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EL PENSAMIENTO , MAURICE

BLONDEL
publicado en METALITERATURA Y ENSAYO Por RESEÑAS DE ENCICLOPEDIAS
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[La pensée]. Obra filosófica de Maurice Blondel (1861-1949) en dos volúmenes, de


los que el primero trata de la «Génesis del pensamiento y de los grados de su
espontánea ascensión» y el segundo de las «Responsabilidades del pensamiento y la
posibilidad de su realización», aparecidos en 1934.

Blondel busca, con el presente estudio, el hilo de continuidad que una todos los
pensamientos que «constituyen el mundo de la naturaleza y del espíritu». Lo que se
propone no es una teoría del conocimiento, sino el estudio total de todos los estados
de conciencia; busca, en suma, aquella norma que «tiene o, mejor dicho, es» el
pensamiento mismo. Éste está considerado como dirigido por dos momentos
dialécticos esenciales: el primero es el «noètico», que es «lo que en el mundo sujeto
al pensamiento consciente y reflejo es irreductible a la noción común de mate-
rialidad… lo que da cuenta del valor real del conocimiento, prepara el pensamiento
concreto y contemplativo… encarnación apenas delineada del nous, del logos», ele-
mento objetivo que garantiza una objetividad a la materia. El otro elemento es el que
garantiza al objeto un sujeto y se llama «pneumático» y es «lo que en un ser singular,
en un punto específico y que reacciona de forma cualitativa, aspira el ambiente
universal, luego lo asimila y por fin lo exhala».

De modo que materia y pensamiento no son dos realidades opuestas ni siquiera dos
modos de una única sustancia, como dijo Spinoza, «sino dos aspectos o más bien dos
realidades en devenir, diversa e incompletamente inteligibles». En los grados de las
síntesis superiores se repite esta inconmensurabilidad, que pudiéramos llamar
dramática, el resorte que sostiene toda la ascesis del sistema blondeliano. Así el
pensamiento en la realidad concreta se presenta como un «pensable» vivido en sus
momentos noètico y pneumático, en un estado de potencialidad del que el
«pensamiento pensante», o sea vivo y activo, lo despierta. Para que el «pensamiento
pensable» se convierta en pensante, es necesario que un centro acoja en sí la
posibilidad de lo pensable y viva y resuelva los problemas que sólo éste plantea. Es
en resumen necesaria una conciencia subjetiva, un yo.

El yo a su vez tiende a integrarse fuera de sí, a manifestarse, se enciende entonces en


él la «idea», o sea la aspiración de posesionarse del mundo exterior y asimilarlo. Pero
en la imposibilidad en que se encuentra el «pensamiento pensante» de integrarse en
una unidad total como también en la multiplicidad de un objeto o sujeto sencillo, se
ve obligado a fabricarse, obedeciendo al impulso de la «idea», algo provisional, con
el que definirse en el mundo exterior, un «símbolo ficticio», un «signo» que no
expresa nunca toda la «idea» ni es nunca completamente comprensible. Este «signo
artificial o convencional» es lo que comúnmente llamamos lenguaje y tiene la
función de mediatizar el conocimiento, que no es idéntico al pensamiento, sino que
representa únicamente una actividad del mismo. De hecho el lenguaje no agota el
pensamiento, porque la palabra, aun teniendo un significado preciso y delimitado,
no puede reproducir perfectamente la «idea» del sujeto que la ha «inventado» ni
sintetizar perfectamente la realidad que representa, en su unidad y multiplicidad.
Lleva en sí un «quid» misterioso que le permite devenir y evolucionar
continuamente.

No hay, pues, adaptación ni comprensión absoluta y total entre lo pensable y el


pensamiento pensante, sino sólo superaciones parciales. «La actividad racional», o
sea el «pensamiento pensante», instiga de hecho y continuamente al sujeto a salir de
sí mismo, a superar continuamente su propia conciencia y su propia acción, a pasar,
en suma, «ab interioribus ad superiora». Esto sucede con cada superación parcial,
en el reconocimiento que hace el pensamiento de su falta de adaptación ante el
infinito objetivo prefijado. De este acto de profunda humildad intelectual nace la
«idea de la idea», o sea de un signo infinito que encarne la «idea». De la
inagotabilidad de la idea del signo nace, pues, la «idea de Dios», que trasciende a
todo. Este trascendente que está al principio y al fin de todo pensamiento «que surge
de todo lo real realizado y realizable» es la necesidad misma de lo real que es y piensa,
necesidad de su vida, de su «no detenerse».

El pensamiento no puede ir más allá de la comprobación de la necesidad y existencia


de un trascendente, el contacto con ello es obra del «espíritu», momento vivo del
pensamiento mismo, «fuerza invisible incluso a la mirada del intelecto abstracto que
suple la falta de adaptabilidad del conocimiento», transportándonos a «aquella luz
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo», luz que es al mismo tiempo un
profundo misterio. El espíritu es cuanto sentimos en nosotros de incompleto y que
espera de Dios su realización. La razón desemboca en suma en la fe, la filosofía as-
ciende a la conquista de la infinita eternidad y encuentra su coronación en la religión
positiva. Comprender el mundo en su inagotable subjetividad y objetividad, verlo en
su síntesis unitaria y totalitaria es un trabajo imposible para la mente humana. Sólo
puede ser obra de iluminación divina. El pensamiento nos prepara a recibir «el
germen de vida» que sólo puede llevarnos a la unión mística con Dios. En Blondel se
pasa de la inmanencia a la trascendencia y en ello consiste la novedad que El pen-
samiento trae al mundo filosófico, en cuanto vuelve a proponer todos los problemas
del idealismo, del realismo y del dualismo cartesiano en forma dialéctica,
resolviéndolos religiosamente.

Toma un camino intermedio entre San Agustín y Santo Tomás, es decir, se atiénde
al Maestro interior y a la «illuminatio» de aquél, pero sin refutar completamente la
«res» de éste. Tampoco en el campo del pensamiento pierde de vista Blondel el
«filosofar», o sea su método meditativo, y llega a la conclusión pasando de aporía en
aporía sin detenerse nunca en ninguna solución propuesta, sino partiendo de cada
una de éstas hacia investigaciones cada vez más elevadas, horizontes cada vez más
amplios, hasta que en Dios no se pierde sino que vuelve a encontrarse.

G. F. Ajroldi
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