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EL TESTIGO
Ottolenghi, Clara Lifsichtz
Lo hallaron al pie de la escalera en la vieja casa
de Belgrano.
Ningún desnivel en lo alto pero una abultada
arruga en el alfombrado de los escalones superiores. Un
pie descalzo, la chinela mostrando su revés a pocos pa-
sos. No se había encontrado la más insignificante señal
de una posible violencia. Raúl Giralt se había desnucado,
según el médico hacía ya casi 14 horas. Lobo ya no ge-
mía. Con mucho trabajo habían logrado retirarlo apa-
rando su gran cabeza oscura firmemente apoyada sobre
el pecho detenido. Tampoco gruñía ya como cuando co-
menzaron a moverse a su alrededor todos esos extraños
seres que se afanaban en torno del amo caído. La em-
pleada que hiciera el hallazgo al regresar por la noche
sollozaba mansamente pasada y la histeria provocada
por el espanto.
Marta había sido alertada en casa de su madre.
Reconocido el cadáver, el rostro tallado por la tragedia,
envuelta en un abrigo que no alcanzaba a borrar los tem-
blores de su cuerpo, se refugiaba ahora en un llanto lar-
go y blando como la lluvia de ese otoño que envolvía el
barrio y la ciudad.
Cashistorias, Buenos Aires, Plus Ultra. Págs. 68-76
3 Antología de Cuentistas Argentinos
EL EXTRAVÍO
Gregorio Scheines
En los primeros momentos la ciudad le pareció fami-
liar. Podía ser París o Rosario o Settle o Guatemala, que él
nunca había visto pero que identificaba recordando fotografías
de revistas, tarjetas postales o películas. Quizá por alguna
diagonal que mostraba al fondo una vasta y presuntuosa
fachada antigua, podía ser París. No, no era Guatemala
porque no se advertía ningún rasgo colonial, ni rosario, porque
parecía una ciudad sin puerto, ni Florencia, pese a los nume-
rosos puentes sobre un río. Podía ser un barrio de Buenos Ai-
res, que había visitado cuando se casó, pero no Belgrano ni el
Bajo ni la Boca; tal vez Constitución o San Telmo, pero am-
pliados considerablemente en su dimensión.
Había salido del hotel, donde dejó a su mujer, casi
recién llegados, para ir al Coreo a despachar una carta escrita
en el avión. Le informaron que quedaba cerca: dos cuadras
desde la esquina hacia la izquierda, tres cuadras desde la
esquina hacia la izquierda, tres cuadras más en otra dirección.
Caminó mucho más y dobló numerosas esquinas, pero encontró
el edificio oscuro, de altas columnas y techo de pizarra que le
habían descrito. Penetró en su largo recinto, el piso cubierto de
bollos de papel, cáscaras y puchos de cigarrillos, y avanzó
entre pupitres descoloridos manchados de tinta y una ringlera
de ventanillas con vidrios opacos y pequeñas aberturas a tra-
vés de las cuales se veían antebrazos con mangas grises o
negras y manos ajadas de mujeres. Compró el franqueo y
despachó la carta. En el centro del local tres hombres conver-
Los buenos y definitivos tiempos, Buenos Aires, Torres Aguiar,
1985. Págs. 95-99.
14 Antología de Cuentistas Argentinos
EL LECHUZA
Héctor Pérez Morando
Ocurrió en tiempo de la conquista al desierto pa-
tagónico. En el paraje Fisque Menucó, el inicial propósi-
to de levantar nuevos pueblos se hacía realidad. Los mili-
tares de Roca no habían llegado solos. Fuerza humana
de distintos matices los acompañaba. Existía el afán ver-
dadero de que un gran mojón civilizador –entre otros
tantos– se plantara definitivamente al sur del río Colo-
rado.
El ejército argentino perfilábase ya en otra mi-
sión, no solamente guerrear sino también cívica.
El fuerte, a poca distancia del caudaloso Negro –
o Currú Leuvú como la llamaban los aborígenes– consti-
tuíase en epicentro del trajín militar y cívico. La mirada
vigilante, atenta a los movimientos, se perdía en las cer-
canas bardas del norte y por el valle que se prolongaba
hacia este y oeste.
El lechuza. Cuento de la Conquista del Desierto, Viedma, Río
Negro, Ediciones APPA, 1977, Págs. 9-34.
19 Antología de Cuentistas Argentinos
FEBO ASOMA
Eduardo Stilman
No son dieciséis pisos sobre su cabeza ni siete pi-
sos bajo sus pies lo que percibe Comelous, aunque esté
asomado al pozo de aire –el pozo de aire negro– del edi-
ficio. Son las cuatro de la mañana y ya hace rato que
callaron los televisores y que el rascacielos descuida la
vigilancia nocturna, pero tampoco son las ventanas de
los baños de sus vecinos lo que ve Comelous, asomado a
la ventana de su baño, alzado sobre el inodoro. Lo que
Comelous ve es un campo de batalla soleado, el escenario
que aguarda la previsible llegada de unos hombres, que
aparecen al fin, como todas las noches, puntuales en la
historia de Comelous como lo fueron en la historia real y
en la de aquella que le contaban a Comelous en sus años
de colegial. Aparecen, intemporales, presentes tal vez, sin
conciencia alguna de que los puede alcanzar la gloria o
la catástrofe. Aparecen. El enemigo, los derrotados, en
primer lugar, avanzando a paso redoblado, desplegando
al sol o al viento el rojo pabellón. Y luego los héroes
emboscados, entre los que hay (Comelous lo ve) un lugar
vacío, vacío de un corcel, vacío del jinete del corcel, vacío
de un sable frustrado. Son el lugar, el corcel y el sable de
Comelous Ferguson, que estira el cuello a través de la
ventanita del baño, ansioso, cobarde.
Febo Asoma, Buenos Aires, Corregidor, 1976. Págs. 81-89.
33 Antología de Cuentistas Argentinos
Sucesos, Buenos Aires, Losada, 1972, Págs. 49-58.
38 Antología de Cuentistas Argentinos
LOS TIZNADOS
Carlos Sforza
Mi madre solía repetir historias de aparecidos,
misterios y muertes. No era masoquista. Ni, por supues-
to, quería asustar a los escuchas. Simplemente las había
oído de su madre, es decir de mi abuela. Y las repetía. En
cierta medida, llenaba uno de esos huecos que suelen
quedar en las noches largas de los inviernos también lar-
gos. Y, pienso, en más de una de esas frías noches de
heladas y a veces de lluvias persistentes, la piel se nos
puso de gallina. Es que su voz era la voz de una reali-
dad que se hacía patente ante nuestros ojos. Y así, pare-
cían desfilar ante nuestra imaginación los turcos asesi-
nos, la vieja degollada, los baratijeros ladrones, los tiz-
nados.
Siempre quise indagar en esta historia de los tiz-
nados. Pero sólo tuve referencias aproximadas. Y anéc-
dotas que se pierden en minucias sin sabor ni sentido.
La noche cerrada se prestaba para encerrarse con
doble tranca. Afuera chiflaba el viento sur. De a ratos,
como en ramalazos, castigaba una llovizna sesgada que
mojaba como de soslayo. La casa también chillaba con
el mismo chillido del viento. Y sudaba, pese al frío, con el
sudor de la llovizna sureña. Dos plantas tenía la casa.
Abajo era un amplio salón, un pasillo, la cocina grande.
Arriba, los tres dormitorios. Y un bañito. De abajo se
De casas y misterios, Buenos Aires, Catañeda, 1978. Págs. 13-21.
48 Antología de Cuentistas Argentinos
PARQUE DE ANIMALES
Amalia Jamilis
En la penumbra de la calle, atenuada por la luz
de los faroles, el aire está frío e inmóvil y, sin embargo,
cuando entro a mi casa, me parece que el hálito glacial
de ese primer cuarto –un pequeño recibidor con un sofá,
dos sillones y una mesa con un televisor siempre encendi-
do– donde reina una oscuridad incompleta, cargada de
perfumes descompuestos, se disuelve en el espacio como
un gas todavía más helado que el de afuera.
–Hola, Pachi –digo, inclinándome sobre mi hijo,
después de otra tarde inútil en el taller de electrodomésti-
cos que ahora nadie pasa a retirar. En la claridad difusa
del televisor, lo veo encogido en el sillón, el rostro peque-
ño, triangular y extenuado. Él no contesta ni hace otra
cosa que quedarse rígido, mirando siempre la pantalla
que emite una trepidación intermitente, sesgada de sobre-
saltos.
La puerta que da a la cocina-comedor está entre-
abierta. El tufo que apesta el aire procede de allí, del
olor a frituras adherido a las paredes desde hace meses
como una desequilibrada expresión de los sucesos que
tuvieron lugar entonces, de los platos y ollas con restos
de comida del mediodía y del perro Campeón, rodeado de
sus propios excrementos, dormitando arrinconado en un
ángulo como de baquelita. Tengo que desviarme para no
Parque de animales, Buenos Aires, Catálogos, 1998. Págs. 41-50.
57 Antología de Cuentistas Argentinos
EL PEQUINÉS
Jorge Marín
Doña Marta es una anciana muy querida en el
barrio, y su internación no pasó inadvertida por sus ami-
gas y vecinos que vinieron a preguntar por su salud.
También hay otro grupito de curiosos y periodistas de
todos los medios, haciendo guardia en la puerta del hos-
pital para tratar de averiguar con más detalle acerca de
este misterioso caso, que para muchos no tiene preceden-
tes en la historia.
En Internet pueden verse algunas imágenes un
tanto enigmáticas, con testimonios escalofriantes de aque-
llas personas que estuvieron en la veterinaria y los co-
mentarios de la vecina. También están las opiniones de
los cibernautas, quienes afirman que los “dinosaurios
están vivos”.
Esto preocupa y mucho desde que se conoció la
noticia, ya que una innumerable cantidad de personas se
agolparon en las veterinarias para revisar, principal-
mente, a los perros pequinés, queriendo confirmar la pro-
cedencia del animal. En casos extremos, cuando el veteri-
nario duda de la raza de algún canino o, simplemente, le
dice que no tiene pedigrí, se desesperan y les piden que
les haga eutanasia. Hay pánico, fobia y también cierto
desquicio. Si antes sólo se preocupaban por los casos
Una fatal coincidencia, Buenos Aires, Catañeda, 1998.
Págs.95/101.
70 Antología de Cuentistas Argentinos
BAILE EN EL MARCONE
Guillermo Martínez
Un sábado que caminaba por la calle Corrientes
buscando a la mujer de mi vida, o alguna mujer, doblé
por Pueyrredón para seguir a una morocha que taconea-
ba lindo, zarandeando todo. La encaré en Plaza Once y
resultó que la morocha cobraba. Cuando me dijo las tres
tarifas sumé en la cabeza lo que tenía en los bolsillos,
aunque sabía que era inútil. Y con veinticinco, ¿para qué
me alcanza?, le pregunté. Comprate un chocolatín, me
aconsejó, y cruzó por Rivadavia moviendo el culo toda-
vía más, como hacen las mujeres cuando saben que uno
las mira.
Estaba por volverme, pero al atravesar la plaza
me llamaron la atención unas luces de colores en lo alto
de un edificio viejo, de dos o tres pisos. Un baile, pensé.
Baile en Once: levante. Y crucé la avenida. Tardé un
poco en darme cuenta de que debía entrar por donde decía
Hotel Marcone. El salón de baile estaba en el último piso
del hotel y aparentemente solo se podía llegar por un
ascensor destartalado que venía bajando entre crujidos.
El ascensorista indicó cuatro con la mano y entré con
otros tres muchachos que tendrían mi edad más o menos
y que venían juntos. Había uno que estaba peinado con
Infierno Grande, Buenos Aires, Planeta, Págs. 14-20
79 Antología de Cuentistas Argentinos
Maldito cuervo negro y otros cuentos, Buenos Aires, García Edi-
ciones, 2008. Págs.127-133.
92 Antología de Cuentistas Argentinos
ÍNDICE
EL TESTIGO .....................................................................2
EL EXTRAVÍO ..............................................................13
EL LECHUZA ..................................................................18
FEBO ASOMA ................................................................32
LO QUE LE SUCEDIÓ A FAUSTÍN GARCÍA ......37
LOS TIZNADOS.............................................................47
PARQUE DE ANIMALES ..........................................56
EL PEQUINÉS ................................................................69
BAILE EN EL MARCONE .........................................78
MALDITO CUERVO NEGRO ..................................91
ÍNDICE .............................................................................98