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El problema de las representaciones políticas y la

“construcción” de un Orden Nacional (1820-1880)

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Introducción

El punto de partida del presente ensayo se encuentra en el problema de cómo ha de


comprenderse y abordarse el problema de construcción de un organismo de organización
nacional, dentro del esquema problemático de las representaciones políticas en América
Latina durante el convulsionado siglo XIX en el espacio territorial del ex virreinato del Rio
de la Plata, que a partir de 1816 es denominado como las Provincias Unidas del Rio de la
Plata. Dentro de este marco me he de centrar en los aspectos teóricos aportados desde la
Nueva Historia Política. A diferencia de la Vieja Historia Política que se centró en los
personajes centrales y una historia desde arriba que daba cuenta de un fuerte personalismo
en los procesos (Rivadavia, Rosas, Urquiza, Mitre, Roca, etc.) mezclado con una tradición
de historia militar-acontecimiental (Batalla de Cepeda de 1820, Batalla de Vuelta de
Obligado 1845, Batalla de Caseros 1852, Batalla de Pavón 1861, la Revolución de 1880,
etc.) como ejes de una historia nacional donde la idea de Nación era algo dado y presente
desde la Revolución de Mayo, o incluso antes de la misma; la Nueva Historia Política
permite ver dichos procesos desde otra óptica, donde las construcciones del poder, de abajo
a arriba, son base para poder hacer una revisión y poder complejizar esta historia en donde,
ante un proyecto iniciado (si se puede decir) en 1810 que ha tenido, a partir de 1820
diferentes alternativas matizadas con la idea original y que los conflictos desatados a
partir del mismo han marcado profundamente (desde lo social a lo económico) a las gentes
de las Provincias Unidas del Rio de la Plata hasta la consolidación de un poder nacional
efectivo y organizado, en 1880.

A los diferentes grupos políticos1, que han sido parte de este contexto, les han puesto (o se
les pone) la etiqueta de Representantes de una Idea o de un conjunto de la población, por
ejemplo: federales y unitarios. Sin embargo esta etiqueta (heredada de la historiografía
tradicional rioplatense) ha de considerase dentro de un marco historiográfico donde el
contexto, la idea en su momento y la construcción del relato de los mismos protagonistas
han de comprenderse como un todo integrado y tratar de verlo desde un enfoque complejo

1 Se entenderá a grupo político como un conjunto de la población donde hay una concepción
teórica de la política, aunque en la práctica y la concepción de la misma hay matices mezclados
entre pragmatismo-empirismo, con la propia teoría que (en varios casos en el Rio de la Plata)
provocan contradicciones entre el discurso político y la práctica política de dicho grupo.

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y amplio, sin caer en el reduccionismo que lo toma desde uno solo. La historia argentina
entre 1820 (con la derrota del centralismo porteño en Cepeda) y 1880 (con la Revolución
que significó la federalización de la Ciudad de Buenos Aires) constituyen un amplio campo
y periodo en donde el foco de análisis de este ensayo estará en hacer, en la medida de lo
posible, un amplio pasaje y síntesis (sin caer en el reduccionismo) de las representaciones
políticas, las prácticas políticas y los mecanismos empleados por las diferentes experiencias
políticas, tratar de dar a comprender como la creación de una identidad política chocó con
varios problemas y resistencias. A la par de esto, para dar un poco más de claridad, se va a
exponer el contexto historiográfico de las diferentes cuestiones abordadas. La idea del
centralismo y el autonomismo (señalados en el título del presente) son a modo de poder
dilucidar como las ideas nacientes de la Revolución de 1810 colapsaron en 1820 (dando
fuerza al ideal del autonomismo) y también como esta idea, producto del año veinte,
colapsó en 1880 ante el triunfo de aquel orden planteado en la Revolución del diez, ahora
denominado, Estado Nacional. Por este camino va el presente ensayo, primero por un
recorrido de los diferentes periodos que atravesó el territorio desde la experiencia
rivadaviana, pasando por el periodo rosista, la confederación de Urquiza, el nuevo orden
impuesto por Mitre y Sarmiento, hasta la consolidación total de la nación, sobre el último
reducto autonomista en la Ciudad de Buenos Aires, a manos de Avellaneda y Julio A. Roca.

De la caída del Primer Centralismo a la “Feliz Experiencia”

Tras la caída del gobierno central, una problemática que comenzó casi junto al proceso de
emancipación era la de legitimidad y control de los territorios del antiguo virreinato. El
proceso iniciado en el cabildo de Buenos Aires, en 1810, tenía que conseguir el apoyo de
los demás cabildo y de las demás administraciones. Sin embargo, las tensiones acumuladas
en el siglo XVIII (por el conjunto de reformas aplicadas durante los gobiernos borbónicos)
se agudizaron con la caída de Cisneros y de las autoridades peninsulares en la capital del
virreinato. Casi de inmediato, al suceso, se pusieron en acción los diferentes cuerpos
administrativos y judiciales de las “provincias”. Y con este accionar comenzaron a surgir
diversos problemas, entre ellos el de representación que se reflejó en las tensiones entre los
Cabildos y Legislaturas (GOLDMAN, 1998; 112)

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Con la búsqueda de legitimidad y de unificación se planteó la necesidad de un poder
organizador que centralice los principales roles administrativos que requería un nuevo
estado. Este proyecto lo encaró el Directorio, respaldados por el Congreso Constituyente (el
formado luego del año ’13 y el que proclamó la “independencia” de las Provincias Unidas).
Sin embargo el proyecto tuvo su oposición, de la mano de los seguidores de José Gervasio
Artigas, en las provincias del Litoral y la Banda Oriental. Este conflicto llegó a su máxima
tensión en 1819 con la proclamación de una constitución de rasgos marcadamente
centralistas, a manos del Directorio de José María Rondeau. La rebeldía del Litoral llevó al
pedido, de Rondeau, a los portugueses instalados en la Banda Oriental para que
intervinieran a su favor sobre los disidentes de los territorios de Entre Ríos y Santa Fe, lo
que desencadenó una reacción armada, que desembocó en la Batalla de Cepeda, el 1° de
Febrero de 1820. Esto llevo a que se firmase el Tratado de Pilar donde se propuso la
creación de una “federación” en un Congreso Constituyente que debía reunirse en San
Lorenzo al año siguiente, lo cual nunca iba a suceder.

La caída del Directorio aceleró la disgregación de la antigua estructura virreinal, y con ello
todo intento de instalar una organización nacional. El proyecto centralista había tenido su
primer gran contratiempo. Sin embargo en octubre de 1820 los confederales porteños (una
de las facciones que había en la Asamblea del año 13 que respondían a la teoría federal
impulsada por Artigas en el Litoral), que habían ganado en Cepeda, son derrotados por
Martín Rodríguez. La victoria de los centralistas contribuyó a que un sector de la elite
económica porteña, junto a otro grupo conformado por personas que, tras la Revolución de
1810, se habían comenzado a dedicar exclusivamente a la política, se perpetúe en el poder
y ganen terreno político. Dentro de este grupo existía una idea: ordenar el caos producido
luego de la caída del poder central.

El Partido del Orden, como se denominó a este grupo, se compuso de manera heterogénea,
pero principalmente por miembros de la elite porteña (entre ellos los allegados a Rodríguez,
como Manuel García y Bernardino Rivadavia) empeñados en un plan de reformas
tendientes a modernizar la estructura administrativa heredada de la colonia, y a ordenar la
sociedad surgida de la Revolución en los diversos aspectos de la misma (sociales,
económicos, culturales, etc.). Y para ello poseían los recursos necesarios, que antes habían

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sido utilizados en la guerra de independencia, para poder inaugurar una etapa de
reconstrucción y transformación en todos los niveles de la realidad social porteña. De este
modo se da comienzo a la feliz experiencia de Buenos Aires (TERNAVACIO, 1998; 163).
Con ello se había dado inicio, paralelamente, a un proceso de constitución de un nuevo tipo
de orden en la provincia de Buenos Aires, el cual se vio en la creación de la Sala de
Representantes que pasó de ser una mera Junta electoral (para resolver el problema del
ejecutivo tras Cepeda y la caída del Directorio) a constituirse en el auténtico poder
Legislativo de Buenos Aires. Sus funciones fueron más allá de la elección de nuevos
gobernadores, y aprobaba las reformas, votaba presupuestos anuales, creación de
impuestos, evaluar al Ejecutivo, y a fijar el periodo de sucesiones de gobernador. Su poder,
durante este periodo que va desde Cepeda hasta 1824 fue de consolidación de su poder.
Este provenía de un cuerpo de Leyes Fundamentales que, si se puede decir, actuaba como
un cuerpo constitucional, puesto que la Provincia de Buenos Aires no poseía una carta
orgánica, que limitara su poder, y no la poseyó hasta 1854. La Sala se constituía de un
Reglamento Interno que se baso casi exactamente al elaborado por Jeremías Bentham que
intento darle un desarrollo ordenado y racional al cuerpo legislativo.

Este proceso fue, paulatinamente, eliminando las viejas formas de representación,


encarnadas en el Cabildo. Y para ello recurrieron a la Ley Electoral, de 1821. Esta misma
permitía, a grandes rasgos, el sufragio amplio, y buscaba crear una participación más vasta
del electorado potencial para evitar, por un lado, el triunfo de facciones minoritarias, y por
otro la realización de asambleas que cuestionaran la legitimidad de las elecciones por el
escaso número de votantes presentes en ellas. La prescripción del voto sin restricciones
tendió a ampliar la participación, lo cual sirvió para disciplinar a través del canal electoral
la movilización iniciada con la Revolución y legitimar con este gesto al nuevo poder
provincial creado en 1821. MARCELA TERNAVACIO (1998; 171) da cuenta de cómo
emergió esta nueva representación, en el siguiente apartado:

La representación antigua, derivada de la teoría monárquica en la que los cuerpos y


estamentos representaban a sus mandantes frente al rey, en el caso de la monarquía
española reconocía a los cabildos como los únicos cuerpos a través de los cuales se
había ejercido este tipo de representación en América. En cambio, la nueva
representación, a la que Rivadavia denominaba lisa y llanamente "liberal", era

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aquella que había comenzado a plasmarse luego de la Revolución, momento en el
que "la autoridad suprema retrovertió a la sociedad", y que intentaba consolidarse
con la ley electoral dictada en agosto de ese mismo año.

A la par de este proceso de consolidación de las fuerzas legislativas, el por entonces


ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia, había proclamado una de las reformas más
importantes: la supresión de los cabildos, tanto de Buenos Aires, como de Lujan. Y con ello
comenzó un proceso de Reformas que llevaron a la supresión de los diferentes organismos
institucionales, heredados de la colonia, y que en la Revolución había tenido un papel
protagónico e importante, por nuevas instituciones que tendían a representar el nuevo orden
y las nuevas prácticas políticas, con un profundo aire secularizador. Esto permitió que se
crearan nuevos espacios de socialización (y por lo tanto de representación) que fueron
reemplazando a los viejos espacios tertuliares. Uno de estos espacios fue la Prensa y con
ella los nuevos círculos que aparecían, como la Sociedad Literaria o la Sociedad de
Beneficencia que aglutinaban en sus senos a los integrantes de la tradicional elite
económica porteña y la nueva elite política porteña que emergió producto de la
consolidación del Partido del Orden. Estas reformas provocaron un cambio en las
estructuras de dominación y de organización política de Buenos Aires, desde lo militar
hasta lo eclesiástico. Con la consumación del proyecto rivadaviano y la estabilización del
poder y el orden en la provincia, en 1824 Rivadavia viaja a Londres para crear acuerdos
económicos, sin embargo la necesidad de tener un estado nacional estable para poder
consumar dichos acuerdo llevó a que se propusiera un congreso constituyente en Córdoba
para 1824. Y en dicho congreso confluyeron los debates sobre la soberanía (si la misma
reacia en la nación o en las provincias), se ponía en debate el problema de la Banda
Oriental (que había sido anexada por el Imperio del Brasil), y se proponía la creación de un
órgano Ejecutivo Nacional. Una característica de este congreso es que en el nacimiento de
las facciones unitarias (centralistas) y federales (confederalistas), que marcaran fuertemente
los debates en dicho congreso y de los años venideros.

De la caída del segundo Centralismo al primer gobierno de Rosas

Los debates acerca de la Capitalización y la Ley de Presidencia fueron aislando a la facción


unitaria, encarnada en alguno de los representantes porteños, ante la facción federal. La
apertura a mayor número de representantes al congreso tuvo como objetivo la entrada de
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más seguidores de la causa unitaria, pero en también permitía la entrada a líderes opositores
porteños, como Manuel Dorrego. La ley presidencial fue la más debatida, y opuesta por la
facción federal, encarnada en Dorrego. Este proyecto de ley transformaba una facultad
provisoria en una magistratura destinada a perdurar en el futuro ordenamiento
constitucional. Sin embargo, otro problema faccioso que emergía era el de la Capitalización
de la nueva nación. Y que, ante la elección de Buenos Aires como sede del poder nacional,
los poderes provinciales perdían al sector más rico y que proporcionaba los mayores
ingresos para la elite dirigente porteña. Este proyecto causo fuertes divisiones en el seno del
Partido del Orden, y entre los representantes porteños. Sin embargo, la oposición federal a
la ley de capitalización venia más acercada a las doctrinas de no tener una capital ya
establecida, y proponían el modelo norteamericano de crear una nueva capital (como
Washington), puesto que se temía que el gobierno nacional estuviera presionado por la
opinión porteña. Sin embargo, la necesidad de conformar un orden nacional, llevo a que la
facción porteña-unitaria, promulgase en 1826 una constitución que se presentó en el
congreso.

La emergencia de la Guerra con el Imperio de Brasil fue aprovechada por la facción


unitaria-porteña que decidió proclamara a Bernardino Rivadavia como el nuevo presidente
de la insipiente nación. Sin embargo esta medida “de emergencia” había provocado fuertes
tensiones entre las facciones federales y algunos sectores de las elites porteñas que, ante el
avance del proyecto de capitalización se vieron privados de su capital que les proveía
grandes recursos financiero. Sin embargo, ante la presión de los grupos federales que
imponían su presencia en las regiones, principalmente de Córdoba y el Litoral, y ante la
fuerte presión fiscal que traía la guerra a las arcas porteñas, en 1827 Rivadavia decide, ante
la tutela británica, firmar un tratado de paz en donde la Banda Oriental era reconocida como
estado independiente (o estado tapón), lo que provocó el malestar entre los dirigentes, el
congreso y la elite porteña que consideraban humillante el tratado firmado, y esto llevo a un
clima profundo de tensiones políticas y de tumultos en Buenos Aires que, sumado al ahogo
fiscal, fueron consumiendo el poder del presidente que, en Junio se vio obligado a renunciar
y volver a poner las vieja estructura provincial a Buenos Aires. En este contexto su suceso,
el presidente provisorio Vicente López y Planes no tuvo legitimidad para gobernar. El
congreso constituyente se disuelve y desaparece el poder ejecutivo. En este contexto de la

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segunda disolución del poder central y ante un contexto de guerra, la sala de representantes,
ajena a las ideas del ex Partido del Orden, y con miembros a favor de la facción federal
eligen a Manuel Dorrego como gobernador.

Dorrego intentó recuperar a Buenos Aires como Estado autónomo y, a la vez, restablecer
las relaciones con el resto de las provincias a través de pactos bilaterales, procurando
asegurar en la República la primacía de la facción federal. Sin embargo las medidas
tomadas por el federal, tanto en lo económico (como la suspensión del curso forzoso de los
billetes y los decretos emitidos para frenar la especulación y apropiación de grandes
extensiones de tierra que se amparaban en el régimen de enfiteusis) como en el plano de las
relaciones internacionales (La firma de la paz con Brasil aceptando la independencia de la
Banda Oriental, aunque en mejores condiciones internacionales que las que había aceptado
Rivadavia) y en lo locales (el apelo al recurso de restricción de la libertad de prensa, que
atacaba ferozmente al gobierno de Dorrego), intensificaron el clima hostil entre el
gobernador y los principales grupos mercantiles económicos que se vieron perjudicados
más que nada por las medidas económicas.

Dichos grupos pertenecientes a la elite porteña, comenzaron a conspirar, y uno de ellos fue
el Gral. Juan Lavalle que volvió a Buenos Aires tras la exitosa campaña en Ituzaingo. Los
rumores de un levantamiento rápidamente fueron apartados de las preocupaciones de
Dorrego puesto que se les había pagado el sueldo a los soldados que volvían del frente, sin
embargo esto facilitó el camino, y el 1 de Diciembre de 1828 sucede el levantamiento de
Lavalle, y su posterior proclama como gobernador de Buenos Aires. Esto produjo un tenso
clima político, que solo se agudizó con el fusilamiento de Dorrego. El levantamiento rural
producto de esto se lo puede dar con una cierta autonomía en las acciones de los sectores
subalternos rurales, más que como un movimiento dirigido por los líderes federales
porteños, como Rosas. Entre las motivaciones, que argumentan esta autonomía, se
distingue la presencia de tensiones sociales derivadas de la expansión ganadera que condujo
al Estado a intensificar las levas y a volcar principalmente sobre los sectores populares los
costos de la incorporación de nuevas tierras mediante los impuestos indirectos. Todo esto
dentro de un contexto de "escasez crónica" de mano de obra ya existente desde la época
colonial (PAGANI, SOUTO y WASSERMAN, 1998; 295).

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Dorrego había representado para estos sectores una oportunidad para tener un
mejoramiento de sus condiciones y les permitió posicionarse frente a los intereses urbanos,
sin embargo, luego del golpe de Lavalle, las tensiones existentes estallaron en un
levantamiento de la campaña contra la ciudad. Y como señala GUSTAVO PAZ (2011; 37):

La reacción federal no se hizo esperar. Los gauchos de la campaña bonaerense


organizados en milicias […] se levantaron contra el gobernador Lavalle, a quien los
federales porteños consideraban un usurpador. Sitiado en la ciudad y sin poder
controlar la campaña que se hallaba en abierta rebelión […]
Es decir, que el papel de las representaciones en este momento había ya comenzado a jugar
un papel clave. Y el fusilamiento de Dorrego no es la excepción, puesto que sirvió como un
motor para que el sector rural, subyugado ante una ciudad que desde principios del siglo
XIX había conseguido acaparar todo el poder, se levantase y ganase terreno protagónico y
peso político (antes impensado por las elites intelectuales de la ciudad), por lo que fue
emergiendo de este clima político efervescente, un nuevo orden, alternativo al centralismo
unitario, se alzase, de la mano del caudillo bonaerense: Don Juan Manuel de Rosas. Pero
para comprender su ascenso, hay que primero entender cómo logró conformar y crear su
imagen, como el sucesor y representante directo de los intereses federales, casi heredados
por Dorrego. Esto se debió a que fue designado, como comandante general de Milicias de
Campaña en 1827 por el entonces presidente Vicente Fidel López, sucesor de Rivadavia.
Esto se debía a la consolidación de un perfil empresario-político que forjó en los debates
contra Rivadavia por la división administrativa de Buenos Aires. A la par de esto, y
atendiendo a los planteos de ROSANA PAGANI, NORA SOUTO Y FABIO
WASSERMAN (1998), cabe señalar que el grado de autonomía que poseía el movimiento
rural de 1828-1829 explicaría la incidencia de redes de relaciones y de comunicaciones
propias de ese ámbito rural. Espacios, como la pulpería, parecen haber sido el lugar de
difusión del sistema de representaciones de esa comunidad que sólo reivindicaba un mundo
tradicional más justo. Este mundo cultural seria el que Rosas apropiaría la unificación en su
persona de los roles de integrador social y de protector de una comunidad que, ante las
agudas transformaciones que sufría la campaña, sentía peligrar las bases de su existencia.
De modo que, para comprender el ascenso rosista de los años posteriores a 1829 se debe

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ver como la construcción de los diferentes símbolos culturales,2 los cuales giraron en su
entorno lo consolidaron como la figura del federalismo porteño que, en la construcción
imaginaria, había sido iniciada en 1827. Juan Manuel de Rosas tomó el lugar simbólico de
Manuel Dorrego, en el imaginario del colectivo rural, de la campaña.

Con la derrota de Lavalle ante las milicias federales, Rosas logró imponer el mandato
federal por sobre el unitario. La firma del pacto de Cañuelas en 1829 llevó a que se propicie
la creación un Senado que reemplazase a la Sala de Representantes, y designe como
gobernador provisorio al Gral. Viamonte quien, por un breve periodo tuvo la capacidad de
pacificar a Buenos Aires, y de restablecer las relaciones interprovinciales. Sin embargo un
nuevo obstáculo va emergiendo en las provincias del interior, principalmente Córdoba
donde el general tucumano José María Paz derrotó al Gral. Bustos y se proclama
gobernador de Córdoba, e inicia una exposición de sus ideas, por medio de la fuerza entre
las demás provincias. De una fuerte etiqueta unitaria, Paz mina el camino de los intereses
porteños en el interior, sin embargo, los problemas de Rosas, Viamonte, y el gobierno
porteño eran atravesados por la debilidad del ejecutivo frente al legislativo. La propia
instauración del Senado se convirtió en materia de discordias en el interior del grupo
federal. Rosas, se manifestaba disgustado con los que lo rechazaban y se oponía a la
propuesta de gran parte de los federales que pedían el restablecimiento de la Sala de
Representantes. Sin embargo, como señalan los autores PAGANI, SOUTO Y
WASSERMAN (1998; 299):

En estas circunstancias, Rosas bregó por la convocatoria a elecciones para luego


ceder a la postura de reinstalación de la Legislatura de Dorrego, aclarando que lo
hacía como desagravio al mártir del federalismo popular. Esta situación marca las
profundas disputas que acarreaba la apropiación del legado de Dorrego, las cuales
se proyectarían durante el primer gobierno de Juan Manuel de Rosas, una vez
derrotada la opción unitaria en la provincia de Buenos Aires. Por otra parte, la
pervivencia unitaria en el Interior atenuaría, mas no eliminaría, las disidencias en el
seno del federalismo de la República.

2Se entenderá símbolos culturales como aquellos elementos, ya sean micro, como las ropas de la
época, o macro, como lo son los espacios de sociabilización, que juegan un papel importante en la
construcción de imaginarios, sentimientos de pertenencia, ideales, e incluso mentalidades o
colectivos sociales. En este caso, para el ascenso de J. M. de Rosas, fueron los espacios de la
campaña, como la pulpería.

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Se puede decir durante este primer gobierno de Rosas, las dificultades de consolidar su
poder mediante la construcción simbólica de su figura, mediante la expropiación de la
bandera del federalismo popular de Dorrego, trajo diversas dificultades para su mandato.
Pero a pesar de ello, su primera experiencia como gobernador ha sido importante debido a
que su imagen ha ido, no solo ganando adeptos, sino enemigos, tanto dentro, como fuera
del federalismo porteño.

Su designio en 1829 vino acompañado de dos elementos: cuando fue investido de las
“Facultades Extraordinarias”, otorgadas por la Legislatura, dichas facultades fueron
conferidas hasta tanto se inaugurase una nueva Sala de Representantes en mayo del año
entrante y ante la cual el gobierno debía rendir cuentas de su uso; y también se lo nombró
como el "Restaurador de las leyes y de las instituciones de la provincia", uno de los ámbitos
donde se hizo evidente la brecha que separaba a los federales partidarios del equilibrio entre
los poderes y de las libertades individuales, de aquellos que estaban dispuestos a respaldar
con una sanción legal la voluntad rosista de prolongar el poder excepcional asegurado por
las facultades extraordinarias. Tanto los informes que el ejecutivo debió rendir acerca del
uso de estas facultades como el tratamiento de su renovación, fueron motivo de espinosos
debates en el Senado porteño. A la par de este afianzamiento del rosismo en los espacios
urbanos, en la campaña motivó la intermitente presencia del gobernador, que buscó
extender y afianzar la acción del Estado y de tal modo ir consolidándose en dichos espacio.
Pero para poder comprender dicho afianzamiento y consolidación del nuevo régimen, hay
que comprender también como se dio la construcción de las identidades. Y en el caso de
Rosas se dio mediante dos elementos: la construcción del enemigo y la coerción a la
población. La primera tuvo sus raíces en la época de la guerra civil tras la muerte de
Dorrego, pero el enemigo usado fue Paz y la Liga del Interior, es decir: los unitarios. El
segundo elemento tiene relación a la creación de fuerzas de choque, organismos adherentes
al régimen y prácticas de adoctrinamiento cotidiano que, la historiografía rioplatense, ha
denominado como el Terror, ya más característicos durante el segundo gobierno de Rosas.

De la Confederación de Rosas a la Confederación de Urquiza

Avanzados en 1830, las provincias del Litoral sienten la amenaza del general unitario y que
concertaron pactos individuales entre sí, aunque por el momento fue imposible la

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concreción de una alianza que las reuniera a todas. Sin embargo, a pesar de la
imposibilidad de llegar a un acuerdo, las negociaciones continuaron para concretarse, por
fin, en la firma del Pacto Federal el 4 de enero de 1831. El pacto partía del reconocimiento
de la libertad e independencia de las provincias signatarias y creaba un cuerpo que con el
nombre de Comisión Representativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales de la
República Argentina ejercería por delegación expresa de éstas una serie de atribuciones,
entre las cuales se encontraban las de celebrar tratados de paz, declarar la guerra y por tanto
la de organizar un ejército para hacerle frente, y la de "invitar a todas las demás provincias
de la República, cuando estén en plena libertad y tranquilidad a reunirse en federación con
las litorales" (PAGANI, SOUTO y WASSERMAN, 1998; 303). Esto fue el principio de la
Confederación Argentina, comandada por Juan Manuel de Rosas.

Si bien esto es importante para comprender, hay que tener en cuenta que la consolidación
de Rosas sucede a partir de su segundo gobierno en la provincia de Buenos Aires, donde,
además de ser su gobernador, su rol en la Confederación era del encargado de las relaciones
exteriores. Sin embargo, cuando en 1832 la Legislatura no le otorgó las Facultades
Extraordinarias, se alejó del Ejecutivo, pero no por eso dejó de actuar como eje de poder en
la provincia. A lo largo de los año que van de 1832 a 1835, la presión ejercida sobre los
demás gobernadores que sucedieron a Rosas (encabezado por la esposa de Rosas,
Encarnación), con la idea de generar un clima que propiciase a la Legislatura a otorgarle,
no solo las facultades extraordinarias, sino también la suma del poder público (es decir, la
concentración de todos los poderes en la figura de Rosas). El asesinato del caudillo riojano,
Facundo Quiroga, en Barranca Yaco, Córdoba (aparentemente) a manos del Clan de los
Reynafé, provocó un profundo temor en Buenos Aires, ya que parecía materializarse el tan
proclamado complot unitario agitado por el rosismo. Esta situación fue aprovechada por
Rosas, quien obtuvo por fin los instrumentos legales que él consideraba necesarios para
ejercer el poder. El 6 de marzo de 1835 la Sala lo nombró gobernador y capitán general de
la Provincia por cinco años con la suma del poder público y, por supuesto, las facultades
extraordinarias. A partir de entonces se da inicio al segundo gobierno de Rosas.

Una vez en el poder, Rosas, comenzó un proceso de construcción y consolidación dentro de


la provincia de Buenos Aires, y a la vez en toda la Confederación, de su nuevo régimen. El

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cual fue, efectivamente, una República: un lugar en el que los ciudadanos elegían a sus
representantes y en el que éstos llevaban adelante los mandatos de sus representados.
Aquellos que habían levantado sus armas contra el gobierno legítimo (de Buenos Aires) no
pertenecían a esta República y debían ser combatidos. Sin embargo, el orden político
instaurado en 1835 no era liberal: no pretendía defender los derechos de las minorías ni de
los individuos. Sólo interesaba defender el sistema federal y, por medio de éste, los
derechos adquiridos de los pueblos. En este sentido, para comprender el discurso
republicano rosista, RICARDO SALVATORE (1998; 335-337) explica que:

[…] Estuvo asentado sobre cuatro componentes. El primero de ellos fue el ideal de
un mundo rural estable y armónico, con fronteras claras a la propiedad y con
jerarquías sociales bien delimitadas, una sociedad en que cada uno tenía un rol
social "natural" […] Labradores y pastores, convertidos en ciudadanos por obra de
la revolución, convivían en paz y armonía, luego de haber derrotado a los profetas
de la anarquía, es decir, luego de haber recuperado la república […] Un segundo
componente importante de este imaginario fue la imagen de una república
amenazada por una banda de conspiradores de clase alta. Los unitarios -
identificados en el discurso rosista con los intelectuales, los comerciantes, los
artistas, las personas de gustos refinados y dinero- aparecían como un grupo
irreformable de alienados mentales, perversos morales y herejes, siempre dispuesto
a subvertir el orden institucional […] Un tercer componente del republicanismo
rosista fue la defensa del "Sistema Americano". Para responder a las amenazas que
se cernían sobre la "causa federal" y sobre la integridad territorial y la soberanía de
los estados de la Confederación Argentina, los publicistas de Rosas hicieron uso de
un imaginario "Sistema Americano", una confraternidad de repúblicas americanas
enfrentadas con las ambiciosas monarquías europeas […] Un último componente
del discurso republicano rosista se refería principalmente a esta adaptación entre
teoría y realidad políticas. El orden republicano requería restaurar el orden social,
calmar las pasiones de la revolución, para poder funcionar. De nada servían las
instituciones si los ciudadanos no obedecían la ley, si bandas facciosas se
sublevaban contra el gobierno legítimo […].
En este sentido cabe señalar que, con este discurso, y su aplicación sistemática mediante
medios de coerción, como lo fue el grupo de la Mazorca, y de consenso, como fue la Iglesia
Católica, que tenía un gran arraigo dentro de la población, y por lo tanto era menester tener
una relación abierta y pacifica con la misma, se fue construyendo lo que sería conocida por
la historiografía rioplatense como la Hegemonía Rosista.

La construcción de una imagen de Rosas, casi sacralizada, y de un restaurador de leyes y


defensor de la soberanía no solo fue una construcción de los historiadores revisionistas de

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la década de 1930, sino que fue una construcción de los publicistas de Rosas y sus
seguidores a lo largo del siglo XIX que, a pesar de los métodos “represivos”, lograron, de
alguna forma para sus contemporáneos, justificar el accionar rosista. Y esto se lo detentaba
en el discurso que proclamaba una sociedad agraria estable y armónica, un americanismo
moderno y pragmático enfrentado a la tradicional y monárquica Europa, la amenaza
permanente de conspiradores unitarios y una obsesión por el orden constituyeron las bases
del discurso del republicanismo rosista. Sin embargo, esta construcción trajo como
contrapartida una paulatina, pero poderosa, acumulación de tensiones que llevaron a
conformación de una oposición al régimen rosista. Y en este sentido hay que destacar que
un grupo de pensadores, conocidos como la Generación del 37, serán quienes encarnen esta
oposición al régimen y que, a partir de la década de 1850, constituirán el foco alternativo al
federalismo rosista. Y la principal diferencia, con respecto a otras generaciones de
pensadores, como señala JORGE MYERS (1998; 384):

En todos ellos aparecía una problemática común que los mancomunaba: el de la


"nación", cuestión típicamente romántica que en un país nuevo como la Argentina se
intensificaba por la indefinición propia de un Estado de creación reciente. Toda su
obra, en cualquier género, acerca de cualquier tema estar necesariamente supeditada
a las necesidades que imponía un país nuevo, cuya tarea primordial era alcanzar un
conocimiento adecuado de su propia realidad, para así poder definir su identidad
nacional.
Se puede decir que los unitarios exiliados del rosismo habían confluido con un contexto
ideológico que predominó en Europa: el romanticismo. Aunque, la fuerza encargada de
terminar la hegemonía de Rosas vendrá de adentro, y no de afuera. Del Litoral.
Específicamente el gobernador de Entre Ríos: Justo José de Urquiza. Quien en 1851
publicó su pronunciamiento en el que expresaba la decisión de su provincia de reasumir el
ejercicio de las facultades delegadas en Buenos Aires hasta tanto se produjera la
organización constitucional de la República (SALVATORE, 1998; 377). Esto desembocó
en la Batalla de Caseros, 1852, donde los ejércitos (uno conformado por una coalición de
fuerzas internacionales, y el otro por los leales al régimen) se enfrentaron, dando como
triunfador al entrerriano dando fin al régimen, que paso a llamarse como la tiranía de
Rosas. Pero antes de continuar, hay que reconocer que las herencias, y las deudas, de Rosas
fueron importantes. Tal como señala GUSTAVO PAZ (2011; 51):

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¿Cuál es la herencia del rosismo? Después de veinte años de manejó del país desde
Buenos Aires, la hegemonía de esta provincia quedo afianzada. En la década de
1840, Rosas había logrado imponerse como jefe informal de la Confederación
Argentina mediante el control de la mayoría de las situaciones provinciales. Rosas
se situaba en la cúspide de una jerarquía de caudillos acostumbrados a brindarle
apoyo y lealtad. La economía de Buenos Aires, basada en la exportación pecuaria a
los mercados atlánticos, se había consolidado durante el régimen […]. El
mantenimiento del orden republicano: elecciones periódicas, funcionamiento de la
justicia, respeto y obediencia a las leyes. […] (Sin embargo) la gran deuda del
rosismo era la organización constitucional del país.
Dicha constitución es la inicia Urquiza luego de Caseros. La sanción de la Constitución de
1853, producto del Acuerdo de San Nicolás efectuado un año antes, determina un punto
final para el federalismo rosista, y un punto de inicio para un federalismo republicano
netamente. Sin embargo, este acuerdo produjo un nuevo panorama político en donde, los
exiliados del régimen conformaron una oposición que vio amenazada su posición
privilegiada (si se aceptase el acuerdo), decidieron tomar el poder de la provincia
derrocando al gobernador urquizista Vicente López y Planes, separando el 11 de septiembre
de 1852 a Buenos Aires de la Confederación Argentina. De este modo nace el Estado de
Buenos Aires, como una unidad autónoma a las decisiones de Urquiza.

De la Batalla de Pavón a la “Revolución” de 1880

Entre 1852 y 1859 el Rio de la Plata fue testigo de un nuevo enfrentamiento entre las
fuerzas de la confederación de Urquiza y el ejército del Estado Autónomo de Buenos Aires.
Sin embargo, dentro de los grupos políticos porteños iban emergiendo dos tendencias: una
encabezada por Valentín Alsina que proclama la secesión completa de Buenos Aires del
resto de las provincias y el rechazo a una unificación con la confederación, serán los
Autonomistas; y la otra, encabezada por Bartolomé Mitre, que era partidario por la
unificación y la organización de un estado nacional liderado por Buenos Aires, serán los
Nacionalistas. (PAZ, 2011; 56). A la par de esto las presiones de la confederación sobre
Buenos Aires se hicieron sentir constantemente, y todo se agudizó tras la segunda Batalla
de Cepeda en 1859, donde el rebelde estado debió subordinarse a la nación comandada por
Urquiza y que luego la dejaría en las manos de Derqui. Sin embargo, dos años después, en
la Batalla de Pavón, en 1861, las tropas porteñas, encabezadas por el ex-general unitario,

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Bartolomé Mitre se hace con el triunfo. Sin embargo esto significo grandes cambios al
momento. Como señala ISIDORO RUIZ MORENO (2000; 454):

Únicamente significó una victoria militar, no política, ya que no se exploraron las


consecuencias favorables de la batalla […]. Una rebelión había provocado la caída
de las autoridades de la Nación constituida […] era preciso intenta superar el hecho
imprevisto, cubriendo la acefalia. Por lo pronto quedaba algo claro: el fin del
predominio del Partido Federal.
Ante este panorama se comenzó a producir, para la historiografía rioplatense reciente, la
verdadera construcción de estado nacional argentino. Pero los obstáculos que hubieron de
sortear las nuevas autoridades ya no provenían de las provincias, salvo la incursión de
diferentes grupos de caudillos o leales al autonomismo en las provincias y el rechazo a la
nación, sino de adentro de la misma Buenos Aires. El conflicto entre autonomistas y
nacionalistas iba en creciente ascenso. Pero esto no detuvo el proyecto mitrista de un
estado nacional. El congreso de 1862, reunido en Buenos Aires, designó a Mitre como el
presidente provisorio de la naciente nación.

Sin embargo, la administración de Mitre debió enfrentar las resistencias provinciales al


nuevo orden. Esas resistencias provinieron de dos frentes: la provincia de Buenos Aires,
cuya clase política veía con malestar que su ciudad capital pasase al ámbito federal y las
provincias del interior, gobernadas por federales, que veían con desconfianza el gobierno
del porteño. Entre 1863 y 1870 suceden conflictos diversos entre los principales caudillos
provinciales y el ejército nacional de Mitre que había iniciado un proceso de
modernización, lo que le dio una amplia ventaja por sobre las montoneras de los rebeldes.
(PAZ, 2011; 60). Pero, el foco intenso del problema, residía en el universo de elites
continuó incluyendo una heterogénea gama de actores: funcionarios de la tradición colonial
que pervivieron y reacomodaron sus vínculos con el Estado nacional e incluso bajo el
rosismo, mercaderes, hacendados, militares, caudillos locales, profesionales. No pocos de
ellos tuvieron que revalidar su predicamento frente a algunos recién llegados. No obstante,
unos y otros compartían una lógica de funcionamiento común con fuertes perduraciones de
la tradición anterior: mantuvieron una marcada identidad corporativa, sustentada en redes
parentales que resultaban funcionales para consolidar un sistema de alianzas, apelaban al
patronazgo y al clientelismo como modus operandi frente al poder. Desde esta visión del

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poder, la preocupación central no residía en la construcción o ampliación de las identidades
ciudadanas, sino en pensar al voto, y por ende en la representación, como la herramienta a
través de la cual podían diseñar estrategias de control. Sin embargo el problema no solo iba
en cómo controlar a este universo de elites, como señaló NATALIA BOTANA (1994; 26):

El significado último del conflicto entre Buenos Aires y el interior residía, aunque
ello parezca paradojal, en su falta de solución, pues ambas partes se enfrentaban sin
que ninguna lograra imponerse sobre la otra. De este modo, un empate inestable,
gobernaba las relaciones de los pueblos en armas mientras no se lograra hacer del
monopolio de la violencia una realidad efectiva y tangible. El monopolio de la
violencia, el hecho por el cual un centro de poder localizado en un espacio reivindica
con éxito su pretensión legitima para reclamar obediencia a la totalidad de la
población […] en dicho territorio.
Este enfoque, del monopolio de la violencia, es un punto que permite tomar al problema de
la consolidación del estado nacional como una cuestión de coerción y control de la
población. En este sentido es posible dilucidar el plan mitrista, y posteriormente
sarmientista, de conformar y modernizar una Fuerza de Seguridad Nacional que garantice
el real control del naciente estado. Dicha fuerza la de una Ejército Nacional que entre 1863
y 1880 logró la supresión de todos los focos de resistencia (encabezado por caudillos fieles
al federalismo de Urquiza en algunos casos, y en otros solo defensores del autonomismo de
sus respectivas provincias), y en este sentido puede hacerse una relación entre la búsqueda
del monopolio de la violencia y el control de las elites provinciales. Puesto que para esas
clases dirigentes locales, la presencia del ejército porteño, después de Pavón, era más
tranquilizadora que disruptiva (PAZ, 2011; 68). Puesto que, al perder el poder de
movilización de las masas rurales, estos grupos buscaron refugio seguro en esos ejército
que se transformaron en la garantía de la supervivencia política. El poder nacional encontró
en esto un medio privilegiado con quienes armar una trama política que condujera a la
consolidación de una elite política nacional cuyas lealtades estuvieran con ese horizonte
nuevo, que era la Nación.

La consolidación institucional, a partir del final de la década de 1850, ha permitido allanar


el camino político para el ascenso de esta elite política nacional. La creación de un Banco
Nacional en 1872 permitió que las provincias con mayores necesidades tuvieran una
oportunidad de financiamiento importante. Esto genero una inevitable dependencia del

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poder central, y de tal modo, legitimar su importancia, no solo en el sentido político y
militar, sino también económico. Los subsidios nacionales fue un modo de sujetar a las
provincias al nuevo poder nacional. Sin embargo, en el sentido político, la entrada de las
elites locales como los nuevos burócratas y cuerpos funcionales del gobierno nacional, y la
captación de estos grupos “letrados” como los nuevos diputados del congreso nacional
permitieron al poder nacional poder interrelacionarse con las provincias, y lograr los
acuerdos y negociaciones que propiciaron la consolidación de nuevas prácticas políticas
que se harán presentes para el siglo XX. Estos mecanismos se lograron mediante el
monopolio del sufragio, que era el medio republicano que los consolidaba ante la
población. Sin embargo, la erosión de la tendencia nacionalista mitrista, ante un
federalismo urquizista (tendiente a favor del partido autonomista porteño) fue ganando
terreno político a fines de la década de 1860. Sin embargo, los autonomistas no lograban la
presidencia puesto que los nacionalistas tenían el apoyo de los jefes militares (en especial
los miembros de la Guardia Nacional) que en este contexto poseían un peso importante
políticamente. Dentro de este contexto hay que entender, entonces, el ascenso de Sarmiento
en 1868, luego de la presidencia de Mitre, ya que las tendencias nacionalistas se mostraron
neutrales ante las elecciones, y los autonomistas porteños, irónicamente, no poseían el peso
político suficiente para imponerse en la presidencia de la Nación. En palabras de
GUSTAVO PAZ (2011; 77):

La paradoja de esta situación era que ningún candidato en Buenos Aires podía
hacerse con la presidencia sin el apoyo de las provincias y los jefes militares. El
sistema de elección presidencial indirecto (colegios electorales en cada provincia)
garantizaban un peso electoral decisivo a las provincias del interior sobre la de
Buenos Aires. Pero a los gobernadores provinciales les era imposible que su
candidato a presidente triunfara sin contar con algún apoyo partidario en Buenos
Aires. En este sentido el autonomismo porteño se mostro mucho mas flexible a la
hora de las negociaciones electorales con el interior que el mitrismo, cuya red de
alianzas tejida a comienzo de la década de 1860 estaba en franca retracción.
Por ende, cuando había de resolver la sucesión de Sarmiento en 1874, los nacionalistas se
volvieron a presentar con Mitre, y los autonomistas con Alsina. Sin embargo, ante este
conflicto el presidente decidió dar su apoyo, junto a una liga de gobernadores, a Nicolás
Avellaneda quien asumió su cargo ese mismo año. Aunque tuvo que hacer frente a un
problema que periodo a periodo iba subiendo de intensidad, y ese problema era la

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subordinación de la autonomista Buenos Aires al orden nacional. Este problema era el peso
de la provincia más rica y poblada, por ende, someterse a una autoridad nacional, y por
ende a una federalización (puesto que la idea de integrar a Buenos Aires al esquema
nacional era la de tomar transformar a su capital, la Ciudad de Buenos Aires, en la capital
de la nueva nación) que pusiera en riesgo sus rentas aduanera que seguían a cargo del
gobierno de los autonomistas. He aquí uno de los motores de la resistencia porteña al poder
nacional y sus constantes conflictos. A esto se le suma la sublevación de los nacionalistas
mitristas que se oponían a las medidas de Avellaneda, y propiciaron una serie de
levantamientos a lo largo de gobierno del mismo. Este escenario planteaba la necesidad,
para el estado nacional, de poder unificar los intereses porteños con los nacionales. En este
sentido la creación de un partido en donde los sectores conciliadores de las dos ramas
políticas pudieran unirse, y ese fue el Partido Autonomista Nacional (que impulsó
Avellaneda mediante un pacto con Alsina) el cual fue aglutinando a las nuevas
generaciones de pensadores e intelectuales que fueron engrosando sus filas, y de este modo
fueron acaparando el escenario político nacional. Sin embargo, un problema imprevisto
desatará un nuevo conflicto. La muerte de Alsina en 1877 va a abril un escenario que, como
señala ISIDORO RUIZ MORENO (2000; 477-478):

El antagonismo volvió a desatarse, personalizado por los dos candidatos a asumir el


Poder Ejecutivo Nacional, que lo fueron el nuevo ministro de Guerra, general Julio
A. Roca y el gobernador de Buenos Aires, doctor Carlos Tejedor. Al primero lo
sostenía casi todo el país, a través del Partido Autonomista Nacional; pero el
mandatario porteño lo acusó de querer entronizarse mediante la utilización de los
recursos oficiales, lo que su provincia estaba en el deber de resistir incluso por la
fuerza, para salvarse de ser humillada por la imposición de […] la voluntad del
pueblo. Lo cierto es que los autonomistas y los antiguos federales en la mayor parte
de la provincia querían mantener la política que había triunfado durante el mandato
que fenecía (la antigua alianza de Avellaneda con Alsina)
Ante este escenario es posible comprender los mecanismo aplicados en 1880, cuando el
candidato por Nicolás Avellaneda, el Gral. Roca (quien se había consolidado como figura
de poder, luego una serie de batallas contra Mitre y los nacionalistas, y de la exitosa
“campaña del desierto” que le aseguro el apoyo de las elites económicas porteñas), triunfa
en los comicios, y ante ello, la reacción armada de Carlos Tejedor, el 2 Junio de 1880, que
llevó a enfrentar a las fuerzas del ejército nacional contra los grupos armados porteños
dirigidos por el gobernador rebelde. La derrota de Buenos Aires significó el fin de la

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tendencia autonomista como fuerza política, y la federalización de la Ciudad de Buenos
Aires (y de su Aduana) como consecuencia de ello. A los pocos meses, Julio A. Roca
asume como presidente y en su proclama “Orden y Progreso” se matizaba el fin de un
periodo signado por la construcción de un orden nacional.

Salta en el XIX: De la caída de Güemes al Roquismo, las representaciones políticas

Con la caída del gobierno central tras la batalla de Cepeda en febrero de 1820, la
emergencia de una forma de organización “provincial”, y esto llevo a que en agosto de
1821, tras la muerte del Gral. Martin Miguel de Güemes en junio, se consolidó un grupo
que buscaba este objetivo, sin embargo no estaba bien claro el mismo. La incertidumbre y
la ambivalencia para alcanzar la organización política se refleja en el texto del Armisticio
donde aparece la instalación de una Asamblea Provincial o Junta Provincial que, mediante
una serie de normas, imprecisas, que hace referencia a un proyecto de constitución, reglas
constitucionales o leyes municipales. Se puede decir que en la reunión convocada, para
cumplir el acuerdo del Armisticio, se constituyó en un audaz golpe de mano, quienes
supieron maniobrar y dirigir las sesiones de los comisionados de las ciudades, para crear
una representación provincial que, partiendo de la presentación otorgada por los cuerpos
municipales, procedieran a crear nuevos poderes, entre ellos la Junta Provincial que asumió
la representación de la “voluntad soberana” de los “pueblos libres”. El paso de una
soberanía de “los pueblos” a esta soberanía “provincial”, y en este sentido se debe señalar
los siguientes aportes teóricos referidos a la soberanía en el plano político de fines del siglo
XVIII y principios del XIX, y como se lo entendió en la emergencia de la crisis de la
Monarquía Hispánica. En este sentido, se debe tener en cuenta el criterio de Xavier Guerra
que era que: ante la ausencia del rey, producto de la forzada abdicación en 1808, se trató de
buscar una forma de organizar un gobierno frente al vacío de poder, y esto solo sería
posible, a partir de que los “reinos”, las “ciudades”, “villas” y los “pueblos” afirmaran sus
derechos al reasumir la soberanía, que era entendida como el auto-gobierno de las
repúblicas, que podían ser cualquiera de estas unidades administrativas ya mencionadas.

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Este fue el principio de “retroversión de la soberanía al pueblo”. Por lo tanto la salida a la
crisis era restablecer ese lazo, y reconstruir la unidad política, que antes era el virreinato.
(CORREA, FRUTOS, QUINTANA; 22).

Luego de la emergencia de 1820 y la muerte de Güemes se practicaron un menú de


opciones que combinaba procedimientos pactistas con republicanos, una concepción
orgánica de la sociedad y una apelación a los valores liberales. El paso de las soberanías de
los pueblos a la soberanía provincial tuvo como eje la consolidación de la Asamblea
Provincial, que representaba este nuevo pacto de dominación que intentaron recrear los
dirigentes salteños, y que esporádicamente intentaron con el proyecto de organización
nacional. Dentro de este sentido, hay que señalar, que la cuestión del voto es interesante de
analizar, puesto que existe una hibridación entre el voto directo y el mandato imperativo
que, basándose en el Reglamento Provisorio de 1817, se combinaba la participación
colectiva con el derecho individual a sufragar libremente y sin coacción por los candidatos
de tu preferencia. Se puede ver la coexistencia del mandato imperativo y el mandato libre,
evidente en la persistencia del consentimiento como una autorización, y no como un acto
electoral destinado a la selección de representantes, aunque a esto no se lo debe generalizar.
Además, un rasgo central del sistema político provincial fue la prolongada coexistencia de
las antiguas y nuevas formas de sociabilidad y participación política que combinaban una
amplia ciudadanía con un sistema electoral restrictivo con el objetivo de hacer previsibles
la elección de los Representantes. Estas prácticas van a pervivir durante casi todo el siglo
XIX en la provincia, en donde las luchas facciosas podían deponer o imponer gobernadores
y clausurar la sesiones del cuerpo legislativo, pero la formula que legitimaba la autoridad
del ejecutivo provenía indefectiblemente de la Sala de Representante, y ella se aglutinaban
los representantes de las familias más poderosas de las familias. (CORREA, FRUTOS,
QUINTANA; 40)

A partir de la década de 1870, las transformaciones en la composición de las esferas del


poder en la provincia van a tomar otro rumbo, más centrado la consolidación de una
oligarquía basada en una red familiar de un reducido grupo de terratenientes (CORREA;
75) que vieron, en el proceso de construcción del estado nacional, una oportunidad para
tomar espacios en el nuevo estado. Como plantean los estudios de Saguier (1991) se puede

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hablar de que fue emergiendo un Nepotismo provincial para la década de 1870 y 1880. Si
bien la adhesión de Salta al P.A.N. y la candidatura de Roca, los intereses y mecanismos de
dominación y representación, por lo menos, parecían ir radicalizándose en un reducido
grupo familiar, a diferencia de los años anteriores en donde el poder recaía en el cuerpo
representativo provincial (la Sala de Representantes).

Conclusiones aproximadas.

A lo largo del presente ensayo se ha podido dar cuenta de un proceso histórico bastante
extenso y que, básicamente, constituye a la historia de formación del mismo estado
nacional argentino. Las visiones de un proceso que, dependiendo del foco de atención, se
pueden ver tanto las rupturas, como el continuo, de los procesos. Si bien la intención de un
proyecto que lograse aglutinar a todos los sectores dirigentes en pro de la futura nación
argentina, para 1820, era una utopía. Las bases del centralismo tras la Batalla de Cepeda
abrió el camino a nuevas experiencias políticas, y de representación política, que a lo largo
del presente se dieron cuenta. Primero con la experiencia de Dorrego que fue un pie de la
Campaña en la Ciudad, algo antes nunca pensado. Sin embargo la emergencia del Rosismo
ha dado un proceso dialectico (si se puede decir) entre un discurso que promulgaba la
autonomía de las provincias y una alianza militar en el Pacto Federal, y entre unas
prácticas políticas que, mediante los elementos rivadavianos producto de las reformas
hechas en el año 24 (conocido como la Feliz Experiencia), habian dado lugar a un proceso
opresor y de consolidación de los intereses porteños que dirigía el caudillo bonaerense.
Pero así como Rosas ganó su designio como gobernador, Rosas consolido la hegemonía
porteña en toda la Confederación sentando, sin saberlo, las bases para el futuro estado
nacional producto de la derrota de Urquiza en la batalla de Pavón. Dicho estado, iniciado
por Mitre, encontraría resistencia dentro de los diferentes grupos dirigentes porteños, al
punto que en 1880 la reacción autonomista tuvo como consecuencia un enfrentamiento
armado, en donde Buenos Aires perdió, y de ese modo se consolido la Nación, con un
estado Federal-Nacional. Si bien, comprender el proceso de formación del Orden Nacional
es lo que me incumbe, los problemas de Representación que están siempre emergiendo a la
luz de las diferentes coyunturas político-social-económica. Se puede decir que, para poder

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ver y comprender la Argentina del siglo XX, hay que mirar el siglo XIX, y ver la génesis
de los problemas y las instituciones que hoy en día las tenemos tan naturalizadas. El éxito
del centralismo, si se puede decir, ante el autonomismo fue total tras 1880, y un largo
proceso de conflictos es la herencia que todo historiador ha de tener siempre en cuenta
cuando va a hacer una historia, primero de las Provincias Unidas del Rio de la Plata, luego
como la Confederación Argentina y finalmente la Republica Argentina, a lo largo del siglo
XIX.

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