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El amor tiene dos enemigos: la indiferencia y la decepción.

Actúan de modo distinto pero ambos


conducen a la ruptura a menos que, alertados, nos esforcemos por combatirlos.

Existen, al menos, dos maneras de matar el amor de pareja. Una es pausada y a fuego lento; la
otra ocurre de manera rápida –en sólo unos minutos, días o quizá semanas-. Ambas formas son
dolorosas, ambas nos precipitan al desamor por caminos distintos. La muerte lenta del amor
ocurre con la indiferencia, que es el principal enemigo del amor. El desinterés por el otro
desvincula e incapacita. El amor expira e la reiterada mirada ausente, en la caricia que no llega.
Casi siempre, la indiferencia de la otra persona duele más que un insulto o un golpe. En la
dejadez, se está desterrando afectivamente, se irreal y sombrío. El abandono siempre conlleva
un aire fantasmal: la negación del ser amado, la reducción a la condición de cosa del otro. No
hay vuelta de hoja: a la larga, la indiferencia mata al amor. Afortunadamente es así porque si no
persistiríamos en un imposible.

Por otro lado, la muerte súbita del amor acontece a manos de la decepción: la mezcla de
asombro negativo y desilusión. Algunos desengaños son esenciales y destruyen toda forma de
admiración, que es una de las puertas de entrada al amor. Es imposible amar a quien no se
admira, a menos para nosotros que no somos iluminados y santos. Se puede admirar sin amar,
es verdad, pero lo opuesto sólo se concibe desde la enfermedad.

Cuando tiene lugar la decepción esencial, se produce un crack profundo e indescriptible: algo se
rompe y, muy a nuestro pesar, no tiene arreglo. Y cuando intentamos pegar los pedazos, el
resultado es poco menos que lamentable. Aquello que era una porcelana impecable y bella,
ahora queda reducido a una pieza maltrecha, como una colcha hecha de retazos. La desilusión
es un soplo destructivo, una oscura onda de expansión devastadora. Muy pocas veces podemos
anticiparla; sólo sabemos de su existencia cuando acontece, en el momento preciso en que nos
deja el amor.

Lo curioso es que a pesar de la abrumadora evidencia en contra, algunos optimistas a ultranza


colocan el amor difunto en cuidados intensivos y encienden velas esperando el milagro de una
resurrección que nunca llega.

Parafraseando al filósofo alemán Friedrich Nietzsche, “el amor entre humanos es muy humano,
demasiado humano”, es decir, mundano y mortal. Es por ello por lo que de nosotros depende
mantenerlo vivo y defenderlo de sus detractores.

Tomado de "Amar sin Depender"

Walter Riso

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