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Nos da mucha alegría poder compartir con Uds. la presente antología, una selección
de cuentos para leer con jóvenes y adultos, que confiamos pueda acompañar la tarea
insustituible que realizan en las escuelas.
Sabemos, en este sentido, que no siempre el libro es un objeto disponible para todos y
que muchas veces nos interrogamos respecto de qué lecturas son las más adecuadas para
nuestros estudiantes.
Por esta razón esperamos que esta selección se constituya en un recurso útil, capaz de
alentar nuevos y diversos espacios de aprendizaje, convencidos que la mayor capacidad de
un libro reside en generar lecturas diferentes sin ser consumido nunca por completo.
Estos cuentos son una oportunidad para que, jóvenes y adultos, con la mediación del
docente, recorran distintas tradiciones literarias partiendo de sus saberes previos.
Los posibles sentidos del cuento aguardan a un lector para cobrar vida. Un cuento que no
se lee es un mundo que no se explora y muchas veces la escuela es su último refugio.
Estos textos nos esperan para repensar juntos las figuraciones del mundo, para
interrogarnos acerca de lo que nos acontece, para entendernos como sujetos partícipes de
una comunidad de derecho. Son una invitación a adentrarnos en la diversidad de miradas
que configuran la identidad humana.
A modo de marco y presentación se incluyen las biografías de los escritores; biografías que
en muchos casos, al igual que sus historias, traslucen algo más que datos del autor y nos
hablan a su vez de nosotros mismos, del mundo en que vivimos.
ÍNDICE
“El billete de un millón de libras”, Mark Twain 3
Seguían sentadas a la mesa. Hacía mucho calor y ninguna de las tres mujeres
se decidía a moverse; eran como esas moscas haraganas hurgueteando entre
los restos de la sandía. La madre era la única que se había levantado y ya estaba
frente al tacho, fregando los cuatro platos. Catalina, con indolente suficiencia, se
puso a comentar los amores de la viuda con alguien que no era de por allí. Por
primera vez a esa mujer se le conocían amores, siempre guarecida por la sombra
del finado y la de ese tala enorme que cubría su almacén, junto al camino, en
plena curva. No hubo interés en ningún detalle del relato; Micaela se acarició el
vientre. La atención de sus dos hermanas fue cayendo sobre la memoria de cada
una de ellas, como un chico que se tira sobre una parva, quedándose allí, con
pereza, con incontrolada voluntad, con indecisión, con imaginable perversidad
infantil. La atención era un niño sobre la paja crujiente, hasta que Micaela,
interrumpiendo esos juegos, deja de acariciar su vientre y, mirándola a Catalina
le dice: «Siempre hablando porquerías». El chico se ha incorporado de un salto;
es inquieto, se lastima en la paja. La paja es seca, es dura y quebradiza; se quema
y vuela. Se hunde en los ojos, igual que la memoria. «¿Y esto?», se defiende
Catalina palpando el vientre abultado de Micaela. Sin escuchar los insultos de
sus hermanas —que ya se han trenzado—, Margarita se levanta con todo el
verano encima preservándola de las discusiones, del frío, del odio. No había
pronunciado una sola palabra durante toda la comida. Prefirió no intervenir en
los comentarios, porque siempre terminaban siendo motivo para alguna pelea, y
ella quería seguir arrinconada en el fondo de su cuerpo creciente, atenta a esos
cambios que la halagaban y la entristecían. Sol. Al llegar al ceibo inclinado
sobre la orilla, ya no escuchaba las voces agresivas. Sentía la siesta y el sol que
le apretaban los hombros. Cuando sentía el sol sobre los hombros, su corazón
aleteaba confusamente; solía entonces tirarse al agua. El Colastiné era un río
ancho y fuerte, pero sin peligros para ella que estaba acostumbrada, siempre
viviendo sobre esas orillas. Más que arriesgarla, ese río la protegía y con alivio
podía sentir el agua que refrescaba su cuerpo ardido. Su piel tenía casi el mismo
color de la tierra, pero la tierra podía enfriarse, en cambio su piel siempre era
tibia, hasta en los días más crudos. Podía abrigarse con ella. «Margarita es una
mocosa», pensaba con cariño Micaela. En cambio a Catalina, no quería ni verla,
ni acordarse. Cuando la tenía delante, la miraba como si fuera alguna de esas
fotografías que decoraban el rancho, sin suscitar recuerdos ni melancolías de
tan amarillas e impersonales que se iban poniendo con el tiempo. Cualquier
indicio que animara la imagen de Catalina, cualquier efímera evidencia que
transformara en realidad esa imagen, convertía a Micaela en una ráfaga; sus
ojos se nublaban como si mirara el sol —como la luz brumosa de esas siestas—,
y el rencor le trepaba por la garganta. Catalina era la mayor, creció antes y
hubo motivos de miedo primero y de rabia después. Ella no tenía conciencia
de suscitar estos sentimientos, estos terrores: bañarse con chicos de su edad,
perderse con alguno por allí; tener ganas, vivir de eso. «No sé qué tenés que
andar espiando», le había dicho a Micaela que se puso a llorar, no porque le
diera asco, como suele ocurrir con las señoritas, sino porque aquella tarde tan
lejana, ya estaba augurando el desamparo. Sol. Recién al tiempo confirmaría
El gerente del Astoria Hotel encargó al ebanista Sergio un sofá especial: tenía
que caber exactamente en el hueco de cierta pared.
Fue al hotel para tomar las medidas y se enteró de que el sofá decoraría la
habitación reservada para una pareja ejemplar.
Sergio se puso pálido. Cinco años atrás Linda, su antigua mujer, se había
escapado con Bobby, un amigo de los tiempos del colegio. Cuando quiso
alcanzarlos se interpuso el taller: tuvo que quedarse en Buenos Aires, atendiendo
su oficio manual, mientras ellos, los románticos, huían a Hollywood. Ahora
volvían famosos, en una visita fugaz como un relámpago de oro. ¡Y él, burlado
y fracasado, debía adornarles el nido!
Al construir el sofá dejó, debajo del asiento, una cavidad donde él pudiera
acomodarse. A fin de que los cargadores, en el momento de transportar el
mueble con él adentro, no reparasen en el exceso de peso, seleccionó maderas
y metales livianos para el armazón y gomapluma para los rellenos. A un
costado disimuló una mirilla. Se tocaba un resorte, se abría un escotillón y él
se deslizaba fuera del sofá. Lo demás sería fácil. Esperaría a que estuvieran
dormidos, asestaría una puñalada en cada corazón y, con la llave que se había
mandado hacer, tranquilamente se marcharía.
Por la noche, a través de la mirilla, Sergio vio entrar a Linda y a Bobby, radiantes
Nunca fue uno de los nuestros No era solo porque había dejado de fumar y
apenas bebía que Edmund Quasthoff parecía distinto, un poco como un santito
y, por consiguiente, resultaba algo desagradable. Había otra cosa. Pero ¿qué?
De eso hablaban en el apartamento de Lucienne Gauss, en el East Side a la
altura de la calle Ochenta, un día a las siete de la tarde, la hora de los aperitivos.
Julian Markus, el abogado, estaba allí con su esposa, Frieda, como también
Peter Tomlin, un periodista de veintiocho años, que era el más joven del grupo.
El grupo contaba con siete u ocho personas que conocían bien a Edmund, lo
que en la mayoría de los casos quería decir desde hacía unos ocho años.
También estaban presentes el sociólogo Tom Strathmore, el editor Charles
Forbes y su mujer, y Anita Ketchum, bibliotecaria del New York Art Museum.
Se reunían más a menudo en el apartamento de Lucienne que en ningún otro,
porque a Lucienne le gustaba recibirlos y, siendo una pintora que trabajaba por
cuenta propia, tenía horarios flexibles. Lucienne tenía treinta y tres años, no
estaba casada y era muy atractiva, de sedoso cabello rojizo, piel blanca y suave,
y una boca delicada e inteligente. Le gustaba la ropa cara, iba a menudo a la
peluquería y tenía estilo. El resto del grupo la llamaba, a sus espaldas, la dama,
cuidándose mucho de no usar la palabra ni siquiera entre ellos (Tom el sociólogo
la había usado), porque era una palabra anticuada o quizás esnob. Edmund
Quasthoff, contable en un bufete de abogados, se había divorciado hacía un
año, porque su mujer lo había dejado por otro y, en consecuencia, él le había
pedido el divorcio. Edmund tenía cuarenta años, era alto, de cabello castaño y
modales serenos, ni apuesto ni feo, pero tampoco dueño de esa chispa que a
veces convierte a una persona bastante fea en atractiva. Lucienne y el grupo
habían dicho después del divorcio: —No es para sorprenderse. Edmund es
bastante aburrido. Aquella tarde en casa de Lucienne, alguien dijo de repente:
—Antes Edmund no era tan aburrido, ¿no? —Me temo que sí. ¡Sí! —gritó
Lucienne desde la cocina, porque en ese momento había abierto el grifo para
liberar los cubitos de una cubitera de metal. Había oído una risa. Lucienne
regresó al salón con el cubo de hielo. Edmund estaba a punto de llegar. Lucienne
se dio cuenta de que quería excluir a Edmund del círculo, de que no lo soportaba.
—Sí, ¿qué le pica a Edmund? — preguntó Charles Forbes sonriéndole con
picardía a Lucienne. Charles era regordete, la delantera de la camisa le tiraba
en los botones, se le veía una franja de piel entre los calcetines y el pantalón
cuando estaba sentado, pero todos lo querían mucho por su amabilidad, su
inteligencia y su capacidad de beber como un cosaco sin que se le notara—.
Quizás le tenemos envidia porque él dejó de fumar —dijo Charles, mientras
apagaba su cigarrillo y sacaba otro. —Yo confieso que le tengo envidia —dijo
Peter Tomlin con una amplia sonrisa—. Sé que tendría que dejar de fumar,
pero no hay manera. Lo he intentado dos veces. De un año a esta parte. Los
pormenores del esfuerzo de Peter no le interesaron a nadie. Pronto Edmund
llegaría con su nueva mujer, y todos hablaban mientras podían. —¡A lo mejor
el problema es su mujer! —susurró Anita Ketchum con entusiasmo, previendo
que los demás se reirían y harían más comentarios. Tal como hicieron.
—¡Mucho peor que la primera! — admitió Charles. —Claro, ¡Lillian, al lado
En las fotos está su muchacho sonriente, con el cabello un poco largo hacia
la nuca como le gusta usarlo, más rubio, del color de la paja por las largas
jornadas al sol de Formosa. Hay un río detrás suyo y más atrás una costra
verde. En una de sus cartas le explicó que esa línea oscura es Paraguay, Alberdi
precisamente. Un pueblo de contrabandistas, decía y a ella el corazón le había
dado un vuelco adentro del pecho. ¿Y si su hijo anduviese en algo raro? Pero
no. Su hijo se había ido a trabajar con Guiffre, a trabajar los campos que Guiffre
tenía allá. Cuando su hijo vivía acá también era empleado suyo. Al principio,
Guiffre pasaba a visitarlos y traer noticias de Formosa, cartas y dinero. Ya iban
para tres años sin que se diera una vuelta. Ella había escuchado por ahí que se
había mudado allá con su familia.
En otra foto, el chico aparecía abrazado a dos muchachas muy jóvenes,
casi niñas. Había una mesa sin mantel, con restos de comida en los platos y
botellas de vino. Ellos tres sostenían vasos llenos de vino, apuntando hacia
la cámara, como en un brindis. Era un día luminoso, el hijo estaba en cueros
y las mujeres con vestidos livianos, cubriéndoles apenas los pechos. Son mis
novias, bromeaba en la carta, porque acá está permitido tener más de una y
nadie se ofende. A ella le había causado gracia y se lo había comentado al
marido –que nunca leía las cartas- y él había dicho con rabia tu hijo no pierde
las mañas se ve y ella, también con rabia, le contestó que qué culpa tenía el
muchacho si todas se le ofrecían. Y con más rabia pensó que con qué derecho
hablaba así de su niño, que si creía que por vieja se le había olvidado el asunto
aquel con la madre de Guiffre.
Tanto calor en Formosa y tanto frío acá, pensó con un temblor. Tenía los pies
húmedos de rocío y el viento aullaba entre los paraísos del patio como un
animal en época de celo. Cuando se quitó los zapatos vio que había pisado
Arriba del massey ferguson naranja, el hijo, con un sombrero de tela y ala
ancha que le ensombrecía el rostro, descansaba el brazo desnudo sobre el
volante y tenía un cigarrillo en la mano. No sonreía. La cámara lo había captado
desprevenido. Al costado, fuera de foco, dos muchachos posaban abrazados.
Cuando Guiffre vaya para allá, contaba en una carta, les voy a mandar una
máquina de estas que sacan la foto y la podés ver enseguida, se maneja fácil,
Guiffre te va a explicar, apuntás, disparás y la foto sale por abajo, la sacudís
un ratito y ya podés verla. (A ella le costaba creer que algo así se hubiese
inventado.) Así vos y el viejo se sacan fotos, decía, y me las mandan y puedo
verlos. A esto también se lo había comentado al marido y él no le contestó
nada. Pero la máquina no llegó nunca.
Vino Guiffre y trajo un acordeón a piano, nuevo, verde niquelado. Desplegado
al sol parecía una serpiente de esas grandes, de agua, que el hijo le contó había
por allá pero que no se preocupara que no eran venenosas. Cuanto más chica
es la víbora más dañina, le explicó. Para que el viejo toque chamamé, decía la
tarjetita. A ella le había mandado dos frascos de agua de colonia.
Unos meses después –ahora que lo pensaba, la última vez- pasó Guiffre y le
pidió el acordeón. Dijo que el muchacho lo necesitaba. También dijo que no
traía carta porque había viajado de golpe y no había tenido tiempo de escribirles,
pero que estaba bien y mandaba saludos. No quiso sentarse ni esperar al viejo
para tomar una marcela con él como siempre.
A ella le parecía que el marido lo quería más a Guiffre que a su propio hijo.
La enfurecía oírlo hablar con orgullo de Guiffre como si fuese de su familia.
Como si Guiffre.
Le entregó el acordeón que el viejo nunca había tocado ni sacado del estuche
aunque más no fuera por curiosidad. Le dio lástima que se lo llevara, pero
también le daba lástima que estuviese guardado sin que nadie le sacara un
poco de música.
Otra foto le devolvió al chico con barba, una camisa floreada, las manos en los
bolsillos del jean y un loro en el hombro. Estaba parado en una calle barrosa y
el día estaba nublado como si recién acabase de llover o estuviera por empezar.
Llovía mucho, contaba la carta, y peligraba la cosecha. No decía nada del
acordeón.
Poco después oyó decir que a Guiffre lo había fundido la inundación y que
para colmo la mujer se había escapado con otro y le había dejado los hijos.
Escuchó al marido llamarla desde la cocina. Le dijo que tenía hambre y preguntó
si quedaba vino. Ella puso la olla arriba del fuego colgándola de un gancho
que estaba para eso y le agregó un poco de agua antes de taparla. Desde que
estaban los dos solos, cocinaba bastante al mediodía y después cenaban las
sobras. En verano no se podía porque la comida se echaba a perder. Después
le sirvió el vino y le avisó que era el último jarro, que le hiciera acordar al otro
día que comprara otra damajuana, y volvió a la pieza.
Ella y el viejo comieron en silencio, junto al fuego, con los platos sobre la
falda. Estaban terminando cuando escuchó golpes en la puerta. En su apuro
por abrir, pateó el vaso con vino que el marido había dejado en el piso.
Antes de tirar del picaporte, tomó aliento y pensó si no se vería demasiado
vieja, si no tendría que arreglarse un poco, y enseguida pensó que de todos
modos estaba oscuro, que ya tendría tiempo mañana, que tenía que abrir porque
afuera hacía demasiado frío y ellos estarían cansados por el viaje.
Entonces abrió la puerta y se topó con la noche espesa, helada y solitaria. Una
rama desguasada por el viento rodaba en el patio.
El día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de
mirarla un solo segundo–, se tomó de un saque una taza entera de lavandina.
Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó
la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando
de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
–Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá–. Abi-mi-dios –y todavía tardó
unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco
respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo
Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó
la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un
vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró
también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi
de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso
de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del
coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un
rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya
estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces
para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar
la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida
el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al
hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato
y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más
adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de
tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una
cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por
el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
–Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas pero
eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía
entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme
mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
–¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a
tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba
y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha
era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia
encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió
sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar
atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no
bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero
no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba
Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde
muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas,
cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más
raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre
era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y
yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos
habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos
creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o
que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia,
como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes
de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro
padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de
modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo,
por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo
decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era
cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni
quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río,
hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana
tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos,
al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había
sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía,
para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no
apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta
culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo
pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya
tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo.
¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día
menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva,
en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de
la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá,
sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro
de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía,
nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá,
asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado
el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años
transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me
alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más
Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse
callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo.
Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me
depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas
orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
Por alguna razón que ahora no recuerdo, un día nos quedamos solos mi padre
y yo. Debía de ser julio o agosto. Yo acababa de darme una dosis de gasolina
y estaba en el sofá, con los ojos cerrados, presa de una ensoñación. Entonces
apareció mi padre y dijo:
-¿Qué?
Dicho y hecho. Nos montamos en la moto y después de una hora o así el paisaje
dio un brusco cambio y se convirtió en un decorado. Mi padre me paseó por
aquel escenario gigantesco, donde había una roca terrible y lejana, llamada
La mujer muerta, y me invitó a una Coca-Cola, que en España acababa de ser
comercializada. Luego, cuando empezó a atardecer, iniciamos el regreso. En
esto, mi padre detuvo la moto en la cuneta y me pidió que me fijara en la luz.
Olvidé la historia. Pero hace poco regresaba del norte de España en coche
y pasé por la Sierra justo en el momento en el que la tarde parecía dudar
entre resistir o entregarse a las fuerzas de la noche. Podía, en efecto, suceder
cualquier cosa. Detuve el automóvil en el arcén y salí a la carretera con los
pelos de punta. Había un silencio que debía de ser el silencio que precedió a
los segundos anteriores a la Creación. Entonces, algo se movió a mi izquierda
y de repente un pájaro negro atravesó la carretera y se perdió en la oscuridad,
que parecía avanzar desde el horizonte. Entré en el coche y lloré como no
había llorado cuando murió mi padre. Esta historia es falsa del principio al fin,
pero habría sido hermoso que sucediera.
Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta
el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué
venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso,
salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy
más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno,
te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es
así, ñato. Más largas que esperanza’e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no
la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las
nueve o a las diez. El patrón me decía: “Pibe, andáte al sobre, mañana hay que
meterle duro y parejo”. Una noche que me le escapaba era una casualidad. El
patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que
no sé hacer, mirar p’arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice
la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta.
Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene
dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una
expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está
con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea
de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en
este pueblo.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra
de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a
pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero
en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el
rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que
pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor
como siempre. Alguien dice:
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados
con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a
pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa
la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que
dicen:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como
si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos
de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría
gustado tener: un padre dueño de una librería.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras,
que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su
sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta
de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a
ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como
al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo
que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su
casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta:
que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno.
A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no
has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las
ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las
dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias.
A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta
que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa
exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías
leerlo!
Y a mí:
Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras”
es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro
en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como
siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las
dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en
llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro
negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse,
hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.
Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima
del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde
se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos.
Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies,
sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había
dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de
pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba
nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con
músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la
misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el
piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.
Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que
crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas
pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados
que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle
estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la
noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una
chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería
dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con
los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo
de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un
abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron
dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies
desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la
boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes.
La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le
contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban
siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música
con una muñeca encima.
Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que
al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio
volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los
pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos
desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo
quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de
pelo tironeado.
El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie
de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra
Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza
donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De
una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como
soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso;
parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas
de silencio alrededor de las visitas del día anterior.
Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se
transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia
en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra
se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.
—¿Ya?
—Ya.
—¿Ahora?
—Enseguida.
—¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá hoy?
—Mira, mira y verás.
Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas
flores silvestres, y miraban hacia afuera buscando el sol oculto.
Llovía.
Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia había
tejido de extremo a extremo, con tambores y cataratas de agua, con el estrépito
de tempestades que inundaban las islas como olas de una marea. La lluvia había
triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser triturados de nuevo. Y
así era para siempre la vida en el planeta Venus, y aquella era la escuela de los hijos
de los hombres y mujeres del cohete que habían venido a un mundo de lluvias, a
traer la civilización y a vivir sus vidas.
—¡Pará! ¡Pará!
—¡Sí, sí!
Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en
que no todo era lluvia y lluvia y lluvia. Tenían todos nueve años, y si había habido
un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora, mostrando su cara a un
mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche, Margot oía cómo se
movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el oro, o un lápiz amarillo,
o una moneda tan grande que con ella uno podía comprarse el mundo. Sabía que
creían recordar un calor, un ardor en las mejillas, en el cuerpo, en los brazos y las
piernas, en las manos temblorosas. Pero luego despertaban siempre al tamborileo
trepidante, al interminable tintineo de unos collares de perlas trasparentes sobre el
tejado, el sendero, los jardines, los bosques… y los sueños se desvanecían.
Todo el día anterior, en clase, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a
un limón, y de qué caliente era. Y habían escrito cuentos o ensayos o poemas a
propósito del sol.
Eso decía el poema de Margot, leído en voz baja en el aula silenciosa, mientras
afuera caía la lluvia.
—¡Bah! ¡No lo escribiste tú! —protestó uno de los chicos.
—¡Sí! dijo Margot—. ¡Yo!
—¡William! —dijo la maestra.
Pero eso había sido ayer. Hoy la lluvia amainaba y los niños se apretaban contra
los gruesos cristales del ventanal.
—¿Dónde está la maestra?
—Ya viene.
—Pronto, o no veremos nada.
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó:
no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas
que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por
el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el
colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le
gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía
nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana
es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por
fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de
la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los
deberes mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba
enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo
dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo
para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos
en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas
que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a
las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería
ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no
la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más
que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba
muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la
fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y
a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de
manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en
el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada:
entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono.
Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y
hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de
plano, dislocándole las vértebras.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La
piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la
voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo:
el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
dolorido. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y
se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que
estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte
metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de
cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros
bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados,
detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita
en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un
silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra
una majestad única.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía
fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocio para reponerse del
todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre
sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada
vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su
ex-patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses?
Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración
también...
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Deseado, un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
--Un jueves...
Y cesó de respirar.
Le devolvió el mate, antes que ella diga eso de que le subió la fiebre y no
despertó. Un poco antes de que se acercara y tocara su pollera, y entre toda esa
lana las yemas de los dedos se convirtieran en agua, y fueran suaves, aunque
tuviese ya las manos duras de la cosecha. Antes que chistara por la chancha
porque había querido entrar, mostrando su lomo sucio entre la cortina rasgada
que hacía de puerta. Un chistido suave que la chancha no obedeció, pues
quedó entre la cortina; sin salir, sin entrar. Mientras su mano se desprendía
de la pollera, como deshilachándose, y buscaba contar ese viaje trunco; por
qué había viajado, justo ahora a la cosecha, a la provincia. El algodón siempre
escaseaba y conchabarse era un preguntar todo el tiempo, arrimarse a saludar,
recordar nombres de gente que ya estaba bien muerta, inventar una cara
conocida y volver, tal vez, casi sin nada; hasta que cruzó la chacra de un gringo
viejo, que estaba en la puerta de su rancho, bajo la sombra de un alero, más
arruinado que su campo. Y lo recibió carraspeando: ayuda un poco, sí, que ando
necesitando, vio. Y consiguió trabajar, como un bruto con el ruido constante de
las chicharras como si fuese un silencio enfermo. Él solo con dos tobas. Uno
mudo que tendría la edad misma del Chaco. El otro un desconfiado. Lo miraba
feo, de reojo. Igual nunca hubo vino y nadie pudo pelearse pero el día que se
iba se arrimó al galpón por sus cosas y no se aparecieron; después el viejo le
dio un dinero pobre y se anduvo callado porque tampoco llegó a entender ese
sentimiento amargo; guardó el jornal en el bolsillo trasero y volvió. Volvió en
un camión de prestado, con otros más. Bajaba cansado, con ganas. Los huesos
dolían. Por eso entró y se sentó y mateó en silencio, para volver el cuerpo
en sí. Mateó hasta que luego de apretarse a la pollera, como enmarañándose
entre sus dedos, preguntó por el chico, el nuevito, el que no conocía. Ahí la
mujer dijo aquello de que le había subido la fiebre y no despertó: que cambio
la yerba que seguimos mateando. Y la chancha, antes sin salir, sin entrar, se
perfiló finalmente a la basura; a olfatearla, a masticar. Él la miraba atento; su
lomo sucio, su piel rosada; pero no chistó. Le surgía un hambre antigua. Con el
gringo sólo había tomado mate, y mate y mate. La mujer pudo entender pronto
porque dijo, cambiando la yerba, no te preocupés, no te hagas mala sangre,
que en unos días ya se vende.
“El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque
no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo,
trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos
inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos
el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted.”
-El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia,
nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de
neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros
nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u
otra, pero la baja del caucho obliga a todo…
-Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está
desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera,
se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos
nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos
pobrecitos salvajes.
-Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a
medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering
condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los
cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos
que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño
Gan, debido a su corta edad: doce años.
“Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos
saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente
holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente,
como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:
“-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó?
“Ah, padre…, padre!… -Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura-.
No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera
hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.
“¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del
demonio. He aquí lo que contó el infortunado:
“-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de
Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como
disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño
declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi
oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho
“-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus.
“Ah, padre! Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento
experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además,
sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por
despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel
momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies,
se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído
al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un
propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:
“-Haz la hiena.
Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez
Traitering se había ahogado.
Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de
jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta
copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:
-Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que
juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió
vino ni mordió carne.
No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están
poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo
habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los
altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el
paredón apagó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos
se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos
de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón
y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró al foso
de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la avenida,
engrasaban ¡os coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro
habían leído el cartel:
PROHIBIDA LA ENTRADA
Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo
del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo
del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden
del patrón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”. Después
sacamos las chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los tirantes,
dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo
sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el
tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio: —¿Señor, me deja agarrar
la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la
siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación.
Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para
tranquilizarlos.
—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa
mujer. Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado
observando hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a
medias contra la pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. “Levante”,
se dijo. “Levante seguro”, y le sonrió:
—No es goma lo que están quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo
mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle,
los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la
tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué
tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa
de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure
advirtió que se palpaba los labios.
—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una
boca más ancha y unos ojos estirados.
—Usted no tiene esa boca —señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de
diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:
—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo.
—No, no... —protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la
densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. “No me puede fallar”,
se propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le
arrodilló delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación
mientras se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue
arrastrando sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de
frotarse las manos.
—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y
miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de
localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó,
lo miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza
contra la chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía “No me falla; no me
puede fallar”. Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente
que no estaba segura. —¿Quiere irse? —
Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol
viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo Carolina,
por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre
esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito
más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó
que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se
hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por
trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino,
aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando
los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y
detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre
la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y
que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito
de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También
ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de
agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él
se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de
costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos,
si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera
echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan
unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como
por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano
que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo
recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó
sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora
recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la
vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse
temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra
vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi
un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con
sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una
rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por
completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que
ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama
con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A
veces el viento trae algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de
otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun
por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la
corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de
chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de
montera.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano,
cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las
vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo,
así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba
toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente
bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros
árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel
húmedo corazón.
Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus
ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era
un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el
sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los
árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una
de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta.
No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra
emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era
como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le
respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque
a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas
preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente,
se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por
sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con
más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí
abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha
y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado
el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de
espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día
sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la
morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea
y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte
de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era
tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.
El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal
provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que
complacían al árbol músico.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son
materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de
la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y
después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol.
En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan
con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido
y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en
camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece
sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se
quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo
su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará
otros veranos.
Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce
cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las
ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire
ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el
campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y
oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde.
El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra
del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra,
que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo,
negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró
en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia
arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de
la frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó
al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó
que era un árbol.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En
la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba
risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como
es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas;
San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba
trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo
entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es
chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que
de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta
me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz
de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di
vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que
me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas. No sé.
Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu
manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y
alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de
educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno
también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
–Sabés, te admiro.
–Es un marica.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que
vengas.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te
diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo:
alta entre los árboles.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el
chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
–Lo sabías.
–Volvé.
–Volvé, ¡animal!
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva
mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno,
a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escuchame.
Vio aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo
virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los químicos,
las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto,
fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laboratorio, sonaron el
teléfono y el timbre al mismo tiempo.
–Te la tengo que dejar ahí –dijo Alba–. En un rato. No hay clases, tengo citados
pacientes, no puedo suspender.
–Tenemos una chica de catálogo –le dijo a Valentina–, la manda la señora Mabel.
Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entretener en la
oficina.
Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temeroso. Nunca había pensado
que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A
Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le preguntaban qué hacía su papá,
usaba el verbo “fotear”.
Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos
publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y
modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también
hacía retratos para agencias de acompañantes, que trabajaban con catálogos de
varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus
nuevas clientas las llamaba “chicas de catálogo”, incluso para sí mismo. Las
tomas no eran diferentes de las que hacía con las modelos publicitarias. Las
chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora
Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de
rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de
–Qué día –dijo–. Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca.
–Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto. –El señor López
Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro brillante.
–¿Y, qué me decís? –le comentó al fotógrafo–. ¿No es una máquina? ¿En qué
catálogo la pondrías?
–No, esperá –dijo Berenguer–. A ver, parate. Quiero que mires para abajo y
levantes la cabeza cuando yo te diga.
–Estás bien, estás re buena, Betty –decía el marido–. Vas a ver, no vas a dar
abasto.
–¿Vos creés? –decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. –¡Imaginate
si se enteran los clientes del banco! Más de uno me anda detrás.
Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del
pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía
el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.
–No importa –dijo la señora López–. Abajo tengo el conjunto de lencería para
las tomas que siguen.
–Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás.
–Berenguer salió a abrir.
–¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? –preguntó.
–Vamos, mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos
sabés, dale que me volvés loco, así, así.
–Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéritas. ¿Oíste hablar? –le confesó de
pronto, en voz baja, el marido– ¿Betty, te parece que lo puedo contar?
–Es posible que Betty haya sido la reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos
años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas –dijo él.
–Vas a tener que seducir a la cámara –le dijo–. Mostrar y no mostrar, hacerla
entrar de a poco.
–¡Divino, me encanta! –dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando
los hombros al descubierto– ¿Qué tal?... ¿Me mojo el pelo?
Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que
sí, señor, sus garantías son muestra de solvencia y el banco ha decidido otorgarle
su crédito.
–Es un espasmo de sollozo. Ya recupera el aliento –su voz era tranquila y segura.
Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la
cara con agua fría y se la devolvió a su padre.
–¿Le puedo contar un cuento? –le preguntó a su mujer, que le hizo una seña
afirmativa.
–Había una vez una señora que se llamaba doña María. Y esta señora tenía huerta
lleeeena de plantitas ricas para comer. ¿Como, por ejemplo, qué puede ser? –dijo
el señor López.
Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la
boca ensangrentada dijo:
–Lechuga.