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EL FANTASMA DE CANTERVILLE
Oscar Wilde
I
Cuando el señor Hiram B. Otis, ministro
de los Estados Unidos, compró el castillo de
Canterville, todos le advirtieron que cometía
una locura ya que, sin ningún lugar a dudas,
todo el lugar estaba embrujado.
El mismo lord Canterville, un hombre de
extremada honradez, se sintió en el deber de
advertírselo al señor Otis, cuando trataron las
condiciones.
-Nosotros mismos hemos de
sistido de vivir en el castillo -dijo lord
Canterville-, desde que una tía abuela, la
duquesa viuda de Bolton, sufrió un ataque
del que nunca se repuso, causado por el
espanto al sentir que dos manos de
esqueleto se posaban sobre sus hombros
cuando se vestía para la cena, y me siento
obligado a decirle, señor Otis, que el
fantasma ha sido visto por varios miembros
de mi familia, aún vivos, y también por el
párroco del pueblo, el reverendo Augusto
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Dampier, miembro del King's College, de


Cambridge. Después del infortunado
accidente ocurrido a la duquesa, ninguno de
nuestros jóvenes sirvientes quiso seguir con
nosotros, y lady Canterville ya no pudo
conciliar el sueño a causa de los misteriosos
ruidos provenientes tanto de la galería como
de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, pienso
comprar el inmueble con el fantasma por el
precio acordado. Provengo de un país
moderno donde tenemos todo cuanto el
dinero puede proporcionarnos, y nuestros
jóvenes son muy despiertos y recorren el
Viejo Continente arrebatándoles sus mejores
actrices y primadonnas; estoy convencido de
que si aún queda un fantasma en Europa,
pronto vendrán a buscarlo para exhibirlo en
un museo o como ejemplar de feria.
-Me temo que el fantasma existe -dijo lord
Canterville, sonriendo-, aunque se haya
resistido a las ofertas de los aventurados
empresarios de ustedes. Hace tres siglos que
se lo conoce, más precisamente desde 1584,
y siempre hace su aparición cuando un
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miembro de la familia está por morir.


-¡Bah!. Lo mismo hacen los médicos de
cabecera, lord Canterville. Los fantasmas no
existen, y no creo que las leyes de la
naturaleza suspendan su vigencia en favor
de la aristocracia inglesa.
-Por cierto que son muy incrédulos en
América -respondió lord Canterville, quien
no terminó de entender la última
observación del señor Otis-; si no le importa
tener un fantasma en su casa, tanto mejor.
Sólo recuerde que se lo advertí.
Unas semanas después se cerró el trato y,
a su tiempo, el ministro y su familia se
trasladaron al Castillo de Canterville. La
señora Otis, de soltera miss Lucrecia R.
Tappan (de la calle West, 53), había sido
una célebre belleza de Nueva York y era
todavía una mujer muy interesante, de edad
madura, con lindos ojos y soberbio perfil.
Muchas damas americanas, al dejar su país
natal adoptan aires de una persona que
padece una dolencia crónica, creyéndolo un
signo de refinamiento en Europa; pero la
señora Otis nunca incurrió en ese error.
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Tenía una magnífica constitución y una


gran vitalidad. En muchos aspectos era
completamente inglesa, e incluso podía
llegar a tomársela como un ejemplo
excelente de que tenemos todo en común
con América, excepto el idioma, por
supuesto.
Su hijo mayor, que había sido bautizado
con el nombre Washington por sus padres,
en un rapto de patriotismo que el joven no
dejaba de lamentar, era un muchacho rubio
y buen mozo, que se había calificado para la
diplomacia dirigiendo los bailes de sociedad
en el Casino de Newport, en el transcurso de
tres temporadas sucesivas, y aún en Londres
tenía fama de ser un bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y
la nobleza; fuera de esto, era muy sensato.
Como el castillo de Canterville se
encuentra a siete millas de Ascot, la estación
más cercana, el señor Otis telegrafió para
que fueran a buscarlos en un coche abierto y
emprendieron la marcha con gran alegría.
Era ése un hermoso atardecer de julio y
llenaba el aire una delicada fragancia de
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pinos. Se oían las palomas arrullándose


dulcemente y se veía en la maraña de
helechos la pechuga dorada de algún faisán;
las inquietas ardillas los espiaban a su paso,
desde la copa de las hayas, y los conejos
corrían entre los matorrales o por la blanda
hierba de las colinas, dejando bien a la vista
sus colas blancas.
En la escalinata los esperaba una anciana
pulcramente vestida de seda negra, con cofia
y delantal blancos. Era la señora Umney, el
ama de llaves, que la señora Otis, ante los
insistentes requerimientos de lady
Canterville, había accedido a conservar en
su puesto.
La señora Umney hizo una profunda
reverencia a la familia, a medida que cada
uno se fue aproximando, y dijo con la
especial cortesía de las buenas épocas:
-Doy la bienvenida a los señores en su
llegada al castillo de Canterville.
De pronto, la señora Otis detuvo su mirada
en una gran mancha de color rojo oscuro
que había sobre el suelo, precisamente al
lado de la chimenea, y sin tener conciencia
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de lo que significaba, le dijo a la señora


Umney:
-Parece que algo se ha derramado en este
sitio.
-Sí, señora -contestó aquélla en voz baja-,
es sangre...
-¡Es espantoso! -exclamó la señora Otis-.
No me gustan las manchas de sangre en un
salón. Hay que limpiar eso inmediatamente.
La anciana sonrió y con la misma voz baja
y misteriosa agregó:
-¡Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría! -
exclamó con aire de triunfo mientras miraba
a su familia llena de admiración. Pero no
bien hubo dicho esto, un relámpago increíble
iluminó la sala a oscuras y el retumbar de un
trueno los hizo levantarse a todos, salvo a la
señora Umney, que se desmayó.
-¡Pero qué clima tan espantoso! -dijo el
ministro con toda calma, mientras encendía
un cigarro-. Creo que el país de nuestros
ancestros está tan poblado, que no hay buen
tiempo suficiente para todos. Siempre opiné
que lo mejor que pueden hacer los ingleses
es emigrar.
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-Querido Hiram -dijo la señora Otis-, ¿qué


podemos hacer con una mujer que se
desmaya?
-Se lo descontaremos de su sueldo -dijo el
ministro-, después de eso no volverá a
desmayarse.
Y en efecto, en instantes la señora Umney
se incorporó. Sin embargo, se la veía
seriamente afectada; y con voz solemne
advirtió a la señora Otis que una desdicha
sobrevendría en el castillo.
-He visto cosas con mis propios ojos, señor
-dijo-, que pondrían los pelos de punta a
cualquiera; y durante noches y noches no he
podido dormir a causa de los hechos terribles
que aquí ocurren.
A pesar de lo cual, el señor y la señora Otis
aseguraron que de ningún modo les tenían
miedo a los fantasmas, y la vieja ama de
llaves, después de haber impetrado la
bendición de la Providencia sobre sus
nuevos amos, y de hacer insinuaciones para
un aumento de salario, se retiró renqueando
a sus habitaciones.
La tormenta se desató con gran ferocidad
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durante toda la noche, pero no sucedió nada


extraordinario. A la mañana siguiente,
cuando bajaron a tomar el desayuno,
encontraron de nuevo la terrible mancha
sobre el. entarimado.
-No creo en absoluto que sea una falla del
quitamanchas -dijo Washington-, pues lo he
probado sobre toda clase de manchas. Debe
ser cosa del fantasma.
En consecuencia, volvió a frotar
enérgicamente sobre la mancha hasta
borrarla. Y a la mañana siguiente ésta había
reaparecido, a pesar de que la biblioteca
quedó cerrada la noche anterior y la señora
Otis se había llevado la llave a su cuarto.
Dicho esto, el ministro de los Estados
Unidos dejó el frasquito sobre la mesa de
mármol, y tras cerrar la puerta, se volvió a
meter en la cama.
El fantasma de Canterville permaneció
unos minutos petrificado de indignación:
después arrojó violentamente el frasco contra
el suelo y huyó por el pasillo, lanzando unos
gemidos cavernosos y despidiendo una
tétrica luz verdosa.
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Recordó también la noche terrible en que


encontraron al bribón de lord Canterville
medio estrangulado en su cuarto, con una
sota de diamantes incrustada en la garganta
y que se vio obligado a confesar, antes de
morir, que por medio de aquel naipe había
estafado la suma de cincuenta mil libras a
Charles James Fox, en casa de Crokford,
jurando que aquella carta se la había hecho
tragar el fantasma.
Todas sus grandiosas hazañas iban
desfilando por su memoria. Vio pasar al
mayordomo que se voló la tapa de los sesos
por haber visto una mano verde tamborilear
en los cristales de la ventana; y a la bella
lady Stutfield, a la que condenó a llevar una
ancha cinta de terciopelo negro alrededor del
cuello para tapar la huella de cinco dedos,
marcados como un hierro candente sobre su
blanquísima piel, y que terminó por
ahogarse en el estanque de las carpas que
había al final de la Avenida Real.
Y, con el éxtasis ególatra del verdadero
artista, pasó revista a sus más famosas
apariciones; tuvo una sarcástica sonrisa para
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sí mismo al evocar su última salida en el pa-


pel de Rubén el Rojo o el Niño Estrangulado,
su debut en el de Gibeón el Flaco o el
Vampiro del Páramo de Bexley, y el éxito
que logró un anochecer encantador de junio,
sólo con jugar a los bolos con sus propios
huesos en el campo de tenis.
Tomó, en consecuencia, la decisión de
vengarse y permaneció allí hasta el
amanecer, en actitud de profunda me-
ditación.

A la mañana siguiente, cuando la familia


Otis se reunió para desayunar, se lo pasaron
hablando sobre el fantasma todo el tiempo.
El ministro de los Estados Unidos estaba, por
cierto, un poco ofendido al ver que su
ofrecimiento no había sido aceptado por el
fantasma.
-De ningún modo quisiera ofender al
fantasma -afirmó-y es importante dejar
sentado que, dada su larga estancia en esta
mansión, no fue nada amable tirarle
almohadas en la cabeza...
Lamento tener que decir que a esta
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observación tan apropiada, los gemelos


respondieron con una explosión de risas.
Estos cambios calidoscópicos divirtieron
mucho a la familia; y se cruzaban apuestas
entre ellos todas las tardes. La única que no
tomó parte en la broma fue la joven Virginia,
quien, por razones ignoradas, se sentía
siempre muy triste al ver la mancha de
sangre e incluso estuvo a punto de llorar la
mañana en que apareció verde esmeralda.
El fantasma hizo su segunda aparición un
domingo por la noche.
A poco de haberse acostado todos, los
alarmó un terrible estrépito proveniente del
vestíbulo.
Bajaron apresuradamente y se
encontraron con que una vieja armadura se
había desprendido de su soporte, cayendo
sobre las losas; al lado, sentado en un gran
sillón, el fantasma de Canterville se refregaba
la rodilla con un gesto de dolor agudo. Los
gemelos, que se habían venido con sus cer-
batanas, le dispararon inmediatamente dos
proyectiles, con esa puntería certera que sólo
se adquiere con un largo y paciente
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entrenamiento nada menos que sobre algún


profesor y desde los bancos del colegio.
El fantasma se levantó bruscamente,
lanzando un grito de furor y se disipó a la
vista de todos, como una niebla, apagando
de paso la vela de Washington Otis, por lo
que quedaron todos en una absoluta
oscuridad.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, se
repuso y decidió lanzar su célebre y diabólica
carcajada, que tan excelentes resultados le
había dado siempre.
Contaba la gente que con ella hizo
encanecer en una sola noche la peluca de
lord Raker y fue la causa de que se des-
pidieran, una tras otra, tres amas de llaves
francesas de lady Canterville, antes de
cumplir un mes en sus puestos.
Lanzó, pues, su carcajada más horrible,
despertando los ecos de las lóbregas
bóvedas; pero, antes de que éstos se
hubieran extinguido, se abrió una puerta y
apareció la señora Otis con una bata azul
celeste.
-Me temo que usted no se sienta nada bien
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-le dijo ella- y aquí le traigo un frasco de la


tintura del doctor Dobell. Si se trata de una
indigestión, comprobará que este remedio es
excelente.
Como hasta aquel día nunca había visto a
un fantasma, sintió un terrible miedo, y
después de lanzar rápidamente una segunda
ojeada al espantoso espectro, regresó a su
cuarto, tropezando en su largo sudario; cruzó
la galería corriendo y en su carrera dejó caer
el puñal enmohecido dentro de las botas de
montar del ministro, donde lo encontró al
día siguiente el mayordomo. Una vez
refugiado en su habitación, se desplomó
sobre su mísero lecho y se tapó la cabeza
con las sábanas. Pero después de un rato, el
valor indomable de los antiguos Canterville
se despertó nuevamente en él y adoptó la
firme resolución de hablarle al otro fantasma
en cuanto amaneciese.
Así fue que, no bien el alba comenzó a
platear las cimas de las colinas, volvió al sitio
en el que había visto por primera vez al
horroroso fantasma, pensando que, después
de todo, dos fantasmas valían más que uno
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solo, y que, con ayuda de su nuevo amigo,


podría contender victoriosamente con los
gemelos. Pero cuando llegó a aquel sitio, se
encontró en presencia de un terrible
espectáculo. Algo le sucedía al espectro, era
evidente, porque la luz había desaparecido
por completo de sus órbitas, la cimitarra
centelleante se había caído de su mano y
estaba recostado sobre la pared en actitud
violenta e incómoda. Se precipitó hacia el
espectro y lo sostuvo en sus brazos pero,
para horror suyo, vio que se le desprendía la
cabeza y rodaba por el suelo, mientras el
cuerpo se desplomaba; y entonces notó que
abrazaba una cortina blanca de dosel de
cama, y que yacían desparramados a sus
pies una escoba, un cuchillo de cocina y una
calabaza hueca. Sin poder comprender
aquella singular transformación, tomó con
mano febril el cartel, leyendo, a la claridad
confusa del amanecer, estas palabras
terribles:

EL FANTASMA OTIS
El único espectro auténtico y original.
¡Desconfíen de las imitaciones!
Todos los demás son falsificaciones.
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Y toda la verdad se le reveló de pronto.


¡Había sido burlado, chasqueado, humillado!
¡La antigua expresión de los Canterville
reapareció en sus ojos! Apretó sus
mandíbulas desdentadas y, levantando por
encima de la cabeza sus manos amarillas,
juró, según el pintoresco ritual de la antigua
escuela, que cuando el gallo tocase por
segunda vez el cuerno de su alegre llamada,
ocurrirían sangrientos sucesos, y la Muerte,
con callado paso, saldría de su retiro.
Apenas había terminado de formular este
atroz juramento, cuando de una alquería
lejana, de techumbre roja, surgió el canto de
un gallo. Lanzó una larga risotada, lenta y
amarga, y esperó. Esperó una hora tras otra,
pero por alguna razón misteriosa, el gallo no
volvió a cantar. Finalmente, a las siete y
media, la llegada de las sirvientas lo obligó a
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abandonar su terrible acecho y volvió a su


cuarto, pensando en su juramento vano y en
su fracasado proyecto. Una vez allí, consultó
varios libros de caballería, por los cuales
sentía predilección, y pudo comprobar que el
gallo había cantado siempre dos veces en
cuantas ocasiones se recurrió a semejante
juramento.
-¡Que el diablo se lleve a ese condenado
gallo! -maldijo, furioso-. En otras épocas, yo
hubiese caído sobre él, lanza en ristre,
obligándolo a cantar otra vez para mí, aun
en plena agonía.
Seguían atravesando cuerdas en el pasillo
para hacerlo tropezar en la oscuridad, y en
una ocasión en que se había caracterizado
para interpretar el papel de Isaac el Negro, o
el Cazador del Bosque de Hogley, tropezó y
cayó cuan largo era al poner el pie sobre una
pista de maderas engrasadas que habían
colocado los gemelos desde el umbral del
Salón de Tapices hasta el descanso superior
de la escalera de roble. Ésta última afrenta lo
enfureció tanto, que decidió hacer un último
esfuerzo para afirmar su dignidad y con-
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solidar su posición social. Fue así que


resolvió visitar a la noche siguiente a los dos
insolentes muchachos, con su célebre
caracterización de Ruperto el Temerario o El
Conde sin Cabeza.
El pobre Jack fue muerto al poco tiempo
en duelo por lord Canterville en el prado de
Wandsworth, mientras lady Bárbara moría
de pena en Tunbridge Wells antes de que
terminara el año; de modo que fue un éxito
magnífico por el lado que se lo viera. Sin
embargo era un papel de la más difícil
“caracterización” y me permito utilizar este
término usado en el teatro para referirme a
uno de los mayores misterios del mundo
sobrenatural o, dicho en lenguaje más cien-
tífico, del mundo extranatural, y necesitó tres
largas horas para completar sus preparativos.
Por fin, todo estuvo listo y quedó muy
satisfecho con su aspecto. Las grandes botas
de montar, haciendo juego con el traje, le
quedaban un poco holgadas y no pudo
encontrar más que una de las dos pistolas
del arzón; pero, en total, quedó muy
contento, y a la una y cuarto atravesó la
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pared y se dirigió al pasillo. Cuando llegó


cerca de la habitación ocupada por los
gemelos, que, debo decirlo, era conocida
como la Alcoba Azul por el color de sus
cortinas, se encontró con la puerta
entornada. En su afán de hacer una entrada
sensacional, la abrió violentamente, de par
en par, y le cayó encima una jarra de agua
que lo dejó empapado hasta los huesos, y
por poco le aplasta el hombro.
Al mismo tiempo, oyó unas risas sofocadas
que provenían de las camas con dosel; su
sistema nervioso sufrió una conmoción tal
que salió huyendo hacia su cuarto a toda
velocidad, y al día siguiente tuvo que
quedarse en la cama con una fuerte gripe.
El único consuelo que tuvo fue el de no
haber llevado su cabeza sobre los hombros,
pues, si no, las consecuencias hubieran sido
mucho más graves.
Desde esa noche renunció para siempre a
toda esperanza de asustar a aquella
inconmovible familia, y se conformó con
vagar en zapatillas de fieltro, con una gruesa
bufanda roja al cuello por temor a las
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corrientes de aire, y empuñando un pequeño


arcabuz por si lo atacaban los gemelos. Pero
el 19 de septiembre fue cuando recibió el
golpe de gracia. Había bajado hasta el
amplio vestíbulo, seguro de que allí estaría
libre de cualquier ataque, y se entretenía
haciendo satíricas observaciones sobre las
grandes fotografías del ministro de los
Estados Unidos y de su esposa, tomadas por
Saroni, que ahora ocupaban el lugar de los
retratos de la familia de los Canterville. Iba
vestido sencilla, pero decentemente, con un
amplio sudario, moteado de musgo de
cementerio; se había atado la quijada con
una tira de tela amarilla y llevaba una
linterna pequeña y un azadón de se-
pulturero. En resumen: iba vestido de Jonás
el Desenterrado o de Ladrón de Cadáveres
de la Granja de Chertsey, una de sus más
notables creaciones, inolvidable para los
Canterville, puesto que motivó la pelea que
sostuvieron con lord Rufford, su vecino.
Serian las dos y cuarto de la madrugada
aproximadamente, y todo parecía descansar
en el castillo. Pero cuando sir Simón se
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dirigía confiadamente hacia la biblioteca


para ver si aún quedaban rastros de la
mancha de sangre, dos figuras se arrojaron
de pronto sobre él, agitando locamente los
brazos por encima de sus cabezas y
gritándole al oído: "¡ Uhhh! ¡Uhhh!"
Lleno de pánico, lo que era propio en tales
circunstancias, corrió hacia la escalera; pero
allí lo estaba esperando Washington Otis con
una gran regadera. Y estando cercado así
por sus enemigos, acorralado, tuvo que
evaporarse por la estufa de hierro, que
afortunadamente estaba apagada,
abriéndose paso por entre los caños y
chimeneas hasta su cuarto, adonde llegó en
un estado tremendo de excitación,
desesperado y cubierto de hollín. Desde
entonces, nunca más volvió a intentar
ninguna expedición nocturna.
Todo el mundo creía que el fantasma por
fin había desaparecido, y por ese motivo el
señor Otis le escribió una carta a lord
Canterville comunicándoselo, y el lord le
contestó, a su vez, expresando su más entera
satisfacción por la noticia y enviando sus
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más respetuosas felicitaciones a la digna


esposa del ministro.
Hizo, por tanto, sus preparativos para
manifestarse ante el jovencito enamorado de
Virginia, en su famoso papel de El Fraile
Vampiro o El Benedictino Desangrado,
creación tan horrorosa que cuando la vieja
lady Startup se la vio representar, la víspera
del funesto Año Nuevo de 1764, empezó a
lanzar unos agudísimos gritos que derivaron
en un fuerte ataque de apoplejía, que
ocasionó su defunción a los tres días, no sin
desheredar antes a los Canterville, sus más
cercanos parientes, y legar toda su fortuna a
su farmacéutico de Londres.
Pero en el último momento, el terror que le
inspiraban los gemelos lo contuvo en su
cuarto, y el joven duque pudo dormir
tranquilo en el gran lecho con dosel
coronado de plumas del Dormitorio Real,
soñando con Virginia.

Realmente se lo veía tan abatido, que la


joven Virginia, cuyo primer impulso fue salir
corriendo y refugiarse en su cuarto, sintió
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tanta pena por él que decidió consolarlo.


Pero la jovencita tenía un andar tan suave
y él una melancolía tan profunda que el
fantasma no se dio cuenta de su presencia
hasta que ella le habló.
-Siento mucho lo sucedido -dijo-; pero mis
hermanos vuelven mañana a Eton, y desde
ese momento, si usted se porta bien, nadie lo
molestará más.
-Es absurdo pedirme que me porte bien -
respondió el fantasma, mirando asombrado
a la joven que tenía la audacia de hablarle, y
para colmo, de ese modo-, realmente absur-
do. No puedo hacer otra cosa más que
sacudir mis cadenas, gemir por los agujeros
de las cerraduras y vagar durante la noche;
no creo que esto sea portarse mal, de ningún
modo. Es mi única razón de ser.
-Si, tengo que admitirlo -respondió con
toda petulancia el fantasma-, pero era un
asunto exclusivamente familiar en el que
nadie tiene por qué meterse.
-Está muy mal eso de matar- contestó
Virginia, que a veces adoptaba un suave
gesto de gravedad puritana, heredado quizá
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de algún antepasado de la Nueva Inglaterra.


-¡Oh, odio la severidad barata de la moral
abstracta! Mi mujer era insufrible; nunca
almidonaba lo suficiente mis golas y no sabía
nada de buena cocina. Figúrese que un día,
yo había cazado un magnifico gamo en los
bosques de Hogley, un hermoso macho de
dos años. ¡No puede usted imaginarse cómo
me lo sirvió! Pero, en fin, dejemos esto; es
asunto pasado. Aunque no me parece nada
bien que los hermanos de mi mujer me
dejaran morir de hambre, a pesar de que yo
la haya matado.
-¿Lo dejaron morir de hambre? ¡Oh, señor
fantasma..., sir Simón, quiero decir! ¿Tiene
hambre? Tengo un sandwich en mi caja. ¿Lo
quiere?
-No, gracias, ahora ya no como; pero de
todos modos, es usted muy amable, mucho
más atenta que el resto de su horrible,
agresiva, vulgar y nada honorable familia.
-¡Basta!- exclamó Virginia dando un fuerte
puntapié en el suelo-, el agresivo, el horrible
y el vulgar será usted, y en cuanto a
honorabilidad, bien sabe usted que me ha
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robado todos los colores de mi caja de


pinturas para restaurar esa ridícula mancha
de sangre de la biblioteca. Primero me quitó
los rojos, incluso el bermellón, y no pude ya
pintar más las puestas de sol; después,
agarró usted el verde esmeralda y el amarillo
y ya sólo me quedan el añil y el blanco de
China; así es que ahora únicamente puedo
pintar claros de luna, que son siempre
deprimentes, y muy difíciles de pintar. Y no
le he dicho nada, aun estando bastante
enojada, y a pesar de que su proceder era
completamente ridículo, porque, dígame, ¿se
ha visto alguna vez sangre color verde
esmeralda?
-Está bien, está bien -dijo el fantasma con
dulzura-; pero, ¿qué quería que hiciera? Es
muy difícil en los tiempos actuales conseguir
sangre de verdad, y como su hermano
mayor fue quien empezó con su
quitamanchas "sin rival", no veo por qué no
iba yo a emplear sus pinturas. En cuanto al
color, esto siempre es cuestión de gustos.
Así, por ejemplo, los Canterville tienen
sangre azul, la más azul que existe en
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Inglaterra..., aunque sé muy bien que


ustedes los americanos no hacen ningún
caso a esas cosas.
-No creo que me gusten mucho los
Estados Unidos...
- ¡ Que no tienen curiosidades ni ruinas! -
replicó el fantasma-. Pues, ¿y su Marina, y
sus modales?
-Buenas noches; voy a pedirle a papá que
les dé a los gemelos otra semana de
vacaciones.
-¡Por favor, no se vaya, señorita Virginia! -
exclamó el fantasma-. ¡Estoy tan solo y soy
tan desgraciado, que realmente no sé lo que
hago! Quisiera dormir y no puedo.
-Pues no lo entiendo. No tiene más que
acostarse y apagar la luz. Resulta dificilísimo,
a veces, permanecer despierto,
especialmente en la iglesia; pero, en cambio,
dormir me parece muy sencillo. ¿O acaso los
niños no saben dormir admirablemente y no
son de los más listos?
-Hace trescientos años que no duermo -
dijo el anciano fantasma tristemente,
haciendo que Virginia abriera asombrada,
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sus grandes ojos azules-; hace ya trescientos


años que no duermo, y es por eso que me
siento tan cansado.
Virginia se puso seria y sus finos labios
temblaron como pétalos de rosa. Se acercó
al fantasma y, arrodillándose junto a él,
contempló su cara envejecida y arrugada.
-¡Pobre fantasma! -dijo murmurando-. ¿No
tiene un lugar donde pueda dormir?
-Allá lejos, al otro lado del pinar -dijo él en
voz baja y soñadora-, hay un jardincito; la
hierba crece en él alta y espesa; allí están las
flores de la cicuta como estrellas blancas; allí
canta el ruiseñor durante toda la noche.
Durante toda la noche canta, y la helada
luna de cristal mira hacia abajo y el tejo
añoso extiende sus brazos gigantes sobre los
que duermen...
-Habla usted del Jardín de la Muerte -
murmuró.
-Sí; de la Muerte. ¡La Muerte que debe de
ser tan hermosa! Descansar en la blanda
tierra oscura, bajo las hierbas que se
balancean con el aire, y escuchar el
silencio... No tener ni ayer ni mañana.
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Olvidar el tiempo y la vida, yacer en paz....


Usted puede ayudarme. Usted puede
abrirme las puertas de la Muerte, porque el
Amor la acompaña siempre, y el Amor es
más fuerte que la Muerte.
Virginia se estremeció. Un helado
escalofrío recorrió su cuerpo, y durante unos
instantes se hizo un gran silencio. Sentía
como si estuviera en una terrible pesadilla.
Y el fantasma volvió a hablar y su voz
sonaba como los suspiros del viento:
-¿Ha leído usted alguna vez la antigua
profecía que está grabada en las vidrieras de
la biblioteca?
-¡Oh! Muchas veces -exclamó la
muchacha, alzando los ojos hacia él-. La
conozco muy bien. Está pintada con unas
curiosas letras negras y resultan muy difíciles
de leer. No tiene más que estos seis versos...
-Lo que esas palabras significan- dijo el
fantasma tristemente-, es que usted tiene que
llorar por mí, llorar por mis pecados, porque
yo no tengo lágrimas, y además tendrá que
rezar conmigo por mi alma, pues no tengo
fe; y entonces, si ha sido usted siempre
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dulce, buena y tierna, el Ángel de la Muerte


por fin se apiadará de mí. Verá usted formas
horribles en las tinieblas, y voces diabólicas
murmurarán en sus oídos; pero no podrán
causarle ningún daño porque las fuerzas del
infierno no pueden hacer nada contra la
pureza de una niña.
Virginia no contestó, y el fantasma se
retorció las manos en su desesperación,
contemplando la rubia cabeza inclinada.
De pronto la muchacha se levantó muy
pálida, con un extraño fulgor en los ojos, y
exclamó con firmeza:
-No, no tengo miedo. Le rogaré al Ángel
de la Muerte que se apiade de usted.
El fantasma se levantó de su asiento y
lanzó un desmayado suspiro de alegría, y
tomándole la mano con la gentileza y gracia
de otras épocas, la besó.
Sus dedos estaban tan fríos como el hielo y
sus labios abrasaban como el fuego, pero
Virginia no flaqueó y él la condujo a través
de la habitación sombría. Sobre un tapiz de
un verde deslucido estaban bordados unos
pequeños cazadores que al pasar ella
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soplaron en sus cuernos adornados con


flecos, y con sus lindas manos le hicieron
señas para que retrocediera.
-¡ Vuelve sobre tus pasos, Virginita! -
gritaban-, ¡no sigas, no sigas!
Pero el fantasma le apretó la mano con
más fuerza y ella cerró los ojos para no
verlos. Horribles monstruos de cola de
lagarto y ojazos saltones esculpidos en las
esquinas de la chimenea, gesticularon
maliciosamente, diciéndole en voz muy baja:
-¡Ten cuidado, Virginita, ten cuidado!
¡Acaso no volvamos a verte!
Pero el fantasma apuró entonces el paso y
Virginia no los escuchó. Cuando llegaron a
un extremo de la habitación, el fantasma se
detuvo un instante, murmurando unas
palabras que ella no comprendió. Y en el
instante mismo en que Virginia abrió de
nuevo los ojos, vio que el muro se
evaporaba lentamente, como una niebla, y
se abría ante ella una negra caverna.
Un frío y áspero viento los azotó, y Virginia
sintió que le tiraban del vestido.
-¡Rápido, rápido -gritó el fantasma-, de lo
30 de 72

contrario, será demasiado tarde!


Y en ese preciso instante, el muro se cerró
nuevamente tras ellos y el Salón de Tapices
quedó vacío.
El joven duque de Chesire, loco de
ansiedad, rogó encarecidamente al señor
Otis que lo dejara acompañarlos; pero el
ministro se negó, temiendo que hubiera
alguna pelea. De todos modos, cuando llegó
a ese lugar, vio que los gitanos ya se habían
marchado. Sin duda alguna, era evidente
que su partida había sido muy repentina,
pues las hogueras estaban ardiendo todavía
y además quedaban algunos platos sobre la
hierba.
-Lo siento muchísimo, señor Otis -dijo el
muchacho con voz jadeante; pero no puedo
comer nada mientras Virginia no aparezca.
No se enoje conmigo, por favor. Si usted nos
hubiera permitido casarnos el año último, no
hubiera sucedido esto. No me hará usted
volver, ¿verdad? ¡No podría... ni querría
irme!
El ministro no pudo hacer otra cosa más
que sonreírle a aquel joven tan encantador
31 de 72

como atolondrado, muy conmovido ante el


cariño que mostraba por su hija Virginia; in-
clinándose sobre su caballo, le dio unas
palmaditas en el hombro, y le dijo:
-Bueno, Cecil; si usted no quiere volverse,
accedo a llevarlo en mi compañía; pero, eso
si, tendremos que comprarle un sombrero en
Ascot.
- ¡ Al diablo los sombreros! ¡ Lo que quiero
es a Virginia! -exclamó el joven duque
riendo; y acto seguido, galoparon hasta la
estación.
Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe
si no había visto en el andén a alguna
muchacha cuya descripción coincidiera con
la de Virginia, pero no consiguió averiguar
nada.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas,
registraron el castillo minuciosamente; pero
sin ningún resultado. Era por demás evidente
que Virginia estaba perdida, al menos por
aquella noche.
Y el señor Otis y los jóvenes volvieron al
castillo, en un estado de profundo
abatimiento, seguidos por el lacayo, que
32 de 72

llevaba de las bridas a los dos caballos y al


pony.
En el vestíbulo se encontraron con un
grupo de sirvientes muy asustados, y en la
biblioteca, a la pobre señora Otis, recostada
sobre un sofá, enloquecida de espanto y de
ansiedad, y a la vieja ama de llaves,
humedeciéndole la frente con agua de
colonia.
Fue una comida tristísima; apenas habló
nadie, y hasta los mismos gemelos se
mostraban abatidos, pues querían mucho a
su hermana. Cuando terminaron, el señor
Otis, a pesar de los ruegos del joven duque,
mandó que todo el mundo se acostase,
puesto que nada se podía hacer ya, al menos
por aquella noche. Y dijo que al día siguiente
telegrafiaría a Scotland Yard para pedir que
le mandaran inmediatamente varios
detectives.
Justo cuando salían del comedor, el reloj
de la torre daba las doce; y apenas sonó la
última campanada, se oyó un crujido
acompañado de un grito muy penetrante, y
un trueno terrible sacudió el castillo; una
33 de 72

música extraterrenal resonó en el aire; un


lienzo de pared se desplomó con estrépito en
el descanso de la escalera y allí, de pie, muy
pálida, casi blanca por completo, apareció la
joven Virginia, llevando un cofrecito en sus
manos. Inmediatamente, todos salieron
corriendo hacia ella. La señora Otis la
estrechó apasionadamente contra sí, el joven
duque la ahogó casi con sus besos y los
gemelos ejecutaron una danza de guerra
salvaje alrededor de todo el grupo.
-¡Santo cielo, hija! ¿Dónde estabas? -dijo el
señor Otis, bastante irritado, creyendo que
les había querido hacer una broma-. Cecil y
yo hemos recorrido toda la comarca a ca-
ballo buscándote y tu madre ha estado a
punto de morirse de espanto. ¡No vuelvas a
hacer una broma así a nadie, por favor!
- ¡ Salvo que haya sido el fantasma! -
gritaron los gemelos, continuando con sus
volteretas.
-¡Ay, hija mía, gracias a Dios que te hemos
encontrado. Ya no volverás a separarte
nunca de mí!-murmuró la señora Otis,
besando a la muchacha, toda trémula y
34 de 72

acariciando sus cabellos rubios, que le caían


un poco revueltos sobre los hombros.
-Papá -dijo Virginia dulcemente-, estaba
con el fantasma. Ha muerto ya y tienen que
venir a verlo. Fue muy malo; pero se ha
arrepentido sinceramente de todo cuanto
hizo, y antes de morir me ha dado este
cofrecito de joyas.
Toda la familia la contempló muda y
estupefacta; pero Virginia estaba muy seria y
dando media vuelta, los llevó a través de la
abertura en el muro y los condujo por un
corredor secreto. Washington la seguía,
portando una vela encendida que tomó de la
mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de
roble llena de gruesos clavos herrumbrosos.
Cuando Virginia la tocó, la puerta se abrió
sobre sus pesados goznes y se hallaron en
una pequeña habitación, de techo
abovedado, que tenía una ventanita con
rejas. Junto a una gran argolla de hierro,
empotrada en el muro, y con la cual estaba
encadenado, había un esqueleto amarillento,
tendido cuan largo era sobre las losas, y que
parecía estirar sus dedos descarnados
35 de 72

intentando llegar a un recipiente y a un


cántaro de formas antiguas, colocados de tal
manera, que estaban justamente fuera de su
alcance. El cántaro había estado lleno de
agua, indudablemente, pues tenía su interior
tapizado de verdín. Sobre el recipiente no
quedaba más que un montón de polvo.
-¡Miren! -exclamó de pronto uno de los
gemelos que había ido a mirar por la
ventanilla, para calcular hacia qué parte del
castillo se encontraba aquella habitación-. El
viejo almendro que estaba seco ha florecido.
Se ven desde aquí perfectamente las flores, a
la luz de la luna.
-¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente
Virginia, levantándose; y un magnífico fulgor
pareció iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque.
Y rodeándole el cuello con sus brazos, la
besó.
-Mi querido señor, su encantadora hija ha
prestado un servicio importantísimo a mi
infortunado antecesor sir Simón, y tanto mi
familia como yo le estamos muy agradecidos
por su coraje asombroso y su resolución. Las
36 de 72

joyas le pertenecen, sin duda alguna, y creo


que si yo fuera tan desalmado como para
quitárselas, el viejo pícaro saldría de su
tumba al cabo de quince días para
malograrme la existencia. En cuanto a que
sean parte de la herencia, no podrían
considerarse como tales sino después de
estar especificadas así en un testamento o en
otro documento legal; y menos cuando la
existencia de esas joyas ha permanecido
ignorada hasta ahora. Le aseguro a usted
que son tan mías como de su mayordomo, y
también me atrevo a asegurarle que cuando
la señorita Virginia sea mayor, le gustará
tener cosas tan lindas para engalanarse,
Además, usted se olvida, señor Otis, que
adquirió el inmueble con el fantasma, todo
por un mismo precio; de modo que todo
cuanto pertenece al fantasma pasó a ser
posesión suya, puesto que cualquiera haya
sido la actividad de sir Simón durante las
noches por las galerías, no por eso dejaba de
estar menos muerto desde el punto de vista
legal, y su compra le hace a usted dueño de
todo cuanto le pertenecía a él.
37 de 72

La señorita Virginia E. Otis era una


jovencita de 15 años, tan esbelta y graciosa
como una gacela, con un dulce aire de
ingenuidad en sus grandes ojos azules Era
una excelente amazona1 y una vez,
galopando en una carrera de dos vueltas al
parque, derrotó al viejo lord Bilton por un
cuerpo y medio, precisamente frente a la
estatua de Aquiles, para gran deleite del
joven duque de Chesire que le propuso
matrimonio en el acto, por lo que sus tutores
tuvieron que enviarlo de vuelta a Eton esa
misma noche, completamente bañado en
lágrimas.
Después de Virginia venían los dos
gemelos, a quienes se los llamaba por sus
sobrenombres: Estrellas y Barras2, porque se
los veía siempre ostentándolas. Eran dos
chicos encantadores y junto con el ministro,
los únicos verdaderos republicanos de la
familia.

1
Amazona: nombre para designar al jinete cuando éste es una
mujer.
2
En alusión a la bandera de los Estados Unidos de
Norteamérica.
38 de 72

Sin embargo, en cuanto ingresaron en la


avenida del Castillo de Canterville, el cielo se
nubló repentinamente; un extraño silencio
invadió la atmósfera; una gran bandada de
cornejas3 cruzó silenciosamente por encima
de sus cabezas y poco antes de llegar al
castillo, ya habían caído unas gruesas gotas
de lluvia.
La siguieron y cruzaron un hall de fino
estilo Tudor4 hasta la biblioteca; era ésta un
largo y amplio salón con una gran ventana
de cristales al fondo. El té estaba listo, y una
vez que se hubieron quitado los abrigos, se
sentaron todos curioseando a su alrededor,
mientras la señora Umney iba de una lado al
otro, sirviéndolos.
-Es sangre de lady Leonor de Canterville,
asesinada en ese mismo sitio por su propio
esposo, sir Simón de Canterville, en 1575.
Sir Simón la sobrevivió nueve años y luego
3
Ave que en la antigüedad era tenida como agorera. Su
presencia significaba buena suerte si aparecía a la derecha en
contraposición de su aparición a la izquierda.
4
Se llama así al estilo que corresponde al último período de la
arquitectura gótica y que floreció en Inglaterra bajo la dinastía
de los Tudor(1485-1603)
39 de 72

desapareció en circunstancias muy


misteriosas. Su cuerpo no se encontró
nunca, pero su alma en pena sigue
rondando el castillo. La mancha de sangre
ha sido muy admirada por los turistas, y es
imposible hacerla desaparecer.
-¡ Tonterías! -exclamó Washington Otis-. El
producto quitamanchas Campeón, de la casa
Pinkerton, hará desaparecer esto en un
santiamén -y antes de que la aterrorizada
ama de llaves pudiese intervenir, ya se había
arrodillado y frotaba vigorosamente el
entarimado con una barrita de una sustancia
que semejaba un cosmético negro. A los
pocos instantes, no quedaban ni rastros de la
mancha.

II
Desde aquella oportunidad, toda la familia
comenzó a interesarse por el asunto. El señor
Otis llegó a pensar que había estado
demasiado dogmático al negar la existencia
de los fantasmas; la señora Otis mencionó su
intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica,
40 de 72

y Washington redactó una larguísima carta a


los señores Myers y Podmore, basada en la
persistencia de ciertas manchas de sangre
procedente de un crimen. Aquella noche,
cualquier duda acerca de la existencia
objetiva de los fantasmas quedó disipada.
El día había sido caluroso y soleado y la
familia aprovechó el fresco de la tarde para
dar un paseo en coche. No regresaron sino
hasta las nueve, y luego tomaron una ligera
cena. La conversación no se refirió en
ningún momento a los fantasmas, de modo,
entonces, que faltaban las condiciones más
elementales de sugestión que suelen
preceder, tan a menudo, a los fenómenos
psíquicos. Los temas que trataron, por lo que
me dijo después el señor Otis, fueron
aquellos tan habituales en las conversaciones
de los norteamericanos cultos que
pertenecen a la clase alta, como por ejemplo
la inmensa y nada discutida superioridad
como actriz de miss Fanny Davenport5 sobre
5
Fanny Davenport (1850-1892). Actuó por primera vez cuando
sólo tenía doce años, en un teatro de Nueva York. Más tarde
formó compañía propia, interpretando obras de gran renombre
41 de 72

Sarah Bernhardt6; la dificultad de encontrar


maíz verde, galletas de trigo sarraceno y
polenta, aun en las mejores casas inglesas; la
importancia de Boston en el desarrollo del
alma universal; las ventajas del sistema de
facturación de equipajes para viajes fe-
rroviarios y la dulzura del acento
neoyorquino comparado con la dura
pronunciación de Londres. No se habló para
nada de lo sobrenatural ni se hizo la menor
alusión a sir Simón de Canterville.
A las once la familia se retiró a sus
habitaciones y a las once y media estaban
apagadas todas las luces. Un rato después,
un ruido singular en el pasillo próximo a la
habitación despertó al señor Otis. Parecía
como si se arrastrasen hierros viejos, y cada
vez se oían más cerca. El señor Otis se
levantó en el acto; encendió la luz y miró la
hora: era la una en punto. El ministro estaba
6 Sarah Bernhardt (1844-1923). Famosa actriz francesa, cuyo
nombre verdadero era Henriette Rosine Bernard. Se reveló
como artista genial ya desde sus primeras actuaciones.
Obtuvo brillantes éxitos en la Comedia Francesa y en los más
importantes teatros de Europa y los Estados Unidos.
42 de 72

muy tranquilo; se tomó el pulso y no lo


encontró nada alterado. El extraño ruido
continuaba y a la par se oían claramente
unas pisadas. Se puso las zapatillas, tomó un
frasquito de su tocador y abrió la puerta.
Exactamente frente a él, a la pálida luz de la
luna, vio a un anciano de aspecto aterrador.
Sus ojos parecían dos carbones encendidos.
Largos cabellos grises caían sobre sus hom-
bros en mechones revueltos; sus ropas, de
corte muy antiguo, eran harapientas y sucias,
y de sus muñecas y tobillos colgaban unas
pesadas cadenas y grilletes mohosos.
-Mi distinguido señor -dijo el señor Otis-,
por favor, permítame pedirle
encarecidamente que engrase esas cadenas:
le traigo para eso un frasco del lubricante
Tammany Sol Naciente. Dicen que es muy
eficaz y basta una sola aplicación; además,
en la misma etiqueta podrá apreciar numero-
sos testimonios de ilustres teólogos
confirmando su eficacia. Se lo dejo aquí,
junto a los candelabros, y con gusto le
proporcionaré más si usted me lo pide.
Pero cuando llegaba al descanso de la
43 de 72

gran escalera de roble, se abrió de pronto


una puerta y aparecieron dos siluetas
infantiles vestidas de blanco y... ¡una gruesa
almohada pasó volando sobre su cabeza!
Evidentemente no había tiempo que perder;
utilizando rápidamente como medio de fuga
la cuarta dimensión del espacio, se
desvaneció a través de la pared y la casa
volvió a quedar en apacible silencio.
Al llegar a una pequeña cámara secreta en
el ala izquierda del castillo, se recostó sobre
un rayo de luna para tomar aliento y se puso
a meditar sobre su particular situación. Ja-
más en toda su brillante y prolongada
carrera, que llevaba ya trescientos años
seguidos, había sido insultado tan gro-
seramente. Pensó en la duquesa viuda, a la
que hizo caer desmayada del susto cuando
se estaba mirando al espejo en su tocador,
cubierta de brillantes y encajes; recordó
también a las cuatro doncellas a quienes les
había provocado un ataque de locura con
convulsiones histéricas, nada más que por
aparecerse entre las cortinas de uno de los
cuartos para invitados; al párroco del pueblo,
44 de 72

cuya vela apagó de un soplo cuando volvía


de la biblioteca, a altas horas de la noche, y
que desde entonces fue víctima de toda clase
de desequilibrios nerviosos y debió quedar
bajo el buen cuidado de sir William Gull, y a
la vieja madame de Tremouillac, que al
despertarse a la madrugada y verlo nada
menos que en esqueleto, sentado en el sillón
de su alcoba, junto al fuego y leyendo su
diario, como resultado de esa impresión
debió permanecer en cama durante seis
semanas, con una fiebre cerebral. Y una vez
que se hubo recuperado, se reconcilió con la
Iglesia y rompió toda clase de relaciones con
el tan escéptico monsieur de Voltaire7.
Y todo eso, ¿para qué? ¡Para que unos
odiosos estadounidenses le ofrecieran el
lubricante marca Sol Naciente y le tirasen
almohadas a la cabeza! Era realmente
intolerable. Además, la historia enseñaba
que nunca, ningún fantasma fue tratado con

7
Voltaire era el seudónimo de François-Marie Arouet, escritor
francés (1694-1778). Figura de celebridad universal. Fue un
crítico mordaz de las creencias tradicionales, sobre todo las
profesadas por la Iglesia Católica
45 de 72

tanta torpeza.
III
-Pero por otro lado -continuó el señor Otis-
, si sigue empeñado en no usar el lubricante
marca Sol Naciente, nos veremos obligados
a quitarle sus cadenas. No sería posible
dormir con semejante ruido en los pasillos.
Sin embargo, en toda aquella semana no
fueron molestados. Lo único que les llamó la
atención fue la reaparición continua de la
mancha de sangre sobre el piso de la biblio-
teca. Era realmente muy raro, ya que la
señora Otis cerraba la puerta con llave por la
noche y atrancaba las ventanas. Los cambios
de color que iba sufriendo la mancha,
comparables a los de un camaleón,
provocaron frecuentes comentarios. Unas
mañanas aparecía de un rojo bien oscuro,
casi morado; otras, bermellón; después de
un púrpura espléndido, y un día, cuando
bajaron a rezar de acuerdo con los ritos
sencillos de la Iglesia Episcopal Reformada e
Independiente de América, la encontraron
de un verde esmeralda muy brillante.
46 de 72

Mientras tanto, el ministro de los Estados


Unidos mantenía al fantasma bajo la
amenaza de su revólver, y según el viejo
sistema californiano, lo apuraba con un
"¡Arriba las manos!"
El fantasma la miró con ojos furibundos y
se preparó para metamorfosearse en un gran
perro negro; era éste un truco que le había
dado reconocida fama y al cual atribuía el
médico de la familia la idiotez incurable del
tío de lord Canterville, el honorable Tomás
Horton. Pero un ruido de pasos que se
aproximaban lo hizo vacilar en su diabólica
intención, y se contentó con volverse un
poco fosforescente, entonces se desvaneció,
después de lanzar un gemido sepulcral,
justamente en el preciso momento en que los
gemelos iban a darle alcance.
Una vez en su cuarto, se sintió abrumado,
presa de la más violenta agitación. La
vulgaridad de los gemelos y el grosero
materialismo de la señora Otis eran
realmente humillantes. Pero lo que más le
preocupaba era no tener ya fuerzas para
47 de 72

soportar la cota de mallas8. Tenía la


esperanza de que a pesar de ser una familia
americana moderna, se estremecerían ante
la vista de un espectro con armadura, si no
por razones perceptibles, al menos por
respeto hacia su poeta nacional Longfellow9,
cuyas poesías graciosas y atrayentes lo ha-
bían ayudado con frecuencia a matar el
tiempo, cuando los Canterville estaban en
Londres. Además, era su propia armadura.
La misma que llevara triunfante en el gran
torneo de Kenilworth, siendo felicitado
calurosamente nada menos que por la
Reina-Virgen en persona. Pero al intentar
ponérsela quedó completamente aplastado
por el peso de la enorme coraza y del yelmo
de acero, y se desplomó pesadamente sobre
el suelo de piedra, resintiéndose las articu-
laciones de la muñeca derecha.
Varios días después de esto estuvo
malísimo, sin poder salir de su cuarto
8
Vestimenta de metal que usaban los caballeros debajo de la
armadura.
9
Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882). Poeta
estadounidense. Escribió un poema titulado El esqueleto en su
armadura, al que se alude en este cuento
48 de 72

excepto para mantener en buen estado la


mancha de sangre. A pesar de todo, se cuidó
mucho hasta restablecerse y después decidió
hacer una tercera tentativa para aterrorizar
tanto al Ministro de los Estados Unidos como
a su familia. Eligió para su reaparición el
viernes 17 de agosto y destinó parte del día a
revisar su guardarropa, decidiéndose
finalmente por un chambergo de ala doblada
con una pluma roja, un sudario
deshilachado en los puños y el cuello y un
puñal mohoso.
Al anochecer estalló una fuerte tormenta, y
el viento era tan fuerte, que todas las puertas
y ventanas del viejo castillo se sacudían y
cerraban violentamente. Realmente, éste era
el tiempo que él quería. Su plan de acción
era el siguiente: entraría muy sigilosamente
en la habitación del joven Washington Otis,
le murmuraría unas frases ininteligibles, que-
dándose al pie de la cama, y le hundiría por
tres veces el puñal en la garganta, a los sones
de una música apagada. Odiaba sobre todo
a Washington, porque sabía perfectamente
que era éste quien se encargaba de quitar la
49 de 72

famosa mancha de sangre con el


quitamanchas sin rival Pinkerton.
Después de reducir al temerario e
insensato joven a condición de aterrorizado
servilismo, entraría en la habitación que
ocupaban el Ministro de los Estados Unidos
y su esposa, y una vez allí, colocaría una
mano pegajosa sobre la frente de la señora
Otis, y al mismo tiempo murmuraría con voz
sorda al oído del ministro, tembloroso, los
secretos terribles del osario. En lo que
corresponde a la juvenil Virginia, aún no
tenía pensado nada. No lo había insultado
nunca y era tan bonita y cariñosa... Unos
cuantos rugidos cavernosos que salieran del
armario del ropero le parecían más que
suficientes; y si no bastaban para despertarla,
llegaría hasta arañar la colcha con sus dedos
rígidos por la parálisis. En cuanto a los
gemelos, estaba resuelto a darles una buena
lección: lo primero que haría sería sentarse
sobre su pecho, a fin de producirles la
sensación angustiosa de una pesadilla.
Luego, como sus camas estaban muy juntas,
se pararía entre ellas con el aspecto de un
50 de 72

cadáver verde y helado, hasta dejarlos


paralizados de terror; y finalmente, se
quitaría el sudario, y se arrastraría por el
dormitorio como un esqueleto blanqueado
por el tiempo, moviendo un solo ojo en su
órbita, caracterizado como Daniel el Mudo o
el Esqueleto del Suicida, papel con el cual
causó gran sensación en varias ocasiones y
que él consideraba tan magnífico como su
célebre interpretación de Martín el
Enajenado o El Misterio Enmascarado.
A las diez y media oyó que la familia iba a
acostarse. Durante un rato lo inquietaron las
estrepitosas carcajadas de los gemelos, que
se divertían con la natural algarabía de los
colegiales antes de meterse en la cama; pero
a las once y cuarto todo quedó en silencio, y
cuando sonaron las doce se puso en
campaña. El búho aleteaba contra los
cristales de la ventana, el cuervo crascitaba10
desde un tejo centenario y el viento gemía
vagando alrededor del castillo como un alma
en pena; pero la familia Otis dormía, ajena a

10
Graznaba.
51 de 72

la suerte que le esperaba, y se sentían los


fuertes ronquidos del ministro de los Estados
Unidos por sobre el ruido de la lluvia y de los
truenos.
Se deslizó furtivamente a través del
entablado con una sonrisa perversa en su
boca cruel y decrépita. La luna escondió su
cara tras una nube cuando pasó ante la gran
ventana ojival, sobre la que aparecían,
pintadas en azur y oro, sus propias armas y
las de su esposa asesinada. Siguió andando
como una sombra siniestra, la cual parecía
hacer retroceder a su paso a las mismas
tinieblas. Hubo un momento en que le
pareció oír que alguien lo llamaba y se
detuvo; pero era tan sólo un perro que
ladraba en la Granja Roja, y continuó su
marcha, refunfuñando unas extrañísimas
maldiciones del siglo XVI y blandiendo de
cuando en cuando el puñal enmohecido en
el aire de medianoche. Por fin llegó al
extremo del pasillo que conducía a la
habitación del infortunado Washington. Hizo
allí una breve pausa; el viento agitaba sus
largos mechones grises en torno a su cabeza
52 de 72

y ceñía con pliegues grotescos y fantásticos el


horror indecible de su fúnebre sudario.
Después el reloj dio las doce y cuarto y
comprendió que había llegado el momento.
Con una risotada interna dio la vuelta al
pasillo; pero apenas lo hizo retrocedió,
lanzando un gemido lastimero de terror y
escondiendo su cara lívida entre sus largas
manos huesudas. Justo frente a él, había un
horrible espectro, inmóvil como una estatua
y monstruoso como la pesadilla de un loco.
Su cabeza era pelada y reluciente; su cara,
redonda, gorda y de color blanco
amarillento. Una risa horrorosa parecía des-
figurar sus rasgos en una mueca eterna. De
sus ojos surgían rayos de una luz escarlata,
su boca parecía una ancha vertiente de
fuego y una vestidura horrible, como la que
él mismo llevaba, envolvía con su nieve
silenciosa aquella forma titánica. Sobre el
pecho tenía colgado un cartel con una
inscripción extraña en caracteres antiguos;
era quizás un rótulo infamante, una lista de
sus delitos espantosos, un terrible inventario
de crímenes y llevaba en su mano derecha
53 de 72

una cimitarra de acero resplandeciente.

Y dicho esto, se retiró a un confortable


féretro de plomo, donde permaneció hasta la
noche.

IV
Al día siguiente, el fantasma estaba muy
débil y cansado. Las terribles emociones de
las cuatro últimas semanas empezaban a
producir sus efectos. Sus nervios estaban
completamente alterados y se estremecía al
más leve ruido. Por cinco días permaneció
en su cuarto, y finalmente desistió de
mantener a punto la mancha de sangre del
piso de la biblioteca. Ya que la familia Otis
no quería verla, era indudable que no la
merecía. Aquella gente se encontraba
evidentemente, en un plano de vida inferior
y materialista, y era incapaz de apreciar el
valor simbólico de los fenómenos sensibles.
La cuestión de las apariciones de fantasmas
54 de 72

y el desarrollo de los cuerpos astrales eran


realmente para ellos cosa ajena y fuera de su
alcance. Para él era un deber ineludible des-
plazarse por el corredor una vez a la semana
y farfullar por la gran ventana ojival el
primero y tercer miércoles de cada mes, y no
encontraba medio alguno digno para
sustraerse de estas obligaciones. Es verdad
que su vida fue muy reprochable; pero, fuera
de eso era muy concienzudo en todo cuanto
se relacionaba con lo sobrenatural.
De acuerdo a esto, entonces, los tres
sábados siguientes cruzó, como de
costumbre, el corredor entre las doce de la
noche y las tres de la mañana, adoptando
todas las precauciones posibles para no ser
visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo
más ligeramente que podía sobre el viejo
entarimado carcomido, se cubría con una
gran capa de terciopelo negro y usaba
siempre el eficaz lubricante Sol Naciente
para engrasar sus cadenas; es preciso
reconocer que sólo después de muchas
vacilaciones se decidió a adoptar este último
medio de protección. Aprovechando una
55 de 72

noche, y mientras cenaba la familia, se


deslizó en el dormitorio del señor Otis y le
robó el frasquito. Al principio se sintió un
poco humillado; pero después fue lo
suficientemente razonable como para
comprender que aquel invento merecía
grandes elogios y que le facilitaba en cierto
modo la realización de sus propósitos; pero,
a pesar de esto, no lo dejaron en paz.
No había vuelto a aparecer con aquel
disfraz desde hacía más de setenta años, o
sea, desde que causó con él tal pavor a la
seductora lady Bárbara Modish, que por ese
motivo ella deshizo su proyectado enlace con
el abuelo del actual lord Canterville y se fugó
a Gretna Green con el apuesto Jack
Castleton, afirmando que jamás consentiría
en tener parentesco con una familia que
admitía nada menos que los paseos de un
fantasma tan horrible, yendo y viniendo por
la terraza al anochecer.
Los gemelos se quedaron muchas veces al
acecho, y sembraron de cáscara de nuez los
corredores durante noches y noches, con
gran protesta de sus padres y de la servidum-
56 de 72

bre: pero todo fue inútil. Su amor propio se


sentía profundamente herido, sin duda, y
decidió no volver a manifestarse. Ante tanta
tranquilidad, el señor Otis reanudó su trabajo
en su gran obra sobre la historia del partido
Demócrata, que había empezado tres años
antes. La señora Otis organizó un
maravilloso clambake11, del que se habló
muchísimo en toda la región: los muchachos
se dedicaron a jugar a lacrosse12, al euchre13,
al póquer y a otros juegos nacionales de
Norteamérica, y Virginia, a dar largos paseos
a caballo por las cercanías, en compañía del
joven y enamorado duque de Chesire, que
estaba pasando su última semana de
vacaciones en Canterville.
Pero los Otis se equivocaban, porque el
fantasma seguía en el castillo, y aunque se
encontraba sumamente delicado en aquel
momento, de ningún modo estaba dispuesto
a retirarse, máxime al saber que entre los

11
Reunión de campo en la que se cocinan almejas en un
hoyo, sobre piedras calientes.
12
Juego de pelota, común en Canadá.
13
Juego de naipes.
57 de 72

invitados figuraba el joven duque de Chesire,


cuyo tío abuelo lord Francis Stilton le apostó
en cierta ocasión cien guineas al coronel
Carbury a que jugaría a los dados con el
fantasma de Canterville, encontrándoselo a
la mañana siguiente tendido en el suelo de la
casa de juego, con un ataque de parálisis tal,
que aun alcanzando, como alcanzó, una
edad avanzada, no pudo desde aquel día
pronunciar más palabras que éstas: “¡ El seis
doble!” Esta historia fue muy conocida en su
tiempo aunque, en atención a los
sentimientos de dos familias de alcurnia, se
hizo todo lo posible por ocultarla y de la que
existe un relato sumamente detallado con
todo lo que se refiere a este asunto en el
tomo tercero de las Memorias sobre el
príncipe regente y sus amigos, de lord Tattle.
Desde entonces, el fantasma deseaba
ardientemente demostrar que para nada
había perdido la enorme influencia que
siempre había tenido sobre los Stilton,
familia con la cual estaba, además,
emparentado, a pesar de que el parentesco
era lejano, ya que una prima hermana suya
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se había casado en secondes noces14 con el


señor de Bulkeley, de quien, como todos
saben, descienden en línea directa los du-
ques de Chesire.
V
Pocos días después de esto, Virginia y su
enamorado galán hicieron una cabalgata por
los prados de Brockley, durante la cual ella
se desgarró su vestido de amazona al saltar
una mata, y de regreso al castillo prefirió
entrar por la escalera de servicio para que no
la viesen. Al pasar corriendo por delante del
Salón de Tapices, cuya puerta estaba abierta
de par en par, le pareció ver a alguien dentro
y, creyendo que era la doncella de su madre,
que a veces llevaba allí sus labores, entro
para encargarle que le cosiera el vestido. Pe-
ro con gran sorpresa, ¡se encontró con que
era el mismísimo fantasma de Canterville!
Estaba sentado ante la ventana
contemplando los tonos dorados de los
árboles otoñales y las hojas rojizas que
bailoteaban a lo largo de la avenida,

14
Segundas nupcias. Así aparece en el original.
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movidas por el viento. Su cabeza se apoyaba


en una mano y toda su actitud revelaba el
más extremo desaliento.
-¡Ah, no! Eso no es nunca una razón de
ser; usted sabe muy bien que en sus tiempos
ha sido muy pero muy malo. La señora
Umney nos dijo el mismo día que llegamos
que usted había matado a su esposa.
-No tiene usted la menor idea de cómo
somos los americanos, y lo mejor que puede
hacer es emigrar y enterarse. Mi padre
tendrá un verdadero gusto en darle un
pasaje totalmente gratuito, y aunque los
derechos de Aduana son elevadísimos para
todas clase de espíritus15, no tendría usted
muchas dificultades para pasar, pues todos
los empleados pertenecen al partido
Demócrata. Y una vez en Nueva York, tenga
por seguro que usted contará con un gran
éxito. Conozco infinidad de gente que daría
cien mil dólares por tener antepasados y

15
Spirit en inglés significa espíritu o fantasma y alcohol o licor,
lo cual da lugar a un juego de palabras (sin equivalente en
castellano), ya que el impuesto al cual se alude es para las
bebidas alcohólicas
60 de 72

mucho más por contar con un fantasma de


familia.
-Supongo que será porque allí no tenemos
ruinas ni curiosidades, ¿verdad? -preguntó
sarcásticamente Virginia.
Y de repente, los ojos de Virginia se
arrasaron en lágrimas y ella escondió la cara
entre sus manos.
…pero no sé lo que significan.

Si una niña de oro logra haber sacado


una plegaria de labios de pecado.
Si el almendro seco vuelve a florecer
y los ojos de niño ven lágrimas correr.
Toda la casa será tranquilidad;
la paz en Canterville, una realidad.

VI
Unos diez minutos después sonó la
campana para anunciar la hora del té, y
como Virginia no aparecía, la señora Otis
envió a uno de sus criados a buscarla.
Después de un rato, éste volvió diciendo que
no había podido encontrar a la señorita
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Virginia por ninguna parte. Como la


jovencita tenía la costumbre de ir todas las
tardes al jardín a juntar flores y después
adornar la mesa para la cena, la señora Otis
no se preocupó ya por buscarla; pero
cuando sonaron las seis y Virginia seguía sin
aparecer, su madre empezó a preocuparse
seriamente y envió a los chicos en su
búsqueda, mientras ella y su marido
registraban todas las habitaciones de la casa.
A las seis y media volvieron los gemelos,
diciendo que no habían encontrado huellas
de su hermana por ningún lado. Todos
estaban muy intranquilos, y cuando ya no
sabían qué hacer, el señor Otis recordó de
pronto que unos días antes había dado
autorización a una tribu de gitanos para que
acampasen en el parque. Entonces salió
inmediatamente hacia Blackfell-Hollow,
donde sabía que estarían, acompañado de
su hijo mayor y de dos mozos de la granja.
Después de mandar a Washington y a los
dos mozos para que registraran el distrito,
regresó apresuradamente al castillo y
telegrafió a todos los inspectores de policía
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del condado, rogándoles que buscaran a una


muchacha raptada por vagabundos o
gitanos. Luego pidió que le trajeran otra vez
su caballo y, después de insistir a su mujer y
a los tres jóvenes para que comiesen, partió
a galope tendido por el camino de Ascot,
acompañado por un lacayo. Había recorrido
apenas un par de millas, cuando oyó que
alguien venía al galope, y al volverse, vio al
joven duque que llegaba en su caballo, con
la cara sofocada y la cabeza descubierta.
De todos modos, el jefe telegrafió a las
estaciones del trayecto y le prometió ejercer
una minuciosa vigilancia. Y en seguida,
después de haber comprado un sombrero
para el joven duque en una tienda de
novedades, que ya estaba cerrando las
persianas, el señor Otis partió para Bexley,
pueblo situado a unas cuatro millas de
distancia y que, según le dijeron, era muy
concurrido por los gitanos por estar muy
próximo a la ciudad. Allí hicieron levantarse
al guarda rural; pero éste no les dio ninguna
información. Y después de recorrer el
pueblo, emprendieron otra vez el camino de
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vuelta y llegaron al castillo a eso de las once,


muertos de cansancio y con el corazón
destrozado de angustia. Allí encontraron a
Washington y los gemelos, esperándolos a la
entrada con linternas, porque la avenida era
muy oscura. No habían descubierto ellos
tampoco, la menor señal de Virginia. Los
gitanos habían sido alcanzados cerca de los
prados de Brockley; pero Virginia no estaba
entre ellos, y explicaron su apresurada
partida diciendo que habían equivocado la
fecha en que debía celebrarse la feria de
Chorton16, y que el temor a llegar tarde los
obligó a partir de apuro. Además, se
mostraron muy apenados por la
desaparición de Virginia, pues estaban
sumamente agradecidos al señor Otis por
haberles permitido acampar en su parque.
Cuatro gitanos del campamento se quedaron
atrás para cooperar en la búsqueda.
Virginia se arrodilló junto al esqueleto y,
uniendo sus manos con toda delicadeza, se
puso a rezar en silencio, mientras los demás

16
Seguramente alguna fiesta popular de los gitanos.
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contemplaban asombrados la terrible tra-


gedia, cuyo secreto acababa de serles
revelado.

VII
Cuatro días después de estos curiosos
incidentes, un cortejo fúnebre salía del
castillo de Canterville, a eso de las once de la
noche. La carroza iba tirada por ocho
caballos negros, cada uno de los cuales
llevaba sobre el testuz un gran penacho de
plumas de avestruz. El féretro iba cubierto
con un rico paño de púrpura, sobre el cual
estaban bordadas en oro las insignias de los
Canterville. A los dos lados de la carroza y
de los coches, marchaban los criados,
portando antorchas encendidas, y toda
aquella procesión presentaba un aspecto
grandioso e impresionante. Lord Canterville
presidía el funeral; había venido de Gales
expresamente para asistir al sepelio y
ocupaba el primer coche con la señorita
Virginia. Detrás iba el ministro de los Estados
Unidos con su esposa; seguían Washington y
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los tres muchachos, y en el último coche, la


señora Umney. Todos estuvieron de acuerdo
en que, después de haber vivido aterrada
durante más de cincuenta años por el
fantasma, tenía real derecho de ver su final
definitivo. Habían cavado una profunda fosa
en un rincón del cementerio, precisamente
bajo el tejo centenario. El oficio de difuntos
fue leído en un tono de lo más solemne por
el reverendo Augusto Dampier. Una vez
terminada la ceremonia, los criados,
siguiendo una tradicional costumbre
establecida en la familia Canterville,
apagaron sus antorchas; y luego, al bajar el
féretro a la fosa, Virginia se adelantó y
colocó sobre él una gran cruz hecha con
flores de almendro blancas y rosadas. En ese
preciso momento, la luna asomó por detrás
de una nube e iluminó el cementerio con sus
silenciosas oleadas de plata, y desde un
bosque cercano, un ruiseñor comenzó a
cantar.
Virginia recordó la descripción que del
Jardín de la Muerte había hecho el fantasma,
y sus ojos se llenaron de lágrimas; y apenas
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si habló durante el regreso.


A la mañana siguiente, antes que lord
Canterville regresara a la ciudad, el señor
Otis tuvo una extensa conversación con él,
referida a las joyas que el fantasma le regaló
a la joven Virginia.
Eran, realmente, una maravilla; había,
sobre todo, un collar de rubíes de antigua
montura veneciana, un verdadero exponente
del siglo XVI, y de tanto valor, que el señor
Otis sintió verdaderos escrúpulos en permitir
a su hija que se quedara con él.
-Milord -dijo el ministro a lord Canterville-,
sé que en este país se aplica la antigua ley
del Mayorazgo, lo mismo a los pequeños
objetos que a los inmuebles; es evidente, en
consecuencia, evidentísimo, que estas joyas,
que son bienes muebles, deben quedar en
poder de usted, como formando parte de la
herencia de su familia. Le ruego, entonces,
que se las lleve a Londres, considerándolas
simplemente como una parte de su herencia,
que le han sido restituidas a usted en
circunstancias extraordinarias. En cuanto a
mi hija, no es más que una chiquilla y hasta
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hoy me complace asegurarle que siente poco


interés por los objetos de lujo superfluo. Es-
toy, asimismo informado por mi esposa,
cuya autoridad en materia de arte no es
despreciable, ya que ha tenido la suerte de
pasar varios inviernos en Boston17 siendo
una niña, que esas piedras preciosas tienen
un gran valor, y que si se pusieran en venta,
producirían una crecida suma. En estas
condiciones, usted se dará cuenta, lord
Canterville, cuán imposible es para mí
permitir que queden en las manos de ningún
miembro de mi familia. Aparte de que todos
esos adornos inútiles resultan muy
apropiados, e incluso son necesarios, a la
dignidad de la aristocracia inglesa, pero
estarían fuera de lugar entre personas
educadas conforme a los severos, y yo diría,
inmortales principios de la sencillez
republicana. Si me atrevería a mencionar
que Virginia tiene gran interés en que le

17
Ciudad de los Estados Unidos, de gran tradición cultural. De
ahí la ironía de Wilde al decir que la esposa del señor Otis
tiene “autoridad en materia de arte”, por el solo hecho de
haber pasado “varios inviernos en Boston siendo una niña”.
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permita usted quedarse con el cofrecito que


contiene esas joyas, en recuerdo de los
desvaríos e infortunios de su antepasado. Y
como ese cofrecito está muy viejo y, por lo
tanto, muy deteriorado, quizá le parezca a
usted razonable complacerla. Por mi parte,
confieso que estoy más que sorprendido de
ver que uno de mis hijos siente interés por
un objeto medieval, y la única explicación
que encuentro a tan extraño hecho es que
Virginia nació en un barrio popular de
Londres18, poco tiempo después de regresar
la señora Otis de un viaje a Atenas.
Lord Canterville escuchó con atenta
gravedad el discurso del digno ministro,
atusándose de tanto en tanto su bigote gris
para disimular una sonrisa involuntaria, y
cuando el señor Otis hubo terminado, le
estrechó cordialmente la mano y respondió:
El señor Otis se quedó muy contrariado
ante la negativa de lord Canterville, y le rogó
18
Aquí también (como en el caso anterior), nótese la ironía de
Wilde al decir, por boca del señor Otis, que los extraños
gustos de Virginia se deben al hecho de haber nacido en
Londres. Esto deja claro que semejantes gustos no tienen
nada que ver con los Estados Unidos
69 de 72

que considerara nuevamente su decisión;


pero semejante aristócrata de tan buen cuño
se mantuvo firme en ella, y acabó por
convencer al ministro de que permitiera a su
hija aceptar el regalo del fantasma; y cuando
en la primavera de 1890, la joven duquesa
de Cheshire fue presentada por primera vez
en la sala de recepción de la reina con
motivo de su boda, sus joyas fueron objeto
de general admiración. Porque Virginia fue
agraciada con la corona del título de
baronía19, que se otorga como recompensa a
todas las buenas jovencitas americanas, y en
cuanto tuvo edad para ello, se casó con el
duque. Eran ambos tan seductores y se
amaban tanto, que a todo el mundo le
encantó aquel matrimonio, excepto a la vieja
marquesa de Dumbleton, que había
intentado por todos los medios atrapar al
duque para casarlo con una de sus siete hijas
solteronas, para lo cual había dado nada
menos que tres costosísimas comidas. Y,

19
Se refiere al título de barón (no confundir con “varón” =
“hombre”) aplicable igualmente a las mujeres.
70 de 72

cosa rara: también el señor Otis era otra


excepción, pues aunque sentía un gran
afecto personal por el joven duque, era,
teóricamente, contrario a los títulos de
nobleza, y según sus propias palabras,
“temía que, bajo el influjo deprimente de
una aristocracia envilecida por el placer, se
olvidaran los verdaderos principios de la
sencillez republicana”. Pero sus
observaciones quedaron completamente
desechadas, y sospecho. que cuando avanzó
por la nave de la iglesia de San Jorge, en
Hannover Square, con su hija del brazo, no
había un hombre más orgulloso en los cuatro
puntos cardinales de Inglaterra.
El duque y la duquesa fueron al castillo de
Canterville al terminar su luna de miel, y al
día siguiente de su llegada, se dirigieron,
pasado el atardecer, al cementerio solitario,
junto al bosque de pinos. Habían tenido
muchas dificultades respecto del epitafio que
pondrían en la lápida de sir Simón, pero
finalmente se decidieron a poner
simplemente las iniciales del viejo aristócrata,
y los versos de la profecía. La duquesa llevó
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un ramo de rosas magníficas, que esparció


sobre la tumba, y después de permanecer un
rato de pie, se pasearon por las ruinas del
claustro de la vieja abadía. La duquesa se
sentó sobre una columna caída, mientras su
marido, recostado a sus pies, fumaba un
cigarrillo, contemplando sus bellos ojos. De
pronto, tiró el cigarrillo y tomándole una ma-
no, dijo:
-Virginia, una mujer nunca debe tener
ningún secreto para su marido.
- ¡Querido Cecil! No tengo secretos para ti.
-Si, los tienes -respondió él, sonriendo-. No
me has dicho nunca lo que sucedió mientras
estuviste encerrada con el fantasma.
-Nunca se lo he dicho a nadie, Cecil -
contestó Virginia, gravemente.
-Ya lo sé, pero podrías decírmelo a mí.
-Por favor, Cecil, no me pidas eso.
Realmente, no puedo decírtelo. ¡Pobre sir
Simón! Le debo mucho. Sí,
Cecil, no te rías; le debo
mucho, verdaderamente. Me
hizo comprender lo que es la
vida, lo que significa la
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muerte, y por qué el amor es más fuerte que


una y otra.
El duque se levantó y besó amorosamente
a su esposa.
-Mientras yo sea dueño de tu corazón,
puedes guardar tu secreto -murmuró.
-Siempre fue tuyo, Cecil.
-Y se lo dirás algún día a nuestros hijos,
¿verdad?
Virginia se ruborizó.

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