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El Japón de Roland Barthes

Jaffa Ajelet Sahar Cabrera Ruiz

Japón, El Japón, esta sutil diferencia representada con el artículo ‘él’ resulta fundamental en
la lectura semiótica de Roland Barthes en El imperio de los signos. El autor no pretende dar
una ‘interpretación’ fidedigna del país nipón que cubra aspectos históricos, religiosos,
culturales, políticos, sociales, etc. toda esa expectativa que se crea alrededor de ella que a
primera instancia da la posibilidad de obtener una descripción etnográfica, sin embargo, la
intención primigenia no es presentar el país ‘real’, sino uno que es ajeno al referente del plano
físico. En esta diferencia radica la naturaleza de lo que él denomina un signo vacío.

Un signo, si se sigue a Saussure, tiene esta dualidad de significado y significante, caras que
son inseparables, y que, si no tienen un referente o acceso a su codificación no representa
nada, se podría incluso dudar de su existencia. Lo que a grandes rasgos, y durante todo el
texto, Barthes restringe una descripción con la que se pueda construir este ‘Japón’, solo
muestra su interpretación; menciona elementos de la cultura pero no intenta describirlos a
profundidad, no es su deseo brindar herramientas para que su lector reconstruya su objeto de
lectura de una manera fidedigna. Quiere que su lector se encuentre en la misma situación en
la que el autor posiblemente se encontró cuando dicho viaje, ante la barrera del idioma, que
convierte cada posible signo en un mar sin sentido, en efecto, algo completamente vacío.

Claro que este impedimento idiomático es una cara superficial de abismo de signos que él
recrea, ya que cada lengua representa un código que se reserva el derecho de entrada a sólo
las personas con un tique de ‘hablante’ (si es nativo o como segunda lengua no tiene mucha
importancia), es posible escuchar alguna grabación audiovisual en otro ‘idioma’ y en un
primer plano no entender el mensaje trasmitido, por otra parte, esto dará paso a procurar una
mayor atención a otros tipos de lenguajes, dando así un fragmento por decodificar todavía,
acción que el mismo Barthes realizó a través de la contraposición oriente-occidente. Por otro
lado, la ideología juega un papel importante, ya que, al igual que la lengua, funciona a manera
de puerta de entrada hacia a un paradigma nuevo, visión del mundo que el autor vislumbra a
la distancia y logra penetrar por medio de la oposición.
Barthes no sólo pretende desproveer a su lector de un referente (debido a la falta de
‘descripción’) sino que desea desconcertarlo por completo: primero, proporciona la falsa
expectativa de una visión de oriente, es falsa porque no hay, desde un inicio, un compromiso
por parte del autor con respecto a esta estructura gastada. Al mencionar a ‘Japón’, el lector
inmediatamente recolectará toda la información que posee al respecto, así, en su ingenuidad,
el receptor espera obtener cierta información con tintes románticos sobre esa otra latitud,
pasan los primeros capítulos, y la espera continua, es demasiado tarde cuando el lector se da
cuenta que el texto es completamente diferente a lo que tenia en mente.

La discordancia entre los paratextos contribuye a este desconcierto en el lector, los títulos de
los fragmentos despistan la mirada y generan una respuesta expectante sobre el contenido del
apartado, por supuesto que existe una relación entre ambos elementos, sin embargo, no es
siempre, tal vez, la deseada. El propósito de la mayoría de estos ‘encabezados’ es el de
proporcionar una guía sobre de qué tratara algún texto; Barthes lo deslinda, aparentemente,
de esta función, porque no es que la relación se rompa por completo, sino que la encamina
hacia otra directriz que el lector común no esperaría.

De igual forma, las imágenes que acompañan el texto suelen no guardan ninguna relación,
con la excepción de los fragmentos como “Reverencias” y “Pachinko”, donde, efectivamente,
se aprecian individuos realizando dichos actos; sin embargo, el no tener concordancia no
significa que rompen la ‘lógica’ del texto, es decir, tampoco el autor colocó imágenes que no
tengan ninguna relación con el tema principal, el Japón. Barthes quiere romper con esta
función típica de la imagen, la de ser sólo un acompañante como las geishas de la cultura
central del texto, las convierte en un signo más por descifrar; a simple vista se podría
considerar como las impresiones visuales que ‘deslumbraron’ al autor, sin embargo, desde el
principio del texto, se niega esta posible relación: “El autor no ha fotografiado jamás, en
ningún sentido, el Japón. Más bien ha sido lo contrario: el Japón lo ha deslumbrado con
múltiples destellos […]” (p. 10).

En un nivel más estructural del texto, el continuo uso de los paréntesis tendría el mismo
propósito que los anteriores elementos paratextuales, es decir, cumple el propósito, hasta
cierto punto, de desconcertar al lector. Divide todavía más el escrito ya fragmentado desde
un inicio, algunos de ellos son excesivamente largo haciendo que se pierda el sentido de la
oración excluida dentro de los paréntesis, incluso, da paso a la duda de su correcto uso o del
por qué cortar esa continuidad si tenía algo más que contribuir sobre lo que se está
escribiendo; la misma lectura genera una continua oscilación entre lo anterior y posterior al
paréntesis.

Los apartados “Centro-ciudad, centro vacío”, “Sin direcciones” y “La estación” servirán
para ejemplificar una lectura con los conceptos vistos en clase. Al igual que la mayoría de
los fragmentos, éstos tres son breves, sólo el apartado “La estación” está acompañado por
imágenes sin ninguna relación con el texto, en cambio, los otros dos contienen ilustraciones
acorde con el contenido. Todo el libro persigue la idea del signo vacío, un vacío aparente, ya
que al estar desprovisto de significados denotativos y connotativos queda una suerte de
envase por llenar, Barthes lo hace con las referencias occidentales que el carga, las refleja en
esta superficie lisa llamada ‘Japón’.

Tokio “presenta esta preciosa paradoja: posee bien definido un centro, pero éste está vacío”
(p. 49), en comparación con alguna ciudad occidental –como Los Ángeles, menciona el
autor– que necesita un lugar geográfico para colocar todas estas marcas de “civilización”
como iglesias, bancos, ministerios públicos, establecimientos, que sirvan de guía y den a su
vez un sentido de orientación, un punto de referencia y retorno, el centro de una de las
ciudades más poderosas está desprovisto de todo lo anterior, mantiene su sagrado vacío
haciendo que sus habitantes lo circunscriban; en una situación paralela se encuentran los
signos, los propios siempre estarán llenos, demostrando su calidad de unidad cultural, con
calles connotativas y un centro denotativo, sin embargo, Barthes nos muestra el fondo de esta
vasija vacía desprovisto de toda referencia y cómo él la llenó con reflejos de occidente.

El Japón de Barthes y el archipiélago nipón compuesto por 6852 islas comparten la falta de
direcciones, más que una falta de nomenclaturas, calle, avenidas y numeraciones es el uso
disto al concebido por un occidental, uso que, al igual que todo ahí, se encuentra vacío e
impenetrable en su propio anonimato. De la misma forma en la que se traza un mapa mental
al llegar a un lugar nuevo, configuramos toda una semiosis en torno a nuestros signos y sus
interpretantes, dibujamos nuestros propios libreta de direcciones para llegar a ellos,
ocasionalmente usamos los teléfonos rojos para confirmar nuestra ubicación, toda esta red
configurada a base de vivencias: “es necesario orientarse en ella no mediante un libro, la
dirección, sino por el andar, la vista, la costumbre, la experiencia […] al no estar escrita la
dirección, será preciso que ella misma cree su propia escritura” (p. 56).

Los barrios de Tokio se encuentran bien delimitados e identificable, orbitan alrededor de la


estación que les entrega su identidad y comunicación con las demás, con palabras de Barthes:
“la estación da al barrio esa referencia, que, en opinión de algunos urbanistas, permite a la
ciudad significar, ser leída” (p. 57). A pesar de su vacío, en ella se encuentra la entrada a toda
una red de las diferentes líneas de trenes, vías de comunicación que desembocan en otras
estaciones, en distintos barrios, permiten ir del centro de Ueno al de Asakusa, signos
concéntricos de donde se desprenden distintas connotaciones parecidas a calles o vías de tren,
pero desprovistas de un significado denotativo.

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