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BLANCA
EL AMANTE DEL TENIS
SERGE DANEY
Una edición del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
en el marco del [16] Buenos Aires Festival de Cine Independiente (BAFICI)
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Prefacio
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Serge Daney
estrellas: Ivan Lendl, John McEnroe, Björn Borg, Jimmy Connors, Mats
Wilander, Miloslav Mecir, Yannick Noah o Henri Leconte.
Por lo general, el escritor o intelectual no tiene el menor respeto por
el periodismo. Puede llegar a percibir que un diario es un objeto que le
conviene a su carrera, nunca a su obra. Para decirlo de otra manera: un
autor que ha llegado a obtener un reconocimiento suficiente como para
que le propongan colaborar en un diario acepta a menudo esta ocasión
de dirigirse a un número de lectores repentinamente mucho mayor para
ofrecer una visión vulgarizada de su trabajo (a menos que aproveche para
expresarse sobre alguna cuestión –política, por ejemplo– de la que nada
en su obra permitía sospechar que tenía la más mínima competencia). En
todo caso, siempre y sin excepción, las cosas pasan así: un autor, vuelto
célebre por sus libros, soporta dedicar algunas carillas y confiarlas a un
simple diario, un soporte infinitamente menos noble que aquel en el que
acostumbra desfogarse, para consagrarse a una cuestión que no está a la
altura de los temas que suele desarrollar para la instrucción de unos pocos.
A los lectores de mensuarios o semanarios –o, llegado el caso, de diarios–
solo ofrece la vulgarización de aquellas cuestiones en las que se especializa,
una mirada sobre la actualidad –sea la que fuere–; o, si tal rebaja de sus
centros de interés genera en él una perversión específica, una suerte de
perversión masoquista, sucede que el escritor o el intelectual de rica gloria
cultural se dejan inundar por el hincha deportivo.
Serge Daney hizo todo a través, al revés: hizo su carrera sin tener en
cuenta el sentido común. Ni siquiera tuvo realmente una “carrera”: la pa-
labra se aplica bastante mal al camino que trazó en solitario y en el que
solamente él podía aventurarse. Cuando murió de sida el 12 de junio de
1992 (justo después de la victoria de Jim Courier sobre Petr Korda), hacía
cuatro años que había dejado de escribir sobre Roland Garros, desde aquel
domingo 6 de junio de 1988 en el que las elecciones legislativas que dieron
lugar a la reelección de François Mitterrand coincidieron con la final entre
Henri Leconte y Mats Wilander, y en el que “había grandes posibilidades
de que los amigos políticos de Henri Leconte se llevasen, también, un 7-5,
6-2, 6-1”. Nada le habría gustado más que cubrir los torneos de 1989 y
1990. Pero es probable que su manera de escribir, extraordinariamente
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El amante del tenis
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Serge Daney
Mathieu Lindon
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ROLAND GARROS 1980 Capítulo 1
Lo bueno de Roland Garros es que hay una final todos los días.
Después de Connors-Panatta, llegó Connors-Caujolle, un partido no
tan bello, digamos, pero lleno de carambolas. O, más bien, con una sola:
Jean-François Caujolle, que iba adelante 5-2 en el tercer set y casi gana, de
pronto quedó vencido. Connors, ex villano, se convirtió en el hijo pródigo
de Roland Garros. En parte porque ha madurado y en parte porque en su
juego, que es la generosidad misma, hay algo de conmovedor.
Es esa misma generosidad la que había prevalecido contra Adriano Pa-
natta, otro gran jugador, dos días antes; por otro lado, Caujolle comenzó
ganando por utilizar la misma táctica que Panatta: drives con top spin
y reveses con slice que mantenían a Connors en el fondo de la cancha;
un despliegue excepcional y, sobre todo, una seguridad y una inspiración
que desanimaban al rival. Por lo demás, entre Connors y Caujolle, es-
tos dos malqueridos, hay una larga rivalidad: Caujolle había inquietado
a Connors el año pasado en Wimbledon y lo venció recientemente en
Mónaco en dos sets, lo que causó sensación.
Caujolle, malquerido, dotado pero un poco linfático, ¿se especializaría
en impedirle a Connors pasar de ronda en los torneos? Lo creímos. A tal
punto que, en el tercer set, los periodistas comenzaron a desarmar todo
con aire torvo y entendido (empezando por mí). Por otro lado, Connors,
en los dos primeros sets, tenso, sin la menor puntería, daba el espectáculo
un poco triste de una máquina descompuesta. Uno veía los golpes que
no lograba como el negativo de lo que hubieran sido de tener éxito: ful-
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Serge Daney
gurantes tiros a la red, smashes que golpeaban la pelota como para alejar
de sí, con fobia, un objeto maldito, etcétera. Nada funcionaba. Aquí es
necesario decir que Caujolle, que iba ganando por 6-4, 6-2, 5-2, había
comenzado como el favorito lógico del público y debió enfrentar una dura
experiencia: el riesgo que existe en contar con eso. En principio porque
el público de Roland Garros comenzó a querer a Connors. Luego porque
–es la ley, como en los circos romanos– el público es voluble. En el mismo
momento en que una victoria de Connors comenzó a germinar, idea im-
pensable pocos minutos antes, el americano se transformó en su favorito.
Mientras la suerte le fue adversa, se hizo el payaso un poco y se oscure-
ció mucho, pero se comportó bien. Cuando Caujolle se vio en la misma
situación, no tuvo la misma serenidad (y dicen que esa es la característica
de los campeones; debe ser cierto). Tuvo la mala idea de protestar por
puntos, se mostró de mal humor, se puso a todo el mundo en contra,
tuvo cólicos, perdió el cuarto set secamente 6-1, y mejoró un poco en el
último. Connors había comprendido, finalmente, que debía cambiar de
táctica: desanimar a ese devolvedor inigualable, obligarlo a moverse, ir
a la red pero intentar menos el smash (Caujolle había logrado devolver
algunos inverosímiles). Y así hasta el final. En el fondo, había allí dos
máquinas que, cada una a su vez, se habían compuesto y descompuesto
la una a la otra. Salvo que una dependía de la otra y que la menos depen-
diente, la que tenía mayores deseos de ganar, se llevó el partido.
Es la ventaja del polvo de ladrillo, la razón de por qué me gusta tanto
esta superficie (evidentemente, mi punto de vista es el del cinéfilo, que
prefiere el plano fijo al zoom): más que cualquier otra, crea una ficción.
Están los jugadores y lo que saben hacer; está el público y lo que sabe que
puede hacer; están los árbitros y la dosis de abyección que asumen. Pero,
sobre todo, está el tiempo (el partido Caujolle-Connors duró más de tres
horas), y cinco sets es mucho. El tiempo, pues, es el que introduce allí un
poco de dialéctica.
20 de mayo de 1980
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El nacimiento de los “aficionados”1 al tenis
1. Daney usa “aficionados” en castellano para establecer el símil entre el nuevo público “popu-
lar” del tenis y el de las corridas de toros, a quienes se llama aficionados. De haber hecho el símil
con el espectador de fútbol, el texto sería “El nacimiento del hincha del tenis”.
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Serge Daney
tanto levantarse, hacer un gesto o gritar algo para probar que no están
muertos y así transformar los reproches en risas.
Por cierto, nada nuevo respecto del año pasado, ya rico en incidentes.
Simplemente parece que nada podrá impedir que el tenis se aleje de su
tierra de origen, chic y aristocrática, y arribe francamente a las playas del
gran espectáculo. Ahora bien: el espectáculo tiene sus leyes y su moral.
Al resucitar el tenis otorgándole popularidad, la televisión también lo ha
espectacularizado, lo ha modificado. ¿Presente griego? Ya hemos visto, en
principio, a jugadores incómodos por saberse filmados (Ilie Năstase). Hoy
es el público el que, a su vez, quiere jugar. Tanto con los jugadores como
con los árbitros y hasta con él mismo y con la imagen de todo esto. Y
como este público es cada vez más numeroso y cada vez menos conocedor,
juega con aquello para lo que no se necesita ninguna competencia espe-
cial: el arte de saber si una pelota está in o out, si es buena o es mala. Este
año en las gradas se vio a espectadores que concurrieron especialmente
para discutir los puntos dudosos, o para volver dudosos, a puro grito, los
puntos que no lo eran. El encuentro entre este “nuevo espectador” y el
tradicional corre el riesgo de ser explosivo y despertar odios. Y también el
de quedar asimilado al espectáculo, porque la ley del espectáculo es que
todo puede utilizarse.
Por esto mismo discutía el martes por la tarde un pequeño grupo de
hombres de verde, los árbitros y jueces de línea del court nº 10, donde
un chaparrón-catástrofe había impedido la irresistible calificación de Ivan
Lendl a expensas de Sandy Mayer. Era un grupo pequeño que tuvo que
hacerle frente al mal humor de los jugadores y del público (Lendl maltrató
al árbitro y le exigió que le hablara en inglés; el árbitro le respondió con una
advertencia). Decían estos hombres que el arbitraje es una cuestión de auto-
ridad y que, había que confesarlo, estamos en plena lasitud. Alguno soñaba
con un sistema de detección magnética que simplificase todos estos proble-
mas, pero solo sería practicable en una superficie sintética; otro problema
del polvo de ladrillo, una superficie ya bastante difícil de sostener. Uno de
ellos sugirió que, dado el precio de las entradas, el público se sentía con de-
recho de decirles qué hacer a los jugadores y a los árbitros. Pero se respondió
de modo tajante: “Para eso están el fútbol y las corridas de toros”.
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El amante del tenis
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El factor tiempo
1. Daney hace un juego de palabras con facteur, que es a la vez “factor” y “cartero”. El cartero
Cheval fue un personaje francés que, artesanalmente y durante 33 años, con piedras recogidas en
sus rutas de entrega, construyó en la localidad de Châteauneuf-de-Galaure (Drôme) su castillo
ideal, declarado a fines de los 60 patrimonio cultural francés. Y aprovecha para ligar este facteur con
otro: el protagonista de Día de fiesta, el primer largometraje de Jacques Tati, en el que el cómico
interpreta a un cartero.
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El amante del tenis
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La sonoridad particular de la raqueta de Borg
Parece ser que Vilas no se sentía bien al llegar –tenía gases– y que le
concedieron media hora –tomó un laxante– para curarse, y que Orantes
no protestó. Que fueron a buscar a un “supervisor de la ATP”, que no lo
encontraron y que Orantes, repentinamente furioso, se rehusó a jugar.
¿Furioso por qué? El motivo permanece en la oscuridad. Tanto como para
que se hayan tejido las hipótesis más descabelladas, mientras la organiza-
ción del torneo escondía su incertidumbre tras un absoluto hermetismo.
Sin embargo, sea cual fuere el punto final para este asunto tenebroso,
uno de los actores de la historia jamás fue tenido en cuenta: el público.
Ese público –el mismo del que se elogia su novedosa pasión por el tenis; el
que, bajo el sol finalmente reaparecido, llenaba los 4100 asientos del court
central, orgullo de Roland Garros 1980– debió esperar nada menos que
dos horas hasta que alguien se dignara a hablarle.
Poco a poco, el rectángulo fue cubriéndose de aviones de papel y bote-
llas vacías. Incluso había una cáscara de naranja. Una jueza de línea confió
a otra: “Nos van a arrancar la cabeza”, y se dirigió, rápida como una pante-
ra verde, hacia la puerta súper verde, marcada con la be gigante de la BNP.
El público esperó en vano ver aparecer a los jugadores. De hecho, que-
ría ver el partido y lo dijo a su manera. En el court nº 1, que no es tan
grande y cuyas gradas están bastante cerca del terreno, las concepciones del
mundo se enfrentan rápidamente, y la lucha de clases está siempre a pun-
to de reproducirse. Se escucharon palabras inconfundibles: “populacho”,
“canalla”, “la brutalidad y estupidez de la gente no tiene límites”, dijo un
hombrecito envarado creyendo que quedaba bien. Pero nada: el escándalo
era imparable. Cuando el público tarda demasiado en darse cuenta de que
algo anda mal, es porque nadie le dice nada. A las 16:24 alguien, final-
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El amante del tenis
mente, reclamó algo: un anuncio. En vano. Ion Tiriac se retiró con un ojo
morado, seguido por Chaban-Delmas, quien fue saludado con las simples
palabras “andate, Chaban”. Al final, se anunció que el partido se suspendía
hasta el día siguiente y que se devolvería el precio de las entradas.
3 de junio de 1980
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Hana Mandlíková elimina fácilmente a
Ivanna Madruga
“Si al menos pudiera meter una; una, aunque sea”, se escucha decir,
en español, desde el fondo de la cancha. Es Ivanna Madruga (Argentina),
que, abajo 4-1 en el segundo set (y después de perder el primero), se enoja
consigo misma. Aún va a salvar seis match points antes de ceder ante la
joven y terrible Hana Mandlíková (de Checoslovaquia, y a quien el pañue-
lo rojo y un caminar demasiado recto la vuelven parecida a una squaw1).
No hay mucha gente en el court nº 1 para aplaudir este último partido de
cuartos de final single damas, y es una pena. El espectáculo de las “jóvenes
lobas” del tenis tiene algo único, quizás porque suele faltarle siempre ese
tercero en discordia en todo encuentro: el público. Es como si asistiéramos
a un entrenamiento intensivo o a un ajuste de cuentas secreto. Nada de
caritas para el público, nada de trucos, pocas protestas (a tal punto que el
reglamento no prevé sanciones en los matches de mujeres). En sus niñas
prodigio pueden leerse al mismo tiempo las dotes naturales, la fabricación
del personaje y la excelencia de una dirección exitosa (confieso que es por
este último aspecto que el espectáculo de los niños prodigio siempre me
resultó un poco malsano). Las jugadoras no poseen aún “todos los golpes
del tenis”, pero los que tienen los juegan con una determinación temible
y una violencia sorda. El duelo entre Madruga y Mandlíková fue la gue-
rra entre el top spin y la red, es decir, en nuestros días, la guerra clásica
del tenis. Madruga imprimió a sus pelotas efectos inverosímiles que las
hacían rebotar muy alto. Pero la joven argentina no estaba en el mejor de
sus días (incluso si acababa de eliminar a la gran Virginia Wade y le había
1. Mujer-madre entre los indios algonquinos. Para los amantes del western, por extensión, las
mujeres indígenas.
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El amante del tenis
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Gerulaitis, solo contra todos
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1. Daney menciona a Heston como protagonista de Sueño... pero, aunque la historia tiene
tres versiones, el actor de Los 10 mandamientos no trabajó en ninguna de ellas. Quizás se refiera a
Gary Cooper, protagonista de la versión más famosa, la de 1935, aunque las imágenes del joven
Gerulaitis sin dudas lo acercan a Heston, más precisamente al de 55 días en Pekín.
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El triunfo del virtuosismo
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pes cada vez más raros, como el globo, muchísimo menos humillante que
el cruel passing shot. Para ser justos, hay que decir que Gerulaitis aporta a
los partidos un estado más completo del tenis, más fino y más variado (ya
se veía en el match que le ganó a Fibak por poco). Pero hoy tanto él como
Connors dudaban en algún lugar del medio de la cancha, se colocaban a
mitad de camino entre un viejo diálogo y los riesgos de una lengua nueva.
Así fue como los jugadores dibujaron, en este, el negativo de un partido
ideal; se esquivaron como esas personas que se chocan de frente y que, en
lugar de evitarse, oscilan en el mismo lugar.
Hay otra razón que se relaciona con la evolución del tenis, al menos so-
bre polvo de ladrillo: los expertos en la volea han interiorizado el anquilo-
samiento del juego, y Gerulaitis pertenece a esa clase. Cada tanto aparece
un contraejemplo como Víctor Pecci el año pasado, pero son lluvias en el
desierto que no se repiten. El espacio entre la red –ese objeto que separa
del otro y que el reglamento prohíbe sobrepasar– y la línea de fondo ya no
es aquel que se conquista paso a paso, sino más bien tierra de nadie sobre-
volada por pelotas disfrazadas con trayectorias aberrantes. De todos mo-
dos, fue por muy poco que nos falló hoy el gran partido lleno de fantasías.
7 y 8 de junio de 1980
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Las mujeres juegan en serio
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El amante del tenis
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Serge Daney
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Nada de dramatismo en Roland Garros
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careció de interés. Sin duda ninguno ha jugado antes tan bien contra el otro
sobre este tipo de superficie. Fue un match bello, vuelto humano in extremis
por la tozudez de Gerulaitis de intentarlo todo contra Borg, por su talento y
por su fracaso. Comenzó por la inusual táctica de saque y volea, pero Borg lo
fulminó con el passing shot ¡a pesar de ser su amigo! Decepcionado, Geru-
laitis intentó ocupar la red, pero tuvo muy poco éxito (sus smashes fueron
débiles) y tuvo que replegarse. Vejado, intentó con éxito algunas pelotas altas
sobre el smash de Borg, que aún no funcionaba del todo bien. Pero el smash
se arregló y Vitas tuvo que pensar en otra cosa, como en hacer correr a su
amigo a todo lo ancho de la línea de fondo, pero eso implicaba olvidar que
Borg podía irse a la red, cosa que hizo (aunque en general le repugna) con
mucha autoridad. Al final, ni algunas pelotas cortas sin precisión ni la guerra
de nervios le valieron de algo. En una hora y tres cuartos, el partido había
terminado. Borg había roto una raqueta y acababa de ganar, por quinta vez,
el Roland Garros. El público, aunque sin la menor ilusión, alentó a Vitas
hasta el final.
¿Borg es imbatible? En polvo de ladrillo, sin dudas. No en cemento.
Comentando su derrota ante el americano Roscoe Tanner en Flushing
Meadows el año pasado, un periodista arriesgaba una teoría que me gusta
mucho: Tanner había cambiado su peinado y se había teñido el pelo; tanto
su servicio canónico como su nuevo look inquietaron a Borg y lo hicieron
perder. Se sabe que Borg, absolutamente devoto del culto de la pelota, solo
tiene ojos para ella. Jamás mira a su adversario y es de todos los jugadores el
que con mayor perfección se identifica con la trayectoria del proyectil ama-
rillo. Habría hecho falta, al menos, que Gerulaitis llegase a la cancha con
su cabellera teñida de negro, con las patillas de rojo o con una toga romana
para que Borg lo viese y se preocupara. ¿Qué tal para la próxima?
9 de junio de 1980
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WIMBLEDON 1980 Capítulo 2
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tie break permite terminar un set que corre el riesgo de volverse eterno,
impide el anquilosamiento del juego y facilita la transmisión de los parti-
dos, que se vuelven así más cortos. Por todas estas razones es que en el tie
break juega la solidez de los nervios, hay a veces una oportunidad para el
circo (recuerden la derrota de McEnroe frente a Paul McNamee en Roland
Garros, en cuatro sets y cuatro tie breaks), pero raramente es la ocasión de
un muy buen tenis. O al menos es lo que yo pensaba antes de este tie break.
Porque lo que resultó admirable a lo largo de los treinta y cuatro puntos
es que habíamos llegado a un momento en que todo cálculo y toda táctica
quedaban en el olvido y detrás de las emociones de los jugadores que, más
allá de la gravedad del momento y sin segundas intenciones, jugaron el te-
nis más bello posible. Olvidamos así los lánguidos tres sets anteriores, en los
que se habían neutralizado recíprocamente (Borg, molesto en los passing
shots; McEnroe, con el saque-volea).
En el quinto set jugaron, me atrevo a decir, “sin red”, solo con sus
respectivos talentos, entre aces y games ganados a cero. Cada peloteo se
grababa en la memoria del espectador como un jeroglífico o una figura
perfecta que uno tiene ganas de cuidar, de dibujar, de narrar.
Si Borg ganó, fue por muy poco, gracias a algunas fulgurantes devolu-
ciones de saque. Pero muy pocas veces uno tiene tantas ganas de aplaudir
a los dos jugadores a la vez. El tenis es cruel: ignora el empate.
Este partido es, también, un match importante. No porque McEnroe,
como Roscoe Tanner el año pasado, hubiera podido ganar, ni porque esta
final confirme que es indiscutiblemente el número dos del mundo y el
único que puede jugarle a Borg de igual a igual. Eso es lo que mucha gen-
te, excedida por la superioridad de Borg, desea; es comprensible, aunque
demasiado bajo. Es hacer de McEnroe el representante de una generación
joven, y de Borg un viejo. Error: entre los dos jugadores hay solo tres años
de diferencia; sería más justo pensar que pertenecen a la misma generación
y alegrarse con la idea de que McEnroe es, más allá de la posibilidad de
ganarle a Borg, otro tenis.
Eso es lo que demostró esta final: existe otra concepción del tenis, otra
relación con lo que se mueve (el hombre, la pelota) y lo que no (las líneas, el
espacio, la red). Por ejemplo: el fuerte de Borg es el passing shot, que con-
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WIMBLEDON 1981 Capítulo 3
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El amante del tenis
discurso nasalizado (en francés, creo). Era Marcel Dassault1, que inaugu-
raba en directo la nueva Asamblea Nacional. Emocionado por tal debut, el
zoom de la cámara captaba por aquí y por allá este partido inesperado. El
ingeniero Dassault hizo todo lo necesario para honrar su contrato: inten-
tó hacer saques ganadores (al anunciar en el inicio mismo del juego: “El
desempleo está a la orden del día; por lo tanto, hablaré del desempleo”),
smashes (cuando propuso construir motos francesas para escoltar al nuevo
presidente), globos (cuando reclamó sus viejos votos al proponer una ex-
posición de Artes Decorativas), passing shots (cuando comparó los robots
japoneses con los robots franceses). No le sirvió para nada. Fue vencido de
modo contundente: desde hacía bastante tiempo, aburrido o divertido, el
hemiciclo pensaba en otra cosa. Y mientras tanto, él también solo contra
todos, ganaba McEnroe.
3 de julio de 1981
1. Marcel Dassault (1892-1986) fue uno de los pioneros de la aviación en Francia, creador
de una de las empresas más importantes del sector (Dassault Aviation) y, también, productor
cinematográfico. Fue senador gaullista de la VI República entre 1956 y 1959 y, más tarde, uno de
los más grandes aportantes y sostenedores de la carrera política del joven Jacques Chirac. Al morir
era el hombre más rico de Francia, con una fortuna calculada en 7000 millardos de francos. En
1978, con Giscard d’Estaing en el gobierno, fue elegido como decano de la Asamblea Nacional,
cargo que ocupó hasta 1985. Tras el triunfo de François Mitterrand en 1980, le tocó inaugurar el
primer parlamento totalmente de izquierda de la V República, discurso al que Daney, con sorna,
se refiere en el texto.
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Alternancia en el poder
John McEnroe vence a Björn Borg por 4-6, 7-6, 7-6, 6-4.
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ROLAND GARROS 1982 Capítulo 4
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Serge Daney
1. En castellano en el original.
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Tenis femenino: cuando una ataca, la otra no
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La historia de una aceleración que nunca llegó
El prodigio del top spin Mats Wilander elimina a José Luis Clerc en
cuatro sets.
Después de Lendl y Gerulaitis, otro cabeza de serie tuvo que pasar cua-
tro sets y más de tres horas de partido para caer delante de Mats Wilander.
El joven sueco, y esto es seguro, se enfrentará a Vilas en la final, y esta nue-
va máquina de jugar al tenis no está ni cerca de desaparecer de las canchas
y las pantallas. Desgraciadamente, este año sin gato (Borg y McEnroe es-
tán ausentes) no permitió bailar a los ratones. Me refiero a los ratones del
tenis de alto nivel, para quienes esta era la ocasión soñada de ganar, final-
mente, Roland Garros: Connors, Gerulaitis, Lendl y, finalmente, Clerc.
Como un gentil ángel exterminador, Wilander vino a recordarles la dura
ley del tenis moderno: cada cuatro años, un pequeño genio hace envejecer
a todo el mundo.
Sin embargo, más allá de las cualidades de Wilander –aterradoras cuan-
do se piensa hasta qué punto puede aún mejorar–, lo que más me ha
asombrado es su temple. Tanto contra el odioso Lendl, que lo ametra-
lló sin piedad, como luego contra el displicente Gerulaitis, o ayer contra
Clerc, Wilander demostró una cualidad que les falta especialmente a los
jóvenes franceses: el dominio de sí. Como Borg, Wilander juega al Tenis
con te mayúscula, un tenis que consiste en devolver el juego del otro pero
en versión corregida y aumentada. Más allá de su corta edad, ya amenaza
con volverse un dinosaurio, y es necesario desear que no se enlode en el
pantano de los devolvedores con top spin.
El partido Clerc-Wilander es la historia de una aceleración que no lle-
gó: la aceleración del drive de Clerc, profundo e hiriente, golpeado cuan-
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Serge Daney
do la pelota llega a lo más alto tras el rebote, que dejaba al sueco clavado
en su lugar. Cada vez que Clerc logró preparar y dar este golpe, se escucha-
ban los gritos de alegría de los asistentes, casi sus “olé”. Pero cada vez que
fallaba, pegando al azar más allá de las líneas, decepcionaba cruelmente;
e incluso ignominiosamente se daba asco a sí mismo. Dado que ayer falló
más de lo que acertó, se comportó como un torero intermitente, digamos
un Curro Romero, capaz de una faena impecable (en el tercer set) y del
regreso en gran forma (en el cuarto), y ausente en la estocada final.
En cuanto a Wilander, tuvo armas más seguras: su juego amortiguado
de devolvedor cool, sus inteligentes subidas en zigzag a la red, su revés a
dos manos muy cruzado y, sobre todo, sus nervios de acero sueco. So-
brepasado en el tercer set, vio venir al argentino como un fantasma que
regresa de entre los muertos y pasaba de 1-5 abajo a igualarlo 5-5. Pero
encontró la forma de soportarlo. No es poco.
El final del match fue confuso. Clerc jugaba bien y se veía venir el quin-
to set. Un match point fue juzgado como falta en detrimento del argenti-
no por el juez de línea Jean Guillon y por el árbitro Jacques Dorfman, al
mismo tiempo que tanto Clerc como Wilander lo veían bueno. El público,
dividido, gritó caóticamente. El árbitro descendió de su silla. Los jugadores
le hablaron. “A pedido de Mats Wilander –anunció– el punto se vuelve a
jugar. ¡Primer saque!”. La repetición no agradó a Clerc, que perdió y se fue
de la cancha sin enfrentarse con los periodistas. Wilander, un poco como
un mocoso risueño que se metió al público en el bolsillo más por ese gesto
despreocupado que por su juego, sonrió ante la requisitoria periodística:
“No quería ganar así”, dijo simplemente.
5 y 6 de junio de 1982
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Vilas a la final, sin perder un set
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Serge Daney
que, en dos ocasiones, Higueras olvidó devolver las pelotas fáciles que Vilas
había ido a buscar a las antípodas. La multitud, finalmente enardecida, gri-
tó. Fueron grandes momentos. Esperemos que los haya también en la final.
5 y 6 de junio de 1982
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Final tse-tse en Roland Garros
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Serge Daney
fue raro. Pasaron dieciséis minutos para que Vilas fuera por primera vez a
la red; fue necesario un tie break jugado entre el viento y una tormenta de
tierra en el segundo set para que el match encontrase finalmente algo del
dramatismo que faltó durante todo este Roland Garros de 1982.
Queda claro que la ausencia de emoción proviene de la falta de variedad.
Entre los jugadores, en el juego de uno solo, o incluso durante los partidos.
Todo el mundo tiende a jugar más o menos parecido: ausencia de instinto
asesino, cálculo de ajedrez, renuncia al juego ofensivo. Este año solamente
Vilas emergió en gran estado de esta masacre, bien posicionado para llevar-
se París por segunda vez después de cinco años, cuando había ridiculizado
a Brian Gottfried en la final, y probar que aún era posible ganar un gran
torneo a los treinta. Vilas supo cómo recrear algo de misterio a su alrededor.
¿Cómo lograría salir de ese tenis autista que había practicado tanto tiempo?
Poco a poco, me daba cuenta de que Vilas se parecía a un personaje de los
dibujos animados. Tom, digamos, pero un Tom muy especial, uno que en
cierto momento había aprendido a convertirse –finalmente– en Jerry, es
decir, en el otro. Tom-Vilas comenzó a trotar como un bólido de cristal
hacia la red, hacia la catástrofe, o frenaba en seco antes a lo largo de las
líneas. Me encantaba ver este espectáculo inesperado (especialmente en el
partido contra Noah). Me encantaba este nuevo Vilas con su movimiento
incesante, su “jueguito de piernas”, y todavía me pregunto por qué no pude
reconocerlo ayer en el court central. Sin embargo, al comienzo del partido,
cada vez que fue a la red tuvo éxito. ¿Por qué diablos renunció a ser Tom y
Jerry? ¿Qué le habrá dicho el melifluo Ion Tiriac? ¿Por qué se dejó asfixiar
por Wilander en su propio juego? Misterio, nuevo misterio Vilas.
Para seguir con la metáfora del dibujo animado, diría que el poeta
argentino que no supo desdoblarse cayó bajo la más tenaz de las bestias
del celuloide: Droopy, ese que parece nada y es capaz de todo. Y sí, en la
conferencia de prensa que siguió al partido, la reacción de Droopy fue
“Estoy feliz…, muuuy feliz…”.
7 de junio de 1982
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COPA DAVIS 1982 Capítulo 5
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1. Juego de palabras con El as de los ases (L’as des as), comedia de aventuras de Gérard Oury con
Jean-Paul Belmondo que, entonces, era un enorme éxito internacional.
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El amante del tenis
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Sinfonía tenística en cinco movimientos
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estar en el equipo. Mientras que Noah estuvo casi ausente del court,
sin recursos y sin ideas, Leconte se hizo cargo de la situación, se mostró
vivaz y exhibió uno de los más bellos reveses del momento (habrá que
prestarle atención a ese revés). Sin embargo, fue sistemáticamente enga-
ñado por el saque de Fleming, a quien devolvía más allá de los límites
conocidos de la cancha, con lo que demostraba una precipitación y una
incapacidad para “ajustar” totalmente juveniles. Por el lado americano,
McEnroe aseguró el juego discretamente y se permitió algunos golpes
de rara fineza. Inversamente, Fleming, ese gran sintagma en blanco, se
mostró fuera de forma y solo dejó adivinar un gran oficio sin brillo y sin
una pizca de carisma.
Cuarto movimiento: Rápido ma ramollo. Yannick Noah vence a Gene
Meyer (6-2, 6-0).
Como es su derecho, ambos equipos acordaron en cerrar los dos úl-
timos partidos “al mejor de tres sets”. Ya había un ganador, quedaban
las formalidades y, luego, la ceremonia. En esas condiciones, es difícil
para los jugadores concentrarse. Sea que tuviera dolor de espalda, sea
que estuviese de mal humor, Gene Mayer no llegó a calibrar su juego
frente a Noah, que sacó a plomo. En los papeles, el partido debía ser be-
llo porque resultaba equilibrado y complementario. En la cancha, tuvo
el aspecto deshilachado de una demostración. Bello pero sin vida. Una
lástima: el revés a dos manos del americano, sus amortiguaciones, su
búsqueda de las bandas, frente al juego poderoso de Noah no llegaron
a existir. El score no significa otra cosa más que un match sin variantes
y demasiado corto. De allí a pensar que Mayer dejó pasar el partido no
hay más que un paso. De hecho, es lícito preguntarse si el principio de
la Copa Davis, con el riesgo de una victoria lograda en dos días, no nos
expone a este tipo de falsos partidos, terminados incluso antes de haber
encontrado una variable de reemplazo. Hay alguna desproporción entre
el ruido mediático y la pequeña cantidad de partidos; las emociones que
el público ha venido a vivir se vuelven así terriblemente abstractas. Nada
comparable con el día a día de un verdadero gran torneo, en el que cada
espectador tiene el tiempo de fabricarse su propia novela secreta antes
de aullar en la final.
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El amante del tenis
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COPA DAVIS 1983 Capítulo 6
Francia arriba por 2-0 después de los dos primeros singles. Noah
eliminó a Konstantin Pugaev, y Leconte venció a Vadim Borisov,
ambos en tres sets.
La suerte empezó por elegir a los más altos: 3,84 m entre los dos. Noah
y Pugaev jugaron el primer single. Entre dos tipos de alta talla, solo podía
ser un duelo de sacadores. Por lo demás, no pasó nada. No solamente Noah
descubrió como nosotros lo inocente que es Pugaev, sino que además el
ruso nunca se había enfrentado con alguno de los diez primeros del ranking
de la ATP. Para él también era la primera vez. Los responsables del tenis so-
viético debieron medir la diferencia entre el súper tenis de playa que prac-
tican y el top level mundial. Por otro lado, Noah solo tenía por objetivo
asegurar el primer punto francés y darle confianza a Leconte, que, tras una
hora y treinta y cuatro minutos, debía sucederlo en el court. Se contentó
pues con sacar mejor que su adversario y, una vez por set, acelerar para
quebrarlo. Nunca le fue difícil, dado que la desventaja de los altos es justa-
mente la lentitud. Pugaev fue especialmente incapaz de hacer su juego y se
contentó con calcar el de Noah, excluyendo las aceleraciones y la elegancia.
En cuanto al pequeño estadio Loujniki, fue como una bañera que se
llena gota a gota. La ceremonia de apertura tuvo lugar ante gradas vacías,
pero los trabajadores socialistas amantes del tenis llegaron poco a poco,
creando un movimiento similar al del reloj de arena con un rumor sordo
terriblemente contrario a la concentración.
El público es popular, las vestimentas son sobrias y sombrías (afuera
hace nuevamente mucho frío), y los rostros, del militar al niño, se ven a me-
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Serge Daney
nudo enrojecidos. Es el público menos chic del mundo. Se siente que ama
el deporte, que ama la competencia, pero que el tenis aún no es su taza de
té. No hay gritos patrióticos, solo una inmensa mansedumbre provisoria.
Noah eliminó a Pugaev 6-4, 6-4, 6-4.
Leconte venció a Borisov 13-11, 6-2, 6-2.
5 y 6 de marzo de 1983
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Cuando el tenis soviético despierte…
Algunos días antes del primer partido, el caminante que leyera los diarios
expuestos en las avenidas nevadas de Moscú buscaría en vano, a lo largo y a
lo ancho de sus magras páginas, alguna mención del match Francia-URSS
por la Copa Davis. El acontecimiento aquí es modesto. Modesto compa-
rado con la idea de 40.000 federados (hay 2800 canchas, de las cuales solo
400 son techadas) de la Federación Soviética de Tenis. Menos modesta es
la representación francesa, incluidos fanáticos y medios, para un encuentro
cuyo riesgo es, finalmente, bastante bajo. Pero Grenoble ha reinstalado la
Davis en la mitología francesa, y los fanáticos profesionales deben entrenar-
se, ellos también, para Praga, donde –con toda lógica y pasado el obstáculo
ruso– Francia debería enfrentar a Checoslovaquia. Los fanáticos están allí,
por otro lado, en buena cantidad (entre ellos el célebre Bouboule), nadan-
do en la felicidad y en grandes pulóveres con vistosos motivos folclóricos.
Desde el jueves al mediodía, en el pequeño estadio Loujniki –muy
bonito con sus 12.000 asientos– los equipos se entrenan sobre el extra-
ño boltex, superficie sintética muy rápida color verde botella. Jean-Paul
Loth, diplomáticamente, declaró que se trataba de una buena superficie
aunque abandonada en Occidente, y que habría que habituarse. Noah
estaba crispado (“Es buena señal”, se murmura por ahí), y Dominique
Bedel se encuentra muy a gusto (aunque es seguro que no va a jugar).
Al costado del court se habían dispuesto dos canapés color peonia que
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Los franceses, menos insípidos que los rusos
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ROLAND GARROS 1983 Capítulo 7
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El amante del tenis
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Roger-Vasselin, el pequeño de los cuartos
de final
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El amante del tenis
Vasselin ama Roland Garros aunque nunca había pasado de la tercera ron-
da; hace tres años fracasó contra McNamara en un match épico. Aunque
forma parte del primer pelotón del tenis francés, nunca fue seleccionado
para la copa Davis, lo que le ha causado –como a tantos otros– no poca
amargura. Por supuesto: podría esgrimir su doble nacionalidad (su ma-
dre es inglesa y él mismo nació en Londres), lo que le permitiría –who
knows?– ser el mejor jugador británico. Pero no, se siente francés y sus dos
pasaportes solo le sirven para atravesar más rápido los controles de aduana.
Christophe Roger-Vasselin, veinticinco años, en buena forma física,
se enfrentará mañana con Jimmy Connors. No es poca cosa. ¿Cómo va a
jugarle?, le preguntaron. “Como sea, será él quien conduzca el juego, pero
lo voy a pensar un poco”, prometió. Roger-Vasselin es más bien un filóso-
fo: “Quienes tienen que llegar al más alto nivel hoy lo hacen muy rápido.
Explotar tarde en la carrera es más bien raro”. Es evidente: veinticinco
años es tarde.
30 de mayo de 1983
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El síndrome sueco
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El amante del tenis
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Los escenarios franceses
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El amante del tenis
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El amante del tenis
para confirmar el estado de gracia que había más que merecido, la suerte
quiso que Connors, confundido por la red, atacando de volea, perdiera el
punto y el partido. Por una vez, el escenario se había hecho realidad.
1 de junio de 1983
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Vilas e Higueras deprimieron hasta el clima
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El amante del tenis
sigue siendo malo con la volea. ¿En reencontrar el instinto asesino? Tiene
un aspecto tan solitario en el court que no puede querer asesinar a nadie.
Entonces solo le queda lanzarle miradas glaucas a Tiriac e incluso consul-
tarlo antes de protestar por un error del árbitro. En síntesis: un zombie.
El año pasado, Vilas había vuelto en forma y estuvo a un pelo de llevar-
se su segundo Roland Garros. Lo hubiera hecho si no hubiera aparecido
Wilander. El poeta argentino había pasado por una metamorfosis. Estaban
en él, locamente albergados en ese gran cuerpo macizo, un Tom y un Jerry
a la vez. Un gato grande y un ratoncito. Un Tom con pequeños trotes ca-
denciosos que barre el set con su gran revés con efecto y se transforma en
un trompo volador para efectuar su golpe más bello: el smash de volea hacia
atrás. Y un Jerry que corre rápidamente hacia la red, cubriendo el terreno a
la manera de un dibujo animado, para intentar hacer voleas mínimas. Este
año, Tom y Jerry siguen ahí pero la película es un poco pálida. Lo miramos
con cierto aburrimiento divertido. A Guillermo Vilas le falta atractivo.
2 de junio de 1983
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El misterio Wilander
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El amante del tenis
carrera, sin siquiera una mirada hacia el resto de los jugadores. Entonces
llegó Wilander. Ha retomado el rol del n° 1 sueco allí donde Borg lo ha-
bía dejado, a la edad en la que Borg se retiró, a los 26 años, mientras que
Wilander tiene solo 18.
Aunque el chico despeinado y rubio que ganó Roland Garros el año
pasado nos fue devuelto con el mismo tenis pero con un look totalmente
distinto. Se cortó el pelo y se ha construido una actitud calma y segura.
En síntesis: con el riesgo de desalentar cualquier imagen romántica de sí
mismo, parece diez años mayor. Es decir, diez años de más. Como si de-
seara preservar su juventud de la teatralidad fácil. Como si quisiera viajar
hacia atrás en el tiempo. Porque, mientras tanto, su tenis rejuveneció. Por
supuesto: para ganar ayer tuvo que jugar a menudo como Borg, pero en
varias ocasiones le ganó a McEnroe con las propias armas de Big Mac,
construyendo muy dignos caminos hacia la volea. Probablemente el hu-
mor de Wilander consista en esta calculada astucia con el tiempo: sabe que
pasará mucho hasta que envejezca.
2 de junio de 1983
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Wilander-Higueras: tres horas sin vibración
El sueco, que venció al español 7-5, 6-7, 6-3, 6-0, disputará el domingo
con Noah su segunda final consecutiva.
Barbudo, muy cansado, pero siempre fair play, José Higueras respondió
las raras preguntas de los periodistas. Primero aquellas que le concernían:
sobre él y sobre la derrota que acababa de sufrir contra Wilander. Luego
aceptó hablar sobre la final del domingo, un partido que no jugará. Final-
mente, agregó que era un placer jugar con Wilander, quien, más allá de su
corta edad, es un verdadero profesional y un adversario leal. “El tenis ne-
cesita de gente como él”, concluyó el español. Esta “flor” lanzada con una
gran sonrisa y un comportamiento irreprochable en el court prueba que
quizás Higueras no merece las maldades que pudieron decirse contra él.
Es un “gran jugador” en el doble sentido del término, y ayer por la tarde,
frente a un Wilander aburrido y laborioso, a veces logró evocar el espíritu
de los grandes estilistas latinos, los tocadores de pelota inspirados en la
tradición de Manuel Orantes o Manuel Santana, lo que no quita que esta
qualité sea, como pasa seguido, la otra cara de una derrota. Si la semifinal
Higueras-Wilander se estiró por más de tres horas sin vibrar y terminó, ca-
lor mediante, en el hecho de que todos nos cocináramos, fue gracias a que
al español le falta, además de la agresividad, esa pequeña nada que cambia
el curso de las cosas: el deseo de adaptarse al otro. Siempre hemos tenido la
impresión de que Higueras jugaba al tenis, su tenis, y que lo jugaría pasara
lo que pasase, con inteligencia, mientras no perdiese. Su tenis es, por otro
lado, de un bello clasicismo: es un geómetra que distribuye el juego desde
el fondo de la cancha, que varía los ángulos y espera, pacientemente, el
momento de acelerar su drive. Funciona o no; para él eso no cambia nada.
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El amante del tenis
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Noah-Wilander, de 15:08 a 17:32
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El amante del tenis
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la del “¡argh!” y la del “¡nah!”. De hecho, parece que Noah está a punto de
ganar el partido estéticamente. Sus smashes son los de un saltador en largo.
Sus grandes rebotes hacia adelante impresionan.
Una hora y siete: Se corea “No-ah” pero más bien suave, a la manera de
un mantra. Se prepara el “¡hip hip hip, Noah!” final.
Una hora y diez: Wilander tiene los nervios de acero. Logra ganar un
game a cero que pasa completamente inadvertido.
Una hora y trece: Décimo game. Noah para ganar el set. Lo hace mal.
Wilander mete un globo en un momento muy importante. Murmullos en
la tribuna. El miedo de Noah en el momento de lograr la ventaja causa a
su vez miedo a la muchedumbre que lo alienta. Todo el mundo se prepara
para el eventual escenario “Wilander se arregla, se recompone, y juega
cada vez mejor”.
Una hora y dieciocho: Un vago “¡fiu!” recorre el estadio. En efecto: el
sueco no supo aprovechar el game anterior. Quiebre y requiebre, lo que no
impide que el partido encuentre finalmente su ritmo y su verdadero rostro.
Bastaría con que Wilander acelerase un poco sus golpes y jugara un poco
más largo para que el impasible sueco pasara al impasable francés.
Una hora y veintitrés: Noah saca para set. Wilander salva dos pelotas.
El francés termina rugiendo con una volea. Se grita menos su nombre,
pero todavía se lo aplaude.
Una hora y veintisiete: Wilander se arriesga y devuelve bien, logrando
quebrar el saque de Noah de entrada. Noah quizás economice demasiado.
Wilander podría imponer su juego. Reina en el estadio un extraño silencio
constipado.
Una hora y treinta: Wilander parece tener la intención de ir a protestar
por una decisión del árbitro. Se habría equivocado. Además no insiste;
no es McEnroe y prefiere el orgullo de mantener su joven reputación de
jugador caballeresco.
Una hora y treinta y siete: Miren, algunos largos peloteos repentinos.
Pero el ambiente está caído.
Una hora y cuarenta y dos: Algunos grititos valientes pero aislados:
“¡Vamos, Wilander!”. Pero nadie va a ir tan lejos como para alentar a
Mats. Angustia.
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El amante del tenis
Dos horas y seis/dos horas y nueve: Dos games ganados a cero por el
sueco seguidos de uno ganado a cero por el francés. Muy lindo todo, pero
no dura más que tres minutos. Noah sabe que es necesario evitar a todo
precio el cuarto set y concluir sin arriesgar sus largas y preciosas piernas:
suma un passing, una pelota amortiguada, un smash y una volea cruzada,
todos ganadores. El público aúlla muy fuerte “¡No-ah!” y vuelve al partido.
Dos horas y catorce: Comenzamos a creer en la victoria de Yannick,
pero el sueco se lleva el 12° game enviando dos devoluciones a las piernas
del otro, lo que de golpe nos recuerda lo que es capaz de hacer.
Dos horas y diecinueve: Ahí está. Es el tie break. La emoción vuelve
fiel a nuestro encuentro. El final del partido se refleja en el comienzo del
partido. Aún tememos por Noah, que está cansado. El árbitro, Jacques
Dorfman, dice seguido: “Un poco de silencio, por favor”, y agrega des-
pués, como si se excusara: “Gracias”.
Dos horas y veintiuno: El trago de Orangina que salva.
Dos horas y veinticuatro: La pelota del partido. Noah se ha transforma-
do en una fiera. Gana: un hombre rueda por las gradas hacia el polvo de
ladrillos. Su hijo se vuelve hacia él. Noah padre y Noah hijo se funden en
un abrazo. Es muy emocionante. El público grita “¡hip hip hip, Noah!”.
6 de junio de 1983
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WIMBLEDON 1983 Capítulo 8
En el tenis, para ganar games hay que marcar puntos, y para marcar
puntos siempre hay que llevárselos en los peloteos. Games, puntos, pelo-
teos: vean bien la gradación. Quien dice peloteos dice diálogo, incluso si el
objeto que se endosa en silencio es una pelota. Pero ¿qué se puede pelotear
cuando uno no tiene nada que decir? Grave pregunta que se impuso ayer
ante los dos semifinalistas de Wimbledon, John McEnroe e Ivan Lend,
dos que no se quieren y que solo tienen en común la excelencia del tenis,
el malhumor y el aspecto enojado.
Esta pregunta también se le impuso a la hierba de Wimbledon, que
tampoco facilita el diálogo. Ni los expertos en efectos ni los viejos dino-
saurios logran imponerle su ley; solo lo hacen los sacadores y voleado-
res. Ayer el público no tuvo tiempo de vibrar. Solo aparecieron la belleza
descarnada de los golpes y la contabilidad de los aces, un combate muy
violento y próximo de la esgrima. Era claro que el vencedor sería el que
abreviara el partido al máximo, ya fuera con saques ganadores, voleas im-
parables o devoluciones crueles.
Esto era muy conveniente para nuestros dos maleducados, que pudieron
librarse a un match con mucho nervio (especialmente en el primer set),
siempre intenso pero nunca dramático. No había retorno en un partido
en el que las ocasiones perdidas no regresaban. Tuvimos la impresión de
que lo esencial era menos ganar que, a fin de cuentas, no perder nunca la
compostura. McEnroe ganó porque nunca cedió su saque. Esta concesión le
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Serge Daney
habría sido odiosa. Lendl perdió porque lo cedió dos veces y, cuando vio que
perdía, fue incapaz de cambiar de táctica. Esta rigidez en la cabeza y en la
raqueta logró que, incluso jugando muy bien hasta el final, se rehusara –por
orgullo o falta de imaginación– a intentar cualquier otra cosa.
El partido fue, por lo tanto, bueno pero monótono. Lendl perdió ahí
nomás el primer set en el tie break. Luego, en el segundo, la primera pe-
lota de saque del checo no pasó tan bien y McEnroe supo aprovecharlo.
Todo se desequilibró en el séptimo game casi furtivamente. Es curioso,
pero los cuatro últimos games fueron ganados a cero de un lado y del otro,
lo que dice mucho respecto de la excelencia de los primeros saques (Lendl
incluso iba a lograr aces con su segundo saque) y lo apretado del match. A
McEnroe le bastó con saber cómo engrosar una pequeña falla que adivinó
en su rival para llevarse el partido. De esa manera, el americano redescubría
cómo Borg sabía hacer visible una ligera baja en el nivel del adversario:
hacía más grande la falla para que todos pudiesen verla, como si su juego se
transformase en un microscopio que le permitiría al público apreciar algo
allí donde otros no habrían visto nada.
En el tercer set se confirmó aquella vieja máxima según la cual los grandes
jugadores ganan los puntos importantes y los menos buenos ganan los que
importan menos. ¿Qué habrá pensado ayer a la noche Lendl del segundo,
cuarto y sexto game del tercer set, en el que llegó a aventajar a McEnroe 0-30
para después perder? En esos momentos del diálogo, McEnroe tomaba los
puntos más jugosos sin fallar el golpe y sin miedo de ganar. Como un corre-
dor de pista que deja que el adversario tome un poco de ventaja para luego
medirlo como blanco y sobrepasarlo sin resistencia.
Dicho esto, ayer, ¿quién le podía ganar a McEnroe?
2 y 3 de julio de 1983
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McEnroe aprendió a aburrirse
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El amante del tenis
de preservar el mito del Grand Slam. Este año por primera vez la NBC
vino a transmitir en directo el French Open. ¿Y qué registró? Una final
europea de poco interés para el público americano. Pero esto no implica
que no haya sido eso lo que convenció a Connors de intentar una vez
más lo imposible: ganar ante el público francés al que tanto ama. Por otro
lado, están los propios jugadores que, tras la extraña tregua que sobrevino
después del retiro de Borg, empezaron a jugar para ellos mismos.
Esto es especialmente cierto en el caso de McEnroe. ¿Qué cambió en
él? Por cierto no el hecho de que sea (si quiere) el mejor jugador mundial y
el único genio de las canchas, algo que es una realidad desde hace algunos
años. No, lo que cambió en McEnroe es que ha aceptado esta situación.
Este año su recorrido en Wimbledon ha sido ejemplar: atrapado en las
primeras rondas (por Testerman, por Segarceanu, el único que le ganó un
set, luego por Scanlon), jugó cada vez mejor, de tal manera que llegó a la
final en un tranquilo estado de gracia. Hace años, McEnroe necesitaba
estimar a su adversario para vencerlo, y es a causa de su admiración por
Borg –aún era un niño– que las finales de Roland Garros y Wimbledon
de 1981 permanecen como los partidos más bellos de la década (¡rápido,
rápido, a buscar los videos!). Si no era así, era capaz de dejar pasar el partido
y parecer un vago de genio intermitente. Contra Lewis, este año, McEnroe
demostró que ha aceptado aburrirse durante un match e igual ganarlo. Por
esto también es que es el número uno.
Tomemos ahora a Lendl. Es un jugador muy interesante. En el escenario
que se adivina para los próximos cuatro o cinco años, tiene reservado un
rol ingrato: el del “villano”. En Roland Garros la verdadera final fue la semi
Noah-Lendl: el odioso y el intenso. Fue necesario que el francés desbordara
al checo para que adquiriese el ánimo de un campeón. En Wimbledon, la
verdadera final fue la semi McEnroe-Lendl: odioso versus intenso, mismo es-
cenario. Y, de repente, Lendl cambió: comprendió que no bastaba con juntar
un montón de dinero o ganar esos falsos torneos como los Masters, sino que
era necesario un día ganar en Londres, París o Nueva York. Y para eso, más
allá del talento y la condición física, necesita también otro rol. Es por eso
que uno puede esperar verlo cambiar de look, porque volverse el obstáculo
número uno en la ruta de los demás hacia la victoria sería para él un desastre.
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Serge Daney
Como se ve, hoy el tenis no tiene gran cosa para ofrecer. No más que al-
gunos encuentros preciosos sin los cuales esta abundancia de torneos que
se pagan caro perderían todo sentido. Esperemos entonces a McEnroe, el
año que viene, en Roland Garros, a Wilander en Flushing Meadows, y a
Lendl en todas partes.
4 de julio de 1983
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COPA DAVIS 1983 Capítulo 9
Cada vez que alguno de los jugadores va a sacar, la cámara sigue el bra-
zo del jugador y descubre, en segundo plano, pequeñas casas de ladrillos y
las gradas casi vacías y azules del estadio de White City. Se calcula en ape-
nas unos cinco mil el número de espectadores que vinieron a vibrar con la
primera semifinal de la copa Davis entre Francia y Australia.
Es cierto: los australianos se encuentran aún con el shock de su victoria
marítima1 sobre los norteamericanos, y tras esos días de enorme algarabía
hasta la copa Davis debe parecerles sosa.
Incluso si el programa presentara primero a Noah (ex suspendido, ex
lesionado en la rodilla derecha) contra Pat Cash (dieciocho años, derecho,
rubio, clasificado n° 37 en el ATP) y Leconte-John Fitzgerald. El doblete
francés es el mismo que enfrentó a los estadounidenses en Grenoble el año
pasado y a los rusos en Moscú en esta temporada; pero hubo pérdidas en el
campo australiano: dada la lesión de Mark Edmondson y la falta de forma
de Paul McNamee, Neale Fraser, el entrenador del equipo, eligió a los dos
mejores jugadores del momento. Por otra parte, Cash y Fitzgerald ya se
han convertido en una temible pareja de dobles.
Otro desconocido en White City: el piso. Noah, herbófobo, se quejaba
de la velocidad rasante y de los falsos rebotes del césped australiano. Es
cierto, se juega sobre un pasto recién salido, entre hierba y tierra, que per-
1. Australia, país en el que la navegación es pasión, triunfó en 1983 en la Copa América (la
regata más importante del mundo, que se realiza cada tres años), después de quince años de ser
sistemáticamente vencido por el equipo estadounidense.
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Serge Daney
mite un rebote más alto que en Wimbledon y es propicio para las pelotas
con slice más que para el top spin. En una superficie tal, las jerarquías de
la ATP son muy relativas y los jugadores tienden a jugar igual. Le tomó al
menos dos horas y media a Noah (n° 4 del mundo) terminar con el joven
y cebado Cash, con quien nunca antes había jugado y que hace dos años
aún era el mejor junior del mundo.
¿Qué decir del partido? Que fue, al mismo tiempo, bueno y entrecor-
tado, espectacular y sin emoción. Sobre tal césped, el peloteo tendía a no
prolongarse, pero no por eso el partido se jugó exclusivamente en el saque.
Noah logró cuatro aces (y la misma cantidad de doble faltas). El peloteo
tampoco se jugó en la red, en la que, luego de muchos ensayos, los juga-
dores iban a enfrentarse en duelos de influencia nerviosa. No: se jugó en
la devolución y en la forma de cruzar y descruzar golpes, con cada jugador
cubriendo y descubriendo alternativamente el espacio del court.
En lo emocional, nunca nos dio la impresión de que ambos hombres se
encontrasen, pero Noah al menos trataba de ir al encuentro de sí mismo.
Si siempre supo acelerar en los momentos decisivos (sobre todo al final del
segundo set), si ejecutó algunos saques-volea a la perfección, si asombró
con voleas de revés cruzadas muy poderosas, igual estuvo siempre al borde
de la desconcentración, de la aprehensión o del mal humor puro y simple.
Por su parte, Pat Cash tuvo el mérito de no bajar nunca los brazos y salvar
cuatro match points.
Más sorprendente (y agradable de ver) fue Leconte-Fitzgerald. Parecía re-
producir el partido anterior porque en los dos primeros sets de ambos el sco-
re fue idéntico (6-4, 10-8), pero con una diferencia: Leconte ganó el primer
set pero el segundo se lo llevó Fitzgerald. Así que todo estaba por hacerse.
Y fue ahí cuando Leconte fue traicionado por sí mismo y por la fatalidad.
Fue la fatalidad la que quiso que ese jugador, John Fitzgerald, poco
conocido (veintitrés años, 35° de la ATP), lesionado el año pasado y en el
intento de volver, jugara cada vez mejor a medida que avanzaba el match.
Como Noah, logró aumentar su ventaja con voleas bajas cruzadas de re-
vés, bellas e imparables. En cuanto a Leconte, la alta competencia no pa-
rece haberle enseñado nada. Aún es capaz de tener momentos inspirados
(está en camino de convertirse en un gran devolvedor, como Connors),
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El amante del tenis
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Los franceses muerden el césped
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ROLAND GARROS 1984 Capítulo 10
Todo show tiene sus ritos y todo rito vuelve. Roland Garros levanta su
telón y, desde hace algunos años, Ilie Nastase y sus piernas cuadragenarias
son los héroes. ¿Tendrá algún truco nuevo, o dos? ¿Le quedará alguno en
el bolso? ¿Tendrá aún un bolso? El ex número uno del mundo no falta
ningún año a este encuentro, tan falsamente burlón que el público que
lo observa se siente falsamente conmovido. Hay cierta connivencia en el
aire, y cuando, como ayer, permanece fresco, aparece rápidamente la con-
tradicción entre el placer de observar un tenis jugado en cámara lenta y
el miedo de que los jugadores, de tanto olvidarse de acelerar sus golpes,
nunca entren en calor, e incluso se resfríen. El riesgo parecía mucho más
real ayer, cuando el sorteo opuso a Nastase contra Higueras, 12° cabeza de
serie, semifinalista en 1983 y puro dinosaurio. Su manera de volver lento
el juego se basa en su servicio largo (que siempre causa crispación) y en su
gusto por el peloteo prolongado que nunca concluye. Tedioso estilista del
fair play, apareció este año completamente afeitado, menos Cristo escapa-
do de un retablo barroco, con su mentón tan visible como, finalmente, él
mismo. Su rol no era fácil: no debía estropear el show, tenía que esperar a
que las risas se calmaran un poco, a que las piernas de Nastase se fatigaran,
y descruzar discretamente sus golpes ganadores. En síntesis, hacerse notar
lo menos posible.
Frente a él, Nastase, con mucho oficio y poca inspiración, se contenta-
ba con devolver la pelota lo más alto y lo más suave posible. La cuestión
era ganar tiempo y recuperar el aliento. También verificar en el aplausó-
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1. En castellano en el original.
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El amante del tenis
clive de los Vilas y los Clerc puede explicar muy bien cierta desafectación
del público latinoamericano por el tenis). Y además los mejores jugadores
sobre tierra batida, a fuerza de verse obligados a adaptarse a las estocadas
relámpago de las superficies rápidas, desaprenden la paciencia que hace
falta para construir sus victorias en Roland Garros. Es así que Lendl, ex-
trañamente, causa pena, que McEnroe aún no ha logrado ganar aquí y
que Wilander –incluso él–, dado que tiene la costumbre de jugar rápido,
recientemente careció de la paciencia necesaria en Montecarlo frente a
Sundström, quien, por su parte, se contentaba con jugar como Wilander
hace dos años. Por eso es que lamentamos que quede tan poco del “juego
latino”. El tenis, como los medios a los cuales debe su boom, está conde-
nado a la aceleración.
29 de mayo de 1984
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Apunten los reflectores sobre nuestras
panteras rosas
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El amante del tenis
al australiano Pat Cash, mucho más cuando ambos fueron (antes de de-
cepcionar a todo el mundo) campeones mundiales junior. Respecto de
Pascal Portes, también requirió de tres horas y cuarenta y ocho minutos
para dar cuenta del gran jugador de efecto rumano Florin Segărceanu y
demostrar que su juego de artista sigue allí. En cuanto a Noah, los medios
se encargaron de transformar en vibrante su encuentro con el inesperado
Mark Dickson.
¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto? Ninguna. Todos los años
una decena de franceses se transforman rápidamente en un puñado de fu-
gitivos, para luego, salvo alguna excepción, desaparecer totalmente. En el
mismo momento en que un jugador pasa dos rondas, los reflectores caen
sobre él y sobre su juego, su comportamiento y sus probabilidades. Y des-
pués se espera al año siguiente. Durante esos momentos, desde hace años,
se han sucedido las olas y florecido las escuelas. Hubo una escuela checa
y hoy hay una escuela sueca, es decir, una especie de estilo colectivo. Pero
nunca hubo una escuela francesa. Dispares, diversos, cada uno con sus
propias falencias y sueños, los franceses –como panteras rosas– pasan por
la actualidad y olvidan volver a pasar (con la excepción de Noah). Quizás
vivan en ellos, pero de modo potencial, todas las maneras de jugar al tenis:
con inteligencia, con suerte, con paciencia, con brillo o sin él.
Ayer, en el court nº 3, hubo una gran sorpresa. Tarik Benhabiles, 19
años, nº 198 del ranking, enfrentó al español Luna, nº 35 del ranking, y
lo venció en cuatro sets: 4-6, 6-3, 6-4, 7-5. Luna es un dinosaurio con un
saque amortiguado y soporífero. Tal regularidad le permitió figurar aquí el
año pasado. Frente a él, Benhabiles parecía no dar la talla: quizás porque,
pese a sus esfuerzos (“Gané algo de peso desde el año pasado”), el pequeño
francés es y permanecerá siempre del mismo tamaño. Sus puntos fuertes
son un bello toque a las pelotas, un tiro muy tenso hacia el fondo de la
cancha, un temperamento agresivo. Sus desventajas: cierta dificultad para
ocupar todo el terreno, cierta precipitación, el riesgo de cierta monotonía.
Hay algo de emocionante en la manera en que Benhabiles parece car-
gar el peso de toda la miseria del mundo sobre sus espaldas frágiles, como
si estuviera condenado a lo peor, a la desgracia y al gesto de coraje. ¡A esta
edad! Esperanza del tenis francés, incubado por la Federación Francesa de
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Serge Daney
Tenis (que lo entrena con Couteau), viene de “dos años muy negros por
cuestiones de salud” y volvió a jugar hace seis meses.
Si los paralelos audaces no fueran tan resbaladizos como un court un
día de diluvio, diría que hay en el tenis de Benhabiles un “tenis árabe”
como hay en Noah el black is beautiful. Una prueba más de que, incluso si
no hay una escuela francesa, hay mucha riqueza en las escuelas de Francia.
Pero es solo una idea, ni más ni menos. El mestizaje solo se ve en el caso
de las grandes estrellas. En el caso de los demás, aparece el circuito, que es
él mismo todo un país. Y el circuito usa, corroe y erosiona. ¡Buena suerte,
Tarik!
31 de mayo de 1984
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Carlsson, dieciséis años, se ratea de la
escuela sueca
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El amante del tenis
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¡Que los privilegiados se sienten!
Hace algunos años, el boom del tenis había generado no poca apren-
sión en el pequeño mundo de la pelota amarilla. Al incrementarse, el pú-
blico necesariamente había cambiado, y las gradas comenzaron a hacer eco
de los gritos del populacho, capaz de confundir la tribuna D de Roland
Garros con la del Parque de los Príncipes1 o con la del hipódromo de
Pantin. Incluso quienes se alegraron por el éxito popular de su deporte
de élite favorito dudaban de la capacidad de este público para portarse
bien. Y más aún en el caso del tenis que, como la corrida, requiere de
silencio o, al menos, de una alternancia inteligente entre gritos y silencio.
Una disciplina, en suma. Por otra parte, el público chauvinista y bestia ya
existía en otros países, y había estropeado más de un encuentro de Copa
Davis, desde el Foro itálico de Roma hasta el estadio de Praga. Podíamos
lamentar que un público recién llegado creyera que es divertido aplaudir
los errores no forzados, reír con las dobles faltas, protestar todas las deci-
siones del árbitro, etcétera.
Tales lamentos estaban mal fundados: la popularidad del tenis genera,
en principio, más y más aficionados, a menudo muy jóvenes, que siguen
todo lo que pasa en los courts y, además, cada vez actúan mejor su rol: el
del público. Y lo juegan mucho mejor en la medida en que se dan cuenta
de que, cada año, algunos games, algunos sets e incluso algunos partidos
enteros generarán por mucho tiempo emociones compartidas, como esos
viejos aficionados2 que conservan con cariño, treinta años después, el re-
cuerdo de una faena de ensueño. Por eso es que la victoria en cuartos de
final de dos jugadores franceses se desarrolló sin ningún tipo de histeria.
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Donde se ven los demás torneos en
transparencia
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El amante del tenis
Antes que él, Gerulaitis y sus crines habían cedido ante un argentino
poco conocido, Martín Jaite, mientras que Tomas Smid y sus aires de
segunda raqueta checa fueron rápidamente desarmados por un tornado
español llamado Emilio Sánchez. En cuanto a las dos estrellas argentinas,
Vilas y Clerc, cayeron en las sombras una vez más, y sin brillo. Por otro
lado, Noah logró emparejar las cosas finalmente con Boileau, Connors le
dejó pocas chances a Lloyd (su rival desgraciado en el juego pero afortu-
nado en el amor1), y Gómez, cuya evolución aquí es una de las más bellas
de seguir, solo tuvo que batallar un set para desmoralizar a Freeman. En
cuanto a los mejores dos jugadores del mundo hoy por hoy, McEnroe y
Lendl, solo tienen una cosa en común: a fuerza de una introversión crispa-
da, desconcentran a las mejores voluntades. Enigmáticos, desequilibraron
fríamente a sus rivales del día, el nervioso Testerman y el boliviano Mar-
tínez, respectivamente.
Una de las preguntas eternas de Roland Garros es, efectivamente, si
algún estadounidense logrará un día ganar en el court central. En la lista
de este año hay un John y dos Jimmy. Quizás uno de los Jimmy ya haya
perdido sus mejores oportunidades en los últimos años: Connors. El John
en cuestión es McEnroe, que no perdió ningún torneo desde que empezó
el año y que, en los papeles, es el lógico favorito. Queda un Jimmy, el más
joven y el más pequeño: Jimmy Arias.
Ayer el público francés observó realmente a Arias por primera vez. Se
preguntó de qué era capaz, y si tenía o no la pasta correcta: decidió que
sí. Hace años que el pequeño americano –ya no va a crecer, tiene veinte
años– se nos presenta como un prodigio de las canchas, tenaz y de buen
ver, poseedor de un drive mortal. Arias estaba en el equipo de los Estados
Unidos que desafió al francés en la final de Grenoble de la Copa Davis,
pero no llegó a jugar. Fue él quien llegó hasta Noah el año pasado en
Flushing Meadows. Este año, aunque aún no ha ganado tornes importan-
tes, se encuentra entre los cinco mejores jugadores del mundo. Su estilo
1. Jimmy Connors y Chris Evert se comprometieron en 1974, y luego rompieron. Ella se casó
finalmente con John Lloyd, de allí el comentario de Daney. Según cuenta Connors en The Outsider,
My Autobiography, ambos fueron infieles. Pero también contó, para escándalo de los medios, que
Evert había abortado un hijo de ambos.
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La emoción rebota en la tierra roja
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El octavo día, courts bajo las gotas
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hacer durante el primer set (que perdió), después hizo la suya sin preocu-
parse por nada y desmoralizó a su adversario. Sánchez tiene la presencia
de un joven torero con estocada fuerte y fogosa pero, irregular, no pudo
encontrarle la vuelta a un Connors más rápido que nunca. “Hoy jugué
bien”, confirmó Jimbo, y parecía sincero. Y así como Gunnarsson no pesó
demasiado ante Gómez, Järryd tuvo la horrible experiencia de enfrentar
sus límites ante Lendl. Lendl y Gómez tienen dos cosas en común: en
principio, no han perdido un solo set desde que comenzó el torneo; y des-
pués, estos jugadores ultradotados son capaces de ausentarse o de perder
la forma. Pero de eso se dan cuenta recién al final del campeonato. Por
otro lado, es muy impresionante ver a Lendl. En el segundo set, Järryd fue
secamente fusilado desde todos los ángulos; Lendl, la encarnación de la
soledad sobre el court, siempre sostuvo su mal aspecto, aunque templado
por momentos de ligera ausencia, como si en realidad no estuviera allí.
En cuanto a Balázs Taróczy, no se trata de un desconocido; está lejos
de eso. Lo hemos visto mucho aquí mismo, incluso entre los mejores, en
los tiempos en que Borg era la Ley. Había bajado un poco los brazos y
ahora ha vuelto. Tanto mejor. La ventaja de los jugadores que se enfrentan
a Noah consiste en que el público, en el tiempo en que dura un match, se
interesa por ellos. Es el efecto felizmente perverso del chauvinismo. Aun-
que Taróczy solo fue redescubierto durante los dos sets que pudimos verlo
jugar. Redescubierto e incluso reevaluado pues, como ya se habrá adivina-
do, como más de un jugador proveniente de Europa central, es un artista
dotado de una gran inteligencia para el juego, y que sabe hacer casi todo.
Frente a un Noah siempre tributario de su primer saque (¿pasará, no pa-
sará?), ofuscado desde el mismo comienzo del partido, alentado –pero sin
locura– por el público, Taróczy se llevó con suavidad el primer set (6-3).
Todo lo que no le salía a Noah (los globos, por ejemplo) Taróczy lo logra-
ba. Y en cuanto a los saques de Noah, el otro los devolvía secamente.
¿Se sostendría esta situación por mucho tiempo? El segundo set, que
ganó Noah 6-2, comenzó a volver apasionante la cuestión. El cuarto game
fue, directamente, soberbio. Noah logró quebrar el saque en el quinto, y
el séptimo también fue apasionante. El público redescubrió la belleza del
tenis justo antes de la lluvia. Porque, gracias a la fineza de Taróczy y la
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El amante del tenis
fuerza de Noah, de golpe todo el tenis estaba ahí, todos los golpes y to-
dos los estilos. Globos, pelotas amortiguadas, passings, smashes, con o sin
efecto, aces y devoluciones ganadoras se repartieron en el juego de los dos
hombres y agrandaron repentinamente los límites de la cancha.
Hay tantos partidos monótonos, juegos violentos pero entrecortados
y escenas lastimosas que, cuando un poco de gracia sopla sobre el court
central, es de la más elemental honestidad decirlo. Incluso ante la lluvia.
5 de junio de 1984
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La fosa de las imágenes
Llovía. Los fotógrafos charlaban bajo techo cuando una voz fuerte les
solicitó que se presenten en la sala de conferencias “por un asunto que
les concierne”. Descubrieron allí que algunos jugadores, entre ellos John
McEnroe, se habían quejado ante la ATP y los supervisores del torneo
porque el ruido de los flashes y las cámaras les causaban molestias durante
el juego. “¿Qué hacemos para arreglar esto?”, se preguntaba –más bien
contrariado– Christian Duxin. Hace tres años, en una de sus incesantes
metamorfosis, Roland Garros había dispuesto en el estadio central y el
court nº 1 fosas desde donde los fotógrafos podían ametrallar a los juga-
dores. A cierta distancia, cierto, pero parece que aun así demasiado cerca.
¿Cómo hacer, entonces?
Las reacciones entre los fotógrafos presentes fueron de todo tipo. Al-
gunos, con aire de capitulación, decían que, en última instancia, Roland
Garros podía prescindir de los fotógrafos, que bastaba con la televisión.
Otros se mostraron indignados ante la sola idea de negarles su presencia,
infantilizados o “tratados como los villanos de la película cuando solo es-
tamos haciendo nuestro trabajo”. Y luego estaban aquellos que intentaron
llegar a alguna clase de arreglo. Duxin propuso “presentar el caso” ante los
jugadores y los representantes de la ATP y proponerles no sacar fotos al
menos en el momento del saque. Se habló de un muro de insonorización,
de huelga, del ruido de los aviones en Flushing Meadows, de códigos de
buena conducta para los fotógrafos, etcétera.
Se habló sobre todo del único jugador cuyo nombre fue mencionado:
John McEnroe. El más fotografiado del torneo y, al mismo tiempo, el
más encarnizado opositor de los medios. Lo menos que se puede decir es
que no está jugando su juego. El día anterior había mandado una pelota
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Los partidos del día, en rodajas
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de revés. Solo tuvo una oportunidad en el tercer set, con una pelota para
el 4-1 que perdió. Lo vimos luego reforzar sus golpes, acelerar el drive e
incluso quebrar el saque en el octavo game, pero fue en vano. De hecho,
es difícil ver cómo, incluso jugando mucho mejor, Arias podría encontrar
la llave del juego de McEnroe. Big Mac va a la pelota más rápido y de
modo más imprevisible, a tal punto que nos preguntamos si no será algo
tan inverosímil como una cerradura sin llave.
6 de junio de 1984
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El verdugo Lendl vence al elegante Gómez
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Serge Daney
derecha. Entre ellos, la red, a la que no se aventuraron salvo para dar gol-
pes seguros y cerrar algún punto.
¿Quién ganaría? ¿Lendl, por ser más regular? ¿Gómez, por estar más
inspirado? Ambos se mostraban introvertidos, graves, tensos; dos formas
de la fragilidad. El número de raquetas que Gómez cambió durante el
partido, sin hablar de las que quebró de rabia o las que rompió por torpe-
za, es la otra cara de su elegancia, esa manera de devolver la pelota como
algo que no le pertenece para nada, con un bello gesto clásico de torero al
final de una faena, seguro de que la pelota (la bestia) no debería volver tan
rápido. Impresión equivocada la mayor parte de las veces.
Así fue que le permitió a Lendl, que sacaba mejor, tomar el primer
set, y no comenzó a batallar de veras hasta el segundo. Cuando iba arriba
5-1, le permitió a Lendl acercarse en el tablero y falló un set point en
el sexto game, antes de terminar ganando en el tie break. Pero incluso
ahí, cuando iba 4-1 arriba, terminó llevándose el set con las uñas con un
7-5. Esta manera de no jugar bien los puntos decisivos, de ser brillante
sin ser peligroso y de desmoronarse cuando la derrota parece un hecho
es lo que explica por qué Gómez, n° 5 del mundo, más frágil y menos
concentrado, más propenso a los calambres y a la resignación que Lendl,
ha caído finalmente sin pena ni gloria. Incluso se oyó a la multitud co-
rear “Lendl” cuando la victoria del checo era casi una realidad. Ni más
ni menos ante Lendl, a quien, extrañamente, los reflectores dejaron de
apuntarle como si su presencia en las semifinales de Roland Garros fuera
algo completamente normal.
Desde el comienzo del torneo siempre fue poca gente a sus conferen-
cias de prensa, especialmente pocos periodistas checoslovacos, que lo ig-
noran de modo sistemático. ¿Qué debería hacer Lendl para que lo vuelvan
a mirar? Ganar, sin dudas. Y ya es hora.
Curiosamente, este año los Internacionales de Francia han sido parti-
cularmente fieles a la sutil jerarquía de la ATP: en efecto, los cuatro semifi-
nalistas son, respectivamente, el primero, el segundo, el tercero y el cuarto
mejor jugador del mundo. Del mejor de los mundos.
7 de junio de 1984
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Navratilova: Grand Slam en la mira
Si lo vemos por el lado de los tableros (es decir, en números), las se-
mifinales de damas en Roland Garros no tuvieron nada de sorprendente.
Como estaba previsto, Chris Evert-Lloyd dio una lección de tenis a la
joven negra Camille Benjamin. El resultado (6-0, 6-0) muestra hasta qué
punto la lección fue impiadosa. “Nunca logré encontrar el terreno”, se
excusó la semifinalista vencida e inesperada.
Y, como era previsible, Martina Navratilova tuvo la mejor parte ante
Hana Mandlíková. La ex checa venció a la aún checa pero en tres sets (3-6,
6-2, 6-2). El partido, reportado ayer, tuvo lugar en medio de una gran hu-
medad y con muy poca concurrencia. Una vez más, el público creyó que
iba a asistir en directo a un acontecimiento mayor: la derrota de Navrati-
lova. Más cuando se piensa que Mandlíková, n° 3 del mundo y ganadora
aquí hace tres años, es la única que la ha vencido en lo que va del año. Y
mucho más cuando Mandlikova, a pesar de sus ánimos de papel maché,
sabe arrancarle al público –incluso al público escaso y humidificado– gri-
tos de alegría gracias a su juego ofensivo y a sus dotes.
Buena conocedora del juego y de las jugadoras, Evert-Lloyd había pre-
visto lo que pasaría: Hana desequilibraría a Martina durante un set y luego,
bueno, luego nada. A la prensa Martina le confirmó que “cuando Hana
juega así, es imparable: hay que dejar pasar la tormenta”. “Así” significa de-
voluciones imparables, ocupación de la red, juego cruzado y descruzado
como al descuido, tozuda soberanía. Pero “así” no dura mucho tiempo. Ayer
Martina sacaba mal, devolvía trabajosamente, penaba por el court. Fantas-
magórica, terminó perdiendo el set. Luego se acomodó, corrió todas las
pelotas, desanimó a Hana y volvió a soñar con el Grand Slam.
El tenis femenino es extraño. En el court las jugadoras se comuni-
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Lendl-Wilander: el hipnotizador engañado
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Todo era lento y, lo que es peor, todo estaba al revés. Así pues, ambos
jugadores perdieron el saque en los primeros siete games del partido. Al
final fueron 17 breaks en 30 games disputados, todo un récord. Y un
colmo. Incluso vimos a Wilander, cosa rara, no quedarse con la última
palabra en algunos peloteos largos. Finalmente, Lendl iba a vencerlo en su
propio juego, con pelotas altas y puro músculo.
¿Qué significa toda esta contabilidad? Que al partido, como mínimo,
le faltó sal, y que salimos de la modorra recién con el muy bello final, tras
dos juegos que Lendl ganó a cero, cuando comenzamos a alentarlo para
que terminara lo más rápido posible, antes de que comenzara la otra semi-
final, por otro lado espectacular.
Pero esto significa, también, que al final Lendl, vencedor inesperado
en tres sets, jugó bien. El checo, para nada enamorado del juego en la red,
se encontró en una posición inédita: la del menos molesto de los dos. Le
bastó con devolver el juego hipnótico del sueco sin olvidar que contaba,
además, con un arma propia: la aceleración. Por eso es que ganó cada vez
que, con rabia, aceleró su célebre drive o logró que pasara su primer saque.
Esta aceleración no era más que técnica, y nos proveyó a todos de la sen-
sación de volver a ver un partido de tenis y, sobre todo, de volver sobre el
polvo de ladrillo, superficie en la que los rounds de observación no tienen
interés si, además de esa observación, no hay algo más para ver.
Entonces el público se puso del lado de Lendl. Y olvidó la fragilidad de
este jugador, su pesado juego de piernas, la tentación que a veces sufre de
dejar ir el partido y esa manera que tiene de salvar pelotas imposibles con
la desesperación de alguien que va perdiendo incluso cuando va ganando.
Lendl se sentía contento: había tomado revancha contra Wilander quien,
aún un desconocido, lo había eliminado hacía dos años y lo había fusilado
literalmente hasta hacerlo montar en cólera. Su punto débil sigue siendo
el orgullo. Pero mientras que el orgullo de McEnroe consiste en usar a los
árbitros y a los jueces de línea para resolver una disputa que tiene consigo
mismo, el orgullo de Lendl no ha encontrado aún el blanco/testigo necesa-
rio para explotarlo en la cancha. Como consecuencia, no hace más que im-
plotar. ¿A quién podría necesitar, pues, para esto? A McEnroe, por ejemplo.
9 y 10 de junio de 1984
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ROLAND GARROS Capítulo 11
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Serge Daney
el comienzo del torneo, el público que lo alienta evita mirarlo a los ojos,
desarmado y obstinado.
Frente a él, John Lloyd fue fiel a su look un poco anacrónico de britá-
nico fair play. A este jugador rápido y anticipador le faltan piernas y ese
instinto asesino que, para él, sería de mal gusto. El partenaire ideal para
una última lección de tenis antes de enfrentarse con una verdadera fiera
(en la tercera ronda, Benhabiles debe enfrentar a Connors). En su contra,
estaba recién lesionado, se había lastimado el día anterior jugando dobles
con Pascal Portes (doble que Tarik no logró). Por eso tenía la espalda ven-
dada y contó con la atención de los kinesiólogos y los antiinflamatorios.
Pero esa espalda dolorida, en tres sets, no tuvo tiempo de convertirse en
un problema. Por otra parte, si hubieran jugado cinco sets, habría sido el
propio Lloyd quien acusaría primero la fatiga. Hay una cualidad difícil de
evaluar en el tenis: la generosidad. Aquel que se juega por todas las pelotas,
que quiere todas para él y todas mortales, que no economiza ni tiempo
ni fuerzas, corre el riesgo de otorgar un bello espectáculo pero perder el
match. Y hay algo de esta generosidad en la forma en que Benhabiles
juega sus partidos. A un jugador más vicioso o más completo que Lloyd
no le hubiera tomado demasiado trabajo devolverle su juego de modo
impersonal. Pero la generosidad de Benhabiles es una fuerza que también
desborda al adversario, lo ametralla a distancia y, para terminar, lo inhibe.
Como nunca, Benhabiles peleó todas las pelotas, y sacó tiros muy tensos
con un juego llano, mejor adaptado a las superficies rápidas, y con una
absoluta falta de perversidad. Así es como pudimos medir sus progresos:
su primer saque siempre pasa, aprendió inteligentemente el arte del globo,
y sus passing shots de revés cuando se acerca a las líneas tienen una pureza
que entusiasma a más de uno.
En lo anímico, además, parece como si Tarik cargara una maldición
menos pesada que en años anteriores (cuando fue vencido por brutos saca-
dores como Gehring y Gitlin) y sabe jugar bien en el momento necesario.
Si bien desbordó a Lloyd en los dos primeros sets y luego se desconcentró
un poco al principio del tercero (en el que llegó a estar 3-0 abajo), igual lo-
gró volver al partido y salvó cinco set points, dos de ellos en el tie break. El
fair play de Lloyd, el aliento del público y la connivencia de la red le die-
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El amante del tenis
31 de mayo de 1985
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La máquina de dos cabezas y el grano
del árbitro
José Luis Clerc durmió en el primer set, se llevó por poco el segundo,
dejó pasar el tercero y se embolsó el cuarto. Ya hacía cuatro horas que
jugaba contra Yannick Noah. E hicieron falta al menos tres para que el
público parisino recordara que estaba a favor del francés y comenzara a
alentarlo. Clerc se lo esperaba e hizo gala de una gran sangre fría. Por otro
lado, el público estaba contrariado porque le es imposible tomar partido
contra Clerc. Por un lado porque es un excelente jugador, uno de los más
bellos de ver sobre polvo de ladrillo, un poco frío, cierto, pero de un im-
pecable fair play. Por otro, en el court se hacía evidente el hecho de que
ninguno de los dos hombres se ponía por encima del otro. Por cierto, los
gritos del público llevaban un regusto a “que lo terminen de una vez”, y
fue por la presión de terminarlo que se lo llevó Yannick.
Yannick se lo llevó, pues, pero no como estaba previsto. En el quinto
set, Clerc estaba 5-6 arriba y Noah sacaba para igualar el partido. En un
momento, estiró su espalda cerca de la red para bordar una volea victo-
riosa y fácil. Seguro del golpe, contando ya con las hurras del público,
falló. Pegó con el marco. La pelota se cree buena, pero Clerc y cualquier
par de ojos normalmente constituidos la ven mala. Solo el juez de línea la
ve buena, sostenido por el árbitro que declara igualdad en 6. Clerc, hasta
142
El amante del tenis
aquí impávido, protestó en vano ante el árbitro, pero Noah, que sabía bien
que su pelota era mala, aceptó el semiacuerdo semimezquino de poner
dos pelotas en juego que Clerc obviamente perdió, como luego los ocho
puntos restantes, desmoralizado frente a un Noah que volvió a convertirse
en ídolo, sonriente, un poco turbado y aliviado. El error del juez de línea
seguido por la sumisión del árbitro estropearon el final del match. Clerc
declaró después que ese punto iba a cambiar su vida, sin que supiéramos
bien qué quería decir. ¿Va a renunciar a su elegancia un poco altanera? ¿Va
a empezar a jugar como un carretero o como McEnroe? ¿Va a renunciar al
tenis? ¿Evocaba quizás algún dramático arresto? Sería una lástima.
Quizás a este incidente de último minuto tras cuatro horas de muy
buen tenis se le dio demasiada importancia cuando no es más que uno
de los escándalos que se producen regularmente en Roland Garros. El
arbitraje no siempre sabe elegir ente la altivez silenciosa y los tejemanejes
oscuros. Pero también se puede ver en el incidente la conclusión lógica de
un match extraño. En efecto: ¿qué sucede cuando dos jugadores tienen
muchas más cosas en común que diferencias, cuando regalan –durante
cuatro horas– el espectáculo de dos personas que se estiman mucho y que
han jugado lo suficiente el uno contra el otro (recordemos que Noah viene
de vencer a Clerc en los cuartos de final de Roma) como para conocerse
muy bien? Sus juegos se complementan maravillosamente, pero no lanzan
secretamente esos gritos de odio o miedo sin los cuales un partido es un
un encuentro pero no un diálogo.
Primero, la edad: Noah tiene 25 años y Clerc, 26. Luego, la superfi-
cie: educados sobre polvo de ladrillo, los franceses y los latinoamericanos
saben muy bien cómo moverse sobre ella. Algunos, incluso, de maravi-
llas. Noah y Clerc en plena forma siempre implican un espectáculo más
entusiasmante que el de cualquier afecto al efecto, sueco o no, que no se
anima nunca a ir rápido, correr o caer; es decir, a exponerse. Ayer vinieron
a encontrarse sobre la tierra batida todos los golpes del tenis: un número
muy razonable de aces, globos, peloteos laboriosos, cabalgatas a través del
court, smashes fulgurantes y passing shots congelantes.
Otra cosa en común entre los dos jugadores: no son asesinos. Noah
tiene la majestad feliz y Clerc, la dignidad reaparecida. Noah, bien enoja-
143
Serge Daney
do, dijo después que tenía “mucho respeto y mucho cariño por este tipo”.
Y finalmente los dos han conocido días mejores, y si Francia entera se ha
reunido en un “¡Vamos, Yannick!” tras la victoria en Roma, Clerc sabe,
también, de un comienzo de temporada muy prometedor que debió re-
unir a los argentinos en un grito de “¡Vamos, José Luis!”. Pero todavía no
están en el come back, simplemente han realizado su primera vuelta en
este mundo y han salido necesariamente maduros, quizás decepcionados,
pero en todo caso conscientes de lo que es, realmente, jugar al tenis.
Durante mucho tiempo el público observó una bienvenida neutrali-
dad. El mismo Noah se cuidó muy bien de hacerse demasiado el intere-
sante. Solo lanzó su raqueta al aire (de rabia) después de una hora y media
de juego, y no tuvo un gesto de bravucón hasta el minuto 135, y un alter-
cado con el juez-árbitro recién tras tres horas de juego. Se asombró, con
razón, de que los nuevos cronómetros electrónicos funcionaran de una
manera tan intermitente. “Mierda”, le dijo directamente al árbitro (pero
parece que le dijo cosas peores fuera de micrófono). Es decir, el partido
tomó tanto tiempo en resolverse que terminó con una riña.
En el primer set, Clerc no estaba en el partido y fue completamente
sobrepasado. En el segundo, a un Noah que quiso utilizar el top spin no
le respondió con su propio punto fuerte, el drive profundo que deporta
al contrario hacia la derecha y lo desestabiliza. Si bien Noah tuvo una
presencia física impresionante, logró más games ganados a cero y aces,
fue incapaz de sostener la presión. Al final del segundo set, tras quedar
abajo en el tie break 5-1, terminó perdiendo 7-4. Había que empezar
todo de nuevo.
El tercer set fue el más bello, más allá de su score poco elocuente. Tu-
vimos la impresión de que, mientras Noah no se rehacía y Clerc lograba
hallar todo su tenis, ambos hombres terminarían por encontrarse. Pero
no fue realmente así. A momentos inspirados les sucedieron túneles. Esas
rachas de inspiración eran como el trailer del partido más intenso, más
encarnizado, que no logró materializarse. En ocasiones, ambos jugadores
recorrían sus mitades respectivas del court como unos locos, olvidando
toda prudencia: Noah abusando de su fuerza, Clerc jugando a la línea, a
suerte y verdad. Fue un gran espectáculo.
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El amante del tenis
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Arbitrajes: el año de todos los disgustos
Que el arbitraje sea por naturaleza algo difícil queda claro. Que no se
quiera a los árbitros es difícilmente evitable. Aun así, año a año se va desa-
rrollando cierto estilo en el arbitraje de Roland Garros. ¿Cómo definirlo?
Todo sucede como si los árbitros aprovechasen el hecho de que el tenis se
haya convertido en un deporte popular para inculcarles a los nuevos fans el
reglamento.
Este año grandes números luminosos y electrónicos engranan una ince-
sante cuenta regresiva ante la mirada de los jugadores, del público y de los
árbitros. Y de hecho, cuanto más instrumentos tecnológicos necesitan estos
últimos para hacer su trabajo, más altivos parecen.
En 1985 están, además, faltos de inspiración. Cuando, en el tercer
game del primer set, Leconte, tras una carrera, logró devolver un passing
shot justo sobre la línea, las gradas explotaron e incluso Noah aplaudió
ese punto, que lo había dejado tieso. Pero mientras el público aplaudía y
pasaban los treinta segundos, el árbitro sancionó a Leconte por retrasar su
saque. Un incidente similar al que le había provocado una enorme cólera
a Jimmy Connors cuando, enceguecido por un viento lleno de polvo,
terminó sancionado.
No son faltas de arbitraje, sino faltas de gusto. Como si en el preciso
momento en que la emoción llega a la cima, los árbitros –amparados en
el reglamento– nos recordaran ásperamente su existencia. Como si no so-
portaran esos momentos de sincronía entre el espectáculo y los espectado-
res. Estos celos, que sin duda son de orden ontológico, los lleva demasiado
fácilmente a pasar del rol heroico del árbitro al de un mero peón. Y en el
cambio pierden.
3 de junio de 1985
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3 Horas, 5 sets, 49 games: Leconte es bueno
Pocas veces se vio un público tan dividido. Es cierto que el match más
esperado de los octavos de final enfrentaba al n° 1 francés Yannick
Noah con su eterno seguidor, Henri Leconte. Fue necesario un tenis
explosivo para que Leconte se impusiera en 5 sets 6-3, 6-4, 6-7, 4-6,
6-1.
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Serge Daney
ciente de eso –él primero–, y la mala imagen de Leconte, que suma ridículo
con el extraño apodo “Riton”, viene de los dones que aún no ha sugerido
(tiene veintitrés años), de esa facilidad caprichosa que le viene y se le va.
Cuántas veces habremos lamentado las faltas de juicio de Leconte, sus bra-
vuconadas inoportunas, su actitud obstinada y su falta de táctica. Al punto
de que ya habíamos más o menos renunciado a creerle. Y además Leconte
sufre una gran desventaja: cuando juega mal, su torpeza es imperdonable;
cuando juega bien, tiene el aspecto de quien vive un milagro. Este tipo de
esquizofrenia no es del gusto del público del central, que busca también
cualidades morales: coraje y buen humor. Para genios que no osan bajar
a tierra, alcanza ampliamente con McEnroe. Y por otra parte McEnroe es
americano, así que es doblemente inimputable.
Todo esto debió pesar ayer cuando arrancó el match, que vino luego de
una riña miserable entre McEnroe y Sundström. Si Noah tenía que con-
formarse con el escenario “sin afeitar pero curado de sus lesiones, vuelve
al primer plano”, Leconte tenía que ayudar a la suerte y, contra su amigo,
jugar un tenis mejor. Mejor y diferente. Era entonces o nunca: por un lado,
Noah no estaba jugando su mejor tenis. Por otro, Leconte venía de colec-
cionar algunas grandes victorias.
Tuvimos mucho tiempo para ver hasta qué punto su tenis es ahora di-
ferente. Durante los dos primeros sets, el dominio de Leconte fue neto.
Sacó hacia el revés de Noah y se deslizó a la red con tanta autoridad que
estuvimos a punto de creer que ganaría en tres sets. Noah, que corría me-
nos pelotas y aplaudía con su raqueta los mejores puntos de su amigo, pa-
recía petrificado. Impuso su fuerza física en varios momentos, como contra
Clerc, pero nunca su juego más bien deshilachado. Le dio tiempo al públi-
co de admirar el juego de Leconte, hecho de trayectorias secas, de pelotas
inatajables y formidables aceleraciones del drive. Pero el público, si bien
aplaudía los puntos de Leconte, continuaba gritando a favor de Yannick.
A veces, como para equilibrar un poco este falso encuentro entre un zombi
ídolo de las masas y un ovni ídolo de sí mismo, algunos se arriesgaron a gri-
tar a favor de Leconte, pero tuvieron la torpeza de oscilar entre “¡Leconte!”,
“¡Henri!” y “¡Riton!”.
Los especialistas reconocían que Leconte estaba jugando muy bien, pero
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El amante del tenis
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Una jornada demasiado tranquila bajo la
influencia sueca
¿Qué hacer esos días en los que no pasa nada sorprendente? Destruir
mitos. Pues bien, hay uno que no termina de morir, el de la “escuela sueca”.
Cuando Borg volvió a poner en hora todos los relojes del tenis, nos lamen-
tamos de todos los pequeños Borg que crearía con su ejemplo. Golpeadores
sin carisma fabricados en serie; dinosaurios deprimentes siempre jugando
lejos de la red. Mecánicos frente a los cuales los franceses –tan individualis-
tas, ellos– se romperían los dientes. Ni bien Borg dejó la escena, Wilander
pareció confirmar nuestros temores. Ganó alegremente Roland Garros en
1982 y pudimos hablar de sus nervios de acero, suecos, por supuesto. El top
spin seguía causando estragos, y me acuerdo de haber vituperado en estas
columnas contra un match maratónico entre –ya– Wilander y Sundström
en el court n° 1. ¿Y el espectáculo?, gemía yo entonces.
Tales temores eran infundados. Borg arrastró detrás de sí a media doce-
na de buenos jugadores suecos pero que no alcanzaban para pensar en una
escuela. Estos muchachos estaban contentos con ser amigos, con entrenar
juntos y ser más bien rubios. No son más que clones. Nada comparable
a los productores estadounidenses de la escudería Bolletieri, esa sí una
verdadera escuela y que, sí, es cierto, muerde el polvo seguido en Roland
Garros (ver este año a Jimmy Arias o Aaron Krickstein). Los suecos son
más sólidos que eso.
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Leconte, fracaso y Mats
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Connors: sin suspenso para el ùltimo elegido
del póker de ases
Stefan Edberg era el único jugador de cuartos de final del que se podía
esperar que le trayera problemas a su adversario, un Connors corregido
y aumentado. Como Leconte frente a Noah, había dado lo mejor contra
su hermano mayor Jarryd en el transcurso de un match sueco-sueco muy
tenso. Pudimos admirar su muy variado tenis natural y, sobre todo, su
saque más que fuerte. De allí a imaginar su victoria o al menos un buen
partido no había más que un paso. Quienes lo dieron terminaron decep-
cionados cuando Jimbo terminó de eliminar al sueco en tres sets. Enton-
ces recordaron que nadie puede excusarse en ignorar la ley.
Y la ley dice que frente a Connors –en plena forma a pesar de su edad,
ávido y veloz, siempre arrojado hacia las pelotas más extrañas– un joven
de diecinueve años, incluso el más dotado, enfrentado por primera vez a
él y por primera vez habitante del court central, perderá confianza poco
a poco; luego, sus virtudes; más tarde la cabeza y, finalmente, el partido.
Intimidado, quizás por falta de agresividad, Edberg olvidó sus puntos
fuertes salvo su saque. Multiplicó los aces, pero raramente en el momento ne-
cesario. Y a la inversa: solo cometió dobles faltas en los momentos cruciales,
cuando no solía cometerlas. Mientras que sus globos, sus pelotas amortigua-
das al centro del court y esa manera muy personal de relajar al rival estuvieron
ausentes. Frente a él, Connors jugaba como Connors, con un saque un poco
más débil, es cierto, pero con sus devoluciones directas a las líneas.
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Serge Daney
En el primer set, cuando estaba 4-1 abajo, el sueco se rehizo y llegó con
facilidad al 4-4 pero después dejó ir el juego. En el segundo, fue completa-
mente dominado y el partido se atascó. Puro aburrimiento. En el tercero,
Edberg salió más decidido y logró ponerse 3-0, pero estúpidamente se
dejó igualar en 5. Fue entonces cuando los elementos, hartos de este par-
tido sin alma, delegaron una tormenta sobre el central. Estábamos a pocos
games del final del set (o del partido). El público corrió a cubrirse, y uno
de los toldos se voló. La lluvia cayó rabiosa con una violencia connorsiana.
Como ocurre en estos casos, se acariciaron por un momento hasta las hi-
pótesis más alocadas: ¿y si las piernas de Connors ya no fueran tan veloces?
¿Y si apareciera en el joven sueco un asalto de la voluntad? No pasó nada:
una vez en el tie break, el peor sacador de los dos fue demolido.
Nadie puede excusarse en ignorar la ley; esta verdad –amarga– caracte-
riza a los Internacionales de Francia. Las sorpresas suelen ser más bien ra-
ras y los outsiders tienden a ser vencidos. Nyström, Leconte, Jaite y Edberg
fueron demasiado tiernos para McEnroe, Wilander, Lendl y Connors.
Jugaron con un ánimo tan lábil que terminaron perdiendo. El póquer de
ases de los semifinalistas estará compuesto, pues, por los cuatro primeros
cabezas de series del torneo. Para los demás, el sueño terminó.
Quedan Connors y su viejo sueño de ganar, aunque sea una vez en
la vida, Roland Garros. ¿Tiene alguna chance? En los papeles, no. Tras
observar el juego devastador de Lendl ayer, no. También es cierto que el
público se ha habituado hasta tal punto a volver a ver a Connors en esta
cita del polvo de ladrillo que ha olvidado los años de flirteo y descubri-
miento recíproco en que Connors, incluso vencido (a menudo por Borg),
era el jugador más divertido y generoso del circuito. O, por lo menos, el
menos pretencioso.
Hoy Connors permanece como un buen jugador, un “matador”, salvo
que ya no es divertido, ni siquiera él. Y hay que decir que el póquer de ases
de Roland Garros 1985 ya no tiene carisma, ni alegría por jugar ni joie de
vivre. Ganará el mejor. Eso es todo.
6 de junio de 1985
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Una piba linda y gruñona en la fosa de los
dinosaurios
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Jimmy Connors, menos todoterreno que Lendl
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WIMBLEDON 1985 Capítulo 12
Ayer, desde lo alto de sus dieciocho años, el alemán Boris Becker do-
minó absolutamente a Kevin Curren. Pero el juego que le dio su
vencido no estuvo a la altura de una final de Grand Slam.
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ROLAND GARROS 1987 Capítulo 13
Todos los años pasa lo mismo: a mitad del torneo, los primeros de la
clase se deciden a mostrarles a los jóvenes ambiciosos qué cuerdas se
tensan en sus raquetas.
Sin embargo, en los papeles era una bella jornada. Comenzaría con
Boris “Bum-Bum” y no terminaría hasta caer la noche con “Ben”. Mien-
tras tanto, podríamos ver en el central un “¡Vamos, Yannick!” y un poco
de lo que Steffi sabe hacer. Quedaría algo de tiempo para verificar, en el
court n° 1, que Wilander es el más afilado de los astutos, que Arias ten-
dría que remar para deshacerse de Jordi Arrese, que Connors vencería a
un argentino del que podría ser el padre y que se ha vuelto imposible que
a uno le conviden una copa de champagne en los stands del “village” de
Roland Garros, arrogante villorrio de pubs que ya no necesita halagar a los
periodistas deportivos (el efecto Cannes, digamos…).
En los papeles, quizás. No en la realidad. Una vez pasados los “¡oh!” y
los “¡ah!” de las primeras rondas y después de que las primeras cabezas de
serie guillotinadas se fueran al vestuario, una vez declarado que nada en el
mundo era más abierto que Roland Garros, uno se encuentra, como todos
los años, en la mitad del torneo, el momento en que los mejores vuelven
a ser secamente los mejores y las jerarquías dejan de temblar. La única
sorpresa de la mañana fue ver hasta qué punto Becker aún no se encuentra
demasiado cómodo en el polvo de ladrillo, cómo su tenis corre el riesgo
–como el de McEnroe– de no aprender nunca a economizar sobre esta
superficie que tiene todo el interés de invertir en sus golpes.
Becker, por destellos, puso espectáculo allí donde Sundström, jugador
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Pues, para sorpresa general, la joven canadiense (dieciocho años, 37° ju-
gadora mundial) le jugaba de igual a igual a una alemana sin gracia que,
repentinamente amenazada, perdió algunos games y se rindió ante la evi-
dencia de que le iba a hacer falta pelearla.
Algunos duelos fantásticos de drives furibundos que removían trans-
versalmente la cancha fueron lo esencial del combate al que Kelesi le agre-
gó algunos brillos de top spin que volvían loca a la alemana, quebraban su
ritmo, le minaban la moral, le impedían imponer su juego y la llevaban al
tie break, el cual al menos logró ganar imponiéndose 7-3. Helen Kelesi,
a quien nada intimidaba, volvió al ataque en el segundo set, cuyo score
(6-2) dice muy poco de lo peleado que fue. Ya en el primer set, la pelea-
dora cayó en un momento sobre la tierra batida, completamente agotada,
mientras que Steffi Graf salvó ¡cuatro set points! Raro personaje, Kelesi.
Capaz de pegar pequeños gritos, aún regordeta, muy rápida, con un juego
variado y capaz de salvar un match point como si en ello se le fuera la vida.
El interés del partido residió en que, para vencer al huracán Kelesi,
Graff tuvo que sacar su mejor juego, sobre todo en el comienzo del segun-
do set. Ahora bien: su mejor juego, hecho para clausurar el intercambio
de golpes, es un poco más que impresionante: es paralizante. Este año en
Roland Garros corre el rumor de que las chicas juegan cada vez mejor.
1 de junio de 1987
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Mats Wilander, la voz de la indiferencia
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Tiranía en tres actos
Ayer hubo tres partidos de cuartos de final, tres victorias en tres sets:
Becker sobre Connors, Mecir sobre Novacek y Wilander sobre Noah.
Tres vencedores que impusieron su juego sin dejar lugar a la discu-
sión. Noah, incluso, se quedó mudo.
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segundo set y otra en el tercero, eso fue todo. Cometió pocos errores, pero
todos ellos fueron severamente castigados. Solo dominó a Wilander con
sus puntos fuertes (el primer saque, el smash), e incluso así… En síntesis:
se dio cuenta de que había caído en una trampa increíblemente afilada, lo
supo enseguida y fue rápidamente vencido.
“¿Cree que aún puede ganar Roland Garros?”, preguntó un periodista.
“Eso espero, por todos nosotros”, fue la misteriosa respuesta de un Noah
mitad deshecho, mitad soñado; mitad sonriente, mitad grave. Se tiene la
impresión de que se ha habituado definitivamente a la idea de ser un poco
demasiado viejo para volver a ganar aquí, un poco demasiado lento para
Wilander u otros jugadores más jóvenes, un poco demasiado “natural”
para un paisaje cada vez más artificial, y un poco demasiado legible has-
ta en sus mínimos gestos allí donde los mejores no dejan de ocultar sus
golpes y sus emociones. Quizás tal sea el verdadero sentido del “por todos
nosotros”: porque eso que no deberíamos dejar pasar, el “todos nosotros”,
es el costado humano del tenis, que a menudo tuvo los rasgos de Yannick
Noah.
Además, cada jugador durante mucho tiempo trata de completar su
juego. Incluso eso es humano en él. Le falta tratar de volverse eso que no
era al principio, antes de llegar a la edad límite en la que ya no tendrá
mucho sentido. Lúcido, Noah comenzó reconociendo hasta qué punto
Wilander ya no es más aquel jugador al que supo ganarle dos veces en
Roland Garros, sino uno mucho mejor; ya no “unidimensional” y defensi-
vo, sino alguien capaz de ir a jugarse a la red, de tomar riesgos, de moverse
atléticamente, neto, de meter veinte tipos de passing shots diferentes y
seguidos.
¿Y Noah? Él también ha cambiado, tuvo que cambiar, quiso cambiar.
Pero en sentido inverso. Para ganar calma, para no dejarse distraer o enga-
ñar por su propia imagen jugando bajo la mirada extasiada de su público.
Desgraciadamente, el partido en el que necesitó esas nuevas cualidades
fue el anterior, contra Carlsson. Contra Wilander no le sirvieron de nada.
Lo hemos visto, y fue muy bueno, volver a su juego natural, aquel con el
que, a pesar de todo, podía vencer a Wilander. Un juego increíblemente
atlético y espectacular.
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Pero, por culpa del cansancio, le faltó velocidad. Las balas de cañón
reventaban contra la red por haber sido arrojadas demasiado tarde. A la
violencia inmóvil le faltaba la dinámica que debía ligar los golpes los unos
a los otros. Había algo de pelea por el honor en que los fragmentos del
tenis de Yannick, repentinamente desunidos, se despachaban pedazo a pe-
dazo y generosamente sobre el court central ante un rival al que nada le
molestaba. Como si la derrota tuviera que suceder bajo sus propias reglas.
El mismo Noah que, evitando cualquier rodeo y con el partido recién ter-
minado, vino a poner con voz suave los puntos sobre las íes con la mayor
de las dignidades. Ya con el miedo en los ojos del próximo despertar: el de
esta mañana.
4 de junio de 1987
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Mecir, peloteos fuera de lo común
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del año, Mecir solo cayó en una final, la del US Open ante Ivan Lendl.
Otro checo, otra historia, otro cazador de cabelleras: parece esperarnos
una buena semifinal.
4 de junio de 1987
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Graf pincha a Sabatini en el final
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El amante del tenis
el revés de Graf, un revés con slice mucho menos peligroso que su drive.
Graf también jugó sobre el revés de Sabatini, pero en su caso el revés con
top spin es mucho más difícil de neutralizar. Por otro lado, fue ella la que
lo quiso así, dado que su punto fuerte, ahí donde es casi terrorífica con sus
bólidos profundos, es cuando acelera su drive.
Graf jugó medianamente apoyándose en los errores y la fatiga de Saba-
tini, que durante mucho tiempo tuvo un gran despliegue físico en la can-
cha. Jugó, como le es habitual, desde el fondo, aprovechando el miedo de
la argentina a ser traspasada si se aventuraba hacia la red. Y tuvo la sangre
fría necesaria para no creer que perdía cuando iba 5-3 abajo en el tercer
set. En definitiva: como dice el lugar común, como una verdadera cam-
peona, jugó bien los puntos importantes y llega totalmente emocionada a
su primera final de Grand Slam bajo la mirada de papá, mamá, los perros
y el hermanito que la vieron desde Alemania.
El interés de este partido nos hizo ingresar en puntas de pie en una
nueva fase del tenis femenino, el post Chris-Martina. Si el tenis masculino
se desestabilizó con el retiro prematuro de Borg, el femenino se encuen-
tra en una situación totalmente distinta. Hubo una generación entera de
jugadoras más jóvenes que (con la excepción de Hana Mandlíková) fue
usada, desalentada, herida por el terrible reino Evert-Navratilova. Esas dos
devoradoras tuvieron un segundo aire, y sus duelos han tenido el aspecto
de un ritual en el que la grandeza rara vez quedó excluida.
Hizo falta esperar la aparición de jugadoras mucho más jóvenes para
que fuera pensable un desarrollo de la situación. Para que un tenis cada
vez más rápido, neto y técnico reemplazara los problemas anímicos y las
crisis de nervios de antaño. Steffi Graf y Gabriela Sabatini practican ya ese
tenis lúcido e intenso.
5 de junio de 1987
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Mecir se ahorca con los golpes blandos de Lendl
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Ivan Lendl: bis
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Tuvo que pasar una hora y veinte para que Lendl lograra llevarse el primer
set, y los más puntillosos contaron hasta 82 golpes para un solo tanto (a
tal punto que, en la tribuna de prensa, alguien subrayó el agobio pregun-
tándose cuántos bebés habrían nacido durante uno solo de estos peloteos).
Si ganó Lendl fue porque, con toda lógica, sacó mejor, tuvo un mejor
smash y se aventuró a veces con la volea, como si le resultara útil, de tanto
en tanto, probarse a sí mismo que no estaba remachado a la línea de fondo
por miedo a equivocarse. Hasta ahí, Wilander jugaba su juego de siempre,
es decir que no mostró ese juego súper multiplicado y magnífico que le
habíamos conocido contra Noah y Becker. Su juego normal no tiene nada
que entusiasme al público que, por otro lado, siguiendo la regla no escrita
que dice que nunca se alienta a Lendl sino a su adversario, gritó de tanto
en tanto por Mats.
Sin embargo el sueco, en el segundo set, iba a desaparecer de la cancha
y perder 6-3. Dado que Wilander nunca se considera vencido, parecía
otra persona. Él mismo, visiblemente, ya no reconocía ni la cancha, ni las
líneas, ni la red. Apenas se había vuelto popular y empezaba a jugar mal.
Dejó a Lendl sumar nueve puntos seguidos y ganar a cero tres games, y
llegó –cosa rara– a arrojar su raqueta, enojado por su falta de resultados y
por su estado de ninguna gracia.
Wilander había intentado frente a Lendl lo mismo de siempre: pasar
lentamente el nudo corredizo de un lazo invisible y, llegado el momento,
tirar de golpe para que el otro perdiese el equilibrio. Y, de tanto complicar
las cosas, había caído en su propia trampa, como esos personajes de dibu-
jos animados que siempre ven volverse contra ellos las máquinas infernales
que han afinado en secreto. Lendl, que a su vez ha terminado por asumir
el hecho bastante triste de que todos quieren vencerlo y que debe defender
su título siempre y en todas partes, cometía menos errores y avanzaba,
bastante concentrado, hacia una improbable victoria en tres sets, mientras
se imaginaba qué maldad dirían los titulares del día siguiente: siniestro
duelo sin alma entre un Wilander fantasma y, claro, un Lendl sin mérito.
No sería así. El partido iba a comenzar realmente en el tercer set, más
o menos alrededor del quinto game, importantísimo para el ánimo de
Wilander, que tenía el saque: salvó dos break points y volvió a meterse
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nes paralelas, un tiroteo sin red y sin piedad, incluso saques volados y pun-
tos arrancados en la red. Y seguiría así hasta el tie break final, desprovisto
de toda ambigüedad.
Fue un partido que se presta a la polémica. Se podrá decir que el arbi-
traje no favoreció a Wilander en algunos puntos importantes o que, inex-
plicablemente, no se le contó una doble falta evidente a Lendl. Se podrá
decir, también, que Wilander habría podido ganar un hipotético quinto
set. Es cierto. Pero es necesario decir que en Roland Garros las finales son
siempre anímicas. Jugando con el reloj, sin tomar riesgos y creyendo que
el tiempo estaba de su lado, Wilander cayó en su propia trampa: quiso
preverlo todo y cayó en lo imprevisible, esa lluvia que causó la rabia de
Lendl y lo obligó a tomar riesgos y a ganar el match a pura energía, un
poco como el que le ganó a McEnroe en 1984. Es la paradoja de los par-
tidos sin atacantes netos: el que se moja primero es el que merece ganar.
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ROLAND GARROS 1988 Capítulo 14
Clima gris en el central. Noah saca para ganar el segundo set (ya ha
ganado el primero en el tie break y luego casi derrapará en el tercero). El
público le pertenece. Noah ajusta un saque-cañonazo y termina el punto
en la red con una pelota muerta con bellísimo efecto. El público aúlla.
Que el 6° jugador mundial le gane al 69° lo llena de alegría. Que la rodilla
de Noah haya aguantado bien lo alivia. A tal punto que el alemán Ricki
Ostherthun tuvo el mérito de permanecer en el partido. Noah nos recuer-
da tras una muy fácil victoria que la primera ronda hay que jugarla “con la
mayor seriedad posible”. Los primeros partidos hay que hacerlos “lo más
cortos que se pueda”.
Sucede que la primera ronda provee una buena cosecha de informa-
ción, tanto para el jugador como para aquellos que gritan su nombre. Es
así que vimos ayer a Noah molesto por el juego largo de Ostherthun y ten-
tado a tomar riesgos por querer terminar rápido. Su juego es tan atlético
que nos encanta cuando gana y nos preocupa seriamente cuando parece
que va a quebrarse. Es por eso que Ostherthun fue lo suficientemente
gentil como para regalarle la ocasión de corregir su smash. Y el smash
permaneció en ebullición.
Lo cual no quita que el partido fuera más bien deshilvanado, y que Noah
quedase a menudo sorprendido por lo bien que devolvía Ostherthun. En
el tercer set, el alemán se aventuró más hacia la red, lo que suele hacer
bien. No porque se sintiera cómodo con eso, sino porque Noah necesi-
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Henri Leconte: el tenis intermitente
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Yannick Noah sobre tierra batiente
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sí, Noah le permitió a menudo a Hlasek terminar con alguna fineza, pero
un bienvenido quiebre de saque (en el fatídico séptimo game) le permitió
llevarse el set. Noah se ubicaba entonces en su escenario brillar-ganar-
terminar rápido, pero aún le faltaba el escenario no-olvidarse-de-ganar.
¿Sería ese el caso en el tercer set?
Toda Francia sabe hoy que no. No solo ambos tenistas jugaron de igual
a igual, sino que terminaron copiando el juego del otro. A un quiebre de
saque le seguía otro quiebre de saque; a una caída, otra caída; a games
largos y disputados, otro game largo y disputado; a games ganados a cero,
games ganados a cero. Cuando se hizo evidente que iban al tie break, el
público sacó su reserva de “¡Vamos, Yannick!”, pero sin dejar de respetar el
tenis de Hlasek, a la vez plácido y extrovertido.
Al tie break no le faltó emoción. El suizo alternó corridas a la red con
globos desde la línea de fondo, y se puso 5-1 antes de que Noah, muy
alentado por el público, volviera a ponerse en forma para luego caer fi-
nalmente (7-5). Ya no era cuestión de economizar fuerzas, sino de poner
energía y llevarse un set más; el cuarto, por ejemplo.
Set que se resuelve en un game, el cuarto, en el que Hlasek saca y se pone
40-0 antes de cometer dos dobles faltas, fallar cuatro pelotas para igualar y
salvar dos break points, pero no un tercero. Cansado y un poco desmorali-
zado, ya no pudo volver realmente al partido, que perdió un poco más tarde
con mucha dignidad. Fue en ese momento cuando Noah llegó al último
de sus escenarios y comenzó a jugar bien los puntos importantes, con una
autoridad renovada. Por eso esas devoluciones ásperas a los pies de Hlasek,
los aces y los passing shots de revés paralelo. Por eso la victoria.
Noah no ha cambiado. Tampoco lo que hay en él de generoso. Nunca
se resolverá a dominar secamente, no olvidará jamás sacar fuerza de las
tripas (ya un poco “sobreexigidas”) y darle al público buenas razones para
gritar “¡Yannick!”. Les regalará a sus adversarios la ocasión de mostrar su
juego, lo que le permite redescubrir constantemente el propio. El proble-
ma es que lo hace tanto con buenos como con malos rivales. Pero ayer
Hlasek era uno muy bueno. Noah no será jamás un asesino o un robot:
tanto mejor. Es un bello jugador, y no está nada mal.
28 y 29 de mayo de 1988
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Andréi Chesnokov devora a Pat Cash
1. Paco Ojeda, célebre torero. Daney, conocedor de los toros, suele hacer –como se ha visto a
lo largo del libro– paralelos con las faenas. En este caso, una un poco fallida del español en mayo
de 1988 en la ciudad francesa de Nîmes.
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Wilander no se quiebra por un break. Wilander
se dobla pero no se rompe
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Ganó, es cierto, pero no le fue fácil. Hay que saludar aquí el coraje
de Emilio Sánchez, que nunca bajó los brazos; Wilander le ganó pero no
lo superó. Lo vimos perfectamente en el segundo game del último set,
cuando el sueco metió cuatro puntos de antología, una suerte de esencia
del “wilanderismo” que desmoralizaría a cualquiera. A lo que Sánchez res-
pondió en el game siguiente con dos aces y dos voleas relámpago. Fue ese
arranque el que le permitió seguir en el partido y seguir peleando hasta el
final. Incluso llegó a quedar arriba 4-2, obligando a Wilander a poner en
juego todas sus reservas para llevarse el partido.
Ni bien dejaron la cancha, se instalaron en ella dos chicos superdota-
dos. Revelaciones esperadas y probables de este torneo, Andre Agassi y su
drive comenzaron atomizando seriamente al argentino Guillermo Pérez
Roldán. Pero, como a estos dos es muy probable que los volvamos a ver
muchas veces en la próxima década, no debemos caer en la tentación de
decir que se acabó el fuego porque, apenas empezamos a escribir estas
líneas, se haya largado a llover.
2 de junio de 1988
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Media copa para la sed de Henri Leconte
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El amante del tenis
Uno cree entonces que el tenis es un arte que se juega en todas y en nin-
guna parte, y sabe agradecerle al artista que lo demuestra, aunque lo haga
durante apenas una hora.
El precio que se paga por esas bellezas es conocido: que sean fulgu-
rantes, que no duren. Cansado de empezar muy fuerte y no ganar sino
hasta el final, después de horribles ausencias en la cancha, Leconte ya se
había hecho a la idea de que tenía que batallar cinco sets por partido. Su
inconstancia es demasiado conocida como para que sus admiradores no se
inquieten cuando juega demasiado bien. Es que temen que la máquina se
descomponga y que las ritonadas se acumulen. Pelotas ultra largas, estupi-
deces en la red, tiros sin sentido, tales son las ritonadas, y le han costado a
Leconte más de una victoria.
Pero como Chesnokov fue incapaz de imponerse, Leconte dejó de ju-
gar tan bien; le tomó algunos games, algunos sets, volver en sí. Durante
ese tiempo precioso, ¿creyó el soviético que era posible conquistar el tercer
set (se puso 4-2 arriba, y después 5-3)? Su juego comenzó a pasar (un
juego, justamente, de “pasador”), e incluso en el tie break –que fue muy
bueno– llegó a tener dos puntos de ventaja. Fue en vano. Finalmente, muy
alentado por su público, Leconte le ganó el partido a Riton y pudo elevar,
más de una vez, su pequeño puño franco-vengador.
Por cierto, había sobradas razones para creer que tal cosa sucedería.
La cosecha 1988 de Roland Garros ha sido más fértil en sorpresas que
muchas de las ediciones anteriores. Menos dinosaurios y muchas víctimas
entre los cabeza de serie (y Lendl no fue el menos importante). Mucha
juventud y mucho juego ofensivo. Dado que Wilander no es del todo él
mismo y que Svensson no es totalmente intocable, Leconte tiene buenas
posibilidades. Una final que lo enfrente a Agassi no tendría, espectacular-
mente hablando, más que ventajas: sacaría al polvo de ladrillo de senderos
polvorientos.
3 de junio de 1988
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Leconte en la final. ¿Ritonesco?, para nada
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Una tarde azul, blanca y fofa
1. Jean Borotra (1898-1994) fue un gran tenista francés de las décadas veinte y treinta, cuando
junto a René Lacoste, Jacques Brugnon y Henri Cochet –se los llamaba “Los cuatro mosqueteros”–
dominaron el deporte.
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sobre esposas degolladas2. ¿Se habrá querido, en ese día legislativo3, recon-
ciliar a la flor y nata de la política que, de Jack Lang a François Léotard,
de Jean Tiberi a Lionel Jospin, apareció como un charco de impermeables
que se regalaba a las miradas y a la fraternidad? No, evidentemente; lo que
no impide que los azares del calendario y los avatares del torneo hicieran
coincidir muchas cosas. Bastaba con que el match fuera inolvidable y lar-
go, que el sol venciera a las nubes y que Leconte se convirtiera en Súper
Leconte para que la tarde se transformase en leyenda. Una hora y cincuen-
ta y dos minutos más tarde no había pasado nada.
Antes de volverse demasiado unilateral, el partido fue extrañamente
bello. El primer set se desarrolló bajo una luz oriental, con peloteos amor-
tiguados y sordos, a la manera de un round de observación muy refinado
antes de la previsible tempestad. El público permanecía atento, aunque
sin excederse; aún no gritaba, todavía ignoraba que terminaría silbando.
Todo era posible (incluso la lluvia), y eran muy pocos quienes pensaban
que alcanzaría con tres sets.
¿En qué momento un partido –incluso una final de Roland Garros,
incluso una final de Roland Garros con un francés en cancha– cae disimu-
ladamente en la indiferencia? Pregunta que uno se hace siempre, y siempre
demasiado tarde, cuando el partido ya nos es indiferente. Hacia el final
del set, sopló el viento sobre la cancha, sopló el viento dentro de nuestras
cabezas y nada, parece, sopló dentro de la de Leconte, que cedió el poco
terreno que había logrado conquistar.
Nos equivocábamos (aunque aún no lo sabíamos) pensando que el par-
tido tendría lugar. Asistimos, vagamente petrificados, al festival de passing
shots y saques ganadores del sueco. Casi nos olvidamos de desearle a
2. Se refiere a versos de La Marsellesa: “(...) Ils viennent jusque dans vos bras Ecorger nos fils, et
nos compagnes (...)” (“[Los soldados] vienen hasta ustedes a degollar a sus hijos y sus esposas”) y
“(...) Qu’un sang impur abreuve à nos sillons! (...)” (“Que una sangre impura llene nuestros surcos”,
verso este último que, cada tanto, alguien propone cambiar, corrección política mediante).
3. Un mes después de la reelección de François Mitterrand como presidente de Francia, ese
5 de junio de 1988 –y luego, el balotaje el 12– se llevaron a cabo las elecciones legislativas que
consagraron como primer ministro al socialista Michel Rocard. Al final del texto, Daney se burlará
de las simpatías de derecha (Jacques Chirac quedó segundo con el 19,9% de los votos contra el
45,31% de Rocard) de Henri Leconte.
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4. Uno de los más famosos conductores televisivos de Francia, una institución nacional.
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BERCY 1990 Capítulo 15
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Serge Daney
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1. En Francia es costumbre traducir los términos extranjeros al francés. Por eso no dicen, como
en la Argentina –otro caso diferente es España–, “game” o “set” según la terminología inglesa, sino
“jeu” (‘juego’) o “manche” (‘manga’), respectivamente. Daney quiere decir que la influencia de los
medios es tal que, cuando apareció, ni siquiera se intentó traducir “tie break”.
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Un asesino en la ruta, dos víctimas en la
banquina
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