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2 Antología de Cuentistas Argentinos

EL TESTIGO
Ottolenghi, Clara Lifsichtz
Lo hallaron al pie de la escalera en la vieja casa
de Belgrano.
Ningún desnivel en lo alto pero una abultada
arruga en el alfombrado de los escalones superiores. Un
pie descalzo, la chinela mostrando su revés a pocos pa-
sos. No se había encontrado la más insignificante señal
de una posible violencia. Raúl Giralt se había desnucado,
según el médico hacía ya casi 14 horas. Lobo ya no ge-
mía. Con mucho trabajo habían logrado retirarlo apa-
rando su gran cabeza oscura firmemente apoyada sobre
el pecho detenido. Tampoco gruñía ya como cuando co-
menzaron a moverse a su alrededor todos esos extraños
seres que se afanaban en torno del amo caído. La em-
pleada que hiciera el hallazgo al regresar por la noche
sollozaba mansamente pasada y la histeria provocada
por el espanto.
Marta había sido alertada en casa de su madre.
Reconocido el cadáver, el rostro tallado por la tragedia,
envuelta en un abrigo que no alcanzaba a borrar los tem-
blores de su cuerpo, se refugiaba ahora en un llanto lar-
go y blando como la lluvia de ese otoño que envolvía el
barrio y la ciudad.


Cashistorias, Buenos Aires, Plus Ultra. Págs. 68-76
3 Antología de Cuentistas Argentinos

Frecuentemente había pasado los fines de semana


con su madre, pero no en los últimos meses. Ese que Raúl
le había concedido por primera vez sin sufrir, y que él
mismo iba a utilizar para poner en orden papeles y pro-
yectos, iba a servirle a Marta para despedirse de su ma-
dre. Acordaron preparar las valijas el lunes. La muerte
llegó primero.
Todo era tan claro como una verdad comprobada.
Seguramente se había levantado tarde, como todos los
domingos, en la casa desierta cuyas persianas bajas
cuidaban su descanso. Tal vez cuando aún no estaba del
todo despierto había querido bajar a preparar su desa-
yuno facilitando la caída.
Testigo sin palabras, allí estaba Lobo como una
triste sombra, un solo extremo suelto del brazo de cariño
desanudado para siempre. Marta, otro amor y otra de-
solación, caída de rodillas para abrazare a su cuello
entre súplicas y sollozos.
Raúl empezaba a ser el silencio y la quietud que
no había conocido.
Trajinaba toda la semana entre cátedras, confe-
rencias y negocios que le daban la necesaria solvencia
para atender aquellas con amor, pero encontraba tiempo
para dedicarse a Marta y a unos pocos y elegidos ami-
gos. Lo atraían los estudios históricos, y muchas noches
se le iban en la preparación de los ensayos que lo habían
hecho conocido y respetado por aficionados y estudiosos.
Durante el período para él inacabable en que Marta
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había pasado los fines de semana con su madre, había


rescatado de su desdicha las horas silenciosas de la casa
sin más habitantes que él y Lobo, tan habituado a los
horarios del amo que parecía haber asimilado la impor-
tancia de su tiempo de labor y de reposo. Por dormido
que estuviera, el perro sabía cuándo Raúl dejaba de
escribir o de leer, como si viera desde adentro el gesto y
además con que posaba sobre la mesa el libro y los ante-
ojos. Se erguía entonces para recibir la caricia adivinada
y la amistad compartida le humanizaba los ojos conso-
lando la soledad del hombre abandonado que apartaba
por un instante recuerdos y tarea.
El hermoso animal, acostumbrado desde siempre
a esperarlo por las tardes y correr a su encuentro, agra-
decía que Raúl permaneciera unos minutos con él fuera
de la casa en una anticipada compensación por el fasti-
dio que durante un tiempo demostrara Marta por su
presencia. Por largos meses ella lo había obligado a
apartarse, relegándolo a los fondos de la casa desde
donde la buena bestia esperaba con paciencia la apari-
ción del amo para el breve y ansiado paseo por las calles
arboladas, antes de la cena.
A Raúl le hubiera gustado retener a Lobo en el
comedor, echado al pie de su silla como había sido su
costumbre. Pero Marta se oponía con un rechazo que
tenía mucho de celos y bastante de una aversión extra-
ñamente adquirida hacia la que había dado de pronto en
llamar “bestias a domicilio”, en un tono despectivo que
no parecía pertenecerle, y que resultaba más agraviante
5 Antología de Cuentistas Argentinos

tratándose de herir a un perro limpio y considerado como


pocos de sus propios congéneres.
Muchas veces, caminando por las mismas aceras
que frecuentara de chico con otro perro que había muerto
de vejez en aquella misma casa, Raúl pasaba revista a
los dos últimos años de su vida sin acertar con la expli-
cación del cambio de carácter de Marta, tan distinta de la
que conociera y adorara. Sentía con angustia que aquel
amor iba perdiendo la lumbre y la profundidad que le
habían hecho recuperar la juventud en plena madurez.
Porque su encuentro con Marta había sido un verdadero
deslumbramiento y la pasión que los había envuelto en-
cendida su evocación de aquellas horas para arrojarlo
luego a la triste comprobación de estar pensando en la en
la felicidad como algo abruptamente desalojado de su
vida.
Había sido difícil aceptar la realidad de aquella
tibia mujer cuando aún tenía en los labios y en los brazos
la comezón del amor apasionado y persistente de la otra
Marta. No hallaba, por mucho que lo buscase, la hora
en que había comenzado esa otra vida jamás planeada.
Había amado a su mujer con todos sus sentidos y se
había visto amado por ella con la misma intensidad.
Hurgando en sus recuerdos, había llegado a percibir la
borrosa línea demarcatoria de una conducta que comen-
zaba en la semana en que la madre de Marta regresara
de su estadía con su otra hija en Roma. Al principio no
había querido aceptarlo, pero luego, mientras crecían en
él fastidio y rabia combinados, advirtió el creciente desvío
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de su mujer y el avance de una casi hostilidad en el trato


que siempre había sido dulce. Entonces, la figura de Est-
her se le presentaba con todos los grises de una sombra
que empañaba sus días y le quitaba la tibieza y el sueño
de las noches compartidas. Le envolvían desde lejos las
pocas frases de un diálogo, el primero, sostenido con ella
a su llegada.
Marta había estado radiante. Los abrazaba al-
ternativamente, expresando su felicidad. Daba y pedía
noticias en un torbellino arrollador de alegría y comuni-
cación, sintiendo en aquel arribo que su dicha se comple-
taba. Él mismo había abrazado a la fría y elegante mu-
jer que lo observaba con safio, en un transporte afectuoso
que le era transmitido por Marta como un agradable
contagio.
–Espero que la sorpresa no le haya disgustado
mucho.
Lo había dicho esperando una respuesta cordial.
–Uno no se casa así, de pronto, sin advertir al
menos a su propia madre.
–No quisimos esperar dos meses más. Ya somos
adultos.
–Usted lo es. Marta es una chica todavía.
–¡Mamá, una chica de 25!
Raúl se sintió agredido pero reaccionó sin perder
su amabilidad. Por suerte hubo que ordenar el traslado
de las valijas. El coche estaba a una cuadra y él se apre-
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suraba detrás del que las conducía, presintiendo a sus


espaldas la sarta de reproches que tomó la decisión de
ignorar. Al volverse sosteniendo abiertas las puertas del
vehículo, alcanzó a distinguir al hombre que Esther salu-
daba con efusión y que también se despedía de Marta.
Volviendo a la ciudad, la auténtica alegría de su
mujer no pudo distraerlo de las palabras y sobre de la
intención con que su madre arrojaba en ellas el despecho
y la desilusión por el hecho consumado.
–No sé si te lo escribí, pero Luis es ya primer se-
cretario de embajada.
–Me alegro por él. Es un muchacho brillante.
–¡Lástima que no lo hayas recordado!
Raúl se sentía aguijoneado y aceleraba con rabia
para acercar a su destino a la incómoda viajera. Sin em-
bargo, el sorpresivo ataque no había alertado suficiente
sus defensas y pasado aquel día había dejado que Mar-
ta saliera demasiado con su madre. Una íntima delicade-
za le permitió ver con naturalidad que pasara muchas
horas con ella después de aquella ausencia de tantos
meses.
Hubo otros encuentros, siempre teñidos de la ini-
cial hostilidad de una madre defraudada en sus proyec-
tos vacíos de un verdadero resplandor, porque Raúl no
sólo no deslucía el porte y la calidad de la hija, sino que
la enriquecía con su gran espiritualidad.
8 Antología de Cuentistas Argentinos

Luego, insensiblemente, fue espaciando sus apa-


riciones cuando sabía que Esther estaba de visita. Ella,
por su parte, había iniciado una serie de encuentro con
Marta, fuera de casa, que se prolongaban hasta tarde,
privándolo de su compañía al volver al hogar que co-
menzaba a enfriarse como una vieja estufa cuyos leños
están dejando de arder.
Muchas veces esperó junto a lobo, sin cenar, re-
cordando con pena los días felices que también el perro
había mirado vivir. Pesándole en el alma, reconoció que
gradualmente ocurrían cosas que lo inquietaban y lo
sacaban del marco de su serenidad habitual. Como el
llanto con que Marta respondía a sus reproches, como
aquel inexplicable ataque de Lobo, siempre tan manso y
dulce que sólo después había comprendido. El asalto del
perro a Esther había obedecido seguramente a un punta-
pié más fuerte que otros furtivos que había creído adivi-
nar entrando de improviso, empujado por los ladridos
del animal.
–¡Mala bestia! –se le oía gritar.
Y el daño iba creciendo. Marta se desprendía de
ellos paulatinamente. Se apartaba hasta de sus propias
inclinaciones. Él hubiera dicho que la casa se vaciaba de
ella, de su predilección por ciertos rincones muy queridos,
de su amor por las plantas que ya no cuidaba, de los
libros que empezaron a conocer el polvo del abandono. Y
sobre todo de él, de su amor desalentado por las reitera-
das ausencias y las espinosas palabras que alguien in-
troducía arteramente son sus oídos.
9 Antología de Cuentistas Argentinos

Estableciose entonces un ritmo de “no vida” táci-


tamente aceptado y sufrido en el que resultaba separado
todo lo que antes se compartía y en el que se desmorona-
ba la hermosa construcción de aquel amor que todavía
calentaba sus recuerdos para que la esperanza no murie-
ra del todo.
Hasta que un día, en ausencia de Marta, Esther
fue a buscarlo para exigirle su completa retirada.
–¿Es Marta la que quiere nuestro divorcio?
–Marta es mi hija y yo tenía otros planes para
ella.
–Eso no contesta mi pregunta.
–Usted ya no hará preguntas. ¡Quiero que Marta
lo deje!
–Y yo lucharé contra usted. ¡Ahora sí, ahora que
tengo la certeza de su maldad!
Raúl se sintió mejor después del enfrentamiento
con la causa de su desdicha. Ya no tenía que perder el
tiempo en imaginar lo que la realidad le presentaba. Em-
pezó entonces una nueva vida destinada a enmendar el
error de haber confiado. Abandonó obligaciones y poster-
gó lo impostergable. Impidió dulce pero enérgicamente
las ausencias de Marta. Inventó cada día una salida
tentadora, la renovación de algún aspecto de la casa,
una adquisición de gusto compartido, todo lo que pudiera
retrotraerlos a las mejores horas de los mejores días, y
hasta logró que Lobo le acariciara las manos sin el me-
10 Antología de Cuentistas Argentinos

nor rechazo. Comenzó a planear un viaje con el que am-


bos habían soñado y se les había quedo entre las muchas
cosas perdidas por abandono. Luchó enardecidamente
contra las furias de Esther, bloqueándole el teléfono y
calculando que sus imprevistas llegadas encontraran sus
previstas salidas. Rompió sin ningún remordimiento
cuanta invitación traía el correo para fiestas de embaja-
das. Y vio nuevamente el amor y el entusiasmo en la ex-
presión de retornada felicidad en el rostro de su mujer.
Se sintió nuevamente joven, fuerte, afirmado hasta el
punto de consentirle, al cabo de muchas súplicas, un fin
de semana con su madre, que decidió aprovechar él mis-
mo para poner al día tantas cosas fatigosas cuya pos-
tergación le había valido aquel triunfo disputado con
todas las energías del amor y de la vida. El sábado por
la mañana se despidió de Marta. El lunes harían las
valijas.
En este punto había llegado el fin.
Marta lloró sin descanso. Durante meses se negó
salir de aquella casa donde la muerte había interceptado
el regreso de su felicidad. Su dolor no decrecía porque se
alimentaba sobre todo de remordimientos. En ausencia de
Raúl le volvían todos los besos y las palabras desecha-
das, los días de luz y las horas perdidas en el sombrío
intervalo de su deserción. Esther quería acompañarla
pero ella había decidido estar sola. Se había aferrado a
la humanidad de Lobo y se pasaba con él por las habili-
taciones tocando todo cuanto el amo había preferido y
amado. Trágicamente, la casa entera revivía con la muer-
11 Antología de Cuentistas Argentinos

te de su dueño y todo su vacío devolvía en amoroso re-


cuerdo las palabras y las cosas impregnadas de su
acento.
Revisando sus últimos trabajos, Marta había
empezado a reunir y ordenar papeles y se proponía pu-
blicarlos. La tarea llegó a absorberla por completo. Se le
antojaba que así recuperaba la vida de Raúl. Su propia
vida tenía así un objeto. Los llamados de la madre dete-
nían difícilmente su interés por más de unos minutos.
Eran de una inútil insistencia. No podía arrancarla de la
casa.
Una mañana, Esther se presentó desusadamente
temprano. Subió a su cuarto y recomenzó la prédica. Por
vías misteriosas, el diálogo, al principio indiferente, que-
brado por la frialdad de Marta, se hizo de pronto tengo
e imprevisto.
–No vendré más si no te vas de esta casa.
–No voy a irme, mamá. La amo. Ahora sé que
siempre la quise.
–A tu edad hay que olvidar y retomar la vida.
–No me des más consejos, mamá. Me hacen da-
ño. Me hicieron mucho daño.
–¿Es que yo…?
–Si aquel día no hubiera tenido que esperar en tu
casa hasta que regresaras, tal vez Raúl no hubiera
muerto. ¿Por qué lo dejé solo? ¿Dónde estuviste hasta tan
tarde, mamá?
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–¿Por qué te importa ahora eso?


–Es cierto. ¿Por qué me importa ahora? No siem-
pre sé lo que digo. Voy a levantarme.
Esther estaba pálida y sumida, como si de pronto
hubiera acumulado sobre si los años que persistentemente
había querido ignorar.
Salió de la habitación mientras Marta se vestía y
comenzó a caminar hacia la escalera. Le pareció que ese
pequeño trecho se alargaba hasta hacerse difícil y dis-
tante. Aborreció una vez más la casa y sus recuerdos.
Lamentó haber regresado al ámbito donde una secreta
vida le repetía la voz y la presencia del desaparecido. Lo
sintió respirando a su lado y se estremeció. Había calcu-
lado mal. Su imperioso y disparatado deseo de tomar en
sus manos el destino de Marta le aflojaba ahora el
cuerpo que aparecía no responder a su voluntad de mar-
charse.
Buscó el contacto de la baranda pero no conse-
guía llegar hasta ella, como si el brazo no obedeciera y la
mano se rehusara. Ocurría en las pesadillas y estaba
pasando en ese momento, porque tenía hasta la sensación
de que una sombra se levantaba detrás de ella. No tuvo
el coraje de volverse. Tampoco el tiempo. Alzado sobre
sus patas traseras, Lobo se apoyó con fuerzo sobre sus
hombros y la impulsó violentamente hacia abajo.
13 Antología de Cuentistas Argentinos

EL EXTRAVÍO
Gregorio Scheines
En los primeros momentos la ciudad le pareció fami-
liar. Podía ser París o Rosario o Settle o Guatemala, que él
nunca había visto pero que identificaba recordando fotografías
de revistas, tarjetas postales o películas. Quizá por alguna
diagonal que mostraba al fondo una vasta y presuntuosa
fachada antigua, podía ser París. No, no era Guatemala
porque no se advertía ningún rasgo colonial, ni rosario, porque
parecía una ciudad sin puerto, ni Florencia, pese a los nume-
rosos puentes sobre un río. Podía ser un barrio de Buenos Ai-
res, que había visitado cuando se casó, pero no Belgrano ni el
Bajo ni la Boca; tal vez Constitución o San Telmo, pero am-
pliados considerablemente en su dimensión.
Había salido del hotel, donde dejó a su mujer, casi
recién llegados, para ir al Coreo a despachar una carta escrita
en el avión. Le informaron que quedaba cerca: dos cuadras
desde la esquina hacia la izquierda, tres cuadras desde la
esquina hacia la izquierda, tres cuadras más en otra dirección.
Caminó mucho más y dobló numerosas esquinas, pero encontró
el edificio oscuro, de altas columnas y techo de pizarra que le
habían descrito. Penetró en su largo recinto, el piso cubierto de
bollos de papel, cáscaras y puchos de cigarrillos, y avanzó
entre pupitres descoloridos manchados de tinta y una ringlera
de ventanillas con vidrios opacos y pequeñas aberturas a tra-
vés de las cuales se veían antebrazos con mangas grises o
negras y manos ajadas de mujeres. Compró el franqueo y
despachó la carta. En el centro del local tres hombres conver-


Los buenos y definitivos tiempos, Buenos Aires, Torres Aguiar,
1985. Págs. 95-99.
14 Antología de Cuentistas Argentinos

saban animadamente, en su idioma. Se acercó con avidez y el


grupo le abrió un lugar. Dijo: “Acabo de llegar. ¿Ustedes son
argentinos?” Los hombres se presentaron. Uno pronunció un
nombre que no pudo entender. Otro dijo: “Yo soy Gut”, o qui-
zá dijo: “Bueno” o “Bon”, y agregó que era de la Provincia
de Buenos Aires, de un lugar llamado “Rivera”. “¡Ah, Rive-
ra! Yo tenía un cliente allí y se llamaba Bueno o quizá Gut.
Buen cliente. ¿Sería pariente suyo?” “No, no tengo parientes,
soy el único Gut –o Bueno o Bon- de Rivera. Pero no lo re-
cuerdo a usted.” “Hace años de esto. No, no era usted. O qui-
zá no era de Rivera, sino de Salliqueló. Yo atendía esa zona
del Oeste de la Provincia.” El otro señor no dio su nombre pero
le apretó la mano con mucha fuerza, de una manera molesta,
casi agresiva, como si quisiera iniciar una lucha con él. Y en-
tonces se dio cuenta de que, aunque compatriotas, eran desco-
nocidos, tanto como las empleadas del correo y el conserje del
hotel que le indicó cómo llegar al Correo. De modo que se dis-
culpó. Dejé a mi mujer sola en el hotel. Estará inquieta. Quizá
nos volvamos a ver.” Y salió a la calle. Se encontró en un lu-
gar totalmente extraño. Pero no se sorprendió mucho: podía no
haberse fijado en los edificios cuando desembocó en esa calle y
advirtió la puerta ancha, abierta de par en par por sus dos
hojas, del Correo. Comenzó a caminar, pero se detuvo ensegui-
da. No sabía cómo volver: al dirigirse a la izquierda o a la
derecha. Miró hacia un lado y el otro para orientarse. Ningún
signo de algo conocido. Pero al fondo de la calle, hacia la
izquierda, creyó divisar un espacio abierto: una plaza, un
parque o una avenida, y se encaminó hacia allí con alguna
esperanza. Quizá encontrará un ómnibus o un taxi y regresa-
ría. Camino más de media hora por la calle desierta, sin un
vehículo, sin un peatón, como si anduviera por una ciudad
abandonada. Legó finalmente a una plazoleta, que recorrió en
su perímetro. De ella salían varias calles, tres o cinco. Algu-
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nas se cerraban a los cien o doscientos metros, taponadas por


edificios viejos, de muros verdosos y persianas amarillentas,
clausuradas. Tomó la que le parecía más ancha, bordeada de
árboles mustios, esqueléticos, como figuras clamantes. Allí, a
lo lejos, creyó divisar un vehículo, un carro o una camioneta,
detenido, o quizá avanzando lentamente sobre el adoquinado,
sin ruido, sin saberse si venía hacia él o se alejaba. Apuró el
paso, comenzó a correr. El vehículo estaba detenido. Era un
carro de dos ruedas, con las varas para el caballo levantadas.
Nadie alrededor. Sin embargo, el carro debía pertenecer a
alguien, y ese alguien debía vivir cerca. Más ningún casa tenía
timbre o llamador y las puertas estaban cerradas. Probó un
picaporte herrumbroso, y la manija bailoteó en su mano. Se
limpió contra la pared el polvillo rojizo. Retrocedió a la pla-
zoleta y tomó otra calle y, a poco, desembocó en una ancha
avenida y vio al fondo de ella un inmenso edificio y árboles
copudos. La visión lo animó y corrió hacia ella. Acentuó su
carrera al ver a un hombre sentado en un banco, en la vereda,
al costado de la puerta principal del edificio. El hombre dor-
mitaba, cubierta la cara por un diario desplegado. Tocó su
hombro y el hombre se quitó el diario de la cara, y lo miró con
unos ojos muy antiguos y muy hondos.
Comenzó a decir:
–Le quiero preguntar, señor. Estoy perdido. Soy turis-
ta…
Y yo pudo continuar, porque el hombre le dijo:
–Yo también soy forastero. Estoy esperando aquí que
abran para arreglar mis papeles y volver. No conozco la
ciudad…
Esa respuesta pareció tranquilizarlo. Sintió una súbi-
ta sensación de estar acompañado y que de algún modo este
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hombre, también extranjero, lo amparaba. No estaba solo…


Pero de inmediato tuvo la conciencia de que eran dos náufra-
gos, en un boto inestable, en medio del mar, y que si en algún
momento podía salvarse, debería luchar con todas sus fuerzas
contra ese hombre, que era el enemigo de su vida, que le dispu-
taría el escaso espacio de su sostén, que usaría cualquier re-
curso, cualquier trampa, para desplazarlo, para arrojarlo al
mar… Tuvo temor, y entonces miró su reloj. Hacía tres horas
que había salido del hotel, y su mujer estaría ya alarmada
por su ausencia. Quizás avisó al gerente, quizás la policía lo
estaría ya buscando. Debía llegar a algún lugar poblado, de
cafés tumultuosos, de tiendas luminosas, donde lo vieran y lo
reconocieran. Se vio a sí mismo y se desconocía. ¿Quién era? Un
ser anónimo, en la gran ciudad extraña, igual a miles, con su
pantalón gris, su campera de nylon azul, sus anteojos… Un
rostro que le pertenecía, pero que no se diferenciaba de otros
miles, millones de rostros, sin nombre, sin pasado, flotando en
un presente efímero que no le aportaba ningún color, ninguna
energía que pudiera considerar propios y que se mecía entre
miles, millones de mariposas que inundaban el aire. Entonces
evocó su pueblo natal, donde era el hijo de don Natalicio y de
Doña Magdalena; donde tenía tres hermanos y una hermana,
con los que compartió juegos y castigos; donde había una
escuela, frente a la plaza, con un gran patio en el que cabían
las más largas y gambeteadas carreras y un aula con mapas
y láminas y una maestra. ¡Ah, la Señorita Maestra! Tenía
una voz de campanilla, que convocaba a todas las aventuras,
con su tintineo fresco, de campo amanecido. Esa voz pronun-
ciaba su nombre cada mañana y lo envolvía en un hálito que
lo protegía de toda acechanza y le confería una segura e in-
confundible personalización. ¿Quién lo nombraría ahora, in-
corporándolo a sí mismo, devolviéndolo a sí mismo?
17 Antología de Cuentistas Argentinos

Debía volver a su hotel, donde su mujer lo esperaba.


Debía ver su rostro asustado, oír sus reclamos –esa voz que le
golpeaba como un ritmo, que lo cercaba en un estrecho ámbito,
y que lo sometía a un compás, a un repetido movimiento en el
que se reconocía, en el que finalmente iba a reconocerse…
De pronto vio un automóvil, lejos, cruzando una boca-
calle. Divisó la banderita roja iluminada, y corrió, casi con
sus últimas fuerzas, agitando los brazos, gritando: “taxi,
taxi”. Logró alcanzarlo, y cuando se sentó en el asiento trase-
ro, y se disponía a sentir un gran sosiego, una gran seguridad,
no supo qué orden darle al chofer. No recordaba ni el nombre
del hotel ni el de la calle en que estaba ubicado… Tampoco
sabía cómo se llamaba él mismo.
18 Antología de Cuentistas Argentinos

EL LECHUZA
Héctor Pérez Morando
Ocurrió en tiempo de la conquista al desierto pa-
tagónico. En el paraje Fisque Menucó, el inicial propósi-
to de levantar nuevos pueblos se hacía realidad. Los mili-
tares de Roca no habían llegado solos. Fuerza humana
de distintos matices los acompañaba. Existía el afán ver-
dadero de que un gran mojón civilizador –entre otros
tantos– se plantara definitivamente al sur del río Colo-
rado.
El ejército argentino perfilábase ya en otra mi-
sión, no solamente guerrear sino también cívica.
El fuerte, a poca distancia del caudaloso Negro –
o Currú Leuvú como la llamaban los aborígenes– consti-
tuíase en epicentro del trajín militar y cívico. La mirada
vigilante, atenta a los movimientos, se perdía en las cer-
canas bardas del norte y por el valle que se prolongaba
hacia este y oeste.

Por el otro lado, el ancho correntoso río con sus


barrancas blanco rojizas en la margen sur, ofrecía la
seguridad natural a cualquier intento de invasión de las
tribus, que no estaban muy lejos.


El lechuza. Cuento de la Conquista del Desierto, Viedma, Río
Negro, Ediciones APPA, 1977, Págs. 9-34.
19 Antología de Cuentistas Argentinos

Rastros de los espiones de Shayhueque y Na-


muncurá encontrábanse a diario provocando la consi-
guiente zozobra.
La rápida construcción de otro fortín a orillas del
Neuquén, trajo algo de alivio a la gente que se afincaba
en Fisque Menucó.
Recorridas y avanzadas se extendían hacia el
Nahuel Huapi y el centro y norte del Neuquén. La pre y
la cordillera abrían sus misteriosos reductos para recibir
a los aborígenes corridos por los rémington y la firmeza
de incorporar esas tierras a la civilización, a la geografía
del país aún desconocido.
Refirmábase el contacto con toda la línea que lle-
vaba a la isla Choele Choel y continuaba –por agua y
tierra– hasta el Carmen de Patagones. Pronto vendría el
telégrafo, el primer canal, la agricultura, el trazado del
futuro pueblo y se visionaba el ferrocarril.
Esbozábanse en el lugar planes soberbios para la
época. Buenos Aires –a pesar de la gran distancia– apo-
yaba a esos hombres que comenzaban a vivir su ley, pues
el medio lo imponía. Esta campaña al desierto tenía que
sobrevivir y justificarse. Debía ser la definitiva.
Nuestro hombre, había venido con otros, “engan-
chado”. Como tal, pagaba algunas culpas que le acha-
caran. Una especie de liberación gratuita ofrecida por el
Gobierno de Buenos Aires para largarlo a la aventura
del sur y también con el propósito de incorporarlo, redi-
mido, a la naciente sociedad.
20 Antología de Cuentistas Argentinos

Durante la travesía no pudo con su genio y volvió


a las suyas: a las pendencias; a los desplantados entre-
veros donde ni la sangre hacía frenar sus ímpetus de
arreglarlo todo a la fuerza. Los soldados tuvieron por
ese motivo bastante trabajo con su persona. Ni las pala-
bras templadas y persuasivas de los curas salesianos –
de castellano primerizo– ni los arrestos en marcha lo
entraron en vereda.
Al llegar a Choele Choel, el mando expedicionario
tuvo la intención de embarcarlos en el vapor “Triunfo”
que volvería –navegado el Negro– al fuerte y prisión de
Patagones, con fama de seguro y disciplinante. Eso no
ocurrió. A lo mejor por arrepentimiento; a lo mejor por
propósito de enmienda o la intervención de componentes
de la expedición. ¡Vaya saber!
La Comandancia resolvió que continuara con los
expedicionarios hacia el oeste por el valle del río Negro.

“El Lechuza”, como era conocido nuestro hombre


–Inocencio Sandobal, según la papeleta– siguió pues con
la caravana de Roca hasta Fisque Menucó, lugar que
así nombraban los aborígenes al después Fuerte General
Roca.
Había transcurrido poco tiempo desde que gran-
des adobes palos de sauce fueran la materia prima que
diera fisonomía a la avanzada fortificada y a las pri-
meras y precarias viviendas.
21 Antología de Cuentistas Argentinos

Y ocurrió lo impensado. Una mañana cruda mos-


tró la presencia del cuerpo inerte del sargento. La helada
nocturna estaba como mortaja natural a su carne y a sus
huesos sin vida. Tenía el rostro con arrugas apretadas en
sorpresa. El largo sable no se había movido ni un centí-
metro de la vaina. Poca sangre señalaba la muerte en la
espalda y algo de rocío rojo tirando a tornasolado se
metía en el médano indicando todo el simbolismo cruel de
la nueva presencia humana en esas tierras.
Decenas de entreveros con la indiada, desde joven,
curtieron su vida en la lucha. Por eso lo pusieron en la
expedición y como conocedor al dedillo del habla de los
corridos. Varias cicatrices testimoniaban fielmente su
guapeza. Y morir así… tontamente!
Semana atrás, el sargento Vila y “El Lechuza”
hicieron subir sus voces, pero a los primeros forcejeos la
cosa terminó. La oportuna intervención del mayor Bena-
vídez –que pasaba casualmente por el rancho– evitó algo
fatal.
Los chifles sin una gota de aguardiente constitu-
yeron el motivo de que la prisionera india provocara la
disputa de los dos hombres. La posesión de una mujer
era entonces motivo común de choques y ponía a prueba
la hombría manifestada en el desafío y hasta en la muer-
te.
El sargento hizo prevalecer su grado y “El Le-
chuza”, fue a parar a la oscura habitación del fuerte,
destinada a mantener el orden.
22 Antología de Cuentistas Argentinos

A los pocos días, ni el pequeño espacio, ni las


rústicas maderas puestas como seguridad constituyeron
impedimento para que “El Lechuza” sacudiera los ado-
bes –no del todo secos todavía– y de madrugad se larga-
ra al desierto con un elegido del cercano palenque que
varias noches de luna le pusieran a la vista como incita-
ción a la libertad de la tierra y del cielo.

¡No podía soportar más esa vida! Entre su no


hacer nada en libertad y el hacer algo pero… para estar
preso casi siempre, la elección resultaba fácil. Además,
pensaba que su vida en el nacimiento pueblo complica-
ríase día a día.
¿Esa gente lo aguantaba o él aguantaba a la gen-
te? Su sangre india y gringa era como una indefinición,
cuando los treinta y cinco años le mostraban la mayoría
de ellos sin nada productivo para sí o los demás.
El galope, fuera de la rastrillada, beborroteando
entre las matas salvajes, era hacía las tolderías de
Peyeinan.
La tarea de los mejores baqueanos y rastreadores
no dio resultado alguno.
Una cruz, fabricada con madera de la costa, se-
ñalaba el lugar para recibir el cuerpo del sargento Vila.
Junto con la banda batiendo parches y bronces en su ho-
nor, la arena cubrió el cuerpo uniformado de gala tra-
23 Antología de Cuentistas Argentinos

gándose el eco de la notas y de la fatal y misteriosa pu-


ñalada.
¿Quién era el culpable del crimen? Las mentes co-
bijaron de inmediato la casi certeza sobre la culpabilidad
de ““El Lechuza”. ¿Había vuelto de noche, silenciosa-
mente, para cobrarse la mala jugada del sargento e in-
tentar llevarse a la india?
Varias partidas se aventuraron en la búsqueda
del fugado. Subían que no podía llevar víveres. Solamen-
te agua y un sable manoteado antes de la huida, pero no
ignoraban que era bueno para el aguante.

El honor militar debía ser vengado. Un uniforma-


do muerto por la espalda era inadmisible tanto para los
engalanados como para los rasos. Los labios apretados
mostraban más decisión en la búsqueda que el enfrenta-
miento con la mejor indiada.
Monte tupido, alpatacos, jarillas y piquillines.
De vez en cuando algún salitral blanqueaba en la sole-
dad. Ese desierto todavía sin registrar topográficamente
probaba a los rastreadores y a sus seguidores militares.
Avestruces espantadas daban a lo lejos algún indicio. El
paso de la bestia y “El Lechuza” fue localizándose.
Lo prendieron en un claro del monte.

Estaba preso en el fuerte. Nuevamente la misma


celda acompañaba su divagar y la rabia del encierro.
24 Antología de Cuentistas Argentinos

Pero ahora era distinto; muy distinto. Más que preso le


parecía haber muerto. Habían buscado la seguridad do-
lorosa de gruesas maderas y acostado forzosamente en el
piso de tierra parecí una avecilla con las alas cortadas.
No podía moverse mucho y menos volar sobre un lomo
pampa como estaba acostumbrado a hacerlo.
El cepo, pesado y mutilante lo tenía a su merced.
¿Cómo probaría que él no era el criminal si todo estaba
en su contra? presentía que la vida se acortaba; que su
fin –aunque injusto– no tardaría en llegar. El cepo lo
estrujaba la garganta y poco a poco le carcomía el alma
y el delirio de vivir apoderábase de su ser. ¡Más que cepo
le parecía el mismo infierno! Cada vez más y más su
mirada quedaba aprisionada entre las telarañas del
techo donde las moscas prisioneras le mostraban su espe-
jo.

Él era un gaucho que nunca temió a la indiada ni


a partid alguna. El, “El Lechuza”, que facón en mano y
poncho indio de escudo hizo de sus entreveros la historia
máxima de las pulperías, estaba preso; nuevamente pre-
so y era el entretenimiento de los soldados. ¡Ah, sí su
china que estaba tan lejos lo viera así! No tendría des-
pulpa ni atenuante para ella ni para los amigos de “La
Verde” y Luján, pagos de sus inquietantes correrías de
años atrás. Tal vez ellos nunca llegarían a saber que lo
sorprendieron dormido… profundamente dormido en el
desierto patagónico.
25 Antología de Cuentistas Argentinos

Una tarde cansado de tanto andar en el overo, de


tanto huir y huir, se tiró en un claro. Estaba en la plani-
cie, agotado. Hambriento y casi sin agua. Se sentía segu-
ro; seguro de sí mismo. ¡Había dormido tantas veces
igual! Faltaba un galope para llegar a la toldería ami-
ga pero… no despertó viendo estrellas ni un sol esplen-
dente. Cuando quiso usar el filo alzado en el fuerte era
tarde. Nueve hombres componían la partida. Ocho sables
y varios rémington estaban ante sus ojos. Rostros cansa-
dos y sedientos de su persona. Cómo estaría de agotado
que ni escuchó el relincho del pampa. Y lo prendieron
casi sin esfuerzo, llevándolo engrillado y bien vigilado.
La cosa no sería como otras veces.

Todos eso recordaba “El Lechuza” era el cepo del


fuerte, donde el centinela a cada rato verificaba su pre-
sencia.
Además, la guardia tornábalo para entreteni-
miento con bromas insoportables, como una especie de
calvario vengativo por la muerte del compañero sargento
y todas las macanas cometidas desde la salida de la
Guardia del Monte. Gaucho audaz y renombrado no era
presa común.
Los milicos con palabrerío detonante trataban de
achicarle su orgullo ganado a fuerza de decisión y bra-
vura. Ahí, entre las rústicas maderas de tres agujeros era
una piltrafa.
26 Antología de Cuentistas Argentinos

Y le decían: “Gaucho matón y compadrito, esca-


pate ahora…! Asesino, vas a morir como mataste…!
Si pudiera pelearlos frente a frente… ya verían!
“El Lechuza” tragaba saliva y sudaba de rabia.
El Comandante, empujado por la casi evidencia
del crimen y la expeditiva ley de la época tendría que
hacer cumplir la sentencia que venía acumulada desde
tiempo atrás, aunque el culpado no hubiera confesado.
El reo, “El Lechuza” sería ejecutado el tercer do-
mingo de setiembre según se hizo público.
Durante la noche, su apodo agorero, revoloteaba
en plumas y chillidos por el fuerte. Las bardas próxi-
mas parecían unirse al cielo. Cerca, el “río de los sauces”
corría hacia el llamado del mar. Todo ello, lo mismo que
los árboles, la tierra arenosa, las piedras y la vegetación
de desierto, no podían decir el secreto de aquella noche
trágica para el sargento Vila.

Coincidentemente ese domingo de setiembre era


fiesta en el incipiente pueblo y su periferia. El fuerte lu-
cía sus alborozos y coloridos para el festejo cristiano.
Varios novillos y lunares formaban parte de la celebra-
ción central que reuniría todos en la comida del mediodía.
Estaban presentes comandantes de fortines. La
banda de música expedicionaria aturdía el espacio como
queriendo señalar la presencia definitiva en la tierra con-
27 Antología de Cuentistas Argentinos

quista del Río Negro. La marcialidad de las notas con-


tagiaba sin exclusiones.
También se cumpliría esa tarde lo mandado por
la ley en su expresión más temida y terminante.
Al llegar al hora de su fin, “El Lechuza” sentía
aflojar los músculos y una súplica íntima de perdón, de
gracia, le invadía las entrañas, más el orgullo de sí mis-
mo apenas las dejaba entrever.
El, mostrar flaqueza! Vaya…” siempre estuvo
dispuesto a lo peor. Era el sentido de su vida. El sentido
que él le daba.
Medio entumido lo sacaron del cepo. Acompaña-
do por el cura salesiano salió de la prisión de adobe. La
escolta de diez hombres –nada menos– era el freno a
cualquier otro intento de fuga y una contención a sus
agallas. Esta vez no escaparía. Tientos en las muñeras y
cadenas en los tobillos aseguraban su último caminar.
Pero “El Lechuza” no era dueño de ese crimen,
por más que las pruebas estuvieran tan en su contra.
La tarde de setiembre mezclaba el verdor prima-
rio de la costa con el inicial surco y encajábase en la luz
de huellas de carros, marcando y alargando la que ya
parecía calle principal que pasaba por la poca delinea-
da plaza y perdíase en los rumbos de la llegada y conti-
nuación de la expedición. Se vivía un acontecimiento do-
ble. Poco faltaba para el aplauso, para lloros y gritos
sentimentales.
28 Antología de Cuentistas Argentinos

Los hombres –cinco en total– aprontaron los ré-


mington y sus partes. Eran los destinatarios finales del
cúmplase de la sentencia. La sentencia que los redimiría
del afrentoso asesinato del compañero expedicionario.
Ellos, devolverían con balas la traicionera puña-
lada en la espalda. Pusieron al reo al lado de la blanca
y tosca pirámide, indicio fundador del pueblo.
Los mitos de suspenso se hicieron horas. “El Le-
chuza”, con serenidad de muerte próxima, miraba uni-
formemente todo el contorno y esa mirad perdíase en ver-
duscos sauces de la costa del Negro. Pidió que no le cu-
brieran los ojos. Por qué! Mejor mirar la muerte de fren-
te, como la había jugado siempre. Su figura de gaucho
endiablado estaba plena en la vestimenta de hombre co-
rrido, de perseguido por el cruel destino hecho muerte
justificada en su facón, más nunca criminal ni con venta-
ja. ¡Todo lo contrario!

La camisa media arrancada dejaba ver algo del


pecho donde latía presuroso su corazón, ese corazón… el
único que latía verdad… además de otro. Con la cabeza
media baja a ratos, daba la sensación de que su alma
buscara la tierra.
El sol pasábase a instantes por la cara en juego
de nubes bajas como queriéndole alumbrar la vida, de
otra nueva vida.
29 Antología de Cuentistas Argentinos

El desierto patagónico parecía espectador y su-


puesto de ese acto supremo de hombres lanzados a la
vida o a la muerte.
Quietud de bardas, de río, de arena, de matas
salvajes, de cielo. De uniformados, civiles e indios prisio-
neros. Quietud en los adobes y en las salitrosas calles del
poblado nacido con la fuerza de propósitos que la san-
gre criolla tardó en hacer asomar por esas latitudes des-
de la decisión de 1810.
El minuto de suspenso se hizo hora. A las cinco de
la tarde –según se dispuso por bando– los tiradores al-
zaron las armas. Cesaron las maderas y el cuero del
tambor. El cura salesiano se retinó resignadamente con la
cabeza baja y mano derecha en el pecho, volviéndose ca-
da tres o cuatro pasos hacia “El Lechuza” que lo miraba
esperando una tabla de salvación. Estaba en el final de
su vida. Como nunca hubiera imaginado: siendo inocente.
Silencio total invadió el paraje. “El Lechuza” al-
zó la cabeza ay con mirad dibujada en espanto y con
mirada dibujada en espanto y casi sonrisa postrera sin-
tió abrírsele el pecho y quiso estar de pie… de pie en el
momento fatal.
Se había cumplido la sentencia.
El sargento expedicionario vengado militarmente.
Parte del heterogéneo grupo de asistentes, sin
darse cuenta casi, llevó las manos al corazón en señal de
duda y pesar. Después de todo tratábase de una muerte
pública. ¿Sería “El Lechuza” el criminal?
30 Antología de Cuentistas Argentinos

Tarde de domingo y tarde de volver, pero poco


faltó por el asombro.

Entre los civiles y soldados trataba de pasar un


negro –con ojos desorbitados y llorosos– camino del lu-
gar donde se encontraba el cuerpo del gaucho ajusticiado.
También había llegado con la expedición. Su la-
bor fue siempre indefinida y hacía un poco de todo. Pen-
denciero y de copas era bastante. Alto, casi agigantado y
musculoso, se lo consideraba elemento de cuidado. Don
Cuesta, hacendado de Dolores lo enganchó en la expedi-
ción. Le decían Santos. No se le conocía otro nombre ver-
dadero y vivía en un pequeño rancho cerca del río.
Santos siguió avanzando casi con desesperación y
entre las frases del mando del mayor que ordenaba el
regreso de los fusileros, su voz, herida por el llanto in-
consolable y la escena presenciada, dejó oír este lamento
y confesión: Por qué fusilar a hermano “Lechuza”! Yo
ser culpable! Yo matar al sargento! Yo… yooo!

La tarde de setiembre llevábase el alma del


inocente gaucho. En lo alto del mangrullo, el vuelo antici-
pado de aves nocturnas mostró entre ellas dos grandes
ojos desde el aire. Una lechuza cruzó pesadamente de
sur a norte rumbo a las bandas y el negro Santos creyó
ver el alma del gaucho ajusticiado reencarnada en plu-
maje fúnebre, en ojos fijos y agresivos de misterio y tra-
gedia. El espanto del golpeó con las mismas manos es-
31 Antología de Cuentistas Argentinos

pectadoras en el pecho… en la espalda; manos de gente


ruda y valiente, quedando por el rancherío como único
eco su confesión tardía… Yo ser culpable! Yo matar al
sargento! Yo… yooo…!

Al día siguiente, un cuerpo alargaba el cuello su-


jeto a varias ramas del ceibo grande de la costa. Los
brazos también largos y desnudos parecían acompañar
la total y repetida expresión del negro Santos en la vís-
pera: Yo ser culpable…! Yo matar al sargento… Yo…
yooo…! Por qué fusilar a hermano “Lechuza”!
El buen cura salesiano lloraba lágrimas de com-
prensión sin prueba, que alcanzara en verdadero perdón
a “El Lechuza” y aunque no pudo hacer lo mismo con el
negro Santos por la decisión que tomara, la oración
aprendida y sentida, era también para él.
La verdad estaba presente sin remedio ya.
Apenas varios renglones más, para la historia
del Fuerte General Roca. Esa historia brava y no tan
lejana.
Con errores también, se hacia la historia.
32 Antología de Cuentistas Argentinos

FEBO ASOMA
Eduardo Stilman
No son dieciséis pisos sobre su cabeza ni siete pi-
sos bajo sus pies lo que percibe Comelous, aunque esté
asomado al pozo de aire –el pozo de aire negro– del edi-
ficio. Son las cuatro de la mañana y ya hace rato que
callaron los televisores y que el rascacielos descuida la
vigilancia nocturna, pero tampoco son las ventanas de
los baños de sus vecinos lo que ve Comelous, asomado a
la ventana de su baño, alzado sobre el inodoro. Lo que
Comelous ve es un campo de batalla soleado, el escenario
que aguarda la previsible llegada de unos hombres, que
aparecen al fin, como todas las noches, puntuales en la
historia de Comelous como lo fueron en la historia real y
en la de aquella que le contaban a Comelous en sus años
de colegial. Aparecen, intemporales, presentes tal vez, sin
conciencia alguna de que los puede alcanzar la gloria o
la catástrofe. Aparecen. El enemigo, los derrotados, en
primer lugar, avanzando a paso redoblado, desplegando
al sol o al viento el rojo pabellón. Y luego los héroes
emboscados, entre los que hay (Comelous lo ve) un lugar
vacío, vacío de un corcel, vacío del jinete del corcel, vacío
de un sable frustrado. Son el lugar, el corcel y el sable de
Comelous Ferguson, que estira el cuello a través de la
ventanita del baño, ansioso, cobarde.


Febo Asoma, Buenos Aires, Corregidor, 1976. Págs. 81-89.
33 Antología de Cuentistas Argentinos

Y de pronto, el aire se llena de polvo, y el polvo


de sablazos y de gritos, y los gritos de sangre, y el rojo
de la sangre se confunde con los rojos y los azules de los
uniformes y de los estandartes, y la batalla adquiere el
color violeta. Bajo el cielo violeta un caballo pierde a su
jinete, que maldice rodeado, y es violeta la sangre del
que acude a rescatarlo. Parado sobre el inodoro, ahogado
por el terror y el coraje, Comelous aúlla en silencio, pero
no se atreve a participar, para no despertar a los vecinos.

Para no despertar a los vecinos, y esos persona-


jes despreciables y temibles que lo observan casi todos
los días en el ascensor, quemadamente lo previenen y
obligan a la abstención. Es por culpa de los vecinos que
Comelous viene desoyendo desde hace seis años el relincho
de los caballos, el grito rabioso del general y la fuerza –
¿invencible? – que lo impulsa a lanzar de una vez por
todas el canto marcial que quebraría su garganta y, por
supuesto, la tranquilidad de la noche. Sí, es invencible la
fuerza del canto, pero hace seis años que Comelous calla,
osado ante el espectáculo de la muerte pero abrumado
por las miradas de los vecinos en el ascensor, por los
pasos de los vecinos en los pasillos, por los televisores de
los vecinos que se apagan casi simultáneamente cada
noche cerca de la hora de la batalla, recordándole no sólo
su cita sino, al mismo tiempo, el deber de los corteses o
los cuerdos: el del silencio. La fuerza del canto parece
insuperable, porque ese canto sostiene la vida de Come-
lous, y Comelous no habrá nacido mientras no lo grite, ni
34 Antología de Cuentistas Argentinos

tendrá sin él el derecho a morir, que debe ser ganado en


esa batalla que sus compatriotas ya ganaron. Sucede
apenas que Comelous no se atreve a cantar, aunque sabe
que va a cantar, pero no dónde ni cuándo. Porque tal vez
debiera mudarse, escapar de los vecinos, esos degenera-
dos que no le permiten vivir. Sin embargo, la hora llega,
y Comelous se encarama sobre el inodoro: esta noche tal
vez cantará y hará la guerra. Está decidido, espera, es-
pía.

Y de pronto, el aire se llena de polvo, y el polvo


de sablazos y de gritos, y los gritos de sangre, y el rojo
de la sangre se confunde con los rojos y los azules de los
uniformes y de los estandartes, y la batalla adquiere el
color violeta. Bajo el cielo violeta un caballo pierde a su
jinete, que maldice rodeado, y es violeta la sangre del
que acude a rescatarlo. Parado sobre el inodoro, ahogado
por el terror y el coraje, Comelous aúlla en silencio, pero
no se atreve a participar, para no despertar a los vecinos.

La batalla termina, y con la nube violeta se es-


fuman los cadáveres, la alegría de los victoriosos, unas
palabras del general, y Comelous se desploma sobre la
cama y llora, y toma un somnífero porque quiere, Díos
mío, Dios mío, que bruscamente se el día siguiente, para
hacer otros planes, para mejorar el asunto.
35 Antología de Cuentistas Argentinos

Comelous despierta, admirado por la luz que to-


do lo colma. Siente un portazo del ascensor, el llover de
la ducha de su vecino, un gritito. Parado sobre el inodoro,
Comelous se ríe de todo, pero especialmente de sus lágri-
mas de ayer. No le sucede siempre, en realidad nunca le
sucedió este despertar feliz, sin fastidio, sin mal humor,
después de otro fracaso. Sorprendido, Comelous es otro:
ya no necesita hacer planes, ni buscar excusas, ni desa-
yunar con ginebra. Se siente lleno de fuerza, dichoso, al
demonio con los vecinos. De pie sobre el inodoro, a la luz
del día, Comelous sonríe: son dieciséis pisos sobre su ca-
beza, siete pisos bajo sus pies, lo que ve ahora. “¡Al de-
monio con los vecinos! Grita a toda voz, atónito, alelado,
con alegría. No lo cree, repite: “¡Al demonio con los veci-
nos!”, y una conversación se interrumpe en el 722. Come-
lous llora, grita: “¡Al demonio, degenerados!”, y salta
hacia el teléfono, y llama a maría, y le dice que venga ya
mismo, porque esa noche va a cantar.

Ella dice que sí, que esta noche él va a cantar, y


le acaricia la cabeza, porque también ella es feliz. Come-
lous se levanta, la apura para que se vista, la abraza,
la empuja hacia la puerta, queda solo, ríe hasta que
calla el último televisor y corre al baño. Encaramado,
mirando a través de ventana, Comelous espera riendo.

De pronto, el aire se llena de polvo, y el polvo de


sablazos y de gritos, y los gritos de sangre, y el rojo de
36 Antología de Cuentistas Argentinos

la sangre se confunde con los rojos y los azules de los


uniformes y de los estandartes, y la batalla adquiere el
color violeta. Bajo el cielo violeta un caballo pierde a su
jinete, que maldice rodeado, y es violeta la sangre del
que acude a rescatarlo.

Parado sobre el inodoro, Comelous Ferguson abre


la boca para cantar, pero no canta, porque no puede, no
puede, despertar a los vecinos.
37 Antología de Cuentistas Argentinos

LO QUE LE SUCEDIÓ A FAUSTÍN


GARCÍA
Fernando de Elizalde
El timbre del teléfono llenó de sonoridades los re-
covecos del departamento, confirmando la soledad que
reinaba allí. Nueve y cinco. Faustín García tenía la cos-
tumbre de mirar el reloj en el momento de descolgar el
receptor en cualquier sitio que se encontrase. Estaba segu-
ro de la hora en que se produjo el llamado. Nueve y
cinco en punto. Fuera del trabajo no mantenía relación
con nadie, ¿quién podía solicitarlo? De la oficina era
insólito que lo requiriesen cuando faltaba tan pronto
para que se presentase en ella. Gozaba de ciertos privile-
gios ante los jefes, su eficiencia se lo había ganado. No
abusaba de esa situación, pero lo eximía de cumplir un
horario estricto y nunca entraba al edificio de la calle
Leandro N. Alem antes de las diez, donde se quedaba,
salvo un pequeño paréntesis para almorzar, hasta las
ocho de la noche.
Los detalles que acompañaron la telefoneada de
esa mañana se fijaron en él por la significación que tenía
un hecho de esa naturaleza en su existencia. El tono que
le llegó a través del tubo poseía algunas peculiaridades
que percibió en las primeras palabras. “usted es Faustín
García”, comenzaron a decirle. No le hacían una pregun-
ta, afirmaban algo. La voz sonaba muy próxima y al


Sucesos, Buenos Aires, Losada, 1972, Págs. 49-58.
38 Antología de Cuentistas Argentinos

mismo tiempo aparecía hablarle desde una gran distan-


cia, el sonido repercutía en inflexiones decrecientes dentro
de la cavidad metálica en la que estaba encerrada. Otra
nota curiosa era la crueldad que se descubrí en el timbre,
impersonal e indiferente; algunos giros hacían suponer
que quien se dirigía a él era una mujer, sin embargo la
seguridad y la firmeza de los términos resultaban mas-
culinas. Esa ambigüedad, sumada a la mecanicidad de
aquellas palabras, contribuyeron a crearle la impresión
agobiante que se batió sobre su espíritu, generalmente
poco propenso a dejarse sugestionar por cuestiones tri-
viales.
Lo que le dijeron carecía de importancia: lo ha-
bían visto la noche anterior en un lugar céntrico de diver-
siones. Siguió una somera descripción de la situación: él
ocupaba una mesa pegada a la de una mujer que se ha-
llaba en compañía de varios hombres, en determinado
momento la mujer se volvía en su dirección y le pedía
fuego para encender un cigarrillo. Fue todo. Cortaron de
golpe. La voz quedó resonando en sus oídos, hasta que
levantó los hombros en el gesto de echar al olvido aque-
llo.
¿Qué quería decir todo esto? No había salido esa
noche ni ninguna otra noche, no tenía el hábito de andar
por las calles en horas tardías, y, en caso de hacerlo por
excepción, lo último que se repasaría por la cabeza sería
ir a uno de aquellos sitios de entretenimientos caros que
no había pisado en su vida y no pensaba frecuentar a sus
39 Antología de Cuentistas Argentinos

años. Aparte de esta incongruencia, el anuncio en sí le


pareció intrascendente.
El día transcurrió en la oficina sin que nada sa-
liese de lo normal. Al llegar a su casa se vigiló para ver
si algo fuer de lo corriente en su comportamiento revelaba
que era capaz de cometer actos incontrolados. Leyó como
siempre el diario que le dejaba todas las tardes en la
puerta del departamento, comió una porción de fiambre
con verduras y una fruta, limpió los platos, los cubier-
tos, se acostó y se durmió.
Al despertar se anticipó a que el teléfono lo to-
mase desprevenido como la mañana anterior. A las nueve
y cinco descolgó apenas oyó la llamada. Escuchó aten-
tamente la voz, relegando a un segundo plano el sentido
de lo que le decían. Algo singular se desprendía del tono,
volvía a advertirlo: sin énfasis, lo que le dictaban parecía
inscripto en un tiempo granítico, inevitable, fatal.
Después de cortar, las palabras quedaron flo-
tando ante él. Verificó entonces su significado, muy sim-
ple por lo demás. Nuevamente lo vieron en aquel lugar
la noche anterior, pero esta vez fue al encuentro de la
mujer, haciendo caso omiso a los hombre que la rodea-
ban. Conversaron un rato y convinieron reunirse al día
siguiente, a la misma hora y en ese sitio. Nada más.
Lo prevenían de un peligro y les debía agradeci-
miento por lo que hacían. ¿Quién era aquella mujer?,
¿cómo se arriesgaba de ese modo?, ¿qué representaban
esos hombres merodeando a su alrededor?, ¿cómo se le
40 Antología de Cuentistas Argentinos

ocurrí a la edad que tenía embarcarse en una aventura


semejante? Se hallaba al borde de cometer una torpeza,
no se comportaba de acuerdo a lo que él y los demás
esperaban de una persona con sus antecedentes.
En la oficina nadie hubiese podido adivinar lo que
le estaba sucediendo. Lo aconsejable era esperar hasta
ver el giro que tomaban los acontecimientos y luego obrar
en consecuencia.
A la mañana siguiente levantó el tubo antes que
la campañilla sonase. Oyó el ruido de la comunicación
que se conectaba y recibió de inmediato la voz. Esta vez
fueron más explícitos en lo que le dijeron y le describie-
ron los estados de ánimo que se suscitaron en él durante
el transcurso de los hechos. No bien entró al lugar noc-
turno, vio que la mujer estaba sola, ella le hizo seña de
que se sentase a su lado. Mientras bebían, rostros ame-
nazadores desfilaron ante ellos. Uno de los hombres se
paró frente a la mesa, mirándolo en abierta provocación.
Su compañera y él continuaron hablando como si nada
sucediese. El sentimiento que ella le producía le hacía
olvidar las consecuencias que podían traerle sus actos. A
esta altura del relato él prorrumpió en una exclamación
airada: “¡Qué estupidez!” Quiso expresar de ese modo su
desacuerdo con la actitud que adoptaba. Eran las prime-
ras palabras que pronunciaba desde que se inició aque-
lla relación telefónica, a continuación se estableció un
silencio del otro lado. Se arrepintió de su atrevimiento,
aguardó inútilmente un instante y cortó sin oír nada más.
41 Antología de Cuentistas Argentinos

Su primera reacción fue de fastidio hacia sí mis-


mo: nada bueno podía salir de ese enredo en el que se
había metido tontamente. Por fortuna su carácter reflexi-
vo le dio la tranquilidad de ánimo suficiente para tra-
zarse una composición de lograr respecto a los sucesos
que se avecinaban.
Al día siguiente ni siquiera se aproximó al telé-
fono a las nueve y cinco. El llamado no se produjo, lo
que le confirmó que se hallaba en el buen camino en
cuanto a la comprensión de los hechos. Descontaba que
no volvería a oír la voz aquella. De acuerdo a una evolu-
ción lógica de las cosas, la situación planteada debía
haber hecho crisis la noche anterior. Estos hombres no iban
a aguardar más. Refirmado en su correcta interpreta-
ción, tomó la determinación de no ir a la oficina. No se
movería del departamento hasta enterarse de lo ocurrido
la otra noche, luego justificaría su falta con cualquier
pretexto.
Pasó el día sin dejarse influenciar por ideas de-
presivas. A las seis de la tarde oyó que depositaban el
diario delante de la puerta. Aguardó a que se retirara el
repartidor y que el ascensor se pusiese nuevamente en
movimiento, entonces entreabrió la puerta y garro el pe-
riódico sin hacer ruido. Fue directamente a la sección poli-
cial. Allí estaba lo que buscaba. La noticia en gruesos
caracteres encabezaba una columna: en un club nocturno
habían dado muerte a un hombre en circunstancias que
las autoridades trataban de aclarar, sin resultados posi-
tivos hasta el cierre de esa edición. Se suponía que el he-
42 Antología de Cuentistas Argentinos

cho se derivaba de la intervención de una mujer, que des-


apareció sin dejar rastros, aprovechando la confusión de
los primeros momentos. En letras bien claras se leía el
nombre de la víctima; era él. Los datos de su identidad
fueron extraídos de los documentos que llevaba siempre
consigo.
Al terminar la lectura lanzó una imprecación.
Luego se sosegó. No se podía quejar, le adelantaron lo
que le pasaría, le dieron los medios de precaverse: culpa
de él si no los aprovechó.
Además reconoció que de un tiempo a esta parte
se acentuaba su tendencia a cometer actos que no cuadra-
ban con los hábitos de una persona equilibrada. ¿Quién le
mandaba, por ejemplo, meterse en las complicaciones
turbas de una mujer de dudosa reputación? Si lo había
hecho se debía exclusivamente a una imprudencia de su
parte y no le quedaba otro remedio que soportar las con-
secuencias, por penosas que fuesen.
Otro asunto era que no le gustaba llamar la aten-
ción y no había cómo se arreglaría para no alborotar a
los conocidos que encontrase en la calle después de esa
noticia que traían los diarios. Sintió vergüenza de lo que
pensarían de él.
A la noche se reunieron algunas personas delante
del departamento, hablaron en voz baja. Seguramente
vecinos de la casa comentando el acontecimiento. Le lle-
garon frases sueltas: “Quien lo hubiese dicho… parecía
tan tranquilo… No se puede creer en nadie hoy día…”
43 Antología de Cuentistas Argentinos

Aquella historia no contribuía a mantener su reputación


en alto. El calor le quemaba las mejillas.
A las doce la quietud y el silencio envolvieron la
casa. Contaba con la seguridad de no tropezar con nadie
a esa hora y estirar un poco las piernas le haría bien. Sin
encender la luz del corredor, avanzó tanteando las pare-
des. No utilizó el ascensor para bajar, a fin de no hacer
ruido tomó la escalera hasta el piso inferior. El corazón
le latía al pensar en el susto que se llevaría la hija del
portero si lo descubría. No se cruza todos los días un
muerto en los corredores. Esta idea le arrancó una sonri-
sa.
Ganó la puerta de calle y salió al aire libre con
alivio. Caminó a grandes trancos, llenando los pulmones
con profundas inhalaciones. Después disminuyó el paso.
Lo entretenían las vidrieras que se multiplicaban a medi-
da que se acercaba al centro. Nunca comprendió cómo
había gente suficiente para comprar los productos que se
exhibían en tal cantidad de negocios. Sucedían cosas ex-
trañas en la vida. De pronto lo detuvo un letrero lumino-
so. No lo sorprendió encontrarse frente al “night-club”
que nombraba el periódico. El portero galardonado lo
miró despectivamente. En realidad carecía de situación
económica para concurrir a esos sitios, pero la ocasión
merecía una excepción. Estaría a echar un vistazo con-
firmando la verdad o el engaño de lo que le había trans-
mitido la voz.
Descendió la escalera muellemente alfombrada,
lo siguieron los ojos desconfiados del hombre con unifor-
44 Antología de Cuentistas Argentinos

me que estaba al cuidado de la puerta. En el guardarro-


pa depositó el sombrero junto al abrigo que llevaba y
entró al salón. Como había supuesto, no conocía a nadie
allí. Tomo asiento ante una mesa próxima la pista de
baile, oía a su espalda risas y voces, sin distinguir las
palabras que saltaban de una boca a otra. El estruendo
de la orquesta impedí seguir las conversaciones, en la
pista las parejas se movían con gestos violentos. El humo
alzaba la atmósfera, sacó un cigarrillo, al acercar el
encendedor para prenderlo, sintió unos golpecitos en el
hombro. Volvió la cabeza. Allí estaba. Lo miraban los
ojos rasgados de una mujer, inclinada hacia él donde
desde la mesa vecina. “¿Me da fuego, por favor?”, pidió.
La llama tembló, ella le tomó la mano entre las suyas,
lo ayudó a mantener el equilibrio. La mujer exhaló humo
por los labios y le agradeció con la mirada. En la otra
mesa varios hombres lo observaron sin simpatía.
Tomó a su posición inicial, de espalda a ella. La
vergüenza le coloreó las mejillas. ¿Cómo se atrevió a
poner en duda lo que le dijo la voz? ¿Qué autoridad po-
seía él para no creer en lo que le anunciaban? Tenía la
primera prueba de su ingratitud y de su soberbia, debía
extraer conclusiones de ello. Sin terminar de beber lo que
pidió, se retiró del local después de pagar. En la calle se
casquetó el sombrero hasta las orejas, cubriéndose la
cara con las solapas del sobretodo. En caso de tropezar
con alguna de sus relaciones, lo que era muy improbable
a esa altura de la noche, no podían reconocerlo.
45 Antología de Cuentistas Argentinos

La noche siguiente volvió al “night-club! Quería


vigilar la evolución del proceso –era muy breve en reali-
dad, según le anticipó la voz– y detenerse cuando lo con-
siderase oportuno. En efecto, la tercera noche –refirmando
lo que le refirió la voz– fue esclarecedor respecto a lo que
le aguardaba si continuaba frecuentando ese lugar. La
mujer y él se sentaron solos, ella le acercaba la cabeza,
le pasó un brazo por encima de los hombros. Los otros
miraban desde el bar, desplazados. La tensión del am-
biente insinuaba un desenlace violento. La mujer le acon-
sejó que la viese la noche siguiente y que partiese en se-
guida. Aquella sería la noche definitiva, la que consigna-
ba el diario.
En la calle caminó con el sobre y el abrigo en la
mano, el aire fresco lo despejó. No estaba habituado a
beber. De pronto se detuvo: tenía que ponerle un punto
final a esa historia sórdida. ¿Por qué le hacía el juego a
esa mujer? ¿Creía acaso en la sinceridad de sus senti-
mientos? ¿Por qué lo exponía de esa manera? ¿Pensaba
en él o en alguna inconfesable finalidad personal para
la cual lo utilizaba simplemente?
Trepidó de cólera, su pasividad se vio reempla-
zada por la indignación que lo invadía. Respiraba con
fuerza y debió poner en juego todo su poder de persua-
sión a fin de aplacarse. ¡No se hallaba en estado de ena-
jenación para que lo llevasen adonde no quería ir!
Continuó hasta su casa, consiguió dormir unas
horas y despertó más sereno. Había resuelto lo que ha-
ría: permanecería encerrado hasta que pasase esa noche
46 Antología de Cuentistas Argentinos

fatídica, después iría a las redacciones de los diarios y a


la policía finalmente. Denunciaría el error que cometieron
todos. Pretextaría que una indisposición lo retuvo en la
cama esos días, por ese motivo leyó la noticia con retraso.
Los demás buscarían las explicaciones que quisieran, a
él no le interesaba.
El dominio de su ánimo era cada vez mayor. A fin
de descartar la posible intervención de factores ajenos a
su voluntad, colocó estampillas con un extremo pegado a
la pared y el otro a la puerta del departamento, después
lacró ambos lados, de modo que no pudiese salir de allí
sin tomar conciencia de la acción que ejecutaba. Miró
complacido la obra que había llevado a cabo, esto lo
aseguraba en su decisión. Las sombras invadieron la
casa. No sentía la mejor inquietud. A las doce de la no-
che sonó el teléfono y se sobresaltó, eso no entraba en sus
cálculos. Pero fue transitorio. Sin permitirse la más mí-
nima alteración en los movimientos descolgó, sólo escuchó
del otro lado el hueco profundo del silencio. Fue así la
última vez que lo llamaron. Devolvió el receptor a su
lugar y permaneció unos segundos pensativo.
Actuó en forma mecánica. Le llegó nítidamente el
ruido de las estampillas al desgarrarse. Se escurrió por
una abertura de la puerta que apenas permitió el paso
de su cuerpo y cerró con sigilo tras él.
47 Antología de Cuentistas Argentinos

LOS TIZNADOS
Carlos Sforza
Mi madre solía repetir historias de aparecidos,
misterios y muertes. No era masoquista. Ni, por supues-
to, quería asustar a los escuchas. Simplemente las había
oído de su madre, es decir de mi abuela. Y las repetía. En
cierta medida, llenaba uno de esos huecos que suelen
quedar en las noches largas de los inviernos también lar-
gos. Y, pienso, en más de una de esas frías noches de
heladas y a veces de lluvias persistentes, la piel se nos
puso de gallina. Es que su voz era la voz de una reali-
dad que se hacía patente ante nuestros ojos. Y así, pare-
cían desfilar ante nuestra imaginación los turcos asesi-
nos, la vieja degollada, los baratijeros ladrones, los tiz-
nados.
Siempre quise indagar en esta historia de los tiz-
nados. Pero sólo tuve referencias aproximadas. Y anéc-
dotas que se pierden en minucias sin sabor ni sentido.
La noche cerrada se prestaba para encerrarse con
doble tranca. Afuera chiflaba el viento sur. De a ratos,
como en ramalazos, castigaba una llovizna sesgada que
mojaba como de soslayo. La casa también chillaba con
el mismo chillido del viento. Y sudaba, pese al frío, con el
sudor de la llovizna sureña. Dos plantas tenía la casa.
Abajo era un amplio salón, un pasillo, la cocina grande.
Arriba, los tres dormitorios. Y un bañito. De abajo se


De casas y misterios, Buenos Aires, Catañeda, 1978. Págs. 13-21.
48 Antología de Cuentistas Argentinos

llegaba por una estrecha y empinada escalera de cedro.


Una puerta daba directamente a un pasillo. El techo era
a dos aguas. Miguel Mondiale vivía con su mujer, Ana,
su hijo Pedro y su hija de crianza, Narcisa. Y, por ex-
periencia, todos habitaban en la planta alta. Cabe con-
signar que la casa estaba en la zona de chacras, aislada
como tantas otras, un poco entrada en el Distrito Laguna
del Pescado. Cerca estaba la costa. Y más cerca aún, los
campos anegadizos. La puerta delantera tenía una gran
tranca que la atravesaba de lado a lado y asentaba so-
bre dos soportes de hierro. La de atrás, más pequeña, de
doble hoja, calzaba con pasador y tranca. Y las venta-
nas lucían sólidos barrotes salidos de la herrería de Giu-
seppe Caligari.
Pienso que los tiznados debían ser simples asal-
tantes de fines de siglo. Según relataba mamá, los lla-
maban así porque para no ser reconocidos se pintaban
las caras con tizne. Y asaltaban, mataban, cometían sus
fechorías al abrigo de la noche y encubiertos por los ros-
tros pintados.
Cuando recorro los alrededores del pueblo pienso
con cuánta angustia no habrán vivido algunos moradores
de predios aislados, con casas metidas entre el campo o
rodeadas de monte espeso. En las noches de lucha o en
las otras, cuando todo es una sola sombra, debe haber
aguzado el oído al menor ruido de cascos de caballos o a
la menor señal de un tero centinela o de un cacareo de
gallináceas. Hay algunas casas que aparecen encerrar
historias de esta índole en el cinturón de la ciudad. O, tal
49 Antología de Cuentistas Argentinos

vez, sean las historias que oía en a mi madre las que se


meten en las paredes de esas casas.
Debía ser más de la medianoche. O quizá un poco
antes. En invierno las horas nocturnales parecen no tener
tiempo. Pero afuera sólo silaba el sur. Y la casa trans-
piraba de a ratos. O parecía hacerlo. Primero fue un eco
lejano. No se podría decir cómo era. Parecía amortigua-
do por la noche, o el pasto húmedo, o el sopor del sueño
interrumpido. Miguel Mondiale se incorporó en la doble
cama matrimonial. A esa altura de la noche, el cubreca-
ma traído de Italia y tejido con hilos y flecos de colores,
caía sobre un costado. El hombre, corpulento, con los bi-
gotes canosos cayéndole por la comisura de los labios,
paró la oreja. Algo lo había intranquilizado. Debe de ser
el viento, se dijo. Y se volvió a recostar. Pero ahora el
ruido fue nítido. Como si tantearan la puerta delantera.
Salió de la cama. A esa hora, Ana su mujer, acostum-
brada a las noches solitarias y aisladas de la casona,
también se había levantado. Y lo había hecho Pedro y lo
propio también la hija de crianza. En el pasillo de la
planta alta se reunieron. Una escopeta lucía Mondiale
en su mano. Y otra, Pedro en la suya. Las mujeres te-
nían miedo. ¿Quién no tiene mido en esa soledad y en in-
vierno?
Mamá decía que las casas eran de dos plantas,
a la usanza europea y para preservarse de los ladrones.
Cuando nos daba esa explicación reiteraba las andanzas
de los tiznados. Decía que así, si los bandidos penetra-
ban en la casa, la familia resistía arriba. Y era difícil, en
50 Antología de Cuentistas Argentinos

una sola noche, sitiarlos y llegar hasta la planta alta.


Muchas veces he buscado esas casas que solía describir
mi madre. Y las ha hallados. Sobre todo en algunas zo-
nas alejadas de la ciudad. Es claro que ahora el pueblo
se ha extendido de tal manera que lo que antes era lejos
ya no lo es. Y no existen los montes que antes había. Y
cuando digo antes, me refiero al mil novecientos. De todos
modos, esas casas a dos aguas, de dos plantas, clava-
das en las chacras, tienen el encanto de lo misterioso. A
veces hay como un vaho el encanto de lo misterioso. A
veces hay como un vaho que las rodea. Sus paredes al-
tas, patinadas, mudas, tienen la historia del sol y de la
noche. Alguien siempre vive en ellas. Cuando he tratado
de indagar en sus moradores actuales, han resultado
advenedizos. Simples tenedores precarios de viviendas
cuyos dueños viven lejos. O compradores de casas de
antiguos propietarios venidos a menos y cuya descenden-
cia se ha perdido en otras partes.
Miguel y Pedro Mondiale se afirmaron en el he-
cho de la puerta que accedía a la planta alta. Ni por
pienso debían bajar. Su fuerza y su seguridad estaban
allí; el punto máximo de la escalera de cedro era su
fuerte, su atalaya, su baluarte. Lo demás, era cuestión
de esperar. No podía ser tan larga la noche. Aunque la
noche en la chacra y en invierno y cuando tantean la
puerta, siempre es larga. Atrás, Miguel y Pedro oían el
jadeo de las mujeres. Pero sólo oían. Que mirar, miraban
escalera abajo. Y abajo era todo oscuridad. Ni Pedro, ni
Miguel, ni Ana, ni Narcisa, ninguno había encendido luz
alguna. Y eran un silencio los cuatro. Y un silencio era el
51 Antología de Cuentistas Argentinos

pasillo en el que se arracimaban. Y un silencio era ahora


la planta baja. ¿Cuánto tiempo fue todo un silencio?
Una eternidad pareció para los Mondiale. Pero de pron-
to algo estalló. O saltó. O crepitó. Fue un estruendo y un
alarido. Como si el viento y la llovizna y la noche hubie-
ran teniendo boca y hubieran gritado. Y un latigazo de
fresco inundó la planta baja, subió por los escalones de
cedro, penetró en el pasillo, sacudió a los Mondiale y se
incrustó en sus cuerpos y en el techo de dos aguas y vol-
vió a bajar por la escalera empinada.
Hay una casa de ese tipo que siempre me llamó
la atención. Pienso que en su interior debieron palpitar
muchas emociones, debieron verse muchas alegrías y
también, quien lo duda, vivirse innumerables frustracio-
nes. Me ha allegado hasta la casa. Y me dio lástima. Yo
solía verla en mis caminatas, debe la perspectiva que le
daba el camino. Pero osé llegar hasta ella. No sé qué
embrujo me atrajo. Fue como si una fuerza me llamara.
Pensé que allí podría –¿o debió?– desarrollarse una de
las historias que desgranaban los labios de mi madre.
No poco trabajo me costó llegar a la construcción. O lo
que quedaba de ella. Sin dudas había sido una casa
compacta, de fines de siglo, de dos plantas. Ahora había
apenas restos. Al costado se había adosado un rancho de
adobe y techo de paja, con algunas protecciones de lata
de barrera. Anduve husmeando por los rincones después
que un cusquito me hizo varias arremetidas hasta que al
final se quedó meneando el rabo.
52 Antología de Cuentistas Argentinos

El piso alto, o superior, o como quiera llamárselo,


había sido de manera machambrada. Y digo “había si-
do” ya que quedaban restos de eso piso que, lógicamente,
a la vez era techo de la planta baja. Una escalera de
madera, cedro parecía, estaba más que destruida. Mi
curiosidad me hizo penetrar por una puerta cuya hoja
había sido arrancada de cuajo. Y los yuyos, enmaraña-
dos, abundosos, semiobstruían el paso. Pero penetré. Tu-
ve, lo confieso, que vencer un miedo atávico a las víboras
que pensé podría estar reptando o acechando entre los
matorrales. Pero la curiosidad o el llamado o no sé qué
fue más fuerte. Y me encontré dentro de la casa. No ha-
bía muebles. Eso sí, en una pared, muy chamuscado, un
añoso retrato de una pareja. Foto de casamiento, me dije.
Y de casamiento debía ser nomás a estar a los restos que
podían verse.
–¿Busca algo? –un hombre de aspecto humilde
había emergido en el hecho de una ventana sin postigos.
–Miro, sabe –lo observé con interés.
Era el habitante del rancho que ahora era lo único
habitable allí. De la casa no sabía nada el hombre. Un
agregado al terreno resultó este Saturnino Salazar. Pero
buen paisano al fin. Quería responder a mis preguntas
pero, evidentemente, el hombre no sabía nada de lo que a
mí me interesaba.
Cuando el primer flujo de viento y frío hubo pa-
sado, se oyó un tropel, a los Mondiale así les pareció,
que entró en la habitación baja. “Los tiznados”, exclamó
53 Antología de Cuentistas Argentinos

entre dientes Pedro. Y con un gruñido asintió el padre. Y


Ana y la Narcisa se persignaron. Los intrusos, ampara-
dos por las sombras, se movían abajo. Se oían cajones
abiertos. Cosas que caían al suelo. Algunas risotadas. Y
maldiciones.
Arriba, el cuarteto estaba tenso. Tenso era el am-
biente de la planta alta. Tenso era el aire y la respira-
ción se sentía tensa. Miguel Mondiale se mordía el bigote
y el dedo acariciaba el gatillo de la escopeta. Pedro esta-
ba echado de pancha en el oloroso cedro del piso y tam-
bién palpaba el frío del gatillo. De pronto hubo como un
murmullo abajo. Parecía un conciliábulo entre sombras.
Y también, casi al instante, un movimiento sigiloso. Los
cuatro ojos de la planta alta, felinos, acostumbrados a
la oscuridad, escrutaban el pie de la escalera. Y cuando
un tiznado comenzó a subir quedamente, la boca de la
escopeta de Mondiale padre escupió fuego. Y se oyó una
puteada. Y un cuerpo cayó pesadamente al piso bajo.
Hubo movimientos rápidos abajo. Y Miguel Mondiale
cargó de nuevo la escupidora de fuego. Y otra vez estuvo
pronto el dedo sobre el gatillo. Así pasó otro tiempo no
mensurable con reloj sino sin fin en la espera de los
Mondiale y la Narcisa. Hubo un segundo amago de
trepar los peldaños de cedro y esta vez fue Mondiale
hijo el que hizo disparar su arma. Y otra maldición. Y
más ruidos abajo.
Salí desilusionado de la casa. Tenía la certeza de
que allí había sucedido algo. ¿Cuándo? ¿Quiénes habían
sido sus protagonistas? Tal vez nunca lo sabía. ¿Y si
54 Antología de Cuentistas Argentinos

todo fuera imaginación mía? Quizás, pensé, el recuerdo


de los cuentos de mi madre y mi fácil imaginación me
hacía crear esos fantasmas. ¿Y si fueran reales? A mi
espalda quedaba la casa. Hoy era tapera. Y un rancho
de adobe y paja que era como un pegote a su vera. Aden-
tro, entre la madera chamuscada de un cedro que ya de
viejo y podrido no olía, quién sabe qué historia latía en
un recinto que ahora era propiedad de los yuyos y algu-
nos pájaros que anidaban en lo alto.
El olor se hizo más intenso y a la par, más nítido.
Era a algo que se quemaba. Y el humo. Avivado por el
aire que entraba por la puerta, fue ascendiendo. Se fue
aplanando sobre el entrepiso de madera, penetró en la
planta alta por el hueco de entrada y ascendió hasta
adherirse al techo da dos aguas.
Cuando los Mondiale y la Narcisa fueron inva-
didos por el olor acre y por la niebla humosa, compren-
dieron lo que pasaba. Los tiznados querían vencerlos por
el fuego. Se apretujaron los cuatro. Y el humo ascendía
y era cada vez más espeso y más espeso. Y ya se vieron
lenguas de fuego que subían con lentitud pero sin obs-
táculos a la planta alta. Fue cuando se decidieron. Pero
era tarde. Un fuego denso había descolgado un tramo de
la escalera. Y un fuego denso se metió en la planta alta.
Y un llanto de dos mujeres y un grito de dos hombres
fueron un solo llanto y un solo grito en la noche de la
chacra. Afuera, cada vez más apagado, se oía el casco
sin herrar de caballos que se alejaban, se alejaban…
55 Antología de Cuentistas Argentinos

Cuando paso por la casa que tiene adosado el


rancho, mi mirada va hacia ella. Es una atracción que no
me deja. A veces, Saturnino Salazar, que ya me conoce,
me saluda con un brazo en alto. Otras, las más de las
veces sin dudas, sólo me responde el silencio de la casa
que otrora fue fuerte y ahora está en ruinas. Pienso en
los habitantes que pudo tener: ¿Cómo serían? Siempre se
me aparece el retrato chamuscado. Ella sentada, con un
vestido oscuro, con la sonrisa dibujada en unos labios
carnosos; él de pie, con una mano apoyada sobre el res-
paldo de la silla y el dedo gordo de la izquierda en el
bolsillo del chaleco. Se le alcanzan a ver los bigotes. Me
olvidaba decir que por estar chamuscada, la foto no tiene
la parte de arriba. Y no puedo saber cómo eran los ojos
de ella. Ni de él. ¿Y sus vidas? Me hubiera gustado con-
versar con ambos. Me recuerdan a mi adre. Mejor, a los
cuentos que hacía ella. Tal vez, pienso ahora, ellos sa-
bían muchas historias de aparecidos, asaltantes y tizna-
dos. O tal vez no. Peo sí, creo que sí. Tengo la certeza de
que debían saberlas. Y la casa sigue allí, con su misterio
y su embrujo. Que, a esta altura, creo que nunca podré
conocer.
56 Antología de Cuentistas Argentinos

PARQUE DE ANIMALES
Amalia Jamilis
En la penumbra de la calle, atenuada por la luz
de los faroles, el aire está frío e inmóvil y, sin embargo,
cuando entro a mi casa, me parece que el hálito glacial
de ese primer cuarto –un pequeño recibidor con un sofá,
dos sillones y una mesa con un televisor siempre encendi-
do– donde reina una oscuridad incompleta, cargada de
perfumes descompuestos, se disuelve en el espacio como
un gas todavía más helado que el de afuera.
–Hola, Pachi –digo, inclinándome sobre mi hijo,
después de otra tarde inútil en el taller de electrodomésti-
cos que ahora nadie pasa a retirar. En la claridad difusa
del televisor, lo veo encogido en el sillón, el rostro peque-
ño, triangular y extenuado. Él no contesta ni hace otra
cosa que quedarse rígido, mirando siempre la pantalla
que emite una trepidación intermitente, sesgada de sobre-
saltos.
La puerta que da a la cocina-comedor está entre-
abierta. El tufo que apesta el aire procede de allí, del
olor a frituras adherido a las paredes desde hace meses
como una desequilibrada expresión de los sucesos que
tuvieron lugar entonces, de los platos y ollas con restos
de comida del mediodía y del perro Campeón, rodeado de
sus propios excrementos, dormitando arrinconado en un
ángulo como de baquelita. Tengo que desviarme para no


Parque de animales, Buenos Aires, Catálogos, 1998. Págs. 41-50.
57 Antología de Cuentistas Argentinos

pisarlos y cuando por fin logro abrir el ventiluz, la cla-


ridad cenicienta, poblad de corpúsculos, deja entrever las
sillas, todavía cubiertas con sus fundas, la falsa alfom-
bra de Abukir arrollada, apoyada en posición vertical,
tal cual la dejó Roxana. El viejo piano que su madre
envolvió en lienzos prendidos con alfileres hace casi un
año.
El perro, que se ha despertado bruscamente, se
despereza y trota con un tranco corto hacia mí. Mientras
voy caminando en dirección a la escalera veo sus cándi-
dos ojos del color de la yerba, con la esclerótica blanca y
brillante, el hocico húmedo que roza mis pantalones con
un leve cosquilleo. Lo aparto de un puntapié, pero aun
así persiste detrás de mí en tanto subo el breve tramo de
escalones.
Igual que todas las tardes, cuando regreso de
inútil espera entre enseres reparados que ahora a nadie le
interesa recuperar, como una ola largamente contenida
que se desbordara de repente vuelve, no sé de qué pára-
mo, de qué estepa, el gesto de espanto de Roxana, desde
un tiempo perdido. Pero no lloro, por el contrario, me
invade un sentimiento frío y lleno de rencor, mientras miro
las largas cortinas amarillentas e impuras que nadie
lava desde entonces, las numerosas ropas esparcidas por
el piso, de las que sólo me ocupo a medida que las va-
mos necesitando, la mescolanza de carpetas y libros de
Pachi y zapatillas y medias, todo sucio, casi quemado
por el tiempo y la humedad.
58 Antología de Cuentistas Argentinos

Estaba o creía estar a medio de camino hacia un


puesto de repositor de materiales cuando me convertí en
uno de los despedidos de Ferromat, Hangly & Uhrbach.
Tuve entonces, lo reconozco, un acceso de descontrol, co-
mo si mi cuerpo, por propia decisión, hubiese resuelto
enfrentar esa impotencia yendo a la metalúrgica, rom-
piendo a puntapiés la puerta del despacho del jefe. Lo
hice, pero tenía miedo de lo que había allí adentro y ese
miedo hizo que me sintiera equívocamente fuerte y peli-
groso. Pero cuando él salió de allí atajándose, cubrién-
dose la cara con las dos manos, unos tipos uniformados
de gris que aparecieron vociferando no sé desde donde,
me sujetaron con dedos de hierro los brazos a la espalda,
me arrastraron hasta la calle y una vez afuera, literal-
mente me demolieron a golpes. Recuerdo muy bien que yo
estaba tendido en la vereda, que me pegaban con un ritmo
rápido y convulso y que algunas personas acudían para
observarme. En cuanto a mis posibilidades, lo único que
me quedaba era refugiarme en mi caparazón, distribuir
tarjetas entre quioscos y vidrieras, ofreciendo mis servi-
cios para pequeños arreglos domésticos de electricidad
elemental. A Roxana se le ocurrió entonces la excéntrica
idea de que con la indemnización podríamos instalar
desde la ventana del saloncito de la entrada una helade-
ría y hasta despachar tandas de sándwiches y hambur-
guesas. Pero todo se conjugó de una manera abominable
y, antes siquiera de que consiguiéramos poner en marcha
aquel disparate, el dinero se nos escurrió de entre las
manos. Entonces, sin hablarlo casi, sin ponernos de
acuerdo, Roxana, Pachi cuando volvía del colegio y yo,
59 Antología de Cuentistas Argentinos

en medio de nuestro infortunio, comenzamos a obsesio-


narnos con los juegos y concursos televisivos.
En la salita de entrada, desde los sillones frente
al televisor dejábamos correr las horas entre acertijos
insustanciales, irritantes historias con interrogantes del
tipo: descubra al delfín sosteniendo el balón o en qué
casillero se encuentra la cara sonriente del sol, como si no
tuviéramos urgencias ni expectativas, como si no nos aco-
sara la ansiedad, era a la vez menos y peor que la locu-
ra: un hastío en el centro mismo de esa banalidad. Algu-
na vez Roxana creyó adivinar alguna respuesta: se esti-
raba en el sillón con un brazo en alto o directamente se
ponía de pie de un salto y corría al teléfono gritando lo
sé- lo sé- lo sé- con una euforia… no sé… demencial.
Siempre participábamos enviando cartas o llamando
insistentemente por teléfono. Pero sólo Pachi, caído junto
a nosotros en las astutas trampas de la desesperación,
ganó como premio consuelo la falsa alfombra de Abukir
y esto fue todo. Entonces, un bien día –es curioso como
uno es llevado a través de vías muertas, de señales inco-
nexas hacia la tragedia– irrumpió en la pantalla del
televisor el concurso de fotografías Nutrientes Tigre.
La provocación (desde el principio comprendimos
que no se trataba de una competición ordinaria) consistía
en una aventura anómala y cruel: obtener un toma o es-
cena despojada de todo truco o ardid mecánico de un
chico, una criatura con un tigre. La recompensa era dine-
ro, la cantidad suficiente como para que Roxana pusiera
en marcha el plan de los helados y las comidas rápidas
60 Antología de Cuentistas Argentinos

y yo, quizás, un talles de arreglo de electrodomésticos o


alguna otra cosa que entonces no teníamos en claro, pero
que podíamos asociar a empresa, a expectativas, a una
especie de isla en un mundo de fragmentos que se de-
rrumbaba alrededor. Paradójicamente, a partir del mo-
mento en que percibimos el riesgo demencial de aquel reto,
fue como si Roxana, Pachi y yo hubiésemos perdido la
voluntad de interesarnos en otra cosa que no fuese aque-
lla fotografía.
Enferma de ansiedad y obstinación, Roxana in-
tuyó que esa clase de emprendimiento precisaba de otra
herramienta que la antigua Instamatic 177 X con que
contábamos. Le pidió entonces a su hermano la Pentax
Emperator de 100 mm, con lente intercambiable y visor
réflex y Sergio se escudó en las carencias que padecía mi
formación fotográfica para negarse a entregarme así
como así la máquina y sugerirle la conveniencia de que
fuera a su casa a fin de que me instruyera acerca de los
misterios y ambigüedades de aquella maravilla.

El follaje humoso de los árboles de la calle Hu-


mahuaca, en Almagro, me devolvía a los secretos de la
zona, con sus eternos muros de ladrillo y cal, el matiz
ocre de las azoteas y los inverosímiles contrafrentes y
balaustradas que complementaban aquella naturaleza
crepuscular de callejón privado.
Hacía tiempo que no franqueaba la verja baja y
verdosa ni el largo y tortuoso corredor cerrado por una
61 Antología de Cuentistas Argentinos

profusión de puertas detrás de las cuales los hijos de


Sergio habían montado una especie de instituto donde
impartían lecciones de ajedrez informatizado y su mujer
daba clases de dicción y oratoria. En las brumosas tardes
de otoño surgía detrás de esa puerta la impetuosa voz de
la mujer de Sergio vociferando: ahonden y ahuequen,
ahonden y ahuequen, con un matiz insensato, vecino a la
histeria.
Sergio era un barbudo de rostro chato y asimétrico
en cuanto me vio me palmeó la espalda con aquella ex-
presión cínica y biliosa que le conozco de toda la vida, me
dijo:
–Viejo querido, si vas a trabajar con ella cuida-
mela que es una joya.
La Emperator, ubicada sobre una consola como en
un trono, me pareció más chica e insignificante de lo que
esperaba, pero, en cuando el comenzó a explicarme las
virtudes del telémetro, de los diodos emisores de luz y de
los exposímetros alimentados a pila, ese fervor –después
pude comprobarlo– en cierto modo alucinado volvió a
apoderarse de mí en toda su intensidad.
–Sobre todo el gran angular –me recomendó Ser-
gio mientras preparaba en la cocina un café instantáneo
demasiado denso y de sabor metálico. Entonces, con un
impulso fanático pasó a enumerar las virtudes del obje-
tivo gran angular: como incrementaba el carácter de la
imagen, como, al mismo tiempo alteraba el efecto de la
perspectiva y a recomendarme el parque de animales de
62 Antología de Cuentistas Argentinos

Tolosa, no sólo en cuanto a la calidad zoológica de sus


ejemplares, sino también en razón de las estatuas, pérgo-
las y antiguas construcciones capaces de brindar el mar-
co que necesitamos. Con todo, Sergio creía que aún que-
daban aspectos fundamentales referidos a la técnica
fotográfica que yo ignoraba y que, por lo tanto, era con-
veniente que insistiera en la práctica de encuadres, enfo-
ques, fuentes de luz y aquello que él, con su rústica pe-
dantería denominaba: poses informales de compleja reso-
lución para mí. Lo de Pachi con el tigre en el parque de
animales de Tolosa participaba de esa definición, sólo
que mi cuñado, con una sonrisa ausente, un poco desola-
da ahora, completaba su pensamiento con una adverten-
cia: una vez que el tigre aparezca tenés que girar hasta
encontrar el punto de enfoque, de lo contrario corrés el
riesgo –dijo– de que la escena fresca absurdamente sus-
pendida en el espacio. A esta altura, estaba un poco har-
to de sus observaciones.

Por aquellos días, la pulcritud que caracterizaba


a Roxana se había transformado en un orden maniático,
difícil de sobresellar. Adelgazaba día a día y, envuelta
en un delantal a cuadros, demasiado holgado ahora pa-
ra ella, el rostro empalidecido, coronado por una mata
opaca de pelo rojizo parecía una adolescente prematu-
ramente marchita, no la mujer de treinta y cinco años, con
ese encanto que yo siempre había apreciado en ella, sin
refinamiento, acaso vulgar, pero fresco y sólido.
63 Antología de Cuentistas Argentinos

Hasta cierto punto la vorágine de los días finales


fue providencial para evitar arrepentimientos de última
hora. Contaminado por nuestra ansiedad, Sergio conside-
ró oportuno intensificar la práctica que ya se había hecho
habitual en la calle Humahuaca y, junto con Pachi, me
obligó a salir al exterior, al pasaje frontal y decadente
de los parques en especial. Las tomas, que en un comien-
zo eran motivo de infinitas críticas de su parte: la frente
y la nariz de Pachi enormes, distorsionadas por efecto
del gran angular, las orejas excepcionalmente pequeñas;
el fondo demasiado oscuro, el corte accidental y brusco de
la luz, de a poco fueron dejando lugar a secuencias que
Sergio –provisto de un inclemente sentido de la objeción–
apenas se atrevía a censurar.
El día convenido me desperté con un sentimiento,
casi de piedad por todos nosotros. Aún estábamos a
tiempo de echarnos atrás; todavía acostado, asediando
con una mirada llena de angustia el rostro consumido de
Roxana, se me ocurría de golpe que, en lugar de ir a
Tolosa, donde deberíamos desempeñar aquella especie de
ceremonial de pesadilla, podíamos ir a otro sitio cual-
quiera: un recreo en el Delta, donde el chapoteo del río y
el olor de las granadas en las zanjas, el ir y venir de las
embarcaciones nos proporcionarían cierto distanciamien-
to, cierto alivio o a ver despegar los aviones desde las
terrazas de Ezeiza o a pescar en algún espejo de agua,
más allá de la Panamericana. Pero no hice ni dije nada
y con esa omisión quedé afuera, detrás, en otro espacio,
dentro de otro sueño donde las circunstancias se acomo-
64 Antología de Cuentistas Argentinos

daban a la inocente creencia de que las cosas saldrían


bien.
Durante el trayecto a Tolosa, Roxana iba en el
auto adelante, a mi lado, con la Pentax cargada sobre el
regazo. Los tres nos mirábamos sobrecogidos; por prime-
ra vez advertía en su actitud hacia Pachi, junto a su ha-
bitual afecto, indulgente y lúcido, un aire perplejo escul-
pido alrededor. Esa magnitud espacial excluyente nos
acompañó hasta el parque de animales como un oxígeno
sombrío, casi siniestro.
Las húmedas calles de Tolos estaban desiertas,
silenciosas cuando llegamos, a media mañana. En una
esquina, ante una fila de camiones embarrados que circu-
laban por la transversal, detuve el coche y pregunté por
el parque. Quizás –como saberlo ahora– los tres hubié-
ramos querido escapar, por más que compartíamos la
misma esperanza, el mismo espanto cuando el coche
atravesó la amplia arcada del ingreso.
En la luz opaca de la mañana invernal, bajo las
ramas, la sombra parecía nocturna. Un guardia envuelto
de un capote de aspecto seboso, desde su casilla nos cobró
la entrada y le entregó a Pachi una cartilla con un plano
que describía los distintos sectores del parque y las indi-
caciones respeto a la seguridad de los animales y visitan-
tes: no ofrecerles ninguna clase de alimentos, no descen-
der del coche por ningún motivo, no arrojar objetos, no
tocar bocina, salvo en caso de emergencia. Un humo que
olía a agujas de pino se elevaba más allá de la cabina
65 Antología de Cuentistas Argentinos

del guardia y el viento lo dispersaba en seguida en jiro-


nes intangibles.
La exhalación de las flores, el olor del polvo
suspendido en el aire, la melancólica irradiación del sol
se demoraban alrededor del coche mientras avanzábamos
en silencio. Sigilosas, las primeras especies que veíamos:
liebres patagónicas, ardillas, ñandúes, aparecían y vol-
vían a desaparecer bajo espesos follajes de hojas super-
puestas. Detuve un momento el auto junto a su denso
muro de buganvillas.
–Se pasa primero esta barrera –dijo Pachi, seña-
lando una traza rayada en diagonal en el plano que
había desplegado sobre sus rodillas. Su voz poseía in-
flexiones confidenciales, como si participara de un juego
secreto y aventurero. Enfilé el auto entre las altas casua-
rinas hasta una llanura amarilla flaqueada de cañas: a
una distancia de cien metros se alzaba la barrera rodea-
da de malezas.
El sitio estaba poblado de árboles de un verde
plumoso, casi lácteo; atravesada la barrera por el flanco
despejado, nos quedamos mirando la espesura, reforza-
da en sus tinieblas por el efecto de unas nubes bajas y
negras que comenzaban a cubrir el cielo, llena de insectos
voladores. Casi de puntillas abrí la portezuela, descendí
y tomé la Péntax que Roxana me tendía desde la venta-
nilla.
Por favor –rogó ella, aferrando el brazo a Pa-
chi–. Tengan mucho cuidado –percibí el breve salto de
66 Antología de Cuentistas Argentinos

Pachi sobre el guijo diminuto del terreno y en silencio,


sólo con gestos. Le indiqué un cerco de poca altura, recu-
bierto de musgo y él fue y al llegar se agachó y recogió
del suelo un guijarro más grande, muy pulido. No era
más que un chico y, antes de que Roxana o yo atináse-
mos a nada, lo arrojó hacia la fronda.
–Pachi, hijo –tartamudeé, reconviniéndolo, seña-
lándole el ominoso cartel, junto a la barrera, que preve-
nía en gruesas letras negras: PELIGRO-GRANDES
CARNICEROS-TIGRES DE BENGALA.
Era tonto e ingenuo y, de todos modos, lo que es-
perábamos era que el tigre, tarde o temprano, terminara
por aparecer. Además estaba lo del olfato y la percep-
ción y, por más que Pachi se había quedado ahora quieto
y congelado como una estatua, sabíamos que no dejaría
de venir. Medí el campo visual, tal como Sergio me había
instruido y estudié por un momento la abertura y el en-
cuadre. Ahora había algo húmedo y filoso asomando a
la mirada de Pachi, pero me pareció preferible no pensar
en eso, por lo menos no en ese momento; por lo demás se
vía bien y la luz, solemne y tamizada a causa de las
nubes opacas, como de ceniza, parecía un ser vivo.
Si el visor está situado por encima del objetivo,
decía Sergio como machacando, tenés que inclinar la cá-
mara así, ¿ves?, hacia un costado, para incluir mayor
campo visual. Acababa de enfocar, cuando el tigre apa-
reció. El diafragma, creo que pensé, el mejor diafragma
posible con esta colase de iluminación, me pareció escu-
char que porfiaba todavía Sergio, admonitorio. Frente a
67 Antología de Cuentistas Argentinos

mí, junto al cerco, el rostro perturbado de Pachi, bajo la


masa de cabellos castaños, había adquirido una nueva
tensión, una expresión alerta de horrorizada lucidez. De
pie, sólidamente, yo sostenía la cámara lo más fija que
me era posible, pero, cuando el tigre apareció por fin,
perdí la noción de que debía mantener siempre los codos
apretados contra el cuerpo, que mi mano derecha debía
aferrar el costado de la Péntax. Él se quedó por un mo-
mento inmóvil, el gran cuerpo rayado palpitante, la ca-
beza terrible, hierática, la mirada atroz cargada de deci-
sión. Después se volvió hacia Pachi, como si acabara de
descubrir su presencia y, al mismo tiempo, como si en lo
esencial de esa visión se escondiera una dificultad toda-
vía desconocida, pero que le era inherente y que estaba
próxima a revelársele. Elástico, movido por una resolu-
ción irremediable, los ojos inyectados, avanzaba hacia
Pachi. Los dos, Pachi y el tigre quedaron situados entre
un par de pequeños cipreses despenechados, un poco di-
sueltos detrás de ellos, que el viento tempestuoso que
acababa de levantarse sacudía y atormentaba. La per-
fección de la toma me sobrecogió. En la misma fracción de
tiempo alcancé a comprender que Roxana había saltado
enloquecida del auto, llorando con una especie de graz-
nido, agitando los brazos como un maniquí desarticulado
y que corría hacia Pachi, hacia ellos. También yo grazné
y oprimí el obturador de un modo reflejo, como lo haría
si oprimiese el gatillo de un arma y, conteniendo la respi-
ración, disparé y disparé antes de que Roxana llegara.
Tanto estudiar la situación, tatas advertencias,
tanto ponernos de acuerdo, pensé después, mientras vol-
68 Antología de Cuentistas Argentinos

víamos con Pachi a casa, al anochecer, y también pensé,


creo, que ni siquiera me había dado cuenta del momento
exacto en que el tigre saltó sobre ella.
69 Antología de Cuentistas Argentinos

EL PEQUINÉS
Jorge Marín
Doña Marta es una anciana muy querida en el
barrio, y su internación no pasó inadvertida por sus ami-
gas y vecinos que vinieron a preguntar por su salud.
También hay otro grupito de curiosos y periodistas de
todos los medios, haciendo guardia en la puerta del hos-
pital para tratar de averiguar con más detalle acerca de
este misterioso caso, que para muchos no tiene preceden-
tes en la historia.
En Internet pueden verse algunas imágenes un
tanto enigmáticas, con testimonios escalofriantes de aque-
llas personas que estuvieron en la veterinaria y los co-
mentarios de la vecina. También están las opiniones de
los cibernautas, quienes afirman que los “dinosaurios
están vivos”.
Esto preocupa y mucho desde que se conoció la
noticia, ya que una innumerable cantidad de personas se
agolparon en las veterinarias para revisar, principal-
mente, a los perros pequinés, queriendo confirmar la pro-
cedencia del animal. En casos extremos, cuando el veteri-
nario duda de la raza de algún canino o, simplemente, le
dice que no tiene pedigrí, se desesperan y les piden que
les haga eutanasia. Hay pánico, fobia y también cierto
desquicio. Si antes sólo se preocupaban por los casos


Una fatal coincidencia, Buenos Aires, Catañeda, 1998.
Págs.95/101.
70 Antología de Cuentistas Argentinos

urgentes, ahora llegaron al extremo de querer deshacerse


de las mascotas, porque no pueden determinar, a ciencia
cierta, cuál es su origen. El Colegio de Veterinarios debió
actuar ante la emergencia, imponiendo una multa y san-
ciones disciplinarias a los profesionales que abusaran de
sus honorarios por la consulta, incorporando en cada
distritito un costo mínimo, y un severo control para los
casos de eutanasia.
En verdad, todo este caos surgió hace unos días,
después del 29 de abril. Según se supo, doña Marta
asistió al desfile de mascotas que organizó, como todos
los años, la Sociedad Protectora de Animales, siendo la
encargada de otorgar los galardones principales, por
haber sido nombrada presidenta honoraria de la entidad:
un cargo meritorio que cumple desde hace varios años.
Todos sabemos de las dificultades que tiene doña
Marta para caminar. Debido a su reuma, utiliza un bas-
tón, así como también, usa lentes gruesos después de que
la operaron de cataratas y esto le dificulta la visión.
Pese a estos inconvenientes, después del desfile, la ancia-
na decidió caminar y se sintió desorientada al confundir-
se de calle y tomar en dirección a un lugar, en donde
tiempo atrás había un arroyo. Debido al progreso, se
encuentra entubado y ahora es un callejón sin salida,
construyéndose otra calle paralela a la principal. Por
suerte, la encontró Laurita, la hija de su vecina, quien
tuvo que sujetarla para que no se cayera en la enorme
alcantarilla sin vallas ni alambrado. Declaró: “Se iba
derechito, pensando que era la salida a una de las ca-
71 Antología de Cuentistas Argentinos

lles”. Lo más llamativo de todo fue que miraron a un


perrito, supuestamente abandonado en las inmediaciones.
Laurita lo corrió, cortándole el paso por el entubado,
hasta que pudo alzarlo en un zaguán, y la acompañó a
doña Marta hasta su casa.
Por este hecho, que casi le cuesta la vida a una
anciana, los vecinos le reclamaron al intendente alguna
protección en el entubado para evitar futuros accidentes.
Entre tanto, los partidos políticos especularon con lo su-
cedido, haciendo sentir su malestar, en una protesta ca-
llejera, con bombos y un petitorio formal para reclamar
por la seguridad pública.
La mamá de Laurita, preocupada porque su hija
no venía, estaba en la vereda cuando las vio llegar. Su
hija trajo alzado al perro, según declaró a la prensa, y
doña Marta se lo mostró muy contenta. “Era horrible y
tenía un olor desagradable, pero no le dije nada. Pensé
que como siempre traía perros de la calle, luego lo baña-
ría. Me sorprendí tanto al verlo y hasta me da escalo-
fríos con sólo recordarlo: ¡Hummm!… ¡Qué horror!…
¡Cómo pudo confundirse!”
De lo que pasó, trataré de hacer un breve raccon-
to, puesto que nadie puede suponer que si fue un martirio
o una alegría el haber dado cobijo a un ser tan enigmáti-
co y siniestro.
Pensé que doña Marta se encontraba feliz con su
nuevo amigo, y esto lo pude confirmar en el mercado.
Según dijeron las empleadas, compró alimento para el
72 Antología de Cuentistas Argentinos

perro: un trozo de hígado, que era lo único que les había


quedado por ser domingo. Le consiguieron una caja y se
llevó también trapos de piso. Ella se fue caminando con
los paquetes.
Esa noche –según comentaba la vecina– “estaba
tan cansada que se fue a dormir y se olvidó el plato con
el hígado encima de la mesada. Por la mañana, encontró
el plato roto y el perro se había comido el alimento. Debía
tener tanta hambre, que hasta doña Marta se sorprendió,
ya que había comprado casi un kilo. Después, me dijo
que le llamó la atención que las patas de la mesa y al-
gunas sillas las había mordido. Fui ayudarla con la
limpieza y me sorprendí al ver el desastre que le dejó en
la cocina. No sé por qué, pero trataba de no verlo.
Igualmente, el perro espiaba por encima de la caja, y al
mirar ese hocico tan horrible, me dio miedo y lo amenaza-
ba con la escoba para que no saliera.”
Esa tarde varios vecinos escucharon que los gatos
estaban en los paredones, maullando incordiosamente en
la casa de doña Marta. Hay distintas versiones, pero lo
que me llamó la atención fue la de la doña Ana, quien
tuvo que correr a los gatos a escobazos. Después, llamó
al nieto para que se subiera al paredón y bajara al
manchado, su gatito. El chico, al asomarse, vio que el
pequinés de doña Marta entraba por una puerta abierta
y al bajar, le dijo a su abuela: “¡Lo mató!”, repitiéndo-
selo varias veces, impresionado. También se supo que
Laurita, al asomarse por el paredón, vio a un gato muer-
to tirado en el medio del patio. La nena quedó tan impre-
73 Antología de Cuentistas Argentinos

sionada que su madre la llevó al médico, porque pensó


que tenía fiebre.
Doña Marta, con una caja a cuestas, salió esa
tarde y Marquitos, el chico de enfrente, se ofreció gustoso
para ayudarla, parándose en varios umbrales, porque le
parecía que el perro se quería escapar y estaba atemori-
zado al ver que un colmillo salió de improviso, atrave-
sando el cartón. Llegaron a la veterinaria y doña Marta,
al abrir la puerta, se quedó paralizada por el susto,
cuando un gato, desesperado, cayó encima de la caja.
Por suerte, la pudieron sujetar a doña Marta y Marqui-
tos se fue.
De acuerdo con el testimonio de los que estaban en
la veterinaria, tuvieron que cederle el turno. Los perros y
gatos estaban molestos y no sabían la causa, pese a que
siempre se comportaban con discreción. Una persona que
era alérgica, le llamó la atención el olor que había en el
ambiente. Declaró: “Estaba impregnado con un fuerte
aroma, mezcla de orina y barro, que emanaba un tufo
insoportable”.
Si bien, el veterinario trató de ser objetivo con su
testimonio para la prensa, comentó que aún estaba ner-
vioso y perplejo con lo sucedido. Se refirió a doña Mar-
ta, con un amor entrañable, al recordar que hacía algu-
nos años, ella había albergado en su casa a más de trein-
ta perros, remarcando el hecho de que “le llevaba de co-
mer a los perros hambrientos de la plaza”. Pese a que
muchos la criticaron por este accionar, calificándola co-
74 Antología de Cuentistas Argentinos

mo una “maniática”, era, en realidad, un “acto solida-


rio”, brindándole “amor a los más desprotegidos”.
Cuando los periodistas le preguntaron del caso, él
dio algunos detalles sorprendentes. Dijo que doña Marta
había encontrado al perrito abandonado, lo traía para
vacunarlo, y quería saber cómo educarlo para que no le
mordiera los muebles.
“Después de que doña Marta tumbó la caja en-
cima de la camilla y se fue a sentar, vi salir al animali-
to. Su cuerpo era chiquito parecido al de un pequinés. Al
principio me había confundido, pero después de observar
como caminaba y su manera de olfatear sólo, entonces,
me di cuenta de que esto no era normal.”
En algunas versiones publicadas en los matuti-
nos, se describían otros detalles: “El perro estaba nervio-
so”, “impaciente”, “un animal dispuesto al asecho”, y
“caminaba casi juntando las patitas traseras”.
La descripción que hizo el veterinario en el mo-
mento en que tuvo que practicarle la eutanasia fue reve-
ladora.
“Después de mirarlo, no tuve dudas. Preparé una
jeringa y traje una pelota de goma. Doña Marta estaba
atenta a mis acciones. Me iba a preguntar lo de la jerin-
ga, pero se tranquilizó cuando le di el juguete al anima-
lito para que lo mordiera. Esta distracción fue intencio-
nal. Le clavé la aguja al pequinés, al tiempo que su
reacción fue violenta, saltando por el aire con algunos
movimientos acrobáticos. Quería sacarse lo que le obs-
75 Antología de Cuentistas Argentinos

truía el hocico y gritaba con un aullido que atemoriza-


ba.”
En su declaración, también se mostró preocupado
y con un tono de disculpa expresó:
“Lo que más lamenté fue el no habérselo dicho
antes de matarlo. Ella se asustó muchísimo, reaccionando
en forma brusca, al levantarse de la silla, pero sus pier-
nas no le respondieron. Al ver que su mascota se retorcía
de dolor, comenzó a llorar lastimeramente, reclamándo-
me una explicación. En verdad, tuvo que tranquilizarla,
pero yo no podía calmarme debido a la impresión que me
causaba ver todavía el cadáver de la bestia encima de la
camilla.
“Le di agua varias veces y doña Marta seguía
llorando, conmovida por lo sucedido y no la podía conso-
lar, pese a que traté de convencerla de que le regalaría
otro pequinés.
“No supe cómo conducirme, y me dio mucha pena
al ver como miraba al animalito y trataba de acariciarlo,
levantando la mano en el aire. Pese a que siempre traté
de ser preciso con mis diagnósticos, en esta oportunidad
no podía encontrar las palabras adecuadas para referir-
le lo sucedido.
“Quise averiguar si estaba su hijo Germán, pero
se encontraba de viaje. Antes quería hablar con él para
no importunarla a doña Marta con este asunto, porque
no sabía cómo iba a reaccionar.
76 Antología de Cuentistas Argentinos

“Al no poder afrontar la situación, tuve que dar


un rodeo interminable, haciéndole preguntas por si la
mordió o le pasó algo extraño, además de haberle comido
las patas de los muebles. Ella estaba muy incómoda y
negaba todo haciendo un gesto con la cabeza.
“Después que se tranquilizó, me animé a decirle
que “ese animal la podía haber matado”. Descubrí que
en sus ojos se reflejaba un halo de preocupación, pero le
aseguré que el animal estaba muerto. Le volví a pregun-
tar por su hijo, pero ella me insistió para que dejara de
dar tantas vueltas porque intuía que algo grave pasaba.
Como siempre me manejé con la verdad, tomé coraje y se
lo expliqué con palabras sencillas. Al principio, hizo un
gesto y le volví a confirmar los dichos. La noté temerosa
cuando veía al pequinés. Me miraba con recelo y yo, mo-
vía la cabeza afirmativamente. Ella se puso pálida, qui-
so levantarse, pero se cayó abruptamente en la silla. Abrí
la puerta del consultorio y tuve que cerrarla de golpe,
porque los animales, incordiosos, estaban dispuestos al
asecho, querían entrar a toda costa. Intenté reanimar a
doña Marta, más no pude. Llamé a emergencias y la
internaron con pronóstico reservado.”
Me detuve a leer en uno de los diarios un recua-
dro en donde se publicaron las características de este
misterioso animal: “Es de un tamaño chico, cuadrúpedo,
parecido a un perro, pero tiene incisivos que crecen cons-
tantemente, como los de cualquier roedor. Es carroñero y
cazador de presas que superan el triple de su tamaño. Se
lo puede hallar en algunos países de Europa, pero es
77 Antología de Cuentistas Argentinos

oriundo del Brasil, de la Selva Amazónica. Vive en las


alcantarillas y en las copas de los árboles. Es conocido
con el nombre de angstum, un pariente cercano de la…”
No terminé de leer el diario y lo tiré con una ac-
ción violenta. Me tomé la cabeza al no poder sacarme de
la mente la impresión y el asco que me causó. Pensé en
doña Marta y también en la vecina, comprendiendo por
qué se habían asustado tanto. No era para menos. Doña
Marta confundió a un “pequinés” con un ejemplar exóti-
co de “rata prehistórica”.
78 Antología de Cuentistas Argentinos

BAILE EN EL MARCONE
Guillermo Martínez
Un sábado que caminaba por la calle Corrientes
buscando a la mujer de mi vida, o alguna mujer, doblé
por Pueyrredón para seguir a una morocha que taconea-
ba lindo, zarandeando todo. La encaré en Plaza Once y
resultó que la morocha cobraba. Cuando me dijo las tres
tarifas sumé en la cabeza lo que tenía en los bolsillos,
aunque sabía que era inútil. Y con veinticinco, ¿para qué
me alcanza?, le pregunté. Comprate un chocolatín, me
aconsejó, y cruzó por Rivadavia moviendo el culo toda-
vía más, como hacen las mujeres cuando saben que uno
las mira.
Estaba por volverme, pero al atravesar la plaza
me llamaron la atención unas luces de colores en lo alto
de un edificio viejo, de dos o tres pisos. Un baile, pensé.
Baile en Once: levante. Y crucé la avenida. Tardé un
poco en darme cuenta de que debía entrar por donde decía
Hotel Marcone. El salón de baile estaba en el último piso
del hotel y aparentemente solo se podía llegar por un
ascensor destartalado que venía bajando entre crujidos.
El ascensorista indicó cuatro con la mano y entré con
otros tres muchachos que tendrían mi edad más o menos
y que venían juntos. Había uno que estaba peinado con


Infierno Grande, Buenos Aires, Planeta, Págs. 14-20
79 Antología de Cuentistas Argentinos

raya al medio. Mientras subíamos, sacó un peine para


emprolijársela frente al espejo.
-Dígame, jefe –le preguntó de pronto al ascensorista-,
¿no sabe si se puede entrar en pareja al hotel?
-Averigüe en la recepción –le contestó el ascensorista de
mal modo.
-No, yo digo… -dijo el muchacho mirándonos a todos y
como sonriéndose-. Así no hay que andar caminando pa-
ra buscar telo.
Los dos que venían con él se rieron: la cosa pro-
metía.
La entrada era damas gratis y caballeros nueve
con cincuenta. Pagué con el único billete de diez que tenía
y entré siguiendo a los muchachos. Apenas vi las mesitas
y la orquesta pensé en volverme, decirle al tipo de la en-
trada, no sé, que me había equivocado de lugar.
Había visto sobre todo a las mujeres en las me-
sas. No es que fueran jovatas más o menos: eran viejas,
directamente viejas, de pelos teñidos y caras como em-
plastos, con las tetas fruncidas desbordando por los
escotes y la carne floja bajo los brazos. Llegué justo,
pensé, diez minutos más y estaban todas muertas.
Pero me pareció tan curioso el lugar, y nueve con
cincuenta no era tanto, así que dejé mi campera en el
guardarropa y me arrimé a la pista entre las mesas pa-
ra ver de cerca de la orquesta, que todavía se estaba pre-
80 Antología de Cuentistas Argentinos

parando y sí, era lo que me había temido, había un ban-


doneón sobre un banco: una orquesta de tango.
El pianista estaba dando la afinación y un viejito
raquítico, que apenas podía sostener el contrabajo, le
respondía con el arco un poco tembleque. Entraron el vio-
linista y el del bandoneón y también se subió a la tarima
un tipo teñido, con micrófono, porque era con cantante el
asunto.
Arremetió con ese tango que empieza:
Decí por Dios qué me has dao
que estoy tan cambiao
no sé más quién soy…
Una pareja apareció en la pista. El hombre tenía
el pelo muy largo, una especie de melena que le llegaba
casi a los hombros, parecía un Príncipe Valiente canoso y
panzón, y la mujer, era rarísimo, tenía piernas de joven.
Y no es que usara medias, era así nomás: casi pelada,
con la cara arruinada de colorinches, el cuerpito de vieja,
pero las piernas milagrosamente a salvo, bien firmes, con
los tobillos perfectos.
Te vi pasar
tangueando altanera
con un compás
tan hondo y sensual…
Bailaban y uno se daba cuenta de que tenía que
ser eso bailar el tango, nada de circo, ningún firulete, y
sin embargo todos los estábamos mirando y ninguna otra
pareja parecía animarse a salir.
81 Antología de Cuentistas Argentinos

Recién con el segundo tango se empezó a llenar la


pista yo me fui a la barra porque había visto allí a los
muchachos de la entrada.
-Che, ¿puro tango es esto? -le pregunté al de raya al me-
dio.
-Treinta y treinta –me explicó-. Treinta minutos de tan-
gos y después vienen “Los Internacionales”: cumbia y
rock. Y boleros.
-¿Y pibas más jóvenes no hay?
-Sí hay –se encogió de hombros y tomó un trago-, del otro
lado de la pista, o allá, contra la ventana. Hay de todo.
Pero mejor las viejitas –me dijo con una sonrisa sabedo-
ra-, con las viejitas vas derecho al sobre.
Pasé como pude al otro lado, bordeando las mesi-
tas y esquivando a las parejas en la pista. El de raya al
medio algo de razón tenía, vi dos o tres como la gente,
sobre todo una rubia que estaba sentada sola en una me-
sa, un poco pasada también la rubia, pero con cada cosa
en su lugar. Fumaba con los ojos perdidos en la pista y
cantaba los tangos bajito, como si conociera todas las
letras.
Yo me quedé parado un poco lejos, pero ni bien
terminaron los tangos y anunciaron a “Los Internaciona-
les” me fui acercando porque veía movimientos sospecho-
sos por todos lados, hasta los tres de la entrada estaban
rondando la mesa aquella. Y tal cual, me ganó de mano
el de raya al medio, tuve que sacarle el sombrero, porque
82 Antología de Cuentistas Argentinos

no esperó a que empezara la música, se acercó un segun-


do antes a pedirle fuego y nos dejó a todos pagando.
Y ya se sabe lo que es errar el primer tiro en un
baile: empecé a ver con desesperación cómo se llenaba la
pista ahora sí todos salían a bailar.
Se busca una compañera
que sea gorda, que sea flaca
que sea linda, que sea fea,
eso no debe importar…

Las parejas se armaban en un santiamén ahí de-


lante mío y en la pista ya no cabía nadie más. Miré alre-
dedor: casi todas las mesas estaban vacías, solo había
quedado la resaca. Empecé entonces a dar toda la vuelta
al salón. “Los Internacionales” seguían con las cumbias
dale que dale:
Saca la mano Antonio
que mamá está en la cocina
dame un beso Lupita
que tu papi no nos mira…
Los pisos temblaban con los saltos de la gente y
el revoque de las mujeres comenzaba a ponerse brilloso.
Se armaban trencitos y algunos cantaban a los gritos el
estribillo:
Que si papá nos pesca
nos tendremos que casar…
83 Antología de Cuentistas Argentinos

De pronto, contra uno de los ventanales, mirando


hacia afuera, vi a una chica bajita, poquita cosa. Estaba
de espaldas, así que no podía verle la cara. Pero bueno,
pensé, no podía ser peor que lo que había quedado sin
despachar. La cuestión es que me acerqué, le toqué el
hombro y con la voz solemne y una reverencia bien exage-
rada, le dije mi frasecita mágica: ¿Me haría el honor,
señorita, de concederme este baile? Cuando levanté la
vista pensé: milagro porque aunque aquel rincón estaba
bastante oscuro, me di cuenta de que la petisita era una
preciosura y que además se estaba sonriendo.
-Cumbias no bailo –me dijo, y volvió a ponerse seria,
como si se hubiera acordado de golpe de que en realidad
ella estaba enojada.
Ahí fue que “Los Internacionales” me salvaron,
porque empezaron con Mujer, si puedes tú con Dios ha-
blar...
-¿Y boleros? -le pregunté. Casi por deporte se lo pregunté
porque si no había agarrado viaje con las movidas... Pe-
ro es cierto que con las mujeres nunca se sabe. Lo pensó
un segundo y empezó a caminar hacia la pista. Yo iba
detrás, maravillado de mi buena suerte.
Tuvimos que dar un montón de vueltas para en-
contrar un lugar que le gustara. Aquí no, aquí tampoco,
me iba diciendo, hasta que por fin se paró casi en el cen-
tro de la pista.
-Es que quiero estar cerca de mi amiga, me dijo, y me
sonrió un poco, como para hacerse disculpar.
84 Antología de Cuentistas Argentinos

Cuando la vi así, sonriendo bajo las luces, cara-


jo, pensé será posible, porque por más pintura que se
hubiera puesto era una nena, me di cuenta de que no po-
día tener más de quince, y cuando me alargó los bracitos
y la agarré por la cintura tuve la sensación de que si la
apretaba un poco se me iba a quebrar. Las luces se fue-
ron bajando y alrededor de nosotros algunas parejas
empezaron a besarse.
Yo me sentía un poco estúpido bailando con esa
pibita, pero bueno, la cosa estaba hecha, y era eso o la
resaca, así que empecé a preguntarle lo de siempre, se
llamaba Mariana, o Marina, no pude escuchar bien, y
vivía en Caballito. Le pregunté entonces si era la primera
vez que iba allí.
-La primera y la última –me contestó, y supuse que se
habría equivocado, como yo, pero no.
-Vine para acompañar a una amiga –me dijo-. Es aque-
lla de rojo. Yo me di vuelta, vi solamente una espalda
apresada por unas manos enormes.
-Es más grande que yo, y bueno, quería venir acá... Pero
nunca más –dijo como ofendida-. Mirá eso –y me señaló
con los ojos a una vieja gordísima que bailaba con un
muchacho de mi edad. El pibe trataba de besarla y la
vieja, que tenía los ojitos casi cerrados, ni que sí ni que
no, lo esquivaba moviendo la cabeza al compás de la
música, y se sonreía pero con los labios siempre apreta-
dos, hasta que por fin se dejó un poco.
85 Antología de Cuentistas Argentinos

-Podría haber traído a mi abuela, que se quedó tejiéndo-


me un pulóver –dije yo, pero ella no se rio, como si no me
hubiese escuchado. Igual me caía simpática la petisita y
tenía además una forma de acurrucarse en mi pecho que
bueno, cuando se prendieron las luces y paró la música
para que se acomodara otra vez la orquesta de tango, la
invité a tomar una Coca.
Mientras íbamos a la barra la miré de nuevo: era
linda de verdad con sus ojitos claros y el pelo largo y
también lo suyo, todo en miniatura pero bien puestito.
-Ahí viene mi amiga –dijo, apenas nos sentamos. Giré
para verla: treinta y pico le calculé, pero estaba buena,
tenía sobre todo unas tetas bárbaras. Para tres Cocas,
calculé también, no me alcanza.
-Cómo apretabas, eh –le dijo la petisita, y ella me sonrió
a mí con esa sonrisa turra de las jovatas que se las quie-
ren dar de pendejas. Aproveché para mirarle las tetas
con toda franqueza.
-Ay, nena, si yo no aprieto es que hay tanta gente –y
soltó una risita falsa-. ¿A que no sabés con quién estoy
bailando? –dijo-. Con el campeón de rock. Mirá, ahí vie-
ne. ¿Te acordás que te dije que aquí los domingos hay
concursos de rock Bueno, es el campeón? Pero también
baila tango.
El campeón de rock tenía cara de camionero y los
dos brazos tatuados. Le hizo una seña de lejos y ella nos
sonrió, como disculpándose y volvió con él a la pista.
-Simpática tu amiga –dije-. Tiene lindos ojos.
86 Antología de Cuentistas Argentinos

La petisita se había quedado callada.


-Vos también tenés unos ojos hermosos –dije y me acer-
qué un poco-. ¿Son verdes o celestes?
-Me cambian con la luz –dijo y volvió a mirar la pista.
Te siento siempre aquí
estás clavada en mí
como un puñal en la carne…

El pianista se entusiasmaba encorvado sobre las


teclas y parecía que al cantante se le iba a abrir el pecho.
Habían entrado de nuevo a la pista el Príncipe Valiente
y la mujer de las piernas jóvenes.
-Esos dos –me dijo la petisita de pronto-, parece que vie-
nen aquí desde que eran novios. Desde que eran novios –
repitió como si no pudiese creerlo-. Y me contó mi amiga
que no faltan ni un solo sábado.
-Qué, ¿tu amiga también viene siempre? –le pregunté.
-No, siempre no –dijo ella y miró entre las parejas hasta
encontrarla. El campeón de rock la hacía girar lentamente
sobre su pierna.
-¿No es un asco el tango? –dijo de repente.
-¿Un asco? ¿En qué sentido?
-Es... resbaladizo –dijo ella y arrugó la nariz-. No sé, es
un asco.
-¿Cuántos años tenés? –le pregunté.
87 Antología de Cuentistas Argentinos

-¿Yo? Diecisiete –me dijo.


-O sea, catorce.
Ella se puso colorada, se rio y me dijo que sí. Ca-
torce, pensé, está perdido todo. Miré la hora, ya eran casi
las dos. Tampoco tenía plata: había gastado lo que me
quedaba en las Coca Colas.
-Sos callado, eh –me dijo ella-. Callado pero inteligente,
se nota: tenés cara de inteligente. Yo también soy callada,
pero bueno, alguno tiene que hablar, ¿no? Yo me reí por-
que la petisita está cada vez me gustaba más, pero ella
creyó, supongo, que me estaba burlando.
-¿Soy muy tonta? ¿Te parezco muy tonta?
Le dije que no y le acomodé el pelo detrás de la
oreja: eso nunca falla, no es una caricia todavía pero ya
es más que las palabras. Ella tomó un sorbito de su Coca
y dejó que le agarrase la mano. Y ahí sí, le empecé a
hablar de cualquier cosa, me inventé una teoría compli-
cadísima sobre las casualidades y el destino y los en-
cuentros y desencuentros, estaba como inspirado, el verso
me salía de corrido. Entonces, cuando iba en lo mejor de
la explicación, vi a una mujer que recién entraba, la vi de
espalda, caminando al guardarropa y pensé: a ese culo
yo lo conozco. Tal cual, era la morocha, la puta. Dejó el
saco en el guardarropa y se vino derecho a la barra.
Tanto la miraba yo que perdí el hilo de lo que decía, pero
me di cuenta de que la petisita tampoco me escuchaba
como antes, era como si estuviese pensando en otra cosa.
Apenas acabó su Coca me pidió que la esperase, que
88 Antología de Cuentistas Argentinos

tenía que decirle algo a su amiga, y fue a buscarla a la


mesa donde estaba tomando cerveza con el campeón de
rock. Cuando vi que las dos se iban juntas al baño me
corrí un poco en la barra y me senté al lado de la moro-
cha.
-Qué tal, tanto tiempo –le dije.
-Mi amor, qué linda sorpresa –me dijo ella con una gran
sonrisa. Las putas son bárbaras.
-¿Qué andás haciendo por aquí? –le dije, tratando de
mirar entre los botones de su blusa. No tenía corpiño.
-Qué curioso que sos –dijo y se tomó un sorbo de mi Coca-
. Entro a las cinco a trabajar y como estaba muy cansa-
da no quise volver a mi casa. Por si me quedaba dormi-
da, ¿viste? Así que me vine acá, para hacer tiempo.
-¿Y en dónde trabajás? –le pregunté. Miré el reloj: eran
las dos y media todavía quién te dice, pensé.
-Ay, mi vida, no tenés que hacer tantas preguntas –me
dijo, pero abrió su cartera y me dio una tarjetita: RE-
LAX – COMPAÑÍA, decía, BAJOS ARANCELES, y
una dirección por ahí nomás, en Pueyrredón. De pronto
sentí una mano sobre mi pierna.
-¿No me vas a invitar una copa? –me dijo-. Tengo la
boca reseca. Tengo sed –y se pasó lentamente la lengua
por los labios.
-Después –le dije, porque me acordé de que ya no tenía
plata además, había visto a la petisita, que había salido
del baño y me estaba buscando. Dejé mi vaso en la barra.
89 Antología de Cuentistas Argentinos

No sabía muy bien qué hacer-. Esperame un momento –le


pedí.
En la tarima “Los Internacionales” estaban ter-
minando de acomodar sus instrumentos.
Arrancaron directamente con los boleros y las lu-
ces se fueron apagando hasta que la pista quedó por
completo a oscuras. Vi al pasar que el de la raya al
medio le metía la lengua en la oreja a la rubia. Ahora sí,
por donde se mirara, todos estaban franeleando.
-Vamos a bailar –le dije a la petisita, y ella de nuevo lo
mismo, que bueno, pero que quería estar cerca de su ami-
ga.
Su amiga, su amiga, pensaba yo mientras entrá-
bamos a la pista, y cuando me puso los bracitos en el
cuello pensé que la puta no me iba a esperar toda la
noche.
La fui llevando hacia el centro lentamente, entre
las parejas abrazadas que ya ni siquiera bailaban. En-
tonces los veo, veo sobre todo al campeón de rock, la
mano del campeón de rock que baja por la espalda poco
a poco.
-Ahí la tenés a tu amiga –digo. La petisita se me suelta
súbitamente y nos quedamos los dos mirando la mano
esa que se prende en el culo, el culo que se acomoda.
La petisita estaba inmóvil, era como si no pudiese
dejar de mirar.
90 Antología de Cuentistas Argentinos

-No bailo más –dijo de pronto, y se fue casi corriendo de


la pista.
Claro, cómo no me di cuenta antes, pensé yo, si te-
nían los mismos ojos, la boca igual pero bueno, quizá
fuera mejor, después de todo: la morocha todavía estaba
en la barra. Me apuré a volver.
-¿Me haría el honor, señorita, de concederme este baile? –
le pregunté. Ella me miró sonriente y cuando le hice la
reverencia se estiró la blusa y se puso de pie. Bailar con
una puta, no cualquiera, pensé, otra vez contento.
Mientras la iba siguiendo a la pista vi por última
vez a la petisita contra un ventanal, mirando hacia afue-
ra. Estaba de perfil. Cuando crezca un poco más, pensé,
va tener las tetas de la mamá.
91 Antología de Cuentistas Argentinos

MALDITO CUERVO NEGRO


Antonio Solitto
“Entonces empujé la persiana y,
con un tumultuoso batir de alas,
entró majestuoso un cuervo digno
de las pasadas épocas. El ani-
mal no efectuó la menor reveren-
cia, no se paró, no vaciló un mi-
nuto; pero con el aire de un Lord
o de una Lady, se colocó por en-
cima de la puerta de mi habita-
ción; posándose sobre un busto de
Palas, precisamente encima de la
puerta de mi alcoba; se posó, se
instaló y nada más.”
El Cuervo
Edgard Allan Poe

Todas las mañanas un cuervo negro golpeaba,


con su pico, el cristal de mi ventana. Tanto persistía con
este accionar que parecía taladrar mi cerebro con cierta
intensidad. Este tormento tuve que padecerlo por días y
sentía que ese martirio incesante se apoderaba de mi men-
te. Cuando el cuervo decidió instalarse en el alfeizar de
mi ventana, acabó con esa paz que había logrado con-
quistar.


Maldito cuervo negro y otros cuentos, Buenos Aires, García Edi-
ciones, 2008. Págs.127-133.
92 Antología de Cuentistas Argentinos

En ocasiones me preguntaba: ¿Se habrá situado


en mi vida o en mi muerte? ¿Me habría vuelto loco? O
quizás, lo más lógico era pensar que solo estaría de pa-
so. Ya no había un comienzo del día sin que dejara de
ver su horrenda figura. Sus inquisidores ojos, por mo-
mentos, imponían un aire de autoridad que me hacían
bajar la vista en señal de sumisión. Eran como dos lentes
telescópicas violando mi intimidad. Ya no soportaba más
su funesta presencia.
Mi actitud cobarde hacía que me sepultara deba-
jo de las sábanas; pese a taparme los oídos con ambas
manos seguía escuchando que su pico martillaba, con
denodado interés, el cristal de mi ventana. Por más que
cerrara mis ojos con fuerza, seguía viendo los suyos,
clavados en mí, como dos filosas dagas que partían mi
corazón por la mitad.
Mi recuerdo, aunque vago, fue próximo. Cierta
mañana, de un salto, al bajar de la cama, me paré frente
al cuervo y al mirarlo fijamente a los ojos, el ave ex-
pandió sus alas en su máxima plenitud: la habitación
quedó casi en sombras. Intenté abrir el ventanal para
espantarlo, pero no pude; quise abandonar mi cuarto,
más una fuerza extraña, muy poderosa parecía impe-
dírmelo.
Entonces, fuera de mí, grité: ¿Quién sos? …
¿Quién te envía? … ¿Acaso Lucifer?… Ya no podía so-
portar esa mirada inquisidora volví a gritar con más
ganas… ¡ANDATE AL MISMO INFIERNO, SI
DE ESE LUGAR SURGISTE!
93 Antología de Cuentistas Argentinos

Como si mis palabras fueran un conjuro, el ave


impávida, dejó de picotear; creí que había cesado mi tor-
mento, pero me equivoqué; fue más intenso y más demo-
níaco su proceder.
Se me ocurrió pensar que las fuerzas del demonio
podrían ser vencidas con algún ritual, o solo bastaría con
persignarse; pero no, pese a haber realizado esta última
acción varias veces, nada conseguí.
En un acto de desesperación, me paré frente al
cuervo. Como si una premonitoria voz me hablara, junté
fuerzas para expresarle aquello que mi mente y mi co-
razón sentían: “¿Sos tal vez un antiguo rey, muerto ya,
en busca de súbditos para renacer con una nueva corte?”
Aunque juzgué mi actitud como la de un loco, me
sorprendí al ver que el ave, por primera vez, había cesa-
do su picoteo y con un henchido buche se dignó a contes-
tarme. Escribió con su pico en un espeso vapor que en el
vidrio se formó: “No, nada de eso soy…”
-¿Entonces podés ser un sabio o un demagogo? –
inquirí burlonamente.-

“No, nada de eso”, volvió a escribir el ave.


A pesar de estar turbado con las respuestas, qui-
se indagar más acerca de su procedencia: “¿Sos, tal vez,
un ancestral dios pagano que se ha escapado de un de-
rruido templo olvidado?… ¿O quizás un triste escritor
que por las noches relata su mundo de sueños?…”
“No, nada de eso”, reescribió el cuervo.
Recorría mi habitación, absorto, pero también con
cierto interés. Me parecía extraño que un pájaro escribie-
94 Antología de Cuentistas Argentinos

ra; parecía tragicómica mi compostura; si bien quería


saber quién era el cuervo, no podía ofenderlo, por temor a
que ingresara en mi habitación y me atacara.
-“Pues por todos los Santos o Demonios, ¿decime
quién sos?” Expresé exasperado, a punto de estallar en
cólera.
El cuervo volvió a escribir en la espesa niebla:
“Soy tan solo un cuervo negro, ni maldito, ni bendito…
¿Acaso tenés la potestad de maldecir o bendecir?”
Leí con cierto asombro lo que estaba escrito en el
vidrio hasta que se desvaneció.
No supe que responder; permanecí absorto con
mis pensamientos, por unos instantes, aunque me pareció
casi una eternidad.
Caí de bruces, y le dije casi llorando: “¿Qué mal
te causé para que me atormentes de esta manera?”…
De pronto, el cuervo dejó de ocupar su sitio en la
ventana, -que no sé con qué extraño poder, solo él podía
abrirla o cerrarla- y colocó sus patas en el respaldar de
la cama. Como si se cumpliera con un hechizo empezó a
gesticular unos sonidos y por último habló:
-¿Mal? … Jamás me hiciste algún daño…, pero
verte sufrir me produce placer… un gran placer….
Creí que estaba loco, pero no. El ave siguió ha-
blando:
-Te seguiré martirizando por el resto de tus
días….
De pronto, soltó una risotada que aun tapándo-
me los oídos no pude desterrarla de mis tímpanos; era
inútil: mi mente no resistía ese quejido siniestro…
95 Antología de Cuentistas Argentinos

Pensé que estaba loco, pero de pronto dejó de


reírse y pude recuperar mi cordura. Casi llorando le dije:
¿Por qué me has elegido para esta terrible condena?
El cuervo dijo secamente: “Yo no te elegí, era tu
destino…”
Ya fuera de mis cabales, sentencié: “No me dejás
alternativa; tendré que matarte, maldito cuervo negro…”
-¡Ni lo intentes; te arrepentirás! –Fue la respues-
ta del cuervo, y como un rayo salió de mi habitación, la
ventana automáticamente se cerró y el ave volvió a po-
sarse en el alfeizar.
No dudé ni un instante. Del cajón de la mesita de
luz, tomé un revólver que estaba cargado; apunté a sus
abominables ojos y gatillé varias veces. Como si se cum-
pliera con un hechizo, las balas rebotaron contra el cris-
tal de la ventana y se incrustaron en la pared opuesta de
la habitación.
Todo lo que estaba viendo parecía una siniestra
pesadilla; bañado de sudor, repetía en voz alta frases
incoherentes, como si estuviera al borde de la locura.
Luego me levanté de la cama y di unas cuantas
vueltas a la habitación. Reproché mi cobardía, ¿Por qué
no le disparé cuando el ave entró en mi cuarto? Más
calmado, tomé un vaso con agua y me acosté. Me quedé
profundamente dormido. No recuerdo que soñé, pero sólo
pude ver que estaba despuntando el alba, cuando me
sobresaltó ese golpeteo intenso, taladrando mi cerebro que
anunciaba de nuevo la presencia del cuervo.
Decidí terminar con mi suplicio. Tomé nuevamente
el arma y sin tregua, con suma rapidez, le repuse las
96 Antología de Cuentistas Argentinos

balas y le disparé una carga entera. De nuevo las balas


rebotaron en el cristal, impactando en las paredes, con
tal mala suerte que una esquirla de ellas se me incrustó
en la garganta. Me produjo una herida que fue agra-
vándose. Solo recuerdo que estaba ahogándome en mi
propia sangre.
Con un esfuerzo sobrehumano alcancé a escribir
con sangre, en el piso de madera, para que el cuervo lo
viera: “Ahora si te irás al infierno maldito cuervo ne-
gro…”
“Ahora sí” -escribió el cuervo en la niebla que se
formó en la ventana y luego se fue volando por el mismo
lugar.-
Respiré aliviado. Sabía que ya no lo vería y ni lo
escucharía más… Cerré mis ojos…
Un nuevo amanecer se sucedía. Un sol resplande-
ciente iluminaba toda la habitación, como si fuera una
luz celestial… Al abrir los ojos, me di cuenta de que
estaba de rodillas al pie de la cama; con pánico escudri-
ñé lentamente el cuarto, temiendo encontrar a aquel ex-
traño visitante, pero solo vi a una callada y blanca pa-
loma posada en el alféizar de mí ventana. No podía
entender si me encontraba en el mundo de los vivos o en el
de los muertos. Sea como sea, elevado precio tuve que
pagar para liberarme de ese maldito cuervo negro, cuya
funesta presencia me arrastró casi al borde de la locu-
ra…
Mis labios solo pronunciaron una sentida plega-
ria: “Bienvenida a mi morada blanca y callada palo-
ma”. Su sola aparición inundó de luz mi habitación. Co-
97 Antología de Cuentistas Argentinos

mo si viera un bello espectáculo, volví a agradecer con


regocijo su estancia en el lugar. “¿Acaso me traes retazos
de una antigua felicidad?… ¿O tal vez esa eterna paz
para mi alma? No lo sé; igualmente, ¡bienvenida
seas…!”
En ese preciso instante una bandada de cuervos
negros sobrevoló el lugar, y luego raudamente se alejó…
98 Antología de Cuentistas Argentinos

ÍNDICE

EL TESTIGO .....................................................................2
EL EXTRAVÍO ..............................................................13
EL LECHUZA ..................................................................18
FEBO ASOMA ................................................................32
LO QUE LE SUCEDIÓ A FAUSTÍN GARCÍA ......37
LOS TIZNADOS.............................................................47
PARQUE DE ANIMALES ..........................................56
EL PEQUINÉS ................................................................69
BAILE EN EL MARCONE .........................................78
MALDITO CUERVO NEGRO ..................................91
ÍNDICE .............................................................................98

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