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Estrenada en 1970, no mucho se ha dicho de Wanda de Barbara Loden desde entonces.

Basada
en un hecho “de la vida real”, esa sensación de una realidad cruda que se desprende al verla
parece ir más allá de la referencia al suceso criminal por el que ronda. Se ha hablado de su
autenticidad, de la relación incómoda entre su protagonista y la vida de Loden, quien interpreta,
escribe y dirige esta, la única película que llegó a dirigir. Restaurada recientemente por The
Criterion Collection, fue reestrenada el 19 de marzo de 2019 bajo el rótulo de “obra maestra del
feminismo”, cuando en el momento de su estreno fue criticada, precisamente, por representar la
figura de una mujer sin saber, sin ningún tipo de poder.

Wanda
La vida, como toda ficción que simula la vida, comienza con la salida del sol.
Wanda, la primera y única película de Barbara Loden, empieza por la mañana, en una casa
empobrecida, ubicada en las cercanías de un yacimiento de carbón al norte de Pensilvania.
Dentro de la casa un niño llora; el llanto se superpone al ruido de camiones y excavadoras.
Wanda duerme sobre un sillón en la casa de su hermana y, a medida que el ruido del día
comienza a iluminar las cosas, despierta.

La experiencia de despertar: a la vida, el presente, la historia; con el cuerpo cortado, la cabeza


pesada, tras haber dormido poco y mal sobre una superficie cualquiera, parecida a una cama.
En una conversación entre Marguerite Duras y Elia Kazan en 1980 –Barbara Loden ha muerto
recientemente o está por morir debido a un cáncer de mamas que se extendió hasta su hígado–,
Duras manifiesta su identificación con Wanda: “Personalmente, abusando de la palabra, me
siento muy cercana a ella”. Como ella, ha conocido la vida nocturna, ha frecuentado los bares y
cafés que permanecen abiertos cuando todo está cerrado, ha bebido y experimentado el tiempo
que se deja escapar de noche, sin otra razón que experimentar el paso del tiempo. Dice en un
momento: “Conozco muy bien el alcohol, muy intensamente, como si conociera a alguien”.
Cuando despierta, Wanda ya ha dejado su casa, la vida familiar.
Esa misma mañana debe ir al tribunal de familia para “pelear” por la custodia de sus hijos. Llega
tarde y fumando un cigarrillo.
Ante el juez, quien le pregunta un par de veces si es cierto que abandonó a su esposo y sus hijos,
Wanda responde: “Si él quiere el divorcio, solo déselo”, los niños “van a estar mejor con él”.

Barbara Loden es Wanda. Al menos para Duras. Según la directora de Le camion (la
representante de la cultura, la alcohólica, la mujer homofóbica, que encontró en Yann Andréa –
un joven homosexual estudiante de filosofía– al amante, el secretario, el compañero de los
últimos 16 años de su vida, entre 1980 y 1996); según Duras, decía, en Wanda ocurre un
milagro: “Habitualmente, existe una distancia entre la representación y el texto, entre el sujeto y
la acción. Aquí, esta distancia está completamente anulada, hay una coincidencia inmediata y
definitiva entre Barbara Loden y Wanda”.

En la introducción a Essential Acker, Jeanette Winterson escribe: “En la década de 1970, Kathy
Acker comenzó una serie de experimentos formales en los que se incluyó como personaje. He
notado que cuando las mujeres se incluyen como personajes en su propia obra, la obra es leída
como autobiográfica. Cuando los hombres lo hacen (…) esta es leída como metaficción”.

Kazan (el traidor) –quien fue el marido de Loden entre 1968 y 1980– responde, ante las palabras
de Duras sobre la coincidencia entre sujeto biográfico y personaje, que Barbara Loden (de larga
experiencia como actriz en el teatro y el cine) siempre incluía algún elemento de improvisación
en su trabajo, “una sorpresa” que le otorgaba vida a su actuación.
Sin embargo Duras se refiere a otra cosa. El milagro de Wanda supera la interpretación actoral:
“Ella es más auténtica en la película que en la vida”, dice, sin haber llegado a conocerla.
El milagro no parece radicar entonces en la actualización de contenidos biográficos, la fidelidad,
naturalidad o realismo de la interpretación, es un asunto de “autenticidad” por el cual se hace
legible, como idéntica, la relación entre el cuerpo de una mujer específica y un discurso
particular sobre las mujeres.

Alma Malone era el nombre de la “Wanda de la vida real”, según me entero leyendo el
Suplemento a la vida de Barbara Loden (2012) de Nathalie Léger. Alma, junto a Mr. Ansley,
llevaron a cabo el secuestro del gerente de un banco que planeaban asaltar, el 23 de septiembre
de 1959. El trabajo de Alma, como el de Wanda, era esperar por Mr. Ansley fuera del banco, al
volante de su auto, para escapar con el dinero robado. Pero, en el momento en que Alma llegó a
la puerta del banco, ya era tarde. “Fue capturada 3 semanas después. La acusaron de robo a mano
armada, secuestro premeditado y por ‘entrar maliciosamente en una institución financiera’. Ni
siquiera puso un pie en el banco. Fue sentenciada a veinte años de prisión que cumpliría en el
Reformatorio estatal para mujeres de Marysville, Ohio. Era por todos sabido que si el plan salía
mal, él iba a matarla primero y luego a sí mismo” (74).

Alma nació en Abilene, Texas, en 1932, hija de un obrero metalúrgico (“un padre incestuoso”).
Se casó a los catorce años y su marido, no mucho tiempo después, pidió el divorcio por “motivo
de deserción”. Tuvo un segundo matrimonio del que solo conservó el apellido Malone hasta que
terminó en Nueva Orleans donde conoce a Mr. Ansley. Entró al Reformatorio estatal para
mujeres el 21 de enero de 1960 y fue puesta en libertad condicional el 8 de abril de 1970, a los
38 años. “Nunca supo que al mismo tiempo su historia estaba siendo contada por Barbara, a
través del rol de Wanda” (76).

En un momento de la conversación con Duras, Elia Kazan recuerda unas palabras de Loden que
califica de muy tristes. Volviendo sobre la identificación entre ficción y biografía, pues Barbara
Loden había sido durante su juventud, como Wanda, una vagabunda, una mujer sin pertenencia a
ninguna parte, Kazan recuerda: “Una vez ella me dijo algo muy triste; me dijo: ‘Siempre he
necesitado un hombre que me proteja’”.
Duras se interpreta a sí misma en Le camion (1977). Esta película se filmó 7 años después de
Wanda y tres años después de Je, tu, il, elle de Chantal Akerman.
Todas estas películas fueron protagonizadas por sus directoras, todas tratan de historias sobre
mujeres. Je, tu, il, elle muestra a una joven que, tras permanecer enclaustrada en un pequeño
departamento por alrededor de un mes, mientras escribe cartas y come azúcar, decide emprender
un viaje del que no sabemos nada. Viaja con un camionero, beben, comen, ella lo masturba y
después escucha el monólogo más o menos previsible de su masculinidad. La joven llega a su
destino y el camionero desaparece, acabada su función en la película.
Toca la puerta de una antigua amante. Inmediatamente ella le dice que no se puede quedar a
pasar la noche. Entonces la joven, en lugar de manifestar directamente su deseo, le pide algo de
comer y se sienta a la mesa, luego algo de beber y ella le sirve. Después hacen el amor sobre una
cama tan grande como la pieza en la que juegan, miden sus fuerzas, se frotan y aprietan, se
retuercen y besan, acariciándose la cabeza.
Le camion, por otro lado, es la historia de Duras y Gérard Depardieu. Sentados a la mesa leen el
guión de una próxima película. Sin el primer o tercer acto de Je, tu, il, elle, Le camion se centra
en el viaje de una mujer desclasada, que presumiblemente se ha escapado del manicomio. En
este viaje por la costanera, la película dentro de la película es un diálogo análogo al diálogo entre
Depardieu y Duras, que discurren sobre la libertad, los privilegios de clase, el individuo y la
mujer en una escena discursiva e intelectual más amplia que la inmediatez del recorrido, entre un
punto cualquiera de la cartografía de Francia y otro.
Allí donde Je, tu, il, elle muestra a una mujer segura de sí misma y su deseo, allí donde Le
camion dibuja a una mujer dueña de su saber y sus palabras, Wanda ofrece una imagen contraria,
a contrapelo de esa versión de la historia de las mujeres: una mujer insegura, que no sabe nada y
que es inútil para todo. Una subjetividad apenas, que existe apenas en el vagabundaje, que tras
salir de su casa, tras salir de los tribunales, en términos amplios, de las instituciones sociales, está
como lanzada a la deriva.
La historia entre Elia Kazan y Barbara Loden comenzó más o menos cuando esta tenía 25 años y
el director de On the waterfront, 48. Es 1957 y Kazan ya había delatado a sus antiguos
compañeros del Partido Comunista frente al Comité de Actividades Antiestadounidenses en la
época del mccarthismo. Loden estaba casada con Laurence Joachim, quien al parecer los
presentó.
Años después, Kazan como director de After the fall –obra escrita por Arthur Miller– le ofreció
el papel de Maggie, personaje supuestamente basado en Marilyn Monroe, quien había sido la
segunda esposa de Miller.
Según Kazan, Loden era la actriz perfecta para interpretar a Maggie: hijas de familias
empobrecidas, ambas habían vivido una juventud sin pertenencia a ningún grupo social y, con
similar desenfado, sin nada que perder porque nada tuvieron, se habían abierto paso en el mundo
del espectáculo; experiencias que las convirtieron en mujeres “neuróticas, a menudo
desesperadas y con una pasión difícil de controlar”.

Según Bérénice Raynaud, Barbara Loden representaba, para un hombre realizado, ya maduro y
exitoso como Kazan, el objeto de una fascinación, de un nuevo brío vital.
En su autobiografía Kazan escribió: “Conocí a una joven actriz que, varios años después se
convirtió en mi esposa… Ella era enérgica con los hombres, en las calles no le tenía miedo a
nada, de principios éticos cuestionables”. Concebida como una mujer atrevida en lo sexual e
inestable en lo emocional, apasionada, maniática, Raynaud enfatiza en que esta caracterización –
como toda habla, como toda predicación que cristaliza en imagen, como todo discurso arrogante,
diría Roland Barthes– no considera los deseos, las necesidades, el trabajo artístico de Loden,
pues solo es del interés de Kazan hablar de sí mismo.

A partir de los otros y las variadas circunstancias que los definen como objetos de quien escribe,
la autobiografía se pliega sobre el sujeto, las memorias actualizan el pasado alrededor del yo, el
diario se basta a sí mismo.
En 1971, en una de las pocas entrevistas concebidas por Loden (“An environment that is
overwhelmingly ugly and destructive: an interview with Barbara Loden”), dice al respecto de su
personaje: “Según mi opinión, Wanda tiene la razón y todos los que la rodean están
equivocados”.

Wanda abandona a su familia. Sale de la casa de su hermana rumbo a los tribunales y no llega
nunca a volver, le pide antes a un anciano que recoge trozos de carbón un poco de dinero. En los
tribunales uno de sus hijos llora, pero Wanda ni siquiera lo mira. Sale rumbo a la calle. Consigue
trabajo en una fábrica textil; al cabo de dos días es despedida por demasiado lenta, por
improductiva. Sin tener a donde ir, va al cine, se duerme y le roban el poco dinero que tiene. Se
queda sin nada, que es otra forma de decir que ya no tiene nada que perder. Conoce, después, a
Mr. Dennis, un criminal mediocre, que fantasea con robar un banco.
Según Nathalie Léger, cuando Wanda fue estrenada los grupos feministas la odiaron. “¿Qué es
esto? Una mujer pasiva, sumisa frente al deseo masculino, que parece disfrutar de su esclavitud.
‘¿Cómo es posible mostrar a las mujeres de manera tan negativa?’ (...) una mujer indecisa,
subyugada, incapaz de afirmar su propio deseo, que no hace ninguna exigencia, que ni siquiera
constituye un contra-modelo militante; sin conciencia de sí misma, sin una mitología pionera de
la mujer libre. Nada” (119).

Como si no existiera un espacio de felicidad dentro o fuera de la familia para Wanda, tras
perderlo todo, se somete a la deriva. Se deja llevar por las circunstancias, conoce hombres que le
dan algo de comer o beber, una noche de sexo tras la cual la abandonan.
Wanda no parece ser la proposición de una vida alternativa, de un espacio de realización a las
afueras de la sociedad y sus discursos, ya tranquilizadores o consolatorios. Su vagabundaje es
crítico, atraviesa y rompe el discurso familiar, de la célula conyugal, el discurso de la realización
individual, de la emancipación, de las formas de vida alternativas, para agrietarlos y mostrarlos,
ya no en su injusticia, denunciando la violencia física o lingüística que ejercen o manifiestan
padecer, ya no en su capacidad de anulación, de reducción de los otros o de flexibilización de las
subjetividades, sino para exponerlos como indiferentes.
Recojo otro párrafo del libro de Léger. Esta vez es Barbara Loden la que habla: “Cuando escribí
Wanda no sabía nada del movimiento de liberación de las mujeres, que vino después. El film no
tiene nada que ver con la liberación de las mujeres” (119).

Todos los que la rodean están equivocados. De alguna u otra manera, todos quieren dirigir la
vida de Wanda, otorgarle un sentido: la familia, la justicia, el trabajo, el deseo sexual, la
marginalidad.

Es ridículo, pero, “personalmente, abusando de la palabra, me siento muy cercana a ella”.


También a Kazan que cuando escribe, indolente frente al deseo de quien ama, solo le interesa
hablar de sí mismo.

Víctor Quezada

Enlaces

 Diario abierto, 2018


 "Wanda Now: Reflections on Barbara Loden’s Feminist Masterpiece". The Criterion
Collection. 20 de julio de 2018.
 Duras, Marguerite y Kazan, Elia, “Conversación sobre Wanda de Barbara Loden”.
Cinema Comparat/ive Cinema. Volumen 4, número 8, 2016.
 Álvarez, Cristina y Martin, Adrian. “Nada igual: Wanda (1970) de Barbara Loden”.
Cinema Comparat/ive Cinema. Volumen 4, número 8, 2016.

Publicado originalmente en:


www.lacallepassy061.cl/2019/04/wanda-por-victor-quezada.html

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