Está en la página 1de 3

Las desarregladas uñas de Marcela

Érase una vez una niña pequeña, de unos once años aproximadamente. Vivía con su
familia en una casa promedio, en un barrio agradable, pero un poco deshabitado. No
abundaban los jóvenes en él, sino, que más bien, abundaba la gente anciana.

Uno de los días en que Marcela, la niña, pasaba una tarde un poco aburrida en su casa,
que, por cierto, se encontraba vacía en ese momento, ya que su madre había ido de
compras, su padre estaba trabajando y su hermana, Micaela, estaba en la casa de una
amiga haciendo un trabajo. La joven estaba un poco indecisa, no sabía si arreglarse las
uñas abandonadas y feas, o pasar el rato en el patio, aunque esta última opción no era
la más óptima, dado que las condiciones climáticas de días anteriores habían dejado
un pantano en la escasa superficie verde que tenía la casa.

-Bueno, creo que voy a acabar con este desastre de uñas que tengo. Dijo Marcela
mientras buscaba los elementos necesarios.

Las pinturas estaban debajo de su cama, para evitar una pelea, bastante repetitiva,
que tenía con su hermana, cuando una usaba las pertenencias de la otra. Luego debía
buscar un trozo de algodón y el quitaesmalte del armario del baño, y por último, pero
el más fácil de encontrar, el alicate, que como siempre, se encontraba en uno de los
cajones de la cocina.

Procedió en el orden antes mencionado. Buscó las pinturas, revisó que estén todas tal
como las había acomodado, y de paso, se deleitó con los colores de estas.

-Esta verde me la regaló mi abuela, es hermosa. Esta rosada me la regaló la tía Chela,
divina. Y esta roja, me la regaló la fea de Micaela, pero la pintura es de mi color
preferido.

Luego se dirigió al baño y buscó el quitaesmalte y el trozo de algodón. El algodón fue


fácil de conseguir porque estaba en el estante más bajo, -pan comido; se le escuchó
decir a Marcela, pero al quitaesmalte no lo llegaba a ver. Marcela tuvo que dar unos
saltitos para alcanzar a verlo, pero nada. Entonces levantó la mirada y desde abajo, se
sintió una hormiguita al notar que el elemento que estaba buscando, estaba en el
estante más alto. Del que cada vez que necesitaba algo, tenía que llamar a la odiosa de
Micaela, o a su papá, o a alguien alto que estuviera por allí. Pero en este caso, como
bien sabemos, Marcela estaba sola. Ella, y nadie más, iba a tener que alcanzar el
quitaesmalte. Con toda la valentía, y en contra de su madre, quien le llamaba la
atención cuando se paraba encima de los muebles de la casa, buscó uno de los bancos
de la cocina. No era muy pesado, pero un objeto de madera maciza como ese era
suficiente para agotar los debiluchos brazos de Marcela.
A duras penas logró llevarlo hasta el baño. Al último tramo lo tuvo que hacer a rastras.
Bueno, hasta acá todo iba bien. Apuntó su mirada al quitaesmalte desde lo bajo, y
comenzó a trepar el banco. Una vez allí arriba logró tomarlo. Pero, apenas lo sostuvo
con sus manos, y antes de poder esbozar una sonrisa victoriosa, sintió ruidos en la
casa.

-AYYY, ¿Qué hago? ¿Me vienen a robar? ¿Serán los alienígenas de los que me habló el
abuelo?

Marcela se preguntaba todo eso en silencio, hasta que un sonido le detuvo hasta la
respiración. Uno de los cajones de la cocina se abrió. Si tan solo se hubiera abierto de
golpe… El cajón tardo unos segundos en abrirse. Marcela comenzó a transpirar del
miedo. Apenas se abre del todo el cajón se siente el ruido de algo que sale disparado
desde el cajón. Por el ruido Marcela sospechaba que era el alicate. Y estaba en lo
correcto. Era el alicate.

Muchos pensarán cómo a Marcela se le ocurriría tener sospechas de eso, siendo que
estaba arriba de un banco, con el quitaesmalte en la mano y sola en su casa. Marcela
era muy curiosa y ni siquiera un momento de tensión como ese le podía apagar sus
instintos detectivescos.

Marcela comenzó a pensar. Por momentos, intentaba rezarle a una de las tarjetitas de
un santo que había puesto su madre en el baño, y por momentos, volvía a ser sensata
y pensaba qué estaba pasando.

No sería exagerado decir que Marcela estuvo una hora entera parada sobre el banco
con el quitaesmalte en la mano.

Aunque cumplida la hora, respiró profundo y comenzó a bajar del banco. Movimiento
por movimiento, segundo a segundo, era un infierno para Marcela. En el último
movimiento que necesitaba para llegar al suelo, su pie resbaló en una de las tablas del
banco y este se cayó, junto con Marcela.

Pasadas unas dos horas, llegó la madre de Marcela con su hermana. Ambas vieron a
Marcela inconsciente en el suelo. Comenzaron a gritar desaforadamente. Llamaron al
papá y a la ambulancia.

Marcela recién logró despertarse dos días después del acontecimiento tenebroso. Y
apenas entró en consciencia, recordó el momento de miedo que había pasado y dio un
salto en la cama del hospital. Empezó a gritar y su familia desesperada fue a ver qué
necesitaba. Ella les contó lo que había ocurrido en la casa. Sus padres no se lo tomaron
en serio y la enfermera les aconsejó no creer nada de lo que decía, ya que los
pacientes que salen del estado de inconsciencia, dicen cosas muy locas. La familia de
Marcela se relajó, aunque Marcela se sintió aún más desconsolada. La niña creyó estar
loca, y por esa razón intentó olvidarse de lo ocurrido.

Un tiempo más tarde, cuando Marcela llegó de la escuela, saludó a sus perros, como
de costumbre, y entró a la casa. Apenas ingresó, sintió el ambiente un poco extraño. Y
no tardó ni medio segundo en recordar la mala tarde que había pasado aquel día del
cajón y el alicate.

-Tranquila Marcela, no es nada. Es tu imaginación. Se dijo a ella misma.

Siguió caminando y se dirigió a la cocina en busca de algo para comer. Apenas logra
visualizar el lugar de cocina, vio el alicate caído y el cajón abierto. Intentó gritar para
alertar a los vecinos, pero no pudo. Intentó correr, pero sus pies estaban pegados al
suelo. Intentó no ver, pero sus ojos parecían obligarla a ver hacia el comedor. En ese
momento, consiguió distinguir una sombra que se dirigía hacia ella. Marcela
desprendía gotas de sus ojos. Comenzó a recordar todas las películas de terror que
había visto con su hermana. Y así continuó, hasta que la sombra desapareció. Se sintió
un poco más aliviada, pues la sombra ya no estaba más o eso había creído. En un
segundo comenzó a percibir una presión en su hombro. Muerta de miedo se dio vuelta
lentamente. Era la sombra. Hizo un último intento por gritar o correr pero no pudo. De
golpe, como por arte de magia, desapareció la sombra, Marcela y el alicate.

FIN

También podría gustarte