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Strathern (1999; 2000) y Riles (2000) destacan que, cuando estudiamos organizaciones,
como universidades, ONGs, transnacionales y —añadiría— escuelas, las descubrimos
saturadas de teoría. A veces la teoría es explícita, pero en ocasiones está sepultada bajo
las características infraestructurales (Bowker y Star, 1999) de la institución; bajo
categorías y supuestos teóricos congelados en sus procedimientos de caja negra, en sus
artefactos y formas organizativas. En ocasiones, esta infraestructura logra colarse en las
premisas de nuestro trabajo, dando forma a lo que alcanzamos a ver, a lo que hablamos, a
las preguntas que planteamos. Estamos en el "interior" de las redes que estudiamos, como
dice Riles (2000), y nuestro problema es ver hacia el interior de "las prácticas de
conocimiento que ya son conocidas por el investigador y que, de hecho, las utiliza" (pág.
5). Riles sugiere que "el impulso a exotizar mediante conceptos de comunidad, identidad
o tradición [y uno podría pensar en conceptos análogos usados en la investigación del
salón de clase] es un recurso metodológico, un esfuerzo por hacer conocido lo extraño
para que pueda ser aprehendido como etnografía" (pág. 5). Pero el problema, argumenta
Riles, no es volver conocido lo extraño, sino "hacer accesible analíticamente lo que ya
sabemos" (pág. 18).
En el caso de la enseñanza, el aprendizaje y la escuela, gran parte del material
conocido se vuelve dificil de poner en palabras; más aún cuando tratamos constructos
teóricos tales como "salón de clase", cual si fueran formas neutrales y les añadimos las
premisas de nuestra investigación. Sabemos, por ejemplo, que los salones de clase
rebasan sus confines; que los maestros dedican tanto tiempo a planear, calificar
exámenes, leer y hablar acerca de su trabajo fuera del salón clases, como el que destinan
a los niños en el interior de las aulas; y que los niños hacen tareas, estudian (o eso
quisiéramos pensar), hablan con sus padres, etcétera, y sin embargo, existe una cantidad
importante de literatura sobre "investigación en el salón de clase" en la que maestros y
alumnos parecieran ser fantasmas pedagógicos, condenados a existir en el interior de las
aulas, que entran en los salones sin historia y se disipan al salir. En ese tipo de trabajos, la
"enseñanza" es lo que sucede cuando maestros y niños se relacionan directamente en un
espacio contiguo, y nosotros podemos estudiarlo sin considerar la manera en que los
maestros planean, lee, califican, hablan con sus colegas, amigos, cónyuges y responden a
las quejas de los padres; el "aprendizaje" puede analizarse en términos del compromiso
de los niños con las labores del aula, de sus interacciones con el maestro y de las
conversaciones a hurtadillas entre ellos.
El problema no es simplemente que el enfoque de este tipo de trabajo se quede en
el interior del salón de clases, sino que el aula misma sea tratada como un espacio con
fronteras, disociado de la cadena de salones de clase por donde pasan los estudiantes;
ajeno a la escuela y a las relaciones de ésta con otras escuelas; al margen del vecindario y
la organización política en la que se localiza la ciudad; en suma, ajeno a la historia y la
geografía. Este supuesto de delimitación es característico incluso de las investigaciones
que estudian la manera en que género, clase, identidad étnica, el "habla" de los
participantes, la acción de la cultura popular o social o cultural, los capitales
materializados y objetivados afectan los sucesos en el salón de clase. El salón de clases se
descontextúa organizativamente, tratado como una suerte de vértice interaccional en el
que las prácticas culturales se absorben y transforman en desigualdades institucionales.
Los ritmos y el tiempo del trabajo curricular se contraen, y lo mismo sucede con las
extensiones institucionales y organizativas de la acción del aula que abarcan situaciones y
sucesos más allá de sus fronteras oficiales.
El tratamiento del salón de clase como un espacio-tiempo distinto y circunscrito
elimina aspectos importantes de la actividad de maestros y alumnos, y del entorno;
además genera cuestiones que son poco más que artefactos de esa exclusión. Engestrom
(1996), por ejemplo, ubica su trabajo, el de Davydov, y el de Lave y Wenger como
esfuerzos por teorizar maneras para vencer el "encapsulamiento" del salón de clase. Al
comparar —a manera de ejemplo— la enseñanza con las fases de la luna, Engestrom
sugiere que Davydov intenta "lanzar el conocimiento hacia fuera, y al mundo" (pág. 161),
que Lave y Wenger están interesados en "instar a que las prácticas de las comunidades
que se realizan en el mundo externo entren en la escuela" (pág. 164); al mismo tiempo su
idea es "transformar ...la actividad del aprendizaje escolar desde su propio interior" (pág.
168), al crear "redes de aprendizaje que trasciendan los límites institucionales de la
escuela y conviertan a ésta en un instrumento colectivo" (págs. 168-169). En cada caso,
al menos como lo presenta Engestrom, el punto de vista es el de la institución —la
pregunta es por qué los niños no usan lo que los maestros intentan enseñarles, en sucesos
posteriores o en otros lugares—, mientras que borra la postura de maestros y estudiantes,
para quienes los sucesos en el salón de clases son parte de un trabajo constante de la vida
diaria.
El problema es que los salones de clase no están "encapsulados" de esas posturas
excluidas. Maestros y alumnos siempre logran entender lo que están haciendo, dentro del
contexto de experiencias constantes más amplias que rebasan los límites del salón de
clase y de la escuela (aunque los diversos contextos o mediciones pragmáticas que
realizan los niños no necesiten semejarse a nada que pueda imaginar o suponer el
instructor). Lo anterior se aplica tanto en términos de "contenido" o de concentración
temática de la interacción como de las interacciones deícticas de los participantes. Como
Hanks (1996) señala: