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El vicio Stendhal

Antonio Muñoz Molina

La naturalidad en la escritura
moderna es probablemente una
invención de Stendhal. El maestro,
desde luego, es Montaigne, pero la
lengua de Montaigne se nos queda
mucho más arcaica, y precisa de
modernizaciones ortográficas y
notas explicativas, aparte de la
interrupción constante de las citas
en latín. Stendhal ya es como
nosotros. Sus diarios de hace dos
siglos justos se leen como si
acabaran de escribirse. O más
exactamente: como si se estuvieran
escribiendo ahora mismo, delante
de nosotros. El nombre de
Stendhal pertenece con toda
justicia al panteón más exigente
del arte de la novela, pero él es
algo más que un gran novelista: es
el escritor que escribe como habla
y como respira; de vez en cuando
se embarca en el proyecto de una
novela, pero de un modo y otro
está escribiendo siempre, sin
propósito, por afición y por vicio,
por el simple hábito de hacerlo,
igual que viaja o pasea por la calle
o se sienta en un café o asiste a una
ópera o a alguna recepción o
dedica una jornada metódica a
examinar los frescos del
Quattrocento en una iglesia
italiana.
Dejando aparte las novelas, lo que
escribe Stendhal nunca se sabe
bien lo que es, y las novelas
mismas están contaminadas de esa
misma errancia azarosa, que
excluye por igual las retóricas de
lo literario y las construcciones
demasiado rígidas de lo novelesco.
Stendhal se propone hacer algo
siguiendo un plan —una historia
de la pintura en Italia, una
biografía, un libro de viajes— y el
plan parece que se le olvida al
cabo de unas pocas páginas; lo que
escribe, lo que acaba escribiendo
siempre, es un diario entre íntimo
y público que no tiene más forma
que la de sus paseos o sus
divagaciones, y que respira con la
libertad sin afectación de una carta
escrita con gusto y a mucha
velocidad para una persona de
plena confianza. El acto de escribir
no aísla hurañamente a Stendhal de
las otras tareas de la vida, sobre
todo cuando se encuentra en su
querida Italia. Escribe en Milán y
no se pierde una función de ópera
en La Scala. Trasnocha en un café
o en una recepción en casa de una
de aquellas damas espléndidas de
las que estaba siempre
enamorándose y al volver a su
cuarto escribe todo lo que ha visto
y todos los chismes de amoríos y
adulterios que le han contado, y
tiene tanto oído, o tanta capacidad
para recrear imaginativamente el
habla, que llena páginas en las que
fluyen en primera persona los
relatos de otros. Quizá le aburre un
plan de trabajo en el momento
mismo en que ha escrito un título
en una página en blanco. Escribe
una vida de Haydn, pero le da
pereza o hay otro asunto que ha
despertado su curiosidad y termina
el libro de cualquier manera
plagiando sin reparo a un biógrafo
anterior. Sus libros de viajes por
Italia probablemente surgieron de
la intención comercial de
aprovechar un mercado de turistas
que buscaban guías metódicas de
monumentos y ciudades. Pero le
faltaba paciencia, y desde luego
carecía por completo de método,
hasta el punto de que en algún caso
ni siquiera el título se corresponde
con el contenido: casi las tres
cuartas partes de Roma, Nápoles y
Florencia tratan de Milán y
Bolonia, y el espacio dedicado a la
descripción de esos lugares es
mínimo.
A Stendhal, contemporáneo de
Ingres, lo entusiasmaban por
encima de todo la pintura de la
escuela de Rafael y las óperas de
Mozart, de Cimarosa y de Rossini,
y también era muy sensible a la
arquitectura, pero jamás escribe
como un crítico, ni separa la
contemplación del arte de sus
pasiones sentimentales ni de sus
observaciones sobre los
temperamentos humanos o las
circunstancias políticas. Más que
una guía, dice, lo que aspira a
escribir es un recueil de
sensations, un relato o un registro
de lo más fugaz y también lo más
primario, que no es el juicio
erudito o pedante, sino la respuesta
inmediata, la efusión emocional
que despierta igual de
intensamente un cuadro que una
música, una cara de mujer vista a
la luz de los candelabros de un
teatro. A punto de morir, el
Charles Swann de Proust dice unas
palabras en las que Stendhal se
habría reconocido: “J’ai beaucoup
aimé la vie et j’ai beaucoup aimé
les arts”. De vez en cuando, uno
conoce a personas que muestran
una extrema sensibilidad para la
música, la pintura o la poesía, y sin
embargo no reparan en lo que está
solo un paso más allá de la parcela
tapiada de sus especialidades, y se
relacionan con grosería o aspereza
con los seres humanos reales y con
las cosas comunes de la vida.
Stendhal es una alerta, un antídoto:
es el viajero que se fija en todo, el
huésped que advierte y agradece
todos los pormenores de la
cortesía, el enamorado sin éxito a
quien el fracaso no avinagra, ni
menos aún le impide seguir
admirando el esplendor de las
mujeres. Antes que nadie, Stendhal
intuyó que en la pintura el tema
acabaría volviéndose secundario, y
que lo que importa al escribir no es
el dominio de una serie variable de
modas retóricas, sino la expresión
natural de una mirada, de una voz.
Una voz no impostada es siempre
singular: el único secreto de la
originalidad, comprendió muy
pronto, en una anotación de su
diario cuando tenía poco más de
veinte años, era ser tranquilamente,
obstinadamente uno mismo.
El vicio de escribir de Stendhal se
corresponde con el vicio de leerlo.
La adicción de la lectura no
existiría sin la equivalencia con el
hábito adictivo de estar siempre
escribiendo. Lo que importa no es
el libro, su proyecto o su forma
final, sino la urgencia de
registrarlo todo, por gusto, por
vicio, porque sí, porque uno está
solo y se aburre, o porque está
triste, o porque no cabe en sí de
entusiasmo, o porque no quiere
olvidar algo que le han contado, o
ni siquiera eso, porque es de noche
y tiene delante un cuaderno y una
pluma y un tintero, porque da
gusto notar cómo la pluma rasga el
papel, cómo la punta se sumerge
en la tinta. Cuando no tiene pluma,
escribe a lápiz, dice; escribe en el
rato que tardan los postillones en
cambiar los caballos en la
diligencia.
El tintero y la pluma de ave
pueden ser la estilográfica, y luego
la máquina de escribir, y luego el
teclado de la computadora; el
impulso de Stendhal es el de esos
escritores que no han necesitado
un género o que han ido de uno a
otro sin quedarse en ninguno, culos
de mal asiento que disfrutan sobre
todo de la movilidad del viaje: Pío
Baroja, Cyril Connolly, Josep
Pla, Bruce Chatwin, la Virginia
Woolf que no sabía vivir sin anotar
en un cuaderno cada ocurrencia y
cada sensación y cada recuerdo,
el Bioy Casares que cada noche
cuando Borges se marchaba de su
casa después de cenar con él se
quedaba hasta las tantas anotando
la conversación, Julio Ramón
Ribeyro escribiendo a máquina lo
que se le pasaba por la cabeza o lo
que veía por la ventana en su
despacho de la agencia France
Presse.

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