia y la aguja envenenada y Emilia en Chiloé.

139

También podría gustarte