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LA CUESTIÓN MILITAR
Redacción
3 min de lectura
2 semanas ago
Por Ernesto López. Director del Instituto de Problemas Nacionales
(Unla). Profesor consulto (UNQ). Ex embajador en Haití, Guatemala y
Belice

Le tocó a Raúl Alfonsín gestionar el retorno a la democracia luego de la feroz


dictadura que llevó adelante un brutal terrorismo de Estado e impulsó una
guerra, finalmente perdida, que acarreó una densa carga de consecuencias
potenciales. Esa derrota generó una transición por colapso que, a diferencia
de casos como los de Brasil y Chile –que tuvieron transiciones pactadas con
los militares–, dejaba un alto margen de indefiniciones y por lo mismo de
libertad de acción (y resistencia) tanto a los actores políticos cuanto a los
uniformados. Tenía, sin duda, una misión difícil en sus manos.

La readecuación de los militares a la vida democrática y el manejo judicial de


ese pasado terrible fueron dos cuestiones clave de su gobierno; como es
comprensible, ambos asuntos se interconectaban. En un momento inicial,
Alfonsín procuró que el enjuiciamiento de las tres primeras juntas militares
que habían liderado el llamado Proceso fuera tramitado por el Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas. Fracasó debido a la interesada incuria de
este, que le daba largas a una decisión. Pasó entonces a una Cámara Federal
que se comportó muy dignamente y libró un histórico fallo condenatorio el 9
de diciembre de 1985.

En procura de frenar el descenso judicial a lo largo de la cadena de mandos,


el gobierno intentó dos maniobras limitantes: estipular una fecha tope de
recepción de denuncias en los juzgados y la aprobación de la Ley de Punto
Final, en diciembre de 1986, que fracasaron. En Semana Santa de 1987, se
produjo el primer levantamiento de los “carapintadas”, militares que se
oponían a los enjuiciamientos y reclamaban una reforma profesional a la
altura de lo que se había visto y experimentado en Malvinas. Siguió luego, en
junio del mismo año, la Ley de Obediencia Debida, que en la versión
originalmente presentada por el oficialismo exculpaba a los uniformados con
rango menor al de coronel (o equivalentes en las otras fuerzas) sobre la base
del desconocimiento de la ilegalidad de las órdenes recibidas. Fue aprobada
pero modificada en el Senado, que excluyó de esta posibilidad los delitos
atroces y aberrantes. Con este formato, la capacidad exculpatoria de la norma
quedó menguada.

Soportó luego otros dos levantamientos carapintadas. El manejo de la


cuestión militar se le había puesto ya muy difícil.En 1994, publiqué un libro
sobre estos asuntos que titulé Ni la ceniza ni la gloria, apropiándome de
palabras que con sentido diverso Jorge Luis Borges dedica en sendos poemas
a su bisabuelo Isidoro Suárez, el casi olvidado coronel héroe de la batalla de
Junín, y al poeta romántico británico John Keats. Sigo pensando que son
apropiadas para caracterizar la poco suficiente gestión de los asuntos
militares de ese, sin embargo, apreciable político de sólido fundamento
republicano, que fue nuestro primer presidente después de la larga noche de
la niebla y el horror.

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