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“Los diversos rostros de la infancia en

México”
Guillermo Bonfil Batalla
Revista Tierra Adentro # 85, abril –mayo de 1997
Introducción:

LOS NIÑOS Y LA CULTURA

Ha escrito Octavio Paz que “nuestra literatura, como nuestro arte, está
llena del balbuceo, de las revelaciones y de las inepcias de los niños”, pues
la creación y la contemplación de la obra artística parecen prolongar en
nosotros las prodigiosas “inepcias”, las omnipotentes torpezas, las
sensaciones, el sentido de la belleza y la fructuosa entrega al juego de la
infancia.
El arte, la cultura en general, son adquisiciones infantiles, y nadie más
apto para aproximarse a ellos, para recrearlos y producirlos, que los niños.
En su espacio despliegan los niños su imaginación y su libertad y
descubren la tierra a la que pertenecen, Alas para reconocer y recrear el
mundo, pueden ser también sus raíces para abrazar y hacer suyo un suelo.
“Alas y Raíces a los niños” es el nombre del nuevo esfuerzo que se
realiza en el país para dar a la cultura de la infancia mexicana el aliento que
necesita la necesaria y estrecha unión con los diferentes ámbitos de la
educación, el ofrecimiento de espacios, actividades y herramientas
múltiples para que los niños ejerzan su creatividad y desarrollen su
capacidad de apreciación; el compromiso de padres, maestros, creadores
artísticos, científicos y divulgadores culturales de unirse para procurar
mejores condiciones y oportunidades de encuentro de los niños mexicanos
con la cultura.
Esta es una ventana abierta a los sentidos y caminos innumerables de
este esfuerzo, posible gracias al interés y la valiosa contribución de la
Coordinación Nacional de Desarrollo Cultural Infantil del Consejo Nacional
para la Cultura y las Artes.

En 1988 invite al doctor Guillermo Bonfil Batalla a escribir un texto para


una antología sobre el niño y la cultura. El aceptó y poco después me
entregó el ensayo titulado “Los diversos rostros de la infancia en México”.
Por una u otra razón esa analogía no llegó a publicarse.

Durante estos años este texto no ha estado dormido en el cajón de un


escritorio, ni mucho menos olvidado. Quienes lo hemos leído y releído
hemos tratado de asimilar la propuesta del maestro Bonfil Batalla a nuestro
quehacer cotidiano. La fuerza de sus argumentos nos ha impulsado a salir
al encuentro de los distintos rostros de la niñez de México, a emprender

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proyectos encaminados a borrar desigualdades en el acceso a los bienes de
la cultura, tomando en cuenta “las diferencias en la manera de vivir la
infancia” que caracterizan a un país pluricultural como el nuestro. Es un
honor presentar un ensayo inédito de un investigador cuya obra lúcida ha
marcado un hito en la antropología mexicana. Tengo la certeza de que
enriquecerá la reflexión en torno al desarrollo cultural de nuestros niños.
Esta fue la intención que le dio origen hace casi diez años. No imaginé
entonces que este ensayo, para mi entrañable, del autor del libro México
Profundo, estaba destinado a salir a la luz en Tierra adentro (Susana Ríos
Szalay)

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“Los diversos rostros de la infancia en
México”
Guillermo Bonfil Batalla
Comencemos por recordar un hecho bien conocido: el ambiente social en
el que nace y crece un niño tiene una influencia muy poderosa y determina
en muchos aspectos las características de su vida infantil y, más adelante,
de su vida adulta. Conviene profundizar un poco en qué significó ese
“ambiente social”, para comprender mejor en que consiste su influencia
determinante sobre la infancia.

Frecuentemente se privilegia al núcleo familiar como el espacio social


más importante en el condicionamiento de la infancia, dada la frecuencia y
la intensidad de las relaciones que establece el niño con ese su entorno más
inmediato. Esto es indudablemente cierto, pero siempre y cuando no se
pierda de vista que la familia no es una unidad aislada y que no es posible
entender sus características si no se toman en cuenta los factores
extrafamiliares que, a su vez, condicionan la organización y la vida
doméstica. Esto nos remite, entonces, a un ámbito más amplio necesitamos
entender el sistema social del que forman parte las familias para poder
comprender la singularidad y la dinámica de las infancias.

Este ámbito social mayor podemos definirlo como el conjunto de


individuos que comparte una misma cultura. En efecto; las normas, los
valores, los conocimientos, los hábitos y las habilidades que aprenden los
niños, no se generan en su familia ni son exclusivos de ésta, sino que
forman parte del patrimonio cultural de un grupo social más amplio (una
comunidad, un pueblo, una sociedad) y son compartidos, con cierto margen
admitido de variación, por todas las familias y los individuos que integran
ese sistema social mayor.

La infancia puede definirse en términos biológicos, fijando algunos


momentos del desarrollo corporal como los puntos que marcan el fin de la
infancia y el inicio de una nueva etapa en el ciclo vital. Pero sobre esos
hechos biológicos, comunes a la especie humana, cada sociedad elabora, a
partir de su cultura, las nociones que definen y caracterizan a la infancia.
La duración misma de la infancia no se establece a partir de criterios
biológicos estrictos, sino con criterios primordialmente culturales, en las
sociedades occidentales modernas, por ejemplo, se reconoce una etapa
intermedia entre la infancia y la edad adulta, que denominamos
adolescencia; ese período no es reconocido culturalmente en muchas otras
sociedades, ni lo fue en las propias sociedades occidentales antiguamente,
sino que en ellas se pasa directamente, en cierto momento, de la condición
de infante a la condición de adulto. Esto no implica, por supuesto, que el

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desarrollo biológico sea distinto; lo que señala es la amplia variedad de
formas en que las diversas culturas conciben el desarrollo individual y
reconocen socialmente los períodos y los cambios que se consideran
significativos en el contexto específico de cada cultura.

Además de fijar los límites sociales de la infancia, cada cultura establece


sus propias expectativas respecto a los niños: define, por ejemplo, qué
derechos y qué obligaciones tienen en relación a los adultos (y no sólo con
los adultos en general, sino con las diversas categorías sociales de adultos
que se reconocen culturalmente como: padres, padrinos, tíos, abuelos,
hermanos mayores, etc.). La manera de tratar a los niños, los modos de
inculcarles los valores y los hábitos que se aceptan como buenos y
positivos, los márgenes de rigor o tolerancia a la conducta espontánea, la
forma en que se debe expresar la diferencia sexual entre niños y niñas, las
obligaciones que se imponen, los premios y los castigos que se emplean,
todos estos aspectos fundamentales condicionan y caracterizan a la edad
infantil, están definidos y regulados por la cultura de cada sociedad, porque,
finalmente, a través de la cultura imbuida en las nuevas generaciones cada
sociedad intenta asegurar su continuidad formando individuos que
compartan las normas, las aspiraciones y los valores colectivos.

La sociedad mexicana presenta una diversidad muy grande de culturas,


no es ni ha sido nunca homogénea, sino que durante el transcurso de toda
la historia conocida han coexistido aquí diferentes grupos que poseen y
recrean su propia cultura distintiva y particular. Las principales causas de la
diversidad o pluralismo cultural en México son los siguientes:

En primer lugar debe tomarse en cuenta la presencia de los pueblos


indios, que son la continuación histórica de los que habitaban el territorio
mexicano antes de la invasión europea. A lo largo de casi cinco siglos han
estado sujetos a formas variadas de dominación que, pese a la
independencia lograda en 1821, pueden caracterizarse hasta la actualidad
como sistemas de dominación colonial. Esa larga historia de sujeción,
explotación y discriminación ha provocado muchos cambios en las culturas
indias, porque se les han impuesto rasgos de la cultura dominante y porque
se les ha impedido de mil maneras el desarrollo de sus potencialidades
creativas. Sin embargo, los pueblos indios han preservado sus propias
culturas distintivas que difieren de la cultura occidental dominante en
muchos rasgos concretos y, fundamentalmente, en los aspectos más
profundos, los que tienen que ver con la concepción del mundo y con la
orientación y trascendencia de la vida, esa estructura o matriz básica de las
culturas indias es de origen mesoamericana.

Una segunda razón de la diversidad cultural es el contraste regional del


país, que ha generado formas diferentes de ocupación y uso del territorio y
estilos variados de vida, es decir, culturas regionales. La historia ha ido

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caracterizando culturalmente a grandes regiones y también a pequeños
enclaves que poseen ya una cultura propia; las diferencias regionales se
expresan en muchos aspectos, como el tipo de habitación, las ocupaciones
principales, la alimentación, el estilo de hablar, - aún cuando se trate de
hispanohablantes - , la música y otros más sutiles, menos aparentes, que
son parte sustantiva de cada cultura regional y le dan su perfil y su carácter
distintivos.

Otra causa de la diversidad cultural es el contraste entre el campo y la


ciudad, entre la vida rural y la urbana. A partir de la invasión europea, las
ciudades han sido el asiento principal de la cultura occidental dominante, en
oposición al campo, donde han predominado las culturas de estirpe
mesoamericana. Por eso, en el caso de México, no hay una continuidad
cultural entre lo rural y lo urbano, ya que la vida citadina se originó como el
ámbito de los colonizadores, diferente y opuesto al ámbito rural de los
colonizados. Todos los proyectos de “modernización” y “progreso” de las
zonas rurales han sido finalmente, esfuerzos por entender la cultura urbana
occidental en detrimento de las culturas mesoamericanas.

Finalmente, es necesario tomar en cuenta otro factor de diversidad


cultural: la estratificación social que crea grupos y clases sociales dentro de
una misma cultura (la urbana occidental, por ejemplo) que no participan de
la misma manera de esa cultura que se supone común… Son muy variados
los mecanismos sociales que entran en juego para establecer y mantener un
acceso diferente de cada estrato o clase a los bienes de la cultura, y esa
distinción provoca el surgimiento de subculturas, es decir, variantes
culturales que se caracterizan por un nivel desigual de participación en la
cultura colectiva. Piénsese, solamente, en el contraste de estilos de vida
que se observan en una gran ciudad si se comparan las zonas residenciales
de lujo con las colonias de clase media y con las barriadas marginales, a
pesar de que unos y otros hablen el mismo idioma y estén integrados a la
misma cultura.

El panorama cultural del país se presenta más complejo aún porque los
cuatro factores de diversidad se entrecruzan en muchas situaciones
concretas, de manera que un determinado grupo culturalmente diferenciado
presenta al mismo tiempo el efecto de sus orígenes étnicos, su entorno
regional, su condición rural o urbana y su posición dentro de la estructura
estratificada de la sociedad.

Todo lo anterior es el trasfondo que nos permite entender la


multiplicidad de infancias que coexisten actualmente en México, como
resultado de la pluralidad de culturas. Podemos pensar en algunas
diferencias significativas que sólo se mencionan a titulo de ejemplo y con la
intención de mostrar la amplísima gama de variaciones que podemos
encontrar en el país.

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Comencemos con la forma en que el niño aprende. En los medios
urbanos, la escuela ocupa un lugar importante como institución que
transmite sistemáticamente una parte significativa de la cultura a las
nuevas generaciones. Históricamente, en las sociedades occidentales, la
familia ha ido cediendo a otras instituciones, como la escuela, muchas
funciones que antes se cumplían en el seno del hogar. Pero en las
comunidades indias el papel de la escuela es muy distinto; en primer lugar
porque la escuela, por regla general, no transmite la cultura local propia,
sino la cultura dominante; por lo tanto, la familia, y en algunos aspectos la
comunidad en su conjunto, son los ámbitos en que los niños aprenden su
cultura (su idioma, sus valores y creencias, su visión del mundo, los hábitos
y las habilidades necesarios). La escuela, en cambio, se ocupa de enseñar
algo de “La otra cultura” que es, en principio, ajena a la comunidad. En
esas condiciones, los niños viven una doble situación que puede conducir a
conflictos de identidad cuando la cultura propia no está integrada con la
suficiente solidez para hacer posible la asimilación de la enseñanza escolar
sin provocar rupturas o efectos desorganizadores. Pero el hecho real es
que, en estos casos, no hay continuidad ni complementariedad entre la
familia y la comunidad, por una parte, y la escuela, por la otra; y esto
inevitablemente significa una experiencia diferente para los niños indígenas.

Veamos ahora algunas diferencias de la infancia en relación con el


trabajo. En los pueblos campesinos y en las comunidades indias, niños y
niñas participan desde edad muy temprana en las tareas que son propias de
los adultos de su respectivo sexo. Las niñas ayudan a su madre en las
faenas de la cocina y en la limpieza del hogar, se hacen cargo de sus
hermanos menores y colaboran en todas las demás tareas femeninas. Los
niños, por su parte, pronto comienzan a acompañar a su padre a la milpa y
adquieren rápidamente las destrezas y los conocimientos propios del
trabajo agrícola. Aprenden, unos y otras, en el trabajo mismo; el proceso de
enseñanza/aprendizaje forma parte de su vida cotidiana, en todos los
momentos y situaciones; no es una actividad por sí misma, separada del
resto de las actividades, como la asistencia a la escuela. Hay en eso una
diferencia evidente, por ejemplo, con los niños de clase media urbana que,
en su mayoría, no participan en las actividades productivas. Y hay
diferencia con los niños de las clases urbanas más desposeídas, que
también trabajan, pero en condiciones muy distintas: los tragafuego, los que
limpian parabrisas y los que venden toda clase de objetos en las calles de
las grandes ciudades no participan de la misma manera que los niños
campesinos en las actividades de una comunidad, ni aprenden sus precarios
oficios con la perspectiva de que ese será su trabajo fundamental como
adultos. Los niños que pasan la noche en portales y quicios, envueltos en
periódicos, sin casa ni familia en torno, son una realidad de las ciudades, no
de las comunidades campesinas, aunque compartan la misma pobreza.

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La extensión y las características de la familia promedio también varían
considerablemente. En el mundo rural, en las pequeñas ciudades y en
algunos sectores urbanos, principalmente recién emigrados del campo,
predomina la familia llamada extensa, esto es, un grupo que habita en la
misma casa y está compuesto por más de dos generaciones: no sólo la
pareja y sus hijos, sino nueras, yernos, nietos, y a veces también bisnietos y
otros parientes laterales. La organización doméstica es entonces muy
diferente a la de la familia nuclear (una pareja y sus hijos solteros o niños);
los abuelos son las cabezas del grupo, la autoridad superior, aún para los
hijos casados; las tareas hogareñas, incluso la atención de los niños, se
distribuyen entre todas las mujeres; cada varón adulto colabora
económicamente al presupuesto común. La experiencia de vida doméstica
es evidentemente distinta para los niños que crecen en una familia extensa
y para los que lo hacen en una familia nuclear. Y esa experiencia abarca
muchos aspectos, conscientes e inconscientes, que influyen en la
mentalidad y en la conducta infantil y que más adelante se reflejan en la
personalidad adulta.

Imaginemos por un momento como transcurre la vida cotidiana de los


niños en tres o cuatro grupos diferentes de la sociedad mexicana.
Pongamos por caso una comunidad nahua de la Huasteca, un pueblo de
pescadores en Campeche, una “colonia proletaria” y un sector de clase alta
en la ciudad de México (los ejemplos, por supuesto, podrían multiplicarse
con muchas otras situaciones contrastantes).

Tanto el niño huasteco como el pescador de Campeche viven, muy


probablemente, en casa con paredes de varas (a veces rellenas con lodo),
piso de tierra y techos de palma. La misma habitación sirve de dormitorio,
con hamacas o esteras, para toda la familia; la cocina, donde también se
come, se aloja en otra construcción similar. El solar es un espacio muy
importante, ahí se trabaja y se juega, se reúne la familia, se convive con los
animales domésticos y se cultivan algunas plantas útiles. El pescadorcito
campechano, a los seis o siete años, comienza a salir con su padre y con sus
hermanos mayores a la pesca, que a veces dura varios días, ahí, en la
barca, va conociendo los secretos del mar, sus riquezas y peligros. Aprende
día a día a reconocer los bancos de peces y la amenaza de tormenta, se
entrena en el uso de las diversas artes de pesca, distingue cada vez mejor
las distintas especies pescadas y la forma de aprovecharlas, se enseña a
convivir en el mundo, a la vez libre y ordenado, que forma la tripulación de
pescadores. Su ritmo de vida está sujeto a los vaivenes del tiempo y a la
fortuna en los lances: si se capturó mucho habrá días de asueto hasta que
sea necesario volver al mar en busca de sustento; podrá permanecer en la
playa, juguetear con las olas, soñar mirando el horizonte. Por otra parte, su
relación con la madre (y, más en general, con la figura femenina) estará
marcada por esas ausencias de días en los que la sobrevivencia depende
del cumplimiento estricto de las normas que gobiernan el trabajo y la

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relación entre el pequeño grupo de varones que se lanza al mar en una
lancha. Hay un sentimiento de libertad, de dominio de sí mismo, de rechazo
a cualquier forma de dependencia que no sea el orden indispensable dentro
de la barca, que caracteriza a los niños de las comunidades pescadoras y
que sólo se entiende si se conocen las condiciones en que se vive y trabaja
en medio del mar, tendiendo la red o colocando la batería de anzuelos en
las boyas.

El niño huasteco, por su parte está ligado a la tierra y no al mar: El ritmo


de su vida es otro, gobernado por el ciclo agrícola y no por los avatares
marinos. Vive un tiempo marcado por períodos más largos, no es la suerte
de hoy sino la del año, la abundancia o la miseria de las cosechas, lo que
distingue lo bueno de los malos tiempos. Esa vinculación de la vida con el
trabajo de la tierra, mantenida durante milenios, ha creado la imagen de
una naturaleza personificada en la que los cerros, los vientos, el sol y la
tierra son fuerzas con voluntad propia que se debe propiciar para obtener
los mejores frutos del trabajo invertido. La comunidad, en comparación con
las pescadoras, está más integrada, interviene más en los asuntos
cotidianos. La libertad, aquí depende más de la solidaridad comunal; uno es
más libre cuanto mejor integrado esté a la vida comunitaria, a sus normas,
ritos y preceptos. También la vida familiar es más intensa, las relaciones
son menos espontáneas porque deben sujetarse con mayor rigor a normas
de cuyo cumplimiento depende que se mantenga la red de solidaridades
que asegura la sobrevivencia. La figura materna ocupa durante el lapso
mayor el papel central; a través de ella se transmiten las normas y los
valores fundamentales, de ella se aprende el idioma propio (que rara vez se
utiliza en la escuela), el código mediante el cual se comprende y definen los
significados del mundo, peculiares de la cultura nahua de la Huasteca.

Los niños de las barriadas populares en cualquier ciudad grande forman,


en realidad, un mosaico de grupos muy variados. Algunos nacieron todavía
en el medio rural y la vida urbana se les presenta como una experiencia
nueva que contrasta necesariamente con la de sus primeros años. Otros ya
nacieron en la ciudad, en algún cuarto de vecindad, en un pequeño
departamento perdido en un abigarrado conjunto de edificios, o en una casa
precaria, siempre sin terminar, que la familia ha ido construyendo con su
esfuerzo diario y con sus propias manos. Viven hacinados; pero, a
diferencia de los niños huastecos y de los pescadores, dormir en el mismo
cuarto con los hermanos, los padres y algún coterráneo recién llegado, es
algo que no está compensado por el campo abierto o el mar vecino; es una
aglomeración dentro de la aglomeración de la ciudad. Siempre hay una
comunidad de referencia: el multifamiliar, la vecindad, el barrio o la cuadra;
pero no toda la vida se desarrolla ahí, porque la escuela está lejos y el sitio
de trabajo (cualquier trabajo), más lejos aún. Los espejismos de la ciudad
golpean aquí con mayor fuerza: la televisión, la publicidad que habla de
mundos ajenos, imposibles, se torna más probable cuando se venden

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chicles en la calle y se ven de cerca, aunque esporádicamente, automóviles
de lujo con mujeres rubias, que deben ser bellas, desbordantes de afeites y
joyas. La comunidad, aquí, presenta fisuras que debilitan su papel del
universo social ordenador de una vida coherente; sus normas compiten
débilmente con la posibilidad (imaginaria muchas veces, pero actuante) de
alternar otros mundos, otras vidas, proyectos diferentes. Lo precario no se
vive como eso sino como lastre, con soportes endebles para enfrentarlo. El
sentido de espacio es más estrecho y el sentido de tiempo pierde casi por
completo su ritmo cíclico y su circulación con la naturaleza: se vuelve
rectilíneo, inmanejable, ajeno.

En contraste, los niños de familias ricas tienen una infancia más


prolongada: siguen siendo niños cuando muchos otros, de su misma edad,
viven ya una vida adulta. La escuela ocupa un espacio mayor y el
aprendizaje institucionalizado se convierte en la responsabilidad que con
más apremio se exige del infante; no hay necesidad ni condiciones para que
niños y niñas se incorporen paulatinamente a las labores de sus padres.
Esto ocurre, en cambio, en el uso del tiempo libre que comparte la familia,
un tiempo libre separado de otras actividades y dedicado compulsivamente
al esparcimiento y la diversión (fines de semana, vacaciones, etc.), durante
el cual se aprenden hábitos, habilidades y actitudes propios y de alguna
manera exclusivos de las clases privilegiadas. La orientación individualista
predomina sobre la comunitaria (pocos hermanos, mi cuarto y mis juguetes,
vida infantil compartida sólo en espacios y horarios preestablecidos, con
grupos pequeños y selectos). El horizonte espacial tiende a ser más amplio
y diversificado, pero no como un espacio continuo sino como un conjunto
extendido de reductos aislados (casas, escuelas, hoteles, clubes) separados
por calles y campos que, en su mayoría, no forman parte real del espacio
del niño. El tiempo es también rectilíneo y se percibe como una sucesión
necesaria, inevitable, de etapas que se irán cumpliendo y en las que el
margen de incertidumbre es corto e irrelevante.

Podríamos abundar en la descripción de similitudes y diferencias en


todos los órdenes de la vida; de la misma manera, podríamos ampliar el
número de ejemplos posibles, porque la variedad de infancias, vistas en
términos de su contexto social y cultural, es enorme en nuestro país. Pero
la intención no ha sido elaborar un catálogo completo sino apenas esbozar
unos cuantos perfiles que den cuenta de las diferencias y también de las
desigualdades. ¿Qué conclusiones podemos extraer de ese panorama?.

Una primera, que resalta de inmediato, es que las diferencias en la


manera de vivir la infancia obedecen a un conjunto muy amplio de factores
que se relacionan entre sí en forma compleja, que rebasan el ámbito de la
familia inmediata y que afectan todas las facetas de la personalidad
individual y colectiva. En algunas situaciones, las diferencias más
importantes son las que se derivan de la posición económica y social de los

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grupos en los que los niños nacen y crecen. Las aspiraciones y los valores
que se les inculcan pueden ser semejantes, pero en la práctica cotidiana
hay posibilidades desiguales para realizar esas aspiraciones y cumplir esos
valores (los niños de clases medias urbanas, por ejemplo, frecuentemente
son adiestrados según el modelo de vida de las clases privilegiadas, aunque
no dispongan de los elementos y recursos necesarios para seguir en la
práctica ese estilo de vivir). Esto sucede entre grupos estratificados que,
sin embargo, participan de una misma cultura y, por tanto, comparten un
conjunto de valores comunes aunque lo hagan a niveles diferentes de
acuerdo a la posición que ocupan en la estructura social. Aquí hablamos,
más que de diferencias, de desigualdades; esto es, que si se lograse
eliminar los factores que provocan un acceso diferenciado a los bienes de la
cultura común, se alcanzaría una relativa homogeneidad en el tipo de
infancia que viven los niños.

La situación, en cambio, no es la misma cuando hablamos de infancia en


grupos que tienen culturas diferentes. En el caso de México, la diferencia
cultural de muchos pueblos (los pueblos indios, por ejemplo), va unida a una
posición de desigualdad dentro de la sociedad nacional, porque esos
pueblos están sujetos todavía a una relación subordinada frente a los
grupos dominantes; sufren explotación económica, falta de servicios,
discriminación y muchas otras modalidades de la opresión que tienen en su
origen en el régimen colonial impuesto hace quinientos años. Pero, además
de la desigualdad, existe aquí la diferencia; son pueblos con una cultura
propia y distintiva que se expresará más plenamente en la medida en que
desaparezca la desigualdad y que lleva a que la infancia (y lo que significa
como preparación para ser adultos) se oriente hacía la realización de
objetivos diferentes a los de otras culturas. En una sociedad homogénea, la
eliminación de las carencias que resultan de la desigualdad producirá, como
la nuestra, la eliminación de esas carencias; hará posible el florecimiento de
las diferencias, pero ya sin el lastre de las desigualdades. Esto es podremos
ser diferentes sin por eso ser desiguales.

Los diversos modos de infancia, por lo que contienen de permanente


futuro, exigen una solidaridad indiscriminada. Pero es necesario distinguir
cuando la solidaridad debe orientarse a romper las barreras que impiden la
igualdad dentro de la misma cultura, y cuándo debe orientarse a destacar la
desigualdad para que florezcan las diferencias. Impidamos la desigualdad
entre los niños y, al mismo tiempo, respetemos su diferencia.

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