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PARÍS ERA UN INFIERNO

HUGO GIOVANETTI VIOLA

para Bénédicte Froissart

SEÑAL DE AJUSTE

Esta novela surge de una total reestructura realizada en 2017 de Creer o reventar /
Novelón de los poetas muertos, que conoce dos ediciones en formato papel (Edit.
Proyección, 1991) y virtual (elMontevideano Laboratorio de Artes 2011). Este texto fue
comenzado a escribir en 1979, y exactamente cuarenta años después encuentra su forma
definitiva y excluyente de las anteriores versiones. El autor decidió cambiar incluso su
título el 15 de abril de 2019, contemplando las llamas de Notre Dame que iluminaron
dolorosísimamente al mundo. El problema no es tu horror ni mi horror, hermano. El
problema es aceptar que uno está enamorado de la vida.

Cuartel Artiguista de la calle Lepanto, Montevideo, 17 / 4 / 2019.


PRÓLOGO PARA DESARMAR

El homenaje al catedrático se puso insoportable, y después de pescar dos whiskys (había

una sola botella para no sé cuántos plumíferos) saludé a mi nueva traductora y me escapé

de La Sorbonne. Tenía que encontrarme con unos amigos en un restaurant

latinoamericano de la rue Monsieur-le-Prince a las ocho y media, de modo que me

quedaba una hora para saborear el atardecer. Fui a l’Escholier, un café donde me sentaba

a escribir en mis tiempos de cantor pasaplatos.

Una avalancha de sol horizontal repechaba la place de la Sorbonne y se espejaba

aterciopeladamente en mi copa. Entonces sentí filtrarse un trasluz de frescura que parecía

soplar desde los plátanos hinchados del Boul Mich, y París transparentó un espesor

primaveral más real que la muerte.

-Salut -se sentó al lado mío sin pedirme permiso alguien que yo conocía demasiado bien.

-¿Por qué ponés cara de mierda, maestro?

-No sé qué cara puse -traté de sonreír. -¿Cómo andás?

El indeseable era un uruguayo que trabajaba como lector en una editorial francesa

interesada en publicar esta novela que prologo. La última vez que nos vimos manejaba

eficazmente su pose bogartiana (un pintoresco Sam Spade con barbita azabache y
facciones de taita) pero ahora tenía las córneas demasiado ensangrentadas y el esqueleto

inclinado hacia los cincuenta años. De soledad.

-No me llamaste -dijo haciendo una seña cancherísima para pedir un rouge.

-Recién llegué, papá. Mañana iba a llamarte.

-Me enteré que llegabas de rebote, nomás. ¿Cuántos días vas a estar en París?

-Hasta el viernes. Vine invitado al encuentro mundial de escritores de Finlandia.

Se lo zampé de un tirón, y fue peor que vaciarle una copa en la cara. Pestañeó unos

momentos, mientras yo me refugiaba en la flotación crepuscular. El mozo trajo su copa.

-Quiero la dirección de la pendeja -dijo Bogart, colgándose un Gauloise de la boca

torcida.

-¿Qué pendeja?

-La de tu novela. Ya soñé varias veces con ella. Me la quiero voltear.

Pedí otro rouge por señas.

-No existe -dije. -Es un personaje, loco.


-No me vengas con eso. Un día que se te desbocó el ego me dijiste que hasta el nombre

es real.

-El nombre de pila.

-Bueno. Dame el teléfono. ¿Cuándo la vas a ver?

-No la voy a ver. Y la novela pasó hace dieciséis años, además. ¿Qué relación puede-

-Vamos, macho. Si en la novela tenía dieciséis años, ahora está en la mejor edad del

mundo.

Tuve la sensación de que el lomo del sol me abandonaba sólo a mí. Deprimido en París,

una vez más. Carajo.

-Mirá -confesó Bogart. -Es que yo te mentí, little Marlowe. Yo no me enamoré de tu libro.

De lo único que me enamoré es de la pendeja: ¿entendés?

-Te entiendo.

-Tu libro es un entrevero de Polanski con Chandler y-

-No te olvides de Mozart.


-Ta. No te hagás el piola. Lo que yo te digo (y por algo laburo donde laburo) es que podías

haber hecho un novelón del carajo y te quedó una busequita.

Esas dos cosas me hicieron reír.

-¿Una buseca con mondongo o sin mondongo? -pregunté, volviendo a saborear el dorado

azuloso que flotaba en mi copa.

-El mondongo es la nena. La nena -se babeó Bogart. -Dale. Dame el teléfono y firmás

contrato mañana.

-Mirá, matón: si tuviera el teléfono no te lo daba ni aunque me hicieras traducir a cuarenta

y dos idiomas. Y además pienso firmar con los mismos que me van a sacar la otra novela.

¿Oka?

Bogart se endureció.

-Eso puede costarte un pleito -murmuró, rejuveneciendo. -Ya firmaste la seña.

-Ahá. Así que podés mandarme amenazar con secuestrar la edición y todas esas ondas de

Hollywood -me reí, entreparándome. -Fijate cómo tiemblo.

Puse unos francos arriba de la mesa y recogí el bolso.


-Andá, basura pedante -gritó Bogart, con las córneas color malvón. -Si tuvieras huevos

escribirías bien las orgías, por lo menos. ¿No te das cuenta que el LSD y la B.B. y los

maricas ya pasaron de moda? No vas a joder a nadie con ese novelón de los poetas

muertos, exorcista de juguete.

Entonces le hice la seña insultante que esgrimen los chiquilines de la edad de mis hijos,

y caminé hacia el Boul sin volver a mirarlo. Al llegar a la desembocadura de la rue

Vaugirard me frené y recordé -calmamente- la mirada del Diablo. No fue un diablo de

juguete. Después bajé por la Monsieur-le-Prince y al pasar frente al número 41 no pude

resistir entrar al hotel Stella. En mi época te metías así nomás, pero ahora tuve que esperar

que saliera alguien y colarme poniendo cara de gil. La recepción queda en el primer piso,

y me descolocó encontrar a la misma mujer de hace dos décadas (la esposa del Bigote)

atrás del mostrador. Empecé a caracolear por la escalera lo más rápido que pude, pero ella

me frenó con un ladrido:

-Qué quiere.

-No se acuerda de mí -pregunté y afirmé al mismo tiempo, y una especie de brasa

estrellada le embelleció los ojos fugacísimamente.

-No sé -roncó la mujer cincuentona, como quien patea ceniza sobre su juventud. -Qué

quiere.

-Ver el hotel.
Ella encogió los hombros y ladró:

-Bueno. Pero rápido.

Estaba casi todo igual. Pero el prodigio virginal y los ojos asesinos y la invencible verdad

de mi corazón habían sido arrancados para siempre de aquella oscuridad.

-¿Ya está? -preguntó la Pata (le decíamos así por la forma de caminar) cuando me vio

bajar tan rápido.

-Sí -sonreí.

Y se me desbocó el ego y agregué:

-Escribí una novela que va a ser publicada dentro de un tiempo en francés. El escenario

principal es este hotel.

La Pata pegó un manotón en el aire igual a los que usábamos para correr a las cucarachas

que nos invadían la almohada, y se rio casi con ganas.

-Bef -resopló, dándome la espalda.

El socavón crepuscular de la rue Monsieur-le-Prince ya era un túnel celeste, y me tomé

otro rouge en el bar-tabac de la esquina. Brindé por una mujer de treinta y dos años y por

un poeta muerto y otro resucitado. Marlowe, el gran sentimental.


¿Les molesta mi amor, matoncitos?

UNO: LA PRUEBA DEL INOCENTE

Es verde pero murmura


es verde pero habla
es verde pero me interroga
es verde pero tortura.

(poema anónimo escrito en la cárcel de Libertad


Por un combatiente uruguayo durante el fascismo)

Es la vida, madre -dijo él. -Uno se vuelve verde en París.

Gabriel García Márquez

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en una caravane del Camping du Grand Saule en

Ranchito, un barrio terminal de la banlieue de Cannes. En la casa rodante siguen

durmiendo dos adolescentes mientras el hombre se incorpora de un salto y deja su

cucheta. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y abre la puerta del ropero que tiene

un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del

sótano del mundo: suelta el peine y se escapa cruzando la mañana. Entra en una letrina

de las instalaciones del camping, pero al salir librado del hedor de sus vísceras sigue

espantosamente iluminado: entonces vuelve al toldo de la caravane y pone a calentar agua

en una cacerola, mientras prepara el mate. Después entra a la casa rodante y saca del

ropero una máquina de escribir, evitando mirarse al espejo. Se pone a tomar mate en un

claro de pasto bajo un fiero sol ocre, sentado sobre un banco. Pone otro banco enfrente y
destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente.

A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate

leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y corre a buscar más hojas. Un

momento después aparece el menor de los adolescentes en la boca del toldo, protegido

del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira

hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.

AQUEL VERANO la Croisette de Cannes fue invadida por una oleada de mangueros que

aturdió la paciencia de las momias turistas, y la policía nos expulsó sin hacer distinciones

y amenazó con encerrarnos si nos volvían a ver en las terrazas. Nos faltaba pagar casi

quinientos francos por el alquiler de la casa rodante y era imposible fugarse ya que los

pasaportes estaban retenidos en la administración del Camping du Grand Saule. La única

solución que les quedaba era yirar por Saint-Tropez a cielo descubierto hasta juntar plata.

Parecía apenas posible, pero se resignaron.

En Saint-Tropez se fomentaba la manga como una atracción turística pero la competencia

les resultó infernal, a mediados de temporada. Estábamos sin un mango, y la primera

noche dormimos en la casa de unos mellizos fanáticos de la música andina que el

Cordobés bautizara más tarde el Ceja y el Diamante: uno por una barra de pelambre

castaña que llevaba resplandeciendo sobre sus ojos infantiles, y otro por contener media

docena de rostros variables que se complementaban congeladoramente. El Ceja vivía con

una muchacha rubia embarazada de ocho meses que se desmelenaba de calor

abanicándose en el suelo del dormitorio chico. Se llamaba Isabelle, y escuchaba la quena

y el charango de los fanáticos con los labios abiertos y una mirada de pureza azul brillando

a contramano. Nos hicimos amigos enseguida. Ella me mostró un libro con las fases del
parto y yo le conté la historia de una cocinera que conocimos el verano anterior en

Ventimiglia: era la compañera de trabajo de un gitano chistoso que la hacía darse baños

con la sal de la luna para purificarse. Eso la hizo reír a carcajadas, y al rato se durmió en

un colchón que tenía en el suelo para ella y el Ceja. Abel apagó la luz y terminó de abrir

una de las ventanas para que derramara la luna sobre la muchacha.

Después volvió a la pieza donde los mellizos ya se habían extenuado de jugar a los cholos

musiqueros. En el mismo colchón donde estuvo tocando el Diamante se estiraba una larga

muchacha pelirroja que tenía veinte años largos y ojos como pulverizados: Abel supo más

tarde que Stephanie era tropeziana y había sido la naná del Diamante durante mucho

tiempo hasta que se aburrieron y ella subió a París y volvió a los tres años con dos intentos

de suicidio una cura del sueño y una desintoxicación heroica: golpeó en lo de su ex-novio

a principios de julio y fue bien recibida. Yo vi que Stephanie lechuceaba a Pedrito y pedí

por favor que nos dijeran dónde íbamos a dormir porque pensábamos manguear temprano

en la playa.

Cuando nos derrumbamos sobre el mosaico de la cocina forrado de frazadas le supliqué

a Pedrito que no fuera a ejercer la necrofilia por el amor de Dios, pero él me hizo una

seña amansadora y hasta empezó a roncar antes que el Cordobés. Yo ya había terminado

mis pastillas de betametasona y a las dos o tres horas tuve que incorporarme

completamente ahogado y en el vapor lunar vi a la vampira arrodillada en cueros,

succionando a Pedrito. A la mierda corretaje, pensé dándome vuelta contra la pared.

Stephanie acabó su rito y volvió al dormitorio con dos crujidos óseos.


Al otro día el Diamante nos expulsó eufemísticamente, y hasta nos concedió dejar los

bultos en depósito hasta la medianoche. Nosotros nos fuimos a dedo a manguear al

restaurant de la playa nudista que hay al lado del camping llamado Pam Beach Club. En

la playa conocimos a una pareja de artesanos que vivían en el camping y hacían la

temporada vendiendo artículos de cuero repujado. Ella era una petisa con cara de muñeca

y unas caderas desproporcionadas que bamboleaba inoperantemente. Se llamaba Mili. No

pasaría los treinta y venía a Saint-Tropez todas las temporadas con su primo Gastón, un

homosexual triste que compartía el taller de Mili en Saint-Tropez y en Roma. Nos

propusieron arrimarnos al puerto en su cachila y traernos a dormir de contrabando al

camping. Nosotros agarramos.

Esa noche manguearon en un buen restaurant retirado del puerto y el dueño les pidió si

no podían pasar en exclusividad, cosa que festejaron cenando hasta con postre. Retiraron

los bultos de la casa de los mellizos y esperaron a Mili y a Gastón en Le Gorille, el famoso

boliche donde paraba Picasso. Gastón llegó abrazado con un marica que reencontró

después de varios años de una hermandad del alma truncada por los viajes. Le decían la

Miguela. Estaba bien vestido y era casi la réplica de Charlot sin disfraz: Gastón lo

descubrió ramereando en el corso y lo invitó a dormir al Pam beach Club. Al subirnos al

auto la Miguela empezó a manotear las chuzas de Pedrito, que amenazó volarlo por la

ventanilla del primer piñazo. “Majo: qué malo eres. Si yo soy tan limpito” porfiaba el

marica. Abel iba pensando una carta a su familia con los ojos estriados por la resurrección.

CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno, con

ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta de Le Bateau Ivre, un

restaurant vacío donde al atardecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron

cruzando el corso a contramano que sube desde el mercado de la Mouffetard. El

muchacho se cierra un sacón sin botones y levanta sus ojos de haschich a la noche: ve los

bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas

como buques fantasmas. Pero la maravilla le abandona los ojos cuando cruzan la place de

la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre va estudiando cada cara del corso

para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El hombre es pelirrojo y usa un gran

sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes y los tuerce

hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro se

levanta a esconder vómitos contenidos. Ven desfilar clochards y mujeres mugrientas y

hombres como insepultos, pero el hombre festeja solamente los rostros de las muchachas

jóvenes que canjearon el halo. Van bajando al mercado de la Mouffetard y el muchacho

sofoca su náusea desbocada cuando huelen los ríos de sangre de cerdo burbujeando en

los surcos de las alcantarillas. El muchacho se ríe casi eléctricamente después de cada

espasmo: pero no escucha al hombre.

UNA SEMANA atrás Abel entró al Bateau a las ocho de la noche con Pedrito y el

Cordobés y se sentó a tomar el primer rouge rasposo que le sirvió Muley, uno de los dos

árabes. Arriba ya había gente, pero tuvieron que esperar la seña del Payaso para largar la

primera manga: unas ocho canciones donde mezclaban Beatles y popurrís de rumbas y

boleros famosos y guajiras y huaynos acaramelados, con percusión cambiante de bombo

bongó pandereta maracas güiro o claves. Abel tocaba siempre la guitarra, sentado en el

medio. El Cordobés percusionaba contra el mostrador y Pedrito rascaba el charango en


los temas andinos o hacía más percusión sentado sobre la heladera, teniendo que

levantarse en la mitad de un tema si el mozo precisaba sacar algún helado. Era un boliche

angosto. Tenía una sola fila de mesas pegadas entre la pared y el mostrador, donde se

cocinaba totalmente a la vista, carne asada y cardúmenes de papas fritas pardas y unas

siete ocho entradas de choclos gambas húngaras sardinas a la crema o paltas a la

vinagreta. No era un restaurant caro pero sí muy rive gauche, con los mozos vestidos a la

que te criaste y humaredas perpetuas y aquel rasposo rouge de botella de plástico que

Muley destapaba detrás del mostrador para disimularlo en las jarras de barro que pedían

los turistas o los mismos franceses adictos al folklore latinoamericano. Como en las

noches buenas se amontonaba gente que no cabía ni arriba ni en la pequeña cave, el

gerente invitaba con vasos de sangría a los desubicados y estudiaba las mesas para que

ningún cliente se quedara fumando un cigarrillo extra. A veces los echaba, con nerviosa

dulzura. El Cordobés lo bautizó el Payaso porque tenía una calva monolítica rematada

por bucles que le colgaban casi hasta los hombros. Esa noche nos ordenó parar haciendo

una guiñada y cantamos la última mientras un mozo afeminado y de buen corazón pasaba

el plato a los saltitos y mi felicidad se terminaba. Yo me sentía feliz casi todas las noches

si sonábamos bien. Al final de cada tema sorbía el vaso que Amed iba llenando

interminablemente y cantaba flotando en los humos finales de mi adolescencia.

Terminada la manga salía a la rue Descartes y me metía en la puerta de al lado, donde al

fondo del corredor había un water pestoso. Orinaba erizado y quedaba un segundo

suspendido en mí mismo hasta que la esperanza me cerraba los ojos casi maternalmente:

entonces volvía al mundo.

Esa noche bajaron a la cave para hacer otra manga porque había varias mesas ocupadas.

Nunca era una gran manga allí en la cave, pero caracolear por la vieja escalera y sentarse
los tres en el techo del piano y cantar bajo aquella luz de sótano era como abrigarse. Abel

vio una muchacha riéndose locamente, con los ojos cerrados. No dejó de mirarla hasta

que ella volvió de su oscuridad de oro para verlos a ellos. Ellos se demoraban porque de

alguna mesa les ofrecieron vino: ahora ya habían brindado y Abel volvió a afinar y sin

saber por qué le hizo una morisqueta a la muchacha, con la mano apoyada en la nariz.

Después contó hasta tres y empezaron el tema y ella quedó colgada de los ojos de Abel.

Cuando terminó el tema ella vació otro vaso y se paró y bailó circundando la mesa de

parientes o amigos que le daban más vino. “Increíble” dijo abel: “Cómo me está mirando

esta botija. Debe estar con algunos de esos tipos, che. Pero es increíble cómo vicha”. La

compadrada no fue correspondida por los otros. La chiquilina volvió a sentársele enfrente

y a plegar mansamente la frivolidad hasta que ellos se fueron. Por una mezcla estúpida

de timidez y orgullo no la quise mirar mientras Pedrito iba pasando el plato y nosotros

bajábamos del piano y yo sentí en la espalda que no podía perderla. Pero cuando giré por

la escalera no miré para abajo.

Ahora se habían sentado en las banquetas para esperar que volviera a llenarse la parte de

arriba. Amed les sirvió el plato de papas fritas de contrabando que devoraban dándose

codazos. Después Abel fumaba mientras los otros pastoreaban mujeres o peleaban o se

iban a dar vueltas. Cuando la muchachita asomó la cabeza mareada totalmente por el

caracoleo, Abel no se movió: ella se descorría una corona miel de pelo desgreñado y

estudiaba las mesas hasta que lo enfocó y él levantó su brazo. Entonces la muchacha

remontó la humareda para plegar su cuerpo delante de Abel, y le agarró una pierna. “Me

llamo Bénédicte” le dijo sin mirarlo. Se reía sin parar, apretando espasmódicamente el

muslo del muchacho. Yo todavía no hablaba demasiado francés a esa altura del viaje,

aunque le pregunté cuántos años tenía y ella dijo que quince. “Yo veinticinco” dije.
Bénédicte declaró que la edad no importaba y Pedrito me la quiso robar ofreciéndole vino

y ella casi le arranca el vaso de un codazo. Es linda, pensé yo: Sí, es demasiado linda para

mí pero por qué me agarrará la pierna tan arriba. Ella entonces gruñó que había escrito un

poema. Quedó inclinada hipando y ahora tenía un temblor de brutal desamparo bajo la

borrachera. Pero no tengas miedo, pensó Abel y le dijo que él también escribía. Ella siguió

temblando. “¿Tenés el poema aquí?” le pregunté asustado. Me contestó que no y aniñó

su mirada neblinosa y marrón y me soltó y se fue sin saludarme.

“El poema lo tiene acá” dijo Muley haciendo un gesto sucio atrás del mostrador. Yo le

mostré una risa largamente lejana y fumé otro cigarrillo flotando sobre el mundo. Cuando

se volvió a ver la corona greñuda con resplandor de miel emergiendo del sótano Abel no

se asombró. Se repitió la escena con algunas variantes, porque por ejemplo Pedrito ya no

probó a soplársela de nuevo: la mano subió al muslo y ella dijo que no, que no tenía el

poema en la cartera. Después me preguntó si le parecía linda y eso me hizo crecer dos

alas en la boca. Ella porfió que todos le decían que era linda aunque no fuera cierto porque

tenía los ojos demasiado chicos y yo no la toqué, pero hubiese querido rozarle la cabeza

para ordenarle el vuelo. Abel dijo que el jueves iban a representar El evangelio criollo en

Saint-Germain-des-Prés y ella prometió ir. “Vivo en Massy” me dijo: “Pero a las siete

salgo del liceo y vengo para aquí. ¿Dónde viven ustedes?”. “En el hotel Stella 41 rue

Monsieur-le-Prince chambre 9, cosita”. Y la volví a llamar cosita un par de veces antes

de despedirnos. No se empinó a besarme. Me apretó una vez más la pierna hasta el dolor

y se hizo la enojada cuando le dije que se iba a olvidar de ir a vernos el jueves. Me miró

hasta los huesos y desapareció.


EMPEZAMOS A afinar en la sacristía de Saint-Germain-des-Prés veinte minutos antes

de representar El evangelio criollo, un invento mediocre que grabaron dos argentinos del

barrio para un sello francés que pagaba bastante. Después salió la idea de ejecutarlo en

público y entonces precisaron la docena de músicos correspondiente: había un arpista

paraguayo y un añejado guitarrista argentino discípulo de Grela y tres quenas y percusión

variada y muchísimos coros y un bandoneonista que al final nos clavó la noche del debut.

El Cordobés tocaba los coquitos y Pedrito el charango y yo rascaba un poco la guitarra.

También hacíamos coros que ensayamos durante más de un mes todas las negras tardes

sin llegar a ajustarlos ni por casualidad. Nos pagaban muy poco, pero había prevista una

gira gigante con el Evangelio por nueve países.

Esa noche consiguieron suplentes para el Bateau y allí estaban disfrazados de gauchos for

export, con pantalones y con botas negras y sudando bajo ponchos bordados que

patrióticamente les agenció la embajada argentina. Dos quenistas franceses que hacían el

Evangelio se sentían en la gloria, pero Abel eructó la vieja sensación de que para la escena

se precisa tener dos vocaciones extras: de payaso y de santo. Yo hablaba de cualquier

pavada con Ray y me sentía tan mal como cuando me divorcié, no sé por qué maldita

asociación. Entonces llegó ella. La vi asomarse por la puerta entornada de la sacristía y

levantar las cejas y avanzar sonriendo bajo una capelina color chocolate. Abel se había

olvidado de que podría venir y recién con los besos puestos en las mejillas recordó a

Bénédicte. Él tenía botas criollas y eso lo hacía quedar levemente más bajo que la

chiquilina: pero no se achicó. Trató de que los buitres no se la distrajeran y ella leyó un

poema resoluto y tristísimo sobre los edificios en banlieue para después contarle que no

podía quedarse porque si no mamá la rezongaba pero que se veían mañana a las tres de la

tarde en el hotel Stella 41 rue Monsieur-le-Prince chambre 9, le dijo: “Me lo sé de


memoria”. Entonces la saqué de un brazo de la sacristía para verla brillar suavemente en

su sitio: entre los candelabros. Ella dijo que Suerte y mañana a las tres en el hotel Salut.

Esa noche cantaron no demasiado mal, y hubo un soplo de fe retumbando en la iglesia

cuando los aplaudieron. Ray los fotografió sin descansar, manejando la Pentax tras

miríadas de velas. Parecía un monje falso con aquel sobretodo completamente negro que

le prestó Pedrito: un sosías pelirrojo. Después que me saqué el poncho y me puse mi sacón

sin botones nos fuimos juntos por Saint-Germain, riéndonos de todo. De golpe me clavó

su mirada de un verde casi fosforecente y preguntó detrás de un copo de humedad: “¿Así

que mañana comés carne fresca, nene?”. Yo pregunté por qué, desentendidamente. Él

torció la mirada contra la rue de Seine y me dijo: “¿No te das cuenta que es una putita?”

ESA NOCHE me hicieron debutar con el hasch después de varios meses de lidiar con mi

terca indiferencia. Yo ya había averiguado que ni la marihuana ni el haschich me podían

enviciar: un médico argentino esposo de la florista de la rue Descartes me explicó que el

peligro era ver la belleza sólo con el pucho. Y acepté. Abel sintió a los buitres vigilándolo

cuando pitó el menjunje: sobre todo Ramón (hermano de Pedrito) y Ray, porque los otros

dos eran adolescentes. Abel había tomado algunos vinos antes de subir a la pieza y eso le

fue plomizo cuando llegó el despegue. Se me subió el estómago y sudé horriblemente

para no vomitar, pero después los vi cómo iban desfilando hacia abajo hacia arriba por la

rue Racine contra el paredón gris de l’École de Médecine: un gentío interminable

proyectándose. Ahora me relojeaban todos juntos y no les di pelota porque veía la mancha

de belleza marrón que llevaba la gente entre pecho y espalda. Se los dije y Ramón quedó

maravillado. Porque fue Ramón Baffa el que trajo al hotel el hasch para salvar a Abel de

sus aberraciones rioplatenses: Ramón vivía en banlieue y arrugaba el charango y tenía


una francesa de buena cosecha y una hija por crecer y hacía bastante tiempo que duraba

en París y fue del mismo barrio que Abel allá en Montevideo. Ramón no soportaba más

verlo chupar el mate con desesperación ni recibir recortes de partidos de fútbol en

festejadas cartas ni putear a patadas al fascismo. “Vos tenés que cambiar, petiso” me decía

cariñoso. Y esa noche cada cual agarró su instrumento y empezaron la pizza y yo no

improvisé con la guitarra porque siempre fui burro para eso. Lo que hice fue cantarles

una visión larguísima sobre cómo habría sido el Jardin du Luxembourg cuando estuvo

debajo del océano -porque se podía oler perfectamente lo que quedó del mar soplando

calle abajo por la rue Vaugirard o por la rue Racine las mañanas de viento.

De repente golpearon y ni nos asustamos: en el hotel Stella se podía hasta matar sin que

nadie protestara. Se suspendió la pizza y Ray se levantó (Ray no tocaba ningún

instrumento) recién cuando la voz suplicó en español: “Quiere hablar. Quiere hablar”. Al

abrirse la puerta lo vimos recortando su escarnio sobre el corredor negro, con la mínima

fuerza para dar cuatro pasos y derrumbarse frente a la mesita hecha con tablas sueltas

sobre un armazón. Era alto y rubio, y le faltaban unos cuantos dientes. Usaba traje azul y

no tenía ni medias ni camisa: sólo unos zapatones y un sweter con escote en v de color té

con leche. “Buenas noches” nos dijo en español mientras se arrodillaba. Estudió la mesita

donde había algunos libros la máquina de escribir el paquete de yerba el mate y un poco

del Kent que Ramón destripó para fraguar el pucho: después se incorporó y gateó hasta

la cama chica y me buceó el sudor frontal con sus ojos terrosos y al final dijo Hasch,

intrigadoramente. Nadie le contestó. Le calculé cuarenta y pocos años y una locura

sórdida cuando olisqueó el paquete de yerba Napoleón y nos pidió permiso para agarrar

un puñadito que masticó tranquilamente. Entonces se pusieron a conversar en un

cuasiesperanto donde predominaban el inglés y el francés, y el hombre confesó llamarse


Sinclair Brower y ser el primo hermano del Príncipe de Gales además de heredero de los

mayores yacimientos auríferos explotados en África además de poeta ugandés publicado

en los Estados Unidos y traducido a varias lenguas además de piloto de la fuerza aérea

francesa y edecán de De Gaulle en sus últimos viajes oficiales.

“Además de centrofóbal de Peñarol en el 62” dijo Ray y empezamos a aullar de la risa

con tanto entusiasmo que Sinclair se plegó agregándose títulos posesiones y cargos que

hacían reverdecer apasionadamente la mirada de Ray. Yo ya estaba podrido de pisar

excrementos y ver locos zumbando por las calles del barrio, pero esa última noche me

devoré también la lástima y hasta le pregunté a Sinclair si era algo de Leo Brouwer y él

me dijo que hermano. “¿Y Leo Brouwer quién es?” me preguntó enseguida. Yo le

expliqué que era un compositor cubano que hacía muy buena música para guitarra y él

contestó que debían ser hermanos, con seguridad. “Lo que compuse yo fue una ópera-

rock que estrenamos en Grecia con mi ex-mujer” suspiró de repente y empezó a llorar

densa y amansadoramente sobre nuestro silencio. Después pidió permiso y salió de la

pieza sin cerrar la puerta. Ramón se fue al minuto que desapareció Sinclair, visiblemente

asqueado bajo la risa seca y envarando su lomo en un sacón de cuero que trajo de la gira

por estados Unidos.

Cuando Sinclair bajó de su chambre (la 20) estábamos calmados y Pedrito se quejó No

tener hasch para un petardo más carajo, y sus dieciséis años no podían con el peso de la

noche. El Cordobés estaba como idiotizado estirado a lo largo de la cama de matrimonio

al costado de Ray, que saludó a Sinclair frotándose las manos. “A ver a ver” le dijo con

sus v fronterizas agravadas y alegres cuando vio el portafolio prensado debajo del sobaco.

Entonces lo encontramos. Lo encontramos fotografiado en un diario ugandés saludando


al delirio del teatro ateniense donde se estrenó la ópera-rock Jerusalén y Atenas,

compuesta a medias con una muchacha que también saludaba agarrada de la mano. No se

veía su rostro bajo el velo de la melena rubia pero sí el de Sinclair: estaba bien peinado y

con traje y corbata y unos diez años menos -aunque la fecha del recorte nos certificaba

que eran diez meses en lugar de años. Nos miramos con Ray. Sinclair me agarró un brazo

para mostrarme un libro editado en New York: su primer poemario en tercera edición. Se

llamaba Monologue with Kierkegaard, y en la contracarátula de lujo se perfilaba un rostro

todavía más joven que el del recorte manoseado: Sinclair había nacido 36 años antes en

Entebbe y había sido educado en Estados Unidos y apadrinado por William Burroughs y

su Monologue with Kierkegaard era uno de los vuelos más altos que jamás alcanzó la

lírica africana, según lo declaraban por unanimidad la crítica sajona y teutona y francesa.

Nos miramos con Ray. Después felicitaron en bloque a Sinclair, que lloró bobamente y

se sorbió unos mocos entreverados en el bigotito de los últimos días y agarró el portafolios

y subió la escalera monologando con el gran danés. “Cristo” le dije a Ray: “Nunca voy a

poder escribir este cuentazo. Parece una joda”. “¿Por qué?” preguntó Ray. “Porque lo

escribió Onetti en el cincuenta y pico. Se llama El álbum” dije: “Es esto mismo que-”.

“Che: ¿quién se anota con huevos con jamón en el pub?” me interrumpió Pedrito,

embutiéndose el poncho. Yo ya había aterrizado y sentí en carne y alma el hambre más

voraz de París de los últimos meses: la última noche de hambre antes de que París se diera

vuelta a devorarme a mí.

SAINT-TROPEZ
NOS COSTÓ una semana interminable ahorrar lo suficiente como para poder volver a

Cannes a levantar los pasaportes y comprarnos una carpa en el Pam beach Club. La noche

que Gastón y Mili nos llevaron al camping no dormimos allí: a la petisa reblandecida se

le ocurrió ver amanecer en la playa tocando la guitarra y cantando, como si fuéramos una

farándula de adolescentes. “Junto a los ríos de Babilonia estamos sentados y lloramos”

murmuró Abel viendo asomar la roja testa chata del sol sobre el Mediterráneo -y al mismo

tiempo desatando la reacción en cadena de aquel versículo que no se pudo sacar de la

boca durante todo el resto del verano.

Ya habíamos terminado de corear baladitas, y la Miguela y Gastón se borraron a un

médano para ponerse al día después de tantos años. Entonces Mili sugirió esperarlos

durmiendo un rato en la playa. “Después seguimos la farra en la casa de unos amigos que

tenemos en Cogolin” dijo acurrucándose gatunamente en la arena. Abel se sacó la

campera para usarla de almohada y lo único que pudo fue soñar (sin dormirse) un

interminable trenzamiento amoroso con el proyecto de mujer que tenía a medio metro. Y

eso era lo que ella quería, por supuesto: alzarnos a los tres. Hubiera sido tan antonionesca

una orgía matutina que le reivindicase por lo menos durante una mañana la belleza

colgante, pensé abriendo los ojos para compadecernos a todos. Pero Pedrito y el Cordobés

y hasta la misma Mili parecían dormidos de veras.

Cuando reaparecieron la Miguela y Gastón, Abel ya había terminado de escribir

mentalmente una carta que tenía dos destinatarias de quince años de edad: su hermana

María Sara y Bénédicte Froissart. Después se había quedado un rato con las córneas

rojizas puestas a lavar entre la luminosidad cegadora del Ponto, hasta que oyó crecer los

crujidos de los pasos sobre la arena. Se dio vuelta sin ganas y encontró la revuelta tristeza
de Gastón buscándole los ojos. La Miguela revoloteaba despertando a los demás con la

jovialidad de un maniquí, y el otro me ofrecía su desamparo como el absurdo peso que

una hormiga que acababa de perder su penúltima pata quisiera compartir. Yo le ofrecí mi

penúltimo cigarrillo.

Aquella mañana fueron a Cogolin, un pueblito cercano a Saint-Tropez que Abel oyó

nombrar toda la vida: su padre era el heredero de una de las mundialmente famosas pipas

de la región comprada por su legendario tío-abuelo Lucas durante el viaje donde se dio el

lujo de ver escribir a Papá Hemingway en la Closerie des Lilas y compartir el hambre con

él frente a los cuadros impresionistas colgados en ese entonces en el Museo del

Luxembourg. Abel se recordaba escuchando desde niño las historias del Maldonado del

novecientos que su tío Jorge -el cura- había recogido directamente de boca de aquel

hombre que perdió el brazo derecho peleando con Saravia en 1904 y aprendió hasta a

pintar con el que le quedaba: recordaba todavía -secuencia tras secuencia- el increíble

romance legado a la posteridad por Sabino Regusci y Carolina Tomillo, pero por sobre

era mucho capaz -ahora- de encandilarse con el heroísmo.

Acabo de inventar por primera vez en mi vida uno de aquellos dichos dobles que le

gustaba tanto coleccionar al viejo Hem le empecé a escribir mentalmente a mi padre,

ensardinado en el fondo de la cachila aunque casi feliz por la visión de los viñedos

resplandeciendo bajo el ocre inmaduro de las ocho de la mañana: Camino a Cogolin y

pensando en la pipa que heredaste de Lucas y en sus maravillosas historias de amor. De

amor y de heroísmo, viejo. Que no es la misma cosa. Acabo de soñarles una carta

conjunta a Ma-Sa y a la nena, y al rato ya me largo con esta. Parece broma, pero por

ahora es la única manera que tengo de escribirles. Mirándolo al derecho -supongo que
porque me nació así- el dicho doble dice: Hay que creer para sobrevivir. La otra versión

a elegir sería, lógicamente: Hay que sobrevivir para creer. Prefiero la primera. No sé,

está tan jodida la cosa que ni siquiera mentalmente te puedo contar lo que me pasó en

París después que asesinaron a Sinclair -o lo que me puede pasar en cualquier momento.

No te quiero intrigar por gusto, y es muy posible que dentro de unos días te pida que

empieces a juntar plata para mandarme el pasaje de vuelta. A esta altura del partido

estoy casi seguro de que yo nunca voy a llegar a juntarla solo. También es posible que

siga siendo un malcriado de suburbio residencial, pero siento que cada día que pasa se

me rompe algo por adentro. El problema es que recién voy a poder volver a casa cuando

pague las deudas (no sólo monetarias) que tengo por aquí. Para eso sí me van a alcanzar

los ahorros, supongo. Tengo que subir a París y pagar esas deudas y volver a mirarle los

ojos a la Gárgola: más no puedo decirte. También estoy empezando a sentir cada vez con

más claridad que este viaje es una especie de novela andante (definición oscuramente

robada a Malcolm Lowry, si no me equivoco) imposible de dejar de vivir hasta el final,

como me corresponde. Si no, no soy un escritor. O peor: no soy un hombre. Te prometo

que la próxima carta va pasterizada envasada y PAR AVION. Pero lo cierto (como dice

Walt Whitman entre aquel par de paréntesis inolvidables) es que estoy a tu lado.

CHAMBRE 22

UNA CHIQUILINA y un muchacho cruzan la rue Monsieur-le-Prince después de haber

salido del hotel Stella a media tarde, el penúltimo sábado de abril. No hacen buena pareja.

El muchacho camina estudiando los declives que le convienen para nivelar el centímetro

que le lleva la infanta: ella parece agriada. Entran al bar-tabac de la esquina de la esquina
de la rue Racine y él saluda nerviosamente al barman y pide dos cervezas. La chiquilina

protesta, aunque sin convicción. El barman trae las copas y ella hunde encorvadamente

su tristeza en el redondel blanco. Cuando sube la cara el muchacho le borra los bigotes de

espuma con el dedo y ella vuelve a sorber sin respirar y a subir la cabeza bajo el reflujo

miel del pelo desgreñado. Al terminar la copa ya se ríe sin parar, mientras cuenta la

historia de una cicatriz que le tatuó la infancia al costado de un ojo. El muchacho señala

los dos demis al barman y se siente juzgado como un corruptor. Pero al vaciar la segunda

cerveza la muchacha desagua palabras desvalidas y entonces habla él: ella va recibiendo

cada palabra como si se saciara. Después saltan de las banquetas y remontan la rue

Monsieur-le-Prince hasta la esquina de la estación del Lux, se besan lentamente las

comisuras de las sonrisas antes de que la infanta desaparezca para tomar el tren. El

muchacho retorna por el atardecer reverdecido y al llegar al hotel se entrepara a mirar

agradecidamente la esquina de la rue Racine donde está el bar-tabac.

DOS SEMANAS atrás habían vuelto de Beirut y aterrizado en Le Bourget y cruzado París

sin las menores ganas de encerrarse otra vez en el hotel Stella. Abel bajó del taxi y subió

la escalera con la guitarra y la máquina cuestas, olfateando algo como su sufrimiento

empantado en aquella oscuridad. En la gerencia nos atendió el Bigote, con su pipa y su

mueca de saturación. El Cordobés y yo alquilamos juntos una bohardilla del último piso,

y al meternos piafando en la pieza de Pedrito y Colette encontramos un pulóver y algunos

calzoncillos secándose colgados. Colette no estaba, así que nos fuimos inmediatamente a

tratar de reenganchar con el viejo laburo.

En el Bateau nos hicieron honores dignos del despilfarro: el Payaso invitó con dos botellas

de buen vino y nosotros pedimos langostinos y enormes côtes de boeuf untadas con
mostaza. Esa noche pensé que iban a durar poco los ochocientos francos ahorrados en

Beirut. Recién a los tres días recomenzábamos en el Bateau, y volvieron al Stella

empachados y curdas: Colette los esperaba aplaudiendo de contenta en la pieza embebida

por su perfume triste. Ray estaba viviendo en lo del escenógrafo que nos dio de vivir

algunos meses antes a nosotros y le traía la ropa para lavar, contó. Los tres se lo creímos,

y yo la felicité porque ya decía Che boludo igual que una uruguaya -con sus veintidós

años de candor preservado aniñándole los ojos. Pobrecita, pensé cuando nos despedimos

y ella volvió a sentirse casada con el botija. La pieza 22 tenía un juego de espejos que me

hizo rechinar a lo J. Alfred Prufrock: esa noche me soñé una cabeza desértica y violácea

con un absurdo jopo hasta que golpeó Ray después del mediodía, abrazándome sin ganas

en el corredor agrio.

ESA TARDE nos largamos con Ray hasta Fauchon a comprar yerba, con rituales paradas

de ida y vuelta sobre el Pont des Arts y otras en las Tullerías donde de golpe lo encontré

más viejo: su revuelta cabeza colorada tenía trillos de canas que jamás descubrí en la

pieza 9. Se lo dije y se rio con una pose cínica, y yo volví a quererlo incondicionalmente.

Ray contaba el relajo de la bohardilla de la rue Condé donde Monsieur Amelot seguía

dándole techo a los piojosos y lloraron de risa como en los buenos tiempos. Después Abel

habló de la aristocrática boîte de Beirut donde hicieron capote y del apartamento con

balcones al sol incluido en el contrato y del conjunto jean nuevo que pudo comprarse:

habló de los capítulos pulcramente reescritos de su policial, del Absalom vuelto a releer

en diez días y de La educación sentimental ediciones Bruguera conseguida insólitamente

en un drugstore de Hamra. Ray anunció su vuelta al Brasil apenas le pagaran lo que valía

la Pentax, y entonces lo invité a mudarse a nuestra pieza. Él no me dijo nada.


Se lo volví a plantear cuando nos espejábamos sobre la sombra azul del Pont des Arts

empenachado por una barcaza: Ray se declaró a gusto en la cueva del loco y yo me

entristecí. Esa tarde también cayó Colette a tomar unos mates al hotel y contó que Sinclair

había estado en una clínica y salido peor que antes: ya no le daba bola para nada al Bigote

y se rifaba el giro puntual y mensualmente con la mujer de turno. Había vuelto a escribir

algunos poemas en la clínica, aunque se los dio a leer nada más que al Papito. Entonces

yo desembolsé las dos hojas de una oda obscenamente sombría y se la mostré a Ray. Era

lo único bueno (junto con los dos capítulos reconstruidos) que me cuajó en un mes. A

Ray se le incendió la mirada de verde cuando leyó el final. “Qué jodido” me dijo como si

festejara.

Esa noche cenamos fiambre con vino tinto en la pieza de abajo y el Cordobés y Abel

estuvieron contando la excursión a Baalbek que se perdió Pedrito por quedarse

durmiendo. Ray se borró temprano y Pedrito armó un pucho y Abel cantó las clásicas de

Zitarrosa. Después nosotros volvimos a la 22, y nos tiramos a volar bajo el azul dulzón

de la ventana abierta: yo giraba entre rostros remotos cargados con mi sangre y el proyecto

de una novela corta, hasta que el Cordobés dijo que a fin de mes volvía Martine de

América. Eso me hizo aterrizar. “Qué bien” dije: “Qué bien. ¿Vas a vivir con ella?”. “¿A

vos que te parece?” me preguntó dudando. “Que esa mina te quiere” mentí.

“HAY MADRE un sitio en el mundo que se llama París” empezó a escribir Abel

mentalmente, al rato: “Un sitio muy grande lejano y otra vez grande”. Madre. Mujer de

mi padre. Dentro de pocos días cumplo veintiséis años. Dentro de un mes y pico cumplo

un año en París. Era París, la cosa. Antes de irme a Beirut saqué tu cara del lambriz

porque ya no me sonreía. Había sido una sonrisa ofrecida en la luz de un verano remoto
(remoto para mí, por lo menos) donde seguramente estabas preparada para verme en la

catedral de Sé velando el ataúd de una infanta muerta en el siglo XII y en el patio andaluz

donde Federico esperó la cornada fascista y en una boca de subterráneo de Madrid

consolando a un adolescente sumergido en el miedo a la muerte que parecía largar

burbujas de oro en lugar de palabras y en el banco portuario de una placita catalana

donde me derrumbó la profecía hecha por una cobra de que en la vida todo se revienta:

todo eso era desoladoramente “pintoresco”, digamos. Y yo tenía traveler-cheques,

todavía. Pero después llegué a París, madre. Hay un sitio en el mundo, de verdad. ¿Para

pagar? ¿Para parirse? Cuando me gasté el último traveler ya había vivido un tiempito

en el Saint-Michel y cuando Madame Salvage me expulsó por ensayar en la chambre ya

vivía de la manga, con el trío. ¿Te acordás? Tu hijo, un mendigo del Titicaca. O

disfrazado de eso. ¿Pero no era desoladoramente pintoresco, todavía? Para mí ya no.

Primero: encontrarme con que Ramón estaba de gira con Paul Simon -cuando recién

llegué- ya fue algo muy jodido. Pedrito es macanudo pero es un pendejo. Y hay que

domarlo, Dios: hay que domar a ese padrillo. Para colmo se nos ocurrió reclutar al

Cordobés, y al principio nos largábamos a manguear en cualquier esquina sin que la

gente se parara ni a escucharnos. Hambre física, hubo poca: en París sobran comedores

universitarios donde podés colarte y siempre se pellizca algo en cualquier lado, además.

No me molestó el hambre, de verdad: sobre eso nunca te mentí. Pero cuando me echaron

del Saint-Michel y no nos quedó otra que vivir en la bohardilla del depto. de un ex-

escenógrafo que le sigue dando de comer a los piojosos, las cosas se jodieron a fondo.

No había luz, en la bohardilla. Y tenías que subir y tirarte a dormir donde pudieras.

Generalmente era en el suelo y tapado con la campera. Estaba prohibido hacer el amor

aunque una noche de borrachera general vi por primera vez ese insufrible ritmo que tiene

el coito ajeno cuando el Cordobés se montó a la cleptómana sin tener la delicadeza de


soplar una vela y ya era casi verano y yo me despertaba tempranísimo pegajoso

humillado excitado y asqueado y no podía entender qué carajo hacía en París y todavía

pensaba en Gabi y pensaba Quién soy quién soy carajo bajo la luz celeste que inundaba

casi completamente la bohardilla como si fuera un fondo de mar con cadáveres yo

todavía era virgen de segundo mujer y lo más que había logrado era arrastrar una noche

a una holandesa muy fea a la chambre del Saint-Michel y cuando le saqué un zapato me

dijo que tenías llagas amarillas “allí”. ¿Te das cuenta, mami? Mirá, mami: en la

bohardilla se cagaba en un agujero con puertas de saloon del far-west y se veían las

piernas y la jeta del infeliz que no tenía más remedio que vaciarse a la intemperie. Y

algunas madrugadas al escenógrafo -al espiritualísimo ex-escenógrafo Monsieur

Amelot, que de mañana nos dejaba un canasto de fresas como un mensaje de “El séptimo

sello” y se iba a sacar fotos de enamorados y volvía de nochecita con baguettes y paté y

Valpolicella para todo el mundo y aporreaba una cordeona con sobreactuada pureza y

solía besar una mascarilla de Beethoven poniendo un pico místico y hasta me llegó a

regalar su carromato de escribir y todo cuando volví de Cannes- al espiritualísimo

Monsieur Amelot le daba la viaraza y subía a tratar de violar lo que tuviera a mano fuera

mujer o macho y le tenías que encajar una patada voladora para que se borrara.

Nosotros conseguimos unas pizzerías donde pasábamos el plato a una hora fija y fuimos

repechando hasta juntar la guita para viajar a Cannes y alquilar algo pasable ¿te

acordás? Eso te lo conté tal cual, supongo. Era “apto para madres”. Ahí me prestaron

una máquina y pude pasar en limpio los capítulos de la policial chirle que había

empezado a escribir en los boliches para no reventar o para hacerme el Hemingway,

quién sabe. Pero esa es otra historia sin mayor importancia. Hubo muchas historias, en

Cannes. Tuve una blenorragia, por ejemplo. Y sin haberme acostado con nadie: fue gratis

el asunto. ¿Gratis o estás pagando, chiquilín con tonsura? Pero antes de bajar a Cannes
hubo algo más jodido todavía, por supuesto: el golpe. Golpe de Estado en la patria triste

y quince días de huelga y los latinoamericanos y hasta algunos franceses que te

abrazaban por la calle para felicitarte por la resistencia y los artículos venenosos de “Le

Monde” señalaban las hésitations de la central obrera y después el vacío más perfecto:

el no tener ni cartas ni poder escribirlas durante mes y pico y empezar a verborragiar

mentalmente, como ahora. Y al subir a París después de habernos gastado los ahorros

del verano pasando menos de un día en Venecia nos cae el golpe en Chile, encima.

Manifestar un mediodía con los Quilapayún llorando adelante y escribirles a ustedes

aquella pos-data que decía algo así como “Cayó Allende y lo mataron Pero no pasarán

Nunca pasarán Voy a volver para ayudar a demostrarlo”. Al viejo le debe haber dado

un ataque de caspa cuando leyó aquella inconsciencia, me imagino. Y después el Stella.

Hoy te pienso esta carta desde aquí, otra vez. Y fumado, mamá: fumado de haschich. Tu

nene. Desde el glorioso Stella. Aquí vivíamos juntos cuando conocimos a Ray y nos

echaron porque los cueros que remojaba el Cordobés en la pileta para fabricar bombos

provocaron una filtración que inundó el restaurant de abajo. Ray había caído unos días

antes al hotel y pagó lo que debíamos y le pasó la mano por el lomo al Bigote y fuimos

perdonados y alquilamos la chambre 9, juntos. Esto te lo conté prácticamente sin cortes,

¿no? Sí: era apto para madres, también. En ese tiempo ya había estado saliendo con

Colette aunque jamás pude cruzarle ese foso de perfume triste que tiene alrededor. Ella

se le metió en la cama a Pedrito, de todas maneras. Pero después aparece Bénédicte (que

no sé si volverá a aparecer, lo más posible es que no venga más) y el Cordobés que me

la semisopla y yo que tengo náuseas. Perpetuas perpetuas perpetuas. Hasta que me doy

cuenta que hay que parir la llamarada. Como los tragafuegos. Y punto. Pienso volver lo

más pronto posible al Uruguay, a seguir militando como me corresponde. Pero hay algo

que falta, todavía (además de la guita para el pasaje). No sé bien lo que es. En un sitio
muy lejano y muy grande y otra vez grande sólo que al oírme no te queda otra cosa que

almorzar y dejar que tus ojos mortales desciendan suavemente por mis brazos. Hijo:

¿cómo estás viejo? Son cosas, madre: he-a-quí-a-tu-hi-jo.

EL VIERNES de tarde me visitó el Cosmósfero acompañado por su nueva adquisición:

una vetusta cantante de jazz que conoció en la cueva del negro Batalla. Yo me irrité

porque ya estaba a punto de mandarme una siesta, pero los invité a sentarse en la otra

cama y ensillé el mate con serenidad. Al rato me di cuenta que fue Mademoiselle Mich

la que adquirió al Cosmósfero en la boîte Favela. La mujer era baja y estaba entablillada

por un vestido verde escotadísimo, de los tiempos del boogie. Debió haber sido hermosa,

pensó Abel calculándole poco más de cincuenta: usaba un chaquetón de astrakán

percudido y una peluca color zanahoria.

“Mire lo que tenemos al lado del lavatorio, don Cosmos” anuncié señalándole el rincón

del piano: “A ver si me lo prueba”. “Oh la la” chilló Mich dando un par de palmadas. Los

dos se levantaron, y el Cosmos espantó unas cuantas cucarachas al levantar la tapa y

atrincherar su estampa de mosquetero gordo. Ella quedó acodada en posición cantabile.

Después de unos teclazos el Cosmos declaró que el instrumento estaba devastado por una

desafinación menos proteica que catalizadora, y empezó a improvisar maravillosamente.

Levantaba sus ojos volados por el jazz hacia la mujer vieja que tenía la mirada clavada

sobre el Valpolicella comprado a medias con el Cordobés en el drugstore de Odéon. Adiós

mi despilfarro, pensé.

Diez minutos más tarde ella le tanteó el lomo al apenas empezado botellón de dos litros

y no hubo más remedio que ofrecerle una taza. Ray llegó justo para el espectáculo, y su
mirada verde se rejuveneció con el naufragio ajeno. Abel volvió a otorgarle su

complicidad. Entonces Ray amenazó quedarse alguna de esas noches. Terminaron el vino

con el acople eufórico del Cordobés, que entró anunciando carta de Martine y les tradujo

algunas de las empalagosas efusiones de amor garabateadas por la cleptómana. “Llega el

domingo” rubricó emocionado al ensobrar la carta. Yo pensé en conseguir una pieza más

chica para mí solo, aunque me daba cuenta que prefería seguir alquilando la 22 con Ray.

De repente el Cosmófero hizo explotar el teclado, derrumbándose de codos. La mujer

había estado fumando y llenándose la taza con callada insolencia mientras oscurecía, pero

entonces habló. Sustituyó el free-jazz por un par de episodios de la ocupación nazi: la

extracción de una esquirla de su pierna derecha con un cuchillo al rojo (y con scotch puro

como desinfectante) y un almuerzo de ratas, hasta que el mosquetero lloró sísmicamente

arriba del teclado. Al terminar de hablar Mich empalmó el astrakán y convenció al

Cosmósfero de ir a tomar el fresco. Nosotros colocamos un colchón en el suelo para Ray

y bajamos a comprar un pollo asado al Boul. Cenaron en la pieza de Pedrito, y Ray

participó solemnemente el noviazgo de don Cosmos. Colette no conocía la historia: se

atoró de la risa y al final preguntó la edad del mosquetero. “Menos de treinta” tuvo que

volver a contar el Cordobés con sobreactuada compasión: “Es menor que mi hermano.

Vivía en Calamuchita y era el mejor pianista de jazz de la Argentina. Se casó con mi

prima. Mi prima se murió a los seis meses de casados ahogada en la bañera por las

emanaciones de un calentador. Cada vez que lo internan dicen que va a curarse. Acá lo

dejan mucho tiempo suelto y parece que estuviera mejor, pero desde que está en París se

le dio por creer que mi prima murió por culpa de los nazis”.
EL SÁBADO de mañana llamé por teléfono a la casa del inspector Bugeia y me contestó

él mismo: “Ça va Maigret” le retruqué enseguida de su flemático “Ça va Marlowe”. Me

propuso recomenzar las clases de guitarra ese mediodía mismo y acepté encantadísimo.

Abel fue en métro hasta la Porte d’Orleans y se paró a fumar frente al café de siempre,

hasta que el Inspector estacionó su coche para invitarlo con un apéritif. Bugeia andaba

bien de semblante y de humor, y le comentó un caso irresoluto después de preguntar cómo

nos fue en Beirut. Al subirnos al Fiat conversamos un rato sobre las elecciones y él no

dejó entrever ningún partidarismo. Tampoco le importaba mucho que hubiera muerto

Georges Pompidou ni quién sería el siguiente presidente. Volvió a sacar el tema de Beirut,

y yo le comenté la brutal diferencia que había entre las ruinas de Byblos y las de Baalbek,

acusando a los romanos de imperialistas desequilibrados. Eso lo hizo reír, aunque después

se floreó recordándome que Flaubert acampó enamorado frente a las seis columnas de

Baalbek. Siguió dándome cátedra sobre algunos modismos y conjugaciones, y al llegar a

Meudom-la-Fôret lamentó no poder viajar al oriente o al África. “Mi padre era pied-noir”

me volvió a confesar por cuarta o quinta vez, en un alarde de honestidad antirracista que

sonaba tan cómico como simpático.

Abel volvió a sentirse abrigadamente bien en aquel quinto piso del bâtiment gigante

donde les daba clases de guitarra al Inspector y a su hijo. Madame Bugeia era profesora

de inglés y muy buena cocinera: los sábados que Marc podía tomar clases Abel comía

con ellos, y esa tarde salieron a recorrer el parque. Armaron un picado con algunos botijas

amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a muerte: terminó seis a seis.

Después Marc me alcanzó de vuelta a Porte d’Orleans. Me pagó los sesenta y yo bajé al

métro medio atracado de asma pero casi contento en el desierto atardecer del sábado.
LA RENTRÉE en el Bateau salvó un poco la plata. El Payaso les hizo una bulla

impresionante, y estrenamos canciones preparadas de apuro allá en Beirut para poder

apechugar el horario de la boîte. El Payaso contó (con su locuacidad rematadora) cómo

habíamos triunfado de La Grenouille y acaparado la atención de radios y de diarios por

unanimidad. Yo ya estaba entonado. Todavía no me llegaba ni una maldita carta a la

nueva dirección, y eso lo resolví con un rápido ataque a la sangría especial que pagaba la

casa. Después del tercer vaso Abel cantó Bésame mucho con rictus de Lecuona, puso cara

de beatle coreando I’ll be back en versión castellana y agregó una gran máscara de alegría

indestructible a cualquier chacarera guajira cumbia o huayno que les pidiera la gente. Pero

después de hacer un buen primer pasaje y prender un cigarro y sorber otro vaso como un

equilibrista, el mundo me aplastó. Sólo quedó la voz que no me pertenece repitiendo Lo

que hay que hacer es escribir Lo que hay que hacer es escribir Lo que hay que hacer es

escribir Lo que hay que hacer es escribir -como la luminosa pulsación que socorre a los

barcos.

Entonces me miró. Me miró fijo desde la vereda antes de abrir la puerta y apoyarse en la

punta del mostrador humoso para seguir mirándome. Antes de sonreír. El Cordobés me

dijo Ahí está la pendeja y me dejó bajar primero cuerpeando la gruta de aserrín pisoteado

que dejaban las mesas contra el mostrador. Bénédicte besó a Abel con una fuerza rara,

sin chocar las mejillas: me remansó los labios sobre la desnudez del rostro donde nace la

barba. Entonces me di cuenta que me había precisado. Dejé pasar al Cordobés y ella lo

descartó con una mirada brillante antes de saludarlo. Después me preguntó si nos

podíamos ver y Abel dijo Mañana en la chambre 22. “A las tres” dijo ella volviéndolo a

besar. Se fue inmediatamente. Esa noche Abel Rosso orilló la mole del Panthéon sin poder

develar el matiz milagroso que había en la salvación de su sábado seco.


SAINT-TROPEZ

LA PAREJA de artesanos que los cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y

gris, como todo el pueblito. La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había

llegado a dar recitales de folklore andino en Cannes y en Saint-Raphael acompañada por

los mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el menor

pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos recibió vestida

apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo Pedrito mirándole

agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la mujer,

y no tuvimos más remedio que reírnos todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no querían

saber nada de dormir, pero nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde me

desperté al atardecer sin saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de al

lado y me puse los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas a los

colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los colchones

hasta que lo insultaron inteligiblemente, y entonces salió más tranquilo a afrontar la

impostergable aventura de localizar un baño. Ni para Don Quijote fue aventura mear,

pensó apantallándose la cara en señal de saludo. Encontró al grupo recortado sobre un

fondo de sol anaranjado que rebrillaba en las miradas y en las tazas de té. “¿En dónde

queda el baño, Mili?” pregunté refregándome los ojos para conservarlos escondidos. Fui

atravesando piezas oscuras y ruinosas mientras sentía crecer la sensación de que iba a ser

imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no hice la prueba: me lavé y me peiné de

espaldas al espejo y volví a terminar de despertar a los muchachos.


Después tomaron el té, escuchando contar a Mili qué fabuloso almuerzo de pollo con

papas fritas les habían despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto” decía

la enana fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que hoy

laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos todos a

trabajar” aplaudió la Miguela haciéndole una guiñada a Pedrito, que ni se inmutó.

François y Claudine también vendían artículos de cuero en el puerto, y Abel tuvo la

esperanzada impresión de que aquellos dos náufragos podían estar verdaderamente

acampados al margen del degeneramiento. Vio libros interesantes -Lovecraft y Bradbury,

en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos del taller, y se los elogió a François

levantando un pulgar a la romana. El artesano (joven rubio peludo amable parco y sucio)

apenas sonrió.

Hicieron el viaje al puerto deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del

cobalto estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre los

yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes, apenas empezamos

a caminar nos encontramos en el Gorille al Ceja y a Isabelle. La muchacha se acariciaba

la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que derramaba sobre el mundo. No me

animé ni a saludarla.

Esa noche hicieron capote en el restaurant conseguido en exclusividad y recibieron otra

proposición más importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a partir

del próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron como

correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos para el fondo

pro-recuperación de los pasaportes en Cannes. Pedrito salió a dar un yiro, y el Cordobés

y yo nos acomodamos en el Gorille a esperar a los artesanos. Cuando el corso turístico ya


empezaba a ralear sobre el empedrado, Abel distinguió un nombre impreso en la cartelera

callejera (en donde se anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le hizo dar un

salto. Me acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el bisnieto del hermano

del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el próximo sábado. Así que

terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los proyectos de aquel muchacho

tan parecido a él con quien habían desenterrado una secular amistad familiar el verano

anterior a su viaje. Y una voracidad de verdadera compañía le aniñó las facciones hasta

que vio venir a Pedrito con un reventado al que seguramente le acababa de sacar gramos

de hasch. “Dios nos cría” dije en broma, y me volvía a sentar en el café.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO se friega el vientre rabiosamente frente a un lavatorio, murmurando

dos versos de César Vallejo. La luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de

la chambre 9 hay una cama de una plaza y otras de matrimonio, una mesita hecha con

tablas sueltas sobre un armazón un rotoso ropero compartimentado y el lavatorio junto a

la ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó agua en

la olla y se cebó unos mates reconcentradamente: después fumó el primer cigarrillo

revisando manuscritos tachados con pulcritud maniática. Cuando se oyeron doce

campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró para darle un tirón

a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se dieran media vuelta sobre la cama

grande. De la segunda pieza de la chambre emerge al rato un hombre pelirrojo: encuentra

al muchacho enjabonándose el vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos adolescentes

dejan la cama grande parsimoniosamente: el más alto se acerca a la mesa y desgrana un


Kent y chamusca una piedra color sopa en cubitos. Sólo el hombre pelirrojo acepta

compartir el cigarrillo de haschich. Después de media hora el muchacho se enoja y acaba

por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más en vestirse y

peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae un balde y un escobillón.

El pelirrojo vuelve de apuro por el corredor, mientras el mucamito y el muchacho

disimulan como pueden el mugriento desorden de la pieza: grita Suerte y se va con su

mirada verde inyectada de odio.

AL VOLVER de mezclar unos huevos con jamón y otra jarra de tinto con mi primer

haschich, no me pude dormir. Esa noche me tocaba la cama individual y estuve releyendo

partes de El largo adiós mientras amanecía: fui dos veces al water del corredor y recién

ahí adentro me acordé nebulosamente de Sinclair. Repasé los dibujos y las palabras sucias

de la puerta del cagadero haciendo cábalas pareadas: el primer objetivo era que hubiera

carta familiar puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel volvió a la chambre con

un poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los recientes goles hechos

por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz, se agrietaba una foto

donde Abel resplandecía abrazado con su hermana y sus padres en la remota luz del

penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho menos cuarto en punto y me

encontré al Papito fregando una letrina: nos peseteamos cariñosamente. Después me

agaché en el medio de la escalera y vi cartas brillando en casillas ajenas. Dormí tres horas

pésimas.

Cuando explotó la náusea entre las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en el

hígado. Después no pensó más, y se tiró a esperar aguantandp las arcadas con naturalidad,

como si fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta: Bénédicte
me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar, estudiando la

pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los demás?” preguntó. Puse cara

de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas miedo -volví a pensar, perdiéndola de

entrada. Sin embargo cumplí con los ritos machistas de tratar de besarla en la boca,

mientras le preguntaba si le gustaba hacer el amor. “Sí” me dijo: “J’aime bien”

apoyándome apenas la sonrisa en la cara. Entonces preparé un mate y no hice más

comedia y me senté en la cama de enfrente a conversar en paz. Abel no entendió nunca

con qué clase de adoración se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia infantil del

emputecimiento que fingía la muchacha. Bénédicte era flaca y tenía proporciones de

madonna italiana en la exageración exacta de la boca, los pómulos y la nariz: sólo el

reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde los breves ojos

castaños rebrillaban crecían o se hundían opacándose intermitentemente. Lo demás no

me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo de garza que la infanta plegaba sobre la

colcha roja.

Cuando bajamos a la calle eran más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos con

Ray. Ray galeró una tierna payasada como saludo para la chiquilina. A mí me miró fijo.

Bénédicte iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la Monsieur-le-

Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la esquina de la rue de

l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por la noche hasta el túnel de

Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos: entró primero al bar-tabac y liquidó

unos huevos con jamón y una jarra de tinto sin problemas de estómago. En la gerencia

del Stella recibió lujuriosas felicitaciones de parte del Papito. Subió a la chambre y

encontró a Ray y al Cordobés terminando de instalar un tocadiscos prestado por Monsieur

Amelot: ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta de que la cama estaba
demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de un disco de Pink

Floyd. Ray me mostró al pasar un proyecto de gárgola que me gustó muchísimo: se lo

dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la irradiación desde adentro hacia

afuera que agarraba el Balzac de Rodin.

Después cayó Pedrito. Armó un petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una

pieza con Colette en el piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?”

preguntó. Yo le dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y Abel

chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de música

hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas del cielo: iba en

el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el disco hubo que aterrizar y

aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos cuarto. El camino que hacían hacia el

Bateu torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne y seguir por

Cujas y Clovis y Descartes. En la terma ventosa de un respiradero de métro que esquinaba

el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió Erasmo de Rotterdam) ya dormía una

pareja de clochards bajo el frío acalambrante.

ESA NOCHE sufrimos como nunca las consecuencias de la crisis del petróleo que

descalabró a Francia durante aquel invierno del 74. Fue un sábado malísimo: salimos a

19 francos por cabeza que alcanzaban apenas para pagar el hotel y almorzar unos

sandwichs caseros y comprar cigarrillos. El Bateau cerró temprano, y a Pedrito de le

ocurrió bajar por la bruma de la Mouffetard para buscar trabajo en una boîte regenteada

por un distribuidor de haschich de apellido Batalla. Era un negro esquelético que cantaba

las bossas entoldado por un chambergo blanco del tamaño de un plato volador. Le había

puesto Favela al sucucho, y declaraba aparatosamente ser nacido en Bahía. Cuando Ray
fue a Favela dos o tres días después sentenció que aquel negro era más angolano que un

cocodrilo del Kunene -aunque Batalla siempre se agenciaba brasileros auténticos que

hacían la percusión y los coros con yeito.

Abel supo enseguida que no iba a haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una

tapadera típica de vendedor de droga adonde no iba nadie que no comprara droga. Y

punto. De repente al Cosmósfero se lo podría enganchar, pensó descubriendo un piano

atrás de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic

desprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres cuartos

de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las botas arriba de la

mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía sobradora detrás del vidrio

azul de sus lentes ahumados y prometió llamarnos cuando ampliaran la boîte.

Volvimos al hotel encorvados y roncos y puteando a pedrito encarnizadamente con el

Cordobés: el degenerado había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos

de hasch, y se borró a quemarlos sin el menor remordimiento al hotel de Colette. Al entrar

a la chambre nos encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba histérico

y no les dio pelota ni a Sinclair ni al Cosmósfero, hasta que el ugandés encrucijó al de

Córdoba preguntándole a boca de jarro: “¿Jerusalén o Atenas?”. Entonces ya no tuve más

remedio que sentarme a escuchar el discurso de réplica de Sinclair al Cosmósfero, que se

había pronunciado por Atenas desanimadamente. Sinclair parecía mucho más lúcido que

la noche anterior (aunque estaba vestido con los mismos harapos) y atacaba furioso a

Spinoza y a Hegel, masticando puñados de yerba Napoleón como si fueran pororó.


“Se dejaron joder por el Renacimiento” decía en un francés híbrido: “Por la vieja

serpiente. No entendieron que Sócrates nunca dejó de ser el caballero de la resignación.

Ni entendieron que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa: sólo

para morir”. Ray me hizo una guiñada, y Abel miró al Cosmósfero encogido en el suelo:

parecía un mosquetero traspasado. “¿Será que Sören Kierkegaard no comprendió jamás

los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la cama grande: “La estrategia

de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara de lo posible. Y eso le otorga al hombre

la sobrenaturalidad. No, padre Job: yo no me rendiré jamás a la filosofía especulativa. Yo

me arrodillo frente a la visión que sobrevive al triunfo del demonio: porque la luz no le

será devuelta a quien no encuentre la repetición del poder de la infancia, cuando

mirábamos una cruz negra y veíamos la verdad brillando adentro de ella. La ciencia física

cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”. Sinclair se levantó

desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers” gritó llorando mocos:

“La serpiente no pudo contra Jerusalén. El amor resucita”. Y se fue de la pieza.

AL FINAL tuvimos que levantar al Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en

la cama individual desocupada por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero estaba

desmayado en posición fetal y Ray saltó a la cama mientras yo le agarraba los pies

elefantiásicos. Tenía una jedentina proporcional a su peso, aunque cuando logramos

colocarlo a la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de

la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel vio levitar

la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás por los campos de

Córdoba: su cuerpazo flotó durante un tiempo inmóvil en aquel corredor de eternidad

hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la almohada. “La cruz negra es de

oro” silabeó suavemente. Y después se durmió. Ray se encorvó para agarrar los cigarrillos
y se metió en su pieza sin decir una palabra. El Cordobés roncaba contra la pared de la

cama de matrimonio donde me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché unos capítulos

semicorregidos sin poder concentrarme. Entonces fui a ver a Ray.

Lo encontré con los brazos abajo de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los ojos

relampagueantemente hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos detalles de

la policial, y el otro retornó de la desesperanza como expulsando extensiones de mar

bocabajo en la arena. Abel iba dragándolo con desinteresada devoción infantil,

compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe buscar con

otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a mostrar más de veinte

proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente tenía garra de artista. Lo pensó

y se lo dijo. Entonces empezamos a improvisar a dos voces un ensueño completamente

en joda: Ray exponía sus gárgolas en la peor galería de París y un día entraba Cortázar

casualmente imantado y las compraba todas y Ray se hacía famoso y me lo presentaba y

Cortázar leía mi policial y la hacía publicar en Seix Barral.

“Yo te hago la portada: te dibujo una chimère con una automática piripichada en la jeta

del bicho” dijo Ray: “Y un día Cortázar nos invita a cenar y vos le hablás de Onetti y yo

miro las chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden meter

en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”. Abel se rio

sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del proceso infernal de

adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del discurso que se mandó Sinclair

frente al Cosmósfero despanzurrado. “Yo nunca leí a Kierkegaard ni entendí demasiado

lo que dijo este loco” dijo Abel levantándose para agarrar un mazo de fotos que había
arriba de la mesa de luz: “Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que siempre fui medio

hincha de Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo Ray sin reírse.

“Che: te pasaste con estas fotos” comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las mande

a casa van a quedar enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del Evangelio”.

Nos callamos un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la portátil y las fotos

que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros subterráneos de los que

habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que pasó al final con la pendeja

che? y Abel prendió un Gauloise y lo apoyó temblando en la Pentax. No se dio dónde lo

apoyaba porque la sola invocación de Bénédicte Froissart lo volvió a enamorar de la

madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una criatura” dijo con timidez: “Quise hacer algo

pero no se puede. Me va a llamar para venir de nuevo. Si es que llama, no sé”. Ray no

hizo comentarios. “Che ¿y vos por qué no empezás con alguna escultura y te largás del

todo?” dije para embalarlo: “Material se consigue”. “Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese

momento que se olió el agujero que hizo el Gauloise de Abel en la Pentax del otro. “Puta

que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé apenitas”. Y aplasté el cigarrillo y me

puse a frotar el brillo chamuscado de la cuerina de la Pentax. Ray muequeó sin hablar.

Pero cuando crucé desconcertadamente la puerta de la pieza me murmuró en la espalda:

“Estoy acostumbrándome”.

ME DORMÍ molestado. La cama de matrimonio tenía como una especie de colchón a dos

aguas que hacía que el Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que pasarme toda

la noche pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar hacia su lado: él era

más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió hasta tarde, amparado

por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se despertó a las doce y
estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el mosquetero habló sobre el

jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada de la noche anterior. Después cayó

el Papito con el escobillón y el balde, aunque muy excitado como para limpiar en serio:

lo que hizo fue esconder el reguero de puchos abajo de las camas mientras contaba que

una de las muchachas de la chambre 14 le ofreció fornicar por 25 francos siempre que no

le besara la cara. Eso me descompuso. Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos

mi madre, que en la foto agrietada dejó dee sonreír casi completamente.

Cuando el Papito terminó de barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó

la melena color zanahoria bajo el chorro feroz de la canilla. Entonces se peinó

meticulosamente y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura, como

todos los días. Eso nos hizo reír a todos. El Cordobés salió a buscar envases vacíos de

chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a celebrar el

domingo a la rue de la Huchette. No encontramos el circo callejero ni demasiados jipis

acampando en la fuente de la place Saint-Michel. Ya era un invierno crudo, y optaron por

meterse en un restaurant tunecino donde empezaron pidiendo bricks à l’oeuf hasta

desembocar en un cous-cous orgiástico mientras se tomaban un litro y medio de vino

imaginando viajes a Bahía o al Sertón o a Recife para cuando volvieran de París.

A las tres de la tarde salimos a caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con

el impresionante sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién

pudiera coserle resistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las

manos plegadas en los bolsillos para frenar el viento. Aquella tarde Ray no planteó la

batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan insignificantes como el de la

pureza humana. Yo compré un Alka-Seltzer por las dudas en el drugstore de Odéon, y


después remontamos la rue Monsiuer-le-Prince bajo la oscuridad de las 16:30. Ray me

prestó la cama para sestear tranquilo mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los

cilindros de chucrut y empapaba unos cueros flatulentos que compraba en la Porte de la

Villette. Al terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama

grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de Prévert y

de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos menos de un mes

atrás. Pedrito armó de apuro el último petardo.

SAINT-TROPEZ

EN COGOLIN organizaron una fumata redonda. François se quedó preparando spaghetti,

mientras el resto de las almas empezaba a desnudarse lentamente a la orilla del humo: el

Cordobés se desplomó -como siempre- en un vacío total de personalidad y terminó

roncando con la cabeza apoyada en la biblioteca-zócalo. Pedrito hacía oscilar su lujuria

entre las dos mujeres, aunque dejando traslucir una clara preferencia por la enana con

cara de muñeca. Claudine se sacó la blusa y emparejó bastante la partida. Su problema es

tener el corazón tan cariado como emocionantemente emperrado en sonreír, pensé casi

deseándole los pechos. Mili se había ocultado las desproporciones con una sábana y

bailaba imantada menos por la mirada de Pedrito que por el enloquecimiento del marica.

“Este no puede fumar” me rumoreó Gastón: “Ahora nomás le viene la gaguera. Cuando

nos conocimos en España era siempre lo mismo”. La Miguela gimió durante unos minutos

con una especie de jocosa desesperación que lo hacía dar saltitos ojicerrados, y se

arrodilló a llorar. “El mejor momento de mi vida fue cuando tomé la comunión” dijo

resplandeciendo en mansedumbre. “¿Y el peor?” le preguntó Pedrito. “Cuando murió mi


madre” hipó la Miguela. Y se ovilló a dormir en un rincón. “Ah no, che: el mejor momento

de mi vida fue cuando me casé con mi machito” dijo Mili dejando de bailar: “En cuanto

vuelva a Roma lo conquisto de nuevo”. “¿Y el peor?” le pregunté. “Cuando me saqué un

hijo” contestó encapuchándose con la sábana. Gastón me miró fijo. “Primero vos” le dije.

“Los míos son repugnantes” advirtió el artesano: “El mejor fue cuando me enamoré de

un chiquilín en España -este otoño van a hacer seis años. Yo tenía veinticinco y él

dieciséis. Al poco tiempo de venirse a vivir conmigo se me fue con un viejo. Nunca me

pude volver a enamorar de nadie. Ojalá que él tampoco haya podido: ojalá sea un putito”.

Pedrito se rio fuerte y yo lo hice callar con una seña. “Me siento como un ciego. Como

un sordomudo. Como un paralítico” siguió Gastón acariciando la cabeza de Mili debajo

de la sábana: “Ya no gozo con nadie. Esta mañana en la playa sentí que me

descuartizaban, otra vez. ¿Y vos qué contás, poeta?”. “Yo fui descuartizado hace poco,

también” retrucó Abel, y se plegó a la carcajada general antes de continuar la confesión:

“No exactamente de la misma forma, aunque descuartizado al fin. Pero no quiero hablar

de eso ahora. Yo te diría, más bien -plagiando a un gran poeta peruano que se llamó César

Vallejo- que el peor momento de mi vida no debe haber llegado todavía. Y el mejor

tampoco, lamentablemente. Lo que sí puedo contarte es lo peor que hice en mi vida: eso

puedo contártelo”.

Abel cerró los ojos y se sintió volar por la humareda verde del sótano del mundo. “Yo

también estuve metido en un aborto” dijo agarrándose las manos como para rezar: “Mi

ex-mujer quedó embarazada a propósito porque tenía miedo de viajar a Europa conmigo.

Yo no me puse contento cuando quedó embarazada. No me puse contento”. “¿Y ella?”

preguntó Mili, con una voz horrible. “No hay nada que agregar” le contesté: “Lo demás
no interesa”. Y me escapé hasta el baño y encontré en el espejo los ojos de la Gárgola

brillando adentro mío, otra vez. Entonces me desabroché resignadamente la ropa y me

ovillé en el water frotándome los párpados igual que en la letrina del Camping du Grand

Saule: “Hay que sobrevivir” murmuré haciendo fuerza para cagar la tenia verde que había

vuelto a sucubarme en menos de setenta y dos horas: “Hay que sobrevivir para creer. Y

viceversa, padre. Y así seguir aguantando esta estafa esta trampa esta culpa esta vida,

Gabi: esto que nos tocó sufrir”. Abel iba desengarfiando anillos de serpiente con un

cansancio eterno y una eterna certeza de que todo el amor y todo el heroísmo caben en

esa sobrehumana resistencia que nos hace capaces de durar en el mundo porque hay que

estar aquí, sencillamente. Porque el viaje hay que vivirlo hasta su verdadero final, pensé

haciendo abluciones sin mirarme al espejo.

“¿Resucitaste?” me preguntó Gastón apenas volví al taller. “Si vos lo decís” dije alzando

un pulgar frente al plato de spaghetti que me ofrecía François. La Miguela se había

despertado y revoloteaba alrededor de Mili haciéndole cosquillas con una virilidad

pirotécnica que terminó por excitar a la enana y humillar a Pedrito hasta la desesperación.

“Mili, vení para acá, carajo” gritaba el chiquilín desde la pieza de al lado: “Vení para acá,

carajo”. Pero se enronqueció sin poder evitar el lamentable orgasmo de la enana entre los

zarpazos del marica. Entonces François pasó calmosamente el pan por el plato y le hizo

una seña a Claudine para que fuera a consolar al despechado. Su mujer obedeció casi

corriendo, no sin antes mostrar una negra sonrisa de agradecimiento. “El mundo está por

reventar” comentó el artesano al rato, enfrascándose en uno de sus libros futuristas. La

Miguela se había vuelto a dormir al lado de Gastón, que también cabeceaba. Yo devoré

todos los tallarines de la olla, me fumé un Peter Stuyvesant pensando en Bénédicte y


apoyé la cabeza sobre la biblioteca-zócalo almohadillada por mi campera. Antes le tuve

que pegar un par de patadas al Cordobés para que se dejara de roncar como un cerdo.

ESE MEDIODÍA abandonamos la casona de Cogolin para instalarnos provisoriamente

(siempre de contrabando, por supuesto) en el camping del Pam beach Club. Los artesanos

nos despidieron dulcificados por esa falsa paz que otorga el degeneramiento enseguida

del sueño, y Mili se empecinó en desayunar pollo con papas fritas. El restaurant era un

galpón rodeado de viñedos y separado de la ruta por una explanada polvorienta donde

atracamos en soledad completa. “Uy Dios” suspiró la Miguela, después que hicieron los

pedidos: “¿Me puse muy loca anoche, Mili? No me acuerdo nada de lo que pasó”. “Yo

sí” ladró Pedrito: “Así que antes de romperte la jeta me voy a comer al mostrador. Vení

que te cuento, Cordobés”. “¿Qué te parece si bajamos nosotros también?” me preguntó

Gastón, con tímida amistad.

En el mostrador nos acodamos separados de los otros (que nos relojeaban de vez en

cuando poniendo cara de vivos) y el artesano preguntó qué era lo que acababa de pasarme

en París. “Alguien quiere matarme” dijo Abel sin hacerse el misterioso: “Ando con un

cuchillo en la valija. Pero es un asunto medio largo y demasiado complicado de explicar,

además. ¿Tomás otra cerveza?”. Entonces terminamos de comer en silencio y volvimos

a la cachila, donde la Miguela se chupaba los dedos mientras contaba que la noche

anterior había enganchado a un pintor holandés que hasta prometió regalarle -al final del

verano- una Pentax nuevita. “Perdoname que te interrumpa, che: ¿pero cuando tomaste la

comunión ya te gustaban los varones?” le preguntó la enana, con un frívolo asomo de

tristeza. “No” dijo la Miguela: “Mi madre nunca me dejó tomar la comunión. Decía que

era de niñas. Y yo vivía soñando con vestirme de ángel y comerme a Jesús”. “¿Y cuando
ella murió?” le preguntó Pedrito. “Mi madre no murió” casi gritó el marica, dándose

vuelta en el asiento delantero con la cara maquillada de grasa: “¿Quién te ha dicho tal

cosa, desalmado?”.

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO le hace rápidamente al amor a una muchacha dormida, y cae sobre el

costado emparedado de una cama de matrimonio arrimada a un rincón. Le acaba de hacer

el amor por segunda vez en media hora para reivindicarse del fracaso que tuvo cuando

llegaron al apartamento, pero a ella apenas se le altera el ritmo de la respiración durante

unos momentos y continúa durmiendo boca arriba. Esta vez el muchacho puede

distinguirle las facciones bajo el amanecer: una media sonrisa parece abrirse paso a través

de la caparazón de la muchacha. Afuera está lloviendo. Los únicos cigarrillos que él

encuentra a mano son unos mentolados, pero igual fuma uno atrás de otro hasta saturarse

los bronquios. Está oyendo llover y mirando la cabeza rubia dormida con la reconcentrada

dulzura del que hace mucho tiempo que no vela otro cuerpo. Un par de horas más tarde

suenan voces y pasos en el corredor, y una muchacha desconocida abre la puerta cerrada

con llave que da sobre la cabecera de la cama. Entra escoltada por una pareja joven,

alegremente decidida a despertar a su compañera de apartamento con una carta en la

mano. Cuando descubre al muchacho ocupando su sitio, lo saluda sonriendo y sacude a

la rubia. Los otros dos se sientan a los pies de la cama y también saludan al muchacho

con naturalidad. La rubia se incorpora protestando, pero al ver la carta suelta un

acompasado Oh la la de alegría. Es de su prometido que está en Londres, y la lee en voz

alta y después sigue conversando con los visitantes sobre el curso de anatomía que van a
empezar esa tarde en la facultad. Mientras tanto el muchacho ha tenido que escaparse de

su acorralamiento gateando desnudo sobre la colcha: se viste en un rincón y se despide

con un Salut que le contestan todos menos la muchacha rubia. Después orina tosiendo

enfurecidamente en el water, y sale del edificio dejándose lavar la cara por la lluvia.

ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darles la clase a los Bugeia. Antes de subir al

hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una

baguette algunas aspirinas un cuarto litro de whisky las Poesías de Machado y la

Antología esencial de Neruda ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo menos

un día en la cama, aunque el Cordobés y Pedrito tuvieran que arreglárselas solos en el

Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo

desenfrenadamente bajo la pegajosidad de la llovizna. Encontré a Ray durmiendo. Me

tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación

a la antología. Había almorzado fuerte en lo del Inspector y me dormí enseguida, hasta

que el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me estropeó la siesta. “¿Todavía

están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un

petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de

tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el

apartamento de la mina. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un

hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.

“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar

machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el petardo con el desinterés fingido

de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente energía: “Hoy

no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no precisás fumar más
que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar solo, porque el Cordobés

va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó la mina?”. “¿Martine? ¿No

llegaba mañana?” preguntó Abel devolviéndole el cigarro, después de dar una pitada

corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del carajo” se oyó la voz de Ray

desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza juntos” corroboró Pedrito: “Y se

oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó de la cama y corrió en calzoncillos

hasta el lavatorio: se empapó la melena color zanahoria, se secó y puso a calentar agua en

una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose las manos. Empezamos a matear y terminamos

el petardo mientras París ponía su huevo celeste a contraluz, cruzándome a un verano

donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora la playa era una

curva desierta que se iba cerrando como una flor carnívora que acariciara mi carne sin

desearla. Yo había perdido para siempre la estación de la música, y un dorado silencio

me volvía a transportar desde aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos

del sur. Falta el amor, pensé.

Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente,

olvidándose de los ataques de tos que hacían corcovear la máquina de escribir

encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a

su madre mientras anochecía: Ray y pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el

azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. Menos mal que está Ray

escribió Abel sobre el final de la carta: Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir la

pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando

que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como

puedo. Con decirte que hasta usa mi campera jean vieja, ahora. Su situación es bravísima

porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música. En fin.
Tenemos proyectados hacer un libro con poemas ilustrados para editar allá. Vamos a

ver qué pasa.

Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé

la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas -

desamparando el eco / de mi vida escapada / hacia hondos humos húmedos escribí

mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando los

días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por

supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado

por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a cenar

unos sandwichs de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito sí” dijo

agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para morirse,

aquello. Amelot compró pollos y Valpolicella porque le cayó un marica de visita: un

pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-tropez y conoce a Sinclair también,

no sé bien cómo diablos. Pero casi me muero de risa”.

Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada

de su amigo empezaban a brillar musgosamente las últimas esperanzas que le iban

quedando. “Podemos aprovechar mi bronquitis paras retocar la trama de la policial antes

de que te vayas” dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a compaginar algo

del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente. ¿Terminaste alguna

otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso que no vale la pena

terminarlas” murmuró aplastando un cigarrillo contra la pared: “Pueden llegar a ser algo

tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de aquello que nos leyó Sinclair

en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas” dijo Abel: “No le vas a dar bola
a un diccionario de símbolos, vo”. “No me jodas” retrucó el otro sentándose en la cama

y transfigurando el rostro hacia su payasesca cordialidad habitual: “No me jodas, botija”.

Y se mordió los labios como para hacérselos sangrar.

“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que sale la Pentax” reflexionó al rato el

riverense: “Y el giro no aparece. Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”. Abel

sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche no

duermo” profeticé empujando una pastilla de betametasona con un sorbo de whisky.

Después me puse un pulóver y salí al corredor y encontré el water ocupado. Como no

tenía ganas de bajar al segundo piso y vi luz en la chambre de Sinclair (a través de la

puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a

Beirut. Pegué tres golpecitos suaves en el compensado. No me contestó nadie. En ese

momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del susto.

Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír lejanamente.

Llevaba puesto el agujereado sweater de siempre debajo de un piyama a rayas. Me

acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me quedé quieto:

una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes escondió el rostro

relampagueantemente apenas me vio. También alcancé a distinguir una enorme cruz

negra colgada en la cabecera de la cama, antes de escaparme hasta el water.

Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había

doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar.

Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y

no hinches más” le gritó Ray, malhumorado por la suspensión de su disciplinada relectura

diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le di la captura
con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció enfundado en

el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y agarró yerba

para masticar. “Te dije que este también había sido centrofóbal de Peñarol en el 62”

murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo no

encontraba aire ni para reírme.

“La gran enseñanza está en demostrar el crecimiento de la inteligencia mirando derecho

al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la gente que crece,

está en encontrar la paz, en sentirse feliz en la equidad perfecta” predicó el ugandés

mamejando un español notablemente mejorado: “Me lo aprendí el mes pasado en la

clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecha por Ezra-”. “Ma qué en la

clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste torturando con eso y no

sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá en la chambre 9?”.

Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray”

intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca

pude preguntarte, ugandés: ¿Confucio era un caballero de la fe o un caballero de la

resignación?”. “Era un caballero, hijo. Y eso ya es suficiente” me contestó Sinclair con

la mirada húmeda. “¿Yo soy un caballero?” preguntó Ray aparentando un desinterés

burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas perderás un hombre” dijo Sinclair

al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para nada y

le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni palabras. Lun

Yu. 15/7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando. “¿Ah sí” se rio:

“Qué bien. ¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una mueca triste
mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no puede ser un

caballero hasta que no pierde su inocencia, hijo”. Y se fue trabajosamente de la chambre.

Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y Ford

Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije nada: Ray

había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué ugandés

rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque verdadero

de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me sentí un pescado

aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al doblar la página

222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del susto. “Escuchá

esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de París que llegaba

/ a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería volver / que quería

sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo. ¿La estaré por

quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro Peter Stuyvesant

y no me contestó.

HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya estaba

sano -y trabajando con bastante entusiasmo en la reconstrucción de la novela- la tarde que

ella volvió a aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La chiquilina le propuso

enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos por la Monsieur-le-

Prince completamente empastichada con propaganda electoral, hasta terminar sentados

en la terraza de un boliche del Boulevard Saint-Germain. Abel miró a la nena recortada

contra la brumosa magia primaveral y agradeció en silencio toda implacable chance de

felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas. Bénédicte vació el primer

demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente desnudos, antes de hacerme
señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con amigos” dijo de golpe, poniéndose

colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi vida. Yo les dije que a lo mejor podías

ser vos”. La insinuación fue tan cómica y maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo

sonreír mirando hacia otro lado. Por la vereda se venían acercando Pedrito Colette el

Cordobés y Martine, y los saludé levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron

a romper el embrujo, pero Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a

caminar” me pidió sin permitir que yo pagara todo.

Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau

(que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo de

la puerta vidriera. Permaneció un momento descubriéndose disfrazada de mujer, con los

ojos achicados por el alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije aquella

noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con una

cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la muchacha

para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya veníamos a

comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte mientras

caminaban hacia la Mouffetard. Se paró en una esquina de la place de la Contrescarpe y

su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones blancos. “Vamos a

tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la cintura hacia adentro de

un boliche y pedí dos cervezas.

“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo

el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también.” “Yo también” dijo Abel, y le

subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la

misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo
tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla.

(¿O para enamorarla? podría haberme preguntando estudiando sin el menor deseo el

radiante perfil de la chiquilina. ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy

creyendo, podría haberme contestado mientras caminábamos hasta la estación del Lux

remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos

veamos más a menudo” sugirió Bénédicte en el momento de despedirse -o por lo menos

eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo entre

el gentío de la escalera subterránea sin mirar hacia atrás.

AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba en

una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie -una

casi desconocida callecita de 50 metros ubicada entre el Boulevard Sébastopol y la rue

Saint-Denis, a la altura de la gigantesca excavación que sustituía por el momento al

mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres guatemaltecos

enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca de una hora -

hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron contentos: nos

ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran los gigos y las

yiras de la rue Saint-Denis o los embajadores atraídos por el pintoresquismo de aquel

bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó a calificar como “un lugar auténtico”.

Abel se había acodado solitariamente en el mostrador para tomar su tercer cubalibre

recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando Pepillo (el mozo) puso un disco donde

una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon cantar a

un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado para los

conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido melódico con
varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye, Nuestra Señora-

hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado cariño. Y en el filo del

alba el Poeta clarinaba.

SAINT-TROPEZ

TRES MÚSICOS salen de trabajar en Chez Marlene antes de amanecer, acompañados

por dos tropezianas todavía juveniles. Los dos músicos adolescentes y sus respectivas

mujeres invitan al guitarrista -un hombre semicalvo- a quedarse a dormir con ellos en

Saint-Tropez: eso le evitará tener que esperar sentado en el puerto hasta las ocho de la

mañana a que llegue el primer taxi para poder volver al camping. El guitarrista acepta,

entre distraído y hosco. El grupo repecha algunas callejas orinadas por el oro musgoso de

los siglos y sube al segundo piso de una casona compartimentada. Al entrar al

apartamento interrumpen a una pareja que fornicaba estrepitosamente en la oscuridad: la

sombra de la mujer cae de espaldas sobre la sábana y se reubica enseguida en su

cabalgadura, después de saludar con un gruñido. El guitarrista ni siquiera pregunta dónde

va a dormir, pero no puede reprimir un cabezazo de contrariedad cuando otra de las

mujeres le extiende una colchoneta a tientas en un rincón. Entonces el adolescente más

alto se acerca -tropezándose con la cama grande- a murmurar disculpas: le explica que él

no podía adivinar que el apartamento era de una sola pieza. El guitarrista se saca los

zapatos y se sienta a fumar acodado sobre la colchoneta, sin contestarle ni mirarlo. Ahora

la mujer aúlla en la cama grande tratando de sobreactuar agonizantemente un orgasmo

que no llega: el hombre semicalvo ya puede distinguir con total nitidez su perfil

cabalgante recortado en la claridad de la persiana. Mientras tanto, los adolescentes han


empezado a fornicar en los otros rincones y afuera canta un gallo. El guitarrista aplasta el

cigarrillo a medio fumar como dándose cuenta -casi con pavor- de que es posible que el

asma no lo deje dormir. Entonces se concentra moviendo apenas los labios en posición

fetal, hasta que en su mirada emerge la dorada frescura de un recuerdo todavía húmedo.

Canta otro gallo, y el hombre -ya dormido- es el único habitante de la pieza que respira

tranquilo y con felicidad en el rostro.

EL DÍA anterior al concierto de Pablo Regusci ya habían logrado instalarse

definitivamente en Saint-Tropez: los fondos amorralados durante la semana alcanzaron

para levantar los pasaportes del Camping du Grand Saule y comprar una carpa y asociarse

al protocolar Pam beach Club -donde venían durmiendo clandestinos desde la noche de

la fumata redonda en Cogolin. La carpa la compramos el viernes, y el sábado arrancamos

temprano para Cannes en el destartalado ómnibus provinciano que caracoleaba durante

horas entre pueblitos cézannianos antes de llegar a Saint-Raphael. Tren y taxi mediantes,

a la una de la tarde estábamos en Ranchito medio muertos de hambre y calor y pereza:

teníamos que hacer el mismo viaje en sentido contrario sin perder un minuto para poder

seguir trabajando aquella noche en Saint-Tropez.

Mientras el taxímetro bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al Pam Beach Club

de la carretera, Abel iba estudiando deslumbradamente la gradación del crepúsculo sobre

los viñedos. Iba pensando en dedicarles un poema, a la vez que paladeaba -con insondable

alivio- la certeza de que el asesino no podía tener acceso a la nueva dirección.

El hombre de la administración los relojeó como a mendigos del Titicaca, pero ni se

inmutaron. Ya eran casi las siete, y recorrieron lo más rápido posible las diez o doce
cuadras que los separaban de la playa. El primer tramo -una avenida asfaltada de doble

vía que vertebraba el camping- lo chuequeamos sin problemas. Lo que nos reventó fue la

caminata que tuvimos que hacer sobre la arena, entre apretadas filas de carpas donde

sonaban Beatles mezclados con sartenes y el latigueante tremolar de la ropa colgada. Abel

se tropezó con un tiento y cayó pegándole un cabezazo a la máquina de escribir. Los

muchachos siguieron tan campantes y yo quedé caído entre la valija y el bolso,

frotándome autocompasivamente la pelambre. Dos congeladas pupilas teutonas que

asomaron de una carpa sacudida por mi tropezón me obligaron a levantarme: les seguí el

rastro a los muchachos con la mirada fija en el último sol. Tenía las manos y los pies

florecidos de llagas, aunque ya no les prestaba demasiada atención. Ahora estaba distraído

en odiar con fervor aquel útero falso donde debía pagarse el sobreprecio dantesco de la

promiscuidad.

La carpa que habíamos comprado quedaba muy cerca del agua, en un aledaño del camping

no encajonado por pasajes. Eso reconfortaba un poco el panorama. Era un iglú de 2 por 2

por 2 (y por tanto lo suficientemente alto como para pararse adentro, Pedrito incluido)

montado sobre tubos inflables. Tenía piso y loneta superpuesta, y el sueco que nos lo

vendió dejó un equipo adjunto que constaba de vajilla y garrafa de gas con farol. Camino

a las duchas les hicimos una visita a los artesanos, que habían tenido la amabilidad de

guardarnos los instrumentos en depósito durante la mudanza: encontramos a Mili y a la

Miguela depilándose las cejas, con las caras embadurnadas de cold-cream.

“Parecés una murguista, loca” dijo Pedrito, haciendo un paso de baile de tablado. “Cállate

majo que hoy tengo cita con el Amadeo que me va a regalar la cámara fotográfica. Y debo

estar guapísima, tú sabes” cacareó la Miguela: “No todos tienen suerte como yo. Ahí la
ves a la Gastona, que en este momento está haciéndose freír la cabeza en la peluquería

para parecer más bonita. Y nada. Y tú que me desprecias”. “Qué porquería que sos,

gallega” comentó Mili terminando de bombear un farol a mantilla: “Gastón no quiere

tipos, vos lo sabés muy bien. Lo que quiere es no parecer una ruina, por lo menos”.

Aquello me dolió de una manera rara. “Callate, enana” retrucó Pedrito: “Mucho relajarlo,

y después te dejás hacer cualquier cosa por este-”. “Mirá, bebé” le contestó la enana,

señalándose el pubis: “Yo con esto hago lo que yo quiero, no lo que quieren los demás.

¿Y vos?”. Pedrito acusó el golpe y se quedó callado. Entonces el Cordobés lo agarró

paternalmente de un brazo (poniendo cara de revolucionario perdonavidas) y seguimos

chuequeando hacia las duchas. Al pasar por la peluquería Abel saludó a Gastón desde una

ventana: el artesano le ofreció una sonrisa lastimada aunque reconfortante, debajo del

secador que lo hacía parecer una matrona.

Media hora más tarde estaban en camino a la carretera para hacer auto-stop. Abel se había

duchado y vestido más rápido que los otros, y remontaba el repecho con unas cuadras de

ventaja. Al llegar a la ruta tuvo la deprimente sensación de que muy pocos años antes (en

su época beatlera) la idea de estar haciendo esta vida le hubiera parecido una aventura

extraordinaria. El insondable alivio provocado por la certeza de que el asesino ya no

tuviera acceso a su dirección se evaporó de golpe en la oscuridad -haciéndole recordar

que los ojos de la Gárgola también podían brillar adentro suyo, ahora. Entonces aceptó

que en realidad no tenía las más mínimas ganas de encontrar a Pablo Regusci ni a nadie

que pudiera captar su condición ruinosa. Me di cuenta también -levantando el pulgar para

pedirle auxilio a los primeros focos que barrieron la ruta- que no hay cuchillo guardado

en la valija que valga, a la hora de defendernos de nosotros mismos.


EN LA Citadelle recibí con disimulada satisfacción la noticia de que Pablo recién había

llegado y estaba recluido en la casa del empresario hasta la hora del concierto. El

concierto era a las diez, y le dejé garabateado un jocoso mensaje firmado por Abel

Marlowe (en donde se adjuntaba la dirección de Chez Marlene) con la esperanza de que

no se lo dieran. Aquella noche manguearon hasta el casi total agotamiento para empezar

una campaña urgente pro-recuperación de fondos. En el Gorille se cruzaron con los

mellizos y Abel le preguntó al Ceja cómo andaba Isabelle. Me contestó sonriendo -un

poco sorprendido- que la cosa marchaba bien, aunque ella estaba muy molesta. “Está

podrida” gritó dándose vuelta después de haber arrancado callejón arriba. Entonces hice

señas para mandarle un beso a la muchacha embarazada, sin saber bien por qué: el mellizo

levantó un pulgar a la romana como dando a entender que me había interpretado.

En Chez Marlene nos esperaban Stephanie y otra tropeziana rubia sin gran pinta de

reventada, aunque con el crispamiento que agarra una preciosa actriz de cuarta que ya

intentó ser algo varias veces. No sé por qué diablos me dio bolilla a mí y no al Cordobés:

posiblemente me vio cara de candidato a misógino y eso la habrá llegado hasta excitar.

Después que hicimos el primer pasaje la patrona nos vino a felicitar por el debut y posó

con nosotros para la prensa local. Esta flaca debe haber sido un avión a chorro, pensé

contemplando la belleza filosa del rostro cuarentón de Marlene. Ella les preparó un

fogosísimo cóctel azul que reservaba -según declaró- para las grandes ocasiones, y brindó

por el arte.

“Mi amor” le pidió a una mujer de pelo platinado que apareció por una puerta interior del

piano-bar: “Vení, que quiero que estos muchachos te conozcan. Muchachos, aquí tienen

nada menos que un poeta un bailarín un músico un coreógrafo y un mago encerrados


dentro de un solo cuerpo. Li Pomeroi: el conjunto Jamaica”. Los siete oficios de Li

Pomeroi habían sido formulados masculinamente, pero ella era una tigresa inolvidable.

“Un ángel” se le escapó a Pedrito mientras la mujer -que habría sobrepasado apenas los

treinta años- caminaba descalza hacia nosotros. Tenía puesta una túnica hindú

transparente como el Mediterráneo y una bombachita turquesa: nada más. Lo lamentable

es que los ángeles no sean fanáticos de ningún sexo, pensó Abel achicando los ojos para

escudriñarle los pechos con mucha más fruición de la que rebosaba (en lo posible a

escondidas, como buen monaco rosso) frente a las tigresas semidesnudas del camping.

“Salut, Jamaica” dijo Li, levantando la copa de cóctel azul que le alcanzó Marlene.

Entonces fue que vi el aterciopelado relumbrar submarino de un crucifijo colgado al

revés, flotándole entre los pezones. En ese momento alguien gritó mi nombre desde la

puerta y casi me hace desparramar el cóctel del susto. Era Pablo Regusci.

Mi gemelo más viejo, pensó Abel viendo avanzar al hombre de calvicie compacta y lentes

permanentes que había nacido apenas unas semanas antes que él -aunque pareciera tanto

más maduro. Ahora Abel no tuvo demasiado miedo de mostrarle los ojos a aquel espejo

adelantado: hubo una relampagueante congelación del tiempo durante la cual las almas

se reconocieron mientras se consumaba el abrazo carnal. “Qué hacés, loco” nos

murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del otro. Dejé un

momento a Pablo con los muchachos y le fui a preguntar a la patrona si nos podía mandar

preparar algo sólido para dos personas en el restaurant que se intercomunicaba con Chez

Marlene. A los quince minutos nos sirvieron una fragante fuente de spaghetti bolognesi

y un botellón de vino, y nos acomodamos solos en el fondo del bar. Comimos hablando

a borbotones de la dictadura las elecciones universitarias las respectivas familias y los

irreversibles ex-amores.
“Pero te noto muy bien” dije pasando el pan por la fuente, ya bastante borracho. “Ando

bien” dijo Pablo, vaciando su tercera copa y aceptándome un Peter Stuyvesant con teatral

remordimiento. “No tendría que fumar un solo pucho más. Hoy soné como una heladera

y mañana toco en Saint-Raphael”. “¿En qué hotel estás parando allá en París, bacán?” le

pregunté, para torearlo un poco. “No soy ningún bacán, guacho: no soy ningún bacán.

Paro en el Saint-Michel, igual que vos cuando llegaste. (Me lo contó Ma-Sa: la encontré

un día por la calle.) ¿Y vos dónde estás, ahora?”. Yo tuve que prensar los párpados durante

unos segundos para poder contener el empuje de llanto que me provocó la abrupta

invocación de mi hermana. “Estaba en el Stella” contesté, por fin: “En la rue Monsieur-

le-Prince. Muy cerca tuyo, viejo. Lástima que llegaste después que nos vinimos para el

sur”. Entonces Pablo se asustó. “Vamos, che” dijo tratando de refrescar la piedad con un

chiste: “Los detectives no lloran”.

Hubo un hondo silencio mientras yo deshuellaba las dos únicas lágrimas que alcanzaron

a chorrearme. “Lloran” murmuré: “En los libros casi nunca aparece, pero-”. “Entonces

no lo vayas a poner en tu novela, por lo menos” retrucó Pablo, todavía en tren de broma.

“Por ahora no hay novela, hermano” dijo Abel: “Hasta que no se resuelva el caso la novela

se vive, no se escribe. Estaba laburando justamente en una policial allá en París, pero se

me murió. Ahora escribo poemas para no reventar, nomás. Como cuando era botija”. El

otro lo miró fijo y se sirvió más vino. Era demasiado vino para él. “Aunque te parezca

mentira, en el hotel Stella hubo un asesinato” siguió Abel, contorneando con el cuchillo

una nube vinosa que quedó en la servilleta: “Mataron a un amigo. Pero el caso no es sólo-

”. “¿Y a vos quién te mató?” preguntó el guitarrista: “¿Caín?”. Levanté la mirada: Pablo

no hablaba demasiado en broma, ahora. Pero ya estaba prácticamente borracho. “¿Sabés


algo de esos temas?” le pregunté, con un eco de súplica: “¿Sabés cuántas malditas veces

tenés que resucitar para que el diablo te deje tranquilo?”. Pablo se alzó de hombros,

sonriendo con menos tristeza que incredulidad. En ese momento me llamaron para seguir

tocando y mientras caminaba hacia el entrepiso delantero del bar me di cuenta de que yo

también estaba más borracho de lo que pensaba.

Li Pomeroi volvió a aparecer mientras cantábamos y se sentó a fumar un superlong frente

a Pablo Regusci. El guitarrista la miró largamente un par de veces y le vinieron ganas de

tocar: se lo noté en los pies. Cuando terminamos el pasaje lo llamé con un gesto y él se

acercó a las zancadas y tocó Elogio de la danza: la gente se fue amontonando alrededor

con los ojos revueltos por la belleza dominante que producía aquel hombre. Así voy a

escribir, me prometí: Así voy a escribir algún día, si es que vivo. Li Pomeroi y Marlene

se pararon al lado mío con las manos entrelazadas y la patrona me preguntó en secreto

(antes que terminara la obra) quién había compuesto esa maravilla. “Un cubano” murmuré

lo bastante fuerte como para que me oyera la otra: “Brouwer. Leo Brouwer”. Pero fue

recién cuando explotó el aplauso que pude ver los ojos de la Chimère brillando adentro

de Li Pomeroi. Ella no podía verme a mí, por suerte. Pablo le dio la mano a los muchachos

y miró el reloj desorbitadamente y me empujó hasta la puerta. “Chau, guacho” dijo: “Nos

vemos en París. Acordate de mí, y no le tengas miedo a la partitura (digo la Partitura con

mayúscula, por supuesto): el asunto es domarla. Si la podés domar, vas a ver que es

preciosa. Perdoname el divague: estoy medio mamado. Me voy rajando porque si pierdo

el auto del empresario termino pasando el plato con ustedes”. Entonces me atenazó la

cabeza contra la suya para besar el aire y se escapó corriendo calleja abajo. Yo le hice

adiós un par de veces, pero él no se dio vuelta. Cuando volví a entrar a Chez Marlene me

sentía como abrigado por mi propio futuro.


Ahora Abel tenía ganas de llorar pero no de tristeza, y al pasar por al lado de la Pomeroi

pensó La pauvr’ Lilith -esta vez sin mirarle los pechos ni los ojos. Después me senté a

conversar con la rubia crispada poniendo cara de Bogart, al mismo tiempo que miraba de

pesado al Cordobés -que no podía entender cómo aquel mujerón podía estar dándome

corte. Stephanie (la vampira ya seguramente expulsada por el Diamante) le succionaba el

cuello a Pedrito en otra de las mesas, y Marlene y la Pomeroi había desaparecido de la

escena. Entonces Abel cometió el afortunado error de tomar otra copa.

“¿Sabés por qué no puedo hacer el amor hasta próximo aviso?” le pregunté de repente a

la rubia crispada. Ella dijo que no, fingiendo divertirse. “Porque soy divorciado y casado

al mismo tiempo ¿entendés?” explicó Abel, con un cinematográfico cigarrillo apagado en

la boca. “No. No entiendo” roncó la mujer, perdiendo la sonrisa. “Es muy fácil, my

lovely” le dije: “Tengo que serle fiel a la muchacha con la que me voy a casar. Todavía

no sé quién es, pero en algún lugar está viviendo. Ahora, en este momento. Y uno debe

mantenerse fiel, aunque no pueda ver. Estoy seguro de que ella también me espera sin

dejarse ensuciar: si no, no sería ella. ¿Entendés o no?”. La actriz de cuarta se levantó

mirándome con más susto que odio y se fue a refugiar contra el zorro de Córdoba. Yo salí

a la vereda a refrescarme un poco el dulcísimo vértigo de la revelación, como los

borrachos de Paco Espínola. Pero resultaron haber dos revelaciones, al final: una era el

dorado recuerdo de mi futuro, y la otra una pareja de palabras -todavía no identificadas-

que tenía que lograr casar a cualquier precio. Al rato supe (ya menos mareado) que

aquellas dos palabras eran un nombre y un apellido. Tiens, la pauvr’ Lilith Brower: la ex-

mujer de Sinclair -murmuré, arrancándome crujidos de los dedos. Y seguí repitiendo

mentalmente el nombre de aquel ángel con ojos de Gárgola mientras caminábamos hacia
el apartamento en donde los muchachos me invitaron a dormir, para evitarme la molestia

de tener que evitar el taxi en la soledad portuaria.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Guisardes una madrugada de luna,

con los ojos aterciopelados. Estuvieron comiendo ravioles a la caruso en el Sans-Culottes,

un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnaban las pantallas las

cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin botones

y levanta los ojos de alcohol a la luna: ve el trasluz submarino de la niebla encendida

frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla

no abandona sus ojos cuando deben remontar la rue Monsieur-le-Prince esquivando

racimos de excrementos humanos. El hombre pelirrojo se levanta las solapas del

sobretodo negro y acaricia secretamente al muchacho con la mirada: el odio casi

fosforecente de sus ojos se azula. Al llegar al Stella se sientan a fumar en la escalera y el

hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un crescendo de

carcajadas que van desenroscando hasta el retorcimiento. Entonces el muchacho se seca

las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea: declara tener hambre de

París, otra vez. El alba hace resplandecer los rostros saciados de los amigos. Al subir la

escalera y ver el casillero de la correspondencia el muchacho profetiza la llegada de algo

clave, esa misma mañana. En la chambre encuentran a un adolescente roncando y el

hombre se derrumba vestido en la cama de la pieza compartimentada. El muchacho fuma

otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir al corredor. Cuando entreabre la puerta

de la letrina encuentra un vómito brutal desparramado sobre el water. Se da vuelta


tapándose los ojos y baja la escalera, en dirección a la letrina del primer piso. Por el

camino se cruza con el diminuto conserje mauriciano, que lo saluda cargando un balde y

un escobillón. El muchacho no puede retribuirle la sonrisa, pero le acaricia un hombro

mientras comprende -sin agacharse ni siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de

toparse con el mensaje clave. Mientras tanto, el hombre pelirrojo se ha encerrado en la

pieza más chica de la chambre 9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.

LA NÁUSEA volvió a su apogeo, aquel fin de diciembre. Ahora no se necesitaba tanto

como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo

burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las muchachas

jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle: alcanzaba que

encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas en donde se

mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas entrabiertas

en la portada hablándole a la población sobre la crisis económica, y la náusea se

desencadenaba automáticamente.

Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por

teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se

quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una

frívola boina roja que me hizo reconsiderar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos de

pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate

amargo y terminamos acompañándolas en pareja hasta la estación del Lux: Bénédicte se

adelantó con el Cordobés, y la otra quinceañaera (inteligente indiferente insípida aunque

de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frasecitas sueltas conmigo. Cuando

volvimos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban
a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió

Abel, sin entrever las consecuencias de aquel doble pecado.

Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con fórceps

en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que reconocerlo. Era

un mediodía oscuro y la náusea me doblaba y decidí pasar la tarde en la cama. Apenas

quedé solo golpearon a la puerta y apareció Bénédicte. El piyama de Abel era un

gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse cualquier

camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que le saliera de noche por la espalda. Esta

vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me había regalado mi

ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días atrás, cuando nos

decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré aquel recuerdo soterrado

en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas. Bénédicte vino vestida con

un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su frivolidad sobre la colcha cuando

supo lo de mi histeria hepática.

Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto su

vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo sucio: ella tampoco podía comprender

nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera vez que pudieron necesitarse en paz y

acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó por

bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a tomarse

media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y se sentó a

los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que Pablo Regusci

le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a bailar el tema
hecho son sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del cielo hasta

estaquearse de golpe y gruñir humillada: “No soy una payasa”.

Entonces me senté en la cama, le alcancé un cigarrillo prendido y sonreí mirándola fijo

como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por

sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién cuando

cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois perseguida

por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para matarme”.

“¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por primera vez

en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras vos” se corrigió

inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos achicados: “Creo que era

un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía raptar en francés y prometió

raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado. Clausuraron la tarde soñando la fuga

en sus detalles más cinematográficos y después ella salió un momento de la chambre para

que yo me vistiera y la acompañara hasta el Lux, donde nos despedimos besándonos las

comisuras de las sonrisas. Al volver al hotel el Papito me felicitó catapultando sus

frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las felicitaciones (sin intentar rectificarlas

en su margen de error) por la sencilla razón de que correspondían.

LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea

de Abel: fue algo así como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de

trasnoche celebrados en el recién descubierto Sans-Culottes, como por una bebida

(también recién descubierta) que tomaban a cualquier hora en el bar-tabac de la esquina.

Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron)

incapaz de emborrachar a nadie con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos
sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que

a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente asquerosa,

por ejemplo. O seguir proyectando extraordinarios viajes al Sertón o a Bahía o a Recife

para cuando volviéramos y yo fuera a pasarme alguna temporada a la fazenda de Ray en

Livramento, o la edición bilingüe de un libro de poemas ilustrados que presentaríamos en

Montevideo y en Porto Alegre.

A veces nos tomábamos dos o tres mêle-cass y subíamos a matear mansamente a la

chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos

bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que

se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres solitarios

repechados en la pieza donde Pedrito no estaba casi nunca) y el infaltable Cordobés,

remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras nos inventaba

nuevos episodios de su encarcelamiento por haber puesto el pecho en la guerrilla

peronista.

La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para

sentimentalizarse con un mísero mêle-cass y preguntándose si esa anoche entraría gente

al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la

comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada

y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole

bomba al malhumor no sólo con el recuerdo de la novela temporariamente trancada por

la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía

que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver

que se vienen buenos tiempos, negro” canturreó el Cordobés, sacudiéndose el aserrín de


los pantalones: “Vas a ver que nos salen las galas de fin de año. Y además Lucio y Hugo

están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa. ¿Qué

tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de utilero,

botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se me acaben

me voy a hacer clochard. Te juro que me pelo por hacerme clochard”.

Abel no dijo nada. Estaba calculando la desesperante reactivación de fuerzas que le

demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin

anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una

toalla-taparrabos. Abel pensó en la posibilidad de que hubiesen estado Bénédicte o

Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le

grité en español: “Llorón de mierda. Si venía a joder no vengas en pelotas por lo menos,

carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía

en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la

llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. Nada más que

eso, te ruego. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el

papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí.

Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar: “Decile

que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más. Bueno, en

todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido un gran

pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que no alcanza

con provocar milagros subterráneos: cualquier hombre apasionado es capaz de eso.

Aunque no sea un artista. Aunque no tenga fe”.


La mirada de Ray pasó del brillo divertido al relampagueo horrible de la noche que le

quemé la Pentax. Yo sonreí acordándome de un milagro subterráneo que había visto en

Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir a París-

provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Piccaso. “Bua, voy a tratar de

hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando a

cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del Pepe Sasía”

murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con

su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sincalir mirándome

neblinosamente: “¿Estás desesperado?”. “Estoy nervioso, nomás” contesté. “Por qué”

insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dije sabiendo

que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la yerba y señaló

su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo” explicó manteniendo

el mentón levantado: “No terminamos nunca de tragarla. Nunca. Los caballeros de la

resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los caballeros de la fe son capaces

de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a hablar por teléfono y Ray me

pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone bueno” murmuró, con la v del

desprecio.

“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió

Sinclair, manteniendo la cabeza apuntada hacia el techo: “Estás desesperado con el

corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa tu

calle tu país tu continente y tu planeta están desesperadas. Aunque no te parezca. Pero

desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿este no será

mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard

em di cuenta de que su verdadero defecto no era su joroba” empezó a contar Sinclair,


después de un reconcentrado silencio: “Habíamos vuelto a París con mi ex-mujer, a los

pocos día de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Mi último triunfo fue aquella ópera-

rock, y me sentía tan eufórico que hasta le escribí a mi amigo Hank Bukowski

anunciándole en broma que iban a terminar por candidatearme al Nobel. Pero después -

de golpe- se murió el hombrecito. Yo le llamaba el hombrecito a un perfil de mi infancia

que me protegía como un escapulario, en aquel estercolero del jet-set donde vivíamos con

Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella dejé todo. Antes

de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por supuesto- un efebo

parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en Venecia. Era un

actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de impureza le hubiera

resultado imposible no enamorarse de él. Y supongo que nos enamoramos. También me

acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante aquellas semanas. Hasta que un

día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre nosotros dos, estaba el

hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el corazón. Los ojos de Lilith

habían dejado de parecerse a los de ángel, en los últimos tiempos. Entonces me escapé.

Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré desesperado al Jeu de Paume -

no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la Iglesia de Auvers y capté la señal.

Era como si Vincent estuviera levantando una bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje

corto: Vincent y Kierkegaard estaban arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me

miró, y entonces me di cuenta de que su verdadero defecto no era la joroba: su defecto

había sido no poder entender la sobrehumanidad de la gente sencilla. Me arrodillé con

ellos. Allí -en la luz azul- estaba Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a

Vincent, supe que Cristo era yo. Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los

psiquiatras a mi resurrección, hermanos? Esquizofrenia. Así la llaman ellos”.


Sinclair agarró un poco más de yerba y se puso a rumiarla desentendidamente, observando

las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese es el proceso

de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo que el ugandés

no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó Sinclair en un

semiespañol, después de haberse retragado la manzana de Adán: “No precisamos

necesariamente salir a andar a caballo por la Mancha para encontrar la verdad. El amor a

la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los conozcas”. “Yo lo que

encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez Abel esquivó -sin saber

bien por qué- los ojos de su amigo.

“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando

el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás

del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómitl brutal que había tenido que

limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma

por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas tres simples palabras

podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y el paraíso

juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo subir al

Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó. “Al final conseguí

línea. Y era la casa de Paloma Piccaso, nomás. Pero acababa de salir para un desfile de

modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-galán ya iba

subiendo a su chambre olvidado del asunto, monologando encarnizadamente con el gran

danés. Yo bajé al lavadero y esperé a que estuviera pronta la ropa bajo el frío acalambrante

de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una señal luminosa que subía y se

ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome silenciosamente los huesos de la nuca.
AQUELLA MISMA noche el Cordobés fue apalabrado por Lucio y Hugo para hacer un

par de galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos

anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó

filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no adoraba con tanta

fuerza a Bénédicte como para hacerme captar la curvada flecha roja que en todos los

mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la Virgen. Esa

noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había vuelto otra vez del

Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a manotear de entrada

el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a Nacional -los mismos del

lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la insuperable versión de Carlitos Solé.

Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento era aquel tiro libre en comba que metió

Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de cuadro chico ganando dos a cero en el

Centenario, nada menos. Por detrás de la voz aguardentosa de Solé se producía una dulce

explosión de la tribuna que hacía llorar a Abel indefectiblemente. Era como si el humo

de la infancia incendiada no le dejara ver -durante un largo resoplido de viento en contra-

más que sus propios ojos sin fondo, hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé

subiendo la mirada hacia el rostro de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-

Sa. En el casete que les grabé antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser

feliz, sino encontrar la paz. Pero hace tanto tiempo que no soy feliz que ya no encuentro

nada.

Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenzada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se habrá

acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no pensaba

solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser virgen,

reflexionó tan resignado como horrorizado: El problema es la paloma. ¿Pero cuántos de


nosotros los machos somos capaces de eyacular la paloma? En ese momento el Cordobés

puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la primera canción me

volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir viviendo Gabi. Abel

cerró los ojos y pudo ver perfectamente a su ex-mujer, parada y esperándolo en la

oscuridad del jardín. Era una muchacha muy herida, y bajaba la cabeza con una

humillación insoportable. Un hombre puede perdonar a cualquier otro hombre hasta la

eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para escribir un poema

largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a mostrarle el borrador a Ray,

que estaba releyendo El pozo con ojos inyectados.

“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volvía cometer el error

de consultarlo sobre la sustitución de un verbo que yo podía -y debía- solucionar a solas.

Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco, Sos un crack” dije, yéndome

de la pieza. Él no me contestó. Lo que soñé a continuación -con la luz apagada y el cuerpo

en posición fetal aunque semidespierto, todavía- sucedía sobre el fondo musical de la

felicidad jolivudesca. También había algún otro elemento tramposamente

cinematográfico en el tono del paisaje, donde el impresionismo agarraba algo de

Rembrandt y los colores y la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el

conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada

del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro

que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final

de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que

acechaba a la infanta con la mirada de las chimères de Notre-Dame.

SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos

brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un

coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega

a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a

los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en

el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la

cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el

gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y

empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro

resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se

apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del

Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet,

dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner

una moneda en el sombrero que hace circular un adolescente tropeziano a bordo de un

skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas

en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín

intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar

sobre el descascarado estuche de su instrumento, admirando los movimientos realizados

por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un

surfista entre un oleaje humano) virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy

cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el

control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la

desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme
mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje

estropeado por el reflujo del horror.

MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la

noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la

mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si

me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente,

pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene. Aunque

al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo

sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor

allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí,

masturbándome.

Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban

a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza

contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos

veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté:

“¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por

las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no

habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”.

“No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money”

sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí y ahora. ¿Me comprende,

nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar

un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos cincuenta

metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo

blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no tuvo más

remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección

a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con los

instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton

cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita

de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”. “Trabajamos

aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo.

“Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima)

el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy

de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro

chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole

las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo,

aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y

se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco

subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de

preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos

el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en

el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue

ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que

perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad” murmuró Abel, líricamente

sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.


Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el Andante

del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente

solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que

alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y todavía de

transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba.

Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas

del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer

barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio.

Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde

Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la verdad de mi corazón

todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang.

Espérenme.

Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por

la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con

demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista,

más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva

Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera

merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás

muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano:

“¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar

de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a

Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a

nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a

caderazo limpio.
Ahora también lloraba todo el mundo, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con

demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el

mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir

una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos

propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben

al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos

más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el

portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí

permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo

voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta.

“Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le contestó Pedrito,

aprovechando para mirarme de pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras

pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente el portugués, con

acento carioca.

A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas

fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status

alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia,

y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el

pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en

el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido, después

que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados

con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados,
además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta

de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.

Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de

mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se

resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que había

quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que

vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales

y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa altura

también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca, aunque no

me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin

dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante que se llamaría

Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una

semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo suficientemente

exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío, a principios de

setiembre.

El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del

Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol

ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las

tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos,

todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y

descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la

luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus

pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle
y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a

manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un verdadero honor

regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano y a matear

ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer

piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des Conquètes. El

Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se

podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un

chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte

y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.

Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un

leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo

(muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi

tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no

dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada

hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El

matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede

ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la

pasé por la nariz hasta hacerle suspirar el Oh la la correspondiente.

Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari

sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos,

pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El

viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal

bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz
como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar de puro

miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le

atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para hacerte apiadar de la humanidad

sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando

empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa? se interpuso la voz de Ray -ahora

perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel

sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que

el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No.

Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando

volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.

Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a

una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa

se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando.

Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la

Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al

muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.

Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco-

delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos bizantinoides

donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las

Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo.

Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía

puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele suavísimamente entre

los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo mismo mientras me


sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al temblequeo, pero acepté una

copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua

con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo,

impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo mientras yo me

embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de

infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta

que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el

empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y amigo: le

brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera

vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la

corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel

guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad

conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower, mi amor?”.

La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento

abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas

turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la

mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la

guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y

le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y

entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la

obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero

si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay

Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.


“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y

alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo

al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no

representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita

nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la

vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado

concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó

la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo

en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué

satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de Montevideo

son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro

whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora,

aludiendo a la patrona. Abel sintió que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el

muchacho.

“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith,

empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre

sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por

ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como

Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo Strudel?” preguntó la tigresa

calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer

mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar”

dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra

cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower

adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era casualidad”.


Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no le

pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con

una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además

no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente el whisky

casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser

una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije

haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose

relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.

“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas

no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho:

“A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados

entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera.

Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno,

no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se

acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa

porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.

Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas

empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No sabés si tu

patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de preocupación: “Yo

allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano.

Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese

marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos
durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el

de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento.

Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día

de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos

vivos.

“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya

estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de

B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho

entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una

fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo

trabajo, varón” rezongué con dulzura.

CHAMBRE 22

TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa de

Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas pantalones

ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sobreactuada fiereza de los

que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se suceden los

clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las máscaras. El

muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los dieciséis años:

entre la flotación de su melena charrúa rebrillan oscilando intermitentemente la bondad

infantil, la inteligencia y la lujuria. El que está parado a la izquierda con un bombo en

bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la nariz menos aguileña bigotito
de zorro y melena corta, y antes del último clic su desamparo se ha envarado tras una

nueva máscara de cejijunta vanidad. En el centro -sobre la gigantesca base de un pino

talado- está sentado el guitarrista, seguramente para disimular su baja estatura. Tiene los

pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy larga (los otros sólo intentan dejársela)

y ha sesgado la cara hacia la tierra permitiendo entrever su prematura calvicie. Pero lo

que lo diferencia en profundidad con sus compañeros no es el lustro de decrepitud física

bastante bien disimulado en el contexto fotográfico, sino la lucidez: su agonizante

adolescencia le hace reconocer casi apaciblemente no haberse comprendido todavía con

la vida. Cuando terminan de posar le devuelven los ponchos al empresario y se tiran a

fumar sobre divanes ubicados en el jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un

flautista vestido de smoking- fotografiándose en las arboledas cruzadas por canales y

puentecitos del siglo XVII. Al lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose

con dulzura bajo la luz horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase

de Mozart que parece no ser ejecutada por el flautista oculto sino por un atardecer de los

tiempos de Saint-Colombe y Marin Marais, y los ojos del muchacho se inundan durante

unos segundos como bautismalmente: un dorado interior pacifica su sed frente al

resplandecer del cielo detenido.

EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de

mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar al

Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los sustituía

un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido que usaba la

quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de orificios la noche

anterior. Los latinoamericanos le decíamos el Coya, y se sentaba en la misma banqueta

que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la noche que conoció a
la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y aquello lo derrumbaba

tanto o más que la infame derrota de la Unidad Popular.

La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones negros

y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo. Colette estaba

enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el favor a ella.

“Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve siempre una

evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una melodía para que

él la chiflara instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos). “Anda bien” mintió

Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el otro, acariciándose el

bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo que sé es que por lo menos

no se metió con vos, pensé mirando agradecidamente a la cleptómana: Martine estaba

borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-boy que usaba el Cordobés

cuando se sentía lindo.

Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a

punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas

revolucionarios y uniformados a lo Quilapayún. (“Ta clavado: la regolución siempre es

un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario que

vino a vernos a la taberna, y yo me calenté.) Abel fue recordando diferentes etapas de

París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su

vida en cualquier momento.

Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos

jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta” le
retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer las

islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima vez):

“Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Como me

corresponde”. Entonces me acordé de Bénédicte y agregué sin solemnidad: “A militar

contra el fascismo y contra la pudrición, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a

mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo lo que

pesa es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un

instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la forma

más perfecta de la pudrición o la hijodeputez, aunque lo quieran disfrazar con la palabra

amor. Esa es la única verdad: convencete, botija”.

Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como

un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la

vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La

mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada

de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel.

“Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta

o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo

de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el Robert,

mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el giro. Y no

te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene arreglo,

igual: sin rossos o con rossos”.

Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que

cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su
desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la

Monsieur-le-Prince. Y aquella misma noche -despejándose la borrachera entre una bruma

casi celestial- tuvo la horrible certidumbre de la condenación de Ray. De la condenación

de un hombre. Yo traté de ayudarlo, pensó sentimentalizándose: Yo traté de ayudarlo. En

ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos como los

chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó Pedrito,

levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette en español,

amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les dije: “Así

escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del mundo donde

tenía ganas de meterme. El Cordobés y la pechugona venían besándose

cinematográficamente unos metros atrás, y nos siguieron frotándose las respetables

narices.

Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de

pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me gustó

el Tren Fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones: “Ni

siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque Rodó”

murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela seguía siendo

una típica tapadera de vendedor de droga aunque mejor acondicionada, ahora. En el

momento en que entramos Batalla estaba tocando un popurrí de sambas y bossas

celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público era una

mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor prejuicio la

moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la mesa.
“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato largo

(Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el chiste): eso

me reanimó. Batalla vino a saludarnos aparatosamente apenas terminó de tocar, aunque

no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario se recortó

enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos reconociera:

demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-jazz consteló el

cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive Cortázar nada más

que para traerlo a escuchar a este monstruo, pensó Abel deslumbrado.

De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el

Tren Fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez.

“Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche

me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart -

creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba en

este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair

luchando con el cortinado de la entrada. “¿Lo encontraste en lo de Amelot?” pregunté sin

poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante a

menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray,

sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque Guy

le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el

holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a

principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se

iba a al sur?”. “A Saint-Tropez” murmuró Ray, resignándose a pararse para desenredar a

Sinclair del cortinado.


Cuando Abel se dio cuenta de que el ugandés tenía puesto el piyama peñarolense abajo

del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté bien:

Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allía saludaron con

muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito: “¿No le

cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué le pasará a este tipo?” me

preguntó en cambio Colette, mirando al ugandés con verdadera piedad. “¿Además de

estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo

sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi

morirse a mi padre”. La mirada de la cleptómana estaba transfigurada por una lucidez

dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel”

sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado,

también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?”

retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían haciendo

(desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de la noche y

a menudo en plena actuación- cuando Batalla anunció a Mich.

La presentó como a una gloria de la canción francesa que había grabado con Django

Reinhardt y ahora volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica. La

recibió sacándose el gigantesco chambergo blanco, y le pasó acariciadoramente la mano

por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono. Hubo algunos

aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo de los tiempos

del boogie con el que se apareció en la chambre a despilfarrarnos el Valpolicella, pero

esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo menos sesenta años

y una transmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó Yesterday con una dulce

voz cascada, haciéndome acordar de la madrugada infernal que conjuramos a medias con
un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho tiempo más atrás. Cuando

Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para agradecer el aplauso final, Sinclair

se le acercó con una inexplicable agilidad y se le arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?”

gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo de frenarlo: “¿Por qué mataste al

hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó

la mujer, y después se borró con una mueca divertida.

Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada

fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez sobre

su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a nadie.

Ni a nosotros mismos”. Ray y yo nos miramos. En ese momento el Cosmósfero cayó de

codos sobre el teclado y hubo un escalofriante griterío femenino, mientras Batalla

mandaba sacar el bulto gesticulando desesperadamente y se reacomodaba para seguir el

show acompañado por los brasileros auténticos.

AL OTRO lunes me desperté encandilado -todavía- por el recuerdo del atardecer en

Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años,

y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta que

un Peter Stuyvesant me volvió a sumergir irrescatablemente en el maremoto. No sé para

qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia de la

nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el mediodía:

estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo diferentes turnos

que le comían hasta doce horas diarias.


“No puedo más” ladró tomando el primer mate: “Apenas junte doscientos mangos me

borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, con fingido

interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé

lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En Amsterdam

se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente siempre hay

pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día estuve a punto

de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin esperar el giro”

reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax ahí adentro del

armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del Cordobés: ¿te diste

cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y un cenicero? Y acá

dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a robarnos a nosotros” la

defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la máquina, me querés decir?

Si no la sé ni usar”. “Pero sabés quemarla con el cigarrillo mientras hablás de la madre

de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el laburo: “No te enojes, botija.

Te lo dije en joda”. Abel no contestó.

A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que

lavarse y vestirse y salir a cuerpear la primavera, golpearon a la puerta. “Pasá, merde.

Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo

tímidamente y se frenó enseguida. Casi me da un ataque. Le expliqué con señas y palabras

que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que pude (pies

cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y estirar las

colchas. Después la hice pasar, previo cruce de remansados besos en el corredor.


Qué le habrá pasado, pensé mirándola sentarse en la otra cama: tenía el pelo sucio y estaba

vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las recientes

elecciones y la “revolución de los claveles” y la vuelta de Perón a la Argentina, hasta que

de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo aceptó. “Tengo los

míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y me di cuenta de que

le temblaban las manos. “Pensaba no venir más” desembuchó, poniéndose colorada:

“Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa borracha y lloré como una

idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor que no nos viéramos más,

Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió Bénédicte: “No estoy loca. En el

momento en que nos despedimos yo te dije que iba a ser mejor que no nos viéramos más

-a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al revés” dijo Abel, dándose cuenta

(debido a un muy reciente progreso gramatical obtenido gracias al Inspector Bugeia) de

que el problema radicaba en una mala interpretación de la palabra plus, que pronunciada

sin una s al final implica una negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando

demasiado temblorosamente el cigarrillo.

“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama de

Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté. Ella

mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia y

tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el Coya?”

grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al otro día-”.

“Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me cuentes más

nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al apartamento.

Desde la puerta se veían pósters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te fuiste corriendo.

Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las pastillas no las llevo
arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel bostezó una arcada. “No lo

voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que no puedo entender es por qué

tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas y a disculparte y a hacerme

promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije rápidamente en español, para que no

me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”. Pero cuando me saqué los puños de los

ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta

bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos”

me cortó ella: “Mamá se va a poner nerviosa”.

En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella

silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta

que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo, en

veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás pueden

cicatrizarse.

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo lee a Antonio Machado sentado sobre la loneta de una carpa, a

la luz de un farol. Es el tercer día de viento en Saint-Tropez. La carpa es un iglú sostenido

por dos tubos inflables que parecen tener el aire apenas suficiente para seguir aguantando

el mistral y la tramontana: están derrengados y seccionados en varias partes, y el último

ritmo del viento amenaza violentamente con derrumbarlos. El hombre se levanta de un

salto y refuerza la juntura y las bases de los tubos atando cinturones y amontonando ropa

sucia bolsos valijas y todo lo que encuentra a mano. Lo único que le queda por poner
como puntal de contención es un estuche de guitarra y no duda en hacerlo, aunque primero

saca el instrumento y lo acuesta junto al agonizante farol a mantilla. El hombre (el

guitarrista) vuelve a leer, interrumpido cada pocos minutos por los endemoniados

sacudones de la tormenta: en cada interrupción corrige la renguera de los tubos y salta y

vuelve a la lectura, como para juntar coraje. Entonces se termina el gas que alimenta el

farol. En la cabeza del hombre se abre la claridad de una curva dentada, hasta que sus

labios empiezan a silabear el lamento de un salmo. Después manotea los fósforos y sigue

trabajando alternadamente en la lectura y en la contención del derrumbe, entre soplos de

luz. Con el último fósforo quemándole los dedos se inclina sobre la guitarra, y observa su

reflejo incrustado en el resplandor grietoso y dorado de la madera. Cuando la oscuridad

se hace total, el ruido de la tormenta se agiganta. La sombra del guitarrista continúa dando

saltos para ordenar a tientas la juntura de las venas inflables y acariciar las páginas donde

brillan las necesarias gotas de sangre jacobina. Finalmente amanece, y el viento se

amansa. Entonces el guitarrista retira su máquina de un rincón y teclea -casi cayéndose-

tres versos que titula: “Por Antonio Machado”. Rezan así: “Guitarrita mía / que no te

lastimen / los hijos del diablo”.

DESPUÉS DE despedir al matoncito, Abel subió pesadamente hasta su habitación y se

tiró a fumar en la cama. Ahora tenía en las manos unas cuantas piezas del caso como para

romperse la cabeza a gusto. Aunque el caso sea el otro, hermano Caín De Deus -pensó,

incorporándose de un salto: ¿Se contagió alguna vez el Caballero de la Fe de una clase de

podre imposible de curar con antibióticos? ¿Llegó acaso a escuchar a la Gárgola

defecando enroscadas asquerosidades adentro de sus sesos?


Abel abrió la máquina y empezó a componer un poema conradiano sobre la espectral

noche de tormenta que tuvo que atravesar a solas en el Pam Beach Club, hasta que una

voz sórdida lo paralizó. No era una voz interior, por suerte. Era un canto indescifrable de

alguien que aullaba en la pieza de al lado, donde hasta el momento nunca se habían

escuchado señales de vecindad. Abel perdió la paciencia y agarró a los piñazos el tabique

lindero, reclamando a gritos que lo dejaran trabajar tranquilo. Enseguida hubo silencio, y

a continuación un portazo y unos pasos violentos por el corredor. Me golpearon la puerta.

“Adelante” grité, sin ganas de pararme -aunque aprontándome para cualquier cosa. Una

cara conocida se asomó sigilosamente y me sonrió, pidiéndome permiso para entrar. Era

Wolgfang Amadeus Strudel: el mismísimo Mozart. “Adelante” repetí, casi con

entusiasmo: “Siéntese, por favor”. Mozart entró meneando recatadamente sus caderas

huesudas y se sentó en la cama de enfrente y prendió un superlong. Demoró una

barbaridad en montar ese preámbulo. Abel le calculó poco más de treinta años: era un

rubio muy flaco muy miope y muy teñido, que me observaba con una Gárgola rosácea

enyuyada debajo de sus lentes. Es una Gárgola de córnea, pensé (como si le diagnosticara

cáncer de piel): Benigna. Aunque hay que analizarla, de todas maneras. Sus pupilas en

cambio rebosaban un celeste sedoso que no alcancé a captar la noche que lo conocí en

Chez Marlene.

“Le ruego que me disculpe, señor” dijo por fin, agitando las pestañas como las patas de

los cascarudos volcados en el pasto: “No era mi intención molestarlo, se lo aseguro. Hacía

semanas que no venía por mi piecita. ¿Usted es nuevo aquí, verdad? Y por lo visto escribe.

O siente que trabaja cuando escribe, y eso es maravilloso. Yo mataría a los que me

perturban cuando estoy trabajando. Porque soy pintor-”. “Y pianista, además” agregué:
“Lo escuché en Chez Marlene”. Mozart se puso colorado y sus pestañas rubias volvieron

e remolinear enloquecidamente. “Bueno, lamento que me haya conocido en una noche

tan tormentosa” dijo: “En general no soy así. Y tampoco soy pianista: apenas copio a

intérpretes que me interesan mucho. Robo, según Marlene. Ella dice que también robo lo

que pinto. Pero no es la verdad. En todo caso, los artistas lo hacemos por necesidad”. “Yo

he robado más que Robin Hood y Dick Turpin juntos” le confesé, y nos reímos con ganas.

Eso me hizo acordar a Ray. “Perdón” me decidí a atacar: “No te he dicho que tenemos

amigos comunes, Wolfgang. Yo compartía mi pieza en París con un petiso pelirrojo que

iba muy a menudo por lo de Monsieur Amelot, no sé si te acordás-”. Mozart se endureció.

“¿Es tu amigo?” preguntó. “Éramos muy amigos” dijo Abel, escondiendo los ojos:

“Después hubo problemas”.

“¿Después que asesinaron a Sinclair?” tomó la posta el holandés, inesperadamente. “Sí”

dije: “Pero lo que pasó no tiene nada que ver con eso. Es un negocio aparte, entre él y

yo”. “Bueno, yo llegué a hacer algún negocio con ese Ray. Pero amistad no hubo jamás.

Qué tipo repugnante. Fue todo repugnante, allá en París: encontré a Sinclair loco, a

Amelot loco-”. “¿Y a Lilith cómo la encontraste?” contrataqué, sin demostrar el menor

nerviosismo. Mozart tampoco se inmutó. “A Lilith la vi apenas una noche, imitando a la

Piaf en la boîte de los negros” dijo: “Pero ella no es tan loca como parece. Y en aquellos

momentos andaban de luna de miel con esta víbora de Marlene y estaba hecha una seda.

Hasta me invitó a pasar el verano en su villa, otra vez-”.

Los brazos me empezaron a fallar y los metí abajo de la mesa. “Ella te trajo hasta aquí”

pregunté, suprimiendo los signos de interrogación en señal de indolencia. “No” dijo

Mozart: “Yo bajé unos días antes y alquilé esta piecita. Ahora la sigo alquilando para mis
cosas íntimas”. Volvió a ponerse colorado. Abel no se animó a preguntarle dónde estaba

Lilith cuando asesinaron a Sinclair. “¿No sabés si Batalla se fue de Saint-Tropez? Porque

tendría que hablar con él por unos contratos” improvisé. “¿Qué precisás? ¿Haschich?”

trató de sonsacarme el marica. “Sí” mentí. “Bueno” murmuró él: “Vas a tener que esperar

unos días. Batalla se peleó con Lilith, la semana pasada. Generalmente los burgueses

dejamos de ser amigos de los traficantes cuando a ellos se les acaba la mercadería. Pero

estoy seguro que en cualquier momento el negro vuelve con más hasch y se adoran de

nuevo”. Mozart largó una pestañeante risita de bataclana y se paró para irse. “Esperá” lo

frené, sacando un brazo ya bastante firme de abajo de la mesa: “Me olvidé de decirte que

yo era muy amigo de Sinclair. Fui yo el que lo encontró muerto, prácticamente-”. “No te

sientas culpable” te lo ruego, me interrumpió el marica, arracándose los lentes para

empezar a deglutir su moquerío en silencio. Yo no le pude contestar que no me sentía

culpable de eso sino de todo, últimamente. Así que me quedé viendo llover sus lágrimas

celestes.

“Todo es tan repugnante” se secó la cara el marica: “Y uno siente la culpa”. “Uno puede

tener la culpa, también” lo corregí. Fue como haberle hecho rodar un hielo por la espalda.

Ahora la Gárgola de córnea le avioletaba casi violentamente los contornos de las pupilas.

Justo en ese momento golpearon en su puerta y él se peinó y salió meneándose, sin agregar

una palabra de despedida. Abel saltó atrás suyo. “Hola, majo” me dijo la Miguela en

español: “¿Es que vives aquí, coño? No me digas que me engañas con mi Amadeo. Mira

que nos terminamos de reconciliar”. Mozart no entendía nada. Y yo entendí lo que debí

sacar en limpio unas semanas atrás, en el caso de tener pasta de detective. La Miguela

estaba peinada de peluquería y llevaba colgando la cámara fotográfica que le regaló


Mozart. “Pardon” me encerré en mi pieza con ganas de mandarme mudar saltando desde

el tercer piso.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO teclea enfurecidamente en una máquina de escribir montada sobre sus

piernas, sentado en la cama individual de la pieza más grande de la chambre 9. Está

escribiendo hace dos horas, desde que sus compañeros bajaron a comer huevos con jamón

al pub Saint-Germain sin invitarlo. Pronto amanecerá. El muchacho no deja de trabajar

cuando escucha un tropel de pisadas avanzando por el corredor en dirección a su puerta.

Un hombre pelirrojo -caído en un sobretodo negro- entra con la mirada verde inyectada

de hasch y se tira boca arriba en la cama de dos plazas. Desde allí hace una seña hacia la

puerta abierta. Una muchacha negra entra seguida por dos adolescentes y se detiene a

observar al que estaba escribiendo: es hermosa -aunque demasiado delgada- y su palidez

friolenta se acentúa tras un rictus de contrariedad. El más alto y más joven de los

adolescentes la empuja hacia la pieza chica de la chambre. Entonces el muchacho arranca

la hoja, tapa la máquina y abandona la cama para empezar a vestirse. El otro adolescente

se cruza de brazos recostado al ropero, con la cabeza gacha. En la piecita hay una

asordinada discusión que no termina hasta que la prostituta sale reacomodándose una

estela perchenta: se vicha en el espejo del botiquín el tiempo suficiente para medir su

desamparo y ordenarse las motas, y se escapa de la chambre. El muchacho termina de

vestirse a los manotazos y escruta una sola vez al hombre pelirrojo, que hace oscilar

relampagueantemente el odio de su mirada de gárgola hacia las dos paredes.


CUANDO EL dueño del Bateau -un judío marroquí que cantaba canciones de Atahualpa

Yupanqui y machacaba una guitarra que había pertenecido al Viejo- nos confirmó las

galas conseguidas para Navidad y Año Nuevo en el Club Mediterranée, nos vimos

obligados a pergeñar un póster del conjunto. Faruk nos pasó el dato de que el Bigote era

fotógrafo aficionado y tenía hasta un estudio montado en el hotel, así que le pedimos

precio. Él puso cara de contento -por primera vez en cuatro meses- y dijo que nos cobraría

nada más que el revelado, porque esa condena la cumplía vocacionalmente. Después

volvió a enclavarse la pipa en el habitual rictus de saturación y nos avisó que el sábado

iba a caer la policía a hacer una revista semestral de pasaportes. “Lo digo por si alguno

no tiene la carte de séjour, todavía” murmuró sin mirarme: “Les convendría pasar la noche

afuera, en todo caso”.

El viernes tuvimos las ampliaciones y decidimos bautizarnos Jamaica por consejo de

Ramón, que cayó a visitarnos y se enteró de la requisa y nos invitó a pasar el fin de semana

en Épinay-sur-Ôrge, donde alquilaba una casona con un argentino amigo. Ramón

argumentó que la moda del folklore andino ya estaba en la más absoluta decadencia y que

nos convenía darle un yeito caribeño a la cosa. “A la verdad que la mano ahora viene para

lo brasilero” dijo rechazando un mate con aprensión de gringo: “Pero qué vas a hacer. Es

más fácil pasar por centroamericano que por brasilero, petiso”. “Podemos poner a cantar

a Ray” sugirió Abel: “Este es de la frontera”. Ray me miró sonriendo, entre irónico y

triste. “Yo no sirvo pa nada, botija: ya sabés. No le pegues patadas al puntero, que vas a

terminar llevándote un tacazo”. “Puta, qués susceptible que estás” me defendí sin rabia,

aunque con cara de haber recibido los tapones en plena canilla: “Era nomás que un chiste,

loco”.
Ramón envaró su lomo en el sacón de cuero que trajo de la gira que hizo por Estados

Unidos acompañando a Paul Simon con el charango y se quedó observando un rato el

lambriz. “¿Todavía tenés colgadas esas porquerías?” preguntó señalando las fotos de los

goles. Y me miró como maravillado y decepcionado al mismo tiempo. “Vos tenés que

cambiar, petiso. Ya te-“. “Cuando cambie te aviso” retrucó Abel, mostrándole los dientes.

Parecía un liceal en rebeldía, y Ramón le acarició la coronilla con un dedo (el dedo estaba

tibio). “Ta. No te chupes, Principito” dijo. Después se quedó observando unos segundos

a Ray (que parecía tachar algo en su block enfurecidamente) y preguntó de golpe: “¿Vos

también te venís el sábado a Épinay, puntero loco? Tenemos buena yerba”. Ray

recompuso su rostro de complicidad con el prójimo y dijo: “Se le agradece su amabilidad,

don Ramón. El puntero izquierdo siempre está dispuesto a jugar -si no lo tiran a matar

demasiado con los pases, claro”.

EL SÁBADO consiguieron suplentes para el Bateau y tomaron un tren en la gare Saint-

Michel antes de oscurecer, contentos de haberse librado del Cordobés -que debutaba en

Massy- y con una novelería bárbara por el week-end en banlieue, como decía Pedrito

imitando a las burguesas fanáticas de Hasta siempre, Comandante. Abel estaba rabioso

con Pedrito porque no había querido llevar a Colette, pero se fue amansando frente al

transcurrir de la magia plateada que constelaba el sur. Un revoltijo sentimental apenas

comparable al producido por una inspiradísima audición de Síncopa (con dos o tres mêle-

cass arriba, claro está) me hizo sobrevolar dulcemente la náusea, hasta depositarme en los

suburbios del cielo. Tiene que haber derecho a otra vida -pensé al atravesar la neblina

azulada de las callejas de Épinay-sur-Ôrge: Tiene que haber derecho.


Ramón estaba eufórico, y los recibió abrazándolos como si hubiera dejado de verlos

muchos años atrás. “Pensé que no venían” le murmuró en el hombro a cada uno, cerrando

su mirada y volviéndola a abrir titilantemente: “Pensé que no venían”. ¿Qué te pasa, loco?

¿Ya te fumaste el primer petardo? Estuve a punto de preguntarle, pero me arrepentí a

tiempo. La casona era de dos pisos y tenía un fondo con frutales donde Ramón y el

argentino habían montado un estudio de grabación profesional. Abel subió al primer piso

y allí se reencontró con la aproximación al paraíso que había entrevisto en la banlieue:

Eva acababa de hacer dormir a su hija y me invitó a reclinarme sobre la cuna. “Yo no

puedo mirarla demasiado tiempo porque lloro” murmuró, después de pedirme prestado el

pañuelo para limpiarse un vómito infantil que le alamparaba la blusa. En ese momento

apareció Ramón y la muchacha corrió a abrazarlo en puntas de pies. Pensar que esta botija

debe haber sido como Bénédicte, calculó imaginándosela con ocho o diez años menos:

Una candidata a putita, en el mejor de los casos. Ramón inclinó su cabeza barbuda sobre

la menudez de su mujer -que era unos veinte centímetros más baja que él- como si

estuviera sosteniendo una flor. Y yo pensé inocentemente: Eso es lo indestructible.

Al bajar encontramos a Pedrito terminando de armar un petardo frente al

deslumbramiento de Ray, que se frotaba las manos sentado en la moquette con el

sobretodo todavía puesto. Parece un monje falso, volvió a pensar Abel: Un sosías

pelirrojo. Montiel (el argentino) sugirió ir a fumar al estudio de grabación, y atravesaron

el incipiente perfume de los frutales para despatarrarse en la pieza acolchada. Eva no fue.

“Qué lo tiró: mirá si a Dostoievski lo hubieran encerrado en un bulincito como este

cuando estuvo en Siberia” se le ocurrió comentar a Abel: “Habría podido aprovechar para

laburar tranquilo una vez en su vida, por lo menos”. “Che, ahora que lo nombrás: ¿por

casualidad no es de Dostoievski ese famoso cuento de los dos presos y la cucaracha?” me


preguntó Ramón, con indisimuladas esperanzas de tener que contarlo. “No sé. No lo

conozco” dije. “¿No lo conocés, petiso? Es un clásico universal, de Dostoievski o de no

sé cuál otro fantasmón: no me acuerdo ni del título. Se lo escuché a uno de los negros que

cantaban con Simon en la gira”. Entonces el gigante hizo una señal casi voluptuosa para

que su hermano postergara un momento el encendido del petardo.

“Resulta que había dos tipos presos en el fin del mundo” empezó a contar, infantilizado

por la felicidad: “Imaginate Siberia, si querés. Los tipos están solos durante años, a pan y

agua: ellos y las cucarachas, nomás. Igual que en el Stella. Hasta que un día terminan de

comer -cada cual en su rincón- y entra una cucaracha rezagada y se lleva la última miga

que quedaba en el suelo. Los dos tipos se miran, pero no dicen nada. Al otro día están

sentados exactamente en la misma situación y vuelve a entrar la cucaracha para llevarse

la última miguita. -¿Viste, che? -dice uno de los tipos. -Hoy se la guardé a propósito y la

vino a buscar, nomás. -No entiendo -pregunta el otro: ¿Le guardaste qué a quién? -Le

guardé una miguita a mi cucarachita -contesta el tipo, poniendo jeta de Flaco laurel. -La

putísima madre que me parió -grita el otro, pegando un salto en su rincón como para salir

a buscar el knock-out: -Tener que estar en este infierno, y todavía con un anormal

enfrente. ¿Pero cómo me vas a decir que esa es tu cucarachita? ¿Así que entre los cien o

doscientos bichos que entran en este infierno todos los días vos podés distinguir a tu

cucarachita? -Mañana vas a ver cómo viene otra vez -dice el tipo, tranquilo: -Mañana vas

a verla. -¿Voy a ver que, animal? -grita el otro: -Voy a ver una cucaracha, claro. ¿Y qué?

¿Qué me querés decir con eso? ¿Por qué no le arrancás una pata para ver si es capaz de

volver rengueando, eh? -¿Arrancarle una pata a mi cucarachita? -pregunta el tipo,

poniéndose tristón. -Ta. Basta -dice el otro. -Hacé lo que quieras, pero a mí no me jodas

más con eso.


A esta altura Ramón estaba eufórico, parado en la mitad del estudio y haciéndonos reír a

gritos con las imitaciones del Flaco Laurel. Pedrito no pudo aguantarse y prendió

ávidamente el tarugo de marihuana y lo hizo circular. “Bueno. Y al otro día volvió nomás”

siguió contando el gigante después de haber pitado, con la mirada ya aterciopelándosele:

“El tipo la ve acercarse a la miguita y después juna al otro y agarra al bicho con mucho

cuidado. -¿Arrancarle una pata? -pregunta: -¿A mi-? -A tu nada, carajo -lo interrumpe el

otro: -Loco, escúchame: no hay derecho a jugar con la paciencia de nadie. Y menos siendo

nomás que dos, como somos nosotros. Arrancale aunque sea una, dale. Y si mañana

vuelve podemos empezar a hablar- Entonces el tipo cierra los ojos y pega un tirón seco. -

Perdoname, cucarachita -le dice (ya sin cara de gil) mientras la ve irse rengueando”.

“Bueno, y al otro día el bicho aparece rengueando puntualmente y el tipo salta en su

rincón como los boxeadores que acaban de voltear al contrario por segunda vez

consecutiva. -Hola, cucarachita -le dice arrodillándose, con cara de arrepentimiento. -¿Te

dolió mucho ayer, verdad? Pero se puede caminar igual con una pata menos ¿verdad? -

Cómo no va a poder caminar, muchacho -murmura el otro (ya recuperándose) desde su

rincón: -De cien cucarachas que entran en este infierno más de la mitad andan así. ¿Nunca

te fijaste? -Tenés razón -dice el tipo. Y de repente mira al otro y empieza a ponerse pálido.

-Pero no pretenderás que-. -Yo no pretendo nada, campeón. Yo no pretendo nada. Lo que

te pido por favor es que no jodas más con tu cucarachita. Me vas a enloquecer, en serio.

Y con un loco alcanza y sobra, te puedo asegurar. -¿Y si le arranco otra? -pregunta el tipo,

volviendo a levantar al bicho como para acariciarlo: -¿Viste caminar muchas cucarachitas

con dos patas de menos? -Habría que fijarse con tiempo -negocia el otro: -Pero ya sería

distinto, el asunto- Entonces el tipo cierra los ojos y le pega un tirón. Y al tercer día pasa
lo mismo y al cuarto y al quinto y al sexto lo mismo (no sé cuántas patas tiene una

cucaracha) hasta que el bicho ya entra casi arrastrándose a la celda: ya no le quedan más

que las dos patas traseras”.

Ramón volvió a pitar hincándose sobre la moquette, donde se había acostado a hacer la

mímica. Ya nadie se reía, a esta altura. Y Abel pudo captar perfectamente algo así como

el reblandecimiento de la felicidad del gigante -que hizo girar entre su público una mirada

demasiado negra, antes de recomponer la pose para su parodia. “Bueno” jadeó, tratando

de imitar la fatiga de una cucaracha que se tuviese que arrastrar ayudándose sólo con las

dos patas traseras: “Y allí el tipo se niega a seguir destripando al bicho. Terminantemente.

-C’est fini, loco -dice: -Hoy sí que c’est fini. Mirá en lo que acabamos. -En nada -retruca

el otro: -Que es más o menos en donde empezamos, si no me equivoco. -Ta bien -suspira

el tipo: -Ya está casi deshecha, igual. A ver, macho: ahora decime -pero decímelo de

verdad- si alguna vez viste caminar a una cucaracha con una pata sola. -Jamás -contesta

el otro: -No creo que puedan caminar con una pata sola. -¿Ah, no? -echa la falta el tipo,

junando el rincón de enfrente como si estuviera peleándose con el espejo: -Decime: ¿y si

esta vez aparece vas a creer que es la mía? ¿Vas a creerme, al final? -Sí, muchacho. Te

creo -lo sobra el otro: -Pero dejá en paz de una vez al pobre bicho. A esta altura yo te creo

cualquier cosa, igual; no te preocupés más por el asunto. -Ah, así que ahora te da lástima

y todo -se ríe el tipo: -Qué bien. Vení, cucarachita- Y la agarra otra vez como para

acariciarla y la pone en el suelo con muchísimo cuidado y el bicho se va de la celda

arrastrándose espantosamente despacio, ya sin migas entre las antenas ni nada. -Chau,

cucarachita -dice el tipo, haciendo como que se limpia los mocos. -Ta bien -baja la cabeza

el otro: -Perdoname, varón. No te pongas así. Ahora reconozco que es la tuya, en serio. -

No señor -grita el tipo: -Si es mi cucarachita tiene que volver mañana, aunque sea con
media pata. No me va a dejar solo, vas a ver: no me va a dejar solo-. Y al otro día se pasan

los dos junando el agujero de la celda hasta que se hace de noche pero la muchacha no

vuelve, che. No volvió nunca más” terminó abruptamente el cuento Ramón, con el

azabache de la mirada abismado por el odio y el asco al mismo tiempo.

“Qué lo parió. Qué cosa más tremenda” dije después de un rato: “Está para reescribirlo

tal como lo contaste, nomás”. Ramón no dijo nada. Montiel se levantó a poner un disco

de Pink Floyd y yo cerré los ojos para empezar la peregrinación: había una neblina azul,

en las espirales del camino que subía a la Ciudad. Los paisajes eran pompas de tiempo

cristalizadas durante cada fulguración de la armonía, hasta constelar un rosario

empedrado por pupilas humosas. Las primeras en aparecer fueron las de Pedrito.

Estábamos en Carrasco -donde nos conocimos- y su infancia brillaba resguardada entre

los eucaliptos. Pero los eucaliptos volvían a aparecer acoralados en los ojos de Ray, y una

lujuria incandescente incendiaba su verdor hasta trocar las avenidas en gigantescas

cloacas: allí flotaba un coágulo que jamás llegaría a tener mirada, siquiera. Dentro de la

mirada de Ramón también estaba Gabi vieja, llorando y alargando sus brazos en dirección

a mí. Yo estaba arrodillado en Jerusalén, remotamente inválido. Los ojos de la Virgen

afelpaban la noche con una transparencia color miel. Entonces se proyectaba la señal,

rozándome la nuca y ensanchando su paso por el tiempo estrellado. Sinclar -vuelto Jesús-

me miraba en silencio, desde la luz de Auvers.

“Perdón” murmuró Abel. “Las cucarachas no perdonan a nadie, campeón” retrucó Ray

en secreto, tirado al lado suyo -y todavía acorazado por la negrura del sobretodo- aunque

Abel no lo alcanzó a escuchar. Ni siquiera pudo volver a abrir los ojos antes de caer

dormido en un rincón del estudio.


RAMÓN NOS despertó a media mañana con la felicidad resucitada y una humeante

bandeja donde se amontonaban tazas de café con leche y sandwichs calientes aderezados

por un aparatejo traído de Nueva York. “Pa” se frotó las manos Pedrito: “Esto huele a

domingo de mañana, loco. ¿Te acordás?”. “Sí” murmuró Ramón, abrigando a su hermano

con la mirada titilante de la noche anterior (antes que nos zampara el cuento de la

cucaracha): “Pero no pienses más en eso por favor, Pedrito. Lo que hicieron allá fue

torturarte y chau. Ahora ya estás en otra”. “¿Dónde te torturaron, bepi?” preguntó

Montiel, con indisimulada indiferencia. “Allá. ¿Dónde va a ser?” ladró el chiquilín,

pegando un cabezazo para despejarse el cerquillo: “En la Jefatura de Policía de

Montevideo, loco. Me agarraron repartiendo volantes del FER y me sopapearon hasta

reventarse los sabañones: quedé con un tic nervioso y todo”. “Entonces tuvo que hacer el

sacrificio de largar el liceo y rajarse a París porque el hermano mayor -el padre de familia

ejemplar con ascendente carrera en Europa y Estados Unidos, como me deben catalogar

mis viejos en los conciliábulos de la feria del barrio- le ponía un pasaje a disposición, y

al psiquiatra le pareció fenómeno” complementó el gigante: “Pero cuando yo dije que

allá te torturaron no me estaba refiriendo al Uruguay, Pedrito. Hablaba de otra cosa. ¿Qué

tal si armás un faso, Monti?”.

“¿Y de qué hablabas che, si se puede saber?” escarbó Abel, por entrar en calor. “De la

niñez hablaba. ¿Para qué preguntás si ya sabés, campeón?” murmuró Ray al lado suyo,

levantándose las solapas del sobretodo como los clochards. Yo lo miré de reojo y acepté

que la tregua prenavideña estaba definitivamente terminada entre nosotros. La cosa

empezó la noche que le dio púa a Pedrito para traer a la yira a la chambre, pensé

desconcertado: No entiendo por qué demonio tendrán que armarse estos relajos. Abel
pidió permiso para orinar entre los frutales y Ramón contestó con una oscura mirada

complaciente. Afuera no hacía mucho frío. Desde el fondo de la casona se veía un

horizonte lejano y neblinoso, constelado ahora por el atavismo de la mañana dominical.

Bénédicte está cerca, pensó Abel suspendido por el erizamiento esperanzador que le

duraba apenas un segundo: Massy queda por aquí cerca, estoy seguro. Y se apoyó en un

tronco para aspirar el perfume incipiente (aunque sin floración, todavía) de los frutales.

SAINT-TROPEZ

FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar a la pétanque bajo las amarillas

ristras de focos colgantes. La multitud pueblerina y los pescadores -que cada tanto debían

haber bochado haciendo relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha sombreada por

los plátanos- ya no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio dorado donde todavía

humeaba la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era hora de escribirle algo a

Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le hizo doler los brazos. Y sin

embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer. Hay que creer para

sobrevivir. Y viceversa, padre.

De repente se apareció en el Sporting una barra formada por Pedrito Isabelle el Cordobés

y la crispante actriz de cuarta. No se sentaron lejos de mi mesa, aunque demoraron en

verme. Yo no veía a Isabelle desde bastante antes del parto y apenas la reconocí. Lo que

la volvía casi irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la falta de una pureza

azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de una yira. “¿No te

habías dado cuenta que era una putita, enbarazada y todo?” me preguntó la voz de Ray,
y yo me volví a ahogar panicosamente igual que en el asiento delantero de la Ferrari.

Estuve a punto de salir corriendo a boquear en la plaza pero me aguanté firme: tenía que

pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los muchachos me vieron y me

saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no quiso conocerme) ni con la actriz

de cuarta, que dio vuelta la cara como si viera al diablo.

A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome los ojos. Después llamé a

Pedrito. El chiquilín se me acercó a desgano, mirándome con culpabilidad infantil y

lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a

mandarte alguna burrada inédita, a esta altura del campeonato” rezongó Abel, con

dulzura: “¿En dónde anda el marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para

Alemania hoy de mañana con el Diamante: agarraron un contrato en Hamburgo. Y yo

saqué a tomar algo a la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada

para irse y volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo agriamente

serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a dedo, la anormal.

Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte, antes de irse: va a andar en

el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves ni a Chez Marlene ni a la pensión. Ya

no la banco más”. Abel no respondió y el chiquilín volvió a su mesa contoneándose como

un pichón de cafiolo.

Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido tan complicado que no me quedaban

ganas ni de ver a Colette. Le tenía que mostrar mis ojos podres, además. Aunque a Pablo

Regusci no parecieron impresionarlo mucho, pensé mientras desembocaba en el

empedrado recorrido por el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy

mugriento desde el estacionamiento privado de una boîte enfrentada a la parada de taxis:


el conductor usaba un chambergo blanco grande como un plato volador. Corrí hasta un

taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El chofer parecía

entusiasmado. Mientras estábamos parados en los semáforos de la carretera que lleva a

Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó: “¿Nos mantenemos más cerca del

que seguimos o del que nos sigue, jefe?”. “¿Quién nos sigue?” preguntó Abel,

acalambrándose al contorsionar el pescuezo. Atrás no se veía ningún auto. “Una Ferrari

roja” dijo el chofer, con tonito canchero: “Sabe cómo trabajar. Por ahora puede irse

escondiendo. Pero en la carretera le va a ser imposible. El problema es que tiene mucho

más motor que nosotros, jefe”.

Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta de la persecución. La Ferrari

siguió trabajando increíblemente bien en la carretera, aprovechando los repechos

encadenados para desparecer durante algunos minutos y todo. Los negros se metieron en

el camino de tierra que bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un poco

para seguirlos. Eso le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos a

ciento cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por los

pinos para poder estacionarse, de todas maneras. El taximetrista largó un silbidito

retórico. “¿Este no será un cana?” me preguntó, empezando a meterse -simpáticamente-

en lo que no le importaba. Le contesté que no podía saberlo. “Seguí” agregué, poniendo

voz de duro.

Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al camping de la carretera,

Abel iba estudiando el crecimiento de la inminencia lunar sobre los viñedos. Iba pensando

en Colette, a la vez que aceptaba que desde la primera carta escrita por Pedrito a la

muchacha, Ray pudo haber tenido acceso a su nueva dirección. En la administración me


las arreglé perfectamente para averiguar el lugar que ocupaba Batalla: estaba en una

caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el camping. Allí despedí al

taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con cara de presidente burgués

progresista.

La caravane que alquilaban los negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam

Beach Club, con muy poca estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel

encontró a Batalla bajando algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía.

Ninguno de los dos se abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los

lentes ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico

estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de tierra por

donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba en los brazos como

otra luna a punto de brillar.

“Qué busca, hermano” me preguntó Batalla: “¿Ustedes ya no viven aquí, verdad?”.

“Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate, hermano. Y se nos acabó. Hace

tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se camufló de apuro con el chambergo y los

lentes, sin poder evitar el temblor del fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó: “Yo

nunca vendí de eso. Cuando tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía no

precisa vender más que su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro”

dije: “Pero en el caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe ser

diferente, supongo”.

Batalla no perdió la paciencia. “Andá tranquilo” murmuró: “Y si no seguís diciendo más

pavadas cuando consiga chocolate los invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que no
pudiste venderle nada a la rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte, este

verano. Las divas no te quieren dar besos, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?” me

preguntó Batalla con la paciencia intacta. “Alguien que estaba allí” sonreí, lo más

cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton del negro

chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una luna casi tan

bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a la noche. Había entrado

a la noche como una propiedad indespojablemente nuestra, y el negro festejaba. Festejaba

arrancando del ton-ton nacarado el conjuro tristísimo de la fertilidad. Aquel tambor

sonaba como un pueblo.

“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que iba a hacer conmigo allá en Favela,

hermano?” me desafió de atrás Batalla, con la seguridad recompuesta: “Que te mienta, si

puede”. El que estaba mintiendo era él, pero yo había encontrado la hilacha que esperaba

para entrar a la trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la Piaf?”

pregunté, haciéndome el que sabía mucho: “¿Y la mujer-macho no protestaba, che? ¿Y

el ex-macho tampoco?”. “El ex-macho estaba loco” murmuró el angolano, con

asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él estaba en una

cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con testigos- en la Jefatura de

Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a mirar la luna. “El Inspector Bugeia no

me comentó nada” chisté, rabioso: “¿Él alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”. “Sí,

señor” dijo el negro: “Y también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta. Pero

todo eso fue recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe tener

vigilados a la bicha y a mí, no te quepa la menor duda”. Entonces pensé en la Ferrari y le

ofrecí a Batalla un Peter Stuyvesant.


“¿Quién te contó lo de la villa, hermano?” insistió el negro, mientras prendíamos los

cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica” mentí, para ver qué pasaba: “El pintor.

Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el negro: “¿Pero qué alma podrida que es la gente,

no?”. “Alguna” dijo Abel, sin dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese

alma podrida de Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla: “Fue

el único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a Sinclair”

puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?” porfió el

angolano. “No sé” dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame las

molestias”. “¿No querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre

amable y desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”.

Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de tocar, pero

sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la cara. Sudor o llanto -

tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de belleza rojiza en el callejón del

camping.

Cuando terminé de subir el camino de tierra y me paré en la carretera, todavía se

escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció la Ferrari. Había estado estacionada en

el Pam Beach Club, evidentemente. No precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop: el

matoncito frenó por su cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des

Conquêtes?” me preguntó, como un chofer -y yo me acordé fulminantemente de la

puntería del taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar

por ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la cartelera de

Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con los ojos

inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del aburrido” comentó:

“No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo el trayecto- no reírse solo.
El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo vigilando los atardeceres. “Qué mal viven

los tiras ¿eh campeón?” me desahogué preguntándole en español, enseguida de bajarme.

Él me hizo una guiñada y arrancó como un bólido.

Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras. Pero no todas las piezas estaban vacías:

Abel oyó gemidos amatorios ya desde la mitad de la última escalera. Andan bravos los

muchachos, pensó distraídamente. Lo que me tenía concentrado -y aliviado y nostálgico,

al mismo tiempo- era la certidumbre de que mi papel como investigador no había pasado

de ser en ningún momento más que una estupidez. Una real estupidez, Inspector Marc

Bugeia: usted sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué se fizo tu aventura /

Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta hasta después de abrir

maquinalmente su puerta de que el gemidero era allí, en realidad. La luna todavía no

plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó Abel,

pegando un bruto portazo: “Podías haber cerrado con llave, por lo menos”. Mientras

bajaba la escalera a los saltos recordó haber oído alguna vez que las puérperas no pueden

hacer el amor hasta después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos en Saint-

Tropez, pensó: Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían que

advertirle a los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas no

miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal

perfectamente, forastero.

NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era tarde, y subí a Chez Marlene con un

humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al terminar de trabajar

el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la pensión. “Si encontrás a Colette,

ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel lo miró a
los ojos y el chiquilín bajó la cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy bien” le dije:

“¿Sabés cambiar pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”. Pedrito pegó

un cerquillazo y arrancó contoneándose calleja arriba. Yo bajé al puerto a tratar de

encontrar a Colette por última vez.

La encontré. Estaba sentada en la plateada oscuridad de la escollera, con las piernas

colgando y los ojos anclados entre los contraluces lunares de los yates. Demostró poca

cosa, al verme. Abel aspiró obligadamente el perfume de la muchacha y no olió nada

bueno detrás de aquel encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los ojos,

porque ella ni lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su sweater y la

llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle literalmente

nada.

“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase larga que dijo, apenas entramos a la

pieza. Le contesté que sí y empecé a preparar el mate. “¿Después que hagas el mate podés

apagar la luz, por favor?” me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama deshecha por

Isabelle y Pedrito. Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan violento de

voracidad que hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para esconder la

explosión deforme de su sexo. Entonces apagué la garrafa y la luz de apuro, y me tiré en

la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”. Ella ni me contestó.

Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las facciones de pájaro alzadas

hacia un sitio que yo no conocía.

“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco muy bien a mis padres. Ellos vivían

en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me regalaron o me vendieron o algo así, porque
tenían demasiados hijos. Es un caso bastante común, allá. En la casa de mis padres

adoptivos había que mear y todo lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero eso es

muy común, también. Mi padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me violaron

entre varios muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de casamiento, a los

quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca mentira, le propuse

casamiento a Pedrito y él aceptó. Fue al poco tiempo de conocernos. Desde el principio

me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí: que me iba a mandar

buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba juntando plata para eso y para

casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor en París y al volver del laburo me metía en

el baño turco del Stella y me encajaba una almohada abajo del vestido y soñaba que yo

era Eva y él era Ramón. Hasta que me pudrí de esperarlo y me vine a dedo: demoré cuatro

días. Y ahora me manda al diablo. Tranquilamente. Dice que tiene dieciséis años.

Dieciséis años. Dios mío”.

Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después que la muchacha se quedó callada.

Entonces apareció la voz de Ray (aunque no era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía

muy bien) por tercera vez en lo que iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía: “¿No ves

que la canaria está regalada, vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la

histeria panicosa: tenía hambre de Colette, y podía imaginarme extraordinariamente bien

todo lo que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del perfume

triste.

“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos días” anunció ella de golpe,

recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?” murmuró Abel, como emponchado por

un alivio azul. Por fin voy a poder contarle el asunto de Ray a alguien que pueda
entenderlo, pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el

Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos con

unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael: anda con un

gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier momento te viene a ver.

Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la mano por el pelo y se acercó al

rincón donde estaba su valija. Simuló buscar ropa para poder permanecer agachado unos

momentos en la oscuridad, sopesando el cuchillo del hotel Stella. La sangre jacobina,

pensó: Y el manantial sereno. Cuando volvió a su cama vio que la luna estaba

abandonando el cuerpo dormido de la muchacha, y la tapó prolijamente con el gabán.

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO fuma el último cigarrillo de su jornada a las siete y media de la

mañana. En la otra cama de la chambre ronca violentamente un hombre pelirrojo. El

muchacho relojea un fajo de hojas hinchadas por las tachaduras que hay sobre su mesita,

y termina contorsionándose para observar con desesperación las rejillas de luz primaveral

que proyectan las persianas. Entonces oye el jadear de alguien que abre la puerta (cerrada

sin llave) y salta de la cama: su susto aumenta cuando ve al diminuto conserje mauriciano

hacerle señas desorbitado desde el portal, y escaparse corriendo. El muchacho destripa su

Peter Stuyvesant y corre descalzo y pega un resbalón al cruzar por el mosaico recién

fregado del pasillo. Entonces ve al conserje hipando agachado frente al charco de luz

malva que derrama la última puerta, y lo empuja suavemente para poder pasar. La claridad

se hace violenta, adentro de la pieza: un hombre flaco y alto -vestido con un piyama

amarillo y negro a rayas- está tendido de través sobre la cama. La sangre de la cabeza
partida del hombre ya no chorrea hacia el piso -aunque las tablas todavía no han absorbido

todo lo regado. El muchacho permanece inmóvil e impasible durante unos segundos, con

los ojos clavados en los ojos semiabiertos del muerto. Lo único que se escucha es el hipo

del mauriciano, llorando en el pasillo. La mirada del muerto parece recoger con jubilosa

dulzura la luz primaveral. De repente el muchacho hace un movimiento abrupto con la

cabeza, y enfoca el empapelado vacío de la pared donde está recostada la cabecera de la

cama: lo que encuentra colgando es apenas una gran huella pálida -la huella de una cruz

que debió haber parecido escandalosamente grande cuando estuvo colgada entre la

suciedad de la pared.

MUY POCAS horas antes de que Sinclair fuera asesinado tuvimos que apechugar una

inusual procesión de visitantes en la maldita chambre 22. Yo había trabajado hasta el

amanecer en la taberna, y después de bajar a comer algo con Ray al bar-tabac me moría

por dormirme una buena siesta. “¿Apoliyo corrido?” murmuró Ray empezando a chupar

un escarbadientes: “A propósito, che: ¿no la notás mal cojida a la Tabaquita?”. Abel

saludó a la mujer del barman con una guiñada y saltó de la banqueta. “No sé” dijo: “A la

verdad que no me doy cuenta de si una mujer está bien o mal cojida, loco”. “¿Qué pasa?”

preguntó el riverense, mientras cruzaban la calle: “¿Marlowe nunca se mató bien a

ninguna mina, acaso?”. “A la verdad que Marlowe mata poco” prefirió seguir

metaforizando con vaguedad Abel: “En las novelas consta. Y te diría que hasta el final de

El largo adiós tiene bastante poca suerte con las mujeres, incluso”. “¿Y de Peluca de Plata

qué me decís?” porfió Ray: “¿Esa no cuenta en el memorándum, botija?”. “Esa es una de

las principales ninfas del memorándum” confirmé con entusiasmo, al darme cuenta de

que había saltado -por fin- el tema Bénédicte: “Y de alguna manera hasta podría ser la

principal. Claro: de alguna manera, digo. Ojo. Es una cosa complicada de entender, pero
te puedo asegurar que Marlowe nunca le tuvo ganas. O eso que llaman ganas, por lo

menos”.

“Che, decime: ¿y qué negocio hay con el compañero del alma -el famoso Terry Lennox-

al final? ¿Son amigos con Marlowe o qué carajo pasa?” preguntó Ray, ya en un tono de

joda absoluta y frunciendo la trompita. “Marlowe lo quiere” dije: “Es obvio que lo quiere.

Pero el otro es un bicho arrevesado, ¿no?”. “El otro es una mierda” corrigió Ray: “Bueno,

yo diría que los dos son una buena mierda a su manera -y como todo el mundo. ¿Pero de

veras que no los notás bastante más que amigos, che?”. “No” dije riéndome con ganas:

“Francamente no”.

En ese momento golpearon a la puerta y Abel sintió desvanecerse peligrosamente sus

posibilidades de sestear. Eran el Cordobés y Martine, La cleptómana nos saludó con

timidez y se puso a mordisquear la punta granate de la golilla de cow-boy que el Cordobés

usaba día por medio, desde que se sentía “amado”. Pobre infeliz, pensé

sentimentalizándome. Él captó mi expresión y hasta se animó a sentarse a los pies de la

cama de Ray. “Che guaso” me dijo, casi cariñoso: “Lucio nos invitó para ir a ver el debut

de Argentina y Uruguay en el mundial, pasado mañana. Tiene una televisión color que

rompe las paredes. ¿Te venís con nosotros?”. “Nones, campeón” dijo Ray echándose el

aliento en las uñas para lustrárselas en la campera: “Decile a Lucio que le agradezco

mucho la expresa invitación personal, pero que pasado mañana voy a estar en la

mismísma Amsterdam fumando maruja colombiana y volteando como un cura

desacatado, Satanás mediante”. Martine largó la risa. “Qué lo parió” se enchinchó el

Cordobés: “Los yoruguas se ofenden por una caca de mosca, lo mismo. Mirá si Lucio se

va a poner a invitar a todo el barrio latino persona por-”. “Ta, ta: no te chupés, campeón”
lo atajó Ray: “Y no digas bobadas, tampoco. Los uruguayos se ofenden como todo el

mundo. Bueno, los riverenses nos ofendemos un poquito más -lo reconozco- porque

somos todos medios paranoicos. Pero lo que te dije fue en joda, regolucionario mío”.

“¿No te vas para Holanda, entonces?” le preguntó Martine en español. La cleptómana se

había acercado primero al piano y después a la repisa-armario para ojearme los libros.

“Sí, eso sí. Mañana mismo arranco” dijo Ray: “Hoy me mando unas cuantas horas extras,

me mamo en lo de Monsieur Amelot y mañana salute. Che ¿qué mirás allí, si se puede

saber?”. “Miro a ver si hay un libro que le regalé a Abel cuando vivíamos en lo de

Amelot” contestó la muchacha, sin inmutarse. Y mostró el Lautréamont par lui même y

se volvió a abrazar del Cordobés -que ya estaba parado y con ganas de borrarse lo antes

posible- para chuparle un poco la golilla. “Tené cuidado, vo” le dijo el Cordobés a Ray,

ya entreabriendo la puerta: “Los mellizos de la taberna tuvieron que rajarse porque

curraron a unos árabes vinculados con la mafia de Amsterdam, me parece”. “Y eso qué

tiene que ver” se exasperó Abel: “Picaflor me explicó cómo fue aquel asunto. ¿En que se

puede parecer a esto?”. “Pero muchachos” pegó un salto Ray: “Ni discutan por mí. Ojalá

tuviera que tomármelas de una vez por todas de este infierno. A ver: ¿adónde están los

árabes que tengo que currar?”. Yo me reí, con tristeza. “Sí, esto ya no se banca” sacó la

carta de triunfo el Cordobés, cuando empezaron a escucharse los pasos de Martine

bajando la escalera: “Apenas la mina me ayude a juntar algunos mangos nos vamos del

hotel, guaso: un estudio, un bulito. ¿Te imaginás qué pomada?”. “Te felicito” dije,

sinceramente apiadado de su caparazón de vanidad.

“Bueno, botija: la mano viene bien” anunció Ray después que nos quedamos solos:

“Viene debute, vo. Cigarrito, por favor”. Abel no alcanzó a comprender del todo la euforia
de su amigo. “No hay caso, loco” sociologicé, casi para mí mismo: “A la larga todo el

mundo termina soñando con su casa y su mujer y hasta con la correspondiente prole, si te

descuidás. Pero lo increíble es que hasta son capaces de hacer la comedia en la menor

oportunidad que se les presenta, los muy desgraciados. Fijate el Cordobés. Los padres son

unos aristócratas que están en la joda porteña-puntaesteña y tienen una cadena hotelera,

una concesionaria automotriz y la mar en coche: al pendejo lo dejan venir (¿lo dejan o lo

mandan?: eso no lo sabe ni él mismo, claro) a tocar el bombo a París -y a morirse hambre,

si se le presenta el caso: por eso no hay mayor problema- con tal de que deje un tiempo

la política. Textualmente contado por el Cordobés: una relâche política ¿chapás? Y ahí

lo tenés al tipo, con la vida hecha bolsa”.

“¿Pero vos creés que este vejerto es un rego de veras? ¿Vos creés que anduvo metido en

algo serio -o que se podía meter en algo cojonudo como una guerrilla?” se burló Ray. “No

sé. Lo que él cuenta no lo creo, por supuesto. Pero lo estoy viendo reventarse. Y no te

olvidés que yo lo empujé para que se machihembrara con esta pobre mina, además”.

“¿Pobre?” retrucó Ray: “Te puedo asegurar que al ritmo que afana va a salir rápido de

pobre, la yegua esa”. Abel miró el perfil del otro, sin contestarle. Ahora tuve la sensación

de que en la pecosa cara mal afeitada de mi mejor amigo ya no brillaban musgosamente

sus últimas esperanzas: ahora brillaba compacta -como una especie de máscara rojiza- la

condenación. Y sin embargo había cambiado tanto después que volvimos de Beirut -pensé

relojeando la dulzura sangrienta de su mirada clavada em el techo: De verdad que lo voy

a extrañar cuando se vaya.

Al rato me di vuelta y traté de dormir un poco sin hacer ni el intento de desvestirme, por

si caía otra clase de visitas. Entonces Ray murmuró jadeando extrañamente (después que
los ronquidos de Abel se hicieron regulares): “Lo que pasa es que la vida es una gran

joda, macho. Eso es lo que pasa. Te puedo asegurar que ni el pobre Terry Lennox se salvó

de soñar con machihembrarse con su amigo del alma, por ejemplo: y eso que no era

marica y que le sobraban minas, si las quería tener. Pero el detalle triste es que jamás

conoció a ninguna mina con un alma tan excitante como la de Philip Marlowe. ¿Entendés,

chiquilín?”.

Volvieron a golpear a la puerta. Abel se sentó en la cama y gorgoteó un Adelante

resignado, fregándose los ojos. Entonces las facciones de pájaro de Colette perfumaron

tristemente la chambre. “Perdón, boludos” preguntó sonriendo: “¿Podría entrar un

momento?”. “Usted no necesita permiso para entrar en ninguna celda del infierno,

señorita” contestó Ray. “Vengo por dos trucs, nomás” explicó la muchacha en español:

“Primero para dejarle la traducción que hice de un poema suyo, Monsier Rosso. A ver

qué le parece”. Y me alcanzó temblorosamente una hoja escrita a mano. “Sentate, vieja”

dije señalando los pies de mi cama: “Sentate, por favor”. “No: ya me voy” se puso

colorada Colette: “Leélo después, porque me da güergüenza. El otro truc era avisarles que

acabo de ver por la ventana al Cosmósfero y a Mich, con una pinta bárbara de venir para

acá. Les avisaba por las dudas”. De repente Ray bajó de la cama y empezó a perseguir a

la muchacha como hacía con Faruk, en los buenos tiempos de la chambre 9. “Le da

güergüenza, pobrecita” decía imitándole el acento mientras amagaba hacerle cosquillas,

hasta que la muchacha se escapó de la chambre chillando de contenta.

“¿Y esta?” preguntó Ray, con jadeante ternura: “¿Esta no es una de las que hacen la

comedia, acaso?”. “Es muy distinto” sentenció Abel: “Esta canaria es mejor que todo

París junto y envuelto para regalo, hermano. Esta es la fuerza de la tierra, como decía
Faulkner”. “No me llames hermano” se ensombreció el otro: “Yo también soy canario

pero no soy la fuerza de la tierra. Debo ser otra cosa, más bien”. “Vos sabrás” retruqué

vichando la traducción del poema (que era mucho más convincente que el poema mismo,

me dio la impresión): “Lo que es a mí me has dado siempre una gran mano, loco. A

propósito, cuando vuelvas de Holanda tendríamos que terminar de darle los últimos

toques a la tramoya de la policial: vos sabés que me parece que esa novela está por irse al

tacho ¿no? Y nos queda por resolver lo del libro ilustrado, también. ¿Bocetaste algo

nuevo?”. Ray no me contestó. “Cuando venga de Holanda vamos a hablar de muchas

cosas, no te preocupes” dijo recién al rato: “Mirá, ahí se oyen las pisadas del Elefante

Cosmosférico y la Piaf frankesteinizada. Falta Sinclair nomás, pa completar la murga. Me

parece que hoy no dormís la siesta, genio traducido”. “Andá a hacerte dar” murmuró

Abel, poniendo a calentar agua para el mate.

La vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta y metió su peluca (color zanahoria) en

la chambre como Perico por su casa. Al verme hizo una mueca fría, donde podía rastrearse

la irreversible imposibilidad de sonreír con el cráneo. Qué cosa más espantosa -pensé

dándome cuenta de que era la primera vez que le veía los ojos. La mujer tuvo un brillo en

la mirada. Era una mirada pantanosa, que se tragó aquella desesperación con la misma

velocidad con que se hubiera tragado el odio o la pena. Si conoceré esos pantanos -pensó

esta vez Abel recordando un episodio de su ruptura con Gabi digno de ser transcripto en

el supremo estilo baresco de Los asesinos o El mar cambia. Ray festejó el naufragio ajeno

sin el menor disimulo, y se volvió a incorporar para frotarse exageradamente las manos.

“Adelante, muchachos, adelante. Tiempo sin verlos, che” dijo haciéndome señas para que

le voleara otro Peter Stuyvesant. El Cosmósfero se sentó a los pies de la cama de Ray
mientras la mujer -entablillada eternamente por el vestido verde escotado de los tiempos

del boogie- prefirió dedicarse a husmear el piano.

“Nos quedamos sin yerba. Hace días. Y nos moríamos por un matecito” se sinceró el

Cosmósfero, dulcificado más que nunca por la podre infantilidad de su locura. Abel

ensilló el mate evitando mirar de nuevo a la mujer, que había destapado el piano y lo

observaba con la desaprensiva atención de un afinador experto. “Me parece que esto se

acaba, che” dijo el Cosmósfero cuando le alcancé el primer amargo: “La sangre tira

demasiado, bepi. Tengo ganas de mandar al diablo la cosmología y asumir mi

responsabilidad antropológica y enrolarme de una vez por todas en la guerrilla griega”.

Nos miramos con Ray. “Ta bien” le dije: “Siempre que se pueda”. “Se puede” porfió el

Cosmos: “Yo tengo la nacionalidad y todo. ¿Nunca les había contado?”. “No” dijo Ray,

con los ojos radiantes: “Es una idea de lujo, Cosmito. Yo hace meses que tengo un

proyecto de ese tipo -aunque ni se compara con el tuyo, claro. Cuando vuelva de Holanda

pienso hacerme clochard. Por unos meses, nomás. Pero pienso integrarme a las capas más

sufridas del pueblo de una vez por todas: el pueblo tira, che”.

Abel sonrió sin ganas y le ofreció un mate a Mich, que se arrimò en dos zancadas para

chupar con desesperación el menjunje todavía hirviente. Están muertos de hambre, pensé:

Pero ella es otro cantar. Ella está muerta de otra cosa peor que el hambre y la

trasmenopausia y la falta de alcohol. Ahora falta que me diga a lo Larsen: “Se lo

agradezco mucho, de veras. Me ha hecho un favor muy grande, Monsieur”. Pero la mujer

dijo apenas Voilà, devolviendo el porongo con la misma desaprensión con que había

escudriñado las entrañas del piano. “¿Y Sinclair?” preguntó de repente, torciendo el rostro

mal estucado por un maquillaje de días: “Hace bastante que no va por Favela. ¿Se le pasó
el stress?”. Ray no pudo aguantar una carcajadita y Abel lo acompañó con devoción, esta

vez. “¿Stressado? ¿Ustedes lo conocen bien a Sinclair?” le pregunté a la mujer,

enchufando inmediatamente la boca en la bombilla para no reírme a gritos. “Un poco”

dijo Mich, sin traslucir rencor: “De verlo allá en Favela”. “A la verdad que ya nos hemos

visto demasiado. Mejor que no se aparezca más ese nazi maldito” la apuntaló el

Cosmósfero achatándose la melena con una cinematográfica femineidad de mosquetero -

aunque Abel vio emerger dos puntas de alfileres en sus ojos acuosos. Entonces se escuchó

el Quiere hablar detrás de la puerta y yo tuve por primera vez la completa certeza de estar

viviendo una novela andante.

“Justo” me dijo Ray: “Ahí tenés un milagro subterráneo”. Abel gritó Adelante mientras

el enflaquecido Portos se reachataba la melena y Mich volvía a atrincherarse en el rincón

del piano. Pero el ugandés no alcanzó a ver a casi nadie, como de costumbre. Dio los

pasos necesarios para desparramarse cerca de la mesita y agarró una ración de yerba y se

puso a masticarla. “Vengo a despedirme” empezó a monologar con los ojos cerrados:

“Vuelvo a morir a mi país. Y hoy sólo quería dejar ante ustedes la desconsolada

constancia final de que -como dijo el gran Cesare 48 horas antes de sus idus- dí poesía a

los hombres”. Sinclair alzó la cara con horrible humildad y Abel se tuvo que embuchar

un empuje de llanto. “Pero eso no te alcanzaba, Padre” casi rezó el otro, haciendo una

especie de comiquísimo gargarismo para tragar la yerba: “Eso no te alcanzaba. Ah, si

hubiese podido ser lo que soy, Dios mío. Aunque para eso hubiese necesitado olvidarme

hasta de tu nombre”. Nos miramos con Ray. El ugandés terminó de tragar la yerba y se

paró como una marioneta levantada por hilos desparejos. “Porque los hombres fueron

hechos para hacer todo entre todos: creer o reventar” sentenció retrocediendo

sonambulescamente hacia la puerta. Y yo tuve la ilusión de que antes de esfumarse


caminando a lo cangrejo por el pasillo -mientras Mich y el Cosmósfero empezaban a

pedorrear carcajaditas- Sinclair me sonrió.

A LAS diez de la noche del día siguiente el Inspector Bugeia me trajo hasta el Stella en

su coche particular, aunque no me invitó a tomar ningún apéritif. No era momento, por

supuesto. Pedrito y el cordobés (que firmaron sus declaraciones antes de oscurecer)

debían estar improvisando un dueto en taberna, y yo tenías que hacerme una lavada

general y cambiarme por lo menos de camisa. A la verdad que había sudado como un

chivo durante aquella caldosa tarde de Commissariat.

El interrogatorio en sí (que fue el último de la serie y con seguridad el menos superficial,

a pesar de las sendas horas y pico que se comieron el Bigote y Faruk) me resultó muy

llevadero, aunque cuando agarré el pestillo para bajar frente al Stella y Marc prendió un

cigarrillo relampagueantemente, me di cuenta de que la cosa no había terminado. “Espere,

Monsieur le Privé” dijo, reclinándose para largar el humo con la mirada puesta en el techo

del Renault. Abel se volvió a crispar sobre su asiento y no tuvo más remedio -a pesar de

sentirse atabacado- que manotear otro Peter Stuyvesant. (Lo increíble es que recién en

ese momento hayan empezado a temblarme parkinsonianamente las manos, después de

tantas horas de baile corrido.) “Usted se da cuenta de que hay laburos y laburos ¿verdad?”

murmuró el Inspector. La comprobación de que el abandono del tuteo iba en serio me

hizo tenblequear tanto que opté por aplastar el cigarrillo y cruzarme de brazos. “Sí” dije:

“Por supuesto”. Pero no me torcí un centímetro para mirarlo. “Por ejemplo usted,

Marlowe: ahora tiene que salir a hacer música en un lugar de ensueño” ironizó Bugeia,

levantando un poco la voz: “Toma unas copas, canta (lo más seguro es que sin ganas,
aunque eso no interesa demasiado) y hasta puede enganchar una minita. Hasta aquí lo del

Privé”.

Abel lo relojeó y encontró la mirada feroz de un hombre asqueado autocastigándose con

el rebote del humo. No quiso retrucar. “Lo de Maigret es distinto, muchacho” siguió

metaforizando el Inspector, cada vez con más asco: “Maigret tiene que seguir manejando

por París y después por la carretera que cruza la banlieue viendo las luces de los edificios

de una ciudad podrida y sin la menor salvación a la vista. (Y le voy a pedir que por hoy

no me mencione a la Unidad Popular, si es tan gentil: el “eurocomunismo” me produce

las más sinceras náuseas.) Bueno, resulta que Maigret maneja y después estaciona y sube

a un apartamento donde ya se le pasó la hora de comer en familia con su maravilloso hijo

y su maravillosa mujer (que además cocina muy bien, como a usted le consta) y hasta es

posible que vea un poco de televisión y haga el amor y todo. El problema es que por más

acostumbrados que estemos al laburo el caso queda, camarada. Y hasta para comer y ver

televisión y hacer el amor en paz uno tiene que concentrarse de tal forma que pasados

diez años empiezan a aparecérsele demasiados momentos en los que no se llegan a sentir

exactamente ganas de matarse sino de morirse, literalmente hablando. Usted es joven,

todavía. Y a lo mejor algún día se hace merecedor de la suerte que me ha tocado a mí, por

ejemplo: le hablo de mi mujer y de mi hijo. Le hablo de la felicidad, sin ironía ni lirismo

barato. Pero sucede que existe otra cosa no excluyente que se llama derrota, viejo.

Derrota: individual y colectiva. Usted me entiende, camarada Abel. Entonces, si uno fuera

optimista podría pensar que todavía no estamos en “la era prometida” y que todo este

esfuerzo sobrehumano que tenemos que hacer para colaborar con “la marcha del mundo”

se justifica -aunque tenga una fundamentación mucho más suprahistórica que científica

por la sencilla razón se que se está pariendo algo que debería nacer. Más o menos así de
voluntarista o absurdo. (Y atención que me consta de que además de estar usando

términos “idealistas” también me estoy poniendo insufriblemente “antidialéctico”, pero

me importa un cuerno. Lo lamento mucho.) Ahora, si sos irreversiblemente pesimista -

como es el caso de este servidor- no te queda otra cosa que cumplir y joderte. ¿Está claro?

El inspector tiró el pucho en la hedionda vereda sobre la que estábamos subidos. “Bueno,

ahora me gustaría recapitular un poco el caso contigo, si me permitís” resopló, bastante

desahogado: “Gracias por la atención y sobre todo por el silencio, muchacho. Vamos a

recapitular lo más rápido posible porque ya se nos hizo muy tarde, a los dos: el hombre

asesinado es tu amigo Sinclair Brower -poeta ugandés esquizofrénico reconocido por la

crítica internacional y traducido a varios idiomas y residente en París esporádicamente en

los últimos quince años donde también frecuentaba esporádicamente una clínica

psiquiátrica porque tenía la guita del mundo porque era el heredero de uno de los mayores

yacimientos auríferos del África desde donde le mandaban los giros mensuales que él se

gastaba con las putas y antes con una artista degenerada de la que nunca llegó a

divorciarse. A propósito, hoy me olvidé de preguntarte algo: ¿la rubia platinada que viste

aquella noche en la pieza con la mosca en la mano tenía peluca o pelo natural?”. “Ah, no

tengo la menor idea” me escudé levantando las manos -tranquilas, otra vez: “¿Ella vive

en París, todavía?”.

“Esa es una de las doscientos mil cosas que nos quedan por averiguar” dijo Marc: “Ella

fue vista por aquí hace unos días, por lo menos. Pero sigo el resumen porque ya me están

haciendo ruido las tripas: a tu amigo Sinclair le partieron la cabeza con una cruz de oro

puro pintada de negro aproximadamente entre las diez de la noche y las tres de la mañana,

ayer o anteayer. Le robaron el efectivo que tenía, además. Quiere decir que el famoso
“móvil del crimen” aparece clarísimo. Y el gerente del hotel conoce a varias de las putas

que pescaron en ese muelle: sabemos hasta por dónde empezar a largar el anzuelo ¿te das

cuenta? Lo que es el caso en sí no es nada del otro mundo, te puedo asegurar: creo que

voy a poder estudiarte Zamba de mi esperanza para el próximo sábado y todo”.

Bugeia hizo una mueca sonriente y prendió un cigarrillo que se puso a fumar de cara al

techo del Renault, otra vez. Abel tuvo necesidad de un Peter Stuyvesant pero ni se decidió

a tactar el paquete porque intuía que las manos iban a desestabilizársele en cualquier

momento. Y así pasó, nomás. “Sin embargo queda un asunto del que no hemos hablado

todavía, Monsieur le Privé” murmuró el Inspector, volviendo a retirar de sopetón el tuteo

cariñoso: “En las novelas policiales que los dos frecuentamos los policías y los detectives

se entienden demasiado poco ¿no le parece? Hasta los policías como la gente se entienden

demasiado poco con los detectives como la gente, en mi opinión. Claro que yo soy policía

y hablo con mi corazoncito. Pero le pido que no vaya a olvidarse de dos cosas muy

importantes en estos próximos meses. Por favor. Primero: usted no es detective. Y

segundo: tiene corazoncito. Hay mucha gente rara alrededor del caso ¿entiende? En este

hotel de mierda, en Favela-”. “En lo del ex-escenógrafo loco” agregué con tonito

colaboracionista. “También ahí” dijo Marc: “Y muchos son amigos suyos, si no me

equivoco”. “Es verdad” dijo Abel, cruzándose de brazos: “Amigos, conocidos-”. “O

enemigos. No importa” casi gritó el Inspector: “Le pido que no me esconda nada

importante de lo que vaya a pasar -o inclusive ya pueda haber pasado- detrás del

escenario. Y no se lo pido precisamente de amigo a amigo ¿está claro?”. “Está claro” dijo

Abel: “Pero se equivocó en algo, Inspector. Yo no tengo enemigos. Los tengo

ideológicamente, pero no personalmente. ¿Ahora puedo bajarme?”. “Andá” sonrió

Bugeia: “Y te ruego que no te ofendas por lo que voy a decirte, Abel. Enemigos hay
siempre y a la vista, viejo: aunque no los veamos. Y aunque compartan nuestra ideología.

Basta con hacer algo por el mundo de verdad y kaput: ahí están los muchachos”. Abel

bajó del auto sonriendo enfurecido. El inspector arrancó haciendo chirriar los neumáticos

y ninguno de los dos malgastó la fuerza de voluntad necesaria para despedirse son un

brazo levantado, por lo menos.

CUANDO SUBÍ a la chambre todavía había gente de la técnica yendo y viniendo por las

escaleras, además de un sabueso (con su correspondiente jeta de perro) haciendo guardia

en el pasillo. Abel evitó detener la mirada en todo aquello y entró a la chambre sacándose

la camisa a los tirones para pegarse una lavada lo más rápidamente posible, pero quedó

estaqueado frente a la cama de su amigo. Ray estaba acostado escrutando el cielorraso

con una fosforecencia sangrienta en la mirada como no vi jamás -aunque pocos días

después conocería un brillo peor, todavía. “¿Viene muy mal la mano, loco?” pregunté

terminándome de sacar la camisa y sentándome en mi cama: “¿Te rompieron mucho en

el interrogatorio?”. “No: en el interrogatorio no tuve ningún problema. Pero al volver al

hotel me di cuenta de que me habían robado la Pentax” contestó Ray, al rato. “Qué” gritó

Abel. “No grites” lo atajó el otro: “Porque no pienso denunciar nada a la cana, y andan

por ahí afuera tratando de pescar cualquier cosa ¿ta?”. “Pero cómo no vas a denunciar.

¿Cuándo te diste cuenta de que te la robaron?” dije corriendo hasta la repisa-armario. “No

te preocupes que a vos no te afanaron ningún libro, botija” murmuró el riverense: “Fue

cuando volví de esa podrida comisaría que me di cuenta que no estaba. Ya te dije. Pero

pudo haber sido anoche, lo mismo: imposible saberlo”.

Abel volvió a sentarse en la cama agarrándose la cara y acordándose de Bugeia con

incipiente desesperación. “Esto viene mal. Muy mal” resopló: “Lo peor es que me parece
que viene todo junto, loco. Evidentemente acá hay un solo menjunje ¿no te parece?”. “No.

A mí no me parece” contestó Ray mirándome de reojo: “Lo que pasa es que a vos todavía

te falta un dato: este mediodía me enteré por casualidad -cuando me quedé un rato en la

gerencia para consolar al Papito- de que el Cordobés y la mina se borran del hotel pasado

mañana. Alquilaron un bulo, nomás. “¿Cómo la ves ahora, eh?”.

POCO RATO más tarde Abel comunicó en la taberna la noticia del robo de la Pentax y

el Cordobés no pareció estar fingiendo en absoluto el asombro indignado con el que

reaccionaron al unísono con Pedrito. Hubo una diferencia importante de matiz entre las

dos reacciones, sin embargo: Pedrito -cosa inconcebible en él- quedó de malhumor para

toda la noche. “Hay que joderse, pobre Ray” me dijo mientras amanecía y el Poeta era

obligado a ladrar sus penas a la Virgen frente a un atildadísimo ministro peronista que

cayó a probar la paella de La Reja. (El Cordobés lo había reconocido con una mueca de

asco apenas bajó la escalera, murmurando que era un facho recalcado. Después fue

invitado especialmente a la mesa oficial y terminó brindando por Evita y por Isabelita y

por la liberación y hasta lloró vivando al Macho abrazado con uno de los guardaespaldas

del ministro.)

“Sí” dije: “Se le puso brava la cosa al riverense. Ahora lo que le conviene es borrarse

unos días a Holanda para cambiarle la yerba al mate y esperar que le llegue ese maldito

giro. El lío va a ser tener que seguir lavando platos, después ¿no? Aunque la chambre se

la pagó yo -desde que llegamos de Beirut que se la estoy pagando: por eso no hay

problema”. “A la verdad que es increíble” cambió de tono Pedrito: “¿Y no va a denunciar,

de veras?”. “No quiere. Por nada del mundo”. “Yegua de mierda” dijo entonces el

chiquilín escupiendo en el suelo y mirando al Cordobés, que ahora trataba -sin el menor
éxito- de promover un brindis por el Che: “Pensar que casi se la soplo a la yegua esa. Si

quería se la sacaba allá en lo de Amelot, te juro. Pero me dio no sé qué”. “Pará” lo atajó

Abel, sin mucha convicción: “No te pongas como Ray. Es imposible tener la seguridad

de que haya sido Martine la que afanó la Pentax”. “Entonces será la única cosa que no se

le ocurrió afanar en los últimos años. Y más sabiendo que ustedes no cierran con llave”

volvió a escupir Pedrito: “Cordobés cerdo. Andar con esa yegua”. Abel pidió un cubalibre

reforzado y no tuvo más remedio que callarse.

AL OTRO día Ray me despertó pegando una especie de rechinante salto triple que lo hizo

sacar los pies por la otra punta de la cama. “Se acabó” dijo: “Esta mina no se va del hotel

sin devolverme la Pentax. Y si no quiere devolvérmela los reviento a patadas: a ella y al

Cordobés”. Y corrió a encajar la encanecida melena color zanahoria en el chorro de la

canilla mientras Abel se vestía lo más rápido posible. Afortunadamente, el sabueso de

turno no nos dio la menor pelota cuando nos vio bajar la escalera a los saltos. Abel

aprovechó para pegar unos golpes de auxilio al pasar por la chambre de Pedrito y Colette,

y apenas pudo evitar que Ray agarrara a patadas la puerta del Cordobés y Martine que -a

juzgar por algunos inconfundibles crescendos elástico/vocales- estaban terminando de

hacer el amor.

“Acaben de una vez” gritó Ray, recuperando una hilacha de humor: “Y si no pueden

acabar, paciencia. Primero tenemos que arreglar algunas cuentas, vo”. La puerta demoró

en abrirse. Entonces Martine apareció vestida nada más que con una camisa del Cordobés

(que le quedaba muy chica de arriba) y una navaja abierta en la mano. “Qué querés”

preguntó, llorando con dulzura. “¿Para qué me preguntás lo que quiero si ya lo sabés

perfectamente, jetona?” contestó Ray: “La Pentax o la guita, quiero. Y cerrá esa navaja
porque te la voy a sacar y te voy a rebanar las-”. Entonces la muchacha se desabrochó la

camisa con mansa lentitud y le alcanzó la navaja a Ray, que no atinó a agarrarla. “Dale”

dijo Martine, sin parar de llorar: “Vení, si sos tan macho. Si estás seguro que fui yo vení

y haceme lo que quieras. O en todo caso llamamos al milico que hay allá arriba y la

denuncia la hago yo, no te preocupes”.

Abel estaba hipnotizado por los pechos gigantes de la muchacha: eran como su historia.

Las lágrimas empezaban a reventar contra aquellas medusas abandonadas sobre la arena

y ya no tuve más remedio que intentar llevarme a Ray de ahí lo antes posible. Él se dejó

llevar sonriendo extrañamente. En eso apareció Colette corriendo en camisón y empujó a

la muchacha para adentro y hasta le prestó un invalorable “abrazo de contención” al

Cordobés, que recién entonces empezó a aullar cómicamente el clásico Soltame que lo

mato a ese degenerado -mientras nosotros bajábamos para tratar de tragar algo en el bar-

tabac de la esquina.

ESA TARDE salimos a caminar largamente a través de la madurez primaveral que

aterciopelaba las islas, y Ray parecía haber recuperado de golpe -como por arte de

desgracia, pensé en cierto momento- su mejor humor cínico. La divagación frente a las

chimères de Nôtre-Dame fue más bien rutinaria, sin embargo -aunque sobre el final haya

tomado cierto matiz de requiem que logró ensombrecer a Abel. “No hay caso, che: el

ugandés estaría más loco que una cabra pero sabía como una bestia de lo que le pidieras”

sentenció Ray: “¿Te acordás cómo me reventó la vida con lo que me leyó en la chambre

9? Yo creo que desde ese día se me fueron las ganas de seguir con las gárgolas, te juro”.

“¿Te reventó tanto la vida, en serio?” preguntó Abel. Ray me miró de reojo. “Mirá que

tengo coartada, loco. No vayas a pensar mal de tu amada víctima del alma” dijo
bizqueando como un actor cómico: “Yo la noche del crimen estaba en lo de Amelot

morfando como un caballo y chupando Valpolicella: lo sabía medio mundo. Y Amelot ya

lo atestiguó en la Comisaría, además”. “Seguro” dije: “Y mientras tanto alguien limpió a

Sinclair y además te afanó la cámara: todo de un saque, loco. Esa es mi teoría. Por eso es

que descarto a la cleptómana ¿entendés? Ella no pudo ser capaz de-“. “Acabala con

Martine” sonrió Ray: “Mejor no me la nombres más. Te invito con una cerveza, botija:

nos tomamos un demi en aquel boliche precioso de la otra isla y leemos la crónica policial

¿qué te parece? Ya tiene que haber salido en todos los diarios con lujo de detalles, el

asunto. Y de la Pentax olvidate: hacé de cuenta de que me la robé yo mismo para joderme

del todo y chau. Mañana mismo me rajo a la tierra del fume y en una semanita vuelvo

hecho un campeón. Vos podés ver ganar a Uruguay en la tele y animarte a llamar a la

pendeja de una vez por todas y hacerle de una vez por todas lo que ella quiere que le-”.

“Pará” salté: “Yo no te nombro más a la cleptómana pero vos no me nombrás más a la

nena. Y menos para decirme lo que tengo que hacer ¿tamo?”. “Tamo” hizo la venia Ray,

mientras empezábamos a caminar hacia el boliche de la esquina de la rue Saint-Louis en

L’île y la Jean-du-Bellay.

La cerveza estaba sensacional, pero las crónicas de los diarios eran realmente insípidas.

“Qué lo parió: qué falta de sensibilidad” rezongó Abel después de haber mirado por

última vez la foto donde Sinclair saludaba -de la mano de Lilith- al público ateniense:

“No era un muerto cualquiera, me parece ¿no?”. “Es que estos días está el asunto del

fóbal” dijo Ray: “Y esas cosas se comen mucho espacio. Aunque te tengo que reconocer

que el loco no era un muerto cualquiera ni mucho menos, no: ¿a cuánta gente le parten la

cabeza con una cruz de oro puro de su propiedad?”. Entonces tiré el cigarrillo y me crucé

de brazos, igual que en el Renault del Inspector Bugeia. “Eso no está en los diarios, che”
dije lo más calmosamente posible: “¿Vos cómo lo supiste?”. “Uh: eso lo sé hace tiempo.

Me lo contó el pintor que se fue a Saint-Tropez, me parece. O Amelot. No: fue el pintor,

la noche antes de irse. ¿Y a vos quién te lo batió, si se puede saber?”. “Faruk” mentí -

sintiéndome al mismo tiempo traidor y cómplice del Inspector. “Sí, a la verdad que eso

debía saberlo medio mundo” dijo Ray apilando los diarios: “Hasta el animal del

Cosmósfero lo llegó a adivinar: ¿te acordás de aquella noche histórica -la del

enfrentamiento entre Jerusalén y Atenas?”. “Cierto” suspiró Abel, sacando un cigarrillo:

“Dejá que pago yo”. “No: hoy pago yo, botija” me atajó Ray, con ojos inyectados: “Pero

cuando vuelva de Holanda te toca pagar a vos ¿tamo?”.

Esa noche llamé por teléfono a Bugeia y después a Bénédicte, durante un lapsus de

corajuda desesperación: el Inspector estaba en su casa, lamentablemente. Me confesó que

no le venía mal suspender la clase, y fue obvio que notó cómo me temblaba la voz porque

se despidió con un “Portate bien” igual a los de mi mamá. A continuación dialogué

demasiado chapurrienta y amable y prolongadamente con la mamá de Bénédicte (que no

sólo me conocía de nombre sino que me deseó buen trabajo con mi libro: tomá) porque

la nena se había ido al cine con unos amigos. Abel aprovechó la momentánea ausencia

del Bigote para pegarle una patada a la cabina telefónica y subió a despedirse de Ray. No

lo encontré. Como él pensaba salir de madrugada le dejé un papelito que decía “Suerte,

hermano” y me tomé un taxi para llegar a tiempo a la taberna.

Esa noche ni se hablaron con el Cordobés. Al otro día tampoco -él se mudó temprano,

aunque fue a lo de Lucio a ver los partidos. Uruguay perdió con Holanda y Argentina con

Polonia, y al llegar al hotel constaté que la nena ni siquiera me había llamado por teléfono:

el Papito me lo aseguró mientras recortaba un artículo de l’Humanité para mandar a l’île


Maurice. De golpe alzó los ojos y me terminó de pulverizar. “Sinclair era mi amigo. Venía

siempre a mi casa” dijo: “Yo cocinaba platos de mi país y le traía muchachas. ¿No querés

venir a mi casa, esta noche?”. “Te lo agradezco mucho, en serio. Pero tengo que laburar,

Faruk” me disculpé acariciándole la cabeza. Abel subió a su chambre pesadamente y antes

de tirarse a fumar vichó el fajo de la policial y supo que también eso estaba muerto. Era

un atardecer de sábado y Uruguay acaba de perder en su debut en Münich y yo acababa

de perder no solamente a Bénédicte sino a mi policial. Ahora fumaba solo en una

bohardilla de París, esperando por nada. “Pero todos tenemos un lugar en el mundo,

padre” pensé en voz alta: “Donde quiera que estemos. Y algo que defender y algo que

dejar hecho en el vientre del mundo. Padre. Creer o reventar”.

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en la pieza de una pensión ubicada en el Impasse

del Conquêtes, un callejón muy cercano al puerto de Saint-Tropez. En la pieza sigue

durmiendo un adolescente mientras el hombre se incorpora de un salto que hace cimbrar

su cama. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y se enfrenta al espejo del lavatorio.

Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del

mundo: suelta el peine y se escapa de la habitación. Entra en el único water que hay en el

corredor, pero al salir liberado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado:

entonces vuelve a la pieza y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el

mate. Después agarra una máquina de escribir que está ubicada en el mismo rincón del

lavatorio, evitando mirarse al espejo. Se sienta a tomar mate frente a un ventanal, bajo el

dulce sol ocre. Acomoda una silla enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja

puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la


cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a

máquina y salta a buscar más hojas. Un momento después el adolescente se incorpora en

su cama, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma

un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.

DE MAÑANA mateamos con Colette, y después la invité a desayunar en el Sporting.

Comió con ganas. Estuvimos hablando y riéndonos de muchas cosas, pero yo me di

cuenta de que tardaría meses en recuperarse. Se iba para Niza, a pedir trabajo en el

restaurant de unos auverneses conocidos. Le ofrecí plata y aceptó nada más que veinte

francos. “Me vas a tener que dejar sola” dijo cuando llegamos a la calle flanqueada por

los galpones del puerto donde ya se podía empezar a hacer auto-stop: “Así es mucho más

fácil que alguien me lleve”. “Cierto” sonrió Abel, sin ganas: “¿Y si me escondo por aquí

atrás?”. Entonces la muchacha lo abrazó con violencia y le frotó la nuca como si lo

hubiera parido. “Quiero quedarme sola” jadeó, descomponiéndome con su perfume: “Me

lo merezco por ser boluda. ¿Te das cuenta de que quería casarme y tener hijos, loco?”.

Me estaba hablando casi completamente en español.

Hay que bancárselas y chau, hermanita -pensó Abel en la esquina, mientras levantaba el

brazo para despedirse. Torcí la cabeza y caminé de vuelta hacia el Impasse des Conquêtes.

La desesperación me hacía doler los dientes. La desesperación la soledad y el cansancio

y la bronca, pensé después: Pero no el miedo, hermano Caín De Deus. El miedo se nos

había pasado para siempre, acaso: había cosas peores de por medio, ahora. “Y mejores

también” dijo Abel en voz alta: “Y mejores también. Carajo”. De golpe se sintió llamado

por su nombre y se tanteó el gabán dándose cuenta de que no llevaba el cuchillo. Me

llamaban desde un café perchento que estaba en la esquina de la pensión. Era Mozart.
“Pero si es mi viejo y querido Amadeus” protocolaricé acercándome sonrientemente al

mostrador desde donde me hacía señas. Lo encontré muy borracho y pagándole copas a

un marinero. “Qué va a tomar” me preguntó, haciendo remolinear las pestañas. “Tres

medidas de whisky con dos de agua con gas” dije: “Sin hielo. Por favor”. Mozart pidió la

bebida y me presentó al marinero, que era un muchachón italiano con olor a paella. “Me

voy esta tarde” dijo después: “Esta ciudad da asco”. Abel tomó un gran trago y le dio la

razón con la cabeza.

“Lo peor es que la culpa la tenemos todos” filosofó el marica, fabricando una trompita

dramática para aguantar el llanto. “Algunos más que otros” retruqué sin pensar: “Pasa lo

mismo que con la inocencia. Algunos somos más inocentes que otros, compañero”. Las

Gárgolas rosáceas de los ojos de Mozart se pusieron al rojo como nunca las había visto.

“La odio” ladró, con tono de caniche: “Mierda. Cómo la odio”. “A quién” le pregunté,

empezando a emborracharme: “¿A Lilith? ¿O a tu mamá?”. El marica pidió otra cerveza

y se tomó la mitad de un trago, casi mordiendo la botella. “A la injusticia” dijo: “Con mi

madre no hay problema porque ya no sé ni quién es. Estoy solo, muchacho. A veces como

hay que estar y a veces como no hay que estar. Y Lilith se odia sola: tampoco hay

problema. Cualquier día la encuentran más muerta que un salami. Pero la vida es de una

injusticia que enloquece”.

No me sentí capaz de retrucar, en ese momento. Ahora estaba terminando la copa y

recordando que no había dormido. Había velado el sueño de Colette imaginándome un

Ray altísimo y ya casi completamente canoso, que caminaba a las zancadas por el puerto

de Saint-Tropez tratando de localizarme. Se me cerraban los ojos. Le di la mano a Mozart


en silencio y tambaleé hasta la pensión. Oriné erizadamente, cerré la puerta con llave y

dormí nueve horas.

CHAMBRE 9

UN HOMBRE pelirrojo entra caminando en cuatro patas a la pieza más grande de la

chambre 9: debajo de un sobretodo azabache -que parece prestado- tiene puesto nada más

que un slip. Tres muchachos disfrutan de la escena despatarrados en la misma cama,

mientras se pasan un petardo. El mayor de los tres es el que va guionando las sucesivas

entradas del hombre disfrazado de cucaracha. El pelirrojo utiliza sólo los dientes para

arrancar pedazos de una media baguette colocada en el suelo, llevándoselos hacia la pieza

más chica: a medida que reaparece va eliminando un apoyo del cuerpo, hasta que termina

arrastrándose apenas ayudado por una mano. Los tres festejan la actuación con lacrimosas

carcajadas, especialmente cuando el hombre del sobretodo los observa bizqueando con la

mirada verde inyectada de hasch. Pero en la última escena se produce de golpe un

silencioso lastimoso: el actor cae (o finge caer) de boca, y al subir la cabeza muestra el

pedazo de baguette chorreando baba y sangre. Entonces el guionista se incorpora

decretando el final de la función. El hombre del sobretodo lo contempla

fosforecentemente y continúa arrastrándose en dirección a su piecita. Después que

desaparece se produce otro silencio, hasta que el más joven de los muchachos le grita al

pelirrojo que se deje de embromar y vuelva a pitar un poco. El más viejo de los muchachos

se frota la cabeza con la mirada como hundida en una cloaca de recordación. Adentro de

la piecita, el otro se ha sacado el sobretodo y tiembla casi desnudo frente a un espejo: el


espejo le devuelve una mirada de gárgola enamorada y el hombre se sienta en su cama

agarrándose la entrepierna mucho más deslumbrado que humillado, mucho menos furioso

que feliz.

CUANDO VOLVIMOS de Épinay-sur-Ôrge Pedrito se encerró inmediatamente a

ponerse al día con Colette, y nosotros rumbeamos para la chambre entre un hosco silencio.

Abel estaba bostezando la primera arcada de la tarde cuando oyó sonar Síncopa desde el

pasillo y se estaqueó, atronado por las palpitaciones. ¿Será la nena? pensó con ganas de

pedirle a Ray que esperara un poco. Pero el otro siguió avanzando a las zancadas y cuando

abrió la puerta Abel vio la expresión exageradamente vanidosa del Cordobés, que se daba

vuelta en la cama para saludarlos. El Cordobés de golilla, oyendo Síncopa y poniendo esa

cara: qué peligro -pensé, con miedo de que el alma podrida anduviera por abalanzársele

a Bénédicte. Bueno, eso no tendría mucho sentido -razoné después: Lo que hicieron

aquella vez fue caminar dos o tres cuadras juntos y chau. Y él no tiene ni el teléfono de

ella, además de que siempre está la posibilidad de que la nena no se aparezca nunca más

por el hotel. Mejor ni calentarse.

Entonces me tiré en una cama y escuché terminar Síncopa con los ojos cerrados para

volver a ver a Bénédicte bailando en cámara lenta, igual que la última tarde. Dónde

estarás, pensé: Dónde estarás ahora. (Era hermoso saber que en ese mismo momento ella

vivía en algún lugar, nomás: respiraba reía comía corría cantaba orinaba lloraba.) Y con

quién estarás, pensé al abrir los ojos. Entonces el Cordobés se empezó a peinar el bigotito

y a dejar que la cara desamparada y flaca se le hinchara otra vez de vanidad. “Qué lo

parió: ayer matamos en Massy, guaso” dijo sacándome un cigarrillo sin permiso: “Lucio

y Hugo dicen que nunca habían levantado tanto a la gente. Entre paréntesis, parece que
está confirmado lo del Evangelio en el Festival du Midem: el mes que viene, en Cannes.

Y ahí participan todos los grandes, negro: donde te descuidés está hasta Paul McCartney.

¿Qué tal?”. “Fenómeno” murmuré, poniendo ojos de sueño para que se callara. “Pero ayer

fue increíble” insistió el Cordobés, volviéndose a peinar los bigotitos repugnantemente:

“Y vos sabés que yo estaba tocando y veía una pendeja que me miraba fijo, che. Me miró

toda la actuación y yo decía pero quién es esta pendeja tan conocida y no había caso, no

la podía sacar. Hasta que cuando estábamos en el camarín se aparece a saludarme: un

besito, otro besito. Y se me queda agarrada de la mano, ahí frente a las amigas. ¿Sabés

quién era? La mocosa esta que venía a verte a vos: Bénédicte”.

Abel se puso pálido. “Ah sí” dijo, tratando desesperadamente de no acusar el golpe. Llegó

a recordar, incluso -como en un fogonazo- al boxeador de Hemingway que recibe una

piña abajo del cinturón y tiene que cerrar los ojos para que no se le salgan. “Me va a venir

a ver al hotel, cualquier día de estos” siguió el Cordobés, implacable. Abel se quedó

callado. En ese momento golpearon a la puerta y esta vez tuve que apretar los dientes para

que no se me desparramara otra cosa. “Mais entre” gritó el zorro, sentándose y

arreglándose el pañuelito de cow-boy como si pudiera ser la nena. Pero yo pegué un salto

y corrí a abrir: encontré un hombre flaco -cansado cuarentón morocho amable tímido-

vestido con una gabardina detectivesca. “Buenas noches” me dijo: “Soy el Inspector Marc

Bugeia. Usted es el guitarrista de Jamaica ¿verdad?”. Le contesté que sí, moviendo la

cabeza. “Pase” agregué: “Perdone el-”. “Gracias, no es necesario” sonrió el hombre: “Se

me hizo un poco tarde y me esperan en casa. Le venía a preguntar si no se anima a darnos

clases de guitarra, a mi hijo y a mí. Adoramos la música latinoamericana. Tendría que ser

los sábados de mañana, si usted pudiera. Yo lo vengo a buscar hasta la Porte d’Orléans

en el coche, porque estamos un poco lejos de París”. Abel dijo que sí maquinalmente y
arreglaron enseguida el precio y la hora. “Gracias” repitió el hombre mientras le alargaba

la mano para irse: “Hago mi trabajo por esta zona. El otro día los escuché en Le Bateau

Ivre, y como hacía tiempo que tenía ganas de meterme en alguna cosa que me distrajera

un poco de la peste nuclear se me ocurrió probar con la guitarra. Nos vemos este sábado,

entonces”. “Encantado” le dije.

“Qué lo tiró: ahora le toca el turno a la peste nuclear, también” murmuré sentándome en

la cama con la cara entre las manos: “La peste nuclear la pollution psíquica las postales

orgiásticas las revistas con culos parlantes en la tapa y las putitas que pululan en las grises

praderas de la banlieue. ¿Vos te acordás del Granma que vichamos el otro día en la

librería de enfrente, Cordobés? ¿Los cubanos están en otra cosa o no, eh?”. “Qué te

parece” me apuntaló el zorro, con cara de susto. “Dale, loco. Ya es hora de tocar” dijo

Abel: “La verdad que me viene fenómeno agarrar estas clases particulares. Entre las galas

y esto puedo ir ahorrando para mandarme mudar de una vez. En el Uruguay sé muy bien

lo que tengo que hacer, te juro”.

Abel quedó casi contento de haber podido sublimar sociológicamente -por lo menos de

la boca para afuera- el desbarranque de la nena. Ojalá Ray me haya escuchado cuando la

traté de putita -pensó después, mirando con bronca hacia la puerta interior cerrada: Capaz

que se le mejora el humor y todo. Tuvimos que salir corriendo y ensordecer

insultantemente a Pedrito para zafarlo de su puesta al día. Al cruzar por el Panthéon

(jadeando una humedad helada) y ver a la pareja de clochards durmiendo contra el calor

ventoso del respiradero del métro, Abel logró empezar a elaborar el flamante desastre.

No importa, iba rumiando -retrasado a propósito: Primero te sacaron a Gabi y después a


Colette y ahora pueden soplarte a Bénédicte. Pero algún día vas a dormir en paz al lado

de tu mujer. Y eso es un problema tuyo, hermano. Vos no vas a pudrirte. Yo te lo prometo.

Al entrar al Bateau encontraron muy poca gente -a pesar de la hora- y se sentaron a

esperar, tomando el primer rouge rasposo que les sirvió Muley. Pedrito se quedó en la

puerta, campaneando reventadas. Entonces el Cordobés recuperó el coraje de golpe y

comentó babosamente: “Qué lo parió: qué piel suave tiene esa mocosa, che. Te juro que

me dejó-”. Abel lo interrumpió con la mirada. “Mirá: la próxima cosa que digas” advirtió

tembloroso: “La próxima sílaba que digas sobre la nena te rompo todos los dientes que

tenés. Hasta el último diente ¿me oíste?”. El otro no atinó más que a hacer un gesto

espantamoscas y chuequear hasta la puerta, a empatotarse con Pedrito. “Hay que tener

yeta, también. Pensar que los detectives reparten piñazos por todos lados, y una vez que

uno se decide a tortearse de veras este maricón se las toma” le comenté a Muley en

español. Él no me entendió nada, pero volvió a llenarme el vaso sonriendo

compasivamente.

EN LA gala de Navidad anduvieron muy bien, y aquella madrugada Ray improvisó por

primera vez el bautizado Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor frente

a Sinclair y el Cosmósfero: los visitantes ilustres que el riverense había pastoreado

durante un yiro de Nochebuena que recaló obligatoriamente en Favela y en lo de

Monsieur Amelot aplaudieron a rabiar, chupándose el moquerío lacrimoso como si nos

estuvieran sacando la lengua a todos los cuerdos del mundo. El Cordobés y Pedrito no

pudieron asistir al preestreno por cuestión de mujeres, obviamente. Abel tomó demasiado

en el Club Mediterranée, y al terminar de guionar -a pedido de Ray- las diferentes fases

(sobrenarradas por él mismo) de aquel “show tragicómico en un acto”, tuvo la percepción


relampagueante de que la batalla que habían recomenzado con el riverense ya no podía

ser catalogada de amistosa.

Y sin embargo es mi mejor amigo -pensó viéndolo arrastrarse por última vez bajo el

sobretodo azabache, en dirección a la piecita: Y yo debo ser ninguna duda el único amigo

que Ray tuvo en su vida. Entonces se me ocurrió pedirle (cuando él hizo la tercera salida

para reverenciar nuestros escandalosos aplausos) que mostrara los proyectos de chimères.

Ray me miró con límpida tristeza. “No jodas” dijo: “Por favor, hoy no. Ya los hice reír

bastante, me parece”. “Reír y llorar” corregí: “Fue una actuación brutal. Dale, traete las

gárgolas. Sos un artista, vo: te guste o no te guste”. “Uh: qué solemnidad, botija. ¿Por qué

no te dejás de hinchar con la solemnidad? Ya está recontradiscutido el asunto: un artista

no embicha a los soñadores de pescaditos rojos con sus-”. “Ta: eso podrá ser una

incoherencia macanuda para el paranoico de Eladio Linacero” lo interrumpí, sobrándolo:

“Pero las cosas que vos querés hacer -o los proyectos que ya hiciste tomados como

dibujos, nomás- pueden ser desequilibrantes y ser buenos. Eso te lo aseguro yo. ¿Qué

pasa con las famosas chimères de Notre Dame? ¿No están allí, en su puesto?”. “Sí, están

allí cumpliendo con su función arquitectónica más importante: mear. Pero me da la

impresión de que ni siquiera joden a nadie” suspiró el otro: “Son boludeces

arquitecturísticas, más bien”. Entonces el ugandés se frotó el brillo viscoso de la cara y

pidió la palabra como si estuviésemos en una asamblea política y yo fuera el presidente.

“Perdón, hermanos” logró articular, entrecerrando los ojos: “Es mi deber recordarles que

esas imágenes monstruosas -que simbolizan el submundo demoníaco y draconífero no

solamente medieval, por supuesto- todavía están allí porque está Notre-Dame,

sencillamente. Sin Notre-Dame nunca habrían existido”. “Aunque también podría decirse
que la catedral nunca hubiera existido completamente sin las gárgolas, Monsieur K”

argumentó el Cosmósfero, cabeceando perniabierto sobre la cama de matrimonio.

“Cierto: aunque especulativa y por tanto fariseicamente cierto” gritó Sinclair, y agarró el

tercer puñadito de yerba de la noche: “Recordemos que el mal no es perpetuo, hermanos.

Y ni siquiera existe per se: es apenas un estadio de nuestra imperfección. O mejor dicho

-o mucho mejor dicho: de nuestra perfección. Escuchemos la Tesis Azul (inédita) de

Kierkegaard, formulada oralmente en la iglesia de Auvers y recogida para la eternidad

por un humilde servidor: Hay que encerrarse a solas y tratar de mover un ojo: abrir un

ojo, Vincent. Y mover una mano hacia uno mismo. Sin que nos vean los otros. Y tratar de

crear, hermano: yo estoy pariendo estas palabras con el sagrado objeto de no reventar.

Creo pero no aguanto, podría gritarle a Dios. Y sin embargo aguanto, porque vi las

señales”.

Sinclair se levantó en cámara lenta, se embuchó el último puñado de yerba Napoleón y

se fue de la chambre. Había amanecido. El Cosmósfero parecía un mosquetero

obscenamente despanzurrado y Ray me miró fijo antes de sucucharse en la piecita. “¿De

veras te parece que una gárgola (una Chimère con mayúscula, hecha con todo el asco y

el odio de este mundo) puede ser buena, loco?” me preguntó, tiritando debajo de la

caparazón de franela. Abel encontró los ojos desnudos del riverense brillando

violentamente hacia su alma: eran de terciopelo verde, esta vez. “No sé” dije: “No sé.

Feliz Navidad, loco”. Y me quedé dormido.

AL OTRO día se zafó de golpe una de las tablas que funcionaban sueltas como un

armazón -lo que llamábamos mesita- y se me rompió la máquina de escribir,

irreparablemente. Abel sufrió una de las crisis neuróticas más brutales (y por lo tanto más
cómicas) de su estadía en París, y aprovechó para agarrar a patadas toda la ropa papel o

elemento no pulverizable perteneciente al Cordobés. Él no estaba presente, pero me

importaba un pito que hubiese aparecido en ese momento. Los que entraron en la mitad

del ataque fueron Pedrito Colette y Ray, de vuelta de hacer compras. La muchacha se

asustó muchísimo, pero los otros ni me dieron pelota. “No se preocupe, nono” se rio el

chiquilín, frotándose las manos para empezar a armar un petardo: “Con la guita que

hicimos anoche y la de fin de año se compra una portátil nueva y chau. Suspenda la poesía

por unos días, fúmese unos petardos-”. “¿Por qué no te callás, desarraigado” le grité

abusivamente: “Estoy ahorrando guita para volver al Uruguay, loco. A vos te importará

un carajo pero yo necesito volver ¿entendés? Además las máquinas francesas no tiene eñe

y eso me pone histérico”. “¿Lo qué?” preguntó Colette, con cara de María Magdalena.

“Que no tienen eñe” expliqué, y no tuve más remedio que empezar a reírme: al final

terminamos llorando todos de risa.

“Hay que joderse con estos artistas” murmuró Ray, y se puso a preparar los pollos a la

cacerola que nos había prometido cocinar en plena chambre aunque nos echaran del hotel:

“¿Te fijaste en la cara que puso el Cosmósfero cuando Sinclair lo trató de fariseo, anoche?

Daba miedo, carajo”. “¿El Cosmos?” dije: “Si es un santo”. “Todo santo es terrible” dijo

Ray. “Rilke pasado a Hemingway, o viceversa” agregué. “No: ni Rilke ni Hemingway ni

el Marqués de Estambul” retrucó él, descogotando un pollo: “Es una frase mía ¿tamo,

vo?”. Abel no contestó. Tampoco quiso averiguar si el otro hablaba en serio, así que ni le

miró la cara. Me quedé un rato largo observando el armatoste ya inservible y pensé en mi

“romance” con la nena y en mi “amistad” con Ray. Sobre el lambriz mugriento seguía

ganando Liverpool, interminablemente. Pero en la ya muy agrietada foto donde Abel se


abrazaba con su hermana y sus padres entre la remota luz del penúltimo verano, su madre

había dejado -acaso definitivamente, esta vez- de sonreírle.

LA NOCHE de fin de año irrumpieron en el fastuoso Mediterranée con Ray a la cabeza,

presentándolo como el empresario que no pudo acompañarlos en Nochebuena por

encontrarse firmando contratos en la mismísima Jamaica. “Pensamos trabajar un tiempito

en Kingston” le explicó el riverense al gerente del club, en un inglés muy cómico:

“Realmente estamos extrañando demasiado el clima: y eso afecta el élan de los músicos,

usted comprenderá”. El gerente nos midió a todos juntos con ojos congelados y decidió

creer. Ray estaba vestido con mi único traje (que yo jamás usé en veinte meses) mi mejor

polera y hasta mis zapatos, ya que nosotros conseguimos prestados los disfraces

completos de gauchos for export que utilizábamos en el Evangelio. Primero comimos y

tomamos como animales, y a la hora de tocar Ray nos juntó a un costado del escenario -

a la vista del público- para darnos instrucciones en el mejor estilo de los directores

técnicos basquetbolísticos. Lo único que hacía era mover los brazos y los labios, y

nosotros nos retocábamos el peinado o nos arreglábamos los colgantes fingiendo prestar

una reconcentrada atención. Ray tenía su pequeña cara pecosa bien afeitada y la melena

color zanahoria impecablemente engominada hacia atrás: parecía un leoncito con nariz

de mono y ojos de lagartija.

Qué bruto actor que es este loco -pensó Abel, viéndolo levantar a la gente a palmada

limpia y organizarla en farándulas mientras iba creciendo el climax rítmico. Por un

momento tuve miedo de que perdiera el control y se pusiera a insultar a todo el mundo a

gritos como la tarde que nos emborrachamos en Meudom, pero no pasó nada. Cuando

dieron las doce ya habíamos terminado -el éxito fue arrasador, y hasta nos tomaron la
palabra de volver a tocar en carnaval si llegábamos a tiempo de Jamaica- y él se acercó a

abrazarme con una mueca de emoción sinceramente contrita. “Feliz año / Abelito” me

murmuró por partes dentro de cada oído, mientras me besaba la cara a la francesa.

SAINT-TROPEZ

ME DESPERTÓ un suavísimo percutir de nudillos en la puerta. Abel saltó en la oscuridad

y preguntó quién era mientras tanteaba dentro de la valija roja. Cuando escuché la voz de

Ramón solté el cuchillo prendí la luz me puse un pantalón y abrí la puerta y me abracé al

gigante sin mirarlo a la cara. “Principito” me dijo, con voz titilante: “Qué de tu vida”. “Mi

vida está jodida, viejo” contesté: “Vení. Pasá y sentate a tomar unos verdes. Ya deben ser

como las siete ¿no? ¿Y Eva y la nena?”. “Están en un hotel” dijo Ramón, sentándose en

mi cama. Yo seguía sin mirarlo, mientras armaba el mate. “Así que todavía tomás esa

porquería, petiso” observó el gigante, con admirada tristeza. “Sí. Pero ya no cuelgo fotos

de Liverpool” dije: “Estoy adelantando”. Entonces puse a calentar agua y me senté en el

suelo en posición fetal y conté de un tirón lo que me estaba pasando con Ray. Era la

primera vez que lo contaba en todos sus detalles.

“Apagá el fuego” murmuró Ramón: “Se te va a achicharrar la cacerola. Está hirviendo

hace cinco minutos”. “¿De veras?” preguntó Abel, y levantó los ojos hacia el otro con

desahogado alivio. El otro desvió la mirada. Entonces vi la Gárgola brillándole también

a Ramón -como un fondo de aljibe hediondamente negro- y sentí ganas de escaparme

saltando por la ventana, igual que la noche anterior. Abel renunció al mate y apagó el

fuego y prendió un peter Stuyvesant con un temblor mucho más emergido del asombro
que de la desesperación. “Mal año tienes, abuelo” dijo la voz de adentro -que por lo visto

conocía La muerte del pastor. Yo le di la razón sacudiendo la cabeza en el momento en

que Ramón trataba de tranquilizarme, con tono de cumplido: “Mirá, petiso: ¿sabés una

cosa? Me da la impresión como que dentro de diez años vamos a hablar de este tema y

nos vamos a matar de risa, no sé. No sé qué querés que te diga, loco-”. La voz fue

endureciéndose, hasta desembocar en una agriedad tan negra como la del ajibe.

“No digas nada, entonces” lo corté: “No hay por qué decir nada”. La sensación que Abel

llegó a tener -pasados muchos años- fue la de que Ramón no podía perdonar que lo

estuvieran metiendo a él en la batalla. “Merde” casi grité: “Y para colmo voy a tener que

mandarle pedir la guita del pasaje a mi viejo. No creo que me dé el cuero para juntarla.

Claro que igual hay tiempo, porque yo no me voy a ir de París hasta que no se vaya Ray.

Primero se va a ir él. Te lo puedo asegurar”. “Qué lo parió” dijo Ramón, parándose: “Este

bayano te quiso matar y te mató, nomás. Yo te lo estuve por decir un día, que no

anduvieras tanto con ese fantasma. Y te tendría que haber avisado que yo también soy un

hijo de puta, Principito. Entre nosotros nos conocemos enseguida, perdé cuidado. Así que

no te fíes de mí, loco. Pero no te enloquezcas. No te va a pasar nada, en serio. Aquí te

dejo un France-Soir que tiene un articulito sobre el Uruguay: leélo, y vas a ver qué linda

que está la cosa. Como para volver, está. ¿Nos vemos esta noche en el puerto?”. “Nos

vemos” le hizo la venia Abel.

Después de terminar en Chez Marlene fuimos a buscar a Ramón y a Eva, y subimos

caminando hasta la Citadelle. Ella llevaba a su hija sostenida por un colgante tipo

canguro. A Abel le pareció evidente que Ramón ya le había contado el asunto de Ray,

porque la muchacha lo relojeaba con apiadada curiosidad. Estuvimos sentados un rato


frente a la belleza insondable del Mediterráneo hinchado por la luna, pero Ramón pidió

para cobijarse bajo los pinos -al otro lado de la fortaleza. “Ya está muy fresco para la

gurisa” dijo mirando el mar con repugnancia. Cuando acampamos bajo los pinos el

gigante armó un petardo y Abel no quiso pitar. Eva tampoco. Pedrito y el Cordobés

estaban enloquecidos de felicidad, porque ya hacía semanas que no conseguían hasch.

“¿Leíste el articulito del France-Soir, petiso?” me preguntó Ramón al rato, sin mirarme.

“No” dije: “Todavía no lo viché. Pero te quiero aclarar que -como decía el abuelo Bill-

entre la pena y la nada elijo la pena, loco”. “Bárbaro” se rio Ramón: “Es como decir que

entre la buena y la mala elegís la buena. Bárbaro, Principito”.

Abel torció y vio fosforecer la negrura repugnante de la Gárgola en la mirada del otro.

Entonces volví a imaginarme al Ray alto y canosísimo buscándome por el empedrado del

puerto, y tirité. La luna se filtraba entre los troncos torcidos y Eva tendió la mano con

algo que relampagueó impolutamente antes de entrar en mi zona de sombra. “Te debía un

pañuelo. ¿Te acordás? Dijo: “De allá de Épinay. No sé si es el mismo, pero no importa.

No le hagas caso a mi marido. Yo me voy a morir sin entenderlo, pero lo quiero tanto que

lo entiendo igual”. Abel agradeció mientras gateaba para acercarse a contemplar a la niña,

que dormía sobre el pasto. Entonces el gigante saltó y agarró a la criatura y la mantuvo

envuelta con los brazos. Me miraba fijo. “No la toqués ni con los ojos” parecía decirme:

“Te infectaron, enano”. “Voy a volver” le contesté en voz alta: “Todo esto está podrido.

Y yo voy a-”. “¿Pero de qué estás hablando, guaso?” preguntó el Cordobés,

desperezándose. “De la batalla” roncó Ramón: “Él cree que hay algo por hacer, además

de joderse y reventar. Pero yo entre la pena y la nada elijo la nada, viejo. Tomá la gurisa,

Eva. Agarrala vos, mejor”. Entonces Pedrito sugirió darse un yiro por el puerto y

arrancamos disgregadamente colina abajo. De vez en cuando Abel sacaba el pañuelo y lo


hacía relampaguear entre la noche azul, como si fuese una linterna mágica. En el puerto

estuvimos mirando durante mucho rato la blancura de los yates. Ramón buscaba algo que

no pudo encontrar. “Mañana de mañana nos vamos” murmuró de repente: “Chau, vo. Nos

vemos en París. Mirá que me mudé y le dejé la dirección a Pedrito. Yo me llevo el teléfono

de Chez Marlene, por si las moscas. Adiós, Principito”. Y me acarició la calva con un

dedo.

A las once de la noche del día siguiente recién habían empezado a tocar en el piano-bar

cuando Marlene llamó a Abel desde la pieza intercomunicante con el restaurant.

“Teléfono para vos” me dijo: “Llamada desde Saint-Raphael”. Abel estuvo a punto de

negarse a atender pero llegó al aparato lo más rápido que pudo. “Hola” grité en español:

“¿Quién habla?”. “Soy yo” roncó Ramón, desde muy cerca: “Mirá que localicé a Ray y

le dije que ustedes andaban por Venecia. Hasta siempre, maestro. Y no se me desespere”.

La comunicación se cortó suavemente.

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO semicalvo termina de cantar entre la luz fluorescente de una taberna y

se acerca a la barra y pide un ron doble, puro. Sus compañeros de trío se han sentado a

tomar sangría invitados por dos prostitutas: el muchacho los mira con una desamparada

fijeza infantil mientras besa su vaso. Después hace fondo blanco y prende un cigarrillo,

pero lo tira enseguida. Las luces de la taberna acaban de ser apagadas y el alba irrumpe -

malva- por la escalera subterránea. Entonces la patrona -una mujer hermosa y joven,
embarazada como de cinco meses- sale de la cocina transportando una fuente donde se

apilan varias tortillas españolas. A medida que las troza y las distribuye en platos, va

invitando a comer a todos los presentes -incluido un gigantesco ovejero de mirada

humana. El muchacho rechaza la invitación con desmayada cortesía, aunque de repente

devora medio plato y tiene que correr hacia el toilet taponeándose la boca. Después de

vomitar permanece un momento con la frente apoyada sobre los azulejos verdosos -casi

del color de su piel- hasta que se acuclilla en un rincón para frotarse los testículos

acompasadamente. “La valentía” murmura varias veces: “Preciso eso que llaman valentía,

carajo”. Cuando sale del toilet con el pelo empapado, tiene dos chispas de serenidad

cuajadas en los ojos. Sus compañeros comen tortilla con las prostitutas y lo invitan a la

mesa, pero el hombre semicalvo se disculpa haciendo señas de tener que irse. Entonces

la patrona pone un disco donde una voz antigua de mujer levanta sus penas a la Virgen,

y el ovejero aúlla un gemido melódico festejado hasta el delirio por la concurrencia. El

hombre semicalvo enfunda su guitarra y empieza a subir la escalera sin despedirse,

resplandeciendo en la creciente transparencia del alba.

UNA SEMANA atrás Abel había vuelto de la Reja bastante temprano, y al pasar por la

chambre de Pedrito y Colette encontró a la muchacha haciendo guardia: apenas pudo ver

la triste luminosidad de sus ojos interrogadores, entornados detrás de la rendija. “Tu

Romeo se quedó de cantarola” mentí: “Lucio y Hugo cayeron hace un rato con una barra

de mamados y le salvaron la noche al gallego. Estaba tan contento que me dejó venirme

y todo”. La muchacha creyó, bajó los ojos y derramó una ráfaga levísima de perfume al

mover el pestillo. Entonces la tristeza me emponchó. Cuando llegué a mi piso deposité

silenciosamente la guitarra en el suelo del corredor y me quedé mirando la ex-chambre


de Sinclair: el sabueso de turno se despertó y creyó que le sonreía a él. Me saludó con un

bostezo.

Abel entró a la 22 poco minutos antes de que entrara el alba y se detuvo a observar -

guitarra en mano, todavía- el vacío dejado por la Pentax de Ray. Después miré la cama

desierta de Ray mientras me ponía el piyama, y lo extrañé con devoción. Te perdono todo

lo que hayas hecho hagas o vayas a hacer, Terry Lennox -pensé prendiendo un Peter

Stuyvesant. Y calculé que al terminar el cigarrillo me iba a hacer muy difícil soportar la

soledad. ¿La soledad o la derrota? pensé después, sin melodramatismo. Esa tarde había

ojeado el último Granma llegado a la librería de enfrente, y encontré un recuadro donde

se denunciaba el asesinato de un tupamaro con el que jugábamos al fútbol en la niñez. Lo

habían matado en la cárcel durante un intento trucado de fuga, denunciaba el Granma:

pero lo daban por fugado. La familia lo debía estar dando por desaparecido, en cambio.

Y yo aquí, pensó Abel aplastando el pucho contra el suelo torcido de la chambre: la gira

por las Casas de Jóvenes no aparece la guita para volver no aparece la novela se fue a la

mierda y la nena se habrá hundido en la mierda, nomás. Entonces se sentó en la cama y

se empezó a frotar el perfil recortado en la luz violácea que derramaba la persiana. Que

venga la nena, pidió: Ahora tiene que venir. Porque si no, no hay nada. Se lo pedí a la

vida.

Al otro día estaba tomando mi desayuno-almuerzo preferido para cuidar la línea (té y un

buen plato de jambon / gruyère) en el bar de la esquina, cuando entró Bénédicte. Abel no

tuvo tiempo ni de escandalizarse. La nena estaba fea, vestida con un jean viejo y una

polera insulsa que le quedaba grande: desgreñada sin aros pintura ni sandalias. Esa clase

de fealdad, por lo menos. Pero Abel pudo captar enseguida que algo venía bien. La
muchacha se puso colorada y explicó que Faruk le había dicho dónde podía encontrarme.

Cuando le pregunté si quería tomar algo me contestó que sí, pero que en otro lado. Me

hablaba sin acercarse al mostrador, recostada sobre la puerta vidriera incendiada por la

explosión primaveral. Salimos y empezamos a caminar por la Monsieur-le-Prince, en

dirección al Lux. Ahora Abel no se sentía preocupado en lo más mínimo por el flagrante

centímetro que le llevaba la infanta. Ella también explicó -sin dejar de ponerse colorada-

que como estaban a fin de cursos no había entrado al liceo. Y al llegar al Boul Mich

pregunto a quemarropa: “¿Vos creés que soy méchante?”. Abel trató de hacerse explicar

lo que quería decir méchante pero no lo alcanzó a comprender del todo. (Sus baches

idiomáticos eran tan absolutamente imprevisibles como irreparables, a esta altura del

viaje.)

“Pero no, cosita” contestó por las dudas: “¿Cómo vas a ser méchante?”. Entonces ella me

apretó un brazo con demasiada fuerza y me pidió que la invitara a tomar una cerveza. Nos

sentamos en el café Rostand, frente al Lux. Bénédicte hundió encorvadamente su

vergüenza en el redondel blanco y cuando alzó la cara le borré los bigotes de espuma con

un dedo y ella volvió a sorber sin respirar y a subir la sonrisa bajo el reflujo miel de pelo

desgreñado. “Hace tiempo que no venía” desembuchó: “Pero yo necesito venir a verte

¿sabés? Yo sé que vos no me necesitás tanto, a lo mejor. Pero quería decirte que siempre

pienso mucho en lo que hablamos y ahora creo. No sé muy bien cómo, pero creo. De

veras”. Bénédicte me hizo una seña para que pidiera más cerveza y permaneció

mirándome, en estado de vuelo. “A veces pienso que podíamos andar juntos” dijo

después, pero se interrumpió. Abel no dijo nada. “Sí, claro. Ya no sería lo mismo” sonrió

la muchacha, viendo bajar la espuma del segundo demi: “Porque así como estamos yo sé

cómo quererte, por lo menos”. “Yo también” sonrió Abel. Brindaron y tomaron. Después
la acompañé hasta la estación del Lux y nos besamos las comisuras de las sonrisas y salí

a dar la vuelta olímpica por París, tarareando húmedamente el Gracias a la vida.

AL OTRO día llegó Ray. Abel se había dormido como a las seis de la mañana y el

riverense llegó a las siete y media, pero no hubo problema: apenas me acarició la coronilla

(al estilo Ramón) pegué un salto sonriente y nos pusimos a matear y después a fumar

maruja colombiana, sin achicarnos en absoluto por los irregulares ronquidos del sabueso

de turno. Aquella fue una de las poquísimas veces que fumé con placer: sin miedo, por lo

menos.

“Qué yerba del demonio, loco. Ahora entiendo la fama que tiene” dijo Abel, empezando

a volar alto: “¿Vamos a dar una vuelta por el Lux?”. “Bueno” suspiró el otro. Y caminaron

juntos por el valle de la mañana mágica que anaranjaba resplandecientemente la humedad

de París. “Al final no me dijiste cómo te fue allá en Amsterdam” dije mientras entrábamos

al Lux: “¿Mucha joda, che?”. Abel relojeó el perfil sensualizado del otro, dándose cuenta

recién de lo que habían proliferado las canas de Ray desde que ellos llegaron de Beirut -

apenas tres meses atrás. El riverense sonrió, dulcemente. Ahora tuve la sensación de que

en su pecosa cara mal afeitada ya no brillaba el musgo de la condenación. Era como la

primera -y última- amistad con la vida, lo que brillaba. “Dale, contá: ¿hubo joda o qué, al

final?” le volví a preguntar. “Ah, hubo una joda bárbara” chistó Ray, recién cuando

cruzábamos la rue Comte para entrar en el tramo enjardinado de la Avenue de

l’Observatoire: “Me pasé todos los días encerrado en un hotelucho sin sacarme ni la

campera, fumando como un animal. La maruja la conseguí de entrada: eso fue una papa”.
Desde allí hasta la Closerie des Lilas no volvimos a hablarnos. Abel se sentía flotando en

una bruma que rebasaba los límites humosos de los colores, hasta dejarlo estacionado en

el fondo de todo. Fue la primera vez que se pudo acoplar en cuerpo y alma con la mansión

terrestre, pero la voz de Ray lo arrancó del ensueño. “Y hubo minas a bochas, además”

desembuchó de golpe el riverense: “Demasiadas, botija. Hubo demasiada mina”. “Ah, sí”

dije: “Qué bien. Che, y hablando de placeres: ¿cómo te parece que funcionará la cerveza

de la Closerie mezclada con la yerba?”. “Mejor vamos a aquel otro boliche” dijo Ray,

señalando una enorme terraza que quedaba en la esquina fronteriza del Boulevard du

Montparnasse y el Boulevard de Port Royal.

La cerveza tenía tanto color en el sabor, que casi no podía tomarse. Estuvieron callados

durante mucho rato. De golpe Abel subió los ojos hacia el aire amarillo y se animó a

decir: “Estoy enamorado, loco”. Hubo otro gran silencio. “Ayer vino Bénédicte” me

decidí a seguir: “Ayer de madrugada había casi rezado para que viniera y se me apareció

a mediodía y me llevó a un boliche y me dijo que creía ¿te das cuenta? Me dijo que creía”.

Entonces miré a Ray. Lo encontré encandilado y realmente respetando lo que escuchaba

-aunque con la mirada sangrienta, otra vez. “Qué bien” dijo: “A esa edad. Increíble, la

pendeja”. “Increíble” refrendé, llenándome hasta la saciedad con el último color de la

cerveza. Entonces necesité agradecer. “Vos sabés que mientras estábamos callados,

recién” dije entornando los ojos: “Bueno, no tan recién. Fue antes de que yo te contara lo

de la nena, claro. Vos sabés que tuve la sensación de que además de lo mío estaba lo tuyo

por decirse, también. No podía saber bien qué era lo tuyo, pero me daba cuenta de que

era algo importante. Fue como una pulseada ¿te das cuenta? No: una pulseada no, fue otro

tipo de cosa. Pero vos tuviste la humildad de dejarme pasar primero, loco. Mi egolatría
pasó primero porque tuviste la humildad y la bondad de dejarme contar algo maravilloso,

en lugar de lo tuyo. Eso es lo que sentí”.

“Qué lo parió, botija: me mataste con eso” suspiró Ray: “Tenés razón. Mirá: un día -a lo

mejor cuando volvamos- te voy a invitar a comer en un buen restaurant y te voy a decir

todo. Y después podemos estar mucho tiempo sin vernos, vas a ver. Porque te puedo

contar mucho más de lo que te debo haber contado en Meudom, aquella tarde de la mamúa

histórica: y no me importa un carajo que después escribas sobre mí, o con lo mío. Al

contrario: si puedo serte útil para la novela, mejor”. “¿Pero qué te pasó en Holanda, che?”

pregunté, preocupándome. “Nada” murmuró Ray: “O mejor dicho: todo. Vi mi vida:

todita. Por eso es que te dije que hubo tanta mina. Hubo de todo, pibe: no solamente

minas. Y cada vez que puedo repechar, la locura termina por joderme. A mí y a los

desgraciados que andan por alrededor. Me di cuenta que he estado toda la vida peleando

contra la locura: y ya me siento hasta con el culo flojo ¿entendés? Con las piernas y los

brazos y con el culo flojo para seguir peleando ¿entendés lo que te digo?”. “Sí” mintió

Abel, sacudido hasta los huesos por el aterrizaje forzoso.

ESE DÍA tuve que apechugar la procesión más surtida de visitantes que asoló en cuatro

meses la maldita chambre 22. La siesta mañanera fue intervenida sin anestesia por

Monsieur Amelot: Abel y Ray se despertaron de un salto frente a una especie de espectro

roncador que bizqueaba y babeaba en la semioscuridad con los tentáculos abiertos como

para acogotarlos. “Guarda con este que nos viola” gritó Ray, y a mí me dio un ataque de

risa nerviosa que tuvo la virtud de amansar instantáneamente al escenógrafo. Amelot se

sentó en el mosaico muy desnivelado de la chambre, y se puso a llorar mientras hacía

dibujos con el dedo sobre las polvaredas que no barría Faruk.


“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra” hipó, más picudo que nunca.

“Preciosa frase” dijo Ray: “Y original como el aujero del mate, además. Yo no podía

parar de reírme, hasta que Monsieur Amelot subió unos ojos que me dejaron

completamente erizado. “El que se atreva a tocar a Martine que se cuide el cogote” dijo

volviendo a abrir sus pequeños tentáculos. Entonces Ray saltó de la cama y se acercó

enfocándolo con una fosforecencia sangrienta. “Rajá de aquí” le dijo en español: “Rajá o

te rajo, escuerzo”. En ese momento Abel notó la sombra del sabueso de turno en el umbral

y alertó al riverense con un Guambia el cana. Ray fabricó una máscara pasmosamente

real de complicidad con el prójimo y avanzó hasta besar los rulos de Amelot -sin mirar

en ningún momento al policía. “Los cristianos contestamos con un besito, Amelotito” dijo

agarrándole una mano y obligándolo a levantarse: “Nadie te va a tocar al biscuit, no te

preocupés”. “Judas también besaba” murmuró el escenógrafo, y Abel volvió a erizarse.

“Bueno, no jodas más. Volvé a tu casa y no seas pavo” recomendó Ray, a punto de perder

el realismo de la máscara. Amelot se dejó llevar abrazado hasta la puerta, pero cuando el

sabueso ya había dado un paso atrás para dejarlos salir dijo con voz grumosa: “La Pentax

está en casa, hijo: es idéntica a la tuya. ¿Por qué no hacés de cuenta que es la tuya y dejás

en paz a Martine? Podés llevártela cuando quieras. Como la otra vez”.

Ray lo hizo bajar la escalera a empujones y le explicó por señas al policía que el tipo era

un loco sin trascendencia. Abel no alcanzó a ver -desde su posición- la cara que le

devolvió el milico. Cuando Ray volvió a entrar suspiró y dijo: “Me faltaba éste, nomás.

Paranoico podrido. Y venir a embolarme con Martine, arriba. Se ve que la gran yegua le

fue a llorar la milonga: siempre los tuvo medio recalentados a Sinclair y a él también, que

no se venga a mandar la parte ahora. Si dos por tres le cae a morfar de ronga, todavía,
mientras ustedes laburan. Cerdo degenerado: ahora tendría que ir a la casa de él y llevarme

la Pentax en indemnización ¿no te parece?”. “A la verdad que este relajo ya no me parece

nada, hermano: no chapo nada. Che, y hablando de relajos: el cana del pasillo ya habrá

recontraolido la maruja ¿no?”. “¿Y a mí que? No nos van a venir a enfardar por un

petardo” rezongó el riverense, con la encanecida melena color zanahoria abajo del chorro

de la canilla: “Y no me digas hermano, Abel: ya te lo tengo pedido bastantes veces ¿no?”.

“Perdoname, Caín. Pero siempre me olvido” retrucó Abel, mostrándole los dientes.

Al rato bajé a comprar algo para comer, y me di cuenta de que estaba deseando de que

Bénédicte no viniera. Me di cuenta de veras -por primera vez en las últimas veinticuatro

horas- de que la había perdido, además. La nena se iría en pocos días a vacacionar con

sus compañeros liceales y yo debía tenderme en el fondo del sur hasta desenamorarme -

Miguel Hernández dixit. Pero ella no se había perdido, Cristo: ella se había casi salvado.

Casi un Talita Cumi y corran perros, pensó Abel sonriendo en el momento de decidir la

compra de un botellón de Valpolicella en el drugstore. Cuando volví al Stella me crucé

con el sabueso, que abandonaba su turno: esta vez me pareció que fingió bostezar, al

saludarme. Y arriba no encontré ningún otro milico. “¿Qué onda vendrá a ser esta?”

preguntó Abel, empezando a prepararse un refuerzo de paté: “¿Lo habrán liquidado, el

caso? A lo mejor ya confesó alguna yira: Bugeia no pudo dar la última clase y todavía no

me ha vuelto a llamar. ¿No sabés si repatriarán los restos de Sinclair?”. Ray no le contestó.

Lo que se cocinaba en los calderos de los ojos clavados en el cielorraso era algo más

rojizo que verdoso. Y era realmente atroz. Pobre loco -pensó Abel, sin animarse ni a

invitarlo con vino: Esto va a terminar mal. Justo ahora que yo venía repechando. Y se

sirvió un gran vaso de Valpolicella y lo sorbió suspendido en el tempo del festejo fugaz.

Pero eterno, pensó: lo que vive es eterno.


Cuando la vedette de la pareja estelar entreabrió la puerta sin golpear y metió su peluca

(color rubio azafrán) en la chambre como Perico por su casa, casi me da un ataque de

histeria. Ella me saludó con una mueca ávida y movió la cabeza para hacer pasar al

mosquetero, que entró en puntas de pies. “Salud, egregio regolucionario griego” dijo Ray,

sin el menor fervor: “Los respectivamente inminentes clochards y best-sellers uruguayos

que dimos vida en París al Show de la cucarachita que quedó en una pata por amor, te

saludamos. Cigarrito, Abel”. Abel le voleó un Peter Stuyvesant y relojeó con triste

avaricia el paté y el botellón. Adiós mi despilfarro, pensó: Esta Mich tiene un olfato para

el Valpolicella que mata. Pero la mujer -eternamente entablillada por el uniforme bilioso

de los tiempos del boogie- prefirió atrincherarse contra el piano, en posición cantábile.

Esta vez había un brillo permanente (una fascinación, me acuerdo que pensé) en sus ojos

pantanosos. “Así que murió el poeta” dijo mientras acariciaba la tapa del piano como para

lustrarlo. “Sí. Lo mataron” la corregí, y ella bajó la cara. “Tiens: le brave Monsieur K. El

pobre nazi de Jerusalén” elegizó el Cosmósfero. Y se acható la melena con una

cinematográfica femineidad de mosquetero -aunque Abel no vio puntas de alfileres en su

mirada acuosa, sino pura piedad. “No lo llames el nazi, desgraciado” estuve por decirle,

pero me callé. Tampoco miré a Ray, y me serví otro vaso de Valpolicella sin invitar a

nadie.

En ese momento golpearon a la puerta. Abel gritó Adelante con exasperación y el

Inspector Bugeia entró a la chambre silabeando un Pardon entre irónico y asqueado.

Detrás -en el pasillo- se recortaba la sombra del sabueso de turno. “Ça va Marlowe” me

dijo Marc, después de relojear relampagueantemente a los ilustres visitantes: “Vine a


pedirte excusas por lo del sábado pasado. ¿Te avisó mi mujer? Ando con demasiado

trabajo, viejo. Esta peste nuclear no deja vivir a nadie”. “Maigret no se quejaba tanto” lo

toreé. Marc me mostró los dientes, sin contestarme. “¿Cómo anda el caso?” le pregunté

entonces, exagerando la candorosidad. “A lo mejor yo no sé tanto como usted” sonrió

Marc: “No se enoje. Pero parece que en este hotel pasan demasiadas cosas y nadie me

avisa nada”. “Usted tiene a su gente para eso ¿no?” retruqué, dándome cuenta que ya no

nos estábamos tuteando. Marc prendió un cigarrillo, con manos rabiosas. “Sí. Pero mis

muchachos vigilan por rutina, nomás. Y se duermen demasiado” dijo después: “Desde

hoy en adelante los vamos a dejar sin vigilancia. A propósito: esta mañana no pasó nada

¿verdad?”. “Nada” interfirió Ray, recomponiendo su máscara de complicidad con el

prójimo: “Era un pobre loco. En serio: el ex-escenógrafo de la rue Condé”. “Muy bien”

dijo Bugeia, y levantó la nariz como un lobo: “Este olor me fascina, muchachos. Es el

mismo que había en Le Bateau Ivre” me acuerdo: un condimento agresivamente oriental.

¿O sudamericano, más bien? Sí: colombiano, tal vez. ¿Aquí cocinan carne con

condimentos colombianos?”. Hubo un denso silencio, y el Inspector salió de la chambre

a las zancadas. Entonces el Cosmófero empezó a ponerse progresivamente grisáceo y

cayó despanzurrado sobre los pies de Ray, que largó un chillidito. “Oh la la” gritó Mich,

abalanzádose para atender a su amado. Ray zafó sus piernas de abajo del cuerpo

elefantiásico del mosquetero y saltó de la cama y le pegó una gran patada a la pared.

“Ahora sí que me jodí” dijo mostrando los colmillos: “Dale, sacá a estas dos basuras de

la chambre porque me falta poco para no aguantar más. Falta muy poco, pibe: te lo voy

avisando desde ahora”.

EL COSMÓSFERO reaccionó con unas cuantas cachetadas y medio vaso de Valpolicella.

Después los echamos. “Hasta siempre, ilustres” les gritó Ray, en la escalera: “No vuelvan
nunca más, que no los precisamos”. Mich alcanzó a mirarnos con odio, antes de

desaparecer. Entonces me animé a servir Valpolicella y a preparar refuerzos de paté para

dos. Ray apenas probó un poco de cada cosa y se tiró a fumar un Peter Stuyvesant atrás

del otro con los ojos clavados en el cielorraso. Abel se puso el piyama y cerró los postigos

cayéndose de sueño, pero antes de dormirse le preguntó al riverense que utilidad podían

haber tenido los sabuesos que colocó Bugeia tan a la vista del público. Ray demoró

bastante en contestarle. “Bueno” dijo al final: “¿Hoy hubo alguna roncadera para ellos

¿no? Mirá que los tipos laburan a diferentes niveles, macho. Pescan de acá y de allá y

después eligen a alguien y le encajan el fardo. Y se lo montan, arriba. En todos lados son

iguales. Basura. Y barata”. “Bugeia es un buen tipo” protesté, ya durmiéndome. “Avisale

a Bugeia que me cago en su alma” se endureció Ray: “¿A qué viene a joder acá, me podés

decir? Todos tenemos coartada, detectivito. Todos menos la punga. El Cordobés Pedrito

y vos estaban laburando en la taberna y el Cosmósfero y Mich allá en Favela y yo

morfando con Amelot. ¿Pero Martine dónde estaba, eh?”. “Yo qué puedo saber, hermano”

bostecé, dándome vuelta para evitar la luz de la portátil. Ray miró fulminentemente la

calvicie de Abel, pero no dijo nada.

A los pocos minutos, el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me pisoteó la

siesta. Entonces desistí. Me levanté de un salto me lavé me vestí abrí los postigos y hasta

le pegué unas pitadas al petardo que armaron el chiquilín y Ray. Pedrito estaba

enloquecido de contento con la maruja. “No se enoje, nono” me sonrió de repente: “Tengo

buenas noticias. Me batieron que hay un camping de lujo, allá en Cannes. En Ranchito

mismo: un poco más abajo de donde estábamos el verano pasado. Lo único que tenemos

que hacer es apurarnos y salute París. Esto ya está imbancable. Y cuando venga el lorca

fuerte, ni te cuento. Allá se puede conseguir una casa rodante y estamos del otro lado.
¿Cómo la ve, nonito?”. “Complicada, la veo” suspiré: “Debo quinientos mangos de la

chambre, loco. ¿De dónde los voy a sacar, me querés decir?”. “¿Tanto debés?” se asombró

el chiquilín. “Sí” dije: “Últimamente gasté mucho en comida y me atrasé del todo. Es una

pieza cara. Y la banco yo solo, no te olvides”.

Ray se paró de un salto y empezó a recorrer la chambre. Yo ya estaba volando: ahora veía

la curva de una playa desierta y aterciopelada -en los fondos del sur- donde debía

tenderme hasta desenamorarme. “Che, Ray” dije de golpe: “¿No llevás la campera al

lavadero, cuando puedas? La voy a precisar allá en Cannes. Y tiene un olor a segundo

tiempo con media hora de alargue y media hora de penales que mata”. Nos reímos, con

Pedrito. Entonces Ray caminó derecho hasta la puerta y la abrió y volvió a cerrarla,

mientras murmuraba algo parcialmente descifrable. “Ahora sí que me-” alcanzó a

escuchar Abel. Después se dio vuelta y se quedó mirándome, muy pálido. “Pibe” dijo con

voz pausada: “¿Vamos a tomar un café al boliche de la esquina? Tengo que hablar

contigo”. “Sí” dijo Abel: “Todavía tengo tiempo”. Y pensó: Ahora cuando lleguemos al

boliche éste se da vuelta de golpe y me pega un piñazo -aunque no supo nunca por qué lo

pensó. Caminó con los ojos fijos en la espalda de su mejor amigo, viendo cómo su propia

campera se desteñía hasta despojarlo del azul del verano donde su adolescencia se abrigó

con la seda materna de la lluvia. Ahora el huevo celeste de París era una gigantesca flor

carnívora que embolsaba mi vida: en carne y alma.

Cuando entramos al bar-tabac nos sentamos en las únicas banquetas que quedaban vacías

y Ray hizo un gesto para acomodarse la melena sobre su oreja izquierda y dio vuelta la

cara y me enfocó a quemarropa: entonces vi la Chimère. Hubo algunos segundos durante

los que Abel se sintió traspasado por el verdor fosforecente del sótano del mundo,
mientras oía murmurar: “Vos me estás jodiendo la vida desde hace muchos meses, loco”.

Y los ojos decían: “Y yo voy a matarte”. Abel cayó de espaldas sobre alguien que había

al lado y el propio Ray lo agarró al vuelo y lo volvió a sentar, con cara de asustado. “Pará,

Abelito” dijo: “No te pongas así”. Yo me apoyé en el mostrador y cuando levanté la cara

Ray tenía la mirada de mi amigo, otra vez. “No te pongas así” repitió: “No te pongas así,

botija”. Abel se sintió más fuerte y prendió un cigarrillo y miró hacia las botellas que

había detrás del mostrador. “Y con qué pensás matarme” pregunté: “¿Con un cuchillo?

¿O con un-?”. “No” me interrumpió Ray: “No digas eso, loco”. “Es que fue algo evidente”

dije, con la mirada fija en el botellerío: “Ese brillo. Fue evidente. Es como si a una persona

que no conoce el mar la ponés frente al Mediterráneo y no le decís nada. La persona se

da cuenta de que es el mar, igual. Qué lo parió: pensar que si me hubiera pasado una cosa

terrible acá en París hubiera recurrido a vos antes que a nadie”.

Y le puse la mano en el hombro y él se la sacudió como si fuera un tábano. “Pero qué

pasa, che” pregunté, recién dándome cuenta de que no entendía. ¿No será que yo me

parezco a alguien que te hizo mucho mal o algo así?”. “No” dijo Ray, haciendo una seña

para pedir dos demis y mostrando -durante un segundo- su dentadura bondadosa: “El que

me parezco soy yo, más bien. No te olvides que tengo un año más que vos -un año, nada

más- y ya las pasé todas. No me puedo acordar qué te conté en Meudom porque estaba

muy mamado. Pero te debo haber contado cosas que-”. “Yo no me acuerdo de casi nada,

tampoco” dijo Abel: “Me acuerdo de lo de la gurisa, claro. Y de que fuiste preso. Pero

mucho más no-”. “Basta” cabeceó Ray -y el brillo de la Chimère le volvió a hacer ahuevar

acompasadamente los ojos, con un ritmo increíble: “Basta de joda, viejo. Basta de joda,

viejo. Voy y yo sabemos lo que pasa. Desde el primer día. Me parece que ya hice todos

los papeles -o todos los papelones- que vos quisiste ¿no?: trabajé de buen tipo de artista
de payaso y de pinche. ¿No te das cuenta de que soy la cucarachita?”. Abel volvió a clavar

la mirada en el botellerío y después se agarró los ojos, largamente. Viene brava, pensé:

No tiene solución. ¿Qué hago? ¿Llamo a mi viejo por teléfono para que me mande buscar?

No, Abel Rosso: hay mucha gente en el mundo que se está jugando la vida por otras cosas,

en este momento. Y si vos no aguantás no sos un hombre: sos una gallina. Acordate de

Jesús y de los que están peleando.

Abel se arrancó las manos de la cara y vació el demi de un saque. “Entonces todo te

pareció una joda” dije: “Las ideas que te pedí para la trama de la policial y las que di para

las esculturas y el proyecto del libro ilustrado y las novelas que te recomendé y las pálidas

que nos bancamos y la campera que te presté y la pieza y la comida que pagué y-”. “Basta”

me cortó Ray con la mirada opaca, otra vez: “Fue un error mío, a lo mejor. Olvidate y ya

está”. En ese momento entró Pedrito al bar, emponchado y cargando el charango. “Dele,

nono” me dijo: “Ya es la hora. Che: ¿qué les pasa, vo?”. “Nada” dije con ganas de

abrazarme de su metro noventa y pedirle que me defendiera: “Andá nomás. Yo me voy

en un taxi”. Cuando volvimos a quedar solo pedí un ron Saint-James y lo vacié de un

trago y le ofrecí un cigarro a Ray, sin que me temblaran las manos. Él aceptó. “Bueno ¿y

ahora qué vamos a hacer, macho?” pregunté, endureciéndome todo lo que podía. Ray

sonrió amargamente. “Ustedes se van” dijo: “Y yo me quedaré esperando el giro, como

siempre. Puedo irme a vivir a lo de Amelot o hacerme clochard de veras”. “Mirá, loco”

desembuché de golpe: “Yo sé que soy muy yo y que puedo llegar a ser insoportablemente

ególatra, pero no preciso jurarte que nunca te quise joder la vida. Yo no hice lo que vos

sentiste que hice, yo-”.


Abel empezó a escuchar algo como un ronquido y dio vuelta la cara y volvió a ver la

Gárgola, con sus ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero

sangriento. Esta vez me salvó la mujer del barman, que me preguntó al pasar si

pensábamos volver a Cannes este verano. Ray dejó de roncar y saltó de la banqueta y se

quedó esperándome en la puerta. Abel miró por última vez las facciones perfectas de la

muchacha y pensó: Sí. Si atacaran eso yo podría patear la mesa y salir a pelear. Y no

pensó exactamente -aunque lo supo de una vez y hasta siempre: Yo no me voy a defender,

más que en estricta defensa propia. Ya ataqué defendiendo lo santo y ya gané: por eso

me quieren limpiar. Pero yo no entro al juego. Yo estoy y estuve y estaré siempre en la

batalla: para eso soy un hombre. La batalla es de hombres, pero el juego es de niños o de

pobres diablos. “Bueno” dije en la puerta: “Me voy para el laburo”. Ray bajó la melena

rojiblanca y arrancó caminando a las zancadas por el socavón crepuscular de la Monsieur-

le-Prince. “Hasta luego, botija” me desafió desde la esquina, con un gritito sórdido.

ABEL ENTRÓ a la taberna cuando Picaflor ya estaba cantando, y se sentó a

confraternizar con el Cordobés y Pedrito. La reconciliación con el Cordobés se había

venido produciendo demasiado lentamente, y apuré un cubalibre y le dije al oído: “Che:

¿ese fenómeno de Houseman es de Calamuchita, por casualidad?”. “¿Viste cómo jugó?”

me contestó el zorro, radiante: “Con once como ese el Mundial sería nuestro, guaso”.

Abel tuvo el premio de ver la adolescencia iluminada del Cordobés (esa que él nunca más

tendría) y se estabilizó durante un rato donde también necesitó hablar con la hermosa

patrona embarazada y mirarse con el ovejero cantor de pupilas humanas. Pero después de

hacer un buen pasaje y prender un cigarro y sorber otro cubalibre como un equilibrista, el

miedo me aplastó. Ni siquiera sonaba la voz que no me pertenece repitiendo Lo que hay

que hacer es escribir, con el ritmo de un faro: no me quedaba nada.


Entonces me miró. Me miró fijo desde la banlieue sud antes de atravesar la noche y

corporizarse en una punta humosa del mostrador. Antes de sonreírme. Me abalancé al

teléfono y disqué el número de Bénédicte y la escuché atender enseguida: ella tampoco

pareció sorprendida a pesar de que era yo el que llamaba. “Qué pasa” preguntó. Y agregó,

intimidada: “¿Sabés que justo en este momento estaba pensando en vos?”. “Sí” le dije:

“Ya sé. Tenía ganas de hablarte, nomás. Pero no pasa nada”. Hubo un silencio hondísimo

y muy corto. “¿A qué hora terminás de trabajar?” preguntó Bénédicte. “De mañana,

cosita” exageré: “Generalmente de mañana”. “Bueno” argumentó ella, con una extraña

autoridad: “Pero podés decir que no te sentís bien. Y los otros se las pueden arreglar solos.

¿Siempre hacen así, no?”. Abel sonrió. “Sí. Pero no te entiendo” dijo. “Mi madre quiere

escucharte cantar hace bastante tiempo. Y yo me voy dentro de dos días” argumentó

complejamente la chiquilina: “Tomate un tren y vení, dale. Y te quedás a dormir en casa”.

Entonces me di cuenta de que estaba mirándome como a su Hijo, otra vez. Nada de amor

humano, pensé: Nunca has estado ni estarás enamorada de mí, Peluca de Plata. Nunca.

“Qué pasa, Abel. Decime qué te pasa” insistió Bénédicte. No me lo pidió por favor. La

voz estaba desequilibrada por esa durísima ternura que uno carga como una cruz inútil

desde antes de ser alguien. “No pasa nada” dije: “Te agradezco, pero justo esta noche

tengo que dormir en mi cuarto. Y no es porque me vaya a acostar con ninguna puta.

Cuando nos veamos mañana o pasado capaz que te lo explico”. Ella quedó callada.

Evidentemente estaba contrariada y hasta celosa, aunque no de ninguna mujer. Ella estaba

celosa de mi soledad. Y ninguno de los dos podíamos hacer nada para cambiar “el rumbo

de las cosas”: nadie puede hacer nada contra eso. Aunque dependa de nosotros hacer que

pase eso, pensé. El alcohol me había puesto demasiado filosófico, así que decidí colgar
de urgencia. Pero ella me dio el golpe de gracia antes de despedirnos. Pobrecita, pensó

Abel sacudiendo la cabeza cuando escuchó la voz de su Señora recomendando a la

distancia: “No tomes demasiado, Abel”. “Seguro” contesté. Y besé -sin hacer ruido- el

tubo del teléfono.

HUBO UN momento de la noche en que pensé comunicarme con Ramón, incluso. Pero

eso hubiera sido algo tan cobarde como llamar a Montevideo. Lo de la nena fue otra cosa

y a su modo sirvió, Caballero de la Triste Figura. (Por otra parte: ¿alguien habría sido

capaz de entender algo sobre el asunto? Ni yo mismo alcanzaba a creerlo mientras me

frotaba la entrepierna en el violentamente vomitado toilet de la Reja. Pero podía

entenderlo, sin embargo. Ahora ya lo entendía.) Lo que tenía que hacer ahora era tomarme

un taxi hasta el Stella y subir mansamente la escalera y mentirle a Colette con hastiado

cariño y sonreírle al fantasma de Sinclair y extrañar al sabueso y meter la cabeza en la

chambre del león. Pero sin atacar ni defender a nadie. Éramos inocentes. Y lo sabíamos

bien. Podíamos estar jodidos, por supuesto. Pero no podridos: los podridos no se agrietan

las manos con el barro del campamento donde tiritan las milicias de la redención, querido

Cide Hamete. De modo que Tú a pie tú solo tú intrépido tu magnánimo, Caballero de la

Fe. Y que ladren los que ladran.

En la chambre 22 no había nadie. La luz estaba prendida, y sobre mi cama encontré El

pozo abierto y subrayado en el comienzo del capitulito que dice: Sólo dos veces hablé de

las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de

entusiasmo, como contaría un sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de las

dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante

quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Lícito, pero no valedero -pensé:
Literalmente paranoico, Terry. Después me puse el piyama y prendí un Peter Stuyvesant

y esperé a Ray. Llegó casi enseguida. “Qué linda está París para caminar de noche” dijo,

sin atreverse a mirarme. Yo me atreví a mirarlo, en cambio: ahora la Chimère brillaba a

media máquina, como funcionando con baja tensión. El riverense se tiró en la cama sin

desvestirse y Abel terminó el cigarrillo y se sintió vencido, pero por el sueño. Y me dormí,

nomás.

SAINT-TROPEZ

EL OTOÑO avanzaba. La posibilidad de que Ray no viniera me había amansado tanto,

que hasta dejé de escuchar la voz del Otro. Ya casi ni silabeaba el salmo, ahora. Retomé

la lectura crespuscular en la Citadelle y el recorrido del puertito -cada vez más vacío- a la

búsqueda de callejones rembrandtianos. A fin de mes tendríamos que subir a París y

empezaría todo de nuevo. Y terminaría todo de una buena vez, además -pensé sentado en

el Sporting exactamente a los tres días de la ida de Ramón. Un día claro y ningún

recuerdo, viejo Wallace -me divagué: No conocemos policías disfrazados de matoncitos

ni músicos angolanos nacidos en Bahía ni rubias platinadas onda Roman Polanski. Nada

de esas locuras. Eran las dos de la tarde y Abel ya había pedido la comida y estaba

paladeando una copa de rosado frente al resplandecer polvoriento de la plaza cuando vio

entrar al bar a Isabelle, acompañada por el Ceja y Pedrito. Sólo el Ceja me saludó. “¿Ya

los echaron de Hamburgo?” sonrió Abel. El marido de Isabelle le contestó que no, pero

que el contrato era una estafa viva. Nos miramos con Pedrito.
Esa noche nos acostamos relativamente temprano y yo me decidí a leer el artículo del

France-Soir que me había recomendado tanto Ramón, y el chiquilín me pidió algún

poema de los míos. Le di uno solo, largo. Era un poema de amor cruel inspirado por The

sun also rises. “Uy, nono” falseteó Pedrito, después de la segunda lectura: “A usted le

van a rezar las viejas”. “Favor que usted me hace” ladré: “Y a vos te van a matar los

maridos, si no te cuidás un poco”. “¿Vos decís por el Ceja?” se rio el chiquilín: “Tas loco.

Si cuando vino nos encontró prácticamente en la cama y nos invitó a comer chucrut.

Estamos en otro planeta, nono. En otro tiempo, estamos. Usted perdió la-”. “Ta” dije:

“Alcanza. Dejalo por ahí”. Me dediqué al France-Soir, que traía un inefable artículo sobre

la decadencia uruguaya escrito por un corresponsal franco-mexicano. La cosa estaba

planteada en términos menos sentimentales que apocalípticos, a saber: en los bares del

otrora floreciente Pocitos ya no había más que tacuruses de arena entre butacones rengos

y entelarañados donde se oía la amenaza del oleaje, etc. (Y uno se imaginaba que por la

rambla girarían pelotones de paja en vez de coches, como en las escenografías del Far-

West.) En definitiva, colofonaba -envalentonándose- el corresponsal: Una ciudad y un

país que tienden a desaparecer.

Abel sintió como si le pegaran un marronazo en la entrepierna. Mierda, pensé: Estás en

Saint-Tropez dándote dique con las fotos que te sacás con la B.B. y masturbándote con

tu novela andante y tus odas de amor-odio y jodiendo la paciencia con tu horrible tragedia

personal. ¿Viste la patria, ahora? ¿La viste de una vez? No es solamente el único cielo

concebible para morirse abajo. Son los pobres, los tuyos. Esa es tu historia, macho.

Esa noche Abel Rosso soñó que era un centauro con ojazos de Gárgola que galopaba

persiguiendo a un infante desnudo (y con su propio rostro) y al despertarse tableteó una


proclama de resurrección. Pero la patria triste / me dolió más que todo proferían los dos

primeros versos. Después le escribí a mi viejo lo más eufemísticamente posible,

aceptando su tan reiterado ofrecimiento de ayudarme con el pasaje de vuelta si me las

veía mal. “Mal no” le puse: “Pero pobre, siempre”.

EL CLIMA ya oscilaba, y con el primer frescor tuve un ataque de asma bastante fuerte.

Hacía tiempo que se me había acabado la betametasona (que no se vendía sin receta) y

Marlene se ofreció a financiarme una consulta con su médico cuando yo lo dispusiera.

Pero esa noche no pude dormir. Abel aprovechó para liquidar A la sombra de las

muchachas en flor y tomó mate electrificantemente, hasta que a las cinco y media de la

mañana se decidió a salir a dar una vuelta por el pueblo.

El pecho se me empezaba a abrir. Recorrí las dos cuadras de la plaza entre una

semiclaridad sedosa y después se me ocurrió subir a la Citadelle por el lado opuesto al

que lo hacía siempre. Los árboles de los viejos chalets y el macadam de los repechos se

veían como a través de un filtro azul cobalto, y Abel se sintió al borde de algo identificable

con la felicidad. Al empezar la ascensión final de la colina tuve miedo de que la cosa se

estropeara, y en ese exacto momento se me cruzó por el sendero (caminando) un enorme

pájaro del tamaño de un pavorreal. El pájaro voló a ras de tierra hasta esfumarse entre el

claror turquesa que filtraban los pinos. La cosa viene bien -pensé. Y caminé hasta ver el

panorama de los tejados de Saint-Tropez, que parecían penetrados por el color exacto de

la vida: un rojo húmedo y hondo, de gredosa grandeza. Más allá estaba la franja del

resplandor marino y la aterciopelada bruma azul de los Alpes.


Abel sintió que tenía que doblar a la derecha, bordeando la fortaleza. Cada vuelta de

tuerca que le daba al camino le abría una luz más ancha. Y no podía frenarse. El rebrillo

del golfo creció hasta circunvalar el horizonte, y al dar la última vuelta vi el sol recién

alzado y miré hacia mi izquierda en el momento en que dos velas emergían por detrás del

cementerio: daba la sensación de que los marineros podían ir conversando de una borda

a la otra, de tan juntas que estaban. O de que las dos barcas eran algo así como la metáfora

de una pareja, llegó a pensar Abel. Entonces clavé la mirada en el cementerio blanco

lavado por las olas y festejé la vida hasta el estremecimiento. “Es justa” murmuré: “Con

todo lo que tiene. Y con todo lo que le falta y hay que hacerle tener. Es justa”.

Y metí la mano en el gabán y encontré un papel y un lápiz que no recordé haber puesto

allí en ningún momento y empecé a transcribir inconexamente lo que veía y sentía y bajé

a la ciudad totalmente borracho por la felicidad y versificando por la calle y casi me pisa

un auto pero seguí escribiendo y a veces ponía primero lo que iba a pasar ponía Tomé un

vaso de leche y tuve que ir a tomármelo al Sporting y al sentarme en la plaza con la gente

del pueblo a la vista y el pecho abierto y la batalla de todos los pueblos estrellada en los

ojos sentí mansa y maravilladamente que ya podía morirme.

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno, con

ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta vidriera de Le Bateau Ivre,

un restaurant vacío donde al oscurecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron

cruzando el corso de contramano que sube desde el mercado de la Mouffetard. El

muchacho saca los brazos de los bolsillos de su sacón y levanta sus ojos de haschich a la
noche: ve los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas

y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos cuando cruzan la

place de la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre va estudiando cada cara

del corso para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El hombre es pelirrojo y usa

un gran sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes y los

tuerce hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro

se levanta a espantar su voz como a una mosca. Ven desfilar clochards y mujeres

mugrientas y hombres como insepultos, pero el muchacho festeja solamente la mancha

de belleza marrón que brilla en cada tórax: dice que ve la mancha. Van bajando al

mercado, y el muchacho declara estar muerto de hambre cuando huelen los ríos de sangre

de cerdo burbujeando en los surcos de las alcantarillas. El hombre sonríe

repugnantemente cada vez que habla el otro: pero lo mira entre relámpagos acariciadores.

“BUENO, LO increíble es que al final tocamos con Paul McCartney en el festival du

Midem y figuramos al lado de él y todo, en el nomenclátor” le contaba Abel a Ray la

mañana que llegaron de hacer El evangelio criollo en Cannes: “Y lo más curioso es que

cuando Lucio me dio la noticia y me preguntó si estaba contento le dije que sí. Pero en

realidad me importaba un pito. Es un poco triste ir teniendo las cosas más claras a veces

¿no? Es como si vieras todo: lo que sos de verdad y lo que hay de verdad y no lo que te

venden los cerdos”. Ray me enfocó entornando los ojos. “Te noto lúcido, botija” dijo

levantándose las solapas del sobretodo recién puesto: “¿Pero te parece que es un poco

triste nomás, darse cuenta de todo? ¿Vas a apolar o me acompañás a dar una vuelta?”.

Aquello me sorprendió. Porque desde el imprevisible “Feliz año / Abelito” que Ray me

murmuró en la gala del Club Méditerranée, no había habido otra muestra de amistad -de

parte suya, por lo menos- en casi veinticuatro días. La “batalla amistosa” se transformó
en una especie de “guerra pacífica”, pensó Abel mucho tiempo después. O en una

“coexistencia fría”, a lo sumo.

Mi náusea se había terminado, y aquella mañana paseamos en paz y yo me decidí a

comprar una máquina nueva -con los ahorros de fin de año reforzados por los doscientos

francos que nos arrimó Lucio a cada uno- cosa que festejamos almorzando bricks a l’oeuf

y un orgiástico cous-cous en el mismo restaurant donde nos emborrachamos

aproximadamente un mes y medio atrás. Esta vez no planeamos ningún viaje a Bahía o al

Sertón o a Recife. Pero Ray fue calzándose de a poco una máscara realmente agradable

de complicidad con el prójimo y terminó por confesarme que durante los dos días que

estuvimos en Cannes pensó en mi policial y esbozó unos apuntes para profundizar el

personaje del quiosquero.

“Los tengo arriba. A ver qué te parecen” dijo, y me alcanzó una hoja de block garabateada

con prolijidad. Abel nunca sirvió para leer alcoholizado, y menos en lugares ruidosos.

Pero hubo algo del texto -contado en primera persona- que lo sobresaltó. El supuesto

quiosquero hacía una especie de inventario de su rutina (incluyendo algún forzado detalle

escenográfico, como la alusión a cierta marca de cigarrillos entre el recuento de los

miedos que lo paralizaban: miedo a la gente al fracaso a la locura a la homosexualidad o

al cáncer de pulmón sólo por estar todo el día viendo edificios grises de Republicana

XXX Filtro alrededor suyo, etc.) y al final señalaba casi como una única salvación la

posibilidad de descolgarse con un acto extraordinario -“un crimen, aunque sea”- capaz de

transformarlo en alguien”.
“Perdoname” dijo Abel: “Todo esto es muy interesante. Pero lo del acto extraordinario -

que es lo mejor por lejos- ya está en Dostoievski”. “Yo no se lo robé a Dostoievski”

contestó Ray, sin demostrar fastidio: “Se lo robé a Arlt. ¿Leíste Los siete locos?”. “No”

dije: “Empecé a leerlo dos veces y no le pude entrar ni a ganchos. Pero no te olvides que

Arlt le afanó casi todo al Fiodor”. “Entonces son cien años de perdón, botija” se defendió

el riverense. “Tenés razón” le dije: “Aunque ya hay asesino en la novela, vo. Si el

quiosquero empieza a asesinar, se arma un lío brutal”. Ray largó una carcajadita, y

después se puso -durante un segundo- radiantemente serio. “El quiosquero está loco. Y

solo” se frunció: “Con un cacho de amor se le pasaría todo. ¿En serio que no te acordás

de todo lo que te conté en Meudom?”. “No” dijo Abel: “En serio”.

Ray te invitó a comer en la banlieue porque había un relumbrón final del otoño que

pasmaba y tomaron un tren en Invalides y bajaron en una zona residencial de Meudom

que irremediablemente te hizo respirar las humaredas de Carrasco y después se dejaron

engullir por el bosque de Clamart y avanzaron entre un túnel pozzuoli de hojas vivas y

muertas hasta desembocar en un bucólico restaurant con mesas al aire libre llamado A

la Fontaine Sainte-Marie donde empezaron con un saucisson lujosamente aderezado y

un encorpado vino tinto de marca “Mirá que nos van a fajar” le advertiste al riverense

“Pago yo” sonrió él “Cuando me toca pagar nunca escondo el culito botija” agregó con

las pecas incendiadas por el claror ya oblicuo del sol que se filtraba entre una alameda

de robles ensangrentados y devoraron el saucisson y pasaron a un segundo plato de

carne que fue un espectáculo aparte entre las reflejadas espesuras del vino y el bosque

“El mozo ya nos está junando con miedo de que nos rajemos sin parar” dijo Ray “Junale

la jetucha” y aullaron de la risa y pidieron la tercera botella y vos empezabas a

sobrepasar tu límite de resistencia pero te era imposible no morder el color de la copa


donde se remansaba la aterciopelada transparencia de la tarde “Una vez me maté a una

botija en una tarde así” dijo Ray abriéndose una mueca de fiereza con el escarbadientes

“Una compañera de cuarto de liceo hija de un rego de los que andaban en la vuelta con

el famoso Joaquim Coluna” “Y qué viene a ser un rego” preguntaste riéndote “Un rego-

lucionario” carcajeó Ray “Un bolche un tupa cualquier basura de esas yo era jupo botija

era un jefecito nazi allá en Rivamento a las órdenes del benemérito Bertalicio Merdín

fijate que a mí de chico me decían Gargolita en el catecismo por lo feazo que era pero

después repeché mucho porque mi viejo me llevaba de joda con el tal Merdín cuando

tenía diez años y a veces llegábamos de la joda y me ponía la túnica y rajaba para la

escuela y ahí me empezó la fama y nunca más tuve problemas para levantarme una mina

nunca más me gritaron Gargolita tampoco aunque ese asunto ya no me calentaba tanto

porque una vez un cura que se llamaba igual que vos casualmente me habló del jorobado

de Notre-Dame y me vendió unos versos como que el jorobado era una gárgola que era

buena por dentro y yo nunca pude saber si me estaba jodiendo o batiéndome la justa y

de ahí viene el asunto de las esculturas yo dibujaba diablos desde chico pero nunca logré

que me salieran buenos no había caso campeón che me estás escuchando carajo” chilló

Ray y vos pegaste un salto y dijiste que sí aunque te habías quedado en blanco después

de la palabra jupo “Sí” mentiste “Te escucho” “Bueno” hinchó la mirada el otro “Hasta

que una vuelta estábamos por hacerle una fiesta a una negrita de doce años que era un

bombón y se desbolaba arriba del mostrador de los boliches por chirolas y mi viejo se

calentó tanto que la despatarró de un tirón y desenfundó y le dijo que si no lo mamaba

en quince segundos la empalaba con el talero y me dijo Vos tomá el tiempo Gargolita y

no sé por qué carajo me temblaba la mano mirando el bruto reloj de oro que me habían

regalado cuando tomé la comunión y la negrita se hincó y mi viejo primero le meó la

cara y gritó Tenés quince segundos o te quedás sin culo merdiña calientamachos y la
chiquilina abrió los dientes con la cara chorreándole como una llorada amarilla y le

pegó una mordida que lo dejó chanta y antes de rajarse en pelotas del boliche gritó San

Jorge va a venir a empalarlos a ustedes ricos hijos de puta con una jeta de gárgola buena

que te desesperaba y yo no salí más con mi viejo y me largué por mi cuenta y llegué a ser

el rey del mambo en Rivera y Livramento juntos o terror do Rivamento llegué a ser y no

es paco hasta que un día Merdín nos propuso un negocio a la guachada de mi barra

cuando yo todavía vegetaba en el liceo con casi dieciocho años cumplidos y ya se había

armado el quilombo político y mi viejo se las tiraba de decente porque quería ser

diputado colorado y ya había mucho tupa y bolche y toda esa basura Merdín nos ofreció

maruja de la buena y LSD y revólveres y todo lo que le pidiéramos siempre que le

tuviéramos controlada la joda política en el liceo y entonces me hice jupo entendés cómo

fue la pelota” pidió la cuarta botella a manotazos Ray “Sí” mentiste aguantándote de

fumar por el mareo que amenazaba con hacerte vomitar antes de llegar al toilet de la

Fontaine Sainte-Marie “Hasta que un día me enamoré” dijo Ray y te despabilaste “Me

enamoré como un caballo” carcajeó Ray “Y de la hija de un rego hay que joderse Dios

y ella me daba bola te juro y la guachada de la barra me empuaba para que me la

volteara en la cama de matrimonio de los proleta en horario de fábrica y yo decía que

no porque mi viejo ya me había advertido Relajo pero con orden Gargolita hay que

cuidar el De Deus antes de las elecciones después podés hacer lo que querés pero hasta

el último domingo de noviembre jupeá en el molde y la barra me seguía empuando

aunque en realidad se morían de envidia porque la chiquilina era lo más divino de toda

la frontera y una tarde más divina que esta la convencí de hacernos la rabona y la llevé

a la casa y cuando estaba en el mejor momento de mi vida matándomela en el suelo

nomás porque a último momento no tuve huevos o a lo mejor no tuve la mala leche que

se necesitaba para desvirgarla arriba de las sábanas de los proleta llega un patrullero
con el rego y mi viejo adentro y me encajan preso acusándome de violación y mi viejo

hasta lagrimeaba apretándole el hombro al rego y después me enteré que habían sido los

otros jupos los que me habían batido y que mi novia declaró que primero la quise violar

arriba de la cama de los padres amenazándola de muerte pero que ella se hubiera dejado

matar con tal de no hacer eso y mi viejo pagó para que me hospedaran en la comisaría

hasta las elecciones Joderse Gargolita dijo Yo te lo advertí y mi profesor de literatura

que era un rego con una paciencia china hizo gestiones para que me dejaran dar los

exámenes libres y llegué hasta a estudiar en mi celda de lujo donde tenía televisión y todo

aunque no me libré de que la milicada me viviera toreando Ponete bocabajo Violetita me

decían todas las putísimas noches Así ves las estrellas Violetita mirá que hoy está

estrellado afuera corazón ponete boca abajo y vas a ver lo que es bueno y nadie me creyó

jamás que yo no había violado a la pendeja no hubo caso botija” pero vos no escuchabas

aunque mirabas fijo la cabeza de Ray zumbando entre la luz naranja mientras tratabas

desesperadamente de no vomitar y Ray seguía tomando y hablando sin poder frenarse

“Hasta que un día sentí que estaban torturando a un rego en la pieza de al lado” y me

pareció raro y cuando paré la oreja me di cuenta que era Joaquim Coluna y de golpe me

vienen a buscar y me plantan adelante del rego que estaba a la miseria pero tenía los

ojos como un dos de oro rojo Así que este es el bolche que infiltraste en la JUP le

preguntan y Coluna me mira y veo que me reconoce porque los ojos le relampaguean

sangre Otra gárgola buena pensé y de golpe tuve necesidad de ser un rego coño y hasta

hubiera rezado para que el hijo de puta me cantara pero no hubo cuestión no me cantó

un carajo y al volver a la pieza me trabajé un ataque de nervios y pregunté quién había

descubierto que yo era rego Nadie merdiña no ves que vos no servís ni pa rego son

órdenes de tu viejo a ver si te podemos enfardar en forma pero tuviste tarro Violetita y

entonces los putié los torié los versié a ver si me torturaban pero no me dieron bola lo
único que esa noche se me vinieron en malón y vi toditas las estrellas juntas botija toditas

las estrellas” dijo Ray enfocándote con los ojos de la Gárgola aunque vos ya no

escuchabas ni veías nada y la tarde era azul cuando tambalearon sosteniéndose el uno

al otro por el túnel de hojas vivas y muertas y vomitaron por turno “El problema es ser

loco” gimió Ray después de haber regurgitado un gigantesco chorro humeante “Ellos

dicen que soy loco y me pagan yo sé que el giro viene para eso para que haga maldades

no sé si me entendés” y vos no contestabas porque no entendías nada y recién en el tren

te despabilaste un poco cuando Ray empezó a muequearle a las mujeres que iban

sentadas enfrente y fue un viaje insufrible y se salvaron de ir presos por casualidad y esa

noche no trabajaste y dormiste cerca de catorce horas y al despertarte no pudiste tomar

ni mate y Ray encajó la melena color zanahoria abajo del agua helada y la sacó

sacudiéndose como un perro “Batí muchas bobadas ayer” te preguntó “No sé” dijiste

casi no me acuerdo lo que sé es que cuando bajamos en Odéon me preguntaste cómo se

decía en francés Todo el mundo es una mierda y te pusiste a gritar eso hasta que el andén

se quedó vacío pero pasando a hablar de cosas buenas cómo morfamos ayer loco qué

salchichón y qué carne exquisita de eso me acuerdo bien te debe haber salido un

disparate así que podríamos arreglar a medias” “Yo invité” sonrió Ray “Sí pero salió

caro” porfiaste “Se pagó y se acabó quevachaché botija” murmuró el riverense

ahuevando los ojos.

AL OTRO día me estuve regodeando en forma con la máquina nueva: escribí un par de

cartas y pasé algunos poemas y un capítulo en limpio para mandárselos a mi padre y a

Ma-Sa, respectivamente. El capítulo era lo único que había agregado a la policial, después

de la interrupción provocada por la vorágine poética. “No te olvides de verme, hermana”

le agregué con birome a la carta de Ma-Sa: “Que aunque mi cara (la de adentro) esté un
poco jodida, está para servir. No se olviden de verme, camaradas humanos. Hasta

siempre, Comandante. Hasta siempre, Querube. Il Monaco Rosso”.

Ray Pedrito y el Cordobés habían salido en patrulla a darle caza a un árabe que vendía

LSD por Belleville y Abel ensilló el mate a las dos de la tarde, con languidez pero sin

náuseas. Cuando golpearon a la puerta supo (erizadamente) que era la nena y puso cara

de perro: le quedó un tragicómico rostro de San Bernardo. Apenas la miré, pero vi que

traía puesto el conjunto jean de pana azul con el que había bailado Síncopa hasta hacerme

volar. No me paré a saludarla. “El Cordobés no está” dijo Abel, poniéndose a ensobrar

las cartas con meticulosa lentitud. “Y eso qué” dijo ella, sentándose en la cama de

enfrente. “Creí que venías a verlo a él” ladró Abel. “Creíste mal” ladró ella: “¿Puedo

tomar un mate, por favor?”. “Pero si no te gusta, cosita” la sobré: “Ya probaste, la otra

vez. “Voy a probar de nuevo” porfió Bénédicte.

Abel le alcanzó un mate hirviente y espumoso, y la chiquilina mordió la bombilla y

empezó a sorberlo con los ojos cerrados. Se iba poniendo verdosa, mientras tragaba.

“Bueno” le grité: “Basta”. Y me paré para arrancarle el porongo de la mano y volví a

sentarme. Quedamos mirándonos. “¿Es horrible, no?” pregunté, sin reírme. “Es horrible”

contestó Bénédicte. “Qué pasa” pregunté entonces, por primera vez. Bénédicte me pidió

un cigarrillo por señas y lo empezó a fumar con gestos de mujer. No es virgen, pensó

Abel: Estaba clavado que no era virgen. ¿Cómo se me puede haber ocurrido semejante

disparate? “Qué pasa” repetí. “Acabo de ir a una manifestación en la Bastilla” empezó a

contar ella: “Y lo vi. Estaba con otra. Y estaba todo sucio: es algo insoportable, no sé”.

“¿A quién viste? ¿Al Cordobés?”. “No embromes más con eso, Abel. Por favor”.

“Perdoná” murmuré: “A quién viste”. “A un muchacho del liceo. Estuvimos juntos este
verano, en un campamento. Para mí estuvo bien. Y fue la primera vez, además. No lo

había vuelto a ver desde que subimos a París”. “Y por qué te acostaste con él” pregunté,

como un imbécil. Bénédicte se rio. “Porque sí” dijo: “Porque tenía ganas. Ya hacía tiempo

que había conseguido las pastillas, además. Da un trabajo del diablo: tenés que llamar a

un teléfono clandestino que circula en el liceo y todo eso. Y si vas a un campamento con

las pastillas, lo menos que podés hacer es-”.

En ese momento entró el Cordobés -acollarado por el pañuelito de la belleza- y ella se

puso roja y yo los hubiera matado a los dos, como el cornudo del tango. Se saludaron

besándose normalmente. El zorro se sentó -con las facciones hinchadas por la vanidad-

en una silla equidistante entre Bénédicte y yo. “Qué lo parió. Dame un mate, guaso: un

viejo mate criollo” dijo exagerando el acento de Calamuchita: “Te juro que me parten al

medio estas cosas de la droga, che. Pensar que uno estuvo en otra cosa. Uno estuvo hasta

preso y tiene que aguantar a estos pelotudos que te hacen recorrer todo Belleville para

localizar a un árabe fantasma. ¿Qué onda con la pendeja, al final?”.

Bénédicte no entendía el español, pero me pidió otro cigarrillo por señas y lo fumó con

gestos de mujer fatal. “Ahí la tenés” le dije al zorro: “Loca de la vida”. Después tratamos

de sacar una conversación en forma entre los tres, pero no pasó nada. Cuando la nena se

levantó para irse Abel le cedió el acompañamiento al Cordobés, cosa que a ella no pareció

molestarle en absoluto. Vino a besarme, sin embargo. “Gracias” me dijo, seria. “Merde”

retruqué, en broma.

El zorro la acompañó hasta la escalera, y volvió a la chambre sin exhibir facciones

triunfantes ni frustradas. Escuchamos a Albinoni y tomamos mate en completo silencio,


mientras París ponía su huevo celeste a contraluz. Después que la campanada de las cuatro

y media sobrevoló la oscuridad total, cayeron Ray y Pedrito. El chiquilín venía radiante.

“Sírvase, nono” dijo: “Para usted. Lo compré en la librería de enfrente especialmente para

usted”. Y me alcanzó un afiche en colores editado por la Comisión de Orientación

Revolucionaria cubana”: una tierra roturada por un gigantesco tractor que dejaba palabras

y plantas entre los surcos. Las palabras sembradas eran ESPÍRITU DE TRABAJO

CONCIENCIA VALOR Y FE ACTITUD HONESTA AMOR A LA SOCIEDAD A

TODO EL PUEBLO A TODA LA HUMANIDAD ENGENDRA MÁS AMOR ENTRE

LOS HOMBRES.

“Igualito que aquí” dijo Abel: “En esto creo, ¿ves?”. “¿Me lo decís a mí?” preguntó Ray,

que todavía seguía embutido en el sobretodo. Nos miramos. “Sí” le dije: “A vos y a todo

el mundo”. El riverense largó la risa y le mostró el reloj a Pedrito. “Estamos por entrar,

imberbe” dijo: “Nos quedan menos de cinco minutos. Vas a ver lo que es esto”. “Lo que

es lo qué” preguntó Abel. “¿No te avivás, balero?” dijo Ray, con desprecio: “Lucy in the

Sky with Diamonds, botija. ELE ESE DE: nos costó un disparate conseguirla. Le pasamos

la lengua hace quince minutos, más o menos. Y demora unos veinte en subir. Qué venís

a joder con terrones pintados y palabras burguesas. Esto es el paraíso: el cambio verdadero

del color y la forma”. Abel miró fulminantemente a Pedrito. “Así no vas a poder laburar,

inconsciente” gritó. “Tenés razón” me apuntaló Ray: “Dura como ocho horas el efecto.

Nos olvidamos de eso, imberbe”. El chiquilín bajó los ojos, fingiendo avergonzarse.

“Por eso me compraste el póster ¿eh?” siguió gritando Abel: “¿Por eso, alma podrida?

Para ablandarme un poco ¿no?”. Pedrito alzó la cara: parecía lastimado. “No” dijo: “Es

que yo todavía creo en eso, a veces. Te lo juro, vo”. Nos miramos con Ray. De repente el
chiquilín cerró los ojos y se encogió, temblando. “Uy” murmuró: “Dios mío”. “Abrí los

ojos” gritó Ray: “Abrí los ojos. Dale, que no te pasa nada. Hacé caso, carajo”. El riverense

estaba transformándose, también: el verdor de la Gárgola le chorreaba en la cara como

agua podrida. Pedrito se sentó en el suelo y entornó una mirada reblandecida y se puso

reír sórdidamente, observando el póster. “Uy, loco” dijo: “Mirá cómo brilla. Me muero,

loco: cómo brilla eso”. Ahora se le caía una baba oligofrénica. Ray se le sentó al lado y

siguieron festejando las mutaciones del póster hasta las doce y media de la noche, cuando

volvimos del Bateau con el Cordobés.

Al rato cayó Sinclair. Había un plafón bajísimo. Pedrito acababa de bajar a su chambre y

Ray trataba de reivindicarse un poco ayudando al Cordobés a terminar un bombo

encargado para el otro día. Abel estaba hasta sin ganas de escuchar los goles de Liverpool,

cuando entró el ugandés. Nunca lo vi tan lúcido: se sentó en una punta de la cama y ni

siquiera miró el paquete de yerba. “¿Estás muy desesperado?” me preguntó con los ojos

tiernamente terrosos. “Más o menos. A la larga se arregla”. Y le señalé el afiche cubano.

Sinclair lo leyó. El Cordobés y Ray habían abandonado el bombo y se aprontaban para el

espectáculo.

“No está mal” dijo Sinclair, sacándome un cigarrillo y prendiéndolo con aplomo:

“¿Sabías que el Che Guevara era primo-hermano mío, no?”. Ray largó una carcajadita.

“Así que sos rojo” me preguntó Sinclair, apuntándome con el cigarrillo. “Es rego. Pero

cree en la Virgen María” murmuró Ray. “Hace bien, hace bien” sonrió Sinclair, con

menos indulgencia que dulzura: “El mundo va a ser rojo. Y azul también. No desesperes,

hijo”. El ugandés escarbó en el bolsillo y sacó un papelito temblorosamente garabateado.

“Lo traje para usted” le dijo a Ray: Diccionario de símbolos de Cirlot. Copié lo que hay
sobre las chimères: es muy poquita cosa. Yo ya lo había leído, pero no me acordaba bien.

Dice así: Los animales fabulosos y los monstruosos aparecen en el arte religioso de la

Edad Media como símbolos de fuerzas o como imágenes del submundo demoníaco y

draconífero, pero entonces como vencidos, como prisioneros sometidos al poder de una

espiritualidad superior. Eso se indica en la situación jerárquica en que aparecen,

siempre subordinadas a las imágenes angélicas y celestes. Nunca ocupan un centro.

Ray se acostó en el suelo tratando de reírse, pero la Gárgola le relampagueaba

fosforecentemente hacia las dos paredes. Sinclair quedó mirándolo y de golpe recitó: “

Colgada en mi pared tengo una talla japonesa, máscara de un demonio maligno, pintada

de oro. Compasivamente miro las abultadas venas de la frente, que revelan el esfuerzo

que cuesta ser malo. Escrito por mi tío-abuelo Bertolt Brecht -el rojo- en 1942”. La última

acotación me hizo largar un alarido tan descompresor que terminamos todos -incluido el

Cordobés, ya semiderrumbado por el sueño- llorando de la risa como en los buenos

tiempos. “Dale” le dijo Abel a Ray: “Volvé a mandarte el show de la cucarachita. Una

vez, aunque sea. Es lo mejor que has hecho en tu vida, loco”. Ray me miró aplastándose

las lágrimas y chistó: “No. Eso se acabó, botija. Ese show se acabó. Pero te juro que algún

día voy a hacer algo que valga la pena. Vas a llegar a verlo, te lo juro”. Y se metió en su

pieza.

Al otro día Ramón nos consiguió un contrato para tocar un mes en la mejor boîte de

Beirut, con apartamento en el centro y 120 francos fijos por noche. Firmamos enseguida.

Ray había decidido mudarse a lo de Amelot, y ya pensaba seriamente en vender

seriamente la Pentax para rajarse lo antes posible. “Pero no hay que malbaratarse,

tampoco” dijo sonriendo con tristeza, la última vez que mateamos en la chambre 9: “Todo
tiene su precio. Y se paga, campeón. Con Sinclair estoy en deuda con la preciosura que

me leyó sobre las gárgolas: a la verdad que los tendría que haber despanzurrado por lo

menos con el último show, soñadores de pescaditos rojos. Se lo tenían merecido los dos.

Se los tenían recontramerecido”.

SAINT-TROPEZ

QUEDABAN MUY pocos días para irnos, pero por las dudas me largué aquella tarde

mismo hasta Chez Marlene a ver si conseguía la cita con el médico. Encontré cerrado.

Pregunté en el restaurant conexo y me dijeron que Marlene acababa de irse a la villa de

Li. “La llamaron por teléfono hace cinco minutos” me explicó el chef, en mangas de

camisa: “Es una lástima. Recién se fue. ¿Puedo ayudarte en algo?”. “Necesito un

remedio” dije poniendo cara de moribundo: “¿Cómo hago para llegar a la villa de Li? Ya

me llevaron una vez, pero ahora no tengo la menor-”. El muchacho sonrió, entre

disciplicente y simpático. “Mirá” murmuró: “No tendría que decírtelo. Pero si caminás

por acá abajo -bordeando las costas privadas- llegás en un rato. Yendo por allá arriba

tenés que tomar un taxímetro y dar doscientas vueltas. Abajo hay un muellecito con un

cartel que dice Werewolves”. “¿Cómo?” puso cara de curioso inofensivo Abel.

“Werewolves” repitió el chef: “Es una palabra perteneciente a una vieja superstición judía.

Son las personas que se vuelven lobos y se comen a otras, o algo así. Lo sé porque soy

judío, of course”. Abel agradeció levantando un pulgar, aunque sin sonreír.

No fue nada complicado caminar por las rocas. Me hizo acordar a mi niñez, en la playita

de los Ingleses. Acá también había alguna que otra playita, al pie de los acantilados
señoriales. “Eh, los de arriba” jadeó Abel en cierto momento, sudando como un chivo:

“¿Tienen felicidad?”. Después trepó un rocaje color sangre vieja y encontró el

Werewolves casi frente a su cara mientras oía una especie de graznido humano,

explotando allá arriba. Abel trató de remontar lo más rápidamente posible la escalera que

llevaba a la villa. Claro que no me ahogaba el asma, solamente: el graznido pasó a ser

chillido y después aullido, a medida que me acercaba. Se sucedía con cortísimas

interrupciones.

Lo primero que vi a través de los ventanales traseros fue la irradiación verdosa de la

piscina: no vi ninguna sombra colgando del trampolín, en ese momento. O mejor dicho:

no vi el trampolín. Atravesé un jardín cubierto oyendo con asombro la vibración que

producía el griterío en los cristales. Cuando entré al suntuoso espacio abierto de la piscina

Marlene levantó la cabeza y me observó como si yo fuera de la casa. Yo torcí la cabeza y

vi primero al San José cornudo que parecía mirar burlonamente a Li desde abajo del agua.

Li colgaba -desnuda y ahorcada- del trampolín.

“Y vos qué hacés aquí, si se puede saber” demoró mucho en preguntarme el muchacho,

cuando se le pasó la pataleta. “Andaba buscando a Marlene” dije: “La fui a buscar al

restaurant y me explicaron que recién había salido para acá”. En ese momento Marlene

estaba mirando a Li desde muy cerca, me dio la impresión. La capté apenas de reojo,

porque no quería profundizar mi visión del cadáver. Ya había tenido suficiente con

Sinclair. El policía se secó bien la cara y prendió un cigarrillo. Marlene taconeó hacia

nosotros: ahora le relampagueaba intermitentemente la furia, debajo de la gelidez. “Como

lo veo mucho más calmo se lo voy a volver a preguntar. Y a ver si no le da otro ataque”

chilló, dirigiéndose al muchacho: “¿Por qué están tan seguro que no la mataron?”.
“Perdone, pero yo no se lo voy a volver a explicar” la cortó el ex-matoncito, amablemente:

“Ya está por venir la técnica y eso va a confirmar todo, no se preocupe”. La mujer dio

una patada en el suelo y se fue de la villa.

Abel prendió un Peter Stuyvesant y se sentó al lado del muchacho. Se dio cuenta de que

el otro tendría su edad, más o menos: sus ojos ya no le parecieron ni inocentes ni

degenerados. “¿Hace cuánto pasó?” pregunté. “Una hora y media, más o menos.

Acabábamos de hacer el amor en serio, por primera vez. Yo salí a buscar un champagne

especial en el auto, para festejar. El champagne especial lo pidió ella. Yo soy del pueblo,

viejo. Soy policía, pero me cago en los explotadores”. Entonces puso los ojos en la

ahorcada y murmuró: “Cómo me enamoré, mierda. Jamás podré entender cómo me fui a

meter de esa manera”.

Abel terminó el cigarrillo en silencio y le pidió permiso al muchacho para irse. Él movió

la cabeza, asintiendo. “¿Qué hay del caso de París? El del ex-marido de ella” me animé a

preguntar, ya parado. “No sé” me contestó, levantando los hombros: “Yo tenía mi función

de vigilancia acá. Hace días que no sé nada de cómo va lo otro”. “¿Y los negros?”. “Los

negros están presos en Cannes desde ayer” dijo el muchacho: “Se les fue la mano con la

carga que trajeron. Pero pueden zafar. Con un poco de suerte, zafan”. Abel le dio la mano

al ex-matoncito. “Si va pal montón del rico / el pobre que piensa poco / detrás de los

equivócos / se vienen los perjudicos” le recité en español. No sé si me entendió, pero me

hizo una melancólica guiñada de complicidad. Abel salió por la escalera del fondo, sin

volver a mirar la desnudez de Li. Cuando pasé junto al Werewolves me pregunté si la

superstición judía contemplaría los casos de las mujeres-lobo que terminaban por
devorarse a sí mismas. “Malditos matriarcados” dije tirando una piedra contra el

Mediterráneo.

CHAMBRE 22

UNA CHIQUILINA y un hombre cruzan la rue Monsieur-le-Prince después de haber

salido del hotel Stella a mediodía, el último sábado de julio. No hacen buena pareja. El

hombre camina mirando el suelo, aunque sin tomar en cuenta los declives que le

convienen para nivelar el centímetro que le lleva la infanta: ella apenas sonríe. Entran al

bar-tabac de la esquina de la rue Racine y él saluda nerviosamente al barman y pide dos

cervezas. La chiquilina aplaude. El barman trae las copas y el hombre hunde

encorvadamente su desesperación en el redondel blanco. Cuando sube la cara la chiquilina

le borra con un dedo la espuma de los bigotes y él vuelve a sorber sin respirar bajo el

reflujo pálido de su recién asesinada adolescencia. Al terminar la copa ya sonríe, mientras

cuenta la historia de su primera y única borrachera liceal. La muchacha señala los dos

demis al barman, que la observa juzgándola como una copera en potencia. Al vaciar la

segunda cerveza el hombre ya desagua palabras desvalidas y asciende hacia otra sed.

Entonces habla ella: él recibe cada palabra como si se saciara. Después saltan de las

banquetas y remontan la rue Monsieur-le-Prince hasta la esquina de la estación del Lux.

Se besan lentamente las comisuras de las sonrisas antes de que la infanta desaparezca para

tomar el tren. El hombre retorna por la tarde calcinada y al llegar al hotel se entrepara a

mirar desesperadamente la esquina de la rue Racine donde está el bar-tabac.


CUANDO ME desperté era tarde, aunque Ray siguió roncando como una hora más. Abel

esperó el primer mate para fumar el primer cigarrillo, y entonces me puse a pensar en qué

posibilidades tenía de conseguir prestados los quinientos francos y mandarme mudar a

Cannes lo antes posible. Tuve una idea muy loca, aunque no totalmente descartable. Al

rato cayó Faruk a avisarme que me llamaban por teléfono. Era la nena: quería que nos

despidiéramos en un boliche, en una media hora. D’accord. De vuelta para la chambre, le

golpeé a Pedrito y le avisé a través de la puerta que apenas consiguiera la guita nos íbamos

a Cannes.

Cuando volví a pisar la chambre del león, Ray estaba despierto: tenía los ojos rojísimos

aunque opacos, todavía. No hablamos nada. Abel aprovechó para lavarse y vestirse y bajó

a esperar a Bénédicte. Ella apareció enseguida, y mientras cruzábamos el bar-tabac de la

esquina sentí crecer la desesperación como a una ola hawaiana. Me sentí sin tabla para

surfearla, además. La primera cerveza me calmó, aunque ya con la segunda recordé dónde

estaba y lo que había pasado la noche anterior. Caballero caballero / el de la Triste Figura

/ ¿qué se fizo tu aventura? -payé moviendo apenas los labios. Abel observó la prodigiosa

belleza mareada de la chiquilina que se le había escapado para siempre, y sintió olor a

muerte: olor a muerte, en todo. “Le he hecho mal a la gente” murmuré. Bénédicte me

miró con indolencia. “Estás loco” se rio: “Lo que pasa es que estás tan loco y a veces sos

tan bueno que uno no sabe bien cómo quererte. Es como si uno se enamorara de algo que

tenés adentro pero que-”. “Pero que no soy yo” dijo Abel. “Bueno, no sé” sacudió la

cabeza la chiquilina: “Me tengo que ir temprano. ¿Me acompañás al Lux?”. Se

despidieron sin poder intercambiarse direcciones para escribirse durante el verano. Ella

se iba a acampar con la clase pero no estaba decidido adónde, todavía. “No hay problema
cosita” mintió Abel: “El tiempo pasa rápido. A la vuelta nos vemos”. Iba a agregar Portate

bien, pero no agregué nada.

Cuando volví al hotel Ray ya se había borrado. Lo volví a encontrar de noche, en el

Morvan. Estábamos sentados en la vereda tomando cerveza con el Cordobés Pedrito y

otros dos músicos del barrio, y el riverense dijo Buena noches justo atrás mío y yo supe

que la Gárgola ya se le había iluminado. Traté de no mirarlo durante mucho rato, hasta

que al Cordobés se le ocurrió conseguir una tumbadora a toda costa. “En serio, guaso: lo

que precisaríamos allá en el sur es una buena tumba” porfió, con entusiasmo. “Cigarrito,

Abel” me pidió inmediatamente Ray, acariciándome un hombro. Entonces lo miré. Él

sonreía, pero la fosforecencia verde del sótano del mundo me volvió a traspasar. Abel no

se cayó, esta vez -aunque bajó la cara como hacen los culpables. “Eso está bien” le

murmuró Ray en la oreja: “Se precisa una tumba, de apuro. Eso está bien, Abel. No vayas

a olvidarte”.

LA IDEA muy loca que había tenido aquella mañana para conseguir los quinientos

francos me volvió a acorralar a medianoche, en La Reja. No me quedaba otra salvación,

a esta altura del partido. Abel le pidió un ron puro a Pepillo y se acercó al teléfono

envalentonadamente y discó el número del Inspector Bugeia, componiendo algo así como

un rostro de hijo pródigo. Me atendió el mismo Marc, con un gruñido más hastiado que

soñoliento. “No esperaba encontrarte a esta hora” le dije: “Estás volviendo temprano,

viejo”. “Muy gracioso” dijo Marc: “Lo que pasa es que retrasmitían una semifinal

bastante menos aburrida que el caso Sinclair”. No dio para reírse. Entonces Abel apuró el

ron y se mandó el discurso: “Escuchame, viejo: en este momento te estoy llamando

porque no está mi padre aquí en París. Ando en líos. Tendría que verte mañana mismo, si
tuvieras un minuto”. Se oyó con claridad la violenta exhalación del humo hecha por el

Inspector en la alcantarilla del teléfono. “Dónde estás” preguntó fríamente: “¿En la

taberna española? ¿Dónde es que queda?”. “No” protesté: “Ahora no. Dormí tranquilo,

en serio. Y nos vemos mañana de mañana, en todo caso”. “Nadie va a dormir tranquilo”

ladró Bugeia: “Dónde estás”. Abel se fregó la cabeza: “En la rue de Cossonerie casi

Sébastopol. Es una callecita que sobrevivió al costado de la excavación Pompidou. Entre

la Berger y la Rambuteau. No tenés cómo perderte: la taberna se llama La Reja y hay un

cartel afuera. Pero el viaje es muy largo, Marc”. “A nosotros nos pagan la nafta, No te

preocupes, hijo” retrucó el inspector, resoplando otra humareda: “Una sola pregunta: ¿te

molesta que vaya con Arlette?”. “No” dije: “No hay ningún problema”. Y terminé el ron

de apuro y corrí a cantar un bolero espantoso con cara de extasiado.

Demoraron bastante poco en llegar. Marc le llevaba una cabeza limpia a Arlette, y no

parecían cansados de convivir. Abel los hizo sentar en el fondo del bodegón y pidió

sangría especial de la casa. “Ça va Maigret” pregunté, para entrar en calor. Eso le causó

mucha gracia a Arlette, que después de un trago largo se había puesto radiante. Era

realmente agradable, la petisa. Además debe hacer años que no la sacan a una boîte, pensé

autoconsolándome. “Yo ando descuartizado” declaré entonces, a boca de jarro: “Es una

historia muy extraña y podés crérmela o no, Marc. Tengo que irme de París lo antes

posible. Un loco del barrio quiere matarme. Un paranoico. Amigo mío, además. Y te

adelanto desde ya que esto no tiene nada que ver con el caso Sinclair. Palabra de

hombre”. “¿O palabra de detective privado?” preguntó Marc, tratando inútilmente de no

poner ojos policíacos. Yo miré a Arlette sonriendo como pude, pero la mujer se había

endurecido tanto que terminé clavándome los dedos en los párpados.


“Palabra de hombre” repetí: “Lo que necesito es pagar una deuda de meses en el hotel,

nada más. Después me las arreglo”. Hubo un denso silencio. De repente me rozaron el

brazo. Cuando levanté los ojos vi la chequera de Marc y la birome al lado. “Poné la cifra

que quieras” dijo: “Está en blanco”. Abel temblaba tanto que le costó hasta dibujar los

ceros del 500. “Nos vamos a Cannes” explicó, siempre mirando para abajo: “Allá se

trabaja bien. A fin de temporada te los devuelvo, viejo”. “Me los devolvés cuando los

tengas” corrigió Marc: “¿No tenés nada más para decirme, Abel? ¿Nada más? ¿De

verdad?”. “No. De verdad” mentí. “Gracias por la sangría” ladró el Inspector, ya parado:

“El que te quiere matar de veras te mata, hijo. Eso no tiene solución. Pero cualquier

problema-”. En ese momento fue la mujer la que se lo llevó a rastras, después de desearme

suerte con voz enrarecida.

AQUELLA MADRUGADA no me animé a meterme en la chambre del león. Abel invitó

a Pedrito a volver caminando por Sébastopol, y de paso organizar más tranquilos los

detalles del viaje. “Así que el cana te prestó la guita, nomás. Qué tarro” reflexionó el

chiquilín, apenas se sentaron en la terraza de un boliche de la place Saint-Michel para ver

amanecer sobre Notre-Dame. Todavía estaba fresco, y el azul de París estremecía hasta

el desamparo las chuzas de Pedrito. “¿Quiere poner algún disco, nono?” me preguntó de

repente, irguiendo su metro noventa y frotándose las manos con un sobreactuado

entusiasmo infantil. Pidió su clásica mamadera de Coca-Cola, además. “No” dije: “Elegí

vos. Yo ya no sé ni qué canciones hay”.

Estuvimos viendo amanecer y escuchando la misma clase de baladitas melancólicas que

le vendieron a mi generación: algunas no tan malas, y otras inexistentes. Pero eso no nos

importaba demasiado. Uno podía poner la radio al mínimo volumen y cruzar el insomnio
soñando consoladoramente (o llorando suavemente incluso, bocabajo en la almohada)

con la felicidad. Y nunca se nos prometió una felicidad con sacrificio con generosidad

con valentía con muerte y con resurrección: nunca. “Cristo” casi grité, fregándome los

pelos.

Pedrito me miró. “Mi abuelo era albañil” dije estudiando el contraluz violáceo de Notre-

Dame: “Y trabajó en unas cuantas iglesias, me contaba mi madre. En la del Cerrito en la

de la Cruz en una goticoide que hay allá por Larrañaga cerca del Prado, y no sé en cuál

otra. Antes de la ley de ocho horas. En invierno empezaban a las cinco de la mañana y

ponían los ladrillos sin sentir las manos: horas enteras trabajando así. Cuando mi abuelo

tenía catorce años lo metieron a laburar en una obra del puerto y a veces se iban

caminando desde Belvedere para poder escaparse de noche a la ópera con los vintenes del

tranvía. Cada vez que en mi casa se nombraba la ópera al viejo todavía se le prendían las

lámparas. Pero no decía nada. Casi nunca decía nada. Fue mi madre la que me contó que

una vuelta el capataz de la obra (que era un recontrapariente recién llegado de Italia) lo

siguió y lo vio entrar al teatro y le loreó a mi bisabuelo y mi bisabuelo casi lo mata a

cinturonazos y nunca más fue a la ópera. Siguió toda la vida laburando de albañil. Era

batllista a muerte el viejo, y tenía un carácter brutal y morfaba como una bestia y cuando

se jubiló se pasaba sentado en el frente tomando mate y armando tabaco Puerto Rico hasta

que la arterioesclerosis lo derrumbó de golpe -aunque yo nunca le conocí una gripe. Pero

me dijo dos frases que no me olvidé nunca. La primera fue cuando yo estaba en el liceo

y habían empezado las huelgas, allá por el sesenta y poco. Una vuelta salí de casa

comentando que a lo mejor iba a haber huelga para que no mataran a Caryl Chessman y

mi abuelo me ladró desde atrás: Mirá que lo peor que hay en la vida es ser carnero, Abel.

Y se calló hasta unos cinco años después, cuando ya habían matado al Che y Pacheco nos
mandaba balear en Dieciocho. Un día me siento a tomar mate al lado de él y de repente

me dice: Yo no sé qué le pueden ver de malo al socialismo si es para que todo el mundo

viva como la gente, carajo. Y se calló la boca hasta que se murió”.

“Uy: eso tiene que escribirlo, nono. Así como lo contó, nomás” dijo Pedrito, con cara de

copado. “Sí” dijo Abel: “Algún día voy a sacármelo de arriba. Si vivo lo voy a meter,

perdé cuidado”. Ya hacía calor, y Abel pidió su segundo Saint-James para mantener a

raya a la desesperación. “Bueno” dije después de terminar la copa: “Yo me voy

directamente a arreglar las cosas en Provoya, nene. A ver si nos podemos borrar esta

noche mismo”. “Mirá que el Cordobés va a querer quedarse por lo menos una noche más”

me advirtió Pedrito. “El Cordobés que haga lo que quiera. Que reviente, si quiere”. “¿Y

Ray, che? ¿Qué va a ser de la vida de Ray?”. “No sé, loco. En este momento no sé ni qué

va a hacer de mi vida. ¿Por qué no vas y se lo preguntás a Ray, mejor?”.

ABEL CAMINÓ por Saint-Germain hasta la oficina de Provoya, pero la encontró

clausurada. París ya estaba caliente como el infierno, y yo chorreaba menos de miedo que

de asombro. Cerré los ojos un momento y me balanceé sobre los talones y elegí creer en

la existencia de Provoya. Lo que tenía que hacer era encontrarla, entonces. Estuve

hablando con gente de toda la cuadra hasta que un farmacéutico con cara de apóstol

disfrazado me apuntó la nueva dirección. Seguí trotando por París. La inminencia de Ray

me cercaba por todos lados: nunca pensé que podía haber tanta gente parecida a él. Y era

terrible darse cuenta de eso.

Abel consiguió un coche a Cannes recién para la madrugada: era el coche de un mago

profesional, le explicó el funcionario de Provoya con cierto encantamiento. Abel se sentía


tan aliviado que levantó el pulgar a la romana, como si le hubiera tocado viajar en el

baticoche. Después fui a cambiar el cheque de Marc y a buscar yerba a Fauchon y me

apuré para llegar al Stella antes del mediodía, porque había decidido mandarme mudar lo

antes posible de la maldita chambre 22. En la chambre estaba el león, boca arriba en la

cama: tenía la Gárgola apagada, pero cuando le dije que había que tomárselas dentro de

un rato puso cara de matón del Far-West. “Qué apuro que tenés, botija” se paseó un

fósforo por los labios rojísimos: “Mejor nos quedamos hasta mañana ¿no? ¿No te vas a ir

mañana?”. “Sí” dijo Abel, aceptando el chantaje acaso con el último rostro de niñez

absoluta que le entregó a la vida.

Aquella tardecita avisamos en la taberna que nos íbamos, y casi nos agarran a patadas. El

Poeta me miró con piedad, en cambio. La despedida fue organizada en la chambre de

Pedrito: se compró vino pollo asado y hasch. Pero yo no quise fumar ni en broma. Colette

estaba triste (a pesar de las promesas de Pedrito de mandarla buscar lo antes posible) y

Ray levantó vuelo de una manera extraña: hubo un momento en que me animé a mirarle

los ojos y vi resplandecer la Gárgola como con un fervor enamorado. “A ver, botija” dijo

de repente: “Vamos a inventar algún jueguito inteligente. ¿Te acordás de lo bien que

pasábamos allá en la chambre 9? Imaginate que esta fuera la última noche que tuvieras

para defender algo. Algo grave que hiciste. Algo muy grave, pibe. Qué argumentos darías,

a ver”. Y clavó los ojos en Abel con horrible bondad. Abel no pude verlo, sin embargo:

había bajado la cara y la mantuvo así durante un rato largo, hasta que dijo mansamente:

“No tengo nada que defender, hermano”. Entonces Ray pegó un salto en la cama donde

estaba sentado y salió a las zancadas de la chambre. “Uy: empezó a aclarar” dijo Pedrito:

“¿Ya armó el equipaje, nono?”. “No” empecé a sudar hielo: “Ahora subo”.
Estuve a punto de pedirle que me acompañara, pero me aguanté. Me acerqué al lavatorio

y me mojé la cara y la cabeza, aprovechando el tremolar del toallón para empalmar un

cuchillo sin que se dieran cuenta. Entré a la chambre 22 con la cabeza gacha. Todos somos

culpables, señor Fiscal. El problema es que también podemos ser inocentes. La vida

juzgará. El amanecer se filtraba verdosamente por la persiana y Ray me estaba esperando,

parado frente a mi valija. Abel se paró enfrente y levantó los ojos durante un momento y

encontró aquella luz, matándolo y matándolo. Entonces Ray empezó a juntar mi ropa a

los manotones y yo colaboré. De vez en cuando nos mirábamos y yo ya tenía cojones

como para tantear disimuladamente el cuchillo que llevaba escondido en el gabán.

Después bajamos a buscar a Pedrito. El Cordobés había quedado de ir a encontrarse con

nosotros en la casa del mago, y salimos a buscar un taxi con el chiquilín por el aceitunado

socavón desierto de la Monsieur-le-Prince. Abel se cortó solo y empezó a silabear algunos

versos de un poema que le enseñó su padre cuando él era muy chico. Él le había

preguntado en una sobremesa quién era un tal García Lorca mencionado ese día por la

maestra, y su padre puso ojos melancólicos y le recitó de memoria la segunda Canción

de jinete. Enseguida pareció arrepentirse y le dijo que Federico era mucho más que eso,

pero ahora Abel silabeaba con pálida dulzura: Aunque sepa los caminos / yo nunca llegaré

a Córdoba. / Por el llano, por el viento, / jaca negra, luna roja. / La muerte me está

mirando / desde las torres de Córdoba. / Ay qué camino tan largo / Ay mi jaca valerosa

/ Ay que la muerte me espera, / antes de llegar a Córdoba.

Volvimos al hotel en el taxi, y Pedrito bajó a despedirse de Colette. Entonces Ray me

alcanzó la valija la máquina de escribir y el bolso con gestos de sirviente, y cerró con

violencia la puerta del coche y me dijo algo bastante largo -y en voz bastante alta- que no
alcancé a entender. Estaba sordo. “Qué” le preguntó Abel, con cara de inocente. El otro

se dio vuelta fastidiado y se escapó dando grandes pasos por la Monsieur-le-Prince.

SAINT-TROPEZ

AQUELLA NOCHE decidieron irse de Saint-Tropez. Pedrito y el Cordobés habían

enganchado a otras dos italianas que subían a París y me ofrecieron acomodarme con

ellos. “No, gracias” ladró Abel: “No me gusta viajar en la valija”. La verdad es que

hubiera ahorrado bastante yéndome en coche, pero de golpe me tentó la idea de quedarme

unos días más en el puertito. Tranquilo. Escribiendo. Laburando con canilla libre en Chez

Marlene. Y no teniendo que enfrentarme con Ray De Deus, por supuesto.

Pedrito y el Cordobés salieron a las diez de la noche y yo me fui a cenar al Gorille. Ya

casi no quedaba turismo a la vista. La noche estaba triste pero muy serena, y no me

importó quemar unos francos tomando un whisky antes de los calamaretti. Qué mal viven

los pobres -pensó Abel ensoñándose, en el momento en que una voz muy conocida le

pidió que mirara hacia su derecha. Abel torció la cabeza y la Miguela le sacó una foto

desde una mesa donde se acababa de sentar con un viejo teñido. “Listo, majo” cacareó el

marica, levantándose para venir a saludarme: “Me voy a Italia en yate ¿sabes? Me ha

invitado este tío, que es una de las maravillas del mundo. Si me das tu dirección puedo

mandarte la fotografía. Ahora soy un gran fotógrafo. Mira la camarota que me regaló mi

Amadeus”. Y me alcanzó la Pentax.


“Oye: ¿pero por qué te has puesto a temblar de esa manera?” me preguntó el marica, entre

divertido y asustado. “Nada” le dije: “Rien de tout, varón. Estoy tomando un poco de más

últimamente. ¿No sabés si tu Amadeus traía esta Pentax de París, por casualidad?”. “Sí”

dijo la Miguela, con un rictus de orgullo: “Me dijo que era una Pentax recién comprada

en París. Está un poquito chamuscada aquí ¿ves? Pero es maravillosa”. “Sí” dije: “Fui yo

el que la quemé. Esta Pentax se la robó tu Amadeus a un tipo que era mi mejor amigo”.

“Uy, pero qué horror” chilló el marica. “Oye, majo. ¿Y qué le vas a decir a tu mejor amigo

cuando vuelvas a verlo?”. Abel terminó el whisky y se pasó las manos por la frente. “No

sé” murmuró: “Lo que sé es que pensaba quedarme unos días pero me voy esta noche

mismo. Ahora mismo, después que coma”. “Vale. Pero no me mires así que yo no te hice

nada, majo” suspiró la Miguela: “A la verdad que asustan esos ojos que tienes”.

ERA IMPOSIBLE cargar la valija el bolso la guitarra y la máquina de escribir al mismo

tiempo. Abel los iba transportando por turno, cómicamente: avanzaba con dos cosas

durante unos metros, y dejaba las otras a la vista y volvía a buscarlas corriendo. Y así

sucesivamente desde la terminal de ómnibus tropeziana hasta la estación de Saint-

Raphael.

Estuve un rato solo y a oscuras en el compartimiento del tren, antes de que arrancara. ¿En

dónde andaría Mozart? ¿Sería cierta mi teoría del asesino-ladrón, entonces? ¿Qué baraja

se guardaba el ex-matoncito para asegurar con tanto desparpajo que a Li no la habían

limpiado? ¿Ray estaría en París o seguiría por aquí cerca? “El de la triste figura / tiene

de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?” murmuré sonriendo. Pero qué terriblemente

difícil que es investigar de verdad, pensé después. Tengo que llamar a Marc apenas baje

del tren. Marc no me va a perdonar nunca que no le haya contado lo de la Pentax. Nunca.
En el corredor del tren se encendió una luz suave que me hizo ver reflejado sobre la

ventanilla. La Gárgola no estaba: ni en la noche, ni en mí. Abel prendió un Peter

Stuyvesant y miró la noche sin fondo sobre la que brillaba el reflejo de su rostro. Sintió

necesidad -por primera vez en la vida- de tener hijos.

DOS: EL PALO EN LA PIÑATA

y del olfato físico con que oro


y del instinto de inmovilidad con que ando
me honraré mientras viva -hay que decirlo.

César Vallejo

LA ENTRADA en la banlieue-sud se produjo al amanecer, y Abel parecía el joven Proust

saltando de un compartimiento al otro del tren para enfocar los recovecos de la magia

plateada que constelaba los suburbios. Lloviznaba. Los últimos tramos me los perdí

sentado en el toilet, sin embargo: de golpe me empezaron a doblar unos tirones peores

que los de una parturienta. En la gare de Lyon me las arreglé como pude con los bultos y

terminé tomando un taxi hasta el hotel Saint-Michel. Esperaba que Madame Salvage no

me reconociera. No me reconoció. Me tocó una linda chambre, donde me tiré a fumar

antes de salir al ruedo. Después guardé el cuchillo en un cajón de la mesa-escritorio y

llamé por teléfono a Bugeia. En la casa me dieron el número del Commissariat donde

podía encontrarlo.
Marc pareció realmente emocionado al escucharme. “Viejo” resopló: “Qué vacaciones

largas se tomaron. Alguna gente a la que le conté la anécdota de tu S.O.S. ya me tenía

loco con que me había dejado estafar -como casi todo el mundo en París- por un

sudamericano”. “Tengo trescientos para darte” dije: “Lo demás te lo pago con clases”.

“Andá a hacerte cortar la cabeza” dijo Marc. “Sí. Estoy en eso. Pero antes precisaría

hablar contigo. Ahora mismo, si podés”. “Oh la la. Qué apuro, Monsieur le Privé” se puso

en guardia Marc, estrellando una humareda contra la alcantarilla del teléfono: “Vas a tener

que esperar un par de horas, por lo menos. ¿Dónde nos vemos?”. “En un boliche que hay

en la place de la Sorbonne: el Escholier” elegí al azar.

Eran las nueve de la mañana. Fumé otro cigarrillo en el vestíbulo del hotel y me animé a

llamar a Bénédicte. Cuando sonó el sexto timbrazo casi cuelgo, pero esperé uno más. La

chiquilina atendió completamente dormida y Abel se hubiera conformado sólo con

escucharla. Estuve a punto de quedarme callado, incluso -como hacen los adolescentes

durante sus más recalcitrante metejones- pero ella se aguantó firme en un silencio que

terminó por desnudarme. “Cómo te va, cosita” pregunté de golpe. “Dónde te habías

metido” retrucó Bénédicte, con un tono más dolido que tierno: “Te llamé como veinte

veces al Stella”. “Nos demoramos en Saint-Tropez” expliqué: “Fue una temporada

complicada al principio, pero al final tuvimos mucho trabajo”. “Qué lástima”. “¿Qué

lastima por qué?”. “Por nada. ¿En dónde estás viviendo?”. “En el hotel Saint-Michel: 19

rue Cujas. Muy cerca del Stella. ¿Cuándo nos vemos?”. “Hoy no puedo” murmuró

Bénédicte. “Bueno, cuando vos quieras” dije: “¿Andás mal?”. “No. Estoy muy bien” dijo

la chiquilina: “¿Me podés ir a esperar mañana al Lux, a eso de las tres de la tarde?”. “Está

bien” acepté, devolviéndole un Salut sedosamente frío.


Me quedé otro rato en el vestíbulo, algo desconcertado. Entonces decidí llamar a Ramón,

para seguir haciendo tiempo: tenía que localizar a Pedrito y al Cordobés, y solucionar lo

más pronto posible el asunto laburo. Ramón se alegró de oírme. “Las bestias están aquí.

Pero están durmiendo, todavía” dijo: “¿Viajaste bien?”. “Bárbaro” dijo Abel: “Y volví al

Saint-Michel como en los viejos tiempos”. “Ta bien” roncó Ramón: “¿Pensás quedarte

ahí?”. “Sí” contesté: “Lo que no pienso es quedarme mucho tiempo más en París”. Se

hizo un silencio. “¿Ray anda por aquí?” me animé a preguntar, por fin. “Anda” dijo el

gigante, como restándole importancia: “Viviendo a lo clochard en la camioneta de un

gitano piojoso. De noche lo agarrás en el Morvan, a eso de las ocho. Cuidado con los

piojos”. “Sí” le dije: “No te preocupés. Decile a los muchachos que me llamen, cuando

se despierten”. “Chau, Principito” ladró Ramón, con pena.

Esa pena me hizo mal. Abel bajó hasta el Escholier dejándose platear la calva por la

llovizna y pidió un café-crème y un sándwich-jambon y trató de leer un cuento de

Chandler en francés sin usar diccionario. Pero al terminar la primera página bajó al

subsuelo y se agachó adentró del gabinete de un toilet agarrándose la cara y moviéndose

acompasadamente. “He aquí a tu hijo” murmuré varias veces: “¿Por qué tengo que verlo?

¿Por qué hay que ver la Gárgola? Ahora no es miedo, padre: ahora es la humillación. Vi

la señal remota parí la llamarada entreabrí el paraíso y lo único que importaba era esto, al

final: quedarse en la batalla. Abel se lavó la cara varias veces y subió a esperar al

Inspector Bugeia con dos chispas de humildad cuajadas en los ojos.

EL INSPECTOR estaba tostado y parecía contento no solamente de verme. “Me tomé

algunos días a principios de setiembre” dijo: “Pesqué bastante. Y a la vuelta pescamos


nada menos que a la asesina de Sinclair. Y de un solo zarpazo. ¿Estás enterado de cómo

fue, no?”. “No” dije: “Ni siquiera sabía que-”. “Ah, pero es increíble. Touché alors,

Monsieur le Privé” sonrió Marc, ordenando un aperitivo: “Fue hace muy poco. Muy poco

antes de que la ex-mujer se ahorcara allá en Saint-Tropez, incluso. Cuando la cantante de

los tiempos de Django Reinhardt y el pianista-mamut alquilaron la chambre 22 algo

empezó a oler mal. Bueno: y de ahí hasta el knock-out las maniobras fueron muy sencillas.

Hay que reconocer que tuvimos bastante suerte, además: los allanamos mientras no

estaban y encontramos el arma mortal adentro del piano. Mademoiselle Mich confesó

casi enseguida: un poquito obligada, pero en fin-.”

“¿Mademoiselle Mich lo mató? ¿Pero no tenía coartada?” preguntó Abel, con real cara

de bobo. “¿Coartada? Me extraña en usted, Marlowe. Tenía coartada de Favela: de ahí se

entraba y se salía sin que te viera ni Dios. Nadie tenía una coartada como la gente: te lo

digo ahora. Además esa noche actuó Lilith, también. Y la Mich tuvo tiempo de encajarse

una de sus pelucas (la platinada por supuesto, a ver si de refilón todavía la confundían

con la reina de la colmena) y escurrirse para ir a sacarle la guita al poeta por última vez -

antes de que él volviera a morir a Uganda, como los elefantes- y partirle la cabeza y

esconder la cruz en el piano apolillado. Lo calculó muy bien, además de que ligó bastante:

el pelirrojo estaba en lo del escenógrafo y ustedes laburando, y la chambre quedaba

siempre sin llave. Imaginate el despelote que se hubiera armado si hubiéramos sido lo

suficientemente vivos como para registrarle la chambre a ustedes. ¿Qué por qué lo mató?

Por odio, viejo. Dijo que fue por puro odio, nomás. Que esa clase de tipos -dijo- no

merecen seguir viviendo porque le joden la vida a los que están más desesperados que

ellos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?”. “Por nada” dije: “¿Y cómo anda el

Cosmósfero?”. “Encerrado, por supuesto” torció la boca Bugeia: “Tiene un problema con
los nazis y otro con la guerrilla griega, no sé bien cómo es”. “Bueno” murmuró Abel:

“¿Cuándo empezamos las clases?”. “El sábado, como siempre. ¿Está bien?”. Abel

escarbó en su bolsillo y le alcanzó al Inspector trescientos francos mendicosamente

apelotonados. “Gracias” me sonrió él: “¿Cómo anduvieron tus líos?”. “Bien” suspiré: “No

lo vi más al tipo”. “¿Pero anda por aquí? ¿Por qué quisiste verme tan rápido?” insistió

Bugeia, poniendo ojos de policía. “Debe andar” le dije: “Pero no me preocupa demasiado.

Te llamé rápido porque sabía que me ibas a invitar por lo menos con un Kir, después que

te devolviera los trescientos francos”.

ALMORCÉ FUERTE, y me fui a dar una vueltita por el Luxembourg antes de dormir la

siesta. La llovizna había aflojado. Abel caminó hasta la Closerie des Lilas y volvió

exactamente en sentido inverso, observación la gradación de los ocres en las hojas

podridas. Los otoños de París: ¿qué se ficieron? Mozart maldito -pensé: Lo asombroso es

cómo para hace para no estar cuando pasan las cosas. Pero ya va a caer: no te preocupes,

Eugeñito. Gracias, Bianchon. Siempre admiré sinceramente tu corazón no burgués.

¿Toma otra, Sosa? Tomé un par de calvados en un mostrador y me fui al Saint-Michel.

El teléfono me estranguló la siesta: era Pedrito, para variar. “¿Nos vemos en el Morvan a

eso de las siete, nono?” me dijo con cariño: “Habría que ir esta noche mismo por la taberna

¿no le parece? Nuestro amigo el guerrillero tiene miedo de perder el laburo”. “Yo

también” dijo Abel: “A las siete nos vemos”. Faltaba media hora. París ya estaba negro

como el demonio y Abel fumó un Peter Stuyvesant pensando en el cuchillo que tenía

guardado en el cajón de la mesa-escritorio. Lo dejé allí, sin embargo. El alcohol del

mediodía no me había raspado el estómago, de modo que camino al Morvan entré un


momento al bar-tabac de la esquina del hotel Stella. La Tabaquita no atendía más el

mostrador, por lo visto: hasta esa clase de desgracias debíamos enfrentar. Pero cuánto

bebí, donde lloré -pensó Abel, haciendo fondo blanco con un calvados: Monótonos

satanes, / del flanco brincan, / del ijar de mi yegua suplente. Otro calvá: fondo mucho

más blanco. Se dobla así la mala causa, vamos / de tres en tres a la unidad; así / se juega

a copas / y salen a mi encuentro los que aléjanse, / acaban los destinos en bacterias / y

se debe todo a todos. Tercer calvados y ni asomo de valentía artificial. Basta de copas,

hombre: vamos a ver la Gárgola y a otra cosa, por Dios.

Lloviznaba otra vez, mansa y molestamente. Caminé por la vereda izquierda de la

Monsieur-le-Prince y encontré a Pedrito y al Cordobés esperándome en una mesa del

Morvan. El Cordobés estaba acollarado por la golilla de la belleza. Pedrito usaba

sombrero de cow-boy. “Qué lo parió: la mina tenía el bulo que era un lujo, guaso”

fanfarroneó el zorro: “Vengo de dejar las cosas allí. Te juro que con un bulo y una mina

como Martine te dan ganas de que venga el invierno, nomás”. Abel sonreía casi sin oír.

Estaba escrutando la vereda de enfrente, a ver si distinguía algún sobretodo negro.

“Recién vimos a Ray” dijo Pedrito: “Venía para acá”. A Abel se le cayó el cigarrillo de

la boca, aunque no alcanzó a quemar a nadie. “Dónde lo vieron” pregunté. “En el Danton”

dijo Pedrito: “¿Qué le pasa nono, que se le anda cayendo el Puerto Rico?”. “Nada” dije:

“Ya vengo. Espérenme un cacho que ya vuelvo”.

No necesité caminar hasta el Danton. En el exacto vértice del carrefour vi el sobretodo

negro, bajo un paraguas negro: caminaba hacia mí. Nos encontramos al costado de la boca

del métro. Ray levantó el paraguas y me ofreció la mano, con una sonrisa verdaderamente

bondadosa. “Abelito” me dijo: “Cómo te va, campeón”. Pero en los ojos estaba la
Gárgola: empozada y verde, y atravesándome con el brillo del alfiler que le apunta a la

barriga de la mariposa. “Bien” le dije: “¿Y vos?”. “Bien” sonrió Ray: “Me hice clochard,

por fin. Mientras espero el giro para tomármelas de una vez: este mes me lo mandan,

parece. En realidad soy nomás que un clochard de camioneta, pero algo es algo. ¿Tomás

un cafecito?”. “Sí” dijo Abel. Entraron al boliche de la esquina. Ray tenía la melena muy

larga y no demasiado canosa. Abel lo miró perfilarse para pedir dos cafés y encontró todo

suavizado: los ojos de lagartija la nariz de mono y la facha de leoncito. Ahora sí que es

un sosías, pensé: Y hasta debe andar por ahí haciéndose el monaco rosso y predicando la

revolución y todo. Podría apostar.

Ray bajó la cabeza y empezó a jugar con un cigarrillo. “Estuve pensando mucho en todo

lo que pasó” dijo al rato: “Nunca me había pasado algo igual en la vida, loco”. “A mí

tampoco” dijo Abel. “¿Seguiste escribiendo?” murmuró entonces el riverense, y subió

una cara de facciones profundamente preocupadas y ojos profundamente esperanzados

en que yo hubiera dejado de escribir para siempre. “¿Por qué no me preguntás si seguí

respirando?” contestó Abel. “Está bien” dijo Ray: “Me alegro, entonces. Nos vemos

cualquier día de estos. Venite por la camioneta: estamos estacionados en un quai pero

mañana nos traladamos aquí a la vuelta, atrás de la Facultad de Medicina. Ya empieza a

hacer un frío infernal, cuando amanece”. “Bueno” dije: “Cómo no. Yo vivo en el Saint-

Michel. Cuando quieras venir estoy a las órdenes, loco”. Ray me miró sonriendo,

bondadoso y con odio. Cada cual pagó lo suyo.

EN LA taberna arreglamos para retomar el trabajo enseguida. Al otro día Abel almorzó

temprano y no durmió la siesta, aunque esperó la hora de encontrar a la nena tirado en la


cama del hotel: sentía espasmos estomacales, como en las inminencias amorosas de su

alta edad media. Fui estrictamente puntual. Fui lo mejor vestido que podía. Y estaba flaco

y tostado, además. Llevaba entre los labios -como si fuera una flor- una de las mejores

canciones románticas de los Beatles. Bénédicte me atajó en la mitad de la rue Gay-Lussac

(y en la mitad de una luz verde). “Te estaba haciendo señas desde la esquina pero no me

veías” dijo. “Es que no te conocí” dijo Abel: “¿Todavía le gusta la cerveza en el Rostand,

a la señorita?”. Ella me pegó un golpe en el hombro y me hizo cruzar corriendo hasta el

café.

Nos sentamos en nuestra mesa. Bénédicte se sacó un chaleco de piel de cordero que traía

puesto sobre un conjunto pituco y lo colgó de una silla y se acomodó el pelo. Me miró,

sonriendo. “Te cortaste el pelo” señaló Abel. Ella se puso roja. Estaba demasiado

maquillada, para mi gusto. Pero estaba preciosa: esa mujer. “Parece que te fue bien de

vacaciones” dije. “Regular” sacudió la cabeza Bénédicte: “A veces los campamentos de

mi edad se ponen muy aburridos. Me vine antes a París. Te llamé muchas veces”. “Te

escuché” dijo Abel: “De verdad. Pero no podía contestarte”. El mozo trajo las cervezas y

la muchacha no hundió la cara en el redondel blanco. “Bueno. Contame algo” pedí:

“Cómo se llama el afortunado, por ejemplo”. Bénédicte volvió a enrojecer, aunque no se

tentó ni nada. Ya se te pasó la edad de la cerveza dorada, hija -pensó Abel: Y me parece

bien. No me parece mal, quiero decir.

“Se llama Dominique” dijo ella: “Lo conocí en una fiesta, hace dos semanas. Va bien la

cosa. Es bastante mayor que yo”. Adiós, Peluca de Plata. Fue una verdadera gloria haberte

tenido tan cerca. “Me alegro” murmuré. “Permiso” hizo una seña la muchacha, y se paró

para ir al baño. Cuando estaba a mitad de camino se dio vuelta y me sorprendió mirándole
una zona del cuerpo que no le había mirado nunca. Nos sonreímos, cada uno hasta el

fondo del otro. Cuando volvió del baño hablamos de sus proyectos de estudio militancia

y trabajo, tomamos otra cerveza y la acompañé hasta el Lux. Nos despedimos

exactamente igual que siempre.

EL SÁBADO les di clase a los Bugeia. Abel estaba contento porque había recibido una

carta de su padre (todavía remitida al Stella) donde la anunciaba que la campaña pro-

recolección de fondos para su pasaje iba fenómeno. “Isabelino Pena nunca falla, nene”

puso al final de la carta, y la invocación de su seudónimo detectivesco -que usaba para

soñar aventuras chandlerianas, desde que yo era niño- me dio más ganas de llorar que de

reírme. Bugeia me propuso que le amortizara el resto de la deuda dándole medias-clases

gratis. Y aparte me subió la paga, de modo que seguí amorralando sesenta francos extra

por sábado.

Gran tipo el Inspector. Pero ese sábado se puso un poco pesado demás, durante al trayecto

de vuelta. Habíamos tomado mucho cognac en la sobremesa y al Inspector pareció

despertársele una especie de complejo de infalibilidad que me hizo calentar. “En fin: los

casos le corresponden a los profesionales” dijo en cierto momento: “Y como los Privés

sólo tallan en las novelas, los únicos profesionales reales venimos a ser nosotros

¿entendés? Yo te jorobé un poco diríamos que por rutina novelesca, nomás. Pero sabía

que no se me iba a ir el caso de las manos. Y que la solución dependía absolutamente de

mí ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, mostrándole los dientes. Y me bajé del auto

saludándolo apenas. Tomé el métro, bajé en Odéon y me fui derecho a lo de Monsieur

Amelot.
Encontré a Guy tocando la cordeona con cara de oligofrénico. Al principio no me conoció,

y después tiró el instrumento y me babeó las mejillas con su pico jediondo. Siguió

tocando. Abel aprovechó para dar unas vueltas por el apartamento, y de golpe vio la

Pentax de Guy: estaba en un estante alto, debajo de la mascarilla mortuoria de Beethoven.

Lo que no podré entender jamás es en qué momento Mozart le robó la cámara a Ray -

pensé rascándome la coronilla: Ese es el gran asunto. Por supuesto que siempre está de

por medio lo que decía el negro Batalla: ¿cómo se prueba que Mozart no estaba?

A Abel le vinieron ganas de subir a la azotea pero quedó electrificado por un taconeo -

muy conocido- que escuchó en la cocina. Era Ray. Me adelanté a encontrarlo. “¿Qué

hacés, botija?” dijo: “Qué casualidad”. “De visita” me reí: “Los viejos tiempos, loco”.

Abel no vio la Gárgola en los ojos del otro. “Cigarrito” me pidió Ray, y se puso a

desenroscar comentarios sobre la música de Monsieur Amelot que me hicieron atorar de

la risa. Por un momento estuvimos cerca de la amistad, otra vez. Los hombres están

hechos para entenderse, viejo Paul -se sentimentalizó Abel, mientras sacudía

afirmativamente la cabeza. Entonces le conté a Ray lo que había descubierto sobre el robo

de su Pentax. Él me miró de reojo. “No me asombra para nada. Siempre pensé que ese

Mozart era la peor basura” utilizó la v del desprecio. “¿Y no se podría averiguar con

Amelot por dónde diablos anda?” sugerí. “No importa” se endureció el otro: “Ahora ya

no importa nada, campeón. No revuelvas la mierda. Y más si es fresca, te lo aconsejo”.

Pero me lo estaba ordenando, en realidad. “Igual se huele. Aunque no la revuelvas,

hermano” retruqué mientras me iba. Sin mirarle los ojos, por supuesto.
ESA NOCHE recomenzamos en la taberna. Después que habíamos hecho el primer pasaje

escuchamos un estruendo de botas en la escalera subterránea y apareció Ramón con los

ojos titilantes. “Te invito a ver una película” me propuso a solas en un rincón del

mostrador: “Estamos a tiempo de llegar a la última función, todavía. Yo la acabo de ver:

es algo sensacional”. Abel no supo qué contestar. Tampoco me di cuenta si me interesaba

ver una película, a esa hora. “Es sobre el diablo” me explicó el gigante: “A propósito: hoy

vi a Ray. Ahora están estacionados atrás de la Facultad de Medicina”. “Ya sé” le dije:

“Yo lo he visto, también”. “Bueno ¿vamos entonces?” me apuró Ramón: “Deciles

cualquier cosa a los gallegos. Con los muchachos no tenés problema”. Abel obedeció.

La película era El exorcista: la acababan de estrenar en París, y a Abel no dejó de

trastornarlo toda aquella maldad de utilería. “¿Y?” murmuró el gigante a la salida: “¿No

es imponente, loco?”. Yo le dije que sí: que me había hecho mucho bien y mucho mal al

mismo tiempo. Ramón me abrazó. “Voy a pasar por la camioneta donde está Ray a

comprarle hasch al gitano. ¿Me acompañás?” preguntó acariciándome la nuca. “Sí” dijo

Abel: “No hay el menor problema”.

La camioneta tenía olor a jaula de zoológico y estaba estacionada entre el passage Dubois

y la rue Dupuytren, en una oscuridad casi completa. Había empezado a lloviznar fuerte,

otra vez. El amigo de Ray resultó ser un recontrapariente de Pepe el Sopo, el gitano

francés que bailaba y cantaba flamenco en la taberna. Apenas podíamos distinguirnos,

ensardinados adentro de aquel furgoncito. Ray estaba tirado (y tapado hasta el pescuezo

con el sobretodo) arriba de un catre que ocupaba el lugar de la puerta trasera. “¿No tienen

velas, che?” preguntó Ramón, después de arreglar el negocio con el gitano: “Así ya armo

un faso aquí, para írmelo fumando por el camino. Acabamos de ver una película satánica
con el petiso que me dejó enroscado. Una barbaridad. Contáselas, Principito”. Y prendió

dos velas mugrosas que le alcanzó el otro y se puso a destripar un Kent para fabricar el

petardo.

Entonces miré a Ray, y le hice bajar los ojos instantáneamente. “Es una película sobre

una chiquilina poseída por el diablo” dije: “Tendrías que verla, vo”. Ray no subía los ojos.

Las velas le recortaban la melena blanquirroja sobre la llovina que arenaba el vidrio de

atrás. El riverense parecía tiritar, y Abel contó la película con su mejor poder de narrador

teatrero. Ridiculicé al diablo, incluso. Y no mencioné la inevitable muerte del exorcista.

Ray no se animó en ningún momento a subir la cabeza.

“QUÉ LO tiró. Lo bailaste al bayano” me felicitó Ramón en el auto, después que nos

fuimos: “¿Querés volver a la taberna o te vas al hotel? ¿Por qué no te venís a dormir a

casa, esta noche, por lo menos?”. Acepté. La nueva casa de Ramón quedaba en

Vincennes, y el gigante prendió el petardo cuando todavía bordeaban el Sena. “¿Podés

manejar fumado?” pregunté. “Pero por favor, Principito. Es mi especialidad. ¿Te diste

cuenta que te traje por gusto a la camioneta a ver si lo cuerpeabas de una vez al bayano,

no?”. “No” dijo Abel: “Ni me dio por pensarlo”. Entonces Ramón frenó cuidadosamente

al costado del río y me alcanzó el petardo y me rozó la calva. “Quedate en París” me dijo:

“Te prometo que formamos un conjunto y todo, si te quedás”. Abel torció la cara hacia la

avalancha de terciopelo casi blanco que derramaba sobre el río. “No conozco a nadie más

bueno que vos” sintió decir de golpe a sus espaldas: “No entiendo cómo podés

entusiasmarte tanto con las cosas. Con Liverpool y el mate, vaya y pase. Pero con lo

demás, es increíble”. Abel no contestó. El gigante arrancó, y cuando perdimos de vista el


Sena empecé a escrutarme por dentro. Era mi verdadera cara -la que no se ve nunca sobre

los espejos, igual que los vampiros- lo que quería encontrar.

Demoré un rato largo en empezar a verme. Abel no se dio cuenta de que ya amanecía,

cuando llegaron a Vincennes. Bajó del auto totalmente mudo y subió los tres pisos

imaginándose apoyado sobre la vidriera mojada de Le Bateau Ivre: ahí estaba su rostro.

Cuando entraron al apartamento encontraron a Pedrito esperándolos. El chiquilín les miró

los ojos y se empezó a frotar las manos. “Estaba seguro de que la mano venía por ahí”

chilló con risa de nene que ve chocolates: “Taba seguro, vo”. Y se puso a armar un petardo

con lastimosa avidez. Abel ni lo veía.

Ya había terminado de amanecer. Mi verdadero rostro era un empinadero huesudo que

terminaba en dos ojos -dos fosos- vigilantes, prácticamente adolescentes todavía.

Observaban la vida con una mezcla de severidad y horror, sin descansar un segundo ni

condescender con una sola risa de las que fabricaba la superficie de la cara. De golpe me

di cuenta que no podía emerger de aquel buceo. Del otro lado se distinguían las cosas

perfectamente: Ramón ya se había ido a dormir y Pedrito fumaba con una dulce

degeneración brillándole en las chuzas. Yo no podía subir a la superficie y traté de no

desesperarme hasta que me desesperé. Entonces apareció la voz. Era la voz del sótano del

mundo. Y yo estaba solo y lo único que podía hacer era quedarme acuclillado allá abajo

de mí mismo, aguantando el maremoto. “Dale” decía la Gárgola: “En la cocina hay una

bruta cuchilla. Vas y matás al chiquilín. Dale. Matalo. Dale. Es tan fácil. Ir hasta la

cocina y agarrar la cuchilla y matar al chiquilín. Y después te tirás por la ventana.

Después volás por la ventana. Porque no hay nada. Nada. Hay que reventar. A reventar.
A reventar”. Abel estaba acurrucado en el suelo y de repente se arrancó a sí mismo de la

fetalidad y trató de abrir la boca en dirección a Pedrito. Pero no pude. La voz de la Gárgola

era como un tifón y yo era un huevo infinitesimal a punto de explotar allá abajo de mí

mismo. Hay que hacer lo posible para que la Gárgola no pase dijo entonces mi voz: No

va a pasar. Voy a gatear hasta el teléfono. Porque no puedo hablar pero puedo pensar.

Un hombre siempre puede. Abel había llegado a fuerza de arañazos manoteos y brazadas

hasta el teléfono, y no se daba cuenta que Pedrito lloraba de la risa mirándolo. Disqué.

Sonó un timbre, muchísimas veces. No puedo más pensé: Ahora sí que no aguanto más.

Me daba cuenta que si no salía a respirar en muy pocos segundos me iba ahogar para

siempre adentro de la Gárgola. Entonces atendieron el teléfono. Abel había llamado a

Bénédicte, y la muchacha atendió muy dormida y después se malhumoró hasta el punto

de preguntar a los aullidos quién llamaba y con quién querían hablar. Hasta que hubo un

silencio delicado, insondable. “¿Sos vos, Abel?” me preguntó: “¿Sos vos?”.

“Soy yo” le dije, en voz alta. “Oh la la” se quejó ella: “Qué susto. Qué te pasa”. “Me

sentía como el diablo y necesitaba que alguien me hablara” murmuré: “Pero ya pasó,

cosita. Andá a dormir tranquila. Disculpame, por favor”. “No hay problema” rezongó la

muchacha: “El despertador suena dentro de dos minutos. Cuando quieras hablame,

nomás”. Y colgó. Pedrito me miraba con ojos asustados, pero yo levanté primero un puño

y después los dos puños y me paré como desperezándome. El chiquilín se rio tonta y

radiantemente. “Uy: ahora parecés una mariposa” dijo cabeceando para ahuyentarse el

cerquillo: “Recién parecías un gusano y ahora parecés una mariposa, te juro”. Abel se lo

creyó.
ANDUVE CONVALECIENTE del tifón durante varios días (y en cierto modo durante

varios años, aunque esa es otra historia). En todos esos días no vi a Ray, por suerte. El

otoño era espantoso, y llegué a escribirle tres cartas seguidas a mi viejo preguntándole

qué pasaba con el pasaje. Una tarde me interrumpieron la siesta unos golpes suaves en la

puerta y salté y me encajé el pantalón y me senté al lado de la mesa donde estaba el

cuchillo. “Adelante” grité. “Está cerrado con llave, boludo” me dijo una voz de mujer.

Era Colette. Abel se abalanzó a abrir y se besaron las mejillas a la francesa lo menos ocho

veces. Después la hice pasar.

“Antes que nada voy a pedirte un mate” dijo Colette: “Hace siglos que no tomo”. Abel lo

preparó mientras se comentaban las últimas andanzas. La muchacha había vuelto una

semana atrás y empezado a trabajar enseguida y alquilado una pieza en Montmartre.

“Acabo de pasar por el Stella a buscar unas cosas que dejé arrumbadas y el Bigote me

dijo dónde parabas” me explicó: “Después preciso que me ayudes a cargar una de las

valijas. No pude con las dos”. “Ningún problema” dije: “Para eso estamos, al final de

cuentas. ¿Cómo andás vos?”. “Como puedo” levantó los hombros la muchacha: “¿Y

vos?”. “Igual” le dije, rascándome desesperadamente la cabeza: “Me pica mucho el mate.

Horrible. Desde hace varios días”. “¿No serán piojos?” me preguntó Colette, y eso me

electrizó. “Puede ser” me avergoncé: “Estuve de pasada en la camioneta donde vive Ray

con el gitano. Me los debo haber pescado ahí, con toda seguridad”. “A ver: vení” trató de

no dramatizar la muchacha: “Vení, que te reviso el mate”.

Eran piojos. Tuvimos que hacer un operativo relámpago y salir a comprar algo a una

farmacia para desinfectar mi cabeza y la chambre sin que se dieran cuenta en el hotel.

Colette terminó matándose de risa, pero Abel no se pudo tragar la sensación de que todas
las humillaciones tienen una especie de límite pre-dantesco que no debe dejarse rebasar.

Esta es la última vez que me infectás, gallo negro -pensé, arrancándome crepitaciones

rabiosas de los dedos: La última, te lo advierto.

Al bajar al sótano del Stella Colette se asustó de la fuerza con que tironeé y cargué las

dos valijas juntas. Pero la bronca me hubiera hecho levitar, lo mismo. Nos despedimos

del Bigote y Faruk con dulce indiferencia. En la pieza de Montmartre Colette tenía

preparada una ensalada exquisita y un tinto de appellation y Abel no se excitó

sensualmente, esta vez.

“Decime” se me ocurrió escarbar de golpe, mientras liquidábamos la botella: “Creo que

vos conociste al pintor maricón que andaba por lo de Amelot unos días antes de que

mataran a Sinclair ¿no?”. “Sí” dijo la muchacha: “Lo conocí de pasada. Y después lo vi

con Ray, una vez. Estaban sentados en la fuente de la place Saint-Michel, me acuerdo.

Yo venía de laburar y ya era de noche. Creo que estaban sacando fotos, o algo así. Mirá:

¿sabés cuándo fue? Al otro día que se supo el resultado de las elecciones: la noche que

Pedrito me sacó a pasear y fuimos a Favela. ¿Te acordás?”. “Cómo no voy a acordarme?”

dije, parándome de un salto: “Esa tarde yo había estado dando vueltas con Ray. Y después

él se borró para lo de Guy. Se ve que fue ese día que estuvo a punto de venderle la Pentax

a Mozart. ¿Pero por qué dijiste que estaban sacando fotos o algo así? ¿No sería que Ray

le estaba enseñando a manejar la cámara al marica, por ejemplo?”. “No sé” se intimidó la

muchacha: “¿Pasa algo?”. “Pue-de ser” murmuré: “Voy a tener que irme. Estuvo muy

rico todo. Sos una maravilla, de verdad”. “Pue-de ser” me imitó Colette, resplandeciendo

en su humilde belleza.
Estaba a tiempo de pasar por lo de Amelot, antes de entrar a la taberna. Pero no me bajé

en Odéon sino en Saint-Germain-des-Prés, para evitar los alrededores de la camioneta

piojosa. Desemboqué en la rue Condé vía Saint-Sulpice y caracoleé por la escalera

completamente oscura a una velocidad récord. Arriba estaba más oscuro, todavía. Abel

tanteó el pestillo de la cocina y encontró abierto. Entré. No tenía la menor idea de lo que

iba a hacer, a excepción de tratar de sacarle algún recuerdo preciso al cerebro

descompuesto de Monsieur Amelot. No prendí ninguna luz. Monsieur Amelot no estaba,

evidentemente. Los ventanales tenían las persianas recogidas, y la rue de l’Odéon

derramaba suaves reflejos rojizos en el apartamento. Entonces me di cuenta que lo que

más me interesaba volver a ver era la Pentax de Guy. La encontré enseguida y prendí la

luz para observarla bien. De golpe me empezaron a fallar las manos. Nunca se ha visto

un detective con el mal de Parkinson -pensé, mientras detectaba una quemadura familiar

en la Pentax de Guy. La observé y la palpé durante un rato. Era exactamente la misma

quemadura de la cámara robada. Apagué la portátil y me borré de apuro, razonando

inconexiones en voz alta.

AL LLEGAR a la taberna encontré a Ray esperándome en la puerta. Debajo del sobretodo

tenía puesta mi campera jean, ya fantasmalmente desteñida. Tenía una pierna apoyada en

la pared y los ojos creciendo y decreciendo como burbujas verdes de un caldero

sangrientro. Entré sin darle la menor pelota. Al rato salí a ver qué pasaba y ya no lo

encontré. Más tarde llegó Ramón, con Eva. Vinieron a poner a prueba la paella de la casa,

dijeron. “Pero además tengo que darte una noticia sensacional” sonrió el gigante con la

mirada aterciopelada, aunque demasiado negra: “Después lo conversamos, mejor.

Laburen tranquilos que al final conversamos”.


Tocamos felices. Abel tomó tres cubalibres muy cargados y no sólo se olvidó

completamente de la amenazadora aparición de Ray sino que por primera vez logró verse

bajando del avión en Montevideo y abrazando a su gente hasta la saciedad. Después me

imaginé militando en la clandestinidad y hasta eso me pareció precioso. Al terminar el

último pasaje Ramón nos invitó a sentarnos en su mesa. “Nada del otro mundo la paella

de estos gallegos, che” comentó en voz muy alta: “Pero en fin. Se comió”. “A mí me

gustó” dijo Eva, haciéndome una guiñada. “Bueno, muchachos” dijo el gigante, casi

protocolar: “Salió un laburo en Londres. Para nosotros cuatro. Bien pago. En un boliche.

La onda es armar un grupo acústico con bajo eléctrico anexado y chau. Yo lo propuse así

y los tipos locos de la vida. En principio serían unos ocho o diez días, y si la cosa camina

nos quedamos del todo. ¿Cómo la ves, petiso?”. “Bien” le dije: “El problema es que a mí

me están por mandar el pasaje de vuelta de un momento a otro. Pero yo agarro igual. El

pasaje conserva validez durante meses”.

Ramón lo miró fijo, y Abel tuvo la sensación de que así como existen las “noches de

brujas” también se podría hablar en el futuro de las “noches de Gárgolas”. Cuestión de

incorporarlo al folklore satánico -me divagué, fregándome los ojos. “Ahí está” dijo el

gigante, con voz de malo de las películas: “Te llevamos a Londres y en vez de coparnos

en paz te escuchamos hablar todo el día del pasaje de vuelta y de tu papá tu mamá tu

hermanita Liverpool el fascismo la revolución y todas esas pendejadas. Mirá, loco: hay

días que parece que olés a no sé qué porquería. Es como si todo agarrara tu olor

¿entendés?”. “Entiendo” dijo Abel: “¿Y cuándo se irían, che?”. “Mañana” le contestó el

gigante: “Pero si no rompés demasiado podés venir. No hay problema”. Entonces miré a

Eva -que presenciaba mi ejecución con los ojos brumosos- y Ramón la obligó a levantarse
y la abrazó como había hecho con su hija en Saint-Tropez. “Chau, muchachos” ladró, sin

volver a mirarme: “Nos encontramos a medianoche en casa y arreglamos todo. Habría

que ensayar algo, también. Díganle a los gallegos que la paella es un asco”.

Pedrito quedó agarrándose la cabeza. “Perdoná, nono” me dijo: “Pero los Baffa siempre

fuimos -todos- unos hijos de puta. No sé por qué, te juro. Vení a Londres, igual. A mi

hermano le dan estas viarazas y se le van en diez minutos. Ya sabés cómo es”. “No”

Pedrito, le dije: “La verdad es que no sé muy bien cómo es tu hermano. Y no me interesa

mucho saberlo, tampoco. Además de que me queda alguna cosa que hacer acá en París,

todavía”. Entonces el Cordobés se arrancó de su silla y me apretó la mano hasta el dolor.

Fue la primera y última vez que le vi la cara: era realmente un niño. Desamparado.

Escrachado. Estafado. “Quería decirte que te tengo fe, guaso” jadeó: “Siempre te tuve fe

pero nunca te lo dije. Fuerza, en el Uruguay”.

Después ellos se despidieron de los gallegos y yo formalicé para seguir cantando solo -

compartiendo la cartelera con Picaflor y Pepe el Sopo. Los acompañé hasta la calle. El

Cordobés me abrazó sin agregar una palabra y Pedrito me dijo nada más que Chau nono,

con los ojos demasiado brillantes (lastimaban un poco). Tuvo que inclinarse mucho para

que Abel pudiera besarle la frente.

BAJÉ A esperar a Picaflor, el cantor guatemalteco que había formado trío con los gemelos

mafiosos hasta que ellos se borraron de apuro de París. Era un tipo macanudo, y esa

madrugada -mientras caminábamos guitarra en mano por Sébastopol- le prometí escribir

un cuento poniéndolo como personaje principal. “A lo mejor escribo algo con Pepe el
Sopo, también” agregué: “Pero el tuyo es seguro”. Se quedó contentísimo. Cuando bajó

a tomar su tren en la gare Saint-Michel sentí que alguien me gritaba desde una terraza.

Era Pablo Regusci.

Abel corrió hasta el boliche tan exaltadamente, que se tropezó dos veces seguidas con su

propia guitarra bamboleante y estuvo a punto de romperse la cabeza contra el cordón de

la vereda. “Opa, che” se rio Pablo, sin levantarse de su mesa: “Tené cuidado que vas a

dejar a Caín sin trabajo”. Nos dimos la mano. “¿Cómo te acordabas de lo de Caín?”

pregunté: “¿Cómo andás? ¿Estás viviendo acá? ¿Vas a quedarte o qué?”. “Qué reportaje

largo” dijo Pablo: “Como musicastro que soy te voy a contestar en orden descendente y

en modo mayor, sin desalterar los intervalos ¿tamo? Ahí va: pienso casarme con una

uruguaya exiliada cuando vuelva de una girita que tengo en Alemania (salgo dentro de

un rato). Estuve viviendo acá después que volví del sur, porque cayó mi primo -el hijo de

tío Pacho- de visita. No ando bien. Nadie se olvida de los disparates que cuenta un loco

como vos (lo cual no me vas a negar que desde el punto de vista novelístico te representa

una enorme ventaja)”.

Abel pidió un ron Saint-James y estudió a su gemelo mayor y lo encontró casi peor que

él. “Pero qué te pasó” pregunté: “En el sur andabas fenómeno”. “Sí” dijo el otro: “Andaba

bien. Pero parece que ahora me di cuenta que mi compañera está exiliada y yo estoy

borrado. Me di cuenta de veras, quiero decir. Lo que te provoca el correspondiente

complejo de culpa con el correspondiente traslado a la culpa universal, etc., etc. Lo que

de veras siento -y es bastante jodido- es que viniéndome del todo para París me robé algo

a mí mismo ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, con los ojos clavados en la fuente de la

place Saint-Michel: “Si entenderé los problemas que trae robarse algo a sí mismo”.
“Bueno, tengo que ir arrancando” suspiró el otro: “Aquí está mi dirección. Guardala.

¿Cuándo te las tomás, al final?”. “Cuestión de días” le contesté: “Falta que llegue el

pasaje, todavía. Y muy poca cosa más”.

AL LLEGAR al llegar al hotel me tiré en la cama a fumar esperando el correo. Abel

revistó mentalmente la “noche de Gárgolas” que acababa de atravesar y la cara se le

empezó a crispar en mucho menos tiempo del que precisa una calderita de lata para

ponerse en órbita. Entonces bajé corriendo a vichar el casillero del correo y ahí estaba la

carta, nomás. Increíble. Isabelino Pena nunca falla, nene. El pasaje había sido remitido a

una agencia y podía retirarlo cuando quisiera. Abel subió a la chambre y releyó la carta

unas cuantas veces y de repente agarró a patadas la cama y la valija por turno, hasta que

se le aflojaron las piernas. “Ahora falta muy poca cosa más, gallo negro. Te lo advierto”

me volví a acostar encajándome otro cigarro en la trompa: “Un palazo a la piñata y asunto

terminado”.

ME FALTABA hacerle otra visita a Monsieur Amelot, todavía, y esa tarde me volví a

dejar platear la calva por la llovizna eterna. París estaba realmente insufrible. Encontré a

Guy tomando Valpolicella, solo. Se notaba que había tocado la cordeona, por la huella de

crispación oligofrénica que todavía le empozaba los cachetes. No se levantó a besarme,

pero me señaló el Valpolicella con desesperado placer. Abel tomó un par de vasos de

aquel elixir que no volvería a disfrutar en muchísimos años, y se sintió inspirado. “Tengo

que confesarte algo, Guy” le largué sin preámbulos, apuntándole al pecho con un

cigarrillo apagado: “Porque te considero un amigo”. El ex-escenógrafo me miró desde


muy lejos y atravesó las brumas de su locura con sorprendente rapidez. “Qué pasa, hijo”

me preguntó, ceñudo. Entonces le hice una seña de que me esperara y pegué un salto y

fui a buscar la Pentax. La encontré en el estante alto, otra vez, bajo la mascarilla mortuoria

de Beethoven. Miré al sordo glorioso con emocionada fijeza. Deme suerte, maestro -pensé

levantando el puño.

Volví a la mesa donde estaba Guy y puse la cámara entre el botellón de dos litros y su

asombro picudo. “Esto fue lo que pasó” le dije, prendiendo el peter Stuyvesant que había

dejado al lado de mi vaso: “El otro día te vine a visitar y me puse a jugar con tu cámara y

sin darme cuenta dejé un cigarrillo apoyado arriba. Así ¿ves? Mirá lo que pasó”. Guy vio

la quemadura y sacudió la cabeza tristemente. “No importa” suspiró: “Y por un lado

mejor. Ahora no tengo nada sano. Aunque a este truc siempre lo he cuidado mucho,

porque es un regalo que me hizo mi ex-mujer. El otro día la lustré y todo. Pero no te

preocupes”. Abel se disculpó dándole la mano con fuerza y dijo que se tenía que ir a

trabajar de apuro.

En realidad me faltaban como tres horas para entrar a la taberna. Lo que quería era

localizar a Ray, lo antes posible. No fue nada difícil. El riverense me estaba esperando a

la salida del apartamento, con las solapas del sobretodo levantadas y los ojos

aparentemente opacos. “Quería hablar contigo, Abel” dijo: “Te vi pasar desde el Morvan

y esperé que salieras porque me gustaría aclarar algunas cosas antes de irme. No me

mandaron el giro, al final: me mandaron un pasaje barato. Tengo que arrancar para

Cannes esta misma noche, a tomar el barco. Anoche te fui a buscar a la taberna pero no

me diste bola”. “Está bien” dijo Abel: “¿Dónde querés hablar? ¿Por qué no vamos a mi
hotel?”. Entonces vi fosforecer la Gárgola en la trastienda verdinosa de su locura.

“Bueno” dijo: “Fenómeno”. Y caminamos silenciosamente bajo la llovizna.

AL ENTRAR a la chambre me senté del lado de la mesa donde estaba el cajón con el

cuchillo. “Bueno: ¿de qué querías hablar?” pregunté. Ray bajó la mirada. “No sé” dijo:

“Hacer un poco de balance. ¿Has estado escribiendo, últimamente?”. “Poemas” le

contesté: “Unas cuantas cosas como la gente. Fijate este”. Y escarbé en el bolso y le

alcancé uno que se llamaba Para mi muerte. Rezaba así: Que recorran las aguas álgidas

de Jesús. / O el corazón del rojo cruzado de pureza. / Que Don Quijote ruja saltando

hasta el león. / O se brille brotando del sexo a la paloma. / Que no se tema ya que este

poema existe. / Y una muchacha fértil perfumará la noche. / Que se comulgue siempre

detrás de la tragedia. / Que se siga creyendo. Que no se diga más. “Bárbaro” dijo Ray,

después de releerlo. “Sí. Creo que no está mal. Bueno, loco: yo me tengo que ir a laburar.

Hacé de cuenta que ese poema es el balance y chau” dije parándome para volver a

ponerme la gabardina. Entonces Ray se asustó: se dio cuenta que ya no me asustaba, en

realidad. “¿Tan temprano, entrás?” me preguntó, con la Gárgola empezando a brillarle a

media máquina. “Sí” mentí: “Vamonós”.

Al llegar al Boul Mich teníamos que separarnos. A mí me quedaba algo muy importante

por largar, pero de golpe los ojos de Ray empezaron a hincharse y deshincharse como

nunca los había visto. Era algo espectacularmente terrorífico. “Vamos a sacarnos las

máscaras, Abelito” siseó: “Quedate piola de una vez, campeón. No me sigas jodiendo,

campeón: no soy una cucaracha. Cada cosa que hacés cada cosa que hablás cada cosa

que-”. Entonces me decidí a mostrarle los espolones, de una vez por todas. Como viejo
neurótico calderita de lata no tuve el menor problema para fingir una furia espantosa. Con

patadas en el suelo y todo. (Eso debí haber hecho desde el primer momento. No dejarme

ensuciar. No dejarme atropellar. No dejarme explotar. Pero todo demora media vida -por

lo menos- en aprenderse: todo.)

“¿Así que soy yo el que te jodo?” empezó a vociferar Abel: “¿Así que fui yo el que le

vendió la Pentax a Mozart y viví a costillas de mi compañero de chambre mostrándole

una Pentax prestada -y guardada en el armario con advertencia de no ser desenvuelta para

que no se viera que era la de Amelot- y aproveché que le partieran la cabeza con la cruz

de oro al ugandés para largar la bola de que la habían robado esa noche? Da la casualidad

que el asesino (la asesina, digo) entró esa noche en la chambre pero para otra cosa que no

tenía nada que ver contigo. ¿Pero no serás vos el que te robaste la cámara a vos mismo -

como dijiste un día embromando, allá en la isla- para seguir quedándote en París, tirándote

la guita de la venta en viajecitos a Holanda y-”. Ray levantó los brazos y empezó a pedir

que me callara, casi lloriqueando.

“No me calle un carajo” seguí, a grito pelado: “¿Por qué no me hacés callar vos? ¿Tenés

huevos o no, al final? No sé si tenés huevos pero además de tirártelas de vivo de

Hemingway sos vivo de verdad, hermano. Tuve que romperme mucho el mate para

entender la última jugada: ni Capablanca debe haber dado un zarpazo final de esa

categoría. Porque el otro día -cuando yo tuve la bondad de contarte que había averiguado

que Mozart tenía la Pentax- le pegaste un cigarrazo a la de Guy, por si yo la encontraba.

(Primer error: yo ya había visto la Pentax de Guy. Distraídamente, pero la había visto.)

Aunque igual se me pudo haber armado el gran entreverijo: pude haberme quedado

tratando de pegarle a la piñata hasta el día del Juicio Final, te lo aseguro. El segundo (y
gran) error fue menospreciar a Guy: no está tan loco. Nadie que ande suelto está tan loco

como para que se le borren ciertas cosas: Guy se dio cuenta enseguida que recién le habían

aujereado el fetiche. Te equivocaste, botija. ¿Y ahora qué máscara querés que yo me

saque, me podés decir?”.

Ray se abalanzó para abrazarme. “Yo te quiero mucho, Abel” dijo dos o tres veces

seguidas, reblandecidamente. Abel no se dejaba abrazar del todo porque tenía la sensación

de que el otro podía acuchillarlo en cualquier momento. Pero no pasó nada. “Bueno”

aflojé: “No llores, loco. Por favor. Vos sos un tipo que podés-”. “No” chilló Ray, dando

un paso atrás: “No. No me hables con lástima, te lo suplico. Me gustaría que nos

siguiéramos escribiendo, por lo menos. Dame tu dirección y yo te-”. “No” dije: “Dejalo

así, mejor”. Ray bajó la cabeza. “Mirá: lo que me gustaría sería poder agregar una sola

cosa más” empecé a decir sin tener la menor idea de dónde iba a parar: “Una sola cosa

que valiera por todo”. Y agregué: “No vayas a olvidarte jamás de cuál es tu apellido”.

Abel se dio vuelta y cruzó el Boul Mich a las zancadas. Nunca más volví a ver a Ray De

Deus.

ESA NOCHE canté por última vez en La Reja. Al amanecer le provoqué un feroz ataque

de risa a los gallegos, cuando le di la mano al Poeta: el ovejero me tendió su pata con

brumosa ternura. Dame la pata. No. La mano, he dicho. Salud. Y sufre -pensó Abel, sin

reírse. Después de acompañar a Picaflor me fui caminando nada menos que hasta

Champs-Elysées, donde estaba la agencia de viajes. El otoño me ofreció un amanecer

digno de ser respirado hasta el agotamiento: ahí estaba París, herrumbrado y sedoso. Hay

un sitio en el mundo, madre.


Me acordé de Sinclair. Morir cuerdo y vivir loco / como aventura no es poco. / Pero solo:

qué tristura -payé, sediento de otra latitud. Tenía avión el domingo de noche: al otro día.

Perfecto. Llamé a Colette por teléfono al trabajo y quedamos en almorzar juntos el

domingo. El sábado les tocaba a los Bugeia. Después llamé a la nena. La invité a cenar

esa noche en Le Bateau Ivre, para despedirnos recordando los viejos tiempos. Bénédicte

me contestó que casualmente estaba a punto de llamarme porque necesitaba verme. Ah,

Lady Brett: no hay torero que te dure -pensé, arrepintiéndome enseguida de la crueldad

gratuita.

Esa mañana les di -sin dormir- la última clase a los Bugeia. Abel se caía de cansado, pero

igual armaron un picado con los amigos de Patrick, y Abel y el Inspector se trancaron a

muerte: ganó el cuadro del Inspector, por penales. Patrick -que siempre jugaba conmigo-

casi lloraba de la bronca. “Hay que saber perder ¿no es cierto?” me toreó Marc, con

sudado cariño. Abel no dijo nada. Pero después le gritó al chiquilín, casi de un arco al

otro: “No le vayas a comentar nunca a Papá Maigret el secreto de por qué los dejamos

lucirse a ellos, Patrick”. Marc lo dejó pasar como un chiste inofensivo.

Al volver al apartamento pedí comunicación con Montevideo, para avisar cuándo llegaba.

Me la dieron en menos de media hora. Me atendió Ma-Sa. “Traéme una castaña

autobiografiada por la B.B.” gritó antes de colgar. Marlowe, el gran lagrimeador. Salut,

Arlette y Marc: gracias por la confianza, sobre todo. (Unos meses después demoré

bastante en contestarles dos postales seguidas y recibí una llamada de larga distancia: era

el Inspector, para asegurarse de que no me había pasado nada. Y Patrick me gritó que

tuviera cuidado con los orangutanes.)


DORMÍ LA SIESTA siesta un par de horas y me encontré con Bénédicte a las ocho, en

el Bateau mismo. Estaba todo como siempre, a excepción de los músicos de turno: eran

más malos que nosotros. Amed nos preparó una côte de boeuf espectacular y el Payaso

nos invitó con una botella de vino de marca. Bénédicte estaba tan maquillada y bien

vestida como la última vez que nos vimos, aunque un aura sombría le inflacionaba la edad

exageradamente. “Qué pasa” le pregunté en cierto momento, sin el menor dramatismo.

“Nada especial” contestó ella: “Pero esto del amor es difícil como el diablo”. Y me miró

como si yo fuera su Hijo por última vez. “Nadie dijo que fuera fácil” retruqué. “Es verdad”

murmuró la muchacha, acariciándome brevemente la mano. Tenía que irse a las diez. La

acompañé hasta el Lux entre la frialdad azul y radiante del otoño. Nos cambiamos las

direcciones y nos dijimos Te quiero mucho y Cuidate y Escribime. Fuera de esas

variedades prologales el ritual de la despedida con los besos posados en las comisuras de

las sonrisas se consumó exactamente igual que siempre.

AL OTRO día almorcé con Colette, y después caminamos largamente por el Lux y

subimos a matear a la chambre. Le conté que pensaba escribir una novela sobre

Maldonado antes de tirarme con esta. Le conté parte del argumento y todo, y la muchacha

brillaba de felicidad. Entre su perfume triste. Abel le regaló al mate la bombilla el póster

de la Revolución Cubana y la máquina de escribir, mientras ella lo ayudaba a empacar.

“¿Sabías que en las vacaciones te hice caso y leí Absalom, Absalom, al final?”

desembuchó Colette cuando terminamos de comprimir y cerrar la valija. “Mirá vos” me


reí: “No me habías dicho nada. Y qué te pareció”. “No lo entendí muy bien” dijo la

muchacha, empezando a ponerse el impermeable y dejando de sonreír abruptamente:

“Pero quería hacerte la pregunta que le hace Shreve a Quintin, si no te molesta. ¿Por qué

odiás a París?”. Abel no contestó y ella empezó a llorar sin hacer ruido. “Bueno, me voy”

dijo sonriendo: “Gracias por los regalos”. Pero no pudo parar de llorar. Mientras

bajábamos a la calle el llanto fue creciendo hasta hacerse ruidoso y casi se volvió un grito

cuando nos abrazamos en la puerta del hotel. “Me voy sola” se las arregló para jadearme

en la oreja: “No me acompañes a ningún lado, por favor”. Y corrió hasta el Boul Mich

sin darse vuelta. Entonces terminé de entender lo último que me faltaba entender. “No

odio a París” murmuré, con el jadeo de Quintin Compson entre la congelación celeste:

“No. No. No la odio. No la odio”.

PERO ME faltaba revisitar otro final más apto, todavía. Abel calculó cuánta plata le

quedaba y se fue en taxi hasta Invalides, donde debía tomar el ómnibus que lo llevaría

gratis al aeropuerto. Había un pequeño bar, en la estación. Allí me gasté los últimos dos

francos tomando una copa de rouge barato. No me hizo nada mal. Todo lo que logró fue

hacerme recordar a Bénédicte. Ma Dame. Siempre nos escribimos.

1979 / 2019

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